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en un nuevo grupo de casos, en los cuales constituyen fuentes de la resis-


tencia contra el tratamiento analítico y obstáculos para el éxito terapéutico.
Nos referimos al problema último que la investigación psicológica puede re-
conocer: el comportamiento de los dos instintos primordiales, a su distribu-
. ción, su fusión y desfusión; fenómenos que no es posible restringir a una
sola región del aparato psíquico, sea ésta el ello, el yo o el superyó. En el
curso de la labor analítica, nada.puede darnos una impresión más poderosa
de las resistencias, que esta fuerza opuesta tenazmente a la curación y afe-
rrada a la enfermedad y al sufrimiento. Hemos reconocido, a justo título,
buena parte de estas fuerzas en el sentimiento de culpabilidad y en la ne-
cesidad de castigo, localizándolas así en la relación del yo con el superyó.
Pero sólo se trata aquí de la parte ligada, en cierto modo psíquicamente, por
-el superyó, y manifestada bajo esta forma; otras porciones de esta misma
fuerza deben actuar libres o fijadas no se sabe dónde. Si consideramos en
su conjunto el cuadro que integran las manifestaciones del masoquismo inhe-
rente a tantas personas, con la reacción terapéutica negativa y el sentimiento
de culpabilidad de los neuróticos, ya no podremos seguir creyendo que los
fenómenos psíquicos sean exclusivamente dominados por la tendencia al
placer. Estos fenómenos constituyen pruebas irrefutables de que en la vida
psíquica existe una fuerza que, de acuerdo con los fines perseguidos, llama-
mos instinto de agresión o de destrucción, derivándola del protoinstinto de
muerte inherente a la materia viva. Queda excluída toda oposición entre
una teoría optimista de la vida y otra pesimista; sólo la acción sinérgica J:
antagónica de ambos protoinstintos, del Eros y del instinto de muerte -pe-
ro nunca uno de ellos por sí solo-, permite explicar la abigarrada variedad
de los fenómenos vitales.
El objetivo más fructífero que se pudiera imaginar para la investiga-
ción psicológica sería el de estudiar cómo se unen los elementos de ambos
instintos para llevar a cabo las diferentes funciones vitales; bajo qué circuns-
tancias estas combinaciones se agrietan o se desintegran; qué trastornos co-
rresponden a tales modificaciones, y con qué sensaciones reacciona frente a
ellas la gama perceptiva del principio del placer. Por el momento, sin em-
bargo, nos inclinamos reverentes ante la supremacía de los poderes contra
los que vemos estrellarse nuestros vanos esfuerzos. Ya la mera modificación
psíquica del simple masoquismo somete nuestras facultades a una ardua
prueba.
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Al estudiar los fenómenos que traducen la actividad del instinto de des-


trucción, no estamos obligados a limitarnos a observaciones del material pa-
tológico, pues numerosos hechos de la vida psíquica normal exigen idéntica
explicación, y no cabe duda que los observaremos en creciente número
al agudizar se nuestra visión de los mismos. He aquí un tema demasiado
novedoso e importante como para tratarlo superficialmente en el curso de
estas consideraciones, de modo que me limitaré a señalar unos pocos
ejemplos.
Como se sabe, en todos los tiempos ha habido y hay personas capaces
de elegir como objetos sexuales a individuos de uno u otro sexo, indistinta-
mente, sin que una de estas tendencias inhiba la otra. Los calificamos de
bisexuales y admitimos su existencia sin gran extrañeza. Pero hemos averi-
guado también que, en este sentido, todos los seres humanos son bisexuales
y distribuyen su libido, manifiestan o latentemente, entre objetos de ambos
sexos. Sin embargo, aquí nos encontramos con un fenómeno notable: mien-
tras en el primer caso, el de tendencias manifiestas, ambas se han conciliado
sin violencia, en el segundo, el más frecuente, entablan un conflicto irre-
ductible. La heterosexualidad de un hombre no tolera la menor homose-
xualidad, y recíprocamente. Si la primera domina, logra mantener latente
a la segunda, apartándola de la satisfacción real; por otro lado, para la fun-
ción heterosexual de un hombre no hay mayor peligro que su perturbación
por la homosexualidad latente. Podría intentarse explicar este hecho adu-
ciendo que sólo existe una determinada cantidad disponible de libido, por
la cual deben luchar entre sí ambas orientaciones opuestas. Pero no se .llega
a concebir por qué las dos fuerzas antagónicas no se reparten siempre y se-
gún su valor relativo esta cantidad disponible de libido, ya que en determi-
nadas condiciones consiguen hacerlo. Alcanzamos, pues, la plena impresión
de que la tendencia al conflicto es un factor particular agregado a la situa-
ción, independientemente de la cantidad de libido. Tal inclinación autó-
noma al conflicto sólo podría atribuirse a la intervención de la agresión
libre.
Si se acepta que el caso aquí considerado es una manifestación del ins-
tinto de destrucción o de agresión, cabe preguntarse al punto si no es po-
sible extender el mismo concepto a otras formas del conflicto, o si no de-
beríamos revisar desde este punto de vista todos nuestros conocimientos de
los conflictos psíquicos. En efecto, admitimos que en el curso de la evolu-
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ción, desde el estado primitivo al del hombre civilizado, se produce una con-
siderable interiorización, una orientación de las tendencias agresivas hacia
dentro, de modo que los conflictos interiores vendrían a ser los equivalen-
tes más adecuados para las luchas exteriores, suprimidas durante este des-
arrollo. Bien sé que la teoría dualista, al postular el instinto de muerte, de
destrucción o de agresión, como pareja equivalente del Eros manifestado a
través de la libido, no ha sido acogida con favor, y en realidad ni siquiera
se ha impuesto entre los propios psicoanalistas. De ahí mi satisfacción al
comprobar, recientemente, que nuestra teoría ya tuvo un precursor en uno
de los grandes pensadores de la antigüedad griega. Esta confirmación de
mis ideas me hace renunciar sin pena al prejuicio de la originalidad, tanto
más, cuanto que la extensión de mis lecturas en años anteriores no me per-
mite tener la certeza de que mis presuntos descubrimientos no obedezcan
a la criptomnesia.
Empédocles de Acraga (Agrigento) (1), nacido hacia 495 a. J. e, se nos
presenta como una de las figuras más grandiosas y extrañas de la cultura
helénica. Su compleja personalidad se proyectó en las más diversas direc-
ciones: fué investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y
médico versado en las ciencias naturales; se dice que salvó de la malaria a
la ciudad de Selinunto, y sus contemporáneos lo veneraban como a un dios.
Su espíritu parece haber aunado los contrastes más agudos: preciso y sobrio
en sus investigaciones físicas y fisiológicas, no retrocede, sin embargo, ante
una oscura mística y se libra a especulaciones cósmicas de tan audaz como
asombrosa fantasía. Capelle lo compara con el doctor Fausto, "el que tan-
tos secretos penetró". Surgidas en una época en que el territorio de la cien-
cia todavía no estaba dividido en tantas provincias, algunas de sus doctrinas
por fuerza deben parecernos primitivas. Empédocles explicaba la diversi-
dad de las cosas por la mezc1a de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego
y aire; el animismo universal era su concepción de la Naturaleza y creía en
la trasmigración de las almas; pero también integraban el conjunto de sus
doctrinas ideas tan modernas como la de las fases evolutivas de los seres
vivos, la supervivencia de los más aptos y la aceptación del papel que in-
cumbe a la casualidad ( rÍJxr¡ ) en esta evolución.
Pero nuestro interés concierne a cierta 'doctrina de Empédoc1es, tan

(1) Lo que sigue ha sido tomado de W ilhelm Capelle: D i e V o r s o k r a tik e r ("Los pre-
socráticos"), Alfred Kroner, Leipzig, 1935.
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próxima a la teoría psicoanalítica de los instintos que estaría tentado de


considerarlas idénticas, si no mediara la diferencia de que la del sabio grie-
go es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se conforma con tener
vigencia biológica. Sin embargo, la circunstancia de que Empédocles atri-
buya al Universo igual carácter animado que a los seres vivos, resta a dicha
diferencia gran parte de su importancia.
El filósofo nos enseña, pues, que en la vida cósmica, tanto como en la
psíquica, existen dos principios del suceder, trabados en eterna lucha: los
llama r p tX L a (amor) y PEixos (discordia). De estas dos fuerzas, que para
él no son, en el fondo, sino «fuerzas naturales que actúan instintivamente, y
en modo alguno fuerzas inteligentes adaptadas a determinado fin" e), una
tiende a fusionar en un todo homogéneo las partículas primordiales de los
cuatro:elementos, mientras que la otra, por el contrario, procura destruir to-
das estas combinaciones y separar entre sí aquellas partículas. Empédocles
concibe el proceso universal como una continua y eterna alternancia de pe-
ríodos, en cada uno de los cuales se impone una u otra de ambas fuerzas
fundamentales, de tal suerte que, ya el amor, ya la discordia, imponen ple-
namente su causa y dominan el, mundo, mientras la potencia vencida se dis-
pone a surgir y vencer a su vez al adversario.
Los dos principios fundamentales de Empédocles - r p tX L a y VeLXOS -

son, tanto por su nombre como por su función, los equivalentes de nues-
tros dos protoinstintos, E r o s y d e s t r u c c i ó n , de los cuales el uno tiende a en-
globar todo lo existente en unidades cada vez mayores, mientras el otro tra-
ta de desintegrar estas combinaciones, destruyendo lo que Eros ha edificado.
Pero no debemos asombrarnos de que esta teoría haya sufrido algunas mo-
dificaciones al reaparecer después de dos milenios y medio. Además de la
limitación a 10 biofísico que hemos debido "imponerle, nuestras sustancias
fundamentales ya no son los cuatro elementos de Empédocles, pues para
nosotros la vida se diferencia netamente del mundo inanimado y ya no con-
cebimos las mezclas y separaciones de partículas materiales, sino las fusiones
y desfusiones de componentes instintivos. Además, hemos dado al princi-
pio de "discordia" una base en cierto modo biológica, al reducir nuestro
instinto de destrucción al instinto de muerte, ese impulso hacia lo inanima-
do que es propio de todo lo vivo. Con ello no pretendemos negar que ya
antes existiese un instinto análogo, y, naturalmente, tampoco afirmaremos que

(1 ) L o e . c i t ., p. 186.

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