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El caos hecho materia: composición textual sobre La vuelta al día en ochenta mundos

de Julio Cortázar
Por: Claudia Amador

…hay un mundo, hay ochenta mundos por día…


-Julio Cortázar (1967), La vuelta al día en ochenta mundos.

Intentar clasificar o etiquetar La vuelta al día en ochenta mundos de Julio Cortázar sería
mutilar su esencia, desintegrar lo que representa. Siendo precisamente lo que el autor
denomina un “libro almanaque”, como una suerte de híbrido de pensamientos, reflexiones,
ensayos, cuentos, poemas, citas, anécdotas, historias, críticas, y muchísimas otras cosas,
esta obra se presenta como una especie de diálogo constante con el autor, donde su voz —la
voz narrativa tan parecida a su voz—, denota una familiaridad que toma la mano del lector
a través de los diferentes mundos que plantea el libro.
Sobre este tipo de obras-almanaque Cortázar dijo en alguna ocasión que:
…Nacen un poco de la nostalgia por esos almanaques de mi infancia, que leían los
campesinos y donde hay de todo, desde medicina popular y puericultura hasta las
maneras de plantar zanahorias y poemas. (…) Estos libros me gustan
particularmente porque van contra la noción de género, muy quebrada ya pero que
todavía hace estragos. (Yurkievich, 1994).
Sobre los estragos que realizan las etiquetas, Cortázar va a ser muy crítico dentro de La
vuelta al día en ochenta mundos, llegando a referirse a las opiniones divididas de la crítica
especializada en torno a su propia obra; y, también, al abordar la obra de Lezama Lima, a
quién considera un autor que no encontró el resplandor literario de un Borges precisamente
por su obra difícil de clasificar y la falta de lectores dispuestos a analizar su mensaje dentro
del “caos”:
…éste (el lector) tiende hoy a adoptar una actitud especializada según lo que esté
leyendo, resistiéndose a veces de manera subconsciente a toda obra que le proponga
aguas mezcladas, novelas que entran en el poema o metafísicas que nacen con el
codo apoyado en un mostrador de bar o en una almohada de quehacer amoroso…
(“Para llegar a Lezama Lima”) (Cortázar, 1967).

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Y es La vuelta al día en ochenta mundos precisamente un libro de aguas mezcladas: el
libro cuenta con elementos tanto de lo que parece la cotidianidad del autor (sus cenas con
amigos, eventos sociales, su trabajo como traductor), como de sus obras (la presencia
innegable de varios personajes, reales y ficticios, que considera cronopios), así como
múltiples citas de otras personalidades y personajes que, en varios giros y a modo de
embudo, terminan remitiendo a su vez otras anécdotas o historias. Sin embargo todo se
conecta con la complicidad entre el autor y el lector: Cortázar nos lleva por laberintos y
secretos de sí mismo sin ninguna estructura u orden que, en ocasiones, son metaliterarios,
casi como si compartiera con el lector a tiempo real:
Mi mujer, que me sabe en la tarea de escribir un libro del que solamente tengo en
claro el deseo y el título, lee por sobre mi hombre y pregunta: —¿Va a ser un libro
de memorias? ¿ya empezó la arterioesclerosis? (…) Le contesto que a mi edad las
arterias han debido comenzar seguramente su vitrificación solapada, pero que las
memorias distarán de incurrir en el narcisismo que acompaña la andropausia
intelectual… (“Verano en las colinas”) (Cortázar, 1967).
Al ser un libro que se percibe tan íntimo y cercano al autor, el jazz, una de sus más
grandes pasiones, no puede faltar. Y es al jazz mismo, a su capacidad infimita de
reinventarse una y otra vez, al que el autor le atribuye la inspiración del formato (y la
noción de orden) de este libro tan peculiar:
A mi tocayo le debo el título de este libro y a Lester Young la libertad de alterarlo
sin ofender la saga planetaria de Phileas Fog (…) una participación que en esa
noche de Lester era un ir y venir de pedazos de estrellas, de anagramas y
palindromas que en algún momento me trajeron inexplicablemente el recuerdo de
mi tocayo y de golpe (…) fue la vuelta al día en ochenta mundos porque a mí me
funciona la analogía como a Lester el esquema melódico que lo lanzaba al reverso
de la alfombra donde los mismos hilos y los mismos colores se tramaban de otra
manera (“Así se empieza”) (Cortázar, 1967).
Así como Louis Armstrong interpreta con su trompeta dorada el “fin del mundo” en el
texto denominado “Louis enormísimo cronopio”, y de la misma forma en que Lester
Young, con su saxofón, desmantela los hilos de la realidad para crear otra cosa, de igual
forma Cortázar toma su instrumento, su pluma fluida y musical, para transportar al lector

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por un viaje de textos como “Del sentimiento de no estar del todo” y “Hay que ser
realmente idiota para”, donde Cortázar da cuenta del constante sentimiento de siempre
sentirse al margen de la realidad y, por lo mismo, considerarse a sí mismo un idiota por
maravillarse con aspectos de la vida que otros encuentran banales o no lo suficientemente
sublimes. Estas reflexiones finalizan con el autor aceptando su lateralidad, su desconexión
con la realidad preestablecida:
“Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo
amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por ese estar siempre un
poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar… (“Del
sentimiento de no estar del todo”) (Cortázar, 1967).
Puede decirse entonces que esa lateralidad, ese extrañamiento o percepción del mundo
tan particular se evidencia, no solo en los textos citados, sino también en la estructura
misma de La vuelta al día en ochenta mundos, un libro que se presenta al borde de
cualquier género o de estructuración clásica. Por supuesto, así como el jazz permea muchos
de los textos presentes en este gran libro almanaque, la literatura misma, la reflexión en
torno a la literatura no se queda atrás.
En un texto denominado “De la seriedad en los velorios” que inicia con un relato cómico
sobre, como su nombre lo indica, la seriedad en los velorios, Cortázar da paso a un ensayo
crítico sobre la seriedad en la literatura y la forma en que es glorificada por la crítica
argentina relegando el humor como privilegio de “anglosajones y de Adolfo Bioy Casares”
(Cortázar, 1967). En este ensayo Cortázar critica, además, el “muro de la vergüenza” que
existe en la literatura argentina en donde los autores se autocensuran de escribir como
“pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café”, y al snobismo del público que
prefiere a los extranjeros sobre la literatura nacional. Esta crítica hecha al mejor estilo del
autor cuenta con altas dosis de su sátira y sarcasmo “Cuando mis cronopios hicieron
algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna hintelectual hexclamó: «¡Qué lástima,
pensar que era un escritor tan serio!»” (Cortázar, 1967).
El humor está presente a lo largo del libro, en todas sus variantes, el absurdo, la sátira y,
además, el humor negro. En el poema: “Aumenta la criminalidad infantil en los Estados
Unidos (según informa la prensa)” Cortázar presenta un crudo y sarcástico panorama crítico

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de la violencia infantil en Estados Unidos y como la cultura misma llevaba a tales
reacciones.
Pero Cortázar no solo lleva al lector por un viaje hasta Estados Unidos, sino por su
mundo entero. El viaje es un día a través de Cortázar mismo, de sus mundos interiores, de
la mezcla de sus mundos, de su argentinidad presente en textos en torno a Gardel o a
costumbres netamente argentinas y de su vida en París rodeado de arte, cultura y miles de
referencias, de sus opiniones sobre el estado social de Cuba o la criminalidad de Estados
Unidos; Cortázar nos sube a un globo o nos arrastra a la entrada del País de las Maravillas,
pero en vez de encontrarnos con la oruga, encontramos textos como “Una antropología de
bolsillo” o “encuentros a deshoras” donde prima lo inconexo, lo variado, la improvisación
del caos que, a través del jazz o la pluma del autor, encuentra la materia:
Sospechan que ya del caos a la materia hay un proceso sutilísimo, y tratan de
figurarlo cosmogónicamente. Te advierto que ni siquiera llegan a la materia, porque
son tantas las fases preliminares que uno ya está cansado en los aprontes. (“Diálogo
con maoríes”) (Cortázar, 1967).
Las imágenes, grandes apoyos visuales de este libro-almanaque-caos-hecho-materia, son
tan variadas como los textos que acompañan. Se tratan de fotografías a cargo de un tercer
Julio que configura la tríada con Cortázar y Verne, Julio Silva, a quien Cortázar le dedica el
texto “Un Julio habla de otros”. Entre las imágenes pueden encontrarse fotografías de obras
de arte, lugares, el gato de Cortázar, personajes e, incluso, los planos originales de la
Rayuel-o-matic una máquina planteada por el patafísico Juan Esteban Fassio para leer
Rayuela.
En conclusión, abarcar todo lo que el autor trata en La vuelta al día en ochenta mundos
es una tarea compleja y quizá contraria a lo que esperaba el autor. Dicho por Cortázar en
uno de los últimos escritos del libro “¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que
él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos
desollados por un fuego heracliteano” (“Morelliana, siempre) (Cortázar, 1967).
Precisamente a través de esta obra, el autor nos muestra, no solo el mundo a través de sus
ojos, sino ochenta mundos, mil mundos que nos comparte desde su intimidad y que más
allá de encontrarles lógica, de etiquetarlos; los vemos, los percibimos y los vivimos junto
con él.

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Referencias:
Cortázar, J. (1967). La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo veintiuno editores.

Morales Ortiz, G. (2011). Entre camaleones, cronopios y esponjas: la trans-realidad


Cortazariana en La vuelta al día en ochenta mundos. Revista Letral N° 7.

Yurkievich, Saúl. Julio Cortázar: mundos y modos. Madrid: Anaya & Mario Muchnik,
1994.

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