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A unas horas de dar por iniciado el Mundial de Qatar 2022, el pasado 20 de noviembre,
el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, llamó hipócritas a los detractores del
campeonato. Entre otras cosas, dijo que los europeos deberían pedir perdón por todo
lo que han hecho en los últimos 3.000 años antes de dar lecciones de moral. Esto
frente a las preocupaciones de los eurodiputados de la subcomisión de los Derechos
Humanos por la situación en Qatar. También criticó a las grandes empresas que se han
enriquecido en ese país sin preocuparse por mejorar las condiciones laborales de los
trabajadores migrantes. En un momento de fastidio, supongo, Infantino decidió quitar
las máscaras para reconocer y afirmar que muchas de esas críticas vienen del mismo
sistema que se ha enriquecido explotando aquello que ahora simula proteger.
El Mundial, además de ser un evento que reúne a gente de todo el mundo, también
sirve en ocasiones para hacer sportwashing, es decir, mejorar la imagen pública de un
país a través del interés por el deporte. La emoción que genera tan gran evento
termina por disimular aunque sea un poco los problemas sociales y políticos del país
anfitrión, prueba de ello son los memes que circulan de La’eeb, la mascota del
Mundial, donde se le ve juzgando comportamientos de los jugadores para ver si son
heterosexuales o no. Hoy en día cualquier situación puede ser reducida a un meme
para luego disminuir la manera en que opera en la realidad.
Cuando se asignó a Qatar como la sede, no solo había conocimiento sobre la frecuente
violación de derechos humanos, sino que también se sabía que el país no contaba con
la infraestructura suficiente para soportar el Mundial. La única forma de que todo
estuviera en el plazo correspondiente era a través de jornadas laborales extensas de
12 horas o más en un clima extremadamente caluroso y con restricciones impuestas a
los visitantes acordes a su ideología.
Es difícil ver más allá de lo que, desde la apología, es un evento que lleva la etiqueta de
proveedor de “felicidad". Basta con ver cómo unos niños en una escuela mexicana se
emocionan con el arquero de la selección, Guillermo Ochoa, parando un penal, para
callar lo que está de fondo: el contexto social, político e histórico. La felicidad de
algunos vale más que la libertad y la dignidad de otros.
A menudo se dice que no hay consumo ético dentro del capitalismo y quizá sea cierto,
pero tampoco podemos tomar esa excusa para huir de toda responsabilidad frente a
nuestras acciones. No se trata solo de que no veamos y disfrutemos un evento
deportivo, sino de que seamos capaces de reconocer que, como sociedad, no es
normal que aceptemos con tanta facilidad violaciones de derechos humanos ni abusos
laborales con tal de disfrutar, como en este caso, de unas semanas de juego.
Parafraseando al filósofo francés Gilles Deleuze, no se trata solo de la arbitrariedad del
rey sino también del cómo los dominados participan de esta. Si podemos
emocionarnos colectivamente por un penal, tal vez podemos sensibilizarnos también
frente al dolor ajeno y las injusticias.