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“La teoría no conoce otra “fuerza constructiva” que la que consiste en iluminar, mediante el reflejo

de la catástrofe más reciente, los contornos de la prehistoria asolada por el fuego, para vislumbrar lo
que, en ella, corresponde a esta catástrofe”.

Theodor W. Adorno, Sociedad: Integración, Desintegración, p. 60.

El espectro que se cierne sobre el mundo moderno es cada vez menos el de la posibilidad de un
futuro radicalmente distinto, sino el de una devastación irreversible. El verano de 2021, al igual que
los anteriores, es una prueba de ello: inundaciones devastadoras en Alemania, Bélgica, Londres y
Japón; temperaturas que alcanzan los 49,6°C en Canadá (en un lugar que normalmente se
asemejaría a Bretaña), 48°C en Siberia, 50°C en Irak; Nueva Delhi ha atravesado su peor ola de
calor en una década; Madagascar sufre una grave escasez de alimentos debido a la sequía;
California, Siberia, Turquía y Chipre están en llamas; el Golfo de México está cubierto por una fuga
masiva de gas; la ciudad de Jacobabad, en Pakistán, y la ciudad de Ras Al Khaimah, en el Golfo
Pérsico, han sido consideradas inhabitables debido al calentamiento global; más cerca de casa, los
incendios han convertido la región de Var, en el sur de Francia, en cenizas. El calentamiento del
clima está empezando a reforzarse por el aumento de la liberación de gases de efecto invernadero a
medida que se derrite el permafrost. De las fuentes de riqueza social abstracta abiertas por el capital,
no sólo fluye una enorme cantidad de mercancías, sino también su contrapartida: una cantidad
ilimitada de polución y otros males. El reino del valor, que no es otra cosa que la destrucción de la
sociabilidad, amenaza los fundamentos de la existencia terrestre en general y de la humanidad en
particular, enfrentada esta última a la necesidad absoluta de abolir la forma social capitalista a
riesgo de desaparecer. La contradicción es demasiado evidente entre, por un lado, los imperativos
cada vez más agresivos del crecimiento económico y, por otro, la finitud de los recursos materiales
y la incapacidad del entorno natural para absorber los residuos y la contaminación producidos por la
civilización impulsada por el movimiento del capital.

Es cierto que la negación de la crisis ecológica, afortunadamente, casi ha desaparecido del mundo y
las alarmas suenan ininterrumpidamente desde hace tiempo. Nadie con un mínimo de credibilidad
científica o intelectual cuestiona el hecho de que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y
el agotamiento de los recursos naturales nos están llevando a una situación catastrófica. Tampoco
nadie cuestiona que el margen de cambio estructural para mitigar el curso de la catástrofe es
extremadamente pequeño. Pero mientras fracasa una conferencia sobre el clima tras otra, las
emisiones mundiales de gases de efecto invernadero siguen aumentando alegremente con el telón de
fondo de un imperativo de crecimiento que no cambia.

Se sabe, por ejemplo, que a excepción del descenso durante el año de recesión 2009, o más
recientemente durante los meses de confinamiento, las emisiones mundiales de CO2 siguen
aumentando inexorablemente y se prevé que se alcance un nuevo récord mundial ya en 2023. Los
resultados alcanzados por los mercados de carbono en la lucha contra el cambio climático no
podrían ser peores. Entre 1995 y 2020, desde la COP3 hasta la COP24 (Conferencias de las Partes
de la ONU), las emisiones de CO2 aumentaron más del 60%. La aporía sistémica de una protección
del clima que no ponga en cuestión el capitalismo fue anunciada involuntariamente por el ministro-
presidente del estado alemán de Baden-Württemberg, Winfried Kretschmann, en marzo de 2021,
cuando confesó impotente a la prensa que “la crítica de que somos demasiado lentos es cierta”. Y
que también “deberíamos cambiar eso, sólo me gustaría saber cómo hacerlo”.

Así, aunque cada vez hay más acuerdo sobre el diagnóstico científico, y cada vez más conciencia de
la gravedad de la amenaza, hay un desorden y un desacuerdo generalizado sobre el significado
histórico de la crisis socioecológica. Las feroces batallas políticas sobre cómo responder a ella
reflejan en realidad una falsa unanimidad y una persistente incapacidad para identificar el principio
operativo que subyace a esta trayectoria.

En los últimos años, el término “Antropoceno” se ha convertido en el principal concepto


medioambiental para explicar dicha situación, y es especialmente popular en las ciencias naturales y
sociales. Propuesta en 2002 por el premio Nobel de Química Paul Crutzen, pretende captar la
alteración globalizada de los ciclos naturales del planeta que se produjo con la invención de la
máquina de vapor en la primera revolución industrial, y designa una nueva “era geológica dominada
por el ser humano” que sucede al Holoceno, que, a su vez, sucedió a la última era glacial (el
Pleistoceno) hace 11.500 años. En este Antropoceno, es el “ser humano” –anthropos– quien ha
tomado el control de los ciclos biogeoquímicos del planeta y se habría convertido en una fuerza
geofísica. Habría empezado a transformar la biosfera de tal manera que ahora amenaza la capacidad
del planeta para continuar la historia de la vida. La alteración de los ciclos del carbono y del
nitrógeno, o incluso la destrucción masiva de la biodiversidad, conducen a puntos de inflexión
planetarios irreversibles, cuantificados por ejércitos de científicos y anunciados regularmente con
gran pompa en todos los grandes medios de comunicación, hipnotizando a unos y catastrofizando a
otros, mientras seguimos en el mismo camino. Alimentados por la colapsología, ciertos estratos
urbanos y privilegiados de la población padecen ahora una “eco-ansiedad” o “solastalgia” que se
confunde indecentemente con la angustia de las poblaciones indígenas cuyos espacios nativos son
devastados. La difusión de estas nociones completa este cuadro de impotencia y despolitización, en
el que las nuevas ansiedades deben ser tratadas de la misma manera que los trastornos del
comportamiento. En definitiva, se trataría de “aprender a vivir con” la catástrofe y practicar la
“resiliencia”.

Pero si “la era geológica dominada por el ser humano” conduce a una situación en la que la
existencia de los seres humanos podría verse comprometida, hay algo muy problemático en la
visión sobre esta dominación de la naturaleza reducida a un “sustrato dominado”. Después de todo,
debe haber algo no humano, algo “cosificador”, en este tipo de dominación del “ser humano” cuyo
resultado podría ser, precisamente, la extinción de la humanidad. El Antropoceno se revela, en
última instancia, como una ruptura no planificada, involuntaria e incontrolada, como el efecto
secundario de un “metabolismo social con la naturaleza” (Marx) desencadenado por el capitalismo
industrial y que se ha vuelto incontrolable. Esto se puede ilustrar fácilmente con algunos ejemplos.
La quema de combustibles fósiles, utilizados como carburante por los sistemas industriales y de
transporte, provocaría inevitablemente una alteración del ciclo del carbono. La extracción masiva de
carbón comenzó en Inglaterra durante la revolución industrial para que, con esta nueva fuente de
energía móvil, las industrias pudieran trasladarse de las presas a las ciudades, donde había mano de
obra barata.

No hubo intención de manipular el ciclo del carbono ni de provocar conscientemente el


calentamiento global. Sin embargo, el resultado es que en el siglo XXI la concentración de dióxido
de carbono atmosférico ya ha superado el límite seguro de 350 ppm que es esencial para la
sostenibilidad de la vida humana a largo plazo. El propio ciclo del nitrógeno se ha visto alterado por
la industrialización de la agricultura y la producción de fertilizantes, que incluye la fijación del
nitrógeno atmosférico mediante el proceso Haber-Bosch. El límite anual de 62 millones de
toneladas de nitrógeno eliminado de la atmósfera ya se ha superado ampliamente, con 150 millones
de toneladas extraídas en 2014. Nadie planeó conscientemente esto, ni la eutrofización de los lagos
ni el colapso de los ecosistemas. Es la misma historia la que se desarrolla con la pérdida de
biodiversidad, la alteración del ciclo del fósforo o la acidificación de los océanos. En relación con
esto, “la era geológica dominada por el ser humano” se parece más a un producto inconsciente del
azar que al desarrollo de una capacidad de control consciente de los ciclos biogeofísicos planetarios,
a pesar de la referencia de Crtuzen a Vernadsky y Tailhard de Chardin, que pretendían “ampliar la
conciencia y el pensamiento” y “el mundo de inteligencia” (la noosfera). “No lo saben, pero lo
hacen” – esto es lo que dice Marx sobre la actividad social fetichizada mediada por las mercancías,
actividad que debe ser vista como la clave para una comprensión crítica del Antropoceno.

Sin embargo, hablar de azar e inconsciencia no significa eximir de responsabilidad. ¿Quién es este
anthropos, este ser humano de los discursos sobre el Antropoceno? ¿Es la especie humana en
general, de forma indiferenciada, la humanidad tomada no sólo como un todo (que no existe), sino
también abstraída de todas las determinaciones históricas concretas? Esta inmensa imprecisión
conceptual permite, sobre todo, justificar la geoingeniería climática -propuesta por Paul Crutzen- o,
todavía peor, las ideologías del desarrollo duradero, de la economía circular que practica la caza de
los residuos particulares, o el neomaltusianismo, que considera la demografía de los países
periféricos como la causa del problema. De este modo, el anthropos sigue siendo el que destruye,
pero también el que repara, y conservamos la doble figura del progreso, a la vez prometeica y
demoníaca, heredada de la primera era industrial y de la Ilustración.

Ahogando la responsabilidad en una humanidad de hecho desigualmente responsable y


desigualmente impactada, la noción de Antropoceno es claramente incómoda y da lugar a
numerosos debates sobre “umbrales” históricos y negociaciones terminológicas, cada uno con su
propio intento de nombrar al agente y al paciente del desastre. Donna Haraway, por ejemplo,
sustituye el término plantacionoceno por el de colonización de las Américas como marcador de esta
nueva época y, más recientemente, chtuluceno para invitarnos a “habitar el desorden”, es decir, a
investir las ruinas: “todos somos compost”, dice Haraway. No hay mejor manera de estetizar la
catástrofe y diluir la responsabilidad de esta situación reciente en la gran historia bacteriana del
planeta Tierra.

Todas esas tentativas conceptuales pierden la oportunidad de problematizar el origen lógico de esta
transformación, así como el sujeto que la porta. ¿Es diferente el término “capitaloceno” propuesto
por Andréas Malm o Jason Moore para intentar dar cuenta de los límites de la noción de
antropoceno? La noción de “capital fósil” desarrollada por Malm a partir del material histórico que
muestra la coincidencia histórica del auge del capitalismo industrial con el de los combustibles
fósiles conduce a la curiosa figura de un Antropoceno cuyo agente serían los combustibles fósiles y
cuyos responsables serían quienes, aún hoy, siguen defendiendo e implementando estos
combustibles. La solución obvia sería dejar de usarlos. De manera general, una parte del marxismo
agotado se ha reciclado en los últimos veinte años en un ecosocialismo que no ha abandonado el
dogma del “desarrollo de las fuerzas productivas”: pero ahora, en cambio, debemos entregarnos en
cuerpo y alma a la producción de paneles solares y turbinas eólicas y arrancar su propiedad de las
garras de los capitalistas que se aferran a sus chimeneas llenas de carbón y a sus pozos y tuberías de
petróleo. Esto lleva a una concepción no sólo “leninista”, sino también tranquilizadora respecto de
las “energías renovables”[1]. De hecho, es de ellos de quienes Malm y los ecosocialistas esperan la
salvación ecológica, en perfecta congruencia con la retórica oficial que promete un futuro verde y
sostenible sin decir nada sobre la intensificación extractivista y el aumento de la devastación
causada por la minería que ello supone. Mientras tanto, Total Energies juega en los dos campos, el
verde y el fósil, mientras que Joe Biden, con sus famosas afirmaciones de que restablecería los
Acuerdos de París, firma más permisos de perforación petrolífera en un año que Donald Trump en
cuatro. Por lo tanto, está cada vez más documentado hasta qué punto las energías renovables no sólo
son fuente de verdaderos estragos, sino también hasta qué punto simplemente se suman a la
trayectoria global sin alterarla en lo más mínimo. Sin negar que las “élites” están implicadas en esta
doble moral, sólo cabe preguntarse por la naturaleza de esta compulsión ciega, que no conoce
interrupción y parece destinada inexorablemente a arrojarnos a todos al infierno, mientras los
jóvenes, revueltos por la inercia del sistema, tratan de presionar en el debate parlamentario, a riesgo
de reforzar la gestión técnica y la adaptación al desastre. Así, son muchos -y no sólo los expertos-
quienes están convencidos de que una feliz mezcla de tecnocracia, descarbonización de la
economía, geoingeniería, transición energética, pequeños gestos ecológicos, buena voluntad e
innovación comercial bastará para lograr la “transición” hacia un nuevo capitalismo verde.

En realidad, el capitalismo se encamina hacia un estado de excepción permanente en el que todos


estarán dispuestos a competir para prolongar la agonía. Y las aflicción y compromisos del sujeto
ordinario no son menos determinantes que los de los responsables políticos, encargados por la
forma política moderna de representar su mandato fundamental: el crecimiento. Todos los
portadores de funciones están envueltos en una misma relación social de la que se empeñan en no
saber nada y de la que se culpan unos a otros.

De esta manera, con el avance de la crisis ecológica la angustia se apodera también de quienes,
hasta hace poco, negaban la realidad del cambio climático: todo el espectro político está ahora
hechizado por la “urgencia climática” ante un electorado desesperado. Incluso la extrema derecha
ha empezado a dar cabida a la ecología en sus temas favoritos. Neomaltusianismo, darwinismo
social, defensa armada de los territorios y de la identidad nacional, survivalismo, actos de
terrorismo de orientación ecológica: estas tendencias que se acumulan y crecen apuntan a la
neofascistización de una capa de la sociedad que es la punta de lanza de las tendencias políticas
transversales. El levantamiento de muros y el abandono a su suerte de poblaciones superfluas ya no
merecen ninguna justificación a nivel mundial y se están convirtiendo en algo habitual que se
banaliza en indiferencia.

Mientras tanto, algunos pierden la voz gritando, predicando valores humanos y militando por el
reconocimiento del crimen del ecocidio o de los “derechos” atribuidos a las entidades naturales en
el marco de la forma política burguesa. El biocentrismo que caracterizaba a la ecología profunda
hasta hace poco se ha convertido, en el transcurso de unos años, en el capital comercial de una
ecología antiespecista, a veces asociada al veganismo, apasionada por la conservación y la
restauración de la naturaleza. Una naturaleza transformada en espectáculo en la que los ocupantes
autóctonos son evacuados o perseguidos; una naturaleza a menudo muy mal comprendida por sus
promotores, como muestran, entre otros, Charles Stepanoff y Guillaume Blanc en sus recientes
trabajos.

Porque la ontología naturalista moderna es inseparable del capitalismo y, por tanto, se encuentra
también en las ideologías afirmativas de la crisis. El concepto moderno de “naturaleza” está
totalmente configurado por la forma-mercancía y la forma-sujeto burguesa. Las ciencias naturales
modernas, siguiendo a Immanuel Kant, presuponían un sujeto puramente formal, idéntico a sí
mismo, susceptible de sintetizar la multiplicidad de la intuición sensible. Este sujeto abstracto se
mantuvo independiente de la empiria y asumió la naturaleza como una exterioridad radical que
debía ser sometida a cuestionamiento. Esta subjetivación moderna instituye una dualidad sujeto-
objeto y una naturaleza puramente separada que no son independientes del proceso de valorización
del valor. También instituye un tiempo abstracto y un espacio homogéneo que debe ser cuantificado
en vista de su dominio. La “naturaleza” moderna ha sido sometida a una lógica de matematización
que permitió, entre otras cosas, la reducción de lo no humano al estado de recurso explotable,
componente del capital constante. Del mismo modo, el tiempo de trabajo debe ser medido, su
cualidad concreta es negada a efectos de su gestión racional y de la extracción de la plusvalía
relativa. El punto común entre las ciencias naturales y las ciencias económicas es su tendencia a
cuantificar sistemáticamente lo que, sin embargo, es heterogéneo al orden de lo cuantitativo: son
incapaces de captar lo que sigue siendo no idéntico a las formas homogéneas de la racionalidad y la
producción modernas, a saber, el sufrimiento de lo vivo sensible y consciente, el contenido
cualitativo de la forma abstracta.
El capital variable y el capital constante, constituidos también por individuos vivos y sufrientes, son
reducidos a la condición de recursos valorizables y cuantificables en un proceso de producción que
los naturaliza y reifica. Son estas mismas tecnologías ecológicamente destructivas las que hacen que
el trabajo vivo sea cada vez más superfluo. Al mismo tiempo que el capital hace del tiempo de
trabajo la fuente y la medida de toda la riqueza, tiende a reducir este tiempo de trabajo productivo a
un mínimo cada vez más precario. Esta contradicción se encuentra en el corazón de todo sujeto del
capital. Todo el horror del capitalismo radica, al final, en que nadie está detrás de las cortinas
moviendo los hilos. Nadie controla el movimiento de valorización del capital a escala mundial:
tiene lugar a través del mercado, como un proceso por el cual el dinero debe convertirse en más
dinero a través de la producción de mercancías y su consumo. Incluso los capitalistas más
poderosos están sujetos a esta limitación, que Karl Marx resumió con el término fetichismo
social. Por lo tanto, la responsabilidad del daño no puede entenderse únicamente en términos de la
identidad de clase de los individuos, sino más bien en términos de la identificación más o menos
consensuada de cada individuo con la forma de vida capitalista.

El capitalismo moviliza las ciencias naturales para instaurar un sujeto solipsista y narcisista que
debe hacerse “dueño y señor de la naturaleza” (Descartes). Las ciencias naturales modernas fabrican
técnicamente sus experimentos constituyendo una naturaleza homogénea al cálculo matemático. No
es la “naturaleza” desordenada y cualitativa la que tematizan, sino una naturaleza técnicamente
elaborada y purificada, determinada por un sujeto abstracto idéntico a sí mismo. Al igual que las
técnicas implican en la producción una subsunción real del trabajo concreto bajo el trabajo
abstracto, existe una subsunción cada vez más real de la naturaleza bajo el valor. Así es como la
lógica de la competencia y la lógica de la extracción de la plusvalía relativa impulsan la
automatización de la producción cada vez más, hasta la reciente revolución microelectrónica (1970-
80), hasta el punto de destruir cada vez más el planeta, pero también hasta el punto de comprometer
al capitalismo en un proceso irreversible de desustancialización del valor. El límite externo (crisis
ecológica) y el límite interno (crisis económica) del capitalismo están sutilmente entrelazados,
como muestra el “fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse. Así, la superación del
capitalismo no se logrará mediante la ciencia o la economía “positivas”. Un pensamiento crítico que
vuelva a poner en cuestión la hegemonía del cálculo y la cantidad, y que tematice los sufrimientos y
los deseos de los sujetos en su dimensión irreductible, podrá también criticar la inversión fetichista-
mercantil entre lo abstracto y lo concreto, entre los medios y los fines.

El sujeto solipsista portador del proyecto naturalista-capitalista es estructuralmente el sujeto


masculino, occidental y blanco. La ciencia natural, que construye técnicamente una naturaleza
cuantificable modelada por la forma-mercancía, consolida primero la disociación sexual. La
naturaleza “informe” y “caótica” que hay que enmarcar y disciplinar se ha asociado (desde Bacon)
con lo femenino. Como explica Roswita Scholz (1992), la disociación de forma y contenido es una
disociación específica del sexo. Dentro de la disociación sexual moderna, la forma-valor se refiere
al sujeto competitivo, racional e ilustrado de la competencia, que es típicamente un sujeto
masculino, mientras que el contenido irracional, que puede referirse a la sensibilidad, el cuidado, la
esfera reproductiva y el erotismo, se asigna al (no) sujeto femenino.

Esta estructura de disociación es inseparable de una economía moderna desacoplada, que separa
funcionalmente las esferas de producción de valor (masculina) y de reproducción privada
(femenina). La dominación de la naturaleza externa es inseparable de la dominación de una
naturaleza inferior, feminizada, declarada como sensible, informe e irracional. Asimismo, no se
considera que los indígenas tengan la racionalidad crítica que triunfa con Kant y la Ilustración. El
naturalismo se impone entonces como una verdadera unidad excluyente y como una totalidad
quebrada. Por lo tanto, no podríamos distinguir rígidamente entre la historia de la sobreexplotación
colonial y los problemas asociados a la dominación de la naturaleza “externa”, ya que es el mismo
sujeto abstracto el que desarrolla, en la modernidad, este naturalismo capitalista multidimensional.

La crítica de la destrucción de la vida en la actualidad presupone, por tanto, la crítica radical de las
ciencias positivas y las técnicas modernas, pero también la comprensión de una íntima conexión
entre las crisis ecológica, social y económica. También presupone una crítica al patriarcado
productor de mercancías y a un racismo estructural, naturalizante. Hoy, las especializaciones y
compartimentaciones nos impiden ver estos fenómenos multidimensionales. Estas especializaciones
teóricas reflejan la división del trabajo capitalista, y son en sí mismas alienadas. Como anuncia
Kurz en el primer capítulo del libro La sustancia del capital, no es el hecho de criticar la totalidad
lo que es totalitario. Esto se debe a que el valor destructivo es precisamente esta totalidad
(escindida), y es esta totalidad la que debe ser absolutamente criticada. La crítica de la totalidad
capitalista no pretende plantear esta totalidad en detrimento de lo no idéntico -como le reprocha el
pensamiento posmoderno- sino que pretende elevar la crítica al nivel del totalitarismo de la forma.
Una “crítica” dispersa o fragmentaria reproduce las separaciones y aislamientos de las ciencias
positivas, que a su vez permanecen dentro de los límites impuestos por la división moderna del
trabajo.

La crítica del capitalismo no puede adoptar la perspectiva naturalista y vitalista que es el


fundamento de la modernidad. No pretende salvar una “naturaleza” idealizada, ni una “humanidad”
idealizada como especie, y menos aún un capitalismo que se concibe a sí mismo como una fuerza
de la naturaleza. No puede aliarse con las diferentes variantes políticas de este naturalismo, cuyas
contradicciones tienden actualmente a superarse mediante una gestión cada vez más totalitaria de la
vida, la salud y la población. Esta crítica se basa, en cambio, en una epistemología de la naturaleza
que tiene en cuenta que sólo podemos hablar de ella en una posición secundaria y que, por tanto,
sólo podemos defender la naturaleza defendiendo la posibilidad de una sociedad verdaderamente
humana.

Establecer críticamente las condiciones para la emancipación de la sociedad es el único camino para
una ecología radical, aunque ante la urgencia y el aumento de las catástrofes muchos tendrán la
tentación de refugiarse en las ideologías de la crisis de las que acabamos de dar algunas pinceladas.
La crítica epistemológica del concepto de naturaleza representa un desvío teórico que no es un vano
refinamiento ni “tiempo perdido para la urgencia de la acción”, sino que por el contrario tiene en
cuenta el estatus de la “segunda naturaleza”. También pretende articular la crítica marxiana de la
economía política con una crítica de las tecnologías, las ciencias y las fuerzas productivas
modernas.

[1] En el original francés se produce aquí un juego de palabras entre “léniniste” [leninista] y
“lénifiante” [tranquilizante o calmante] que no puede ser captado en su traducción al idioma español
[N. del T.].

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