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Debía marcharse
de allí.
Reinel apagó la antorcha antes de subir y dirigirse al patio
exterior. Los tres hombres pasaron junto al cadáver de uno de los
dos guardianes del fortín cuyo asesinato se hizo imprescindible para
poder entrar. «Se formará un buen revuelo cuando los descubran»,
pensó.
Cruzaron bajo un arco y desembocaron en otro patio más
grande. Observó con cautela a su alrededor. Todo estaba silencioso.
La puerta principal permanecía entornada, tal como la dejaron, y no
se percibía movimiento alguno a la luz de la luna menguante que se
reflejaba sobre unas dunas lejanas.
Al otro lado de la puerta, en la muralla posterior del fortín, le
esperaban sus dos compañeros de aventura: Gonçalo D’Antes,
escudero del rey, y Diogo Borges, el escribano de la factoría que
debían fundar para tratar de desviar el tráfico del oro sudanés de la
ruta de las caravanas que ponían rumbo al Norte, cruzando el
desierto. El nuevo camino comercial debía dirigirse hacia la fortaleza
portuguesa de la isla de Arguin, a unas setenta leguas al oeste de
allí, en la costa del océano. Sin embargo, el establecimiento del
enclave insular había resultado un fracaso. Los habitantes de
Huadem, los azenegues, les habían opuesto toda clase de
obstáculos y, cuando comenzaron a temer por su seguridad
personal, decidieron regresar por donde habían venido.
Pero no con las manos vacías. Junto a las escasas taleguillas de
polvo de oro que habían conseguido rescatar a cambio de las
mercaderías con las que cargaron desde Portugal, se les ofrecía la
posibilidad de llevarse consigo el mayor tesoro inimaginable. Los
caballos estaban prestos y habría que salir del territorio de Huadem
a todo galope.
Reinel apenas se entretuvo unos segundos para asegurar el
cierre del saco y colocárselo a la espalda. Adelantó a sus hombres
con celeridad y cruzó la puerta entornada del castillo. Al salir fuera
del recinto amurallado se detuvo en seco. Un espectáculo
inesperado se ofreció ante sus ojos.
Una treintena de moros de tez oscura y semblante sombrío,
fuertemente armados, le esperaba con las espadas desenvainadas.
El escudero D’Antes y el escribano Borges se encontraban atados y
arrodillados delante de ellos en el suelo, con sendas sogas al cuello
y aspecto de haber sido maltratados. El resto de criados negros
habían sido asesinados allí mismo y sus cuerpos aparecían
desperdigados en los alrededores.
Reinel tardó una décima de segundo en comprender el inmenso
error que habían cometido dejándose llevar por la codicia. Dejó caer
el saco a sus pies y levantó los brazos en señal de rendición. Uno
de los moros se acercó a él con siniestra resolución y lo último que
escuchó antes de que todo se volviera oscuro fue la llamada a la
oración proveniente de un lugar lejano.
2
París, Francia.
Nuakchot, Mauritania.