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Joaquín Urías
Letrado del Tribunal Constitucional
I. INTRODUCCIÓN
Inicialmente, con la inclusión del apartado b) del art. 20 CE en el texto aprobado en 1978 se
pretendió constitucionalizar los derechos de autor y sobre la propiedad intelectual. La lectura de
los debates constituyentes no deja lugar a dudas sobre ello y menos aún la primera redacción del
precepto, que garantizaba “los derechos inherentes a la producción literaria, artística y científica”.
Sin embargo, ya durante el propio debate del texto se hizo evidente que el reconocimiento de tal
libertad en los términos en que se incluyó conllevaba la creación de un nuevo derecho fundamental
que abarcaba la libertad de creación pacífica y sin injerencias. Finalmente, con independencia de la
voluntad de los diputados constituyentes éste habría de ser, prácticamente, el único contenido
protegido por la literalidad del precepto, marginando las intenciones iniciales.
En este punto, se calificó entonces al artículo de elitista, entendiendo que las alusiones a lo literario,
al arte, la ciencia y la técnica dejaban de lado un concepto más popular y global de cultura,
entendida como manifestación genérica de todo un pueblo. Tal vez sea así; en todo caso lo que
resulta evidente es que el art. 20. 1 b) CE no protege el substrato cultural de la sociedad, ni de
ninguna zona o grupo concreto, sino la innovación creativa, esencialmente individual. Respecto a la
misma, el derecho engloba tanto la vertiente defensiva, que impide cualquier injerencia de los
*
Citar como: URÍAS, JOAQUÍN, “El derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y
técnica”, en CASAS BAAMONDE, M. E., y RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER, M. (Dirs.),
Comentarios a la Constitución española : XXX aniversario, Ed. 1. Fundación Wolters Kluwer. 2008.
ISBN 978-84-936812-0-3, Pag. 503-510.
poderes públicos en el proceso creativo como la vertiente positiva, relacionada con la tutela y
defensa de la creación original.
En definitiva, parece que es literario cualquier fragmente de una novela editada. La cuestión no es
totalmente baladí si se toma en cuenta que en el asunto concreto se enjuiciaba una obra de marcado
carácter autobiográfico en la que se aludía a personajes y circunstancias reales, de modo que la
misma idea de “novela” parece que ha de ser entendida como un concepto amplio. En todo caso, la
diferencia entre lo que se considere literatura y lo que deba encuadrarse en la mera transmisión de
opiniones o hechos tiene cierta relación no sólo con las pretensiones artísticas del autor sino con la
apariencia de realidad, de modo que tan sólo los mundos imaginarios creados por el autor gozarían
de la consideración de literarios. De ese modo, el Tribunal Constitucional negó, por ejemplo,
carácter literario a un libro de poemas que recogía las cartas efectivamente enviadas por el autor a
su amada:
“al tratarse de la reproducción de cartas de contenido íntimo, publicadas sin autorización
de su receptora, de forma que al ser identificable la destinataria por figurar su segundo
apellido, así como por el contexto de los escritos, no se puede calificar el libro como
«obra de ficción realizada en forma epistolar».” (ATC 152/1993, de 24 de mayo de 1993,
FJ 2).
En cuanto a qué se considera arte, no parece que la Constitución se refiera en este punto a ninguna
de las clasificaciones clásicas, sino a un concepto amplio de lo artístico entendido como la
expresión de ideas o emociones a través de recursos plásticos, lingüísticos, sonoros o mixtos. De ese
modo, lo que define a lo artístico es antes una intención de elevación intelectual que el mero
englobarse en determinadas disciplinas. No cabe duda de que dentro de la idea de “creación
artística” puede incluirse, junto a las disciplinas clásicas como la pintura, la música, el cine, el
baile, la escultura, la fotografía o la arquitectura, a otras menos frecuentes como pudieran ser la
moda, la escenografía o la alta cocina, por poner sólo algunos ejemplos.
La alusión
Por último, la creación técnica alude a la inventiva y la originalidad práctica. Se trata,
esencialmente, de la elaboración de procedimientos y herramientas aptas para la transformación o el
análisis de la realidad.
El derecho a difundir los resultados de la actividad artística, científica o técnica entronca sin duda
con el derecho a la libertad de expresión, de modo que se trata de una manifestación cualificada de
la libertad de expresión. Ya en la STC 153/1985, de 7 de noviembre, el Tribunal Constitucional
puso de manifiesto la vertiente de la libertad de creación como concreción de la libertad de
expresión:
“En cuanto a la calificación de los espectáculos artísticos y teatrales por razón de la edad
y la consiguiente prohibición del acceso a los mismos, el Decreto supone una limitación a
la libertad de representación que va ligada a la libertad de expresión y de creación
literaria y artística garantizadas en el art. 20 de la Norma fundamental. En efecto, el
derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, reconocido y
protegido en el apartado b) del mencionado precepto constitucional, no es sino una
concreción del derecho -también reconocido y protegido en el apartado a) del mismo- a
expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones, difusión que referida a
las obras teatrales presupone no sólo la publicación impresa del texto literario, sino
también la representación pública de la obra, que se escribe siempre para ser representada
(FJ 5)”.
Esta tendencia a entender las diversas libertades del art. 20 como concreciones o manifestaciones de
la libertad de expresión, que vendría a convertirse en el derecho “madre” de todos los de la
comunicación, del que emanan todos los demás, no es una novedad en nuestra jurisprudencia
constitucional. En la STC 6/1981 aparecía una concepción similar de la libertad de información
como mera concreción de la libre expresión. El propio Tribunal corrigió tal concepción, aclarando
en la STC 6/1988 que se trataba de dos derechos distintos pero sin oponerse frontalmente a este
entendimiento de la libertad de expresión como “el coche escoba” que protege cualquier
transmisión no especializada de ideas. En palabras de SANTAOLLA [p. 185], la libertad de
expresión sería así el como “haz fundante” que los demás derechos del art. 20 CE se limitan a
reflejar. La práctica jurisprudencial, sin embargo, viene a demostrar que cuando la transmisión de
ideas encuentra apoyo en un precepto constitucional diferente del art. 20.1 a) CE goza de una mayor
protección a la hora de enfrentarse a otros valores protegidos. Sucede así con la libre expresión en el
ámbito de la libertad sindical (art. 28 CE), de la libertad de crítica política y la expresión pública de
ideas religiosas (art. 16 CE) y también, como se ve, de la transmisión de obras creadas conforme al
art. 20.1 b) CE. Así, la cualidad artística, científica o técnica de lo que se transmite viene a
introducir un nuevo valor en el juego de la ponderación que aumenta, de algún modo, la
protección constitucional de ese tipo de actos comunicativos.
Ésa parece ser también la idea de la STC 43/2004, de 23 de marzo de 2004, en la que se juzga la
legitimidad de un documental dedicado a analizar hechos acaecidos durante la guerra civil. De
manera lapidaria, el Alto Tribunal afirma que “es posible colegir que la libertad científica -en lo que
ahora interesa, el debate histórico- disfruta en nuestra Constitución de una protección acrecida
respecto de la que opera para las libertades de expresión e información” (FJ 5). La rotundidad de la
frase podría verse atenuada (y relativizada) por la explicación que se da de cuál es la razón de tal
garantía reforzada, que parecería predicarse tan sólo de la investigación histórica, pues
“se refiere siempre a hechos del pasado y protagonizados por individuos cuya
personalidad, en el sentido constitucional del término (su libre desarrollo es fundamento
del orden político y de la paz social: art. 10.1 CE), se ha ido diluyendo necesariamente
como consecuencia del paso del tiempo y no puede oponerse, por tanto, como límite a la
libertad científica con el mismo alcance e intensidad con el que se opone la dignidad de
los vivos al ejercicio de las libertades de expresión e información de sus coetáneos”
(idem)
Es decir, que en este punto no se trata tanto de que la Constitución otorgue una protección
cualificada a la libertad de difusión de investigaciones científicas de carácter histórico sino de que
los bienes constitucionalmente protegidos que cabe oponer al ejercicio de la misma son, por la
fuerza de las cosas, de menor entidad.
Sin embargo, de esta misma jurisprudencia parece desprenderse que es en general la investigación
científica la que debe disfrutar de un margen de acción superior al de la mera transmisión de juicios
de valor o hechos veraces, vinculado a la importancia social del debate técnico:
“sólo de esta manera se hace posible la investigación histórica, que es siempre, por
definición, polémica y discutible, por erigirse alrededor de aseveraciones y juicios de
valor sobre cuya verdad objetiva es imposible alcanzar plena certidumbre, siendo así que
esa incertidumbre consustancial al debate histórico representa lo que éste tiene de más
valioso, respetable y digno de protección por el papel esencial que desempeña en la
formación de una conciencia histórica adecuada a la dignidad de los ciudadanos de una
sociedad libre y democrática.”
De ese modo se ponen las bases de un derecho fundamental específico y de curiosa configuración.
La transmisión del saber científico aparece menos limitada por los derechos al honor y la intimidad
que el resto de libertades comunicativas. Para ello no se le exige el contraste riguroso propio de la
veracidad constitucional, pues se parte de la necesidad constitucional de la diversidad de opiniones
científicas. A cambio, sí exige a lo transmitido –como único requisito constitucional específico- que
se atenga en lo esencial a las reglas propias de la disciplina científica en la que se encuadre:
“el encuadramiento de una actividad en el ámbito de la investigación histórica y, por
tanto, en el terreno científico supone ya de por sí un reforzamiento de las exigencias
requeridas por el art. 20 CE en punto a la veracidad de la información ofrecida por el
investigador, esto es, a su diligencia. Por todo ello, la investigación sobre hechos
protagonizados en el pasado por personas fallecidas debe prevalecer, en su difusión
pública, sobre el derecho al honor de tales personas cuando efectivamente se ajuste a
los usos y métodos característicos de la ciencia historiográfica.
Como hemos dicho a propósito de la libertad de información, también la libertad
científica comporta una participación subjetiva de su autor, tanto en la manera de
interpretar las fuentes que le sirven de base para su relato como en la elección del modo
de hacerlo.” (FJ 5)
De este modo, el mismo papel que a propósito de la libre información juega la diligencia
profesional del periodista lo juegan también respecto a la investigación científica los usos y
métodos de la disciplina en cuestión. En tanto que la investigación publicada se someta a ellos
mayor será su ámbito de protección constitucional, en razón del interés democrático de permitir el
libre debate como instrumento para el avance de la ciencia y la investigación.
Pese a ello, hasta el momento nuestra jurisprudencia no ha dado el paso de atribuirle nominalmente
a la obra artística un valor constitucionalmente superior frente a derechos como el honor, la
intimidad o la propia imagen superior al de la difusión de juicios de valor o de hechos veraces.
En el caso concreto de la STC 51/2008 en lo que se viene a poner finalmente el énfasis es en las
características propias de la literatura que, por sí mismas, disminuyen la posibilidad de afectar al
honor de terceras personas.
Del mismo modo que la investigación histórica resulta menos lesiva de los derechos de la
personalidad por el mero dato objetivo de la lejanía temporal de lo que se narra, también la
literatura, en la medida en que crea mundos paralelos ficticios, difícilmente puede incidir sobre los
derechos de las personas realmente existentes.
Como dice, en el caso concreto, la citada Sentencia:
“el carácter literario de la obra en la que se inserta el pasaje litigioso está fuera de toda
duda. Aunque en la misma se hace referencia a personajes, lugares y hechos reales, el
género novelístico de la obra y el hecho de no tratarse de unas memorias impiden
desconocer su carácter ficticio y, con ello, trasladar a este ámbito las exigencias de
veracidad propias de la transmisión de hechos y, por lo tanto, de la libertad de
información. Es más, la propia libertad de creación literaria ampara dicha desconexión
con la realidad, así como su transformación para dar lugar a un universo de ficción nuevo.
En el caso concreto de la novela aquí analizada, las referencias a la generación a la que
pertenece el personaje aludido en el pasaje litigioso y a su evolución durante la etapa de
la transición política es evidente que no pretenden ser fidedignas, sino que pueden
requerir de recursos literarios, como la exageración para cumplir la función que se
persigue en la obra. Todo ello encuentra en el derecho a la creación literaria una
cobertura constitucional. Y no sólo en el caso del autor del fragmento controvertido, sino
también en el de la editorial que ha hecho posible su publicación, sin la cual la obra
literaria pierde gran parte de su sentido.”
Todo lo dicho no implica, por tanto, que la mera calificación de ficticia o literaria de una obra le
otorgue al autor de la misma impunidad para afectar los derechos al honor o la intimidad de otras
personas, pero sí que dentro de la lógica de un mundo de ficción determinados atentados contra la
reputación ficticia de esa persona tengan menos relevancia constitucional. Cabría deducir que, del
mismo modo, la creación pictórica puede llevar a modular la afectación sobre el derecho a la propia
imagen de una persona del uso de su representación gráfica; no tanto porque se trate de una libertad
con un grado superior de protección como por el hecho de que el uso artístico de una imagen es
menos susceptible de dañar el control de la propia persona que asegura el derecho a la propia
imagen. En todo caso, en el momento actual de la jurisprudencia constitucional parece que se trata
de valoraciones que es necesario ponderar en cada supuesto práctico individualizado tomando en
cuenta tanto la concreta manifestación de la libertad artística como el bien afectado.
Prueba de esta situación es que en ocasiones, el Tribunal Constitucional, a pesar de
reconocer el carácter literario o artístico de un texto lo califica y enjuicia como simple libertad de
expresión. El caso más notorio, sin duda, es el de la STC 176/1995, de 11 de diciembre, en la que al
enjuiciar el contenido de unas historietas que bromeaban sobre el holocausto judío, el propio
Tribunal Constitucional reconoce explícitamente que se trata de una obra literaria y, pese a ello, lo
califica simplemente de libertad de expresión:
“se trata de una serie en la que con dibujos y texto se compone un relato, "historieta" o
"tebeo" según el Diccionario de la Real Academia, "comic" en la lingua franca de
nuestros días, con una extensión de casi noventa páginas. Por su contenido narrativo y su
forma compleja, gráfica y literaria, es una obra de ficción, sin la menor pretensión
histórica. Por lo tanto, hay que situarlo en principio dentro de una lícita libertad de
expresión, en cuya trama dialéctica y su urdimbre literaria se entremezclan ingredientes
diversos, con preponderancia del crítico, reflejado en los muy abundantes juicios de
valor.” (FJ 2).
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA