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Summa de Álvaro Mutis El Gaviero por Miguel Losada

Álvaro Mutis viaja siempre acompañado de sus viejos amigos. Son éstos, Montaigne, Cervantes, Chateaubriand, Antonio Machado.
Como su otro gran amigo e interlocutor en tantas cosas, Gabriel García Márquez, con el que compartió sus comienzos literarios en
la prensa colombiana, se muestra enemigo de todo trascendentalismo. Este hombre independiente, de firmes y originales
convicciones, anduvo durante muchos años de un lado par otro ejerciendo diversos oficios que nada tenían que ver con la
literatura, mientras iba dejando algunas de las páginas más intensas de la poesía de nuestro tiempo, algunos de los más bellos
relatos, perfectos en su maravillosa concisión. Pensaba que algún día podría retirarse a descansar, y precisamente cuando parecía
que ese momento había llegado, su obra comenzó a crecer. Los relatos breves se convirtieron en novelas, que pronto serían
traducidas a las principales lenguas. Y llegaron los reconocimientos, el Premio Médicis en Francia, el Villaurrutia en México,
mientras que entre nosotros, como en tantas ocasiones, seguía siendo un ilustre semi-desconocido.
Mutis no se inmuta ante la fama. Como su ya mítico personaje, Maqroll el Gaviero, que cuando está a punto de conseguir algo lo abandona para emprender nuevos caminos,
sabe que todas las empresas conducen al fracaso. Como sus admirados Drieu la Rochelle y André Malraux sabe que todos estamos inmersos en la trampa de la desesperanza.
Como su Alar el Ilirio, con el que todos sabían que no podían contar para sus fines pues para él nada tiene sentido, ya que nada podemos y “Nadie puede poder”.
Este estratega de lo absoluto contempla, como Maqroll, desde lo alto de las gavias de su imaginción, un ilimitado horizonte. Al fin y al cabo su única aspiración ha sido siempre
conseguir ese momento fugaz y único que es el instante poético.
- Hasta hace pocos años, encontrar sus libros en España era algo bastante complicado, casi como si se tratase de un autor maldito.
- Hubo un momento en que era difícil conseguirlos. Barral editó la Summa de Maqroll El Gaviero y luego en años no salió nada hasta la aparición de La mansión de Araucaíma,
que pronto se agotó y que no ha vuelto a reeditarse hasta hace muy poco.
- Quizá esto haya sido positivo, en el sentido de haber creado cierta atmósfera en torno a su obra, que hacía que aguardásemos con especial interés la aparición de cada uno de
sus nuevos libros.
- Es verdad, pero el destino de los libros es siempre muy extraño, y no indica nada tampoco sobre su calidad, también viene el olvido después.
- En España se publican varios miles de títulos, sólo de poesía, cada año. ¿No le parece un tanto excesivo?
- Esta misma mañana me preguntaban en una entrevista por lo que opinaba sobre la crisis de la poesía. El número de publicaciones de libros no quiere decir nada. Tal vez la obra
de poesía más importante que se ha creado en los últimos siglos, que es la obra de Baudelaire, pasó prácticamente inadvertida, y cuando se publicaron Las flores del mal lo que
consiguió fue un enjuiciamiento. De manera que esto no nos debe aterrar.
- Recientemente me comentaba su admiración por Montaigne.
- Montaigne para mí no es un caso de admiración, es un caso de compañía. Yo fue formado en francés antes que en español y Montaigne fue una de las lecturas del bachillerato
que logré no odiar. Esto en la formación del bachillerato francés es algo muy excepcional. Y me sigue acompañando con una fidelidad enorme, en paralelo con Miguel de
Cervantes. Los dos tienen algo que a medida que va pasando el tiempo y se va envejeciendo se aprecia más, que es un enorme escepticismo sobre lo que llamamos el éxito,
sobre las personas que ocupan los primeros lugares en un momento dado, en una situación determinada, y sobre la relatividad de los éxitos humanos. Montaigne lo dice en una
frase excelente “la relatividad de todo juicio que se intente hacer sobre el hombre”. Es esa especie de flotar en medio de la duda, que se alcanza también en el aspecto narrativo,
el que pocas páginas después de afirmar algo diga lo contrario. Y las dos cosas son ciertas. Esa es una lección maravillosa de Montaigne. Otra cosa que me encanta de él es su
visión del mundo clásico, esa tradición griega y romana que se suele ver siempre como algo distante, intocable, y él le da una familiaridad, una especie de andar por casa, que es
absolutamente entrañable.
- Pro aunque el desengaño esté presente, al final siempre queda un rescoldo de vida, algo muy humano.
- Es que cuando se llega a ese desengaño se aprende a vivir, ahí es cuando cada minuto tiene un sentido, se carga de sentido. Un personaje que aparece mucho en mis novelas,
Maqroll el gaviero, repite mucho esto, que el pasado pasó, es irremediable, tratar de rectificarlo es inútil, y del futuro no sabemos absolutamente nada, entonces cargar el
presente de sentido y de jugo, de savia vital, es la única oportunidad de que quede algo en las manos un momento, porque luego se esfuma. Por eso el pasado evocado por
Montaigne tiene una suerte de presente maravilloso y el futuro no le interesa. Y eso que le tocó vivir una época desgraciada, con el estallido de las guerras de religión y los
problemas de fe que costaron tantas vidas.
- Montaigne supo jugar muy bien y escabullirse de esos problemas.
- Yo creo que en el fondo fue un gran cristiano, sin una gota de hipocresía.
- ¿Qué otros grandes pensadores le interesan?
- A mí me inquieta mucho Pascal. La presencia de Dios, la presencia de algo que nos trasciende, vista por Pascal, es realmente luminosa porque también en él hay un enorme
escepticismo. En cierto modo es como la continuación de Montaigne. También leo con placer inmenso a Montherlant, a Julien Green en su diario, que es una maravilla, ya
François Mauriac, no tanto en sus novelas, que disfruto, como en algunos de sus admirables artículos.
- ¿Y entre los pensadores españoles? ¿Acaso Unamuno?
- No. Unamuno tiene la particularidad de irritarme profundamente por esa actitud frente al lector, de decirle “tú, lector que no entendiste nada”. De hecho, uno de sus libros
comienza con esa frase. A Don Pío Baroja, sin embargo, yo lo encuentro encantador. La serie de Aviraneta es una delicia, todas las “Novelas de un hombre de acción” son una de
las cosas más sabias que se han escrito en España junto con las Novelas ejemplares de Cervantes.
- El personaje del caudillo, dentro de la novela latinoamericana, se nos ha hecho ya casi algo cotidiano, desde El señor presidente a El otoño del patriarca, pero usted no trata
este tipo de personajes, si acaso se aproxima a ellos, los muestra en el momento de la muerte, del abandono, como en el caso de Bolívar.
- Bolívar no fue un caudillo nunca. Su inmenso error es no haber gobernado ni manejado nada. Es uno de los seres más conmovedores, más contradictorios, y el gran
equivocado. Bolívar era un personaje de Byron o de Chateaubriand, un romántico que quería ajustar el mundo, por una lectura un tanto apresurada de Rousseau, ajustar el
mundo y el hombre a un esquema previo. Así se desemboca en una monstruosidad de nuestro tiempo que son las ideologías. Él se impone con una ligereza enorme, trata de
imponerse en América sin entender que en el gran juego político la utopía no sirve, que estos famosos libertadores americanos no nos libertaron de nada porque lo que hicieron
fue salir de España que no era opresora, ni mucho menos.
- ¿Ni en aquel momento?
- No. No fue opresora nunca. Nosotros, y esto es una cosa que no se ha dicho antes por mala conciencia, no éramos territorios de la Corona, éramos parte del territorio
español, nunca fuimos colonias, esa es una palabra inventada allá no aquí. Si O'Higgins y San Martín y un hombre como Bolívar, que heredó la propiedad en tierras más vastas que
había en América Latina, si esos criollos vienen a las Cortes de Cádiz y se imponen, el triunfo hubiera sido mucho más real y hubiéramos seguido vinculados a una apuesta por la
cual yo sí me juego la cabeza. Una apuesta que comienza en Séneca y en tres emperadores romanos y sigue en un hombre con una concepción europea, que ojalá hoy día se
entendiera en todos los sentidos, como Carlos V. En una real comunidad y no poensar en el Estado-Nación que es lo que nos ahoga. Ellos hubieran sido los vencedores y
hubieran impuesto lo que hubieran querido en lugar de hacer esta serie de pequeñas repúblicas que no han dado más que guerras civiles.
- Pero ese era el sueño de Bolívar.
- Él fue el destructor de su propio sueño. Ahí está el héroe romántico. Ahí está lo que en Bolívar es desgarrador. Como decían nuestras tías, “parte el alma”. Él tiene el sueño y él
se encarga de destruirlo poniendo a sus tres peores enemigos en cada uno de los países: a Páez que es el espadón típico en Venezuela; a Santander, el abogado lleno de
artilugios, de astucias, de tartuferías, en Colombia y a la bestia absoluta, que pregura todo lo que va a entrar después, a Flórez, en el Ecuador. Si coloca a sus tres peores
enemigos en los puestos más importantes, qué puedes esperar. Yo creo que a Bolívar lo mató la tristeza, la angustia, el desconsuelo total.
- ¿Usted cree todavía en el sueño americano?
- No. Ya no es posible. No sé hacia donde vamos. No sé qué va a pasar. Estamos en el peor momento. Estamos haciendo la digestión de ese inmenso error que fue la
independencia. La independencia hecha así. Hay una especie de orfandad que vamos arrastrando.
- Pero todo eso que dice puede ser muy problemático para usted.
- Me han dado muchos palos por pensar así. Tenemos ciento cincuenta años, stamos naciendo y ya queremos exigir a estos países una actitud absolutamente madura, una
identidad decidida. La importancia de estas cosas se ve a distancia, lo que quiero significar es que estamos apenas apareciendo.
- ¿Sería entonces posible que el siglo XVIII haya sido mejor que el XIX en muchos países americanos?
- Y el XVII. Le voy a dar un ejemplo. La única gran tradición literaria de pensamiento riguroso realmente presente todavía es la tradición de la Nueva España, de México, en
donde hay una Sor Juana Inés de la Cruz y tantos otros. Es una gente de primera, mientras que en España empezaba la decadencia y la caída en un barroquismo escénico, para
llegar al siglo XVIII español que es una nulidad absoluta. Hay que esperar a la llegad de Galdós y Clarín para que esto cambie.
- Y Larra.
- Soy un admirador absoluto de Larra. La certeza de su mirada nos indica hasta dónde se había bajado, a qué niveles desastrosos de mediocridad se había llegado. Los españoles
tienen esa posibilidad, y ojalá la tengamos un día los herederos de España, porque somos los herederos de España, y todo el año 1992 ha sido un desastre continuo. No he
conocido un diálogo de sordos más lamentable. Es esa posibilidad que tiene España cada cien años, cada cierto lapso de tiempo, de encontrar al hombre que dice: ¡Oiga, nos
hemos equivocado! ¡El asunto es así!. Eso es admirable, comenzando por Séneca y terminando por mi “detestado” D. Miguel de Unamuno.
- ¿Entre esos hombres estaría Quevedo?
- Por supuesto. Esta gente de repente tiene la posibilidad de decir: ¿Quieren ustedes saber en qué país estamos viviendo? Miren, es éste”. Ya sé que presentan una imagen
espeluznante. Un país que produce la picaresca es un país que tiene un poder de recuperación maravilloso. Ahora, también debemos tenerlo nosotros. Un escritor, totalmente
distante de mi por motivos personales, que ha logrado lo que considero una de las obras clásicas sobre la corrosión y el deterioro moral de la política de conventillo parroquial
que se hace en América Latina, es Vargas Llosa. Conversaciones en la catedral es una maravilla en ese sentido. García Márque en sus Cien años de soledad mostró el sustrato
mítico sobre el que estamos parados y en El otoño del patriarca hace el relato prolongado de un general que en el fondo es un espadón de las guerras carlistas.
- ¿Y no ve como un precursor de algunas de esas obras al Tirano Banderas de Valle Inclán?
- Sí, evidentemente. Sus esperpentos son una maravilla. En Luces de bohemia estamos nosotros. Pero el gran libro sobre esa situación de América Latina es Yo el supremo, de
Roa Bastos. Ése es un libro total, absoluto.
- Y además con mucha modestia por parte de Roa Bastos.
- Sólo con esa modestia se puede llegar a mostrar la bestialidad irrespirable, dolorosa, infame, de la presencia del mal encarnada en un hombre que finalmente es un pobre
diablo. Ese es un libro sobre el cual vamos a tener que volver los latinoamericanos muchas veces.
- Supongo que estará harto de que le pregunten por Maqroll. ¿Llega a asfixiar el personaje un poco al escritor?
- A asfixiar no. Se vuelve exigente. Este personaje que comienza siendo un pretexto en mi obra poética, para decir algunas cosas amargas, desesperanzadas, escépticas, en una
edad en que se suponía que no no debía tener esa visión de las cosas, pasa de ser ese “alter ego” a convertirse en un personaje de ficción. Ya en la narrativa, comienza a tener
cada vez más una autonomía, un carácter, un perfil, una densidad, que se vuelve, no asfixiante, pero que está presente siempre. Hace poco, componiendo una frase, me dije:
“este no es el gaviero. Soy yo. El gaviero nunca diría esto”. Lo que me tiene más fastidiado es que no me permite escribir lo que yo más quiero escribir, que es poesía, que es lo
que más me llena, con todas las reservas y paréntesis que pueda ponérsele a esto, y es lo que creo que hago con la posibilidad de tener menos rubor al publicar. Pero desde hace
seis años no logro librarme de la presencia de Maqroll.
- Sin embargo, debe reconocer que es más conocido por Maqroll que por su poesía.
- Es cierto. Debo aprender a convivir con él. Es como uno de los parientes inevitables que hay en todas nuestras casas y que si desaparecieran quizás fuéramos más felices. No
sé...
- Supongo que no. Pero, ¿cuántos Maqroll hay? ¿Sólo uno?
- Uno sólo, que se ha ido enriqueciendo, ha ido tomando forma, peso, estatura... Pero uno sólo.
- ¿Y Alar el Ilirio, ese personaje impresionante de su relato “La muerte del estratega”?
- Qué raro que me cite a ese personaje. En España a nadie le interesó para nada, aunque este es el país donde menos acogida o menos eco ha tenido mi modesta obra, en
general. Alar el Ilirio sí es una prefiguración de Maqroll, desde luego. Lo que pasa es que yo estoy siempre del lado de los vencidos y de los pesimistas.
- Pero Alar al morir vence.
- Al morir vencemos todos. Nos volvemos intocables, ahí ya se acabó la fiesta. El que muere es como el actor que sale de escena y se queda entre bambalinas, tranquilo,
secándose con una toalla, pensando ya pasó, ya pasó. Después de morir no te puede pasar nada grave.
- En su obra suele aparecer un personaje que funciona como vigilante, el que cuida de algo. Maqroll actúa a veces así.
- Ahora Maqroll está trabajando como vigilante de unos astilleros derruidos, en Pollensa. Yo creo que todos somos un poco eso, cuidadores. En un viejo texto que se llama
“Hastío de los peces” hay alguien que también es vigilante, que cuida de los barcos.
- Maqroll, donde se encuentra más a gusto es en lo alto de sus gavias, allá arriba.
- Es el gaviero, el que está vigilando el horizonte, no importa que el barco se mueva, él tiene su punto fijo de observación. Es una responsabilidad feroz porque la noción del
mundo, de lo que está pasando, que tiene la tripulación, se la está dando el gaviero, pero también el gaviero depende totalmente de la tripulación. Puede ser un buen símbolo
para pensar en lo que hace el escritor, el poeta.
- También tiene implicaciones religiosas. El que cuida la manada.
- Claro, el pastor.
- En su obra y en su vida está siempre presente el viaje, el placer de sentirse extranjero, como el Barnabooth de Valery Larbaud.
- Sí. Mi destino es desplazarme todo el tiempo y esto ha llegado a ser tan marcado que durante veintitrés años mis trabajos -porque yo siempre he vivido de trabajos que no
tienen nada que ver con la literatura- me llevaron a viajar continuamente por América Latina. Y cuando me retiré, hace cinco años, pensaba que se acabarían los viajes y podría
descansar en casa. Y nunca he viajado tanto como ahora. Viajar por España o Francia no es viajar, es regresar a mundos que para mí son esenciales. Para mí recorrer el
Ampurdán, o estar en Castilla, o bajar a la tierra de mis abuelos, a Cádiz, no es viajar, es regresar. También está el desplazarse gratuitamente, el “a ver qué pasa”, que eso es muy
de Maqroll, eso me lo ha dado el destino. Valery Larbaud en la voz de su Barnabooth decía: “se tienen ciudades como se tienen amores”. Así lo veo yo. Hay ciudades a las que
llego y me quiero ir al otro día, pero hay ciudades a las que se llega y dice uno: “¿cómo he podido vivir sin estar aquí?”. Me pasó con Córdoba, por eso escribí un breve poema
sobre una calle de Córdoba, con Sevilla y con Segovia, que tienen once iglesias románicas. Asumo y adopto totalmente aquella frase que dice: “toda obra de arte comparada con
una iglesia románica de estilo puro es ligeramente vulgar”.
- Además, en Segovia, cerca de la iglesia de la Vera Cruz, se gestó el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.
- Para mí es el más grande poeta de Occidente, junto con Dante.
- Aunque el equipaje de Maqrollo sea ligero y sólo puede llevar contados libros. ¿Lleva o llevará en algún momento algún texto en castellano?
- No. Los textos en castellano me encargo de llevarlos yo. Entre sus textos no hay ninguno en castellano para no darle la menor connotación como personaje hispánico. Porque
no es del mundo español, ni sudamericano.
- Evidentemente tiene un afán de universalidad. El hecho de que, con 17 años, pensara en buscarle un nombre que no tuviera ninguna referencia, ya dice mucho. Ese personaje
ha estado con usted mucho tiempo.
- Eso está bien visto. Sí. Carece de papeles porque el pasaporte chipriota con el que anda es tan falso que no lo puede ni mostrar.
- ¿Encuentra diferencias notables entre la literatura española actual y las diversas literaturas de Latinoamérica?
- Sí encuentro diferencias, pero lo que me interesa más y lo que quisiera subrayar es que las literaturas lationoamericanas tendrán siempre -con la diversidad que crea el paisaje y
las condiciones especiales, sociales y de todo tipo que hay allí- origen español y hay una conexión, un encadenamiento a la tradición literaria española.
- ¿Qué poetas españoles de este siglo admira más?
- A mi juicio, el más grande poeta de este siglo es D. Antonio Machado. Alguien a quien me permito, con humildad, considerar como un amigo personal. Yo no viajo sin un libro
de D. Antonio. Que alguien en España, hoy en día, no vea exactamente esa mezcla de lucidez maravillosa, de transparencia prodigiosa del idioma, de eficacia, que significa
Machado, me parece grave.
- ¿Desconfía de la palabra intelectual?
- No. No desconfío. La detesto. Ése es un invento, como muchos de los inventos del siglo XVIII, absolutamente macabro. El otro invento aterrador es el de la democracia. Son
estas palabras como libertad, como democracia, como tantas otras, de las cuales se ha hecho un uso tan siniestro, tan tartufo, y se seguirá haciendo. Siempre lo he querido
aclarar. Yho no soy un intelectual. No soy un hombre de ideas. Jamás he expuesto mis ideas a través de un instrumento público o partido político, jamás me he vinculado con
nada que tenga que ver con esa especie de situación marginal y pontificia de alguien que piensa así. Lo último, lo que jamás podría decir de Michel de Montaigne es que era un
intelectual. Nunca. Era un hombre.
- Pero Machado, sin embargo, escribe un verso que dice “si mi pluma valiera tu pistola”, dedicado al general Lister durante la guerra civil española.
- Tampoco era un intelectual. Tan poco lo era que inventó a Juan de Mairena para ver si éste podía serlo y no lo es. En el momento en que Machado escribe ese verso yo estoy
con Machado. Lo terrible es el intelectual que se yergue y dice “la solución a ese problema es ésta”.
- ¿La experiencia de Lecumberri significó para usted ver el rostro de la muerte?
- En aquella prisión la vi de cerca. La familiaridad con la muerte me vino desde muy joven. No es difícil en un país como Colombia tener esa experiencia. Además, la lectura de4
los místicos españoles y de la literatura española, que es finalmente la aventura entrañable en la que yo me identifico, siempre tiene presente a la muerte. Ahí está Quevedo.
Lecumberri más que la muerte misma, me dio la noción del peligro. El peligro tiene un elemento que es siniestro. Es el miedo, el miedo esencial, que es una reacción casi
miserable. Los hombres acabaremos sabiendo todo. Yo creo que no sabemos nada. Es el orgullo de este mundo siniestro de supermercado y de gula en el que vivimos. De lo
único que no se sabe nada hasta ahora y nadie nos ha dicho nada es sobre la muerte.
- En la Edad Media era el gran igualador.
- La Edad Media fue una época sabia. Ahí tendríamos que habernos detenido todos. Esa idea, que viene del racionalismo del siglo XVIII de la oscura Edad Media, es una
imbecilidad gigantesca. Una edad en la que se tuvo la idea de una comunidad europea auténtica, en la que Federico II, el emperador romano-germánico, hablaba árabe sin
acento. Por ahí tendríamos oque comenzar, olvidando nuestra vieja sordera con el Islam. Yo soy cristiano, pero cuando digo yo soy cristiano no supone que estoy en contra de...
Se supone que estoy dispuesto a escuchar y la lección que dio el Islam en España de que se dijera la misa en mozárabe en Toledo, habría que tenerla en cuenta y no confundir
todas las cosas.
Escrito en Lecturas Turia por Miguel Losada

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