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Abordajes y desmontajes del poema

Cuando era profesor de literatura en el nivel medio solía preguntar a mis alumnos, en los
primeros días de clase, qué textos literarios habían leído en los años anteriores con mis colegas.
Siempre me sorprendió que esos jóvenes no hubieran visto en todos sus cursos de bachillerato
más que uno o dos poemas. Siempre me pregunté por qué otros profesores eran tan refractarios a
enseñar poesía, no sólo como práctica de lectura sino también de escritura. Trataremos de
encontrar una respuesta en el próximo encuentro, pero para este de hoy podemos adelantar un
interrogante: ¿es que no se enseña a leer, interpretar y escribir poesía porque no se sabe por
dónde empezar? El problema, ¿es encontrar la punta del ovillo de Ariadna? Ya en la charla anterior
descubrimos que la importancia de la poesía tiene firmes cimientos en principios antropológicos,
ontológicos y estéticos. Pero aun reconociendo todo ello surge el problema de cómo iniciar el
abordaje de un texto poético. En muchos casos, esta es una barrera infranqueable incluso para
gran cantidad de graduados en Letras.

¿Por dónde empezar? es el título de un simpático ensayo de Roland Barthes en que


el semiólogo se imagina a un estudiante que quiere introducirse en el análisis estructural
de los relatos y no sabe cuál es la puerta por la que debe acceder. Debemos admitir que,
aun cuando nuestro propósito es el mismo, un texto poético es de una complejidad
mucho mayor que la de un texto narrativo. Alrededor del relato, por otra parte, se ha
desarrollado todo un cuerpo de estudios concretos, la narratología, que cuenta con una
tradición ya consolidada por nombres como los de Propp, Todorov, Barthes, Bremond,
Greimas y Genette, entre otros; mientras que la poetología, más allá de los inicios
auspiciosos del formalismo y otras honrosas excepciones, se fue volcando hacia un
terreno más cercano a la filosofía que a la teoría literaria. Podría ser el caso de María
Zambrano y su “razón poética”. La filósofa malagueña piensa que la razón poética
constituye un nuevo método cognoscitivo para lograr un saber unificado que abrace
distintos saberes y que aprenda, bajo el signo de una razón nueva y creadora, tanto las
dimensiones racionales como las irracionales de la existencia. Lo que intenta esta nueva
razón emparentada con la razón vital y mediadora es dar voz a lo real, a lo que
transciende al concepto y a lo que no puede ser integrado completamente en él. Se trata,
con esta nueva razón, de transitar los niveles más subterráneos de la existencia. María
Zambrano cree que la tarea de la filosofía consiste en remontarse y mostrar aquello que la
razón discursiva imperante en Occidente dejó atrás, dejando al individuo en una situación
de orfandad. El lenguaje poético es capaz de acceder a sustratos de la realidad que la
razón, con su lenguaje, no puede captar. Pero volvamos a la explicación, en la forma más
clara en que el tema nos lo permita, de qué es lo que da complejidad a un texto poético
para que después busquemos por dónde empezar.
En dos obras de los años setenta, La estructura del texto artístico y Análisis del
texto poético, Yuri Lotman considera lo poético como un sistema estratificado donde el
significado sólo existe dentro del contexto regido por grupos de semejanzas y oposiciones
en una relación mutua. Un texto poético está “semánticamente saturado”, condensa más
información que cualquier otro tipo de discurso, y pese a esta saturación, logra un
conjunto de mensajes más ricos que el de cualquier otra forma de lenguaje. En un poema,
con mayor intensidad que en otros textos, se producen choques y tensiones entre varios
sistemas: lexicales, gráficos, rítmicos, fonológicos. Un determinado sistema hace que otro
se desvíe de la norma. Por ejemplo, la métrica establece un patrón —combinación libre de
versos endecasílabos y heptasílabos, por ejemplo—, pero la sintaxis del poema puede
alterarlo: es lo que sucede con el recurso del encabalgamiento, en el que abunda el
poema de Antonio Machado que leímos ayer. Cada sistema del texto “desfamiliariza” —
término grato a los formalistas— a los otros, rompe su regularidad y hace que resalten.
Incluso cada palabra del poema establece diferentes tipos de vínculos con las demás:
puede tener con esta una relación de sonido, como en la rima, la paranomasia, la
aliteración; con aquella un paralelismo sintáctico, como en el isocolon; y con una tercera
una vinculación semántica o etimológica.

Para Lotman el texto poético es un “sistema de sistemas”, la forma más compleja


del discurso que pueda imaginarse. De ahí que afirme, como ya lo adelantamos en nuestra
charla anterior, que no se puede “leer” un poema, que sólo es posible “releerlo”, porque
algunas de sus estructuras sólo se pueden percibir en forma retrospectiva. Todo esto,
claro está, si nos referimos al poema en su inmanencia. Pero Lotman cree que la cosa es
aún más compleja, porque el significado del texto es más que una cuestión interna: el
poema se relaciona con sistemas de significados más amplios, con otros textos, con el
entorno social, con el “horizonte de expectativas” del lector, ya que Lotman incorpora
conceptos de la estética de la recepción. El lector es quien, por medio de ciertos códigos
receptivos, identifica como recurso un elemento del poema; y lo que para una persona es
un recurso poético puede ser para otra un rasgo de lenguaje cotidiano.

Desearíamos que toda esta complejidad no les lleve a la resignación de ya no


querer escapar del laberinto y entregarse a las fauces del Minotauro, porque si bien el
asunto es complicado, una vez que se encuentre la punta del ovillo toda la madeja se irá
desenredando. Volvamos a preguntarnos: ¿por dónde empezar? Lotman, que recupera
también ideas del formalismo, parece indicarnos un camino: por el texto. ¿Es que hay
otras alternativas? Desde ya que sí, pero a esta altura de la historia literaria es difícil volver
a ellas, al menos para comenzar. Si viviéramos en el siglo XIX encararíamos la poesía como
emanación del genio, nos dedicaríamos a estudiar la biografía del autor sin considerar sus
diferencias con el yo poético, revisaríamos la influencia de otros autores sobre el poeta, el
medio social y cultural de su formación, sus rasgos psicológicos, su época. Todavía
recuerdo que algún viejo profesor, en mi época de estudiante de bachillerato, comenzaba
los análisis literarios de esta manera, y ya entonces me llamaba la atención el abismo que
existía entre algunas vidas de escritores y sus obras literarias. Heidegger, a quien citamos
profusamente en la conferencia anterior, también opina en El origen de la obra de arte
que “la obra debe ser abandonada a su puro reposar en sí misma. Precisamente en el arte
grande, y aquí sólo se habla de éste, el artista queda ante la obra como algo indiferente,
casi como un conducto a la producción, que se destruye a sí mismo, una vez creada la
obra”. No deberíamos comenzar por el poeta, mucho menos por el hombre o la mujer que
hay detrás del poeta, sino por el poema. De este distanciamiento entre el artista y su obra
nos habla otro mito que me voy a permitir contar y que, además de ser pertinente, les
permitirá descansar un poco de estos conceptos un tanto áridos de teoría literaria.

En el populoso mar de los mitos que Grecia nos ha dejado —y cuya vigencia como fuente
literaria, artística y filosófica sigue siendo indiscutible—, muchos poetas y pensadores del
arte han buscado arquetipos y paradigmas que expliquen el proceso de creación, el papel
del creador y la obra creada. Cuando Rimbaud afirmaba que el poeta es el “ladrón de
fuego”, no hacía más que reflejarse en el mito de Prometeo, el titán que roba la sabiduría
de los dioses para llevársela a los hombres e iluminarles su pedestre existencia. Filoctetes,
como vimos ayer, nos habla de la necesidad del arte para ser humanidad, y también del
“artista enfermo”, del “poeta maldito”, rechazado y a veces hasta “suicidado” por la
sociedad. Más clara referencia al problema de la creación artística tiene el mito de
Pigmalión, que ha nutrido igualmente al arte que a la psicología. Sus elementos básicos
son los siguientes: Pigmalión era un rey de Chipre, enamorado de una estatua de marfil
que representaba a una mujer y que él mismo había esculpido. Evidentemente, el rey
artista era consciente de que su amor salía de lo común, y quizás temiera caer en la
extralimitación, la hybris. Tal vez por esto, rogó a Afrodita que le concediera una esposa
que se pareciera a la estatua. Aparentemente Afrodita fue pródiga con Pigmalión, porque
convirtió en mujer a la propia escultura. Cuando el rey volvió a su casa, se encontró con
que la obra de arte estaba viva. A partir de allí el relato pierde interés: Pigmalión se casó
con esta mujer, dando origen a un linaje de la isla de Chipre. No se tiene noticia de que
hubiera vuelto a esculpir. La estatua, que pudo ser eterna, habrá envejecido y muerto
como toda mujer.

A simple vista, este mito podría tener como finalidad el mostrar una intervención
prodigiosa de Afrodita, que como diosa del amor es capaz de otorgar sus favores aun
cuando el objeto amoroso sea extravagante. Pero los mitos suelen tener varias
interpretaciones: es probable que los antiguos quisieran sugerirnos algo sobre la relación
del artista con su obra. Por ejemplo, que el artista crea a partir de un acto de amor. De allí
que se utilicen con frecuencia expresiones figuradas como “engendrar”, “concebir”,
“gestar” o “parir”: un poema, un cuadro, una pieza musical. Pero la obra, hija del artista,
se convierte a la vez en su objeto de amor. Es lo que le sucede a Pigmalión, y sobre lo que
evidentemente recae una censura social. Un amor de este tipo, artista / obra, parecería
tener características incestuosas. El artista no debe enamorarse de su obra. Cuando ello
sucede, sobreviene la sanción. La resolución de que se convierta a la estatua en una mujer
sería un acto reparador de la diosa a efectos de permitir a Pigmalión un amor natural, aun
cuando de esta forma, su obra, y por lo tanto también su artífice, se esfuman.

¿Cuál es la relación natural que parecería esperarse del artista con su obra y de la
que Pigmalión sería un paradigma negativo? Una relación de desprendimiento, de mirada
objetiva. La obra de arte “enamora” a quienes no la concibieron. Y ante esta relación de la
obra con los otros, el artista no puede experimentar más que la satisfacción que se siente
al ver que los hijos son amados. La obra ya no le pertenece, en el sentido de posesión
amorosa, al artista: ya está fuera de él, la reclaman los otros. Desde el momento mismo de
la concepción el artista sabe que está creando algo que no le pertenecerá. Su premio no
será, como en el mito, la posesión amorosa, sino, en términos de Pierre Bourdieu, la
adquisición de un “capital simbólico” formado por el prestigio y el reconocimiento.

Ya nos ocupamos con creces de separar al poeta del poema y de responder “por el
poema” a la pregunta “¿por dónde empezar?”. Pero ¿cómo acceder al poema siendo un
sistema tan complejo, semánticamente saturado, lleno de mensajes más ricos que
cualquier otra forma de lenguaje? Tal vez sea el momento de recurrir a la lingüística, como
hicieron los formalistas al intentar sistematizar científicamente los estudios literarios.
Dámaso Alonso, que sigue la línea de los estudios estilísticos del austríaco Leo Spitzer,
habla de un “signo poético” concebido a imagen y semejanza del “signo lingüístico” de
Ferdinand de Saussure, articulado también en un significante, una sucesión temporal de
sonidos, y un significado, que para Dámaso Alonso es un contenido espiritual. Con este
punto de partida, podemos hablar de dos niveles de análisis con capacidad transitiva cada
uno hacia el otro: un nivel de análisis de la expresión, o de los elementos materiales del
poema, o del significante, y un nivel de análisis de lo transmitido, del contenido espiritual
o de los significados. Ambos pueden dividirse a su vez en distintos subniveles:
architextualidad, esquema rítmico, composición sintáctica, elementos fónicos, elementos
léxicos, recursos de desviación de la norma lingüística, otras relaciones transtextuales,
motivos, tópicos, metáforas obsesivas, mitos personales. Por lo general, cuando se analiza
un poema, uno pretende encontrarse con todo lo que la teoría literaria dice que se puede
encontrar, como si un poema fuera una especie de tienda de buhonero. Los poemas de
Juan Ramón Jiménez o los de Rubén Darío pueden funcionar así, pero no es lo común en la
poesía contemporánea. Porque hay que tener en cuenta, como señala Lotman, que
incluso la ausencia de ciertos recursos puede producir un significado. Si los códigos o
claves que generó un poema llevan a esperar una rima o una alteración sintáctica o una
figura retórica y ello no ocurre, este “recurso de signo negativo” puede constituir una
unidad de significado tan efectiva como los que se omitieron. Para entender mejor este
punto de partida voy a compartir y analizar dos poemas de mi propia producción, ambos
pertenecientes a mi libro Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama:

El milagro

Contaba mi padre que mi abuelo tenía

un ojo que siempre le lloraba, producto

de un golpe que le dio —brutal— mi bisabuelo.

Tendría entre ocho y diez años entonces

y con esa marca vivió hasta los setenta.

Nunca supe qué falta nimia le acarreó

un castigo tan dilatado en la distancia

y el recuerdo: ese ojo lisiado que no obstante

no logró hacerlo cruel ni resentido.

Cuando hoy mi vista llora de cansancio

—como esta mañana que tanto se parece

a aquellas en que escuchaba de niño

la historia de mi abuelo— pienso en el milagro

de mi padre que no sufrió la misma suerte,

de mis ojos sanos y de los ojos

más sanos aún de mi hijo; en el milagro

de que esa infancia dolorosa de mi abuelo


se haya quedado allá en su isla, y solamente

trajera aquí sin odio un ojo humedecido

que hoy bien podría estar llorando por piedad.

En una lectura inicial de este texto seguramente salta a primer plano su mensaje, y
es evidente que el propósito poético es que así sea. Sin embargo, ese mensaje más bien
llano, confidencial y de trama narrativa, descansa sobre una estricta composición rítmica.
Se trata de versos tridecasílabos, sin cesura, de uso muy poco frecuente en la lírica
castellana. De tanto en tanto aparece algún verso endecasílabo. El uso de un metro poco
frecuente, a veces quebrado, otras veces roto el sistema por la superposición de otro, el
sistema sintáctico, con ausencia de rimas, crea la ilusión de que esta poesía es prosa y que
el discurso poético es un discurso narrativo. Deliberadamente aparecen tres palabras que
hacen referencia a ello: contaba, escuchaba e historia. Sin embargo, hay que diferenciar el
discurso narrativo del hecho de utilizar la narración como recurso poético. El automatismo
está apenas vulnerado por la disposición sintáctica del discurso y la inclusión de unos
pocos adjetivos: falta nimia, ojo lisiado. En el análisis del significante, lo que se destaca es
el recurso de signo negativo. La mayor trabazón de la estructura del poema está en el
nivel semántico, en el que forman una red los lazos parenterales: un yo central del que se
desprende mi padre —dos veces—, mi abuelo —tres veces—, mi bisabuelo, mi hijo. Esa
línea genealógica se corresponde a otras marcas de tiempo: un ayer remoto —el de la
infancia de mi abuelo—, el de la infancia de mi padre, el de mi propia infancia en la que
escuchaba esa historia y el de un hoy que presentiza el ayer: “Cuando hoy mi vista llora de
cansancio / —como esta mañana que tanto se parece / a aquellas en que escuchaba de
niño / la historia de mi abuelo—“.

En el plano de los significados, el texto refiere a la ruptura de una herencia, la de la


crueldad y el resentimiento, y a un crecimiento en humanidad. En términos de Roland
Barthes, qué es lo que lleva de una situación de indigencia inicial, el golpe brutal, la herida,
la isla —palabra fuertemente connotada—, las lágrimas, a una situación final totalmente
distinta. Todo se condensa en el símbolo del ojo: el ojo que siempre lloraba, los ojos que
lloran de cansancio, los ojos sanos, los ojos más sanos aún: progreso en humanidad.
Desde ya que hay en el poema un yo poético, que no es el poeta ni la persona que
subyace al poeta, aunque entre los tres existan vasos comunicantes. Ese yo no soy yo, ni
mi padre o mi abuelo son mi padre ni mi abuelo, al menos dentro del sistema del poema.
El yo poético está desplazado a un segundo nivel para que la figura central sea la del
abuelo, cuya existencia no se ha extinguido, cuyo ojo ha trascendido a otra realidad y aún
hoy llora, pero no ya por la lesión recibida de niño, sino como reclamo de piedad, de ese
culto a la memoria que en el mundo indoeuropeo los muertos reclaman de los que les
sobrevivimos.

Todo lo dicho no es más que una parte de un análisis que no queremos hacer
abrumador. Si bien yo soy el autor de este poema, conocer mi biografía no agregaría
absolutamente nada al análisis. Podría decirles que la historia que da origen al poema es
estrictamente verdadera, pero daría lo mismo que fuera absolutamente falsa. El poema
crea su propia verdad, y quien lo escucha no se hace estas preguntas, lo asume como
verdadero, se identifica con su significado y con la forma en que está dicho y revive una
emoción, pues casi todos tenemos antepasados que ya no están y algún hijo que nos
sigue. Pasemos al segundo texto:

Los maestros

Ocho horas diarias de estudio: era el tiempo

que me recomendaban los maestros, en mis años

de estudiante de griego y latín. Cuántas

mañanas, cuántas noches, cuántas tardes

de sol o de lluvia sobre Píndaro y Virgilio...

Tanta seca gramática para escribir

estas tres palabras, maestros, algunos versos

medianamente venturosos... Qué tristes meses

aguardando un examen, repitiendo

aoristos y declinaciones... Pero también,

qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos

de libros que hoy no tengo obligación de leer...

—Si hoy ya no existe el profesor de griego

al que tanto quería, el de latín


que me aterrorizaba, si ambos son

hierba y sonido, igual que lenguas muertas...

Yo soy también vosotros, maestros: soy el hijo

que aprendió a vuestro lado la nostalgia

de la luz antigua, pero no a morir; el hijo

que hoy en Píndaro y Virgilio os recuerda.

Este poema también tiene una estructura métrica, ahora son versos
tetradecasílabos —no alejandrinos, porque carecen de cesura— combinados con
endecasílabos, sin rima. El propósito de este soporte es, como en el caso anterior, utilizar
una base rítmica poco reconocible y que acerque el discurso lírico a lo narrativo. El
ensamblaje del significante reposa aquí sobre la repetición de pronombres enfáticos —
cuántas, qué—, la doble invocación a los maestros y un sistema de oposiciones: griego /
latín, estudiante / maestros, sol / lluvia, Píndaro / Virgilio, aoristos / declinaciones,
quería / aterrorizaba, luz / morir. También en este caso la intención es lograr la máxima
expresividad con el mínimo de recursos, pero ya no hay un predominio tan grande del
signo negativo como en el anterior. Son evidentes algunas desautomatizaciones, como el
uso de una metonimia —la de remplazar la obra por el autor— y de una metáfora impura
o imagen combinada con una comparación: “si ambos son / hierba y sonido, igual que
lenguas muertas”.

El análisis léxico de este poema me va a permitir decir un par de palabras sobre el


tan discutido tema de la “lengua poética”. La lengua del poema es un sistema propio,
proferida a través de un yo poético creado por el poeta, y que puede tener puntos de
coincidencia o no con la lengua de la persona que está detrás del poeta. En el texto
aparecen las formas del pronombre de segunda persona del plural que se usan en España,
pero no en Argentina ni en el resto de América. Esto sucede porque la lengua poética es
siempre artificial, aunque parezca coloquial. Cito a Viktor Shklovski en su trabajo El arte
como artificio: “Al examinar la lengua poética, tanto en sus constituyentes fonéticos y
lexicales como en la disposición de las palabras y de las construcciones semánticas
constituidas por ellas, percibimos que el carácter estético se revela siempre por los
mismos signos. Está creado conscientemente para liberar la percepción del automatismo.
Su visión representa la finalidad del creador y está construida de manera artificial para
que la percepción se detenga en ella y llegue al máximo de su fuerza y duración. El objeto
no es percibido como una parte del espacio, sino, por así decirlo, en su continuidad. La
lengua poética satisface estas condiciones. Según Aristóteles, la lengua poética debe tener
un carácter extraño, sorprendente. De hecho, suele ser una lengua extranjera”.
Recordemos, en este sentido, que los primeros poetas castellanos escribieron en gallego,
y los franceses en provenzal. Podría argumentarse que no es el caso de la poesía actual.
Un ejemplo local de artificio lingüístico lo muestra la poesía de Giovanni Quessep. Incluso
mi anterior poema, “El milagro”, que pretende imitar la lengua coloquial, lo hace en una
lengua artificial.

Volvemos a “Los maestros”. La emoción, el contenido espiritual, diría Dámaso


Alonso, que el poema intenta transmitir, es emanación de la nostalgia. Como en el poema
anterior hay aquí un pasado doloroso, aunque de otra índole, la fatiga de los estudios
clásicos: ocho horas diarias, mañanas, tardes, noches, tristes meses, exámenes, libros
leídos no por placer sino por obligación, seca gramática. Y por contraste, un residuo en
apariencia pobre en el presente: tres palabras, algunos versos medianamente venturosos,
la belleza de la luz antigua que, no obstante, no enseña a morir. Con el tiempo —hay trece
palabras en un poema tan breve que hacen referencia al tiempo— el estudiante se ha
vuelto maestro, no cualquier tipo de maestro sino a imagen y semejanza de quienes
fueron sus maestros, alguien capaz de amar y de aterrorizar, alguien que, como ellos,
estará destinado a ser también hierba y sonido, igual que las lenguas muertas. Tampoco
importa acá si el yo poético, ahora en primer plano, tiene vasos comunicantes con el
poeta y con el hombre. Pero sí hay que remarcar el hecho de que el poema habla de una
iniciación, no sólo en los estudios clásicos, sino en el arte, en la poesía, que esa disciplina
de las lenguas muertas también ha tenido por fin escribir “algunos versos medianamente
venturosos”. En cuanto a la recepción, el poema posee marcas que apuntan a un lector
con determinadas competencias culturales, a diferencia del que vimos en primer término.

El haber elegido dos poemas propios para explicar dónde empezar me ha


permitido moverme con cierta soltura entre los meandros de los textos, pero también he
querido mostrar que esos poemas son una realidad independiente de mi persona.
Entonces, ¿todo está dado en el poema? ¿La poesía se limita a un objeto, a un mensaje sin
sujeto ni destinatario? Desde ya que no. En el afán por desterrar los estériles análisis
biográficos y psicologistas, algunas corrientes han terminado por olvidar que la poesía es
una actividad necesariamente humana, que detrás del yo poético hay un poeta y detrás
del poeta un hombre o una mujer, y que otro tanto sucede con el auditorio o con los
lectores de poesía. Pero estas marcas personales de autor o lector deben ser objeto de un
análisis a posteriori, y ello siempre que fuera necesario, como veíamos que sí lo era en el
poema de Antonio Machado y no en los míos. Es lo que en el método psicocrítico se llama
“la contraprueba”. En términos estructuralistas, el estudio de la poesía, no para
viviseccionarla, sino para apropiárnosla, para revivir su momento auroral y acaso para que
decante en una escritura, este estudio, decimos, debe ser sincrónico, y recién en un
segundo momento podremos insertar el poema en una diacronía. Creemos, con bastante
certidumbre, que cualquier intento por enseñar a leer o escribir poesía debe partir del
desmontaje del poema como artefacto. En una segunda fase podrán verse las marcas
personales, si es que el análisis exige extenderse hacia allí. ¿Y qué más? Lo que resta ya no
incumbe a la ciencia literaria, sino a la sociología, la filosofía, la religión, la historia. Son las
múltiples relaciones que el poema establece por fuera de su textualidad. Porque como
dice Roland Barthes: donde termina el texto, comienza el mundo.

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