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Reeditado en
Escritos sobre la literatura argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, pp. 262-266.
1
Se trata del décimo aniversario de la muerte de Cortázar.
2
Ana María Barrenechea, “Cuaderno de bitácora de una novela” en Clarín, 10 de febrero de 1994.
sucede, precisamente, entre escritores de izquierda, que habían tardado más tiempo en llegar a
Borges y, en cambio, habían llegado rápido y temprano a Cortázar.
Suceden cosas peores. Muchas veces juzgamos a Cortázar no por lo que escribió sino por
lo que produjeron sus escritos: el cortazarismo, esa onda sesentista tan bien sintonizada con la
moda hippie, las polleras hindúes, la deriva por la noche, la ginebra, el rock, Woodstock, el
anticonvencionalismo, la izquierda florida antes de convertirse en izquierda armada. Seriamente:
Cortázar no puede ser responsabilizado de las conversaciones en el bar La Paz a mediados de los
años sesenta; fuimos nosotros los que conversamos allí, después de ir a comprar Todos los fuegos
el fuego.
Tampoco puede ser responsabilizado por los talleres literarios que lo enseñaban; sin
duda, Cortázar parece fácil de enseñar y habría que ver por qué. Hipótesis: la claridad formal y
constructiva de Cortázar, como la de Poe o Maupassant, despierta la ilusión de que puede ser
repetida. Hipótesis: Cortázar inventa una lengua coloquial perfecta; los imitadores de la oralidad
cortazariana confiaron demasiado en hacer un estilo previsible de lo que para Cortázar fue un
programa. Hipótesis: el humor de Cortázar se ejerce con todos los objetos, menos con la propia
literatura, porque Cortázar tiene una visión seria de la literatura y una visión humorística del
mundo.
También le reprochamos a Cortázar su asombrosa facilidad, como si se acusara a Ella
Fitzgerald de cantar haciendo que todo parezca tan sencillo.
Este sentido común anti-Cortázar se acerca a su obra basándose en recuerdos de lectura
y no en una lectura nueva. Los recuerdos de lectura pueden ser imprecisos e injustos. Se trata
entonces de leer Cortázar de nuevo. Eso es lo que hice el domingo pasado, cuando recibí los tres
tomos de notas críticas editados por Alfaguara.3 Permítanme que les lea algo de un texto que
tiene el título poco feliz “Recordación de don Ezequiel”. Se trata, obviamente de Ezequiel
Martínez Estrada, ese otro escritor que entró en una especie de eclipse parcial, pese a haber
escrito el mejor ensayo argentino del siglo veinte. Martínez Estrada y Cortázar se encontraron,
por iniciativa de Martínez Estrada quien juzgó admirable la traducción de Cortázar, entonces
totalmente desconocido, de una obra de alguien hoy también olvidado por completo, Jean
Giono.
3
Julio Cortázar, Obra crítica, Buenos Aires, Alfaguara, 1994, tres volúmenes. Ediciones a cargo de Saúl
Yurkievich, Saúl Sosnowski y Jaime Alazraki, respectivamente.
La nota que escribe Cortázar gira sobre dos puntos: el interés de ambos por la traducción
(Cortázar por esos años estaba traduciendo a Gide, Chesterton y Defoe) y una anécdota que
habla tanto de Cortázar como de Martínez Estrada.
Todo sucede un domingo en el campo. Dicho sea entre paréntesis: domingos en el campo
son circunstancias especialmente literarias: nadie podrá olvidar ese texto de Valéry, donde
recuerda a Mallarmé y a él junto a Mallarmé, vestidos de hilo blanco y sombreros de paja,
regresando de un paseo con los brazos llenos de flores. Bien: se trata de un domingo en el campo:
Hubo una larga caminata por el campo, y en un momento dado vimos en el aire una de
esas extrañas y bellísimas formas danzantes compuestas por millones de insectos
diminutos, cínifes o algo sí, que giran en un torbellino alucinante sin salirse de los límites
fijados por algún misterioso código. En este caso la figura era un doble cono o embudo
que apenas se desplazaba en el espacio mientras su interior vibraba en miriadas de
puntos negros girando enloquecidos. Martínez Estrada nos explicó entonces el misterio,
que para él no era tal aunque como siempre la explicación no hiciera más que crear
otros misterios aún más insondables. Su teoría, en grandes líneas, era que el espacio no
es continuo como pensamos sino que está lleno de agujeros, y que los seres vivientes
nacen y se desarrollan hasta el límite dentro del agujero que les corresponde, más allá
del cual no pueden pasar. Los cínifes estaban ocupando un agujero en forma de doble
cono, que no podían rebasar de ninguna manera; el agujero se desplazaba muy
lentamente en el aire, y era inútil tratar de ahuyentar a los cínifes, pues la extraña forma
volvería a constituirse en su agujero y la danza continuaría como antes.4
4
Julio Cortázar, Obra crítica / 3, Buenos Aires, Alfaguara, 1994; pág. 275.
Rayuela es una novela de la deriva espacial: lo que sucede en ella sólo puede ser
comprendido si se aceptan que los recorridos son el momento más significativo de la ficción.
Como los cínifes que vieron Martínez Estrada y Cortázar en el campo bonaerense, los personajes
ocupan espacios virtuales y el pasaje de uno de esos espacios a otro, el malentendido de los
espacios, produce la ficción. Los personajes se debaten para permanecer en sus espacios o
abandonarlos; los espacios les proporcionan un lenguaje, una estética y sus límites. Episodios
memorables (¿quien no recuerda a Talita sobre el tablón que une dos casas de Buenos Aires?)
tienen que ver con la resolución de un conflicto espacial; la locura final de Oliveira en Rayuela
consiste en apoderarse de un lugar trazado con hilos, palanganas y rulemanes. Traveler (el
viajero) entra en ese recinto imaginario.
La ficción se ha espacializado, pero no de manera realista. Lo fantástico se origina en una
imaginación que piensa espacialmente y culmina en 62 Modelo para armar. En esta novela, la
más difícil, la más discutible y la más perfecta de Cortázar, todo se juega en el tránsito entre
espacios reales (referenciales) y espacios virtuales: Viena y París y Londres, la ciudad de las
veredas altas, los sueños donde se materializan ciudades, la circulación por lugares diferentes (e
inapropiados) de la siniestra muñeca rota. 62 Modelo para armar es una cinta de Moebius
impecablemente construida, donde el relato y los personajes patinan sobre superficies que los
conducen de un plano a su reverso.
Cortázar ha espacializado la ficción fantástica. Innumerables cuentos responden a este
imaginario. En “Continuidad de los parques”, modelo de relato cortazariano, hay un
deslizamiento casi invisible de un espacio a otro: los cínifes salen de su cono y forman un nuevo
cono en otra parte. Hacia el final de su vida, Cortázar elige el evidente título “Cinta de Moebius”
para un cuento basado en el pasaje de una espacialidad real a otra imaginaria. Allí, en el tránsito,
opera lo fantástico y acecha lo desconocido.
Si se me exigiera una definición de la ficción cortazariana, diría: muestra las
consecuencias del pasaje entre espacios que la percepción normalizada mantiene escindidos. La
literatura de Cortázar no habla de ciudades, como se ha dicho tantas veces. Habla de lo que
sucede cuando se pasa de una ciudad a otra: las consecuencias del extrañamiento, del exilio y,
por supuesto, de la traducción (una máquina de pasaje). Romántico, Cortázar imagina cómo
espacios inabordables pueden ponerse en contacto, sobre una cinta de Moebius o un puente.
Martínez Estrada explicaba a los cínifes encerrados en sus agujeros de límites invisibles e
inviolables. Cortázar escribió sobre las transgresiones de esos límites: en el espacio discontinuo
circulan cartas, dialectos, muertos reaparecidos, voces, fantasmas, ídolos, músicas, citas,
muñecas rotas. Si los espacios permanecen cerrados son nuestra condena; pero cuando se
comunican dejan abierta la posibilidad de lo siniestro.
Los cínifes se ven obligados a volar reproduciendo la forma de esos dos conos invertidos,
que vieron Cortazar y Martínez Estrada. La literatura de Cortázar se mueve para desmentir el
destino de los cínifes: es posible (afirma) ser otro, porque es posible transcurrir entre espacios.
Quisiera terminar con una cita. En un cuento de Octaedro, leemos: “Ahora que lo
esperaba la primera cuartilla en blanco como una puerta que de un momento a otro sería
necesario empezar a abrir, volvió a preguntarse si sería capaz de escribir el libro tal como lo había
imaginado”.5 La página en blanco fue, también para Cortázar, esa puerta. Como para los
surrealistas, la literatura debe abrir un pasadizo, una galería subterránea, trazar una línea
tangente que pueda fugar desde un espacio previsible hacia un espacio desconocido.
5
Julio Cortázar, “Los pasos en las huellas”, en Octaedro, Buenos Aires, Alianza, 1991 (1974); pág. 26.