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Mi madre seleccionaba los ingredientes con preocupación ecológica, el orden y la limpieza eran
diosas a las que les rendía pleitesía y en su altar sacrificaba su tiempo y su energía.
Otros dioses familiares requerían el sacrificio de una gallina (para el día de la madre y primero
de año, en casa de los abuelos) esta víctima propiciatoria -en la raviolada posterior- aseguraba
con su carne la unión familiar y el buen comienzo del año. La muerte ritual del bicho y su
preparación en infinitos cuadraditos blancos, que irían apareciendo a través de sucesivos
pasos hasta desparramarse sobre la mesa entre nubes de harina, me fascinaban casi tanto
como la distribución de los lugares de las personas en la mesa. Y las mesas “de grandes” y “de
chicos” de donde mi primo mayor pugnaba por salir advirtiendo al mundo que ya era adulto.
Pero lo más maravilloso de la cocina de mi casa, era la relación entre el sabor del plato, sus
ingredientes, la forma de cocción y su menaje. Olla de barro para las cazuelas, olla de hierro
(heredé la de mi abuela) para guisos y tucos, olla panzona de aluminio para el puchero, paila
de cobre para mermeladas y la ollita enlozada de asa larga para la salsa blanca. Por supuesto
las sartenes de mi madre (como antes las de mi abuela y luego las mías) estaban preparadas
para distintas formas de cocción y era causal de excomunión freír un huevo en la sartén
equivocada.
Años después, acuné una máxima en mis relaciones con el mundo animal: “todo lo que come
se amaestra” (lo he probado con peces, tortugas, iguanas, aves, perros y gatos). Lo que en mi
niñez no sabía es que “los aguirre” como todas las familias me habían “amaestrado”,
transmitiéndome a través de la comida todo un universo de valores, reglas y normas de
comportamiento, y que yo era mujer y era Aguirre y era porteña y era argentina porque “comía
como nosotros”.
El punto exacto de las carnes blancas y el soufflé eran pruebas iniciáticas para las cocineras y
era sabido que la sutileza de sus sabores sólo podía ser percibidos en plenitud por las mujeres,
tan suaves y delicadas como ellos. Los varones, en tanto, fuertes, seguros, viriles y violentos
se llevaban bien con el consumo de carnes rojas y guisos condimentados. Años de análisis me
costó entender el menú de los géneros.
Más fácil me resultó el menú de las edades: parecía racional, que los que no tenían dientes
comieran puré. Eso sí, el horario pautado por la ciencia para la comida, no parecían llevarse
bien con la biología, porque los bebés lloraban de hambre cuando tenían hambre y no cuando
la teoría pediátrica de moda en esos años decía que debían comer (escuché a los mismos
pediatras defender varias teorías contrapuestas a lo largo de mí mas de medio siglo de vida).
Los sabores inconfundibles de los Aguirre: el bacalao de mi madre, el tuco de mi padre, el bife
de mi abuelo, la provenzal de mi abuela, identificaban a mi familia entre todas las familias y a
“estos” Aguirre de “aquellos” Aguirre incluso dentro mismo de nuestra parentela.
Y cuando en la adolescencia, mochila al hombro andaba por los caminos, el sabor de las
empanadas locales siempre tenía como referencia “nuestra” empanada (ya no familiar sino
pampeana) y aunque los hornos salteños parieran la más deliciosa de ellas, el punto cero del
empanadómetro estaba en la carne cortada a cuchillo, pasa y huevo de la pampa.
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-Claude Fischler señalaba que “los humanos somos los únicos que comemos nutrientes y
sentidos”. Para comprender qué y por qué comemos los humanos hay que abordar el
fenómeno como lo que es, un hecho complejo que combina simultáneamente aspectos físicos
y culturales. No sólo comemos para crecer y reponer la energía gastada en la vida cotidiana,
una característica del comer humano es que (desde que somos omnívoros) el evento
alimentario es colectivo y complementario, se realiza en sociedad -somos comensales- por lo
tanto, entra en el juego de las representaciones compartidas y como todo evento social es
producto y produce relacione sociales.
Porque comer es un evento social tiene usos sociales: no sólo contribuye a la reproducción
física, sino que, legitimando el consumo de unos sobre otros, las sociedades reproducen su
estructura de derechos y las desigualdades y la dominación de unas clases o estratos sobre
otros.
La forma de comer marca el tiempo cotidiano o festivo y se utiliza como foco para actividades
familiares y comunitarias. Se utiliza como premio o castigo, también para demostrar la
naturaleza y profundidad de los sentimientos, para hacer frente al stress, como manejo político
o económico. Al comer se demuestra la pertenencia a un grupo y también se marca lo que nos
distingue como individuos, como familia y como sociedad es decir al mismo tiempo que señala
nuestra pertenencia también marca nuestra particularidad. En fin, comer es parte de la
identidad y es -como ésta- una construcción entre el yo del sujeto y el otro cultural. Porque,
aunque esté modelado por la construcción social del gusto que canaliza su expresión- el comer
tiene un componente subjetivo, único, hedónico que depende de las características del sujeto,
de su historia personal y los avatares de su deseo.
Así que en esa definición de “comer” como concepto polisémico, complejo, entendido como
bisagra entre el sujeto y la estructura, que se despliegan sus usos sociales y nos permiten
contestar qué comemos cuando comemos: nutrientes y sentidos.
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La cultura, que es decir “nadie” y “todos” a la vez (y no todos por igual sino los que tienen poder
para designar). En tanto “bueno” y “rico” son criterios de valor y los valores acerca de que está
“bien” y que está “mal” son situados (histórica y geográficamente) dependerán de la relación de
ese grupo de comensales con su ambiente (mediatizados por la tecnología de explotación de
los productos y de preparación de esa comida) de la organización social de la distribución y de
los valores que legitiman que algunos (géneros, edades, clases, sectores, funciones, etc.)
coman más y otros menos. Estos fenómenos ligados a la estructura producen relaciones
sociales que cristalizan en comidas diferenciales. La “comida de pobres”, los “platos femeninos”
o la “alimentación infantil”, son categorías naturalizadas (por la posición social, por el género o
la edad, que esconden estos fenómenos de estructura que legitiman el reparto diferente según
la situación del comensal).
Una cosa interesante que se está produciendo hoy día es la multiplicación de los saberes
legítimos que dicen qué y quien debe comer qué. En las culturas del pasado a lo sumo había
dos o tres discursos acerca de la comida (el de la baja cocina, hogareña y femenina organizada
alrededor de la supervivencia, el de la alta cocina organizado en torno a la política del
hedonismo, y el discurso sanitario ligado a la salud), pero hoy en las sociedades urbanas,
industriales, de esta modernidad tardía, la capacidad de nominar lo que hay que comer y los
valores para fundarlo son muchos y diversos.
Hoy conviven los grandes cocineros que nos enseñan como comer rico para disfrutar de la
vida, al mismo tiempo que el sistema médico que nos enseña como comer sano para sobrevivir
a las enfermedades prevalentes, y las ecónomas que nos enseñan como comer barato para
que lleguemos a fin de mes, junto a la industria que nos enseña como comer rápido, precocido,
desgrasado y envasado, todos codo a codo con la cocina porteña que nuestras abuelas solían
preparar y que marca nuestro gusto y pertenencia.
“Un día: se come rico, el segundo: sano, el tercero: rápido, en los feriados: tradicional y
llegando a fin de mes: barato”
El comensal moderno se encuentra en el cruce de todas estas normas acerca del buen comer,
todas valorizadas, pero habiendo tantas, simultáneamente, nos obligan a decidir
individualmente ya que todas son valiosas y a la vez tienen lógicas excluyentes. Lo rico no
tiene por qué ser es sano, ni barato, ni nuestro. O lo sano no siempre es barato, ni rico, ni
rápido ni tradicional. La solución encontrada forma parte del problema y es pasar de una norma
a otra. Un día: se come rico, el segundo: sano, el tercero: rápido, en los feriados: tradicional y
llegando a fin de mes: barato. Es decir, ninguna norma da razón del consumo, porque se pasa
de una a otra, hasta no tener ninguna. Esta es la gastro-anomia del comensal moderno: comer
sin coherencia, sin normas, sin códigos ni saberes compartidos acerca del buen comer.
La comida moderna se evade del control social y se sitúa en la esfera del individuo, de cada
uno de todos los individuos, configurando un placer solitario de masas. Y es este oxímoron:
“soledad de masas” porque previamente este comensal ha sido in-formado por los medios
masivos sobre lo que es la dieta sana, rica, barata, rápida, hasta tradicional. Y son los medios y
no las abuelas ya que su saber esta desvalorizado, porque estos tiempos desvalorizan los
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saberes tradicionales, desvalorizan la transmisión oral y abominan del paso del tiempo, así las
abuelas dejan de transmitir pautas alimentarias al no poder conocer los productos y
preparaciones actuales, en perpetuo cambio, que harían posible con el tiempo y el ensayo-
error, crear un patrimonio, una tradición. Y este empobrecimiento se vive como “libertad
individual”, lo que en realidad es la caída mas abyecta en las garras de la agroindustria que
digita esos medios masivos para crear una demanda adecuada a su oferta. Esta es la libertad
solitaria de consumo que entroniza la modernidad alimentaria.
Bastante triste y bastante pobre nuestra construcción de categorías, hoy lo que es “rico” ha
pasado de ser una construcción del saber de miles de mujeres durante miles de años a un
atributo de marketing manejado por cuatro creativos de una empresa de publicidad para
imponer una mercancía alimentaria más, que difícilmente permanezca.
Es que desde una lectura social obesidad y desnutrición son caras de la misma moneda, donde
lo que era una forma de organización de los intercambios (el mercado) se transformó en el
lineamiento mismo de organización de la sociedad, no podemos otra cosa que esperar
exclusión y marginalidad (que se manifestarán por supuesto en la alimentación como en
muchas otras cosas). Una sociedad que segrega desigualdades no puede esperar otra cosa
que sufrimiento y violencia. Ayer esa violencia se expresaba en los cuerpos como piel y
huesos, hoy como cinturas generosas. Los que sufren son los mismos, cambió el tipo de
padecimiento. Hoy los pobres que ayer estaban desnutridos sufren por el sobrepeso que,
además, oculta su malnutrición. No son obesos de abundancia son obesos de escasez que
siguen teniendo carencias, pero ocultas.
Desde que aparecieron las sociedades estatales donde la apropiación diferencial del excedente
agrario condicionaba la aparición de cocinas diferenciadas (alta y baja cocina) y por lo tanto
cuerpos de clase (ricos gordos, pobres flacos) se podía conocer la posición social por el
tamaño de la cintura: donde había escasez había desnutrición y donde había abundancia había
sobrepeso y obesidad. Hasta hace apenas medio siglo esto era un saber socialmente
aceptado, tanto como que el hambre se debía a que no había suficientes alimentos (en
detrimento de investigar las condiciones de su distribución). Hoy el crecimiento de la
producción y la productividad nos permitirían alimentar un mundo con 10.000 millones de
personas (muchos más de los 6.500 millones que lo habitan). Los alimentos son suficientes,
pero al no ponerse en cuestión los valores que legitiman su distribución seguimos teniendo 880
millones de desnutridos y caminamos hacia un número mayor de obesos. Lo paradojal es que
se dio vuelta el sentido del hambre y los que no tienen superponen carencias y sobrepeso
(también debería decir: cronológicamente, ya que los niños desnutridos tienen mas
posibilidades de ser adultos obesos).
La oferta de grasas, hidratos y azúcares baratos inunda los sectores más pobres que,
justamente por su relación costo-beneficio, hacen de ellas la base de su alimentación
sustituyendo con estos alimentos los de mayor densidad nutricional. Por eso me atrevo a
hablar de obesidades. La obesidad del pobre, la más extendida, está basada en el consumo de
pan, papas, grasa y azúcar mientras que en sectores más acomodados la alimentación es mas
variada incluyendo frutas y verduras, lácteos y carnes magras. En los primeros la calidad se
tapa con cantidad, no porque quieran sino porque no pueden hacer otra cosa si es que quieren
comer todos los días. Esta estrategia puede ser negativa desde la salud, pero para los actores
no presenta cuestionamientos, se ven bien, incluso sobre alimentados. Y además el estado con
la asistencia social alimentaria refuerza los patrones desbalanceados de las estrategias de
consumo de la pobreza entregando más de lo que ya comen mucho. Por economía, por
logística, por aceptación, los programas de asistencia suelen entregar los mismos alimentos
que los pobres comen (legitimándolos además como la comida apropiada para ellos ya que es
el estado mismo el que la reparte como buena).
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“Ayer esa violencia se expresaba en los cuerpos como piel y huesos, hoy como cinturas
generosas. Los que sufren son los mismos, cambió el tipo de padecimiento”.
¿Cuáles considera usted como los determinantes de la conducta ingestiva?
Creo que influye tanto nuestro cuerpo paleolítico como nuestro entorno pos-industrial. Durante
los millones de años que duró el paleolítico nuestra especie pudo desarrollar tanto mecanismos
biológicos como culturales para manejar la ingesta. Entre los biológicos están los “genes
ahorradores” que permitían adaptarse a contextos que alternaban períodos de abundancia
alimentaria seguidos por períodos de escasez (donde se gastaba lo que se había ahorrado -en
la “mochila” de la panza y los glúteos- en el período anterior). Si esta biología ahorradora nos
conducía y nos conduce a guardar lo más que podamos comer, la cultura ordenadora nos
decía y nos sigue diciendo: qué comer, con qué comer, con quién hacerlo, dónde, cuándo y
sobre todo por qué. Es decir, regula la ingesta de acuerdo a parámetros sociales y simbólicos.
Esta doble condición (casi podíamos decir “contradicción”): biología ahorradora, cultura
reguladora se desplegó como distintos sistemas alimentarios y cocinas diversificadas.
Hoy la biología ahorradora es la misma pero la cultura alimentaria (en todos lados en Buenos
Aires, en Francia y en Laponia) está sucumbiendo frente al embate de una industria alimentaria
que homogeneiza los consumos a nivel global, provee energía barata y micronutrientes caros y
estimula permanentemente al comensal para depositar en la comida y en el sexo el placer que
le permita evadirse del malestar existencial.
¿Por qué piensa Ud. que hoy el 60% de la población del mundo tiene sobrepeso?
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A esto se suma, justamente por el embate de la organización industrial (en su doble papel de
tomadora de individuos como fuerza de trabajo mecánica, no-biológica y como productora de
mercancías) que incide fuertemente en la ruptura de la cultura alimentaria local. Si sustituimos
los saberes y sentidos sobre el comer por la información interesada de los medios de
comunicación acerca de los alimentos industrializados, mas la provisión barata de grasas,
hidratos y azúcares, junto a nuestra biología ahorradora, creo que se forma (sin considerar
otros factores como la urbanización, el transporte, la reducción del movimiento incidental, los
modelos corporales etc. Etc.) un cóctel explosivo que conduce al sobrepeso en las áreas
centrales y a la desnutrición en las áreas marginalizadas.
¿Cuáles considera Ud. que podrían las posibles vías de solución de este problema?
Creo que pasa por: producir con sustentabilidad, distribuir con equidad, consumir en
comensalidad. Creo que hay solución si introducimos racionalidad en toda la cadena. La
producción salvaje nos llevó hasta aquí, pero el futuro debe ser más racional, no podemos
producir alimentos de manera que no sea sustentable. La agricultura de monocultivo extensivo
basada en el petróleo (no por el gas-oil que mueve la maquinaria sino por las largas cadenas
de hidrocarburos que forman los agroquímicos) es contaminante, es la principal consumidora
de agua y presiona cada vez mas contra la biodiversidad. Hay que modificar la manera de
producir y no sólo en la tierra, los mares, que se pensaban infinitos, están colapsando. Día a
día desaparecen caladeros históricos (en nuestro país la pesca de merluza y calamar está en
un punto crítico). No se puede seguir comercializando especies en peligro de extinción, no se
puede seguir devolviendo –muerta- al mar el 40% de la captura, etc. Racionalidad en la cadena
de producción de alimentos quiere decir limpio, respetuoso, sustentable y que el balance
energético de producir una lata de arvejas NO sea mayor que el aporte de su contenido, por
principio.
Racionalidad en los sistemas de distribución significa distribuir con equidad, podemos hacerlo,
hay alimentos para 10.000 millones eso si cambiando TODOS los patrones de consumo los de
los que no tienen para que puedan comer y los de los que tienen para que empiecen a hacerlo
de manera más saludable. Digo un cambio hacia una dieta con predominio de vegetales y
menos productos animales, que además de ser posible es según los nutricionistas, más sana.
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