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EL HOMBRE Y SU ALIMENTO*

Rodolfo Kusch

El buen indio Quispe comía con la boca llena las papas, que había conseguido en el
restaurante. Con una mano sostenía el papel de diario con las papas, y con la otra
desmenuzaba cada una de ellas y se las llevaba a la boca. Hacía todo con lentitud,
hasta con cierta dignidad.

Cierta vez en el tren que volvía a Villazón pido un plato, el cual, según me dijo el mozo,
se llamaba «carne asada». Cuando llegó el plato ocurrió lo de siempre, comí el
pedacito de carne y el resto, que era arroz, lo dejé. Pero me dio lástima tirarlo. Le ofrecí
el plato a una pequeña, pero no quiso. Al instante la madre, una chola gorda, adelantó
la mano y lo tomó. Comió con toda naturalidad las sobras que había dejado. Igual que
Quispe.

Hay cierta diferencia en la manera de comer de un indio y de un necesitado en Buenos


Aires. Ya lo dijimos. Se diría que en el interior hay una mayor mesura, en cambio
nuestros necesitados suelen ensuciarse la boca o se babean y ante todo desparramar
las sobras por todos lados, y todo ello nos parece desagradable. Porque, aquí en
Buenos Aires como en La Quiaca, en general no nos agrada ver comer a nadie.

Desde ya no comeríamos en un zaguán como Quispe, y menos comida regalada de


mala manera. Además, tenemos cierto pudor para comer. Consideramos
aparentemente la comida como un accidente insalvable. Al menos así lo decimos
cuando hacemos referencia a ello. Comemos siempre en intimidad, como para que nos
vean solamente los familiares. Y cuando vamos a un restaurante casi nunca nos
sentamos frente a la puerta del mismo, sino siempre a espaldas. Y si alguien, que entra
en ese momento, nos mira demasiado, ya nos sentimos molestos y volvemos el bocado
prendido al tenedor, otra vez al plato, hasta tanto el indiscreto haya pasado.

La comida para nosotros entra en el terreno de las cosas subversivas. Por eso, cuando
invitamos a alguien a cenar, no es para el exclusivo hecho de comer, sino de picar
simplemente y tratamos siempre de que la charla disimule el gesto grosero de
introducir los alimentos en la boca. Aun así, siempre nos queda el problema de que la
masticación impida la fluidez y la sonoridad de la charla.

Se diría que en este tema de la comida sentimos una gran afinidad con aquel cuento de
Kafka, «El artista del hambre», que refiere precisamente cómo un artista de circo
muere de inanición no porque quería ganar más dinero, sino simplemente porque
nunca había dado con el verdadero alimento que necesitaba.
En este sentido solemos hacer corrientemente la broma de asociar el espíritu al tema
del alimento. Consideramos de buen tono insistir que ambos están reñidos entre sí.
Hasta concebimos que el espíritu se logra siempre alejándose de todo lo que dé afuera
y entre otras cosas del alimento.

Un cronista indígena, que había vivido un poco más al norte, al otro lado del lago
Titicaca había dibujado un extraño altar en su crónica. Hacia arriba figuraba un ovoide
como símbolo del orden establecido por Viracocha. Hacia abajo unos andenes. Y en el
medio la humanidad como simple hombre y mujer, sitiados por los cuatro elementos:
agua, tierra, fuego y aire. Pero entre la pareja humana y el ovoide había una extraña
cruz. En uno de los extremos de su brazo mayor figuraba la frase «olla de maíz» y en el
otro «olla de maleza».

La cruz estaba colocada en el centro plástico del dibujo, de tal modo que parecía como
si todos los símbolos sagrados giraran en realidad en torno a esta posibilidad del maíz
o de la maleza.

En el Popol-Vuh, un manuscrito maya-quiché, se da otro tanto. Relata la creación de


cuatro humanidades que fueron destruidas por los dioses porque no los adoraban. La
quinta y definitiva edad, comienza con el relato del descenso de los héroes divinos al
infierno, a cuyos señores vencen y luego crean al quinto hombre. Cuando llegó el
tiempo de crear el hombre, el texto dice: «De maza de maíz se hicieron los brazos y las
piernas del hombre. Únicamente maza de maíz entró en la carne de nuestros primeros
padres, los cuatro hombres que fueron creados». Hasta aquí el texto.

Y más al norte entre los aztecas se da una leyenda similar. En la lámina 38 del Códice
Borgia figura a la derecha, entre cuatro serpientes, el nacimiento del maíz bajo la forma
de un ser humano desnudo custodiado por dos mazorcas tiernas. A la izquierda está la
muerte de un dios Xolotl, que es el mismo Quetzalcóatl, el gran dios civilizador de los
aztecas, quien en el infierno muere para vincularse de alguna manera con la creación
del hombre y del maíz.

¿Y qué significan estas leyendas? Pues que en la antigua América el hombre y su


alimento se vinculaban estrechamente. Más aún, los ritos más importantes, así como
los mitos centrales de su religión trataban de favorecer esa vinculación entre el hombre
y su alimento. Unen en suma dos cosas que nosotros separamos.

Claro que si se unieran entre nosotros el hombre y el alimento sería cosa de ir a un


restaurante, pedir una comida, y una vez deglutida, decirle al mozo sin más: «Señor, no
pienso pagar esta comida porque ella fue desde siempre sagrada». Imposible ¿verdad?
Evidentemente la distancia entre nosotros y el indio americano es enorme. Nuestro
régimen supone otras cosas, como ser esas monedas con que debemos pagar la
comida.
¿Y qué régimen es ese? Pues en cierta medida el del escaparate. De un lado está uno,
el hombre y, del otro el alimento. ¿Y cómo unimos una cosa con otra? Pues en general
con unos pesos y, si no, con un simple ojalá o con algún pálpito como solemos decir,
con el cual cruzamos de alguna manera el vidrio que nos separa. En cierto modo es
magia.

¿Cómo la del indio? ¿Por qué no? El indio antiguamente trataba de que ese palpito o
ese ojalá se concrete sin más. ¿Y cómo lo hacía? Pues comprometiendo a los dioses.
Estos se encargaban, con la leyenda de su sacrificio, hacer saltar la valla al creyente y
pasarlo al otro lado junto al alimento. Así se sacralizaba el alimento. Y es natural.
Porque lo sagrado es ese ámbito donde todos los opuestos se unen. Si aquí se vive por
separado el bien y el mal, la tristeza o la alegría, allá entre lo sagrado, todos se funden
en una sola cosa, sin que ningún opuesto predomine. ¿Y cómo no se iba a pensar eso
del alimento? Es lo más opuesto al hombre, supone la salida de éste hacia afuera,
quizá el único paso que realmente da el hombre hacia la materia. Es más, el alimento
supone casi exclusivamente el conocimiento de la realidad, porque él está en el mundo
de afuera, frente al hombre y éste debe recogerlo para incorporarlo.

Por eso el alimento era sagrado para el indio, porque era la primera oposición y el
primer síntoma de caída del hombre en el mundo, su desgracia de haber perdido al
paraíso y, también implica el misterio de que haya mundo y de que tengamos que
alimentarnos. Comer significaba volver a juntar lo que los dioses habían separado.

Por eso el indio Quispe comía con tanta parsimonia y, también lo hacía con tanta
naturalidad la chola aquella del tren. Están en la ley antigua, según la cual lo que se da
afuera es, un poco, lo que fue puesto por la divinidad y, tiene alguna razón de ser el
simple misterio de estar no más ellos y el alimento. Y de alguna manera ambos se
encontrarán porque así estaba escrito.

¿Y nosotros? No tenemos nada escrito, ni siquiera un contrato. Ahí nos ponemos de


espaldas a la puerta del restaurante para comer. ¿Y cómo hacemos para destruir la
oposición del alimento? El indio se funde al alimento, uno y otro mantienen su vigencia,
el alimento es indio y el indio es alimento, casi como en los ritos, en ese plano donde
todo es sagrado y donde nada se opone ya. ¿Y nosotros? Pues nos devoramos sin
más el plato: así vencemos la oposición.

Realmente ¿qué puede haber pasado para que se pierda ese sentido sagrado del
alimento? Desde aquel entonces hasta ahora hemos ganado la realidad, sabemos
siempre dónde estamos parados, pero perdimos el alimento, lo pusimos del otro lado
de los escaparates. ¿Y eso está mal?
Hay leyendas indígenas que hacen referencias a la rebelión de los utensilios y también
de los alimentos. En la cerámica de la costa del Perú y en los manuscritos aztecas
aparecen utensilios y mazorcas de maíz, con pies y brazos persiguiendo a los
hombres. Qué raras leyes sigue la mente humana en estas cosas.

¿Qué significa esta rebelión? Uno de los axiomas de la antigua sabiduría era el de
respetar a los opuestos. Por ejemplo no se podía, sin más tratar de que siempre fuera
de día, porque alguna vez la noche se iba a vengar y todo habría sido nada más que
noche. En la misma medida el hombre no podía simular que no tomaba en cuenta el
alimento. Alguna vez éste se iba a rebelar y no habría más hombre, sino puros
alimentos por todas partes.

Algo de esto está pasando. Basta leer los diarios. ¿Acaso los problemas del mundo
moderno no giran en torno a la rebelión de los alimentos? Realmente, si así fuera
habría que preguntarle al indio Quispe cómo se hace para sacralizar otra vez el
alimento y unirlo al hombre nuevamente. ¿Será esa la tarea de América?

* Relato de Rodolfo Kusch en Radio Nacional, 1963.

Consigna:

- Teniendo en cuenta el material y los autores consultados durante el


seminario, ¿qué conceptos e ideas se pueden observar en el relato de
Kusch?
Considerar los aspectos del alimento que menciona el autor, los ámbitos a
los que lo asocia y la diversidad de sujetos y escenarios que aparecen en
su relato.

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