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UNA PÉRDIDA DE FE EN EL CAPITALISMO AL ESTILO AMERICANO

En Estados Unidos, decir de alguien que es socialista puede no ser más que un golpe
bajo. Los fanáticos de derechas han intentado colgarle a Obama el sambenito, aunque
la izquierda lo critica por su excesiva moderación. En la mayor parte del mundo, en
cambio, la batalla entre el capitalismo y el socialismo —o algo que al menos muchos
estadounidenses tildarían de socialismo— aún está vigente. En la mayor parte del
mundo, se admite que el gobierno debería jugar un papel más importante de lo que lo
hace en Estados Unidos. Aunque seguramente en la actual crisis económica no habrá
ganadores, lo que sí hay son perdedores, y entre los perdedores está el capitalismo al
estilo norteamericano, que ha perdido mucho apoyo. Las consecuencias en lo que
respecta a los debates económicos y políticos en el mundo se dejarán sentir durante
mucho tiempo.
La caída del muro de Berlín en 1989 marcó el final del comunismo como
proyecto viable. Los problemas con el comunismo habían sido evidentes durante
décadas, pero después de 1989 a nadie le resultó fácil defenderlo. Durante un tiempo,
pareció que la derrota del comunismo significaba la victoria segura del capitalismo,
especialmente en su forma estadounidense. Francis Fukuyama a principios de los
años noventa llegó a proclamar «el fin de la historia», definiendo el capitalismo
democrático de mercado como el estadio final del desarrollo social y declarando que
toda la humanidad se dirigía ahora inevitablemente hacia esa dirección[334]. En
realidad, los historiadores considerarán los veinte años transcurridos desde 1989
como el corto periodo del triunfalismo de Estados Unidos.
El 15 de septiembre de 2008, fecha de la quiebra de Lehman Brothers, puede ser
para el fundamentalismo del mercado (la idea de que los mercados dejados a su libre
albedrío pueden proporcionar prosperidad y crecimiento) lo que fue para el
comunismo la caída del muro de Berlín. Los problemas de esta ideología eran
conocidos antes de esa fecha, pero después nadie pudo defenderla de verdad. Con el
colapso de los grandes bancos y las entidades financieras, el subsiguiente
desbarajuste y los caóticos intentos de rescate, el periodo del triunfalismo americano
ha terminado. Lo mismo que el debate sobre el «fundamentalismo del mercado». Hoy
sólo los ilusos (incluidos muchos conservadores estadounidenses, pero muchos
menos en el mundo en desarrollo) afirmarían que los mercados se autocorrigen y que
la sociedad puede confiar en el comportamiento autointeresado de los agentes del
mercado para asegurar que las cosas funcionan de manera honrada y limpia, y no
digamos ya de manera beneficiosa para todos.
El debate económico es especialmente acalorado en los países en desarrollo.
Aunque nosotros en Occidente tengamos tendencia a olvidarlo, hace 190 años casi el
60 por ciento del PIB mundial estaba en Asia. Pero luego, de forma más bien brusca,

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la explotación colonial y los tratados comerciales injustos, combinados con la
revolución tecnológica en Europa y América, dejaron muy atrás a los países en
desarrollo, hasta el punto de que en 1950 las economías asiáticas representaban
menos del 18 por ciento del PIB mundial[335]. A mediados del siglo XIX, el Reino
Unido y Francia sufragaron una guerra para asegurarse de que China siguiera
«abierta» al comercio mundial. Fue la guerra del Opio, así llamada porque se libró
para conseguir que China no cerrase sus puertas al opio occidental: Occidente tenía
pocas cosas de valor que venderle a China aparte de las drogas, que deseaba
introducir en los mercados chinos, con el efecto colateral de extender la adicción. Fue
un intento precoz por parte de Occidente de corregir el problema de la balanza de
pagos.
El colonialismo dejó un legado contradictorio en el mundo en desarrollo, pero un
resultado claro fue la opinión de los pueblos de que habían sido cruelmente
explotados. A muchos líderes emergentes la teoría marxista les ofreció una
interpretación de su experiencia, sugiriendo que aquella explotación era de hecho el
puntal del sistema capitalista. La independencia política que llegó a muchas colonias
después de la II Guerra Mundial no puso fin al colonialismo económico. En algunas
regiones, como en África, la explotación —la extracción de recursos naturales y la
devastación del medio ambiente a cambio de una miseria— fue evidente. En otros
lugares fue más sutil. En muchas partes del mundo, las instituciones globales como el
FMI y el Banco Mundial fueron vistas como instrumentos de control poscolonial.
Esas instituciones impulsaron el fundamentalismo del mercado (el «neoliberalismo»,
como se le llamó muchas veces), una noción que en Estados Unidos se idealizó como
«mercados libres». Presionaron para obtener la desregulación del sector financiero, la
privatización y la liberalización comercial.
El Banco Mundial y el FMI decían que estaban haciendo todo eso en beneficio
del mundo en desarrollo. Estaban respaldados por equipos de economistas del libre
mercado, muchos procedentes de la catedral de la economía del libre mercado que
fue la Universidad de Chicago. Al final, los programas de los Chicago boys no dieron
los resultados prometidos. Los ingresos se estancaron. Allí donde hubo crecimiento,
la riqueza fue a parar a los de arriba. Las crisis económicas en países concretos se
hicieron más frecuentes; ha habido más de cien sólo en los últimos treinta años[336].
No es de extrañar que la gente de los países en desarrollo cada vez se convenciera
más de que la ayuda occidental no tenía motivaciones altruistas. Sospecharon que la
retórica del mercado libre —el «consenso de Washington», como se la conoce
taquigráficamente— sólo era una tapadera para los viejos intereses comerciales. La
propia hipocresía de Occidente no hacía sino reforzar esa sospecha. Europa y Estados
Unidos no abrían sus mercados a la producción agrícola del Tercer Mundo, que
muchas veces era lo único que esos países podían ofrecer; en lugar de ello, obligaban
a los países en desarrollo a eliminar las subvenciones destinadas a crear nuevas
industrias, al tiempo que ofrecían subvenciones masivas a sus propios granjeros[337].

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La ideología del libre mercado resultó ser una excusa para nuevas formas de
explotación. «Privatización» significó que los extranjeros pudieran comprar minas y
campos petrolíferos en los países en desarrollo a bajo precio. También significó que
pudieran embolsarse enormes beneficios de monopolios o casi monopolios, como
ocurrió en las telecomunicaciones. «Liberalización del mercado financiero y de
capitales» significó que los bancos extranjeros pudieran obtener retornos altísimos
por sus créditos, y cuando los créditos iban mal, que el FMI obligase a socializar las
pérdidas, apretando las clavijas de poblaciones enteras para devolver los préstamos a
los bancos extranjeros. Luego, al menos en Asia oriental después de la crisis de 1997,
algunos de esos mismos bancos extranjeros hicieron más beneficios aún con las
liquidaciones que el FMI impuso a los países que necesitaban dinero. La
liberalización del comercio significó también que las empresas extranjeras pudieran
borrar del mapa industrias nacientes, impidiendo que se desarrollase el talento
emprendedor. Mientras que el capital circulaba libremente, los trabajadores no lo
hacían, excepto en el caso de los individuos más talentosos, muchos de los cuales
encontraron empleo en el mercado global[338].
Naturalmente, hubo excepciones. Siempre hubo en Asia países que se resistieron
al consenso de Washington. Pusieron restricciones a la circulación de capitales. Los
grandes gigantes asiáticos —China e India— gestionaron sus economías a su propio
estilo, logrando un crecimiento sin precedentes. Pero en otros sitios, y especialmente
en los países donde el Banco Mundial y el FMI ejercían su dominio, las cosas no
fueron bien.
Y en todas partes, el debate ideológico continuó. Incluso en países a los que les ha
ido bien, existe la convicción, y no sólo entre el pueblo en general sino incluso entre
gente educada e influyente, de que las reglas del juego no han sido justas. Creen que
les ha ido bien a pesar de las reglas injustas y se sienten solidarios con sus amigos
más débiles del mundo en desarrollo a los que les ha ido mal.
Para los críticos del capitalismo al estilo americano en el Tercer Mundo, la forma
como América ha respondido a la actual crisis económica ha obedecido a un doble
rasero. Durante la crisis del Asia oriental, hace justo una década, Estados Unidos y el
FMI exigieron que los países afectados redujesen sus déficits públicos recortando
gastos, incluso si, como en Tailandia, eso provocaba un resurgimiento de la epidemia
del sida, o si, como en Indonesia, conllevaba suprimir la ayuda alimentaria para los
hambrientos, o si, como en Pakistán, la escasez de escuelas públicas hacía que los
padres enviasen a sus hijos a las madrasas, donde se les adoctrinaría en el
fundamentalismo islámico. Estados Unidos y el FMI obligaron a los países a
aumentar los tipos de interés, alcanzando en algunos casos (como en Indonesia) más
del 50 por ciento. Forzaron a Indonesia a ser dura con sus bancos y exigieron al
gobierno que no los rescatase. Qué terrible precedente sentaría, dijeron, y qué terrible
intervención significaría en los mecanismos bien engrasados del libre mercado.
El contraste entre lo que se hizo cuando la crisis del Asia oriental y lo que se ha

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hecho con la crisis estadounidense resulta escandaloso y no ha pasado desapercibido.
Para sacar a Estados Unidos del agujero, el país ha incurrido en aumentos masivos
del gasto y en déficits astronómicos, mientras los tipos de interés se reducían a cero.
Se han rescatado bancos. Algunos de los mismos políticos de Washington que se
ocuparon de la crisis del Asia oriental gestionan ahora la respuesta a la crisis
estadounidense. ¿Por qué, se pregunta la gente en el Tercer Mundo, se administran
los Estados Unidos una medicina distinta cuando el problema lo tienen ellos mismos?
No es sólo que haya una doble vara de medir. Como los países desarrollados
siguen a rajatabla unas políticas monetarias y fiscales contracíclicas (como hicieron
en esta crisis), pero los países en desarrollo están obligados a seguir políticas
procíclicas (recortando gasto publico, aumentando los impuestos y los tipos de
interés), las fluctuaciones en los países en desarrollo son mayores y las de los países
desarrollados son menores. Eso aumenta el coste del capital para los países en
desarrollo respecto al de los países desarrollados, incrementando la ventaja de los
segundos sobre los primeros[339].
A muchos en el mundo en desarrollo aún les escuece el acoso ideológico que
sufrieron durante tantos años: adoptad las instituciones americanas, seguid las
políticas estadounidenses, desregulad, abrid vuestros mercados a los bancos
estadounidenses para que podáis aprender «buenas» prácticas y —no por casualidad
— vended vuestros bancos a los estadounidenses, especialmente a precio de saldo
durante las crisis. Se les dijo que sería doloroso pero se les prometió que, al final,
sería bueno para ellos. Estados Unidos envió a sus secretarios del Tesoro (de los dos
partidos) por todo el mundo para predicar ese evangelio. La «puerta giratoria», que
permite a los líderes financieros estadounidenses pasar con toda naturalidad de Wall
Street a Washington y volver a Wall Street, les parecía a muchos en los países en
desarrollo una garantía de credibilidad, una prueba de que aquellos hombres eran
capaces de combinar el poder del dinero con el poder de la política. Los líderes
financieros estadounidenses tenían razón al creer que lo que era bueno para Estados
Unidos o para el mundo era bueno para los mercados financieros; pero no la tenían al
pensar lo contrario: que lo que era bueno para Wall Street era bueno para Estados
Unidos y para el mundo.
No es tanto la alegría por el mal ajeno lo que hace que los países en desarrollo
miren con lupa el sistema económico estadounidense. Es más bien un interés real por
entender qué tipo de sistema económico puede funcionar para ellos en la futura crisis.
En realidad, estos países tienen mucho interés en que Estados Unidos se recupere
pronto. Saben por propia experiencia que las secuelas globales de la crisis
estadounidense son enormes. Y muchos están cada vez más convencidos de que los
ideales del mercado libre que Estados Unidos aparentemente defiende son ideales que
más vale rechazar que abrazar.
Incluso los partidarios de la economía de libre mercado se dan cuenta ahora de
que es deseable algún tipo de regulación. Pero el papel del gobierno va más allá de la

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regulación, y algunos países están empezando a darse cuenta de ello. Por ejemplo,
Trinidad se ha tomado a pecho la lección de que el riesgo hay que gestionarlo y que
el gobierno debe tener un papel más activo en la educación: saben que no pueden
modificar la economía global, pero que sí pueden ayudar a sus ciudadanos a afrontar
los riesgos que ésta presenta. Hasta a los niños de enseñanza primaria se les enseñan
los principios del riesgo, lo que implica tener una vivienda de propiedad, los peligros
de los préstamos depredadores y los detalles de las hipotecas. En Brasil, se está
promoviendo la compra de viviendas a través de una agencia pública, que garantiza
que la gente contrate unas hipotecas acordes con sus posibilidades.
Al final, ¿qué nos importa a los estadounidenses que el mundo se haya
desencantado de nuestro estilo de capitalismo? La ideología que propugnábamos se
ha visto empañada, es cierto, pero quizás sea mejor que ya no tenga arreglo. ¿No
podemos sobrevivir —e incluso prosperar— aunque no todo el mundo comulgue con
el estilo americano?
Inevitablemente nuestra influencia disminuirá, pero esto, en muchos aspectos, ya
estaba ocurriendo. Desempeñábamos un papel protagonista en la gestión del capital
mundial porque otros creían que teníamos un talento especial para manejar el riesgo y
adjudicar los recursos financieros. Nadie lo piensa ahora, y Asia —de donde
actualmente procede la mayor parte del ahorro mundial— ya está desarrollando sus
propios centros financieros. Ya no somos la principal fuente de capitales del mundo.
Actualmente los tres primeros bancos del mundo son chinos; el banco estadounidense
más grande ha bajado a la quinta posición.
Entretanto, el coste de lidiar con la crisis está dejando de lado otras necesidades,
no sólo domésticas, como se dijo antes, sino también en el extranjero. Estos últimos
años, la inversión china en infraestructuras en África ha sido mayor que la del Banco
Mundial y el Banco Africano de Desarrollo juntos, y a su lado la de Estados Unidos
es ridícula. Cualquiera que visite Etiopía u otro país del continente puede ver la
transformación, con unas autopistas que comunican lo que eran ciudades aisladas,
creando una nueva geografía económica. Y la influencia de China no se nota sólo en
las infraestructuras, sino en otros muchos aspectos del desarrollo, por ejemplo en el
comercio, el desarrollo de los recursos, la creación de empresas y hasta en la
agricultura. Los países africanos recurren a Pekín para pedir ayuda en esta crisis, no a
Washington. Y la presencia de China no se nota sólo en África: en América Latina, en
Asia y en Australia —allí donde hay recursos y materias primas— el rápido
crecimiento de China muestra un apetito insaciable. Antes de la crisis, China
contribuyó al incremento de las exportaciones y al aumento de precios de esas
exportaciones, lo cual significó un crecimiento sin precedentes en África y en otros
muchos países. Después de la crisis, es probable que lo haga de nuevo; de hecho,
muchos están notando ya los beneficios del fuerte crecimiento que ha experimentado
China en 2009.
Me preocupa que mucha gente en los países en vías de desarrollo, al ver más

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claramente los errores del sistema económico y social estadounidense, saque
conclusiones equivocadas sobre el tipo de sistema que les puede ser más útil. Unos
pocos aprenderán la lección correcta. Se darán cuenta de que lo que se requiere para
tener éxito es un régimen en el que los papeles del mercado y del gobierno estén
equilibrados, y donde un Estado fuerte administre regulaciones efectivas. También
verán que hay que poner freno al poder de determinados intereses privados.
Sin embargo, para otros muchos países las consecuencias políticas serán más
enrevesadas, y posiblemente más trágicas. En general, los antiguos países comunistas
se volvieron capitalistas después del fracaso estrepitoso del sistema que habían tenido
en la posguerra; pero algunos adoptaron una versión distorsionada de la economía de
mercado, reemplazando el culto a Karl Marx por el culto a Milton Friedman. Con la
nueva religión no les fue muy bien. Muchos países pueden llegar a la conclusión de
que no sólo el capitalismo sin control, al estilo americano, ha fracasado, sino que el
propio concepto de economía de mercado ha fallado y es inviable en cualquier
circunstancia. No volverá el comunismo al viejo estilo, pero sí una serie de formas de
excesivo intervencionismo. Y eso no será bueno.
Los pobres sufrieron por el fundamentalismo del mercado. La economía del goteo
no ha funcionado. Pero los pobres pueden volver a sufrir si los nuevos regímenes
vuelven a desequilibrar la balanza con una intervención excesiva en los mercados.
Esa estrategia no producirá crecimiento, y sin crecimiento no puede haber reducción
sostenible de la pobreza. No ha habido ninguna economía que sin apoyarse en los
mercados haya tenido éxito. Las consecuencias para la estabilidad global y la
seguridad de Estados Unidos son obvias.
Antes había una serie de valores compartidos entre Estados Unidos y las élites
mundiales educadas aquí, pero la crisis económica ha socavado la credibilidad de
esas élites, que defendían el capitalismo al estilo americano. Los que se oponían a la
forma de capitalismo americano sin regulaciones ahora tienen munición para predicar
una filosofía antimercado más amplia.
Otra víctima es la fe en la democracia. En el mundo en desarrollo la gente mira a
Washington y ve un sistema de gobierno que ha permitido que Wall Street se haga las
leyes a su medida, poniendo en peligro la economía mundial, y cuando ha llegado el
momento de ajustar cuentas, Washington se ha inclinado por la gente de Wall Street y
sus amiguetes para pilotar la recuperación, dándole a Wall Street unas cantidades de
dinero que no se habrían atrevido a soñar ni los más corruptos dictadores de los
países pobres. Ven la corrupción al estilo americano como algo quizás más
sofisticado —no hay maletines con dinero entregados en oscuros callejones— pero
no menos inicuo. Ven continuas redistribuciones de riqueza a favor de la cúspide de
la pirámide, claramente a expensas de los ciudadanos de a pie. Ven que a las
instituciones que dejaron crecer la burbuja, como la Reserva Federal, se les da más
poder como recompensa por sus fracasos. Ven, en una palabra, un problema político
fundamental de rendición de cuentas en el sistema democrático estadounidense. Y

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viendo todo eso, llegan a la conclusión precipitada de que hay algo que no funciona,
quizás inevitablemente, en la democracia misma.
Al final la economía estadounidense se recuperará, y hasta cierto punto también el
prestigio del país en el extranjero. Se quiera o no, lo que hace Estados Unidos es
examinado con lupa. Sus éxitos son emulados. Pero sus fracasos —especialmente los
fracasos del tipo de los que llevaron a la crisis actual y tan fácilmente pueden
asociarse con la hipocresía— son vistos con desprecio. La democracia y las fuerzas
del mercado son esenciales para un mundo justo y próspero. Pero la «victoria» de la
democracia liberal y de una economía de mercado equilibrada no son inevitables. La
crisis económica, creada en gran parte por el mal comportamiento de Estados Unidos,
ha sido un durísimo golpe en la lucha por esos valores fundamentales y ha hecho más
daño que cualquier cosa que un régimen totalitario hubiese podido hacer o decir.

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