Ensayo sobre Ensayo sobre la ceguera Ahora que están de moda las pandemias, y a sabiendas de que necesitaba leer un libro, mi hermano tuvo la idea perfecta para ponerme a leer durante este último mes. Él, como toda mi familia, sabe que son más de mi agrado los autores latinoamericanos (como José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos o García Márquez) que aquellos autores europeos, hablantes de otras lenguas tan viejas como el romanticismo mismo, cuyos textos se pierden en las pobres traducciones de las editoriales mexicanas. Alguna vez tuve una maestra de Literatura que nos torcía la mano para leer clásicos del romanticismo. A Dostoievski, a las Brontë, a Dumas, entre otros tantos de cuyos nombres no quiero acordarme. Rosalba es el nombre de la persona que mató mi gusto por la lectura. Dio unas cuantas patadas de ahogado con autores latinos años después, pero nadie pudo haber revivido mi causa perdida como lo hizo Saramago. Y es que Ensayo sobre la ceguera, más que un ensayo, es una novela, y más que una novela, es un análisis profundo, un tanto (bastante) distópico sobre cómo se han construido las sociedades desde siempre, en torno al egoísmo del más fuerte. El libro parte de la vida de un joven que, manejando su auto, y como por azares de un cruel destino, se queda ciego. Sin explicación ni razón aparente, su vista sólo desaparece. Después de unos minutos varando el tráfico, un hombre ofrece su ayuda, y lo lleva a su casa. Este último aprovecha para robarle el auto, pero eventualmente se queda ciego también. Cuando parecía ser que la ceguera era contagiosa, el primer ciego, sin estar enterado, visita a un oftalmólogo. Irónicamente, este también queda ciego. El médico y la mujer del médico son trasladados a unas instalaciones de salud mental abandonadas, junto con otros ciegos, para guardar cuarentena. A estas instalaciones, controladas ahora por el ejército, empieza a llegar más gente afectada por la nueva epidemia. Este ambiente, de por sí susceptible al pánico como consecuencia de la incertidumbre, no tarda en ser vulnerado por las jerarquías que poco a poco se crean dentro de sí. Los grupos de poder se comienzan a formar. El desorden impera cuando estos grupos se apoderan de los suministros de comida del manicomio, y los intercambian por sexo forzado con las mujeres recluidas. El grupo del médico y la mujer del médico era un grupo pequeño, vulnerable a la prevalencia de la amoralidad humana de los grupos de poder, pese a que la mujer del médico nunca quedó ciega. La novela rodea enteramente a este personaje, que actúa como una especie de voz de la razón, y ayuda al espectador a entrar de lleno en el texto, ya que, al ser la única persona que puede ver, observa la transición del orden que podían mantener los ciegos, al caos total. Tanto para el lector, como para la mujer del médico, resulta impactante como el ser humano puede desprenderse de los valores que adquiere desde su niñez de forma tan rápida. No se sabe que fue más rápido, si el caos y la devolución humana, o si la epidemia que los provocó, ya que, eventualmente, los soldados cuidando del manicomio enferman también, uno por uno. Era de esperarse que el manicomio iba a caer, pero no tan violentamente como por un incendio. La mujer del médico, actuando como ángel guardián, guía a su grupo a las afueras del manicomio, sólo para darse cuenta de que los soldados hacía tiempo que ya no estaban, y que la ciudad, así como el manicomio, había caído ante la fatal epidemia de ciegos. La producción de bienes y servicios cesó naturalmente, y cada ciego estaba a su merced. Saramago narra escenas, como jaurías de perros que sí veían, y se apoderaban de la poca comida que quedaba disponible en tiendas de la ciudad, o como los ciegos, al no disponer de agua potable, abrían sus bocas apuntando al cielo a la primera señal de lluvia. La mujer del médico se convirtió en la voluntad de su grupo, ya que literalmente vivía para ellos. Les recolectaba comida, bebida, ropa, e incluso los ayudó individualmente a reencontrar sus anteriores hogares. El libro cierra cuando, repentinamente, así como llegó la ceguera, esta se fue. Los miembros del grupo empiezan a recuperar uno por uno la vista. Es ahí cuando, en medio de la catarsis, la mujer del médico empieza a ver blanco, hasta finalmente perder la vista, mientras dice “Ahora me toca a mí”. Saramago despertó en mí una serie de preguntas; ¿qué es la condición humana? ¿Qué es inherente en el ser humano, la maldad, o la bondad? ¿Qué tan fácil es desprenderse de los valores propios ante el pánico y la incertidumbre? Pero, sobre todo, ¿qué carajos significa ese final? ¿Qué sentido retórico tiene que la mujer del médico haya permanecido con vista hasta que el mundo la recuperó? La filosofía se ha debatido por siglos las primeras preguntas que plantea implícitamente el autor, por lo que no me molestaré en tan siquiera intentar darles respuesta en un trabajo por puntos extra, pero cabe mencionarlas porque la novela te obliga a reflexionar sobre ellas. Sin embargo, sí me gustaría ahondar un poco en el final. Una frase en las últimas páginas, ya cuando la epidemia desapareció, nos ayuda a comprender mejor el desenlace, “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”. Creo que esta última frase es una referencia (y una crítica) al peor tipo de ignorancia, a aquel voluntariamente ignorante, a aquel que ciego que, viendo, no ve. La sociedad está llegando a un punto sin retorno, en el cual pareciera que la falta de empatía es la norma, y la ceguera voluntaria poco a poco se apodera de las vidas de las personas. Nos volvemos más ignorantes día con día, y no en el sentido cultural, sino en el social, en el ajeno. Lo que es ajeno a nosotros deja de importarnos cada vez más. Pareciera que vemos con detenimiento la calamidad que nos rodea, y, aún así, decidimos no verla.