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Análisis crítico comparativo de tres dramaturgos

Por: Claudia Amador


A inicios del siglo XIX el teatro se alejó de las ideas románticas, revolucionarias e
individualistas —en gran parte por el rechazo de la sociedad burguesa y acomodada a este tipo de
ideas— y se decantó por una comedia burguesa caracterizada por: “…la verosimilitud de las
acciones y de los personajes, la reproducción fiel de los ambientes y los vestuarios, y el interés
por los temas cotidianos” (González, 2012). Estos dramas, dada su cotidianidad, fueron el motor
de la ideología y moralidad imperantes de su época. Sin embargo, hubo también dramaturgos
que, a finales del siglo XIX, cansados de las representaciones burguesas que respondían a las
estructuras preestablecidas del momento, se apartaron de la reproducción minuciosa de la
realidad y plantearon un teatro que profundizó en la psicología de los personajes y en la crítica
social (Gonzáles, 2012).
Entre estos dramaturgos podemos mencionar a Ibsen, a Chéjov y, posteriormente, a Bertolt
Brecht, cuyas obras, si bien cuentan con diferencias en torno a la estética o al objetivo de la
puesta en escena como tal, se valieron de ciertos recursos para representar diferentes aspectos de
sus contextos específicos, al tiempo que generaron un énfasis importante en la psicología de los
personajes dotándolos de dimensionalidad.
En su obra Casa de muñecas, Henrik Ibsen retrata a la perfección la realidad social y moral de
la Noruega de su época y, en especial, la atmosfera agónica que enfrentaba la mujer en el hogar.
Nora, el personaje principal de la obra, es un producto fiel de la concepción de la mujer como
“sacerdotisa del hogar” que existe en función de y para los otros (Bustamante, 2009); concepción
enraizada aún más en la sociedad burguesa del siglo XIX como consecuencia de la
industrialización que llevó a varias mujeres a “descuidar sus hogares” y trabajar en las fábricas.
En la obra de Ibsen se pueden evidenciar dos personajes que ejemplifican esta concepción: por
un lado, Nora, que se presenta en un inicio como una ama de casa ideal, joven, servicial y
complaciente, que parece habitar en una burbuja —o una jaula— de comodidades bajo cierta
ignorancia sobre la realidad del mundo exterior; por otro lado, está el personaje de Cristina Linde
que, por circunstancias de la vida, tuvo que trabajar para sostener a su madre y sus hermanos y,
una vez se encuentra sin esta responsabilidad, no soporta la idea de no tener por quién trabajar:

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“…ahora me encuentro sola en el mundo, sola en absoluto y abandonada. Trabajar para una
misma no produce alegría” (Ibsen, 1879).
Sin embargo, luego de retratar perfectamente las formas de pensamiento y las estructuras
sociales y morales de la época, Ibsen, a su vez, las cuestiona por medio de Nora que, al tener que
enfrentarse con las leyes de la sociedad y descubrir que no son como las concebía desde la
“jaula” de oro que habita, se da cuenta que no ha sido más que una muñeca para las figuras
masculinas que dominan su vida por lo que decide tomar las riendas de su situación y abandonar
su hogar: “…Tú me formaste a tu gusto (…) Vivía de hacer piruetas para divertirte, Torvaldo.
Como tú querías. Tú y papá habéis cometido un gran error conmigo: sois culpables de que no
haya llegado a ser nunca nada” (Ibsen, 1879).
En cuanto a recursos escénicos, puede apreciarse en el drama de Ibsen un abordaje realista en
el que la acción se limita a un único espacio: la sala de la casa de los Helmer. Sin embargo, Ibsen
usará este espacio único como símbolo de la jaula a la que pertenece Nora en un principio, una
realidad tan inamovible como su situación que la convierte, al igual que una alondra, en un
espectáculo no solo para los personajes, sino para el público. Esta jaula solo se abrirá cuando
Nora abandone el espacio escénico, su hogar y a la obra misma. A pesar de la representación
realista del espacio, Ibsen innova el retrato psicológico de su protagonista, cuyo conflicto que va
in crescendo evidencia los cambios en su forma de percibir el mundo y a sí misma.
Sobre el uso de los espacios y la psicología de los personajes, Antón Chéjov, al igual que
Ibsen, busca retratar la realidad, con la gran diferencia que Chéjov perseguía este objetivo sin
emitir ningún juicio de valor por medio de su obra: “Chéjov declara que el escritor no está
forzado a «resolver problemas» sino a «plantearlos correctamente». ¿Cuál era el gran problema
de Chéjov? «Mostrar la vida como en realidad es»” (Schifino, 2004). A diferencia de Ibsen,
Chéjov estaba comprometido con que sus ideologías o postulados no permearan en su obra sino,
más bien, limitarse a retratarla y dejar que público —o el lector— sacara sus propias
conclusiones; en otras palabras, creía, firmemente en la objetividad del autor y en su obligación
de “ensuciarse la imaginación con el sarro de la vida diaria” (Schifino, 2004).
Así, en su obra El jardín de los cerezos, Chéjov ambienta la acción en el declive económico
de la aristocracia rusa a finales del siglo XIX y el surgimiento de una nueva clase social
conformada por los hijos enriquecidos —por medio del comercio y la industria— de quienes en
algún momento fueron esclavos o servidores de las clases adineradas. Este cambio abrupto de

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poderes dio paso a la negación de la aristocracia de entender —o aceptar— su ruina, y el afán de
la clase burguesa por trabajar cada minuto del día para mantener su nuevo estilo de vida. Chéjov
presenta entonces una serie de personajes que de cierta manera personifican todas las aristas de
este nuevo cambio social.
Por un lado, Liuba Andreevna Ranevskaia, quien creció en el jardín de los cerezos, es una
aristócrata en ruina que está a punto de perder la única propiedad que la liga a su infancia y que,
aunque es consciente de su situación, continúa derrochando su dinero restante esperando un
milagro que nunca llega. Por otro lado, se encuentra Ermolai Alekseevich Lopajin, un mercader
nuevo rico cuyo padre fue siervo en la casa del abuelo de Liuba, y que representa esa nueva clase
ocupada y de diferente pensamiento que busca negocios en todas partes.
No obstante, existe otro protagonista silencioso en la obra y es el jardín de los cerezos, que es
el espacio primordial de la acción, pero además, un gran símbolo: la opulencia de otra época, la
belleza que deja de ser útil en la nueva economía:
“LOPAJIN: El paisaje es maravilloso y el río profundo... Sólo habría (…) que limpiar un
poco, (…) derribar las viejas construcciones, (…) y talar el viejo jardín de los cerezos (…)
Lo único sobresaliente de este jardín es su gran tamaño. La guinda sólo se da cada dos
años, y luego no sabe uno qué hacer con ella. Nadie la compra” (Chéjov, 1904).
A diferencia de Ibsen, que enfatiza la serie de eventos que llevan al desarrollo y cambio de su
personaje en un espacio cotidiano, Chéjov convierte al espacio de la acción en el gran
protagonista, en el gran símbolo de la clase bella e inútil que sucumbe ante la nueva clase
utilitaria y práctica.
Pero, a diferencia de Chéjov, Bertolt Brecht se alejaría de esa objetividad del autor en su
concepción del teatro desarrollada en la primera mitad del siglo XX que, quizá un poco más
cercano a la denuncia social de Ibsen, pero alejándose del todo del realismo burgués, buscó
renovar el teatro hasta el punto de quebrantar las unidades aristotélicas. Brecht reflejó en sus
obras su discurso político al servicio de la denuncia del totalitarismo y del poder desmedido de
las oligarquías (Mozo, 1998), llegando a fundar lo que se conoce como teatro dialéctico cuyo
objetivo fue generar un compromiso con las clases trabajadoras y hacerlas plenamente
conscientes de su situación social.
En La ópera de dos centavos, Brecht realiza una sarcástica crítica de la sociedad ambientada
en un Londres victoriano y distópico donde la mendicidad está capitalizada. La obra presenta

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como protagonista a Macheath alias Mackie Navaja, un rufián descarado y sin moral que realiza
y se enorgullece de varios actos criminales. Macheath se casa con Polly Peachum, la hija de
Jonatan Peachum, que lleva como negocio la explotación de los mendigos de Londres para
garantizarles éxito en su recolección de limosnas y hacerse con una parte de las ganancias.
Jonatan y su esposa, al enterarse del matrimonio de su hija con un criminal, buscarán llevarlo a la
horca lo antes posible. Sin embargo, es precisamente en el esbozo de los personajes y sus
intenciones en donde los papeles de villanos y héroes se tornan difusos obra: Peachum, lejos de
presentarse como un héroe, causa desagrado por su concepción del mundo y su forma de referirse
a su hija, a quien considera un “bien más” que le fue arrebatado. Por otro lado, Macheath está
dotado de carisma y picardía, lo cual logra que, hacia el final de la obra y luego de su captura y
condena definitiva, la obra se decante en simpatía por el personaje. En un deus ex machina tan
satírico como el resto de la obra, Macheath es perdonado por la realeza y, además, es dotado de
un grado nobiliario. Un final feliz que es, enseguida desestimado y explicado por un número
musical:
PEACHUM: …quédense donde se encuentran y canten el coral de los miserables, cuya
vida difícil aquí se ha mostrado hoy. En la realidad no siempre ocurre así, pues los
mensajeros reales raro es que lleguen, y el humillado clamará venganza… (Brecht, 1957).
Las descripciones de los espacios son inexistentes en la obra de Brecht, quien se limita a
mencionar el lugar donde transcurre la acción al inicio de cada acto: la ropería para mendigos de
Jonatan, la caballeriza, la cárcel. Los espacios, al igual que los personajes y su desarrollo, pasan
a segundo plano. Brecht no busca una reivindicación de ninguno de los personajes que empiezan
y terminan con los mismos valores morales, sino que enfatiza, a lo largo de la obra, el mensaje
que desea transmitir través de los números musicales que comentan las problemáticas que trata el
autor: la miseria, la desigualdad, la hipocresía de la sociedad y la corrupción.
En conclusión, cada una de las obras estudiadas hace uso de diferentes mecanismos escénicos
para representar el contexto específico de su época. Ibsen retrató a la perfección la situación de la
mujer de su tiempo e hizo eco, además, en un discurso emancipatorio por medio del desarrollo
psicológico verosímil de su protagonista; Chéjov, por su lado, reflejó un periodo transitorio de la
Rusia de su época y condensó toda su esencia en un espacio y símbolo: el jardín de los cerezos,
cuidándose de no emitir ningún juicio de valor ni crítica, solo un retrato. Por último, el énfasis de
la obra de Brecht, a diferencia de sus predecesores, recae precisamente en el mensaje que expresa

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de forma explícita y didáctica en sus obras hasta el punto en el que detractores de su estilo como
Vargas Llosa (1975) lo comparen con una “dictadura”, pero que, aun en nuestros días, tiene una
importante influencia en el abordaje teatral de las problemáticas sociales.

Referencias:

Brecht, B. (1957). La ópera de dos centavos. Ediciones Losange. Buenos Aires.


https://cupdf.com/document/brecht-bertolt-la-opera-de-dos-centavos.html
Chéjov, A. (1904). El jardín de los cerezos.
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/ObrasClasicas/_docs/JardinCerezos.pdf
Ibsen, H. (1879). Casa de muñecas. https://www.elejandria.com/libro/descargar/casa-de-
munecas/henrik-ibsen/1789/4299
Bustamante (2009). Concepto Teatro e Historia. Henrik Ibsen: Casa de Muñecas.
https://xdoc.mx/documents/concepto-teatro-e-historia-henrik-ibsen-casa-de-5f70109fa65b2
González (2012). La renovación del teatro europeo: Chejov, Strindberg, Ibsen.
https://digitum.um.es › xmlui › bitstream › LA R.
Mozo, J. L. De como supe de la existencia de Bortolt Brecht y de lo que aprendí de él.
https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/de-cmo-supe-de-la-existencia-de-bertolt-brecht-y-
de-lo-que-aprend-de-l-0/html/01b1ec68-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html#I_0_
Schifino (2004). El sentido de la vida.
https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-1148-2004-07-18.html
Vargas Llosa, M. (1975). La orgía perpetua. https://www.google.com/search?q=la+org
%C3%ADa+perpetua&rlz=1C1CHBF_esCO951CO951&oq=la+org
%C3%ADa+perpetua&aqs=chrome..69i57.3164j0j7&sourceid=chrome&ie=UTF-8#

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