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Octavio Paz
Introducción
Antes de ingresar a la médula de esta clase, a un atisbo acerca de los orígenes de la palabra poética y la
música de la poesía, conviene revisar, quizá podría decir enjuiciar la idea que tenemos hoy de la naturaleza
de la poesía y su utilidad. ¿Qué es la poesía, para qué sirve?
Para hablar de poesía y del fenómeno poético quizá convenga establecer una red de diferenciaciones
semánticas que permita su mejor abordaje. Percibo que en general suele existir confusión con los siguientes
términos: la poesía, el poema y lo poético. Confusión acaso alimentada por los afanes y extravíos de la
industria editorial, que tiende a prestigiar validar como poesía obras de factura discutible. Aunque sabemos
que no se trata de un fenómeno reciente. Ya hace cuarenta años Roger Caillois denunciaba:
Se presentan como poemas tantas obras en las que es difícil encontrar otra cosa que los fraudes más
inadmisibles, tanto sentimentales como artísticos o intelectuales, que es imposible que un juicio severo no
considere a la poesía como el derecho dado a cualquiera para decir cualquier cosa, sin garantía y sin
obligación de rendir cuentas. (CAILLOIS, 1993: 14)
Si bien es cierto que el fenómeno poético puede hallarse espontáneamente manifestado en expresiones
escritas cuya intención no fue el poema, hay que precisar lo siguiente: lo poético y la poesía no son lo mismo.
Quizá debería empezar por reconocer que la poesía es un trabajo consciente que implica cuatro
características esenciales: lenguaje, ritmo, métrica e imagen. La labor de composición, sin embargo, no
significa que el poema se cumpla en su forma estética; es preciso que la forma y su fascinación estética
encaminen al lector a una revelación conmovedora. Es decir, que la experiencia poética trascienda el placer
mismo de la retórica. Dice Octavio Paz que “no toda obra construida bajo las leyes del metro contiene
poesía”. Una forma literaria determinada puede o no alcanzar el rango de poesía, pero no lo es por el hecho
de emplear una manera consagrada. Sostiene también que “cuando la poesía se da como una condensación
del azar o es una cristalización de poderes y circunstancia ajenas a la voluntad creadora del poeta, nos
enfrentamos a lo poético… que es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el
poema la poesía se aísla y revela plenamente. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro
entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, emite o suscita poesía.” (PAZ,
2003: 14).
La lógica conceptual establece leyes que garantizan la concordancia, el hilván de un discurso coherente. La
poesía late en un universo paralelo, colmado de invención y regido por la forma. Antes de componerlo, el
poeta mira el poema. Se embarca en él y recala en la razón para reabastecerse de sentido. En esos
desembarcos de lucidez boceta los mapas del poema. El poema es el organismo, la cifra básica. La parte por
la que el todo se asoma. Para ser visitada, la poesía debe avanzar en el agua de su reflejo; poesía su vehículo.
El tejido hace red, la red el cuerpo. La célula básica es sustancia poética. Dentro de sus cláusulas formales el
poema es capaz de hospedar la más subversiva lesión de la lógica. No interpreta al mundo, no lo elucida. Le
propone universos paralelos compuestos de palabras
La respuesta es simple aunque no fácil de comprender: El acontecimiento poético tiene un sentido pero no
una utilidad. La poesía es el territorio en el que se hace posible la expresión de lo íntimo dentro de los cauces
de la invocación estética. Experiencia plácida o perturbadora, la poesía nos brinda un atisbo al asombro, a la
revelación, al acto de iluminar las cosas de adentro hacia afuera. La palabra colmada de síntesis que
desentraña lo esencial. El resultado de la obsesión por lesionar el idioma que se habita. Poesía es, podría ser,
búsqueda de nuevos cauces expresivos, de la justa revaloración de la forma, de la expansión de la conciencia
en una aventura estética. Es la muesca —la huella en el mejor de los casos— con que agredimos los rigores
estables de la historia y dejamos constancia de nuestros cuestionamientos. También es el vértigo en donde
lo insondable, envuelto en una forma feliz y aterradora, crepita y nos fascina.
La obra terminada, la obra artística es una experiencia estética que espera su interlocutor; pero también es una
invocación capaz de penetrar la bóveda del alma.
Sabemos que el arte verdadero es indagación en el Enigma y que, llevada a su feliz extremo, la escritura literaria es una
conmoción que conduce al sujeto a una revaloración de las más íntimas habitaciones de su ser. En consecuencia, aquél
que se sueña o se pretende escritor verdadero no se contenta con una enunciación más o menos eficaz, correcta.
Ambiciona –y su persecución puede durar años— parir una verdad poética, una verdad estética, por medio de la
invocación que es su obra. Debe entonces, ciertamente, pulir y calibrar armoniosamente, las herramientas de su
trabajo expresivo, desarrollar la fuerza de su decir. Eso significa encarar el necesario adiestramiento, el sacrificio del
tiempo y el cumplimiento de un ritual de paso del cual ha de egresar sabiéndose escritor. Si la voluntad de escribir es
una pulsión por revelar el Misterio, hacerlo significa construir una serie de artefactos verbales, igualmente misteriosos
y fascinantes.
Vehículo de la gesta, de la epopeya, el poema registra una relación de travesía. El mito ha sobrevivido en la forma
sanguínea del poema. Toda mitología se avoca a trazar la ruta del origen, el génesis esclarecedor que nos orienta; se
avoca asimismo a instalar las lógicas de una cosmogonía necesaria, con el impulso de un soplo fantástico y los rigores
de un cuerpo de conocimientos comprobables. Esa cosmogonía será la base sobre la que habrá de edificarse la Ciencia.
Toda mitología ofrece pautas con arreglo a las cuales el comportamiento toma forma, se moldea. Determina los
galardones del héroe y las condenas del trasgresor. Fecunda las voluntades para el quehacer de su propio culto, se
asegura de la permanencia de éste por medio de la introyección de la sagrada idea de tradición. Pospone la indagación
reflexiva de frente al misterio abismal o recóndito, a favor del monolito de la fe. Toda mitología representa la idea
unificadora en torno a la cual las voluntades sociales, por naturaleza divergentes, se agregan.
El tema con que la mitología nos ofrece su versión de la historia es la confrontación perpetua del Bien y el Mal. Los
poemas Homéricos prodigan las acciones heroicas, rinden el testimonio del sacrificio. Notifican la voluntad del que
abdica de su individualidad a favor del beneficio colectivo. En ese sentido, la poesía ha sabido instalarse en la
conciencia colectiva, pertenecer a la historia y dar cuenta de ella.