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al teatro, transformados ahora en playas de estacionamiento. Ella, la familia argen- chico que toca el acordeón aprieta la botonera y abre el fuelle, que emite un sonido lasti-
tina de clase media, no se privará de ese placer, a pesar de la crisis. Aunque no mero, una súplica inútil.
compre nada.
Secuencias
Aquí no ha pasado nada
1. El burgués quiere vivir en paz, quiere comer tranquilo. Pero la realidad es inoportuna.
Un chico que trabajaba en el supermercado se ha quitado la vida. Lo habían despedido. De pronto, en la pantalla del televisor ve a un hombre en llamas: “¿Será un efecto espe-
Quiso que le explicaran por qué, pero nadie respondió. Confundido, humillado, tomo el cial?”, se pregunta sin dejar de comer.
micrófono del establecimiento y en voz alta reclamó que lo atendieran. Era un día como 2. La voz del locutor informa que el hombre que se prendió fuego como un bonzo vivía
todos, con gente entre las góndolas, un día de rutina que él alteraba con su atrevimiento. en Neuquén y se llamaba Rubén Arias. “No lo conozco, no está en mi agenda”, dice el
El chico pedía una explicación a su superior y quizá se la pedía a la sociedad, al mundo. hombre que quiere vivir en paz, mientras sigue comiendo.
Después, desenfundó un arma y se pegó un balazo. Un jefe ordenó que se continuara 3. La cámara se acerca al hombre que se inmoló frente a la policía. Lo iban a desalojar (a
trabajando. El chico, muerto, permanecía aún en uno de los pasillos “¡Sáquenlo de aquí!”, él y a su familia) y entonces, el hombre se prendió fuego y ardió ante los ojos impúdicos
dijo el jefe y ordenó subir el volumen de la música del supermercado. de la televisión.
Hay días en que uno se pregunta si ser sólo un espectador no es ser un cómplice. -¿Quién dijo que era? – pregunta el hombre que mira el televisor.
- Un desocupado… - informa su mujer.
4. La movilera se acerca a la chica que llora junto al cuerpo del hombre que acaba de
Mendigos inmolarse.
Le pregunta, melodramática:
Mientras camino, veo a los viejos mendigando en las calles, en las puertas de las iglesias, -¿vos vistes cómo se quemaba tu papá?
durmiendo en las entradas de los negocios, en los bancos de las plazas, en los pasillos -¿Qué dice la chica?- pregunta el hombre que come mientras mira el televisor.
de los subterráneos. Son mis contemporáneos. Muchas veces temo encontrar la cara de - No sé, parece que está llorando -le responde su mujer.
un amigo; otra como en un cuento fantástico, temo descubrir que yo mismo estoy allí. La 5. El hombre que quiere vivir en paz, que quiere comer tranquilo, cambia de canal y opina,
escritora María Rosa Oliver contaba que a comienzo del siglo XX, las familias “paquetas” sentencioso:
tenían días especiales para la limosna y la atención a los méndigos, como también un ri- - No tendrían que pasar esas noticias a la hora de comer; arruinan la digestión.
guroso calendario para asistir a la Sociedad de Beneficencia, dónde se realizaba el reparto - Te traigo las pastillas – dice su mujer.
de ropa y de víveres para los menesterosos. María Rosa creía recordar que ya entonces,
siendo niña, sintió vergüenza de sus propios privilegios y la precoz necesidad de cambiar
la sociedad en la que vivía. El piquetero
Hay algo obsceno en la mendicidad organizada de este nuevo siglo, en el que se utilizan
chicos como “carnada” de la limosna. Los que mejor se cotizan son los bebés. Se alquilan Sombra inquietante de la crisis, emerge detrás del humo de los neumáticos quemados,
a las “madres postizas” que salen con ellos a mendigar. Para que no lloren, para que no en medio de un puente, en mitad de la ruta. Es uno y muchos; es el hombre y la mujer
estén inquietos, se los adormece con calmantes, se los droga. anónimos que surgieron de la desazón, del hambre y de la bronca. Están allí, alerta, como
Hay “madamas” en el nuevo negocio de la mendicidad: no regentean prostitutas sino augures y pitonisas de la tragedia de un pueblo. Son lo que son: las circunstancia de un
chicos y chicas que por ahora mendigan pero que quizá más tarde ingresen en el merca- despido, de un desalojo, de las promesas incumplidas, de las humillaciones de mendi-
do de la prostitución infantil. gar, de la falta de trabajo, salud, educación para sus hijos.
- ¿Qué quiere que haga? ¡Yo no hice este mundo!- dice, fatalista, la “madama” de los El piquetero tuvo profesiones, oficios, empleo, ocupaciones de la vida útil. Después
mendigos. deambuló en busca de una changa, de cualquier trabajo efímero. Se fue cansando poco
En la calle, un chico a quien trajeron de Rumania (hay un centenar de ellos) toca el acor- a poco, acumulando bronca. No era nada y nadie en la sociedad. Molestia, en todo caso.
deón mientras pide limosna. Vaya a saber con qué cuento lo trajeron a él y a sus padres Le ofrecieron planes de trabajo, paquetes de comidas, paliativos para la pobreza. Pero, al
a la Argentina. Un paseante arroja una moneda y alivia su culpa. Otro, pasa de largo. El fin se olvidaron de las promesas y de él, que de todos modos era un nadie.
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No está solo. Junto a él aparece la piquetera, con un jarro de mate cocido y un trozo de pero los otros la insultan. Marcelina Meneses tiene miedo, “Muy mucho, señor”, le dice
pan. Un chico corre al costado de la ruta, bajo la mirada vigilante de la piquetera. Es la al guarda del tren, que llega en medio de la batahola. “¡Otra vez los bolivianos haciendo
sagrada familia de la crisis. Ocultos en la niebla y más tarde en medio de la tormenta, quilombo!... Yo me voy”, dice el guarda y abandona el vagón.
llegan los represores. Se oyen los estampidos. El hombre se agiganta entre relámpagos e Marcelina sabe que la estación está cerca y eso la tranquiliza un poco. Ella quiere llegar
insultos. Toma una piedra. La mujer agarra su hijo y lo protege con su cuerpo. hasta la puerta del vagón, no quiere molestar a nadie, Dios mío. Tenía razón el cura cuan-
“¿Dónde está Dios?”, pregunta una anciana a quien alcanzó un proyectil de goma. Está do hablaba del infierno. Sólo faltan unos pasos para llegar hasta la puerta. Unos pasos
de rodillas y reza su incertidumbre. “Eva -murmura-, Evita”, como si la abanderada de los nomás. Una puerta y la luz del día. Una puerta para llegar a la estación. “Falta poco, ya
humildes pudiera oírla desde el cielo. falta poco”, piensa la mujer.
Según el Diccionario de la Lengua Española, un piquete, en su quinta acepción, es un El tren llega al curvón; puede verlo, puede ver la estación muy cerca. Entonces la puerta
“pequeño grupo de personas que exhibe pancartas con lemas, consignas políticas, pe- se abre.
ticiones, etc., en algunos países de América”. Y en su sexta acepción: “grupo de perso- -¿Qué hiciste? ¡La empujaste, hijo de puta!- grita el único hombre que defendía a la boli-
nas que pacífica o violentamente, intenta imponer o mantener una consigna de huelga”. viana.
Quien integra un piquete sabe que se arriesga a ser un blanco móvil para los represores Los cuerpos de la madre y su hijo quedaron junto a las vías.
y un objeto menos preciado en el discurso oficial. Su no estar en un trabajo, ocupación Dicen que al llegar a la estación Avellaneda, la gente que iba en aquel vagón, bajó como
social, residencia fija lo hace sospechoso. Ahora es sólo una sombra, una amenaza fan- si nada hubiese ocurrido.
tasmal, una mancha sobre las prolijas estadísticas de los bien pensantes. Si no es posible Puede parecer un cuento, pero no lo es. El hecho ocurrió el miércoles 10 de enero de 2001,
borrarlo por las buenas, ellos no dudarán eliminarlo por las malas. El piquetero lo sabe. a las 9 de la mañana, aunque recién se supo el 22 de mayo. La mujer llevaba a su hijo al
Por eso pelea, defendiendo su identidad en las rutas de una Argentina en crisis. Él sabe hospital Fiorito.
que tiene el derecho a tirar la primera piedra.
La vieron subir al tren con varias bolsas en su brazo y un chico en el otro. El tren arrancó
y ella comenzó a balancearse en el pasillo, entre los asientos, igual que cuando llegó de
Bolivia cinco años atrás; ella, Marcelina Meneses, de treinta años, repositora de un super-
mercado, casada con un albañil Froilán Torres, un año mayor que ella boliviano también
padre de sus hijos: uno de tres años y otro (el que lleva en los brazos) de apenas veinte
meses: Alejandro Josua Torres, que tiene una piel muy suave, el pelo negro, los ojos gran-
des, como los de Froilán, esos ojos que la encandilaron cuando estaban allá.
Corre el tren y ella trata de mantener el equilibrio, con las bolsas en un brazo y el hijo en
el otro. Que no llore ahora. Que se mantenga quietecito –piensa ella-, que no moleste a
la gente. Nadie le da el asiento. Nadie parece verla en ese vagón. Mejor, mejor así. Ella no
quiere molestar a nadie. No le gusta que la miren mal, que le digan cosas. Ella no tiene la
culpa si el tren corre más rápido, más rápido, más rápido que antes y roza a un pasajero
con una de las bolsas. “Disculpe”, alcanza a murmurar. Pero el hombre está enojado.
“¡Boliviana de mierda! ¡Mirá por dónde caminás, carajo!”. “Disculpe”, responde ella otra
vez y esa palabra se pierde entre los insultos del hombre, que busca la complicidad de los
otros pasajeros. “¡Éstos vienen a robar, a joder la paciencia!”, grita y encuentra la aproba-
ción de una mujer y de un viejo y de un joven con la cabeza rapada que dice que hay que
matarlos a todos, mientras la mujer aprieta a su chico contra el pecho, porque tiene mie-
do, mucho miedo, en ese tren que corre cada vez más rápido. Alguien trata de defenderla,
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