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LIBRO I

CREENCIAS ANTIGUAS

CAPÍTULO I
CREENCIAS SOBRE EL ALMA Y SOBRE LA MUERTE
Hasta los últimos tiempos de la historia de Grecia y de Roma se vio persistir entre el vulgo
un conjunto de pensamientos y usos. De ellos podemos inferir las opiniones que el hombre se
formó al principio sobre su propia naturaleza, sobre su alma y sobre el misterio de la muerte.
Por mucho que nos remontemos en la historia de la raza indoeuropea, de la que son ramas
las poblaciones griegas e italianas, no se advierte que esa raza haya creído jamás que tras esta
corta vida todo hubiese concluido para el hombre. Las generaciones más antiguas, mucho antes
de que hubiera filósofos, creyeron en una segunda existencia después de la actual. Consideraron
la muerte, no como una disolución del ser, sino como un mero cambio de vida.
Pero, ¿en qué lugar y de qué manera pasaba esta segunda existencia? ¿Se creía que el
espíritu inmortal, después de escaparse de un cuerpo, iba a animar a otro? No; la creencia en la
metempsicosis nunca pudo arraigar en el espíritu de los pueblos greco-italianos; tampoco es tal
la opinión más antigua de los arios de Oriente, pues los himnos de los Vedas están en oposición
con ella. ¿Se creía que el espíritu ascendía al cielo, a la región de la luz? Tampoco; la creencia de
que las almas entraban en una mansión celestial pertenece en Occidente. Según las más antiguas
creencias de los italianos y de los griegos, no era en un mundo extraño al presente donde el alma
iba a pasar su segunda existencia: permanecía cerca de los hombres y continuaba viviendo bajo
la tierra.
También se creyó durante mucho tiempo que en esta segunda existencia el alma permanecía
asociada al cuerpo. Nacida con él, la muerte no los separaba y con él se encerraba en la tumba.
de ellas nos han quedado testimonios auténticos. Estos testimonios son los ritos de la sepul-
tura, que han sobrevivido con mucho a esas creencias primitivas.
Los ritos de la sepultura muestran claramente que cuando se colocaba un cuerpo en el
sepulcro, se creía que era algo viviente lo que allí se colocaba. Virgilio, que describe siempre
con tanta precisión y escrúpulo las ceremonias religiosas, termina el relato de los funerales de
Polidoro con estas palabras: "Encerramos su alma en la tumba."
Era costumbre, al fin de la ceremonia fúnebre, llamar tres veces al alma del muerto por el
nombre que había llevado. Se le deseaba vivir feliz bajo tierra. Tres veces se le decía: "Que te
encuentres bien." Se añadía: "Que la tierra te sea ligera." ¡Tanto se creía que el ser iba a
continuar viviendo bajo tierra y que conservaría el sentimiento del bienestar y del sufrimiento!
Se escribía en la tumba que el hombre reposaba allí, expresión que ha sobrevivido a estas
creencias, y que de siglo en siglo ha llegado hasta nosotros. Todavía la empleamos, aunque
nadie piense hoy que un ser inmortal repose en una tumba. Se enterraba con él los objetos de
que, según se suponía tenía necesidad: vestidos, vasos, armas. Se derramaba vino Sobre la
tumba para calmar su sed; se depositaban alimentos para satisfacer su hambre. Se degollaban
caballos y esclavos en la creencia de que estos seres, encerrados con el muerto, le servirían en la
tumba como le habían servido durante su vida. Tras la toma de Troya, los griegos vuelven a su
país: cada cual lleva su bella cautiva; pero Aquiles, que está bajo tierra, reclama también su
esclava y le dan a Polixena.
De esta creencia primitiva se derivó la necesidad de la sepultura. Para que el alma permaneciese
en esta morada subterránea que le convenía para su segunda vida, era necesario que el cuerpo a
que estaba ligada quedase recubierto de tierra. El alma que carecía de tumba no tenía morada.
Vivía errante. Desgraciada, se convertía pronto en malhechora. Atormentaba a los vivos, les
enviaba enfermedades, les asolaba las cosechas, les espantaba con apariciones lúgubres para
advertirles que diesen sepultura a su cuerpo y a ella misma. De aquí procede la creencia en los
aparecidos. La antigüedad entera estaba persuadida de que sin la sepultura el alma era miserable
y que por la sepultura adquiría la eterna felicidad. No con la ostentación del dolor quedaba
realizada la ceremonia fúnebre, sino con el reposo y la dicha del muerto.
Adviértase bien que no bastaba con que el cuerpo se depositara en la tierra. También era
preciso observar ritos tradicionales y pronunciar determinadas fórmulas. En Plauto se encuentra
la historia de un aparecido:" es un alma forzosamente errante porque su cuerpo ha sido enterrado
sin que se observasen los ritos. Suetonio refiere que enterrado el cuerpo de Calígula sin que se
realizara la ceremonia fúnebre, su alma anduvo errante y se apareció a los vivos, hasta el día en
que se decidieron a desenterrar el cuerpo y a darle sepultura según las reglas. Estos dos ejemplos
demuestran qué efecto se atribuía a los ritos y a las fórmulas de la ceremonia fúnebre. Puesto que
sin ellos las almas permanecían errantes y se aparecían a los vivos, es que por ellos se fijaban y
encerraban en las tumbas. Y así como había fórmulas que poseían esta virtud, los antiguos tenían
otras con la virtud contraria: la de evocar a las almas y hacerlas salir momentáneamente del
sepulcro.
Puede verse en los escritores antiguos cuánto atormentaba al hombre el temor de que tras su
muerte no se observasen los ritos. Se temía menos a la muerte que a la privación de sepultura ya
que se trataba del reposo y de la felicidad eterna. No debemos de sorprendernos mucho al ver
que, tras una victoria por mar, los atenienses hicieran perecer a sus generales que habían
descuidado el enterrar a los muertos. Esos generales, discípulos de los filósofos, quizá
diferenciaban el alma del cuerpo, y como no creían que la suerte de la una estuviese ligada a la
suerte del otro, había supuesto que importaba muy poco que un cadáver se descompusiese en la
tierra o en el agua. Pero la muchedumbre que, aun en Atenas, permanecía afecta a las viejas
creencias acusó de impiedad a sus generales y los hizo morir. Por su victoria salvaron a Atenas;
por su negligencia perdieron millares de almas.. En las ciudades antiguas la ley infligía a los
grandes culpables un castigo reputado como terrible: la privación de sepultura. Así se castigaba
al alma misma y se le infligía un suplicio casi eterno.
Hay que observar que entre los antiguos se estableció otra opinión sobre la mansión de los
muertos. Se figuraron una región, también subterránea, pero infinitamente mayor que la tumba,
donde todas las almas, lejos de su cuerpo, vivían juntas, y donde se les aplicaban penas y
recompensas, según la conducta que el hombre había observado durante su existencia. La
primera opinión de esas antiguas generaciones fue que el ser humano vivía en la tumba, que el
alma no se separaba del cuerpo, y que permanecía fija en esa parte del suelo donde los huesos
estaban enterrados. Por otra parte, el hombre no tenía que rendir ninguna cuenta de su vida
anterior. Una vez en la tumba, no tenía que esperar recompensas ni suplicios. Opinión tosca,
indudablemente, pero que es la infancia de la noción de una vida futura.
El ser que vivía bajo tierra no estaba lo bastante emancipado de la humanidad como para no
tener necesidad de alimento. Así, en ciertos días del año se llevaba comida a cada tumba.
Ovidio y Virgilio nos han dejado la descripción de esta ceremonia, Dícennos que se rodeaba
la tumba de grandes guirnaldas de hierba y flores, que se depositaban tortas, frutas, sal, y que se
derramaba leche, vino y a veces sangre, de víctimas.
Nos equivocaríamos grandemente si creyéramos que esta comida fúnebre sólo era una
especie de conmemoración. El alimento que la familia llevaba era realmente para el muerto, para
él exclusivamente. la familia entera asistía a esta comida, no por eso tocaba los alimentos; que,
en fin, al retirarse, se tenía gran cuidado de dejar una poca de leche y algunas tortas en los vasos,
y que era gran impiedad en un vivo tocar esta pequeña provisión destinada a las necesidades del
muerto.
Estas antiguas creencias perduraron mucho tiempo y su expresión se encuentra todavía en los
grandes escritores de Grecia. Entre los griegos había ante cada tumba un emplazamiento
destinado a la inmolación de las víctimas y a la cocción de su carne. La tumba romana también
tenía su culina, especie de cocina de un género particular y para el exclusivo uso de los muertos.
CAPÍTULO II

EL CULTO DE LOS MUERTOS

Estas creencias dieron muy pronto lugar a reglas de conducta. Puesto que el muerto tenía
necesidad de alimento y bebida, se concibió que era un deber de los vivos el satisfacer esta
necesidad. El cuidado de llevar a los muertos los alimentos fue obligatorio. Así se instituyó toda
una religión de la muerte, cuyos dogmas han podido extinguirse muy pronto, pero cuyos ritos
han durado hasta el triunfo del cristianismo.
Los muertos pasaban por seres sagrados. Los antiguos les otorgaban los más respetuosos
epítetos que podían encontrar: llamábanles buenos, santos, bienaventurados. En su pensamiento,
cada muerto era un dios.
Cicerón dice: "Nuestros antepasados han querido que los hombres que habían salido de esta vida
se contasen en el número de los dioses." Ni siquiera era necesario haber sido un hombre
virtuoso; el malo se convertía en dios como el hombre de bien: sólo que en esta segunda
existencia conservaba todas las malas tendencias que había tenido en la primera.
Los griegos daban de buen grado a los muertos el nombre de dioses subterráneos. Los
romanos daban a los muertos el nombre de dioses manes.
Las tumbas eran los templos de estas divinidades.
Este culto de los muertos se encuentra entre los helenos, entre los latinos, entre los sabinos,
entre los etruscos; se le encuentra también entre los arios de la India. Los himnos del Rig Veda
hacen de él mención. El libro de las Leyes de Manú habla de ese culto como del más antiguo que
los hombres hayan procesado. Aún ahora, pasados tantos siglos y revoluciones, los indos siguen
tributando sus ofrendas a los antepasados. Estas ideas y estos ritos son lo que hay de más antiguo
en la raza indoeuropea, y son también lo que hay de más persistente.
El indo, cual el griego, consideraba a los muertos como seres divinos que gozaban de una
existencia bienaventurada. Pero existía una condición para su felicidad: era necesario que las
ofrendas se les tributasen regularmente por los vivos. Si se dejaba de ofrecer el sraddha a un
muerto, el alma huía de su apacible mansión y se convertía en alma errante que atormentaba a
los vivos; de suerte que si los manes eran verdaderamente dioses, sólo lo eran mientras los vivos
les honraban con su culto.
Los griegos y romanos profesaban exactamente las mismas opiniones. Si se cesaba de
ofrecer a los muertos la comida fúnebre, los muertos salían en seguida de sus tumbas; se les oía
gemir en la noche silenciosa, acusando a los vivos de su negligencia impía; procuraban
castigarles, y les enviaban enfermedades o herían al suelo de esterilidad. En fin, no dejaban
ningún reposo a los vivos hasta el día en que se reanudaban las comidas fúnebres. El sacrificio,
la ofrenda del sustento y la libación, los hacían volver a la tumba y les devolvían el reposo y los
atributos divinos. El hombre quedaba entonces en paz con ellos.
Si el muerto al que se olvidaba era un ser malhechor, aquél al que honraba era un dios
tutelar, que amaba a los que le ofrecían el sustento
Estas almas humanas, divinizadas por la muerte, eran lo que los griegos llamaban demonios
o héroes.n Los latinos les dieron el nombre de Lares. Manes Genios.
Quizá en presencia de la muerte ha sentido el hombre por primera vez la idea de lo
sobrenatural y ha querido esperar en algo más allá de lo que veía. La muerte fue el primer
misterio, y puso al hombre en el camino de los demás misterios. Le hizo elevar su pen samiento
de lo visible o lo invisible, de lo transitorio a lo eterno, de lo humano a lo divino.

CAPÍTULO III EL FUEGO SAGRADO


La casa de un griego o de un romano encerraba un altar: en este altar tenía que haber
siempre una poca de ceniza y carbones encendidos. Era una obligación sagrada para el jefe de la
casa el conservar el fuego día y noche. ¡Desgraciada la casa donde se extinguía! Todas las
noches se cubrían los carbones con ceniza para evitar que se consumiesen enteramente; al
levantarse, el primer cuidado era reavivar ese fuego alimentándolo con algunas ramas. El fuego
no cesaba de brillar en el altar hasta que la familia perecía totalmente: hogar extinguido, familia
extinguida, eran expresiones sinónimas entre los antiguos.
No era lícito alimentar ese fuego con cualquier clase de madera: la religión distinguía entre
los árboles las especies que podían emplearse en este uso y las que era impío utilizar, ninguna
cosa sucia podía echarse en el fuego, y, en sentido figurado, que ningún acto culpable debía
cometerse en su presencia. Había un día del año, que entre los romanos era el l 9 de mayo, en que
cada familia tenía que extinguir su fuego sagrado y encender otro inmediatamente. Pero para
obtener el nuevo fuego era preciso observar escrupulosamente algunos ritos.
El fuego tenía algo de divino; se le adoraba, se le rendía un verdadero culto. Se le ofrendaba
cuanto se juzgaba que podía ser grato a un dios: flores, frutas, incienso, vino. Se solicitaba su
protección, se le creía poderoso. Se le dirigían fervientes oraciones para alcanzar de él esos
eternos objetos de los anhelos humanos: salud, riqueza, felicidad.
El hogar enriquecía a la familia. Jamás salía el hombre de su morada sin dirigir una oración a su
hogar; a la vuelta, antes de ver a su mujer y de abrazar a sus hijos, debía inclinarse ante el hogar
e invocarlo. El fuego del hogar era la Providencia de la familia. Su culto era muy sencillo. La
primera regla era que hubiese siempre en el altar algunos carbones encendidos, pues si el fuego
se extinguía, era un dios quien cesaba de existir. A ciertas horas del día se colocaban en el hogar
hierbas secas y maderas; el dios se manifestaba entonces en una llama brillante. Se le ofrecían
sacrificios, y la esencia de todos los sacrificios consistía en conservar y reanimar el fuego
sagrado, en nutrir y fomentar el cuerpo del dios. Por eso se le ofrecía la leña ante todo; por eso se
derramaba en seguida en el altar el ardiente vino de Grecia, el aceite, el incienso, la grasa de las
víctimas. El dios, recibía estas ofrendas, las devoraba; satisfecho y radiante, se alzaba sobre el
altar e iluminaba con sus rayos al adorador. Este era el momento de invocarlo: el himno de la
oración brotaba del corazón de los hombres.
La comida era el acto religioso por excelencia. El dios la presidía. Él era quien había cocido
el pan y preparado los alimentos; por eso se le consagraba una oración al empezar y otra al
concluir la comida. Antes de comer se depositaban en el altar las primicias del alimento; antes de
beber se derramaba la libación del vino. Era ésta la parte del dios. La comida se compartía así,
entre el hombre y el dios: era una ceremonia santa por la que entraban en mutua comunión.
El culto del fuego sagrado no pertenecía exclusivamente a las poblaciones de Grecia e Italia.
Se le encuentra en Oriente. Las Leyes de Maná, nos muestra la religión de Brahma
completamente establecida y aun propensa a declinar: pero han conservado vestigios y restos de
una religión más antigua, la del hogar. El brahmán tiene su hogar, que debe conservar noche y
día. Cada mañana y cada tarde lo alimenta con leña; pero, como entre los griegos, tenía que ser
con leña de ciertos árboles indicados por la religión. Como los griegos los italianos le ofrecen
vino. La comida también es un acto religioso, y los ritos están descritos escrupulosamente en las
Leyes de Manú. Se dirigen oraciones al hogar, como en Grecia; se le ofrecen las primicias de la
comida, arroz, manteca, miel.
Entre los indos suele llamarse Agni esta divinidad del fuego. El Rig- Veda contiene gran
cantidad de himnos que se le han dedicado. Así, el fuego del hogar es como en Grecia un poder
tutelar. El hombre le pide la abundancia.También le pide la sabiduría. Como en Grecia, este
fuego del hogar era esencialmente puro; se lo prohibía severamente al brahmán echar en él nada
sucio y hasta calentarse en él los pies. Como en Grecia, el hombre culpable no podía acercarse a
su hogar antes de purificarse de la mancha.
los griegos, los italianos, los indos, pertenecían a una misma raza; en una época remotísima,
habían vivido juntos en el Asia central Allí es donde primitivamente habían concebido esas
creencias y establecido esos ritos. La religión del fuego sagrado data, de una época lejana y
oscura en que aún no había ni griegos, ni italianos, ni indos, y en que sólo había arios. Más tarde
esas tribus, que se separaron y ya no mantuvieron relaciones entre sí, adoraron a Brahma unas,
otras a Zeus, a Jano otras: cada grupo se forjó sus dioses. Pero todas conservaron como legado
antiguo la religión primitiva que habían concebido y practicado en la cuna común de su raza.
En todos los sacrificios, aun en los que se hacían en honor de Zeus o Atenea, siempre se
dirigía al hogar la primera invocación. Toda oración a un dios, cualquiera que fuese, tenía que
comenzar y concluir con otra oración al hogar. El primer sacrificio que toda la Grecia ofrecía en
Olimpia era para el hogar, el segundo para Zeus. También en Roma la primera adoración era
siempre para Vesta, que no era otra cosa que el hogar. Así leemos también en los himnos del Rig-
Veda: "Antes que a los demás dioses es necesario invocar a Agni. Pronunciaremos su nombre
venerable antes que el de los otros inmortales.
Cuando las poblaciones de Grecia e Italia adquirieron el hábito de representarse a sus dioses
como personas, y de dar a cada cual un nombre propio y una forma humana, el viejo culto del
hogar sufrió la ley común que la inteligencia humana imponía durante este período a toda
religión. El altar del fuego sagrado fue personificado; se le llamó Vesta; el nombre fue idéntico
en latín y en griego, y no fue otro que aquél que en la lengua común y primitiva servía para
designar un altar.
El fuego del hogar es de muy distinta naturaleza. Es fuego puro que sólo se crea con ayuda
de ciertos ritos y se conserva con cierta especie de madera. Es fuego casto: la unión de los sexos
ha de realizarse lejos de su presencia, No sólo se le pide la riqueza y la salud; se le ruega también
para obtener la pureza del corazón, la templanza, la sabiduría. El fuego del hogar es, una especie
de ser moral, tiene un pensamiento, una conciencia; concibe deberes y vela para que se realicen.
Diríase que es hombre, pues posee del hombre la doble naturaleza: físicamente, resplandece, se
mueve, vive, procura la abundancia, prepara la comida, sustenta al cuerpo; moralmente, tiene
sentimientos y afectos, concede al hombre la pureza, prescribe lo bello y lo bueno, nutre al alma.
Es a la vez fuente de la riqueza, de la salud, de la virtud. Luego, cuando este culto quedó
relegado a segundo término por Brahma o por Zeus, el fuego del hogar se encargó de conducir al
cielo la oración v la ofrenda del hombre, y de aportar al hombre los favores divinos. Todavía
después, cuando se forjó de este mito del fuego sagrado la gran Vesta, Vesta fue la diosa virgen,
Fue el orden moral. Se la concibió como una especie de alma universal que regulaba los
movimientos diversos de los mundos, como el alma humana dicta la regla en nuestros órganos.
Esto nos vuelve al culto de los muertos. Ambos son de la misma antigüedad. Tan
íntimamente estaban asociados, que la creencia de los antiguos hacía de ellos una sola religión.
Hogar, demonios, héroes, dioses lares, todo esto se confundía. Ya hemos visto antes que lo que
los antiguos llamaban lares o héroes no era otra cosa que el alma de los muertos, a la que el
hombre atribuía un poder sobrehumano y divino. El recuerdo de uno de estos muertos sagrados
estaba ligado siempre al hogar. Adorando a uno no podía olvidarse al otro. Cuando los
descendientes hablaban del hogar, recordaban con gusto el nombre del antepasado.
lo cierto es que las más antiguas generaciones de la raza de que proceden griegos y romanos,
profesaron el culto de los muertos y el del hogar, antigua religión que no buscaba sus dioses en la
naturaleza física, sino en el hombre mismo, y que tenía por objeto de adoración al ser invi sible
que mora en nosotros, a la fuerza moral y pensante que anima y gobierna nuestro cuerpo.
Esta religión no fue siempre igualmente poderosa sobre el alma; se debilitó poco a poco,
pero no se extinguió. Contemporánea de las primeras edades de la raza aria, se adentró tan
profundamente en las entrañas de esta raza, que la brillante religión del Olimpo griego no fue
suficiente para desarraigarla y se necesitó la venida del cristianismo.

Capítulo IV LA RELIGIÓN DOMÉSTICA

Pero la religión de los primeros tiempos no sólo no ofrecía a la adoración de los hombres un
dios único; pero ni siquiera sus dioses aceptaban la adoración de todos los hombres. No se
ofrecían como dioses del género humano. Ni siquiera se parecían a Brahma, que era al menos el
dios de una gran casta, ni a Zeus Pan- helénico, que era el de una nación entera. En esta religión
primitiva cada dios sólo podía ser adorado por una familia. La religión era puramente doméstica.
El culto de los muertos no se parecía en nada al que los cristianos tributan a los santos. Una
de las primeras reglas de aquel culto era que cada familia sólo podía rendir culto a los muertos
que le pertenecían por la sangre. En cuanto a la comida fúnebre, que se renovaba después en
épocas determinadas, sólo la familia tenía derecho de asistir a ellas, y se excluía severamente al
extraño. La presencia de un hombre que no pertenecía a la familia turbaba el reposo de los
manes. Por eso la ley prohibía que el extranjero se acercase a una tumba. Luciano nos las explica
claramente cuando dice: "El muerto que no ha dejado hijos no recibe ofrendas y está expuesto a
hambre perpetua."
En la India, como en Grecia, la ofrenda a un muerto sólo podía hacerse por sus
descendientes. La ley de los indos, como la ley ateniense, prohibía admitir a un extraño, aunque
fuese un amigo, a la comida fúnebre.
Síguese de aquí que en Grecia y Roma, como en la India, el hijo tenía el deber de hacer las
libaciones y sacrificios a los manes de su padre y de todos sus abuelos. Faltar a este deber era la
impiedad más grave que podía someterse, pues la interrupción de ese culto hacía decaer a una
serie de muertos y destruía su felicidad.
Si, al contrario, los sacrificios se realizaban siempre conforme a los ritos, y los alimentos se
depositaban en la tumba en los días prescritos, el antepasado se convertía entonces en un dios
protector.
Entre los vivos y los muertos de cada familia existia un cambio perpetuo de buenos oficios. El
antepasado recibía de sus descendientes la serie de banquetes fúnebres, esto es, los únicos goces
de que podía disfrutar en su segunda vida. El descendiente recibía del antepasado la ayuda y la
fuerza que necesitaba en ésta. El vivo no podía prescindir del muerto, ni el muerto del vivo. Así
se establecía un lazo poderoso entre todas las generaciones de una misma familia, y se formaba
un cuerpo eternamente inseparable.
Cada familia tenía su tumba, donde sus muertos descansaban unos al lado de otros, siempre
juntos. Allí se celebraban las ceremonias y los aniversarios. En tiempo antiquísimo la tumba
estaba en la misma propiedad de la familia, en el centro de la habitación, no lejos de la puerta,
"para que los hijos, dice un antiguo, encontrasen siempre a sus padres al entrar o salir de su casa,
y le dirigiesen una invocación". Así el antepasado permanecía entre los suyos; invisible, pero
presente siempre, seguía formando parte de la familia y siendo el padre.
Pero recordemos que los antiguos no poseían la idea de la creación, por eso el misterio de la
generación era para ellos lo que el misterio de la creación para nosotros. El que engendraba les
parecía un ser divino, y adoraban a su ascendiente.
El fuego sagrado, que tan estrechamente asociado estaba al culto de los muertos, también
tenía por carácter esencial el pertenecer peculiarmente a cada familia. Representaba a los
antepasados; era la providencia de la familia, y nada tenía de común con el fuego de la familia
vecina, que era otra providencia. Cada hogar protegía a los suyos.
Esta religión estaba íntegramente encerrada en los muros de la casa. El culto no era público.
El hogar jamás se colocaba fuera de la casa, ni siquiera cerca de la puerta exterior, donde el
extraño lo hubiese visto de sobra. Los griegos siempre lo colocaban en un recinto que lo protegía
del contacto y aun de las miradas de los profanos. Los romanos lo ocultaban en medio de la casa.
A todos estos dioses, hogar, lares, manes, se les llamaba dioses ocultos o dioses del interior.
Para todos los actos de esta religión era indispensable el secreto, si una ceremonia era advertida
por cualquier extraño, se trastornaba, se manchaba con esa sola mirada.
Para esta religión doméstica no había reglas uniformes, ni ritual común. Cada familia poseía
la más completa independencia. Ningún poder exterior tenía el derecho de regular su culto o su
creencia. No existía otro sacerdote que el padre; como sacerdote, no reconocía ninguna jerarquía.
El pontífice de Roma o el arconta de Atenas podían informarse de si el padre de familia
observaba todos los ritos religiosos, pero no tenían el derecho de ordenarle la menor
modificación. El padre, único intérprete y único pontífice de su religión, era el único que podía
enseñarla, y sólo podía enseñarla a su hijo. Así, la religión no residía en los templos, sino en la
casa; cada cual tenía sus dioses; cada dios sólo protegía a una familia y sólo era dios en una casa.
Esta religión sólo podía propagarse por la generación. El padre, dándole la vida al hijo, le
daba al mismo tiempo su creencia, su culto, el derecho de alimentar el hogar, de ofrecer la
comida fúnebre, de pronunciar las fórmulas de oración. La generación establecía un lazo
Misterioso entre el hijo que nacía a la vida y todos los dioses de la familia.
Pero hay que observar la particularidad de que la religión domestica sólo se propagaba de
varón en varón. Procedía esto, sin duda, de la idea que los hombres se forjaban de la
generación. La creencia de las edades primitivas, tal como se la encuentra en los Vedas y ella
se ven vestigios en todo el derecho griego y romano, fue que el poder reproductor residía
exclusivamente en el padre. Sólo el padre poseía el principio misterioso del ser y transmitía la
chispa de vida. De esta antigua opinión se originó la regla de que el culto doméstico pasase
siempre de varón a varón, de que la mujer sólo participase en él por mediación de su padre o de
su marido, y, en fin, de que tras la muerte no tuviese la mujer la misma parte que el hombre en
el culto y en las ceremonias de la comida fúnebre.

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