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Cuando era profesor de literatura en el nivel medio solía preguntar a mis alumnos, en los
primeros días de clase, qué textos literarios habían leído en los años anteriores con mis colegas.
Siempre me sorprendió que esos jóvenes no hubieran visto en todos sus cursos de bachillerato
más que uno o dos poemas. Siempre me pregunté por qué otros profesores eran tan refractarios a
enseñar poesía, no sólo como práctica de lectura sino también de escritura. Trataremos de
encontrar una respuesta en el próximo encuentro, pero para este de hoy podemos adelantar un
interrogante: ¿es que no se enseña a leer, interpretar y escribir poesía porque no se sabe por
dónde empezar? El problema, ¿es encontrar la punta del ovillo de Ariadna? Ya en la charla anterior
descubrimos que la importancia de la poesía tiene firmes cimientos en principios antropológicos,
ontológicos y estéticos. Pero aun reconociendo todo ello surge el problema de cómo iniciar el
abordaje de un texto poético. En muchos casos, esta es una barrera infranqueable incluso para
gran cantidad de graduados en Letras.
En el populoso mar de los mitos que Grecia nos ha dejado —y cuya vigencia como fuente
literaria, artística y filosófica sigue siendo indiscutible—, muchos poetas y pensadores del
arte han buscado arquetipos y paradigmas que expliquen el proceso de creación, el papel
del creador y la obra creada. Cuando Rimbaud afirmaba que el poeta es el “ladrón de
fuego”, no hacía más que reflejarse en el mito de Prometeo, el titán que roba la sabiduría
de los dioses para llevársela a los hombres e iluminarles su pedestre existencia. Filoctetes,
como vimos ayer, nos habla de la necesidad del arte para ser humanidad, y también del
“artista enfermo”, del “poeta maldito”, rechazado y a veces hasta “suicidado” por la
sociedad. Más clara referencia al problema de la creación artística tiene el mito de
Pigmalión, que ha nutrido igualmente al arte que a la psicología. Sus elementos básicos
son los siguientes: Pigmalión era un rey de Chipre, enamorado de una estatua de marfil
que representaba a una mujer y que él mismo había esculpido. Evidentemente, el rey
artista era consciente de que su amor salía de lo común, y quizás temiera caer en la
extralimitación, la hybris. Tal vez por esto, rogó a Afrodita que le concediera una esposa
que se pareciera a la estatua. Aparentemente Afrodita fue pródiga con Pigmalión, porque
convirtió en mujer a la propia escultura. Cuando el rey volvió a su casa, se encontró con
que la obra de arte estaba viva. A partir de allí el relato pierde interés: Pigmalión se casó
con esta mujer, dando origen a un linaje de la isla de Chipre. No se tiene noticia de que
hubiera vuelto a esculpir. La estatua, que pudo ser eterna, habrá envejecido y muerto
como toda mujer.
A simple vista, este mito podría tener como finalidad el mostrar una intervención
prodigiosa de Afrodita, que como diosa del amor es capaz de otorgar sus favores aun
cuando el objeto amoroso sea extravagante. Pero los mitos suelen tener varias
interpretaciones: es probable que los antiguos quisieran sugerirnos algo sobre la relación
del artista con su obra. Por ejemplo, que el artista crea a partir de un acto de amor. De allí
que se utilicen con frecuencia expresiones figuradas como “engendrar”, “concebir”,
“gestar” o “parir”: un poema, un cuadro, una pieza musical. Pero la obra, hija del artista,
se convierte a la vez en su objeto de amor. Es lo que le sucede a Pigmalión, y sobre lo que
evidentemente recae una censura social. Un amor de este tipo, artista / obra, parecería
tener características incestuosas. El artista no debe enamorarse de su obra. Cuando ello
sucede, sobreviene la sanción. La resolución de que se convierta a la estatua en una mujer
sería un acto reparador de la diosa a efectos de permitir a Pigmalión un amor natural, aun
cuando de esta forma, su obra, y por lo tanto también su artífice, se esfuman.
¿Cuál es la relación natural que parecería esperarse del artista con su obra y de la
que Pigmalión sería un paradigma negativo? Una relación de desprendimiento, de mirada
objetiva. La obra de arte “enamora” a quienes no la concibieron. Y ante esta relación de la
obra con los otros, el artista no puede experimentar más que la satisfacción que se siente
al ver que los hijos son amados. La obra ya no le pertenece, en el sentido de posesión
amorosa, al artista: ya está fuera de él, la reclaman los otros. Desde el momento mismo de
la concepción el artista sabe que está creando algo que no le pertenecerá. Su premio no
será, como en el mito, la posesión amorosa, sino, en términos de Pierre Bourdieu, la
adquisición de un “capital simbólico” formado por el prestigio y el reconocimiento.
Ya nos ocupamos con creces de separar al poeta del poema y de responder “por el
poema” a la pregunta “¿por dónde empezar?”. Pero ¿cómo acceder al poema siendo un
sistema tan complejo, semánticamente saturado, lleno de mensajes más ricos que
cualquier otra forma de lenguaje? Tal vez sea el momento de recurrir a la lingüística, como
hicieron los formalistas al intentar sistematizar científicamente los estudios literarios.
Dámaso Alonso, que sigue la línea de los estudios estilísticos del austríaco Leo Spitzer,
habla de un “signo poético” concebido a imagen y semejanza del “signo lingüístico” de
Ferdinand de Saussure, articulado también en un significante, una sucesión temporal de
sonidos, y un significado, que para Dámaso Alonso es un contenido espiritual. Con este
punto de partida, podemos hablar de dos niveles de análisis con capacidad transitiva cada
uno hacia el otro: un nivel de análisis de la expresión, o de los elementos materiales del
poema, o del significante, y un nivel de análisis de lo transmitido, del contenido espiritual
o de los significados. Ambos pueden dividirse a su vez en distintos subniveles:
architextualidad, esquema rítmico, composición sintáctica, elementos fónicos, elementos
léxicos, recursos de desviación de la norma lingüística, otras relaciones transtextuales,
motivos, tópicos, metáforas obsesivas, mitos personales. Por lo general, cuando se analiza
un poema, uno pretende encontrarse con todo lo que la teoría literaria dice que se puede
encontrar, como si un poema fuera una especie de tienda de buhonero. Los poemas de
Juan Ramón Jiménez o los de Rubén Darío pueden funcionar así, pero no es lo común en la
poesía contemporánea. Porque hay que tener en cuenta, como señala Lotman, que
incluso la ausencia de ciertos recursos puede producir un significado. Si los códigos o
claves que generó un poema llevan a esperar una rima o una alteración sintáctica o una
figura retórica y ello no ocurre, este “recurso de signo negativo” puede constituir una
unidad de significado tan efectiva como los que se omitieron. Para entender mejor este
punto de partida voy a compartir y analizar dos poemas de mi propia producción, ambos
pertenecientes a mi libro Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama:
El milagro
En una lectura inicial de este texto seguramente salta a primer plano su mensaje, y
es evidente que el propósito poético es que así sea. Sin embargo, ese mensaje más bien
llano, confidencial y de trama narrativa, descansa sobre una estricta composición rítmica.
Se trata de versos tridecasílabos, sin cesura, de uso muy poco frecuente en la lírica
castellana. De tanto en tanto aparece algún verso endecasílabo. El uso de un metro poco
frecuente, a veces quebrado, otras veces roto el sistema por la superposición de otro, el
sistema sintáctico, con ausencia de rimas, crea la ilusión de que esta poesía es prosa y que
el discurso poético es un discurso narrativo. Deliberadamente aparecen tres palabras que
hacen referencia a ello: contaba, escuchaba e historia. Sin embargo, hay que diferenciar el
discurso narrativo del hecho de utilizar la narración como recurso poético. El automatismo
está apenas vulnerado por la disposición sintáctica del discurso y la inclusión de unos
pocos adjetivos: falta nimia, ojo lisiado. En el análisis del significante, lo que se destaca es
el recurso de signo negativo. La mayor trabazón de la estructura del poema está en el
nivel semántico, en el que forman una red los lazos parenterales: un yo central del que se
desprende mi padre —dos veces—, mi abuelo —tres veces—, mi bisabuelo, mi hijo. Esa
línea genealógica se corresponde a otras marcas de tiempo: un ayer remoto —el de la
infancia de mi abuelo—, el de la infancia de mi padre, el de mi propia infancia en la que
escuchaba esa historia y el de un hoy que presentiza el ayer: “Cuando hoy mi vista llora de
cansancio / —como esta mañana que tanto se parece / a aquellas en que escuchaba de
niño / la historia de mi abuelo—“.
Todo lo dicho no es más que una parte de un análisis que no queremos hacer
abrumador. Si bien yo soy el autor de este poema, conocer mi biografía no agregaría
absolutamente nada al análisis. Podría decirles que la historia que da origen al poema es
estrictamente verdadera, pero daría lo mismo que fuera absolutamente falsa. El poema
crea su propia verdad, y quien lo escucha no se hace estas preguntas, lo asume como
verdadero, se identifica con su significado y con la forma en que está dicho y revive una
emoción, pues casi todos tenemos antepasados que ya no están y algún hijo que nos
sigue. Pasemos al segundo texto:
Los maestros
Este poema también tiene una estructura métrica, ahora son versos
tetradecasílabos —no alejandrinos, porque carecen de cesura— combinados con
endecasílabos, sin rima. El propósito de este soporte es, como en el caso anterior, utilizar
una base rítmica poco reconocible y que acerque el discurso lírico a lo narrativo. El
ensamblaje del significante reposa aquí sobre la repetición de pronombres enfáticos —
cuántas, qué—, la doble invocación a los maestros y un sistema de oposiciones: griego /
latín, estudiante / maestros, sol / lluvia, Píndaro / Virgilio, aoristos / declinaciones,
quería / aterrorizaba, luz / morir. También en este caso la intención es lograr la máxima
expresividad con el mínimo de recursos, pero ya no hay un predominio tan grande del
signo negativo como en el anterior. Son evidentes algunas desautomatizaciones, como el
uso de una metonimia —la de remplazar la obra por el autor— y de una metáfora impura
o imagen combinada con una comparación: “si ambos son / hierba y sonido, igual que
lenguas muertas”.
Bibliografía
ALONSO, D.: Poesía española: Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, Gredos,
1971.
DAY LEWIS, C.: The poetic image. Londres, Jonathan Cape, 1947.
EICHENBAUM, B.: “La teoría del método formal” (en: TODOROV, T.: Teoría de la literatura
de los formalistas rusos. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008).
LOTMAN, Y.: Analisys of the Poetic Text. Ann Arbor, Ardis, 1976.
SHKLOVSKI, V.: “El arte como artificio” (en: TODOROV, T.: Teoría de la literatura de los
formalistas rusos. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008).