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EL

ORIGEN

L
A tempestad prístina mezcló todas las substancias que existían en la Tierra; lo
hizo convulsamente, tanto, que se retorcieron y giraron las materias sobre sí
mismas, aplastándose y cizallándose como nunca antes había ocurrido. En
ese trance agónico se mezclaron las unas con las otras, sin saber donde empezaba y
terminaba cada cual, combinándose y dando lugar a otras nuevas; al finalizar, reinó
una gran calma; una espesa nube cubrió Pangea, y del único océano existente,
Panthalea, surgió un primordio de vida. La nube comenzó a elevarse, se disolvió
lentamente y permitió ver las primeras muestras de vida… y mucho, mucho después,
cuando el tiempo se hace tiempo, apareció el Hombre.
Pangea se partió con dolor en dos mitades: Laurasia en la influencia del Norte y
Gondwana bajo el yugo del Sur; pero no cesó su sufrimiento, sin tiempo para
cicatrizar, continuó dividiéndose como una mórula, y lo hizo a su largo y ancho sin
orden aparente. El Hombre se encontró aislado y solo, en tierras que aún no había
explorado ni a las que había llamado por su nombre. Ya nunca podría volver sobre
sus pasos.
Los hermanos dejaron de reconocerse, y desarrollaron habilidades y rasgos
distintos, orando en lenguas que nunca más serán cantadas. Los más fuertes fueron
capaces de resolver difíciles problemas, los que no, tuvieron el peor de los castigos,
dejaron de existir.
En ese lento proceso evolutivo algunos comenzaron a mirar al cielo,
maravillándose por todo lo que sucedía en el firmamento. Los objetos que estáticos
desprendían luz e iluminaban el crepúsculo, empezaron a ser interpretados. Comenzó
a componerse la Enciclopedia del Conocimiento por los sabios observadores; y
lentamente, generación tras generación, sin pausa ni falta, fue narrada, guardándose
como un tesoro en sus primitivas mentes. Y hallaron las matemáticas celestiales, y
otros muchos conocimientos que aprenderían muchos niños y jóvenes, que serían
chamanes y sabios.
Pero pasó el tiempo y reinaron milenios de abundancia y prosperidad, donde la
caza y los frutos parecían no tener fin; muchas cosas fueron olvidadas, muchos de los
conocimientos se transmutaron en leyendas, y muchas de esas leyendas se perdieron
como las luciérnagas en la oscuridad de los pantanos. Se olvidaría que hubo un
tiempo no tan sereno, en el que la noche resplandecía como el día, un tiempo donde
aquellos de los que aprendimos vivieron entre nosotros, cuando el dedo del
mismísimo Dios escribió el primer alfabeto sobre la arcilla fresca, cuando su escriba
en la Tierra fue llamado con el nombre de Enoc.

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I
Russel Cohen
Dresde en la actualidad

P
ASEABA por las calles de Dresde en un atardecer de mayo. El más pequeño
de mis tres hijos varones lloraba con pasión desde su sillita, sin cesar, como ya
habían hecho antes sus hermanos. Los dos mayores, de cuatro y seis años,
parecían baterías grávidas de energía perpetua, siempre corriendo, gritando y por
supuesto, peleando.
A su madre le gustaba vestirlos como si fueran calcos. No podía hacerle entender
que el mayor ya podía ir diferenciándose de los pequeños. Camisas blancas de manga
corta, pantalones cortos, y corte de pelo; los tres estaban sincronizados a la
perfección. Ella aducía cuestiones prácticas, que sin duda existían, pero yo sabía que
en el fondo la razón era que disfrutaba al verlos así.
No eran las costumbres que había heredado de mi familia; pero bautizamos a
todos según la religión católica. Al menos conseguí, en memoria de mi abuelo, llamar
al mayor Frank. El segundo fue una sorpresa que llenó la casa de alegría y actividad.
Robert, como mi suegro, no podía ser de otra manera. El más pequeño —Carl— vino
por insistencia de mi esposa, ahora me alegro, pues contrariamente a lo que podía
esperar, les aportó algo de responsabilidad a los mayores, y para nosotros por
supuesto, fue la constatación de que éramos una gran familia.
Desde el este enfilábamos el puente Augustusbrücke hacia la plaza del teatro. La
vista del ocaso, que se ocultaba en parte por la gran torre del edificio, era digna de ver
al menos una vez en la vida. Los recorridos por el margen del río Elba eran un
espectáculo formidable. Aquella visión acompañado por mi familia, me inundaba de
una paz que necesitaba más que nunca.
El final del puente se abría hacia la Theaterplatz, donde el suelo todavía
conservaba el empedrado de color albero con el que se planificó su reconstrucción
tras la segunda gran guerra. Este tapiz de adobe era interrumpido por caminos
radiales de cemento, que convergían hasta el centro de la plaza, donde se ubicaba una
estatua ecuestre del rey Juan I de Sajonia. Pensaba con ironía que aquel señor que
vivió en el siglo XIX, se pasó media vida intentando traducir La divina comedia de
Dante… cada uno tiene su afán.
La oscuridad tomaba la ciudad, y comenzaban a encenderse las magníficas
lámparas del acerado. Sus cinco candiles alumbraban los coches de caballos que se
cobijaban bajo ellas. Más allá de sus sombras se elevaba el majestuoso edificio de la
ópera de Dresde, que había sido destruido durante el controvertido bombardeo del
cuarenta y cinco, y fue totalmente reconstruido y reabierto en 1986.
A nuestra derecha, en la ribera, fondeaban los barcos-restaurante. Eran las seis y
media de la tarde y todo se preparaba para el inminente momento de la cena. Las

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furgonetas descargaban las últimas viandas que después servirían en las barcazas, los
puestos de flores del otro lado dispensaban su mercancía para adornar el bucólico
paraje, y los paseantes se preocupaban únicamente de regocijarse en el entorno.
Todo aquello me evadía del desaliento que la rutina había engastado en mí
durante los últimos meses; además me encontraba francamente cansado. Al menos se
acercaba el fin de semana, después de una agotadora jornada en el hospital, guardia
incluida, que me tuvo en vela toda la noche. A pesar de ello, la imagen que reflejaba
en los escaparates de la calle, era la de un hombre fuerte y saludable. A mis cuarenta
años el físico aún me acompañaba. Ester decía que me parecía a mi padre, Jethro:
rubio, de facciones serias, delgado; y que, últimamente, nuestro parecido se había
acrecentado por el aislamiento al que yo mismo me estaba sometiendo, aún sin
percatarme de ello.
Estaba agotado. Mi único descanso era disfrutar a diario de la salud y felicidad de
mis hijos y mi mujer. Mi trabajo como médico neurólogo, traía a mi consulta casos
francamente duros. Hacíamos un gran servicio con los cuidados paliativos de las
enfermedades neurológicas más comunes, pero los límites de la ciencia se imponían
en el ejercicio de mi profesión, y caían sobre mi cabeza como losas de granito. No
podía curar a pacientes que acudían a mi consulta con enfermedades crónicas o
degenerativas… esclerosis lateral, alzheimer, daba igual, finalmente morían a nuestro
cargo, y solo éramos capaces de alargar su agonía para que pudieran despedirse poco
a poco de sus seres queridos.
Como contrapunto a todo ese castillo de desengaños, fracasos y desilusiones —
que yo soportaba a duras penas en los últimos años— estaba mi esposa, Ester.
Amante, confidente y amiga, transformada desde el principio en mi fuente de energía
y reciedumbre. Mostraba sin pudor sus virtudes hacia todo lo que la rodeaba:
dedicación, sacrificio, amor. Impulsada por esos sentimientos, dejó su acomodado
puesto de maestra en Klotzsche, al este de Dresde, cuando vino al mundo nuestro
primer hijo. Desde entonces no dejó de ocuparse de nosotros con la promesa de que,
cuando terminase el periodo de crianza, volvería a sus labores profesionales.
—Cariño. ¡Cariño! ¿En qué piensas Russ? Pareces un zombi —dijo Ester para
llamar mi atención.
—Hoy estoy especialmente cansado, ya sabes que los últimos meses, han sido —
hice una pausa enfatizando el mensaje—… agotadores.
—Bueno podríamos quedarnos por aquí a cenar y así no tener que hacer nada en
casa, solo llegar y acostarnos, ¿te parece bien?
—Me parece perfecto, pero después podríamos tener algo de tiempo para
nosotros —dije sonriéndole mientras me acercaba y frotaba cariñosamente mi nariz
con la de ella— y…
No pude acabar la frase, el teléfono trepidaba mi bolsillo. Una vez más un llanto
infantil o una inoportuna llamada cercenaban nuestra conversación.
—Lo siento cariño.

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Miré la pantalla un poco desalentado. Con un suspiro interior descolgué la
llamada de mi querido, pero inoportuno, becario del laboratorio de neurociencias,
Magnus Brown. Llevaba tres días sin hablar con él.
—¿Dr. Cohen? —preguntó Brown.
—Dime Magnus.
—¿Profesor?
—Sí, sí, dime… baja la maldita música, y te he dicho muchas veces que no me
llames profesor —insistí.
—Bien Dr. Cohen, he vuelto a amplificar todas las cadenas de ADN que
quedaban pendientes, como acordamos. Lo he hecho dos veces más profesor.
—¿Tres veces? ¿Estás seguro de que tenemos presupuesto para ello? —Bromeé.
—Bueno, tenía que asegurarme de que el hallazgo no era producto del azar. No ha
sido un error profesor. Esto es algo…
—¿Entonces?
—El resultado ha sido idéntico en todos los análisis. ¡Es fabuloso, descomunal!
¡Las cadencias existen! Las cadencias… las pautas dentro de las cadenas de ADN
existen en todos los casos. No sé cuántas veces lo he repasado. Debería venir a
comprobarlo usted mismo profesor.
—¡Voy para allá! —dije contagiándome del tono eufórico de Magnus—. Y
Magnus, deja de llamarme profesor.
Ester me observaba con indulgencia. La miré fijamente unos instantes esperando
su reacción.
—Animo, ve al laboratorio… pero te espero despierta. Seguiremos esta
conversación en casa.
Ella me conocía mejor que nadie, y sabía que lo único que me satisfacía
realmente en esos momentos de mi vida era la investigación. Había tenido una
curiosidad innata por todo lo que me rodeaba desde que era un niño, pero en este
momento y más que nunca, necesitaba respuestas a mis indagaciones.
Era apasionante poder centrarse en un objetivo, aspirar a algo superior y formar
parte de una misión más importante que daría sus frutos algún día. Por desgracia
dedicarse en exclusiva a estos menesteres no era muy lucrativo y, como cualquier
padre de familia, deseaba que los míos tuvieran más oportunidades que el resto.
Después de licenciarme en Nashville, como ya lo hiciera mi padre y mi abuelo,
comencé mi especialidad en neurología como residente en Dresde; la otra punta del
mundo.
Al principio fue muy reconfortante dirigirse a diario al hospital y ser reconocido
como galeno, ver que algunas de las personas a las que trataba estaban agradecidas
por lo que podía hacer por ellas. Respeto, entonces contaba con veinticuatro años y
ya habían pasado dieciséis, —respeto— ninguna otra palabra había perdido tanto
valor en tan sólo dieciséis años. Las cosas habían cambiado, y mucho.
La implantación de los sistemas de salud pública, para canjear asistencia sanitaria

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a cambio de un puñado de votos, hacía que miles de personas sanas —la mayoría
aprensivos con patologías psiquiátricas, como depresión o ansiedad— acudieran a las
consultas solo para un «chequeo», y así poder proyectar sobre alguien su miedo a la
muerte y sus frustraciones. Pero la situación era mucho peor. Los puestos de
dirección estaban ocupados por inútiles simpatizantes del partido de turno; que
alentaban una disminución del umbral de sufrimiento, un sufrimiento que había
mantenido alerta al ser humano durante milenios. Incompetentes de la medicina que
ahora decidían los designios de ésta, yendo contra la propia naturaleza del Hombre.
La tarea de convencer a muchas de esas personas de que realmente no padecían
enfermedad alguna, era una labor extenuante, y que ya había hecho que algunos de
mis compañeros cayeran en las fauces de la tristeza y apatía profesional por el
síndrome burn out. Yo estaba en esos límites. Sólo compartir tiempo con mis hijos,
entregar mi vida hasta el final con Ester, y la investigación, me daba suficiente
combustible para veinticuatro horas más de una «maravillosa» asistencia clínica. No
sabía cuándo iba a ser capaz de recuperar la alegría de vivir que a diario me iba
quitando aquel trabajo, y ese pensamiento me consumía cada día más.
Animado por la llamada de Magnus dimos por terminado el paseo, y nos
dispusimos a deshacer el camino desde la plaza del teatro hasta un aparcamiento más
allá del barrio viejo. Allí las calles se estrechaban y entrecruzaban en anastomosis
imposibles. Era perceptible el calor humano de los pintorescos antros que vivificaban
el lugar, que tentaba a los paseantes con sus epicúreas fiestas de la cerveza, imitando
en cualquier época del año a la oktoberfest. Pero ya no necesitaba perderme entre la
muchedumbre. No tenía que huir como había hecho en mi época de residente. Fueron
tiempos baldíos que no quería recordar, en parte porque Eva estaba unida
indefectiblemente a ellos, Eva… Abandonar mi país, instalarme en Dresde. Muchas
de las decisiones estratégicas que tomé entonces tenían que ver directamente con ella.
Entrar en el barrio barroco me transportaba a un pasado que había enterrado en
los abismos de mis recuerdos. Un pasado que, sin embargo, seguía latiendo y
contorsionándose en mi mente, como solo los verdaderos secretos —los que todos
tenemos— saben hacer. Desde entonces no había vuelto a verla. Aún así seguía su
brillante carrera como experta en ciencias exactas, a través de revistas científicas y
por las noticias que me llegaban ocasionalmente de los escasos amigos comunes que
aún conservábamos. Todo aquello me permitía evocarla muy de vez en cuando,
aunque esa fase de mi vida quedaba ya muy lejos.
Vivíamos en un precioso barrio a las afueras de la ciudad, Rabedeul, donde
pudimos encontrar la casa con jardín que tanto habíamos deseado. Aquel suburbio fue
concebido como un inmenso parque forestal junto a la capital, allí encontramos cierta
independencia y cercanía a buenos colegios. Todas las casas estaban bajo un mar de
vegetación, flanqueadas por árboles centenarios, y recorridas por calles en las que,
por su pulcritud, casi se podía cocinar sobre ellas. Un entorno ideal para criar niños.
En unos minutos llegamos a casa. Los dos pequeños dormían gracias al ronroneo

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y el vaivén del automóvil. Nos arreglamos para llevar a los niños al interior de la casa
de una sola vez. En el umbral de la puerta me despedí de Ester con un silencioso
beso.
—No tardes, por favor —me dijo.
—No te preocupes, volveré pronto —contesté sin certeza, pero con una sonrisa
mostrando sin rubor mi entusiasmo por la llamada de Magnus.
Encaré la S82 camino al centro, desviándome después por la S73; accediendo así
a las vías rápidas que me dejarían en la misma entrada del Parque Tecnológico.
Aquellas rítmicas cadencias que habíamos desvelado, hicieron que me aislara de
nuevo. Mis ideas iban cada vez más rápido, e intentaba resolver un problema que aún
no sabía cómo plantear, y retrocedía en un bucle sempiterno al comienzo.
Cadencias… las matemáticas nunca fueron lo mío, una disciplina que no era la
nuestra, sin saber a quién de fiar acudir en busca de ayuda. Números, relaciones,
series, cadencias… ¿en el ADN? Esa superestudiada estructura del interior del núcleo
de las células, que se retorcía una y mil veces como una hélice para formar los
cromosomas, era ahora lo que impulsaba nuestra ilusión. En lo más profundo de esas
cadenas nucleares, se encontraban los genes, el sitio donde cada uno de los rasgos de
lo que somos, se almacenaba silenciosamente desde nuestra creación. Ahora ese
silencio milenario se veía interrumpido por mi curiosidad patológica. Y en ese
empeño por desentrañar el sentido de las cosas, buscando ayuda imaginaria con ese
rompecabezas numérico, venía a mi cabeza una y otra vez Eva.

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