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Rodolfo Kusch
El buen indio Quispe comía con la boca llena las papas, que había conseguido en el
restaurante. Con una mano sostenía el papel de diario con las papas, y con la otra
desmenuzaba cada una de ellas y se las llevaba a la boca. Hacía todo con lentitud,
hasta con cierta dignidad.
Cierta vez en el tren que volvía a Villazón pido un plato, el cual, según me dijo el mozo,
se llamaba «carne asada». Cuando llegó el plato ocurrió lo de siempre, comí el
pedacito de carne y el resto, que era arroz, lo dejé. Pero me dio lástima tirarlo. Le ofrecí
el plato a una pequeña, pero no quiso. Al instante la madre, una chola gorda, adelantó
la mano y lo tomó. Comió con toda naturalidad las sobras que había dejado. Igual que
Quispe.
La comida para nosotros entra en el terreno de las cosas subversivas. Por eso, cuando
invitamos a alguien a cenar, no es para el exclusivo hecho de comer, sino de picar
simplemente y tratamos siempre de que la charla disimule el gesto grosero de
introducir los alimentos en la boca. Aun así, siempre nos queda el problema de que la
masticación impida la fluidez y la sonoridad de la charla.
Se diría que en este tema de la comida sentimos una gran afinidad con aquel cuento de
Kafka, «El artista del hambre», que refiere precisamente cómo un artista de circo
muere de inanición no porque quería ganar más dinero, sino simplemente porque
nunca había dado con el verdadero alimento que necesitaba.
En este sentido solemos hacer corrientemente la broma de asociar el espíritu al tema
del alimento. Consideramos de buen tono insistir que ambos están reñidos entre sí.
Hasta concebimos que el espíritu se logra siempre alejándose de todo lo que dé afuera
y entre otras cosas del alimento.
Un cronista indígena, que había vivido un poco más al norte, al otro lado del lago
Titicaca había dibujado un extraño altar en su crónica. Hacia arriba figuraba un ovoide
como símbolo del orden establecido por Viracocha. Hacia abajo unos andenes. Y en el
medio la humanidad como simple hombre y mujer, sitiados por los cuatro elementos:
agua, tierra, fuego y aire. Pero entre la pareja humana y el ovoide había una extraña
cruz. En uno de los extremos de su brazo mayor figuraba la frase «olla de maíz» y en el
otro «olla de maleza».
La cruz estaba colocada en el centro plástico del dibujo, de tal modo que parecía como
si todos los símbolos sagrados giraran en realidad en torno a esta posibilidad del maíz
o de la maleza.
Y más al norte entre los aztecas se da una leyenda similar. En la lámina 38 del Códice
Borgia figura a la derecha, entre cuatro serpientes, el nacimiento del maíz bajo la forma
de un ser humano desnudo custodiado por dos mazorcas tiernas. A la izquierda está la
muerte de un dios Xolotl, que es el mismo Quetzalcóatl, el gran dios civilizador de los
aztecas, quien en el infierno muere para vincularse de alguna manera con la creación
del hombre y del maíz.
¿Cómo la del indio? ¿Por qué no? El indio antiguamente trataba de que ese palpito o
ese ojalá se concrete sin más. ¿Y cómo lo hacía? Pues comprometiendo a los dioses.
Estos se encargaban, con la leyenda de su sacrificio, hacer saltar la valla al creyente y
pasarlo al otro lado junto al alimento. Así se sacralizaba el alimento. Y es natural.
Porque lo sagrado es ese ámbito donde todos los opuestos se unen. Si aquí se vive por
separado el bien y el mal, la tristeza o la alegría, allá entre lo sagrado, todos se funden
en una sola cosa, sin que ningún opuesto predomine. ¿Y cómo no se iba a pensar eso
del alimento? Es lo más opuesto al hombre, supone la salida de éste hacia afuera,
quizá el único paso que realmente da el hombre hacia la materia. Es más, el alimento
supone casi exclusivamente el conocimiento de la realidad, porque él está en el mundo
de afuera, frente al hombre y éste debe recogerlo para incorporarlo.
Por eso el alimento era sagrado para el indio, porque era la primera oposición y el
primer síntoma de caída del hombre en el mundo, su desgracia de haber perdido al
paraíso y, también implica el misterio de que haya mundo y de que tengamos que
alimentarnos. Comer significaba volver a juntar lo que los dioses habían separado.
Por eso el indio Quispe comía con tanta parsimonia y, también lo hacía con tanta
naturalidad la chola aquella del tren. Están en la ley antigua, según la cual lo que se da
afuera es, un poco, lo que fue puesto por la divinidad y, tiene alguna razón de ser el
simple misterio de estar no más ellos y el alimento. Y de alguna manera ambos se
encontrarán porque así estaba escrito.
Realmente ¿qué puede haber pasado para que se pierda ese sentido sagrado del
alimento? Desde aquel entonces hasta ahora hemos ganado la realidad, sabemos
siempre dónde estamos parados, pero perdimos el alimento, lo pusimos del otro lado
de los escaparates. ¿Y eso está mal?
Hay leyendas indígenas que hacen referencias a la rebelión de los utensilios y también
de los alimentos. En la cerámica de la costa del Perú y en los manuscritos aztecas
aparecen utensilios y mazorcas de maíz, con pies y brazos persiguiendo a los
hombres. Qué raras leyes sigue la mente humana en estas cosas.
¿Qué significa esta rebelión? Uno de los axiomas de la antigua sabiduría era el de
respetar a los opuestos. Por ejemplo no se podía, sin más tratar de que siempre fuera
de día, porque alguna vez la noche se iba a vengar y todo habría sido nada más que
noche. En la misma medida el hombre no podía simular que no tomaba en cuenta el
alimento. Alguna vez éste se iba a rebelar y no habría más hombre, sino puros
alimentos por todas partes.
Algo de esto está pasando. Basta leer los diarios. ¿Acaso los problemas del mundo
moderno no giran en torno a la rebelión de los alimentos? Realmente, si así fuera
habría que preguntarle al indio Quispe cómo se hace para sacralizar otra vez el
alimento y unirlo al hombre nuevamente. ¿Será esa la tarea de América?
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