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El estado actual y el futuro de la filosofía en el sistema educativo

En1931, Theodor Adorno leyó su habilitación como profesor en la Universidad de Frankfurt. Su


conferencia llevaba por título “Actualidad de la Filosofía”; sus conclusiones, tras evidenciar la crisis
de los sistemas de la modernidad, apuntaban a que la función de la filosofía debía ser la de
interpretación y disolución de enigmas, más que descubrir verdades eternas o postulados
incontrovertibles. Algunos de los más señalados oponentes del autor alemán -y a la sazón rivales
entre sí-, fueron Karl Popper o Ludwig Wittgenstein, de quienes podría decirse que polemizaron con
Adorno en cuestiones de fundamento y detalle, pero cuyos intereses gravitaban en torno a la misma
crisis de fines que ocupó la filosofía de su tiempo: en su obra, la confirmación de lo verdadero
devino en búsqueda sin término y la aclaración del sentido del mundo en constatación de lo
inefable.
Treinta años después, Hannah Arendt escribiría sobre la crisis de la educación, acaso la última tarea
de la filosofía cuyo prestigio quedaba incólume: el método socrático, la lectura y reflexión
profundas o la disputatio, parecían elementos didácticos incuestionables hasta que llegó la nueva
psicopedagogía, reivindicando la necesidad de situar al alumnado en el centro del ejercicio
educativo.
Arendt fue muy crítica con el proceso de infantilización que supuso tal giro copernicano: la
ludificación y el cuidado emocional pretendían que los niños no fuesen tratados como proyectos de
adulto. También habló de cómo la educación renunció a que el alumnado alcanzase la autonomía
para desenvolverse en el espacio público, formando trabajadores -animal laborans- que
simplemente ocuparan su tiempo entre la producción y el consumo.
En este contexto, saber hacer era más importante que saber, a secas. La preparación para un futuro
que se presentaba como abierto y enigmático, no necesitaba del conocimiento crítico de una
tradición que constituyendo las bases del presente, ayudaran a comprenderlo y transformarlo. Para
las adánicas autoridades educativas, ese proyectarse desde lo pretérito resultaba anacrónico en un
mundo cambiante, iluminado por nuevas tecnologías.
Contextualicemos: Arendt hablaba de EEUU en los cincuenta y sesenta. A pesar de que Europa
suele acabar adoptando sus premisas sociológicas, hay que reconocer que a este lado del océano
algunas previsiones no se cumplieron y otras, sin embargo, se acentuaron. Fuera como fuese, leídas
hoy son de una actualidad sorprendente, y ayudan a esclarecer el enigma de la inclusión de la
filosofía en nuestro sistema educativo.
Lo primero que cabe decir es que su estudio es anómalo en el viejo continente: suele circunscribirse
a los países del sur, con felices excepciones. Considerando que la nueva pedagogía bebe de fuentes
anglosajonas, no extraña que la mayor parte de los nuevos responsables educativos ni siquiera
contemplen su presencia en los estudios medios.
¿Debemos renunciar a una parte de nuestra idiosincrasia europea tan solo porque las pautas
atlánticas nos encandilen? Si la respuesta es no, ¿Qué función corresponde a la filosofía en nuestro
currículo?
Tal función nunca ha sido justa y claramente explicada: la filosofía ha de ser una instancia crítica
consigo misma y con el resto de saberes, alejando la tentación dogmática de asumir inconsciente e
incondicionalmente una serie de “verdades”, valores o presupuestos incluidos en el sistema de
modo “transversal”. Didácticamente, debería rememorar lo tradicionalmente pensado como
ejercicio preparatorio para postular lo impensado.
No nos confundamos: ninguna disciplina tiene el patrimonio exclusivo del manoseado “pensamiento
crítico”; no lo tienen las ciencias, sin negar su exactitud y rigor; ni la Historia, minuciosa en su
estudio de las fuentes. Tampoco la literatura o el arte, alimento de almas vivaces en cualquiera de
sus modalidades. La filosofía no es una excepción, a pesar de su carácter escrutador y
autorefutatorio.
Ninguna de ellas por sí sola, sino todas a la vez, poseen ese tan cínicamente reivindicado
“pensamiento crítico” que según las Leyes educativas debe sustentar el sistema. De la adecuada
composición de ese puzle de asignaturas debe surgir tan preciado bien.
Pero no negaré que a la filosofía se le supone esencialmente: sin acudir a una tradición milenaria de
grandes pensadores y escuelas, basta bajar a lo terrenal, ojear el currículo de la LOMLOE y
comprobar cómo el de filosofía es de los pocos -para sorpresa de descreídos o escépticos, entre los
que yo mismo me encontraba- que hace un ejercicio de autoconciencia crítica: es loable la sutileza
con que los redactores han procurado no hacer afirmaciones dogmáticas, situando en precario
equilibrio todo lo que se da por supuesto, sin llegar a sentenciar grosera y taxativamente -como se
hace en otras asignaturas-, que hay que evitar el consumo de drogas o que resulta incuestionable
alcanzar los Objetivos del Desarrollo Sostenible, por poner solo dos ejemplos.
Tales afirmaciones muestran cómo el “pensamiento crítico” puede resultar una virtud banal,
contradictoria y difusa, cuando algunos currículos se redactan al albur de premisas ideológicas.
Soy más de atribuir a la idiotez -o a la ignorancia- aquello que no deba fiarse a la maldad. Digo
idiotez porque la palabra lleva aparejada etimológicamente un significado político: el idiotés era
aquel que, desentendiéndose de los asuntos de la comunidad, buscaba su propio interés.
Sostengo que aquellos que reducen la ética a formación en valores, o que pretenden aminorar la
presencia de la filosofía en el currículo, fomentan la idiotez atrayendo a intereses ideológicos
particulares lo que esencialmente está llamado a poner en cuestión sus propios fundamentos.
No se trata de que la ciudadanía no se ocupe en asuntos políticos, sino de que piense en ellos
exactamente como algunos quieren que piense, obteniendo un beneficio aún mayor que el del mero
desentendimiento: la adscripción y la nula oposición a sus presupuestos.
No hay enigma que descifrar donde solamente hay verdades que asimilar.
A efectos prácticos la situación es idéntica: si consentimos la muerte o prostitución de la filosofía,
tendremos una ciudadanía idiotizada.
Porque si algo ha sabido la filosofía en su eterno devorarse a sí misma es que no hay verdades
incondicionadas. A lo sumo verdades parciales en conflicto -dialéctico- entre sí. Verdades como
hitos, más que atalayas, a las que subimos por escaleras que quedan obsoletas para quienes ya las
han usado, pero que deben permanecer para quienes vengan después a contemplar un horizonte más
amplio.
Hay verdades que restan inconquistadas, o quizá es la búsqueda sin término de estas la que
realmente constituye la culminación de nuestros esfuerzos.
La vieja filosofía ridiculiza a los que -por nuestro bien- pretenden haberlas alcanzado para nosotros,
ahorrándonos el trabajo de emprender la dura y escarpada subida desde el fondo de la caverna hasta
la luz del sol.
Por eso eliminarla -o desleirla- es dejar el camino franco a la desolación de la barbarie: la de
ciudadanos que balbucean verdades cuyos límites no comprenden.

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