Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Ægypto
ePub r1.0
GONZALEZ 05.04.15
Título original: Ægypt
John Crowley, 1987
Traducción: Matilde Horne
*
Maíz asado y tomates dulces como
fresas, los buenos frutos de la cosecha;
pan casero y crujiente del horno de
algún invitado; perritos calientes, nueve
clases de col y ensalada; su plato de
papel se combaba, empapado, bajo el
peso de tantos manjares.
—¿Qué puede ser esto? —le
preguntó a una mujer que llenaba su
plato junto a él, pinchando algo que
parecía un pastel.
—No sé —respondió ella—.
Comida beige.
Llevó su plato hasta una roca que
ofrecía un asiento adecuado y un
panorama completo de la fiesta. En la
roca de al lado estaba sentado el
flautista, su música tenue e incierta
provenía de una serie de cañas huecas
enlazadas entre sí, y él mismo tenía el
aire de un Pan dulcificado, la boca en
arco fruncida para soplar, la barba
juvenil. Un niño soñoliento se hallaba
sentado a sus pies, con la cabeza
apoyada en su regazo.
—Siringa —dijo Pierce cuando el
flautista dejó de tocar para sacudir la
saliva de su instrumento.
—¿Qué dices?
—Las flautas —dijo Pierce—.
Siringa es el nombre. Era una muchacha,
una ninfa que el dios Pan amaba. Y
perseguía. —Hizo una pausa para tragar
—. Ella era casta, trataba de escaparse,
quiero decir, y en el preciso instante en
que él estaba al fin por darle alcance,
algún otro dios o diosa se compadeció
de ella y la transformó en un manojo de
cañas. En el último momento.
—Qué me dices.
—Sí. Y Pan confeccionó su flauta
con esas cañas. Siringa. La misma
palabra que «jeringa», dicho sea de
paso, una caña hueca. Y Pan sopla en
ella hasta el día de hoy.
—Bueno, ¿a ver, quién da el tono?
—preguntó el flautista. Tentó una nota
—. No puedes tocar muchas cosas con
ella.
—Puedes —dijo Pierce—. Puedes
tocar la Música de las Esferas.
—Tal vez después de algunas
lecciones. —La curva de la boca y su
voz suave, un poco ronca, daban la
impresión de que estaba a punto de
echarse a reír, como si Pierce y él
compartieran una broma secreta—.
Estaba tratando de sacar Tres ratones
ciegos.
Pierce se rió, pensando en octavas y
ogdoadas, en Pitágoras y la lira de
Orfeo. Podía seguir así,
indefinidamente. Era el porro; rara vez
fumaba en estos tiempos, había notado
que el humo sólo lo ponía paradojal y
críptico, por mucha lucidez que
pareciera crear dentro de él, lo cual le
hacía desconfiar de la lucidez. El
flautista lo miraba como si tratara de
individualizarlo, o de recordar quién
era, siempre sonriendo con esa sonrisa
de grata complicidad.
—Soy forastero aquí —dijo Pierce
—. Mi nombre es Pierce Moffett. He
venido con Spofford.
—Me llamo Beau. —No tendió la
mano, aunque su sonrisa se ensanchó.
—En realidad —dijo Pierce— no
debería estar aquí.
—¿Ah, sí? —Algo de Pierce o de su
explicación parecía deleitar cada vez
más al flautista.
—Iba a un lugar totalmente distinto.
Un autobús me dejó varado.
—De modo que eres un colado.
Entraste por la ventana.
—Así es.
—Pero no estás herido, sin embargo.
—¿Hum?
—Eh, Rosie —llamó Beau hacia la
oscuridad—. Ven a charlar. —Pierce
escrutaba los rostros, en medio del
gentío que iba y venía. Una muchacha
morena que se alejaba, cerveza en mano,
volvió la cabeza hacia él en el mismo
instante, y encontró su mirada; le sonrió
como si lo conociera y siguió de largo.
—Bueno —dijo Beau, tecleando con
los dedos los agujeros de su flauta—, ya
que estás aquí, supongo que te pondrás a
tono. ¿Sí? De una u otra forma.
—Bueno, claro —dijo Pierce. Dejó
su plato en el suelo y al instante
apareció un perro a investigarlo, sin
encontrar en él nada de interés—. Sí,
supongo, en cierto modo —dijo,
levantándose.
El niño recostado en el regazo de
Beau levantó la cabeza, pidiendo más
música. Beau tocó. Pierce partió en pos
de la sonrisa que había visto, y que
ahora había desaparecido en medio de
los convidados. Siringa. ¿Qué podía
importar aquí una mercancía como ésta?
Era un tema realmente candente, sobre
todo este mes. Sólo que tendría que
exhibir sus mercancías para poder
venderlas, y mostrarlas equivalía a
revelarlas. ¿Qué pagarías tú por saber
dónde, por qué, esa flauta…?, ¿qué
imágenes o resonancias pueden evocar
los intervalos de esa flauta…? La
encontró sentada en un tronco junto a la
orilla, un poco aislada al parecer;
cuando se retorció entre las manos la
larga cabellera, Pierce la reconoció.
Oyó que alguien le decía al pasar:
—Dime, ¿sabes si Mike va a venir?
Ella se encogió de hombros, sacudió
la cabeza, no, Mike no iba a venir; o no,
ella no sabía; o rechazaba la pregunta. O
las tres cosas. Por un momento pareció
fastidiada, y bebió con avidez.
—Hola, Rosie —dijo Pierce, de pie
junto a ella—. ¿Cómo está Mike? —Era
el humo, el maldito humo y la bebida,
que lo volvían tan desfachatado.
—Muy bien —dijo ella
automáticamente, alzando la vista y
sonriendo otra vez; sus dientes eran de
una blancura deslumbrante, grandes y
desparejos, con caninos largos y uno de
los de delante picado—. No te recuerdo.
—Bueno, caramba —dijo él,
sentándose a su lado—, qué mala
noticia.
—¿Eres de Los Leños? No conozco
a todos los que están allí.
—¿Los Leños?
—Bueno, no sé —dijo ella, con aire
desvalido.
—Fue una impostura —dijo Pierce
—. Una broma. No podrías
diferenciarme ni de Adán. ¿Y cómo
sabremos, cuando lleguemos al Paraíso,
cuál de los hombres que hay allí es
Adán, si no nos lo dicen? En especial
esta semana.
Ella no pareció ofenderse, se limitó
a mirarlo con curiosidad, esperando que
dijera algo más. La nariz larga, los
pómulos salientes, la hacían parecerse a
un gato egipcio; el vestido de verano
que se había puesto era bonito e infantil.
—No, de veras —dijo Pierce—, soy
un amigo de Spofford. He venido con él.
—Ah.
—Nos conocimos en la ciudad.
Estoy de visita. Pero ya estoy pensando
en venirme a vivir con él, aquí.
Dedicarme a la cría de ovejas. —Se rió,
y también rió ella, como si la frase
tuviera un doble sentido; en ese
momento Spofford en persona hizo su
aparición en el pequeño muelle,
acompañado de otros, que se quitaban la
ropa.
—¿Así que conoces a toda esta
gente? —preguntó ella.
—Ni por asomo —dijo él—. Pensé
que tú los conocerías.
—No son exactamente mis amigos.
—Salvo Spofford.
—Oh, bueno, sí. —Spofford estaba
desnudo ahora, a no ser por el ancho
sombrero de paja; los otros lo
provocaban: el juego amenazaba
convertirse en una broma pesada, pero
Spofford se aparto. Manteniéndolos a
raya.
—Es el hombre más guapo de aquí
—dijo Pierce—. Así lo veo yo.
—Para ti.
—A mi modo de ver.
—¿Y el chico con quien te vi
charlando hace un rato?
—Precioso —dijo Pierce—. No es
mi tipo, sin embargo.
Observaron cómo Spofford se
sacaba el sombrero de paja y lo
arrojaba sobre el muelle, y luego se
erguía (en verdad, notó Pierce, muy
atractivo) y se zambullía.
—Mm —dijo Pierce—. Eso me
gusta.
Ella soltó una risita, observándolo
observar y sosteniendo su copa con
ambas manos; la miró y la encontró
vacía. Una música más ruidosa estaba
comenzando, el clap clap clap de un
estéreo portátil, saludada por gritos de
alegría y entusiasmo. Pierce sacó de su
bolsillo una petaca plateada —un regalo
de su padre, con las iniciales de algún
desconocido grabadas en ella; aunque de
metal gastado, Axel había decidido que
era el regalo justo para su hijo, y la
destapó.
—En general no tomo bebidas
fuertes —dijo ella.
—¿No? —dijo él, inclinado para
escanciar.
—No me caen bien. —Acercó su
copa a la espita, Pierce vertió el scotch;
había llenado la petaca y la había puesto
en su maleta al salir de la ciudad; nunca
se sabe, buena idea.
—¿Y dices que te conozco? —
preguntó ella, levantando la copa para
que él cesara de servir, como siempre
hacían los curas cuando él les
escanciaba el vino de la misa.
—No me conoces, todavía no. —
Tapó la petaca, sin beber. De pronto
necesitaba tenerla cabeza despejada.
Entre los adamitas no existía la
vergüenza por la desnudez; no había
pecado para los salvos. Entre ellos él se
sentía con patas de cabra; aunque no
invitado, también él, por otras razones,
sin vergüenza—. Nunca te había visto
antes de esta noche. —Señaló el río—.
Emergiendo de las aguas.
—¿Ah sí? —dijo ella,
devolviéndole la mirada. La música
resoplaba y vibraba, y su cabeza se
movía al compás, con risa en los ojos—.
¿También eso te gustó?
Los dos rieron entonces, las cabezas
muy juntas; los ojos de ella —tal vez
fuera la luna, que al trepar al medio
cielo se había vuelto pequeña y blanca,
pero más reluciente que nunca—
brillaban húmedos pero no parecían
suaves; era como si estuviesen
recubiertos por una fina y delicada capa
de hielo o cristal.
La música era a la vez nueva y vieja,
acompañada de una banda de
instrumentos que la gente improvisaba,
matracas, campanas, cencerros y
bongos. También el baile era ecléctico,
con reminiscencias del destemplado
zapateo country y los éxtasis
convulsivos de los cuáqueros; todo el
mundo participaba, o casi todos. Pierce
casi siempre se mantenía al margen, en
la ciudad hoy en día el baile era
ejecutado principalmente por
semiprofesionales, muchachos de
cuerpos acerados, rutilantes, relucientes
de sudor, con quienes uno no querría
competir. Pierce, de todos modos, no
tenía ninguna habilidad, y no disfrutaba
de este alegre coribante; ni siquiera en
los tiempos de la Gran Procesión lo
había tentado la idea de confundirse con
las muchedumbres y hacer camino con
ellas. Un chapado a la antigua. De
aquella Procesión se acordaba aquí, la
gente brincando, los ritmos de
fabricación casera, como si un
contingente o una rama de aquellas
multitudes se hubiese desprendido y
quedado aquí, siempre girando y
girando, en feliz ignorancia de lo que
había sido de sus compañeros,
dondequiera que estuviesen; siempre
musicando, coribanteando, paseándose
desnudos pero criando hijos y hortalizas
y horneando pan y compartiéndolo con
otros en la nueva vieja hospitalidad. No
podía ser eso, claro que no; era el humo
(el sabor antiguo persistía en su boca,
dulzón y ardiente, nunca había sabido
cómo describirlo, alcachofas y humo de
leña y palomitas de maíz enmantecadas)
y la sensación de haber caído aquí en
medio de ellos con mugre de ciudad en
los poros y vicios de ciudad en el
corazón.
Flirteando. Sólo flirteando. No veía
a Spofford por ninguna parte en el
laberinto de los bailarines, ni en el agua
ahora quieta. Rosie giraba y bailoteaba
con los demás, imposible saber si tenía
una pareja, o si alguien la tenía. La
ventaja del observador consistía en que
al no haber en este tipo de danza, reglas
de movimiento, revelaba el carácter; no
había forma de hacerlo bien si no se
tenía un sentido natural del ritmo y el
don de demostrarlo. Rosie iba y venía
absorta, abstraída, balanceando la larga
cabellera. Daba la impresión de no estar
asimilada al populacho, aunque formaba
Parte de él, como si hubiese adoptado
las costumbres de una tribu Primitiva
que, menos grácil, sin embargo sabía
mejor que ella el porqué de esa danza…
En un alto de la música se acercó a
él, un poco sonrojada, sí colocón sólo
evidente en el brillo de sus ojos.
—¿No quieres bailar?
—No soy muy bailarín —dijo Pierce
—. Pero resérvame el vals.
—¿Tienes todavía la botellita?
Pierce la destapó; ella había perdido
su copa, y bebió de la petaca; también él
bebió, y luego ella otra vez. Miró en
torno.
—Hay una cosa en tus amigos —dijo
—. Pueden ser un poco cerrados. Sin
ofender.
—A mí me parecen muy
hospitalarios.
—Bueno, claro. Contigo.
—De verdad —dijo Pierce,
levantándose—. Soy un recién llegado.
—Y para información de ella—:
Probablemente me vaya mañana, o
pasado. Pronto, en todo caso. Para
siempre. —Echó a andar hacia el agua;
ella lo siguió. ¿Dónde se había
esfumado Spofford? En medio del agua,
un bote navegaba perezosamente,
cargado de niños a quienes llevaban a
dar un paseo por el río. Otro bote estaba
amarrado al muelle.
—No —dijo ella—. Ibas a quedarte
a vivir con Spofford. A dedicarte a la
cría de ovejas. —Le devolvió la petaca
—. ¿Cómo es que has cambiado tu
historia?
—Vivo en Nueva York —dijo él—.
Desde hace años.
—¿De veras? —Con vivacidad.
—Entonces —dijo él—, dime una
cosa. Si no es tu grupo, y son cerrados,
¿a qué has venido?
—Oh, a nadar. Y bailar. Y echar un
vistazo.
—¿A alguien en particular?
—No —dijo ella, mirándolo con
tanta franqueza como lo permitían esos
ojos extraños, cristalizados—, a nadie
en «particular».
Pierce bebió.
—¿Te interesaría —dijo en tono
caballeresco— dar un paseo en bote? A
la luz de la luna.
—¿Sabes remar? —Y en seguida,
como una chiquilla—: Yo sé. Y lo hago
bien.
—Bueno, magnífico —dijo Pierce,
tomándola por el codo—. Alternaremos.
Otro doble sentido. El humo podía
transformar cualquier observación en un
juego de palabras; se rió de éste y del
bote de remos que estaba desamarrando
(el extremo puntiagudo iba adelante,
recordó, con el remero de espaldas) y,
además, de una cálida certeza que en ese
momento se incubaba en su interior. Se
quitó los zapatos y los calcetines y los
dejó en el embarcadero, se arremangó
los pantalones hasta las rodillas y
desatracó, saltando al bote con no toda
la agilidad que hubiera deseado.
Maniobró la vieja embarcación
hacia la luz de la luna, devolviendo
poco a poco a sus músculos artes que
había aprendido tiempo atrás en el río
Little Sandy y en sus riachos y ramales;
una vez más aquel viejo camino parecía
desembocar aquí, en el golpe de los
toletes y el gorgoteo suave del agua de
la noche contra la proa.
—Bueno —dijo—. El río
Blackberry.
—Oh, éste no es el río en realidad
—dijo ella. Se había sentado a
horcajadas en su asiento, y movía los
pies para mantenerlos apartados del
agua de la sentina—. Sólo un riacho. El
río verdadero está allá. —Señaló con el
dedo, reflexionó un momento, y lo
movió apuntando vagamente hacia la
orilla—. Allá.
Pierce miró por encima de su
hombro, pero no vio ninguna salida.
—¿Vamos a ver?
—Si pudiera encontrar el canal. Más
a babor —dijo—. No, más a babor. Para
ese lado.
Pierce remó en falso y estuvo a
punto de caer de espaldas sobre la proa;
ella se rió y preguntó si estaba seguro de
saber cómo se hacía, recordándole su
pretensión de saberlo con el mismo aire
de incredulidad que había adoptado ante
la historia de quién era él, de dónde
había venido, etc. Pierce hizo caso
omiso y recobró la compostura, mirando
por encima de su hombro en dirección a
lo que parecía una impenetrable
espesura de árboles enmarañados. La
corriente tironeaba con suavidad del
bote, y más por sus efectos que por las
indicaciones de ella, se internaron en un
túnel de luz de luna y sauces.
Pierce recogió un remo, el riacho
era demasiado angosto para remar, y la
corriente conocía el camino. Con el otro
mantenía el bote alejado de las
intrincadas raíces de los árboles y de las
espadañas. Se sentía tranquilo,
inmensamente privilegiado. ¿Qué había
hecho él para merecer esto, esta
belleza? ¿Qué habían hecho ellos? Ella,
que vivía allí, con todo esto siempre a
su alcance, todo suyo, esos sauces que
bañaban sus largas cabelleras, esos
nenúfares absortos en sus propios
sueños? ¿Cómo no iban a sentirse
genero y felices?
Ella dejó correr una mano por el
agua.
—Más templada que el aire —dijo
—, ¿cómo puede ser?
—¿Una zambullida? —propuso
Pierce, con el corazón de pronto en la
garganta.
—Oh, mira —dijo ella, la mano en
el único bolsillo de su vestido—. He
encontrado un canuto, aquí en mi
bolsillo. —Se lo mostró entre una «V»
de dedos, como en un antiguo anuncio de
Lucky—. ¿Tienes un fósforo?
A su lumbre, ella lo miró con su
rostro transformado o quizá sólo mejor
definido por la luz de la cerilla;
inquisitivo, o indeciso por alguna razón,
o incluso asustado. El fósforo se apagó.
—Por ahí —dijo, señalando.
Se adentraron en el río. Una ancha
avenida negra, flanqueada de árboles
inmensos; una avenida de cielo húmedo
le hacía réplica en lo alto. La corriente
los condujo, perezosa, hacia el misterio
de la orilla; Pierce sacó los remos y los
hundió en el fango. Tenues como si
provinieran de las confusas y doradas
constelaciones, los murmullos y el
tintineo de la fiesta y la música.
—Vas a encallar —dijo Rosie con
calma.
Él empujó el remo derecho, pero la
embarcación chocó con algo que
afloraba de la orilla y giró en redondo.
Era un pequeño desembarcadero de
madera, y el bote se instaló allí, listo
ahora para ser amarrado, como un
caballo viejo que ha conducido a su
jinete de regreso al establo.
Bueno. Bien. La pequeña escollera
conducía a unos peldaños, por encima
de los cuales no se veía absolutamente
nada.
—¿Exploramos? —dijo él—.
Bajemos a merodear un poco.
—Oh oh oh.
Pero él, en dos rápidas lazadas, ya
había sujetado la boza a un pilote, al
menos no había olvidado esa treta
marinera. Se puso de pie para ayudarla a
bajar.
—¿Y si vive alguien, aquí?
—Aborígenes amables.
—Un perro, tal vez.
La mano era pequeña y estaba
húmeda. Al apoyarle la mano en la
espalda para ayudarla a descender,
cómo se deslizaba el algodón de su
vestido sobre la seda de su piel. Cuando
estuvo a su lado, le ofreció una vez más
la petaca. Escuchaban el silencio.
—No seas miedoso —dijo ella,
tomándolo del brazo. Lentamente,
pisando con cautela el suelo
desconocido, subieron los escalones,
meros troncos hundidos en la tierra
blanda, sostenidos por una gran raíz,
bajo pinos que, con murmullos
amenazadores intentaban ahuyentarles.
—Una casa.
Una casa de campo; un porche
grande protegido por alambreras y una
chimenea, el declive de una cumbrera
contra el cielo abierto a la luz de la
luna, y un sendero tapizado de pinocha
que subía hasta ella. Estaba a oscuras.
—¿Quién estará haciendo eso en la
oscuridad? —murmuró ella.
—¿Qué?
—El piano.
Él no oía nada.
—El piano —dijo ella—.
Despiértate.
No había ningún piano.
Caminaron alrededor de la casa; era
un conglomerado extraño, la parte
visible a la luz de la luna era de estuco;
dos pilotes rechonchos sostenían una
cornisa por encima de una puerta y dos
ventanas con dintel de arco. El gran
porche alambrado era sin duda un
añadido. Más allá de lo que a la luz de
la luna parecía césped de terciopelo y
un topiario, aunque tal vez sólo fuera un
prado, en una elevación boscosa, había
una casa alta, con numerosas chimeneas.
—Aquí viven ellos.
—Probablemente.
También la casa grande estaba a
oscuras. ¿Por qué hablaban en voz baja?
La exploración los condujo de nuevo a
la parte oscura, al porche cercado.
Necesitaba algunas reparaciones: aquí,
junto a la puerta, un agujero lo bastante
grande como para pasar una mano.
Pierce introdujo la suya y, como un
experto, como un ladrón, como un espía,
abrió el cerrojo.
Nada de cuanto hacía era una
elección voluntaria, excepto la elección
de aceptar todo cuanto se le ofrecía. Si
hubiera sido guiado por algún
resplandeciente conductor de almas
hacia un fabuloso Más Allá, a las
fuentes y montañas del Elíseo, no se
habría sentido más ajeno a su yo
cotidiano, menos responsable. Bebe de
aquí. Come de allá. Y ella,
adelantándose traspuso la puerta a pasos
lentos, indecisos…
La casa había estado deshabitada
largo tiempo. Dos sillas de mimbre rotas
eran todo lo que el porche contenía.
Rosie probó la puerta de entrada a la
casa: estaba cerrada con llave. Pero la
gran ventana lateral, cuando Pierce la
empujó, se abrió de golpe con un sonido
como si, sorprendida, la casa tomara
aliento. Por encima del bajo alféizar
pasó la pierna y entró.
Olor a naftalina y a ratones. A
empapelado mohoso y a veranos
muertos. ¿Cuándo, dónde había entrado
antes así, como un ladrón, en un lugar
cerrado con esos mismos olores que
dejaran abandonados antiguos veranos?
Había una alfombra arrollada como un
cadáver en un rincón. Pero nada más. La
luz de la luna yacía en fríos romboides
sobre el suelo.
—¿Y si no fuera segura? —la voz de
ella retumbó en el vacío. Se volvió a
enfrentarlo, su cuerpo delineado al
contraluz de las ventanas, y de un solo
paso Pierce estuvo con ella.
Ella lo recibió sin sorpresa; pero
con qué vehemencia, él no hubiera
podido decirlo; de todos modos se
alimentó, sin glotonería, pero hasta
saciarse, con avidez, como quien bebe
agua; cuando momentáneamente se sintió
satisfecho y se apartó, ella se separó de
él con un pequeño tambaleo, como una
flor que ha sido visitada por una abeja; y
dejando caer su mano del pecho de
Pierce, que había estado oprimiendo
aunque no rechazando, se apartó.
—Éste es el cuarto de estar —dijo.
Había otra habitación después de
aquélla, donde una mesa de juego se
inclinaba sobre una pata coja como si la
favoreciera; y donde una cocina negra
sacaba un largo brazo de tiro de un
agujero en la pared. Cocina. Cuarto de
baño.
—Oh, mira —dijo ella—. Secreto.
Una puerta del baño daba a otra
habitación. ¿Otro añadido? No había
más acceso a ella que la puerta del
baño. Una cama de hierro, escorada,
atónita, sorprendida; un colchón magro,
con botones, tirado al descuido sobre el
somier. Pierce, desde la puerta, vio que
Rosie se acercaba a la cama con pasos
lentos. Volvió la cabeza y lo miró,
ásperamente le pareció a Pierce, como
si la hubiese sorprendido allí,
asustándola, y luego hubiera subido
detrás de ella y la hubiese acorralado.
Ella lo soportó, las manos
tironeando distraídamente de las de él,
la cabeza caída hacia atrás sobre su
hombro. Él le levantó el vestido y las
dos manos izquierdas bajaron juntas a la
entrepierna de ella; su vello era corto,
tupido, como un terciopelo. Ella se
volvió para mirarlo, y él entonces la
soltó; pero cuando lo hizo, ella se
escabulló y se alejó, diciendo algo que
Pierce no alcanzó a comprender.
—¿Qué?
—… si ya no hay más baile, y
mañana tengo que levantarme temprano.
—Su vestido la cubría otra vez, aunque
no se lo había arreglado—. Bailando
soy siempre la última. —Lo miró con
aire ausente, como si él fuera su invitado
y la visita se estuviera prolongando
demasiado. Y él tuvo de pronto la
insensata sospecha de que ella conocía
esta habitación, de que la conocía mucho
y bien; y (porque, en cierto modo, era el
mismo pensamiento) de que podría
hacer allí con ella cualquier cosa,
cualquier cosa, sin encontrar más
resistencia que esa extraña apatía. No
era de él de quien se apartaba.
—Sé que no debería —dijo ella,
empujándose hacia atrás el cabello—.
Sé que no debería, pero si todavía tienes
esa botellita, me gustaría otro sorbo. Si
puedo.
Él tenía que negarse. Lo sabía; tenía
que negarse, negarse en verdad a
escuchar cualquier otra cosa que ella
dijera; era para eso que ella lo decía. El
cabello se le erizó en la nuca, el vello
en los brazos.
—Seguro —dijo, sacando la petaca
del bolsillo—. Seguro, aquí tienes, pero
vayámonos de aquí. Basta ya de casa
encantada.
—¿Asustado? —dijo ella, y se rió; y
fue y lo tomó del brazo; él le dio la
botella y ella la empinó mientras salían
de la casa—. Yo vivo a veces en una
casa como ésta —dijo. Pierce la ayudó a
salir por la ventana—. Junto al río,
quiero decir, una cabaña, es agradable.
Me gusta tanto el agua. Aquí tienes tu
botella. Creo que lo que más me gusta es
el taponcito colgado de la cadena.
Tomados del brazo, otra vez alegres
compañeros, volvieron al bote. Pierce,
con el corazón confuso y los ijares
túrgidos, no sabía si se había estafado a
sí mismo, si le había fallado a ella, o si
había escapado indemne de un peligro;
sólo sabía que había bajado de un piso
alto, al que no recordaba haber subido
nunca. Fue el terror de encontrarse allí,
sin saber cómo ni por qué, en el peldaño
más alto, lo que hizo que se le erizaran
los cabellos, lo que le hizo pensar en
volver. Ella, de pie en el rincón junto a
la cama de hierro, petrificada, absorta,
partida en dos.
Pierce, haciendo bromas, las manos
y la cabeza en contradicción, desatracó
con torpeza y comenzó a remar. La luna
estaba poniéndose y el río se había
vuelto más oscuro; luchando contra la
corriente, condujo el condenado bote de
nuevo hacia el gorgoteante canal, sin que
ella le echara una mano. Ahora estaba
tentada de risa, encontraba ridículos sus
forcejeos, y le tomaba el pelo mientras
él bregaba con los remos que se
enzarzaban en las algas pegajosas, el
sudor cosquilleándole en las cejas.
—A ver ahora —dijo, empezando a
temer que pudieran perderse—. No
perdamos la cabeza, no perdamos la
cabeza —pero también eso era un doble
sentido.
Ella sólo dejó de reírse cuando
entraron en aguas de remanso y él remó,
al fin, hacia la playa iluminada por las
fogatas.
—Bueno —dijo ella alegremente,
saltando a tierra—. Gracias por el
paseíto en bote. —Le tendió la mano—.
Fue agradable conocerte. Eres muy
interesante.
—Fue agradable conocerte a ti —
dijo él.
—Estoy segura de que te veré por
aquí.
—Seguro —dijo él—, en la feria del
condado.
—Me gustan las ferias.
—Eso diría yo.
Ni la bebida ni el humo habían
fundido ese hielo extraño detrás del cual
su mirada se perdía indistinta. Se alejó
de él, playa arriba, haciendo ondular el
ruedo de su vestido de verano. Pierce
hundió otra vez las manos en los
bolsillos y se volvió hacia el agua, cuyo
oro se había desvanecido. Un hombre
gordo, embutido en un neumático,
flotaba cerca de allí, pataleando
suavemente.
Bueno, y ahora qué, pensó Pierce.
Una súbita ráfaga de aquí y ahora.
¿Por dónde andaba Spofford? Iba
justamente hacia donde él estaba, al otro
lado del campamento. A la luz de una
fogata donde estaban quemando basura,
y tostando sin dúdalos últimos
malvaviscos, Spofford lo saludó con la
mano.
El flautista se había marchado, como
casi todos los otros. Un pensamiento
súbito lo asaltó: toda esa gente tendrá
que conducir para volver a casa ¿cómo
se apañan? ¿Y cómo se apañará ella?
—Buena fiesta —dijo Spofford.
Estaba comiendo un trozo de pastel, una
mano debajo, a modo de patena, para
recoger las migas.
—Divertida —dijo Pierce.
—¿Listo? —preguntó Spofford.
—A la orden. Cuando tú quieras.
Spofford, aunque sonreía, parecía
pensativo. Arrojó las migas al fuego y se
frotó las manos.
—Buena fiesta —dijo otra vez, con
aire satisfecho. Echó una mirada a sus
tierras, se aseguró de que quedaban allí
los suficientes invitados meticulosos
cuyo placer es limpiar y ordenar, y dijo
—: Vámonos.
Si le ocurre un accidente será en
parte por mi culpa, pensó Pierce. Estuvo
a punto de reprocharle a Spofford:
deberías cuidarla mejor, no sabes en qué
peligros se mete.
Oh Dios.
Spofford arrojó la manta ocre en el
camión.
—¿Conociste gente? —preguntó—.
No era mi intención arrojarte a los
leones.
—Ya lo sé.
—Hubiera tenido que presentarte.
—Me las arreglé.
—Buena gente, casi todos. —Le
sonrió a Pierce de soslayo, poniendo en
marcha el camión—. Y el viejo Mike no
apareció, según parece.
—¿No? —dijo Pierce sintiéndose
ridículo. Qué demonios había estado
haciendo, qué. Había metido su gran
pata en una trama de relaciones que ni
siquiera había empezado a comprender,
en un territorio, el territorio de su
amigo, al que acababa de llegar, un
huésped. Y en el cual no tenía en
realidad nada que hacer.
El camión saltó a la carretera
ensombrecida. Spofford silbaba entre
dientes. Cuando hubieron viajado largo
rato en silencio, Pierce dijo.
—Supongo que debería volver.
—¿Ah sí?
—El Deber. El Futuro.
—Lo que tú digas.
La noche, el viento, el arco de luz de
los faros del camión. La luna había
desaparecido. Pierce se abrazó fatigado,
perplejo. Tenía la impresión de haber
estado ausente de su casa durante un
siglo.
—¡Eh! —dijo Spofford quitando el
pie del acelerador. En el camino había
un ciervo, un gamo inmóvil sobre sus
zancas delicadas. El camión viró para
esquivarlo y se detuvo, y el gamo, como
si al cabo se decidiera a tener miedo,
echó a correr y de un salto se zambulló
en la espesura. Un goterón de lluvia se
estrelló en el parabrisas, y luego otro—.
Aquí llega la tormenta —dijo Spofford.
Cuando Pierce despertó en la cama
de Spofford, ya del otro lado de la
noche, había dejado de llover; en algún
momento Spofford debió de levantarse
sin despertarlo y abrir las ventanas,
porque ahora estaban abiertas. La noche
estaba clara, o empezaba a aclararse.
Pierce podía ver una única estrella en el
ángulo de la ventana.
Había sido un zumbido insistente,
que iba y venía, semejante a un pequeño
barreno de alta velocidad, lo que lo
había despertado. Tardó un rato en
reconstruir el mundo en torno a él,
mientras escuchaba a Spofford que
roncaba suavemente dentro de su saco
de dormir en el cuarto contiguo;
esperando que el mosquito que le
rondaba la oreja se posara por fin, para
aplastarlo de un manotazo, vivía aún en
el sueño largo y minucioso que había
estado soñando, una alegoría de los
grumos del colchón de Spofford y la
orquesta de insectos fuera de la casa.
Y a ver, qué era lo que había
soñado…
De pie, en compañía de un anciano,
al alba o al anochecer, contemplaba una
comarca lejana, tan lejana que estaba
hecha de tiempo, no de espacio. De pie,
sí, junto a la entrada de una caverna, con
ese anciano que tenía una estrella en la
frente. De pie, y frente a ambos la
comarca, por qué, cómo habían llegado
hasta allí. Pierce pujaba por mantener
abiertas las puertas que se cerraban
silenciosamente, las puertas que
conducían a las antiguas trastiendas del
sueño, las puertas que se cerraban
ciegamente, por qué tenían que cerrarse,
por qué.
Oh, sí. Ya recuerdo.
Años y años. Su educación a cargo
de maestros difíciles… ¿O fue acaso
uno sólo, el único maestro, el anciano,
bajo distintos disfraces? La
inconsciencia salvaje que le fuera
arrancada por la fuerza, con deberes que
aún podía sentir, incluso paladear, pero
no recordar, enigmas para dilucidar y
paradojas para resolver, oh lo he
encontrado, lo veo, cualesquiera que
hayan sido, dualidad, identidad,
metáfora y símil. Viajes, o ilusiones de
viajes, porque parecía, había parecido,
habíale sido demostrado o revelado una
y otra vez y otra vez, que nunca había
salido de los confines del socavón
donde le fueran impartidas esas
enseñanzas, no hasta ahora: no hasta que
tomado de la mano lo guiaran hasta un
largo túnel de greda húmeda, a la luz del
farol del anciano, hasta la boca de la
caverna, para señalarle el camino hacia
las tierras de más allá; aire límpido y
real por fin, vientos de amanecer
despeinando sus cabellos y ondulando la
túnica del maestro, juntos allí los dos,
antes de separarse para siempre. Él
conocía su tarea; sabía cuáles eran sus
armas y quiénes sus enemigos. Y a la luz
de los ojos claros y tristes del viejo,
veía que haría todo lo posible, lo haría,
sí, pero que también lo olvidaría todo,
todo cuanto había aprendido, su tarea, su
educación, quién era él y de dónde había
venido, todo; recordaría, cuando hubiera
llegado lejos, sólo lo lejos que había
viajado; sólo recordaría, y vagamente,
que era un forastero aquí, en este país
triste, en estas calles tristes, en esta
oscura celda triste donde esperaba a la
chica que le traería sandwiches y leche
y…
Oh sí. Pierce se despertó del todo,
recordando.
Una bandeja de sandwiches y leche
traída, como de costumbre, por la chica
sonriente, la niñita que había sido tan
amable, burlonamente bondadosa, como
si en realidad no le tuviera ninguna
lástima; la bandeja que le traían como
de costumbre, como durante años, el
único recreo de su trabajo, qué trabajo,
su educación de años y años aquí, este
camastro, esta lámpara, aquellos libros.
Sólo que hoy había una carta apoyada en
el vaso, una carta. ¡Una carta! No
necesitaba abrirla, con sólo verla
recordaba súbitamente todo; quién era
él, cómo había venido aquí. ¡Oh, sí! ¡Sí!
Toda la parte final del sueño, el maestro
venerable, la tarea, las palabras de
poder que aprendiera, la comarca
avizorada a lo lejos, todo acudió
súbitamente a su memoria cuando cogía
la carta, un sobre blanco que irradiaba
una tenue luz opalina; la memoria
bañándolo como agua clara.
Oh sí, oh Dios, qué alivio recordar y
no haberlo perdido. Tendido aún
inmóvil en la cama de Spofford, sentía
con profunda gratitud la posesión de su
sueño, un placer sensual semejante al de
rascarse o el de bañarse en agua clara.
Prodigioso, prodigioso. Por qué, qué es
esto, cómo pueden la carne y la sangre
revelar semejante prodigio, cómo puede
la carne sentirlo. Oh Dios, qué extraña
es la vida. ¿Cómo es que el Significado
cobra existencia? ¿Cómo, cómo lo forja
la vida, lo modela, lo exuda; cómo es
que el significado llega a tener efectos
físicos, tangibles, o es experimentado
con una conmoción, o causa dolor o
añoranza, o es buscado como un
alimento; el Significado puro que nada
tiene que ver con los vestidos de las
personas, ni con los hechos con que está
arropado, y no obstante inseparable de
una u otra de esas prendas? Una estrella
en su frente. Una estrella.
El mosquito, con un alboroto
enorme, se acercó de nuevo a su oreja,
se posó, e instantáneamente cesó de
zumbar. Pierce esperó con terrible
astucia a que se acomodara. Al cabo de
un momento, cuando hubo insertado su
delicada probóscide y empezó a
inocular su fluido irritante, Pierce logró
localizarlo, y de una rápida palmada lo
asesinó. Gruñendo de alivio, el oído aún
zumbándole a causa del golpe, hizo con
su trofeo una bolita entre los dedos. Una
pulga en la oreja. Había historias de
personas que se habían vuelto locas a
causa de algún bicho alojado en el
conducto auditivo, imposible de extraer.
Se desperezó sobre el terreno de la
cama, y paladeó el aire fresco que
corría libremente por la cabaña y se
hubiera dicho también a través de su
cuerpo. Tuvo una percepción súbita, una
perla destilada al parecer de las aguas
claras de su sueño, de cómo podía salir
del aprieto en que estaba metido con el
Barnabas College y procurarse tal vez
un futuro que no fuese una celda. Sí.
Simple, no fácil pero simple. Sólo
requeriría astucia y años de trabajo;
pero algunos de esos años de trabajo ya
habían sido invertidos, bajo esa
lámpara, entre esos libros.
Amanecía. La ventana era un
rectángulo pálido de luz verdosa como
un encaje de hojas oscuras, y una polilla
blanca revoloteaba buscando una salida.
Pierce arrojó a un lado la sábana y se
levantó, completamente despierto; fue
hasta la ventana para liberar a la polilla
que batía las alas contra el mosquitero.
La tarea había consistido en olvidar,
por supuesto; lo que él había visto en los
ojos de su maestro no era reproche sino
piedad. La tarea había consistido en
olvidar, en vestirse de olvido como con
túnicas y una armadura, las túnicas
encima de la armadura, a fin de poder
entrar disfrazado en esta ciudad triste.
El viaje mismo, y la comarca lejana que
debía cruzar, habían sido olvido.
Un hiato en su trabajo. Un largo
hiato. Pero ahora, ahora recordaba.
Se acodó en el alféizar, y miró a lo
lejos, la cara entre las manos, como una
gárgola. En la calle ladraban perros;
carillones de viento; cencerros de
camello; una pandereta sacudida
lánguidamente. La caravanera, bien
despierta.
Ella lo había sabido siempre, por
supuesto, ella, la que fuera cuidadora o
carcelera o las dos cosas; no era de
extrañar que hubiera sonreído, no era de
extrañar que se hubiera mostrado
solícita pero no piadosa con él. Casi
podía oír la risa de ella a sus espaldas.
Porque ahora el mundo empezaba a
moverse bajo sus pies una vez mas, los
vientos del amanecer se levantaban a
medida que la noche palidecía. Los
campamentos se despertaban, las
caravanas se agitaban, los guías gritaban
y empuñaban sus látigos, los camellos se
erguían, ululando y lamentándose, sobre
dos patas, sobre cuatro patas, las altas
alforjas se balanceaban y tintineaban,
mercancías exóticas provenientes de los
siglos coloreados. Hazte a la mar, ponte
en camino, más allá del antiguo portal
que se abría al Oriente, las estriadas
arenas se prolongaban, interminables,
hacia el horizonte, hacia el cielo
verdeoro, donde antes de la salida del
sol, resplandecía una sola estrella.
Ovoides de un blanco acerado, con un
zumbido agudo que no era de este
mundo, ascendían dos cuatro seis desde
el otro lado de las áridas montañas
rosadas, reflejando la luz del sol todavía
oculto: naves astrales, arcontes celosos
y vigilantes. Más allá de aquellas
montañas, las llanuras fértiles, la ciudad
y el mar. La tarea esperaba allá, en
aquella lejanía, tan lejana, que estaba
hecha de tiempo y no de espacio, el
cuerpo del tiempo, y sin embargo, no
inalcanzablemente lejana; y un país que
él conocía, o que había conocido alguna
vez, un país por el que antes había
transitado.
Retrocediendo una vez más hacia el
olvido, profundamente dormido allá en
las Colinas Lejanas, Pierce se puso en
camino; y no volvió a despertarse hasta
que Spofford empezó a partir la leña
menuda para el fuego del desayuno, y el
olor de madera de manzano quemada
inundó la cabaña y la mañana fría.
II - LUCRUM
Uno
—¿Así que hoy te marchas? —
preguntó Spofford.
—Sí, creo que sí.
—Bueno, pero espera un poco, junta
ánimo. —Se calentó las manos en la
estufa—. Hace frío —dijo—, el verano
se acaba.
Afuera, la bruma, levantándose
rápidamente desde el valle y el río,
empañaba la claridad de la mañana.
Pierce hundió las manos en los bolsillos
y apretó los brazos contra los flancos;
también en la ciudad, pensó, la mañana
sería fresca, las calles lavadas por la
lluvia, el aire nuevo.
—Hay un autobús que parte
temprano de las Jambas —dijo Spofford
—. No sé muy bien a qué hora, pero lo
alcanzaremos. —Sonrió—. Estás seguro
de no querer quedarte para siempre. —
Interrumpió «área de partir huevos en un
cuenco y estudió a Pierce, que perecía
silencioso y abstraído en el quicio de la
puerta—. ¿Has dormido bien?
—¿Hum? Sí, claro, sueños extraños.
—Había empezado a tiritar—. Ahora lo
he olvidado, casi todo. Lo recordaba
cuando me desperté en plena noche,
pero ahora he vuelto a olvidarlo.
Un plan, la perla de una resolución
desalada de lo que fuera que había sido
su sueño, eso, al menos, lo recordaba.
La hizo girar entre los dedos de su
mente. Bueno: muy bien. Era real. Hasta
le infundió un poco de calor, como la
enorme camisa de lana roja que
Spofford le arrojó para que se pusiera;
le infundió calor y le hizo sonreír. Lo
primero que haría al volver sería llamar
a Julie Rosengarten. Quien sin duda se
sorprendería de tener noticias suyas.
Pero cómo demonios se llamaba esa
agencia donde ella había entrado a
trabajar. Un nombre pretencioso, una
alusión clásica y él le había tomado un
poco el pelo; per ardua ad, ah sí.
Agencia Literaria Astra.
El pedregoso camino hacia la gloria.
Muy bien. De acuerdo. Cuida tu negocio,
había dicho Barr riéndose entre dientes
en la cálida seguridad de su cátedra en
Noate. Cuida tu negocio y tu negocio
cuidará de ti. De acuerdo. Había más de
una forma de ganarse la vida, y ésta era
la única forma que se le ofrecía.
—Sí —dijo sentándose frente a los
huevos que Spofford le había preparado;
por alguna razón tenía un hambre voraz
—. Adelante. El Deber. El Futuro.
—Espero que vuelvas, ahora que
conoces el camino —dijo Spofford.
Por alguna razón, Pierce tuvo una
fugaz visión de la Rosie de Spofford
emergiendo de las aguas. Carraspeó
para librarse de las migas de tostada que
de pronto se le habían atascado en la
garganta, y miró ansiosamente en torno;
no había allí nada suyo para recoger y
empacar, puesto que no había
desempacado nada.
—Uno tiene que conservar los
amigos —dijo Spofford—, al menos yo
lo hago; echo de menos la conversación
refinada. Sabes, no hay mucho de eso
por aquí.
—Estoy seguro de que volveré
alguna vez —dijo Pierce.
—Lo harás —dijo Spofford. Vertió
el café humeante—. Volverás, yo me
ocuparé de ello.
Retrasada, con su vida todavía
ridículamente empacada en la
camioneta, Rosie enfiló rumbo a las
Jambas de Blackbury a fin de
entrevistarse con Allan Butterman.
Había perdido algún tiempo en vestirse,
buscando al principio faldas y
chaquetas, sin encontrar un conjunto que
combinara y no estuviese arrugado, que
fuese decente y apropiado para la
estación; y luego había decidido (nunca
había estado hasta entonces en el bufete
de un abogado) que no, que esto no era
como una entrevista de trabajo sino más
bien como una visita al dentista, que
debería llevar ropa cómoda; y encima
de una camisa de franela a cuadros,
fresca y que olía a nuevo, se había
puesto el mismo mono de ayer. La
señora Pisky y Sam —a quien ésta
llevaba de la mano— la habían
despedido desde el porche como si
mami no fuera a volver nunca más.
Adiós. Adiós.
En esta mañana fresca, el pueblo
había perdido su somnolencia estival y
bullía de tráfico. Rosie notó la presencia
del camión de Spofford, pero no vio a
Spofford; estuvo en un tris de chocar con
el autobús de Nueva York, que en ese
momento partía de la tienda de dulces,
donde tenía su parada, mientras trataba
un tanto a ciegas de aparcar. Chirrido de
frenos, los frenos funcionaban bien, y
algo pesado se derrumbó en la parte
trasera de la camioneta.
El autobús rodeó la camioneta y se
alejó con un malhumorado ronquido del
escape; Rosie agitó la mano,
disculpándose, y un pasajero oscuro,
detrás del cristal verde, le devolvió el
saludo. Sacó del asiento Manzanas
mordidas y con el libro bajo el brazo
echó a andar por la calle de los Puentes,
hasta el edificio Bola. Cuando era
pequeña, Rosie suponía —le parecía
obvio— que el edificio de ladrillo rojo
del siglo XIX, con sus cuatro pisos, el
más imponente del pueblo, llevaba ese
nombre (inscrito en forma de arco, en lo
alto de la puerta principal) a causa de
las bolas de piedra que coronaban los
florones laterales. Su dentista había
tenido allí su consultorio. Y se llamaba
Torno. A él le hacía gracia; pero Rosie
pensaba que su apellido era tan
apropiado como el nombre del edificio.
El pueblo grande, los largos pasillos de
extraños olores del gran edificio Bola:
no acababa de identificar aquel pueblo
grande de entonces con éste tan
pequeño.
La secretaria de Allan Butterman
pareció alarmada cuando la vio llegar.
—Oh, cuánto lo siento —dijo—. El
señor Butterman ha tenido que ir a un
funeral esta mañana. Lo había olvidado.
Vino y tuvo que volver corriendo a su
casa para cambiarse.
—Está bien, no importa.
—Estará de vuelta en un par de
horas.
—Muy bien, de acuerdo. Volveré
más tarde. En realidad, no tengo ninguna
prisa.
El vago olor que llegaba hasta el
bufete del abogado, filtrándose desde
los consultorios médicos y
odontológicos vecinos» ese olor de
antisépticos y medicamentos, le recordó
a Rosie las fantasías que solía tener
cada vez que la llevaban a ver al doctor
Torno: que ojalá estuviera ausente,
enfermo, de vacaciones, muerto. Nunca
había ocurrido nada de eso. Cuando
salió al aire tibio de la mañana notó que
tenía la garganta seca y que el corazón le
latía al galope.
Dos horas. Está bien. Podía ir de
compras o algo así. En el limbo,
comenzó a vagabundear en dirección al
puente, y empezó a cruzarlo mirando al
sur, hacia el Butterman en su roca;
demasiado lejano para distinguirlo
incluso en esta luz diáfana.
Todo le pareció de pronto una
inmensa complicación, un avispero que
quizá se había salvado de remover
gracias al imprevisto funeral de Allan; y
tal vez debiera tomar eso como una
señal, quizá debería olvidarse de la Ley
y volver a casa. Pero cuando pensó en
su casa, pensó en Arcadia y no en la
casona de piedra rústica de Stonykill.
De modo que una parte de su mente, en
todo caso, permanecía decidida, a pesar
de esta otra que todavía titubeaba.
Él le preguntaría (no podía imaginar
que no lo preguntara, sin duda tendría
que saberlo) por qué quería iniciar esa
acción legal. Bueno, yo no quiero iniciar
nada, pensó que respondería; lo que yo
quiero es terminar con algo. Pero ésa no
era una respuesta.
En realidad no tenía razones. La
única razón era que ya no le parecía
tener razón alguna para estar casada.
Le parecía claro que nada, ni la
creciente aversión que le inspiraba Mike
(ninguna palabra más fuerte parecía
adecuada), ni sus amoríos y reclamos, ni
su propio desasosiego, nada de eso sería
motivo de divorcio, si es que existían
motivos para estar casado. Ella suponía
que en los viejos tiempos, los Viejos
Tiempos, los tiempos de sus padres o
antes, no hacía falta tener razones, estar
casado era ante todo razón suficiente
para permanecer casado; pero ahora —
un somero repaso de las historias de sus
amigos, de la televisión, de los
periódicos, lo ponía en clara evidencia
—, ahora aquellos que todavía estaban
casados permanecían casados sólo
gracias a un constante esfuerzo de
imaginar por qué estaban casados; un
esfuerzo diario, dado que un día u otro
uno podía convertirse en descasado. Era
lógico suponer que una alianza basada
puramente en la elección, en una
elección voluntaria, sería más fuerte que
otra asentada, como la de sus padres, en
meros supuestos sociales y tabúes; pero
lo cierto era que los matrimonios
electivos podían evaporarse
simplemente de la noche a la mañana, en
un momento de descuido. Y sin dejar
nada atrás, ninguna razón. Pensó en Sam.
La gente suele permanecer unida por
los hijos. Eso habían hecho sus padres.
Pero ahora había miles y miles de niños
—la mayoría, hasta donde ella podía
saber— en guarderías y parvularios,
provenientes de Hogares Deshechos. Sin
duda, con tanta gente ocupándose de
esto, se encontraría una forma para que
los hijos fuesen criados por los padres
separados y no sufrieran por ello.
Aunque quizá nunca habían sufrido tanto
como decía la gente a causa de su hogar
deshecho.
Sabía con certeza —una certeza fría
y terrible, lejana y definitiva— que Sam
no podía sufrir por el hecho de que
Rosie se separara de Mike tanto como
Rosie había sufrido por el hecho de que
su madre permaneciera con su padre: en
esa casa espantosa, donde siempre
acechaba el fantasma de la muerte,
donde no había en realidad ningún hogar
que destruir. Sin él, habría tenido una
vida mejor.
No era la primera vez que Rosie
pensaba en estos términos, pero sí la
primera vez que lo pensaba en el
contexto de su propia condición de
madre. Y en ese contexto, la alarmaba.
No estaba haciendo comparaciones, no.
No. Se alejó del puente rozada por el
ala oscura de ese antiguo resentimiento
que iba y venía. Echó a andar por la
calle principal hasta la Cueva de las
Roscas; se sentó en un lugar fresco,
pidió café y un roscón con jalea, y abrió
Manzanas mordidas en la página
señalada con una horquilla. Dos horas
de espera.
La segunda parte acontecía en
Londres, y Rosie la leía con gusto.
También a Kraft parecía gustarle, el
texto se expandía y se replegaba como si
los dedos del autor hubiesen estado
impacientes por llegar a esta etapa más
bulliciosa y colorida. Los párrafos eran
más extensos, había listas y
descripciones de comidas, vestimentas y
costumbres curiosas y divertidas. La
ciudad era un espectáculo permanente, o
así estaba descrita, no sólo las
procesiones del Lord Mayor y de las
Cofradías, las sesiones del Colegio de
abogados, sino también de los teatros
que ahora se construían y de los patios
de los mesones convergidos en tablados
(como el «Red Bull» donde se
representaban farsas y tragedias y
crónicas) y de los parroquianos
bulliciosos y atentos y críticos, un
espectáculo tan atractivo como la
representación misma, o del Teatro
donde actuaban los Hombres del Conde
de Leicester. Pero en Southwark todavía
existían reñideros, donde los osos Old
Braw y Tattered Raf y el Precious Boy
trituraban a dentelladas las cabezas de
los mastines como si fueran manzanas
(todo el mundo conocía sus nombres e
iba a verlos: aprendices de caldereros y
grandes damas y nobles venidos de otras
comarcas) y sus amantes amos los
atendían y curaban sus espantosas
heridas, y seguían viviendo para romper
los lomos de otros mastines —Rosie se
compadecía de los perros, pero al
parecer pocos lo hacían entonces—.
Había cisnes blancos en el río y cabezas
de traidores picoteadas por los milanos
en el Puente de Londres. Había
conspiraciones e intrigas y atentados
contra la vida de la reina por medio de
brujerías, que horrorizaban a todo el
mundo: una marioneta hecha a imagen de
la reina, acribillada de alfileres, había
sido hallada en los jardines de la posada
Lincoln, y el amigo y astrólogo de la
reina, el doctor Dee, había sido llamado
para que la viera y diese su opinión. No
era nada, dijo, un juguete, la reina
viviría muchos años y con buena salud y
ella se exhibió públicamente en su
barcaza sólo para que todos
comprobasen que estaba bien, y pasó la
Navidad en Richmond.
Todo era tan vividamente colorido,
pensaba Rosie, como un dibujo
animado; y parecía natural suponer que
también ellos lo sintieran así en ese
entonces, con esas vestimentas extrañas
de todos los colores del arcoiris, y otros
que ella apenas era capaz de imaginar,
azafrán y morado y obispo y caca de
ganso. Cuando se morían, dejaban estos
trajes imposibles a sus sirvientes,
quienes, como no podían usarlos, los
vendían a los actores: los tablados de
los patios de los mesones estaban
desnudos, y el sol brillaba (o no
brillaba) en lugar de las candilejas, pero
en ellos los personajes se pavoneaban
cubiertos de sedas y bordados que
proclamaban Rey, Señor y Princesa; así
fuera en la Antigua Roma, o en los
tiempos de Enrique V, o en la remota
Italia, ellos usaban los mismos trajes de
los señores muertos, en tanto lucieran
con el suficiente esplendor. El joven
Will (como Kraft seguía llamándolo),
lanzado de súbito en medio de esta
vorágine, aprendía a bailar y a cantar
(en los teatros se bailaba, «brincaba» y
cantaba tanto como se actuaba, la danza
más parecía una acrobacia, y Rosie se
preguntaba cómo sería, ¿sería torpe o
airosa?); y se hacía de amigos entre los
mozalbetes avispados fogueados en las
tentaciones y asechanzas de las calles y
la corte de la compañía del Conde de
Leicester. Incorporado por etapas en la
compañía, había tenido que soportar
bromas, iniciaciones. Muchachos duros
de pelar. Demuéstrales que no tienes
miedo. Maese Burbage y el irritable
maestro decoro, con su túnica negra,
mediaban en las riñas, a ver, qué está
pasando aquí, qué pasa.
Will fue probado al principio para
los roles femeninos, los difíciles de
cubrir, porque desde luego no había
actrices; Rosie recordó que en un tiempo
ella había sabido eso. Dos naranjas en
su corpiño. Besos y silbatinas.
Empezaba a aparecer en la historia una
suerte de tensión sexual extraña y hasta
tenebrosa, y Rosie se preguntaba si no
sería ella la que la imaginaba a causa de
lo que Boney le había contado sobre
Fellowes Kraft; como si allí hubiera
otras iniciaciones de las que no hablaba,
una especie de corrupción casi
escandalosa, sólo casi: en las mansiones
de los nobles, donde los muchachos
actuaban, había jóvenes señores
siniestros, de largos rizos, con
pendientes en las orejas, ebrios y
ojerosos, alguien vomitando en el
rincón. Con la primavera la peste llegó a
Londres; el amigo íntimo de Will, que
hacía el papel de Phyllis y Clorinda y
Semíramis, pero que había defendido
con bravura a Will en las riñas de los
muchachos, murió aferrado a la mano de
Will. Pálido y delirante y balbuceando
versos y canciones de amor. Will creció
un poco. Los jóvenes señores se iban a
sus casas de campo, o a Francia, los
carretones de los cómicos partían hacia
las provincias huyendo de la peste; los
muchachos del Conde de Leicester
siguieron a la Corte y a la reina en su
peregrinaje.
¡La Reina! Se hubiera dicho que en
el relato no había más mujeres que ella,
como si en ella se concentrara todo lo
femenino, una sola mujer en el reino
pero qué mujer. Kraft parecía
deslumbrado y casi sin palabras ante la
reina, lo mismo le sucedía a todos en la
historia. Robin de Leicester la colmaba
de agasajos, él y la reina habían sido
amantes durante años (pero qué harían,
se preguntaba Rosie); y si alguien
conocía el fondo de su corazón, ése era
el suave y delicado Robin; pero no,
nadie lo conocía. En mayo Leicester
llevó a sus muchachos a Wanstead para
presentar una mascarada escrita por su
sobrino, sir Philip Sydney, un caballero
perfecto y gentil vestido de una seda tan
azul como sus claros ojos de niño. La
Dama de Mayo. Era Isabel en persona,
ella misma, el principal actor
enmascarado, y el único objeto del
drama, aunque no había parlamentos
escritos para ella; no necesitaba
ninguno. En el suave chartreuse de los
jardines ella y su séquito se topaban con
una ninfa que emergía de entre las lilas y
hacía reverencias: No imaginéis,
adorable y gentil señora, que me
humillo así ante vos a causa de vuestro
rumboso atavío… Ni porque cierto
caballero procure rendiros tanto honor
contó puede en ésta su morada…
Aspiraría más bien a vuestra reverenda
si no viera en vuestro rostro algo que
hace que me rinda ante vos… y la reina
respondió al gracioso y encantador
impronto con una afilada sutileza que
casi demudó al efebo-ninfa y le
enrojeció las mejillas bajo el colorete.
Will, alto ahora y formal de aspecto,
interpretaba el papel del pedante
Rhombus, un personaje característico de
la Comedia que le iba como anillo al
dedo: los pedantes y sabihondos, con
bocadillos de palabras cultas, sólo él
entre todos los muchachos era capaz de
aprenderlos de memoria. Permitidme
delicidar el intrinsicabilísimo mihollo
del dilema. Bien dicho, doctor, veo que
poseéis vuestro grado de Magister
Artis. Por cierto que sí, con el
beneplácito de Vuestra Majestad
(inclinándose en una profunda
reverencia, con una mano en su lumbago
de viejo pedante), lo poseo
honorificabilitudinitatibus. La reina
soltó una carcajada, era una palabra que
Will solía blandir a borbotones para
hacer reír a Simón Hunt en la escuela de
Stratford; y después de la representación
la reina pasó revista a los Mancebos, y
se detuvo frente a Will, casi una cabeza
más alto que sus compañeros, una
cabeza pelirroja.
Oh la la, pensó Rosie, la reina va a
hacer una profecía.
La cabeza de la reina se irguió,
blanca, pequeña y arrugada, desde el
escote del suntuoso vestido, el rostro de
una doncella largo tiempo aprisionada
en un castillo feérico, la roja cabellera
ornada de joyas tan complejas como
rizos, y la tiesa gola blanca de encaje
enmarcaba desde atrás su cara
abovedada, de nariz larga y ojos
saltones. De modo que también ella era
un pavo real, un pavo real blanco con
todo su plumaje desplegado. Will,
delante de ese monstruo fabuloso, no
podía apartar la mirada; los ojos de
pájaro de la reina se clavaron en los
suyos, verdes como esmeraldas.
Dos cosas que la reina adoraba eran
los cabellos rojos y las joyas. Acarició
suavemente con su mano cubierta de
anillos el pelo de Will, y su máscara
blanca sonrió.
—Honorificabili-tudini-tatibus —
dijo.
Con los primeros fríos, los hombres
del Conde de Leicester regresaron de su
gira por el norte y una vez más sentaron
sus reales en el «corral» que James
Burbage había construido en los
suburbios, fuera del alcance de los
magistrados de Londres. Era un local
como no había otro en la Inglaterra de
entonces. Burbage lo amaba y le
prodigaba tanto dinero como a una
querida (y su esposa sé lo había hecho
notar más de una vez); en realidad no
era un corral ni tampoco un reñidero, ni
un patio de mesón adaptado para el
caso, ni una barraca provista de un
escenario y algunas puertas y algunos
asientos para los nobles —no, no era
una barraca, sino un teatro, como los
romanos llamaban a sus edificios
circulares, y así lo llamaron: el Teatro,
el único en toda Inglaterra.
—Este año necesitaremos esas
tuberías —dijo James Burbage.
Erguido, abierto de piernas sobre el
tablado, contemplaba la platea vacía y
las graderías para el populacho. Detrás
de él, los efebos de la compañía
ensayaban una nueva obra. En lo alto se
extendía el firmamento pintado en oro en
el palio azul noche, el zodíaco y sus
planetas residentes, el sol, la luna.
—¿Qué tuberías? —preguntó Will.
El muchacho —ya no tan muchacho
en realidad— estaba sentado al borde
del escenario, balanceando las piernas
largas y flacas. Tenía el libreto en una
mano, pero no le habían asignado ningún
papel en la nueva obra. No había en ella
ni pedantes ni poetas; tan sólo héroes y
sus amadas, la nueva moda, anticuada y
austera.
—Tuberías de bronce —dijo
Burbage—. Tuberías de bronce
construidas… construidas de cierta
manera… construidas y colocadas
debajo de los armarios, aquí y allá: no
sé exactamente cómo; y canalizan el eco
y la resonancia, y la voz vuelve a salir,
amplificada.
Will echó una mirada en torno,
tratando de imaginarlas.
—Vitrubio dice —salmodió Burbage
— que el verdadero antiguo teatro
romano tenía estas tuberías. Colocadas
aquí y allá con ingenio y cuidado. Eso
mismo dice mi sabio amigo el doctor
Dee. Que ha leído a Vitrubio y a todos
esos autores. A quienes también tú
deberías leer y estudiar, muchacho. Un
comediante no tiene por qué ser
ignoramus.
Observaba a Will desde el tablado.
Qué podía hacer con él. Si su
incorporación a los Mancebos se había
hecho del modo habitual, bueno, su
salida, llegado el momento, también
podía serlo. Maese Burbage, en su prisa,
no había considerado ese aspecto de la
situación. Si un muchacho tenía buenos
papeles, y al crecerse mantenía grácil y
delicado, menudo y con la voz
adecuada, podía, llegado a la
adolescencia, aspirar a los papeles
femeninos en el grupo de los mayores y
por ende a una participación plena en l
compañía; si no, bueno, podía ser
devuelto a su familia, una vez acabado
su contrato, para que probara suerte en
algún otro oficio.
En algún lugar, sepultado entre las
facturas y recibos de la caja de plomo
de Burbage, estaba aquel ridículo
documento de Will. Más le valdría
quemarlo.
Porque Will no había crecido grácil
y menudo, había crecido como la mala
hierba. Sus rodillas grandes y nudosas
sobresalían entre la pantorrilla y el
muslo como una bisagra mal
ensamblada. Su cabello rojo se había
vuelto opaco y ralo, y Burbage se
preguntaba si detrás de la frente, ancha y
abombada, Will no tendría agua en el
cerebro; porque en verdad se había
vuelto esquivo y silencioso y casi idiota
durante el último año. Y esa voz; esa
dulce voz de soprano, quebrada ahora:
quebrada por graznidos roncos, sin
sonoridades.
Si lo hubiera castrado. Sus
piedrecitas cortadas a tiempo, como lo
hacen los italianos. Burbage se
estremeció de sólo pensarlo.
—Las tendremos —dijo—. Si el
teatro antiguo tenía tales maravillas,
también el de esta era debería
ostentarlas. Bien. El doctor Dee ha de
saber de esto. Debemos pedirle el libro
de Vitrubio, o que él mismo lo consulte
y dibuje para nosotros un croquis y un
plan de su disposición, para que
podamos forjarlas. Deja eso, deja eso.
Will levantó la vista de su libreto.
Su único talento como actor, pensó
Burbage, era la memoria. Los versos
quedaban prendidos en su cerebro como
la lana de las ovejas en las zarzas, y
podía juntarlos a voluntad; sería capaz
de recitar, mañana, todos los papeles de
la nueva obra. Si alguien caía enfermo.
—Escucha —dijo. Sacó dinero de su
bolsa—. Quiero que vayas a Mortlake, a
la casa del doctor Dee; ve siguiendo el
río, ¿me escuchas? a Mortlake. Entre la
iglesia y el río está su casa, pregunta el
camino en la iglesia.
Will había arrojado el libreto y se
levantó poco menos que pisándose los
grandes pies.
—Sí —dijo—. Mortlake, entre el río
y la iglesia.
—Dale mi recado —dijo Burbage
—. Dile, dile…
—Lo de las tuberías de bronce, sí,
lo haré. Ya he comprendido.
—Buen chico. Ahora péinate y
límpiate las uñas. Ponte una camisa
limpia. Es un hombre sabio y es amigo
de la reina ¿me has oído? No te
distraigas por el camino.
Will tomó la moneda y se volvió
para marcharse.
—Will.
El muchacho volvió la cabeza. Ese
aire que tenía ahora, de que nada le
importaba, de que estaba aquí sólo por
accidente, con su cabezota y sus huesos
desarticulados, no tenía nada que ver
con él; todo era desmentido por sus
grandes ojos despiertos. Qué hacer, qué
hacer.
—Consulta al doctor Dee —dijo
Burbage—. Es un hombre sabio, hijo, y
podría ayudarte. Pídele que examine tu
carta natal y vea lo que pueda ver. Dile
que el gasto corre de mi cuenta. Dile
eso.
Will se volvió para partir, sin
responderle.
Viajar junto al río, y sin compañía.
Él no quería demorarse, pero era
imposible no distraerse en la calle
Bishopsgate, cruzando los muros de la
ciudad a la altura de Bishopsgate, más
allá de las tabernas de la calle
Fenchurch, donde pregonaban las
representaciones del teatro. En la calle
Leadenhall viró a la derecha y se mezcló
con el gentío del Cheapside; carruajes
—que sólo en años recientes se habían
resignado a compartir las callejuelas
estrechas con sillas de mano y
carretones y gente— que se abrían paso
con arrogancia, el cochero de pie en el
pescante, fustigando a los caballos.
Varios carruajes suntuosos aguardaban
fuera del enorme y nuevo emporio
construido por Thomas Gresham para su
propia gloria y la del reino: el
Exchange, recientemente designado Real
por Su Majestad, todo un mundo de
mercados bajo un techo sostenido por
pilares. En su interior —y a través del
Exchange había un atajo en dirección al
río que Will conocía—, en las tiendas
de la planta baja, mercaderes flacos y
gordos, vestidos con lúgubres túnicas de
paño, concertaban importantes
transacciones en granos, pieles,
cereales, cuero y vinos; en tanto arriba,
en la almoneda, los orfebres, los
fabricantes de instrumentos, los
encuadernadores, los guanteros y
sombrereros y tapiceros, los armeros,
los boticarios y los relojeros llevaban a
cabo sus negocios y vendían sus
mercancías. Puertas afuya, en cambio, y
a lo krgo de los muros y de las calles,
pequeños comerciantes sin tienda
ejercían también su oficio, llevando sus
géneros cargados a la espalda, voceando
ostras, manzanas, cerezas maduras,
mariscos frescos, escobas buenas
escobas, hinojo marino recogido en los
acantilados de Dover, e incluso agua que
se vendía en botijos.
Will compró una manzana reineta y
la comió mientras bajaba por el
Cheapside en dirección a Saint Paul,
dejó atrás los talleres de los orfebres,
donde los ricos y los caballeros
extranjeros entraban y salían sin cesar, y
los carteristas, ladronzuelos y rateros
los esquilmaban. En las cercanías del
atrio de Saint Paul la multitud se
espesaba de pordioseros, viejos
soldados lisiados o ciegos, falsos locos
que fingían enfermedades repulsivas,
que trataban de manosear a los
viandantes y de los cuales sólo podías
librarte con limosnas; en las puertas de
la catedral, los pobres, como una
bandada de gansos importunos, armaban
una batahola con sus platos cada vez que
un posible donante pasaba por las
puertas. Tiempo atrás, Saint Paul había
perdido su cúpula, destruida por un
rayo, y era tanto un sitio público de
reunión como una iglesia, aunque el
culto divino se celebraba diariamente;
en las vastas naves los niños del coro,
con sus golas almidonadas (Will los
compadecía con júbilo en su corazón)
cantaban de memoria, sin saber lo que
decían.
Will, cortando camino a través de la
iglesia y de la nave principal, desde la
puerta norte a la sur, se detenía a leer
los anuncios clavados en las columnas:
hombres que se ofrecían para trabajos a
destajo, maestros de danza y esgrima
que ofrecían clases, profesores de
italiano y francés y doctores y
astrólogos anunciando sus servicios.
Leyó el anuncio de un boticario:
ÆGYPTO
—Me acuerdo de eso, sí —dijo
Julie—. Tengo un vago recuerdo.
—Esa es la historia que yo quiero
contar —dijo Pierce—. Una historia con
la cual me topé de algún modo, cuando
era pequeño, ando casi todo el mundo la
había olvidado; una historia que sale de
nuevo a la luz precisamente ahora, una
historia asombrosa. Y engancha,
además.
—Sí, tengo una vaga idea —dijo
Julie.
—De todas maneras, es una historia
—dijo Pierce—. Si fuera una novela,
ésta sería la «historia madre», ¿no es así
cómo lo llaman? Pero contendría a la
vez una historia todavía más grande.
Sobre la Historia, sobre la verdad.
Julie se inclinó sobre las páginas
mecanografiadas del proyecto de Pierce,
leyéndolo o más bien explorándolo
simbólicamente. Las pecas y el
bronceado estival de sus pechos
palidecían en el interior del corpiño de
su vestido de verano; sus cabellos
habían adquirido una tonalidad de miel
oscura. «¿Dónde están las cuatro
esquinas de la Tierra?», leyó. «¿Cuál es
la música de las esferas y cómo se
ejecuta?». «¿Por qué la gente piensa que
los gitanos pueden adivinar el
porvenir?». Alzó hacia él los ojos, que
también habían adquirido el dorado
color de la miel.
—¿No viviste con una gitana un
tiempo? ¿Qué fue de eso?
—En parte gitana. Por un tiempo. —
Oye: ¿Por qué la gente habla de las
cuatro esquinas de la tierra, Pierce?
¿Cómo va a tener esquinas una esfera?
¿Por qué la gente dice que está en el
séptimo cielo? ¿Qué tienen de malo los
otros seis? ¿Por qué una semana tiene
siete días y no seis o nueve? ¿Por qué es
eso, Pierce?—. No resultó.
Julie volvió a bajar la vista hacia
los papeles.
Se habían abrazado, Julie y él,
estrechamente, en la puerta del
restaurante, al llegar los dos en el
mismo momento, casi atropellándose.
Había una piedra fría en el pecho de
Pierce, había estado allí toda la mañana,
porque recordaba la irrevocabilidad,
incluso la crueldad de las últimas
palabras que le dijera a ella. No
parecían haberla afectado, en aquel
entonces; y aparentemente no habían
persistido en su pecho como persistían
en el de él. Una de las ventajas, tal vez,
de creer en el Destino, consiste en que
éste saca el aguijón de todas las heridas,
los errores, las vergüenzas del pasado;
todo cuanto ha sido. Quemando etapas:
eso era todo lo que Julie reconocería
haber estado haciendo y todo cuanto ella
atribuiría a los demás. Una suerte de
vieja nueva cortesía, extrañamente
seductora. Pierce bebió un trago largo
de su whisky.
—Mira —dijo—. Cuando yo era
pequeño, pensaba, o imaginaba, que
existía un país, Ægypto, que era como
Egipto, pero distinto de él, un país
subyacente o de algún modo superpuesto
a él. Para m› era un país real, tan real
como América.
—Ah, claro —dijo Julie—, los
gitanos.
—Tú te acuerdas. Tú estabas allí.
Tú fuiste mi guía por algunos de
aquellos caminos.
—Dios, cuánto hablábamos.
—Y la «historia madre» —dijo
Pierce— trata de mi país. De cómo
llegué a descubrir que no era yo quien
en realidad lo había inventado; cómo
surgió ese país. Ægypto. —Tocó la
palabra que había escrito—. Descubrí
eso, sí, lo descubrí.
Ella dejó de lado el manuscrito para
dedicarle a él toda su atención, y apoyó
la mejilla en su mano llena de hoyuelos.
Fue en la primavera, después de que
Julie lo dejara, primero por el West Side
y luego por la Costa y México, para no
volver a verlo durante años —una
primavera que por alguna razón había
tenido un algo distinto de cualquier otra
primavera, anterior o posterior—
cuando Pierce tomó la breve biografía
de Bruno de Fellowes Kraft, y empezó a
leerla desde la primera página, algo que
no había hecho en más de veinte años…
—Recuérdame quién era Bruno —
pidió Julie.
—Giordano Bruno —respondió
Pierce cruzando las manos sobre el
mantel que mostraba paisajes de Italia,
la cúpula de San Pedro, la Torre de Pisa
—. Giordano Bruno, 1546-1600. En
verdad, el primer pensador de los
tiempos modernos, el que postuló el
espacio infinito como una realidad
física. Pensaba que no sólo estaba el Sol
en el centro del sistema solar, sino que
los otros astros también eran soles y
también tenían planetas que giraban
alrededor de ellos, tan lejos y mucho
más lejos de lo que la vista puede
alcanzar… infinitamente, en realidad;
infinitamente.
—Hum.
—Fue quemado en la hoguera por
hereje —dijo Pierce—. Y puesto que
había propagado la nueva visión
copernicana de la esfera celeste, ha sido
considerado siempre como un mártir de
la ciencia, un precursor de Galileo, una
suerte de astrónomo especulativo. Pero
lo que en realidad fue es algo mucho
más extraño. El Universo que él veía no
es el que nosotros vemos. Por de pronto,
creía que todos aquellos infinitos astros
y planetas estaban vivos; animales, los
llama. Y que giraban en sus órbitas
porque les daba la gana, todos modos…
Sea como fuere el libro de Kraft
resultó ser en general bastante xxxgar,
todo tomado de fuentes secundarias,
inflado con las impresiones que puede
tener un turista de los escenarios de la
vida frenética de Bruno: el monasterio
de Nápoles, del cual huyó, las
universidades y cortes que frecuentó en
busca de mecenas; Venecia, donde
arrestado; Roma, donde murió. Las casi
doscientas páginas no tenían ni la
exactitud de la ficción ni la vividez de la
Historia, pero al camino Kraft había
divulgado, o encontrado al pasar, u
ofrecido sin decirlo del todo, la clave
no sólo de Bruno sino del misterio que
Pierce procuraba desentrañar.
Qué había sido, se preguntaba Kraft,
lo que impulsara a Bruno, y sólo a
Bruno, a escapar del mundo cerrado de
Tomás de Aquino y Dante y a buscar
fuera de él un universo infinito. No pudo
ser (reflexionaba Kraft) tan sólo el
descubrimiento de Copérnico, porque
Copérnico no postulaba algo tan
aterrador como un espacio infinito,
infinitamente poblado; su mundo
heliocéntrico estaba aún cercado, tan
cercado por una esfera de estrellas fijas
como lo había estado el de Aristóteles.
Bruno siempre insistía en que Copérnico
no había comprendido sus propios
descubrimientos.
No (escribía Kraft), el impulso
debió de surgir de otra fuente ¿de
dónde? Bueno, Bruno parece haber
consultado casi todos los libros
existentes en su siglo, aunque sin duda
no terminaba de leerlos todos. Era
versado en las disciplinas más
esotéricas. Buscaba la purificación de sí
mismo y de su iglesia en las más
antiguas y más ocultas de las fuentes.
¿No habría hallado una vía de escape de
las esferas de cristal de Aristóteles en
las enseñanzas del viejo Hermes, el
Tres-Veces-Grande?
Pierce leyó esta frase y se detuvo.
¿Hermes? ¿Era éste el mismo Hermes
Tres-Veces-Grande con quien Milton
solía contemplar la Osa? ¿No era acaso
una especie de sabio mítico de la
literatura clásica? Pierce no tenía un
recuerdo claro. ¿Qué enseñanzas eran
ésas?
Hermes enseña (proseguía Kraft)
que las siete esferas de las estrellas
encierran como una prisión el alma del
hombre, su heimarmene, su Destino.
Pero el hombre es hermano de esos
demonios fornidos que gobiernan las
esferas; es, como ellos, una potestad,
aunque lo haya olvidado. Hay un medio,
dice el gran Hermes, para ascender a
través de esas siete, sin dejarse engañar
por sus iracundas muestras de
resistencia, de pasar cada una por medio
de un santo y seña que ellos no pueden
desoír; exigiendo, de hecho, de cada uno
de ellos, un don, el don de ascender a la
esfera siguiente; hasta que al fin, en la
octava esfera, la esfera ogdoádica, el
alma liberada percibe la infinitud y
entona himnos de alabanza a Dios.
Hasta aquí, Hermes (escribía Kraft,
Pierce leía). ¿Y si Bruno, iluminado por
el más antiguo y más sagrado de los
mitos, y abriendo el libro de Copérnico
una estrellada noche en París, en
Londres, sumó de pronto uno más uno y
descubrió, en su bullente cerebro, el
enigma ya resuelto? Porque si es el Sol
(y no la Tierra) el que está en el centro,
entonces no hay esferas de cristal que
nos retengan; nunca hemos hecho otra
cosa que engañarnos a nosotros mismos,
nosotros, los hombres, permanecíamos
dentro de las esferas que percibían
nuestros sentidos falibles e insuficientes,
pero que jamás existieron. La clave
para ascender a través de las esferas que
nos cercan consistía en saber que ya
habíamos ascendido, y que estábamos en
camino, en movimiento,
irrevocablemente. No es de extrañar que
Bruno percibiera la inminencia de un
amanecer titánico, no es de extrañar que
se sintiera impulsado a proclamarlo a
través de Europa, no es de extrañar que
riera a carcajadas. La mente, en el
centro de todas las cosas, contiene en su
interior todo aquello de lo cual es el
centro, un círculo cuya circunferencia no
está en ninguna parte y que se extiende
infinitamente en cualquier dirección que
pudiera mirar o imaginar, en todo
instante. ¿Osáis decir que los hombres
son como dioses?, habrían de
preguntarle en Roma los escandalizados
inquisidores. ¿Pueden acaso modificar
la órbita de las estrellas? Pueden,
responde Bruno; pueden, sí, y ya lo han
hecho.
A esta altura, Pierce, saciado, dejó
por un momento el libro, y rió también
él, preguntándose qué habría entendido
de todo aquello el Pierce de doce años;
y cuando lo volvió a tomar encontró una
nota al pie de la página. Si esta
interpretación (decía la nota) que hemos
atribuido a Bruno es la verdadera
enseñanza secreta que ha de ser
desentrañada en los escritos de Hermes
Trismegisto (oh oh, pensó Pierce, ese
nombre), dejamos a otros la tarea de
investigarlo. El lector interesado podría
empezar con Mead, quien escribe:
«Siguiendo por este rayo de la
tradición trismegística, podemos
permitirnos ser llevados hacia atrás en
el tiempo, hacia la más sagrada de las
sagradas sabidurías del antiguo
Egipto».
—Y allí estaba —dijo Pierce—, allí
estaba.
—¿Trisma qué? —preguntó Julie.
—Escucha, escucha —dijo Pierce
—. Aquí viene.
El libro de Mead al que lo remitía
Kraft (y tal vez el Pierce niño, quién
sabe) era inhallable: Thrice-greatest
Hermes, por G.R.S. Mead (Londres y
Benarés; la Theosophical Publishing
House, 1906; tres volúmenes). Su
búsqueda, sin embargo, condujo a
Pierce a algunos sitios extraños, las
tiendas y escaparates de excéntricos y
místicos que él nunca imaginó fueran tan
numerosas, sitios a los que no podía
decidirse del todo a entrar y que, a la
vez, no podía negar que tuvieran alguna
vinculación con el país que él buscaba.
Convencido al menos de que no era todo
producto de su imaginación, se apartó de
sus delirios como de un ritual secreto;
prefirió indagar en sitios mejor
iluminados. Y como en el juego del
gallo ciego, empezó a estar caliente. La
historia de las ideas, Historia de la
magia y la ciencia experimental,
Journal of the Warburg and Courtauld
Institutes, que sí había hojeado en la
Universidad. No cabía duda de que
empezaba a estar caliente. De pronto
había otros en el camino, eruditos más
importantes que él; estaban
descubriendo hechos, estaban
publicándolos. Agradecido, Pierce dejó
de lado la Opera omnia latine de
Bruno, que había hojeado tiempo atrás
en una estantería de la Biblioteca
Pública de Brooklyn, y se internó en las
aguas más superficiales de las fuentes
subsidiarias: y por fin la Universidad de
Chicago le remitió (había estado
esperándolo más ansiosamente, más que
como esperara jamás en su infancia uno
de aquellos anillos talismánicos dorados
para descifrar los planos del capitán
Medianoche) un libro escrito por una
dama inglesa que —Pierce lo supo aun
antes de arrancar del volumen la faja de
papel marrón— había recorrido en
carreta paciente, morosamente su país
perdido, desde las montañas hasta el
mar, y regresado, regresado al frente de
una caravana de extrañas mercancías,
mapas, artefactos y botines exóticos.
—Y ésta —dijo Pierce sintiéndose,
apenas por un instante, como el narrador
desvalido de ese viejo chiste
interminable de los campamentos—,
ésta es la historia que ella cuenta. —
Bebió otra vez y preguntó—: ¿Conoces
la palabra hermético?
—¿Quieres decir herméticamente
cerrado?
—Eso, sí, y además hermético,
oculto, secreto, esotérico.
—Ah sí, claro.
—Bien —dijo Pierce—. Ésta es la
historia:
»Alrededor de 1460, un monje
griego llegó a Florencia trayendo una
colección de manuscritos en griego, que
suscitó gran entusiasmo. Eran,
supuestamente, las versiones griegas de
antiguos textos egipcios —
especulaciones religiosas, filosofía,
fórmulas mágicas— que habían sido
compuestos por un sabio o sacerdote del
antiguo Egipto, Hermes Trismegisto:
Hermes el Tres-veces-muy-grande,
podría ser la traducción. Hermes, por
supuesto, es el dios griego; los griegos
habían establecido una equivalencia
entre su Hermes, dios del lenguaje, y el
dios egipcio Thoth o Theuth, que inventó
la escritura. De las diversas fuentes
clásicas que poseían —Cicerón,
Lactancio, Platón— los primeros sabios
del Renacimiento que examinaron estos
manuscritos pudieron descubrir que el
autor era un primo de Atlas, el hermano
de Prometeo (el Renacimiento creía que
éstos eran seres reales de la
Antigüedad), y que no se trataba de un
dios sino de un hombre, un hombre de la
antigüedad más remota, que había
vivido antes que Platón y Pitágoras, y
quizá incluso antes que Moisés; y que
esos textos eran, por lo tanto, tan
antiguos como los que más en la historia
del género humano. A la llegada de estos
manuscritos egipcios, una agitación
extraordinaria se desató en Florencia.
Ya en la Edad Media habían circulado
rumores sobre su existencia: Hermes
Trismegisto era uno de esos personajes
misteriosos de la Antigüedad, y en el
Medioevo gozaba de la reputación de
ser un gran hechicero, junto con
Salomón y Virgilio; a él se atribuían
varios Libros Negros y tratados, pero
allí estaban ahora los auténticos
originales. Aquí estaba la sabiduría
egipcia anterior a los romanos y los
griegos, anterior quizá a Moisés, y hasta
se especulaba con que Moisés, educado
como un príncipe egipcio, había
adquirido su sabiduría secreta de esta
misma fuente.
»Mira, lo que se debe tener presente
al pensar en el Renacimiento, es que
ellos siempre tenían los ojos puestos en
el pasado. Toda su erudición, todo el
saber que poseían estaba dirigido a
recrear, lo mejor que se pudiera, el
pasado en el presente, porque el pasado
había sido necesariamente mejor, más
sabio, menos corrupto que el presente. Y
por lo tanto, cuanto más antiguo fuese un
viejo manuscrito, tanto más antiguo el
saber que contuviera, mejor había de
resultar, una vez que se lo depurara de
los aditamentos y errores de tiempos
más recientes: cuanto más se acercaran a
la Antigua Edad de Oro.
»¿Te das cuenta de lo apasionante
que ha de haber sido? Se estaba en
posesión de la sabiduría más antigua del
mundo ¿qué te parece? Sonaba a
Génesis; sonaba a Platón. Hermes debió
de ser inspirado por la divinidad para
anticiparse a la verdad cristiana. Platón
mismo ha de haber bebido de esta
fuente. En los diálogos entre Hermes, su
discípulo Asclepio y su hijo Tat, puedes
ver no sólo una filosofía de ideas,
semejantes a las de Platón, sino también
una filosofía de la luz semejante a la de
Plotino y hasta un Verbo encarnado
semejante al Logos cristiano, Hijo de
Dios, principio creador. Hermes se
convertía prácticamente en un santo
cristiano. Un interés apasionado por
Egipto y todo lo egipcio haría furor a lo
largo de todo el Renacimiento.
»Más aún. Esos diálogos egipcios
son intensamente espirituales,
abstractos, piadosos, hablan mucho de
eludir los poderes de los Astros, de
descubrir los poderes del alma para ser
semejante a Dios, pero no hay casi
ningún consejo práctico real para
conseguirlo. Donde había consejos
prácticos, sin embargo, era en aquellos
viejos libros de magia que la Edad
Media había transmitido y atribuido a
Hermes; y, quién sabe, tal vez fuera la
faz práctica de los principios abstractos.
Corrompidos desde luego y
terriblemente peligrosos, pero aun así
contenían el poder de la antigua magia
blanca egipcia de Hermes. Así, pues,
Hermes fue el responsable de que gente
seria se entregara de lleno a la práctica
de la magia.
—Uh —dijo Julie—, Hoh, brr.
Sus ojos habían empezado a adquirir
un brillo que Pierce recordaba. Con un
dedo barría distraídamente el azúcar del
borde de su daikiri. La había atrapado.
—Y también la nueva ciencia —dijo
Pierce—. Si el hombre es hermano de
los demonios y capaz de cualquier cosa,
¿qué puede retenerle ya en el mundo,
qué puede impedirle hacer cosas
prodigiosas? ¿Qué, si la Naturaleza, en
toda su plenitud, puede ser ordenada y
reflejada en el intelecto sapiente del
hombre, como creía Bruno? Yo creo que
Bruno, en verdad, recibió de la lectura
de Hermes el aliento necesario para
adoptar el sistema copernicano, no
porque la idea fuese a todas luces más
convincente, sino porque era más
maravillosa, más prodigiosa, la
verdadera y secreta visión egipcia,
rescatada del pasado.
—Bueno —dijo Julie—, todo el
mundo sabe que los egipcios sabían que
la tierra giraba alrededor del Sol. Lo
mantenían en secreto, pero lo sabían.
Pierce, silencioso ahora, tras su
torrente de elocuencia, la miraba
boquiabierto. A Julie le seguían
brillando los ojos, inteligentes y atentos.
—Y bien, continúa —dijo, y se
chupó el dedo.
—Sí, pero recuerda —dijo Pierce
—, recuerda que entonces no se sabía
casi nada de la cultura y las creencias
del Antiguo Egipto. Incluso antes de la
Era Romana el arte de descifrar los
jeroglíficos había desaparecido: no se
los volvería a comprender hasta el siglo
XIX. Nadie en el Renacimiento sabía qué
era lo que estaba escrito en los
obeliscos, ni para qué eran las
pirámides, nada. Ahora, a la luz de esos
escritos mágicos, semiplatónicos,
intensamente espirituales, ellos
empezaron a estudiar. Jeroglíficos:
deben de ser una especie de código
místico, una narración pictográfica del
ascenso del alma, guías para la
contemplación, quizá hipervalentes
como las manchas de Rorschach o las
cartas del Tarot…
—Seguro —dijo Julie.
—Y las pirámides, los obeliscos,
los templos debían contener, en lenguaje
cifrado, la ciencia egipcia, la geometría
anterior a Euclides, las proporciones
secretas y las propiedades mágicas que
tal vez ahora podrían develarse…
—Claro.
—¡Pero no es así! —exclamó
Pierce, extendiendo las palmas. Un
comensal de la mesa vecina lanzó una
mirada fría en su dirección, una riña de
amantes probablemente, no les hagas ver
que lo has notado—. ¡No es así! Yeso es
lo más extraño y portentoso de todo.
Esos escritos que el Renacimiento
atribuía al dios-rey-sacerdote Hermes
Trismegisto y de los que creían haber
obtenido un cuadro total del antiguo
Egipto, no eran en modo alguno
antiguos. Con toda certeza, no habían
sido escritos por un solo hombre. Ni
siquiera eran egipcios.
»Quienquiera que hubiese escrito los
textos que llegaran a Florencia
alrededor de 1460, no sabía
absolutamente nada, o a lo sumo muy
poco, acerca de la verdadera religión
egipcia. Los eruditos de hoy han
tropezado con enormes dificultades al
tratar de descubrir en ellos siquiera un
rastro del verdadero corpus del mito o
el pensamiento egipcio.
»Ni un solo rastro.
»Hasta donde hoy sabemos, esos
textos son, en realidad, las escrituras de
un culto tardío, helenístico, secreto, un
culto gnóstico la segunda o tercera
centuria después de Cristo. Muchos
florecieron en la Alejandría de ese
entonces, entre los egipcios helénicos y
los griegos egipcianos; Alejandría ha de
haber sido, a la sazón algo así como la
California de hoy, cultos y más cultos,
todo elido en alguno. De modo que si
esas escrituras contienen ideas anticipan
el cristianismo, ello no es ninguna
sorpresa; si recuerdan a Platón, o a
Pitágoras, o a Plotino, no es porque
hayan influido en Platón y en los otros
sino a la inversa. El platonismo, en ese
entonces, estaba en el aire.
»Sí. El Renacimiento cometió este
titánico error. Hubo montones de
razones para ello. Los Padres de la
Iglesia, como San Agustín y Lactancio,
en el período posclásico, habían
hablado de Hermes Trismegisto como si
fuera una persona real, y lo mismo
hicieron Roger Bacon y Santo Tomás de
Aquino en la Edad Media. No había
pruebas extrínsecas que demostraran que
los escritos fueran falsos o que no
fuesen lo que pretendían ser. Había, sin
embargo, abundantes evidencias
internas; y ya a mediados del siglo XVII,
se había demostrado que los textos eran
griegos tardíos (en uno de ellos se hace
mención de los juegos olímpicos, por
ejemplo) pero los entusiastas hicieron
caso omiso; a lo largo del siglo XVII, e
incluso del XVIII, continuaron creyendo
en el Egipto de Hermes. El cuerpo del
egipcianismo esotérico creció
inmensamente. Incluso en el siglo XIX
—después de Champollion, después de
Wallis Budge, después de que saliera a
la luz el verdadero Egipto—, autores
como Mead y los teosofístas, y Aleister
Crowley y los místicos y los magos, aún
trataban de creer en él.
—¡Aleister Crowley! —los ojos de
Julie se dilataron más aún.
—¡Y todo a causa de ese absurdo
error, a causa de esas escritoras
seudoegipcias! A causa de los textos
herméticos ¿te das cuenta? Siempre esa
palabra: hermético, mágico, secreto,
inviolable como la redoma de un
alquimista; a causa de esos textos,
Egipto llegó a significar todo lo místico,
lo cifrado, lo profundo; la antigua
sabiduría perdida; la vieja Edad de Oro,
ahora, tal vez, recuperable, para
esclarecer a los modernos descarriados.
Ésa es la tradición; eso es lo que ha
llegado hasta nosotros en millares de
libros, miles de referencias. Esa
tradición está en el origen de la
francmasonería, por ejemplo, que
siempre hizo gran alarde de su
vinculación con Egipto; y a través de la
masonería ha llegado a los Padres
Fundadores, algunos de los cuales
pertenecieron a ella, y por eso la
pirámide y el ojo de Egipto aparecen en
el Gran Sello de los Estados Unidos y
en el billete de un dólar. De la misma
forma, la Esfinge y los templos y los
sabios sacerdotes aparecen en La
Flauta Mágica, que Mozart compuso
basándose en la tradición seudoegipcia
de su logia masónica.
»Y de algún modo, no sé
exactamente cuál, de algún modo, todo
eso desciende hasta mí. Por alguna
razón, ese país intensamente mágico,
ultraterreno, imaginario, viene hasta mí,
me es revelado, en Kentucky, a través de
libros de una u otra índole, a través del
puro aire, de algún modo. Pero al mismo
tiempo yo conocía la existencia del
Egipto histórico, el verdadero, sobre el
cual se han ido acumulando, con el
correr de los siglos, conocimientos
reales; sabía lo de las momias y el rey
Tut, y Ra e Isis y Osiris y lo de las
crecientes del Nilo y todos aquellos
esclavos cargando bloques de piedra.
De modo que lo que me parecía más
probable era que existieran dos países
diferentes, en cierto modo cercanos uno
de otro, o tangentes entre sí. Egipto. Y
Ægipto.
»¡Y estaba en lo cierto! Hay dos
países diferentes. Uno, el que yo soñé e
imaginé, que también tiene una historia,
como la tiene Egipto, una historia
igualmente larga pero diferente, y
monumentos diferentes, o los mismos
monumentos pero con significados
totalmente distintos; y una literatura y
una ubicación también diferente. Puedes
rastrear la historia de Egipto, más y más
atrás, y en un determinado momento (o
en varios momentos distintos) la verás
bifurcarse. Y puedes continuar con una u
otra: la del libro de historia clásico,
Egipto, o la otra, la soñada. La
Hermética. No Egipto, sino Ægipto.
Porque hay más de una historia del
mundo.
Vació su copa. Un camarero había
aparecido junto a ellos, quizá estuviera
allí desde hacía algún tiempo,
escuchando la perorata de Pierce. Julie,
al fin, apartó sus ojos de Pierce, y miró
al camarero.
—¿Qué tal si pedimos algo de
comer, eh?
—Ésa es la historia que yo quiero
contar —dijo Pierce—. Pero es sólo una
historia, y ni siquiera la décima parte de
ella. Ni siquiera la décima parte.
—Huevos a la florentina, supongo
—dijo Julie—. Sin patatas.
—Ciudades mágicas —dijo Pierce
—. Ciudades del Sol. ¿Por qué fue Luis
XIV el rey Sol? A causa de Hermes.
—Té —dijo Julie— con limón.
—Y hay otras historias —dijo
Pierce—. Otras historias igualmente
buenas. Ángeles, por ejemplo. Ésa es
una historia que quiero contarte. ¿Por
qué te parece a ti que hay nueve coros
de ángeles, y no siete, o diez? ¿De
dónde provienen los pequeños
querubines etéreos las postales de San
Valentín? ¿Y por qué «querubines»? —
Miró camarero, hizo su pedido (su
estómago era un pozo oscuro) y le
mostró la copa que había vaciado—.
Otro —dijo— si es posible.
Cierta luz parecía haberse
extinguido de los ojos de Julie; él iba
demasiado deprisa para ella,
abrumándola. ¿Cómo podría
comunicarlo, cómo? Si no te habían
inculcado una historia, un Renacimiento,
el habitual ¿cómo podías asombrarte al
descubrir esta otra, la fantástica?
—Y podría contarte una docena más
—dijo—. Una docena más.
Sustanciosas, indeciblemente
sustanciosas, las historias y sistemas de
pensamientos falsos que fueran abiertos
para él por los sabios que había
conocido, tan sustanciosas como
extrañas, incluso incomprensibles; esas
historias concebidas de algún modo, en
otro tiempo, e interpretadas por espíritus
supuestamente semejantes al suyo,
enquistadas en libros cuyos miles de
folios, con ilustraciones suprarreales de
perspectiva fabulosa, planos
geométricos y diagramas y versículos
mnemónicos, parecían tratar de
describir un planeta totalmente distinto.
Martín del Río, un jesuita español, había
escrito un libro de un millón de palabras
exclusivamente sobre ángeles.
Pierce desplegó de golpe su
servilleta y se la puso sobre las rodillas.
El planeta perdido, ahora hallado,
fanfarrias y banderas al viento, ésa era
la sorpresa que más deseaba y menos
capaz se sentía de expresar: la sorpresa
no sólo de haberlo encontrado sino la de
haber descubierto que era, por muy
vagamente que fuera, familiar.
—Es como si —dijo—… como si
hubiera habido una vez, en un tiempo, un
mundo totalmente diferente, que
funcionaba de una manera que nosotros
no podemos imaginar; un mundo
completo, con todas sus historias, sus
leyes físicas, sus ciencias para
describirlo, sus etimologías, sus
correspondencias. Y de pronto se
hubiera operado un gran cambio en
todas esas circunstancias, estrechamente
ligado con la invencible imprenta, y los
descubrimientos de Copérnico y Kepler,
y los ideales cartesiano y baconiano de
la ciencia mecanicista y experimental.
Las nuevas ciencias tuvieron un éxito
arrollador, poco a poco barrieron las
estructuras persistentes de la antigua
ciencia, y hasta arrasaron con la en
verdad muy extraña y mágica visión que
tenían del mundo hombres como Kepler.
Newton y Bruno. Todo ese viejo mundo
en el que en un tiempo hemos habitado
es como un sueño, un sueño que hemos
olvidado al despertar, si bien, como
ocurre con los sueños, ha persistido en
el pensamiento de la vigilia; y persiste
aún hoy, todo alrededor de nuestro
mundo, en nuestro pensamiento; de modo
que cada día, en pequeñas cosas, en
pequeñas y extrañas cosas, nosotros, sin
saberlo, pensamos como los hombres
precientíficos, como los magos, los
pitagóricos, los rosacruces…
—Sí, sí, claro, Pierce, pero…
—Así que lo que yo propongo —
siguió diciendo él, alzando la mano para
atajar la objeción— es una especie de
arqueología de la vida cotidiana, una
especie de juego, algo así como la
búsqueda del tesoro, o la cacería de
objetos desechados, rastreando en el
pasado esas antiguas persistencias. Pero
ante todo descubriéndolas; descubriendo
en sus versiones modernas las antiguas
explicaciones mítico-religiosas y
ahistóricas del mundo y luego rastreando
los elementos que las componen hasta
sus primeras manifestaciones, hasta las
fuentes, hasta sus formas primigenias si
es que pueden hallarse, tal como lo hice
yo con mi Egipto, Ægypto, hasta la
puerta del sueño de donde surgieron, la
Puerta del Cuerno.
—Del Cuerno —murmuró Julie—.
Del Cuerno ¿por qué del cuerno, me
pregunto yo?
—Y sabes una cosa —dijo Pierce—,
cada vez estoy más convencido de que
esas falsas historias y explicaciones
mágicas del mundo, cuando realmente
las encuentras y las rastreas y las sigues
hasta la encrucijada, por así decir, hasta
donde toman su propio camino
desviándose de la historia clásica de la
civilización occidental, siempre te
llevan a la misma confluencia: algún
momento entre 1400 y 1700. No las
nociones mismas, no, que son en general
mucho más antiguas; sino las formas en
que llegan hasta nosotros. Porque en ese
tiempo, no sé muy bien por qué, aunque
tengo alguna idea, justo en esa época en
que lo que reconocemos como ciencia
moderna estaba naciendo, hubo también
un enorme resurgimiento y una
codificación de todas las ramas de la
Antigua Sabiduría, y de las imágenes
mágicas y tradicionales del mundo. No
sólo Hermes y Ægypto, sino también
Orfeo y Zoroastro y la cabala judía y el
lullismo (no preguntes) y los
neoplatónicos más enardecidos como
Proclo y Iamblico, que también fue un
gran egipciata. La alquimia, toda ella
reimaginada e inmensamente inflada por
Paracelso, ese imbécil; y la astrología,
recibiendo un gran impulso por los
nuevos métodos de computación; y la
magia angélica, y la telepatía y la
Atlántida…
—La Atlántida —musitó Julie.
—Era como ese momento antes de
despertar en que tus sueños son más
claros y recordables. Un momento en
que todas las historias y las ciencias de
ese otro viejo mundo se manifestaban en
su forma más completa y sorprendente, y
parecían más alentadoras y persuasivas:
justo cuando todo estaba a punto de ser
aniquilado y demolido y olvidado para
siempre…
—No para siempre —dijo Julie—.
Nunca para siempre. —Bueno, tan
completamente que alguien, yo, pudo ir a
la Universidad de Noate y obtener una
licenciatura en estudios del
Renacimiento y tener tan sólo una
mínima visión de la punta de la montaña
sumergida. ¡Aun cuando los más
insignes pensadores del Renacimiento,
los mismos que estaban inventando la
ciencia, pensaran que el gran proyecto
de su época era el de rescatar todo
aquel saber perdido! No descubrir
nuevas formas de sentir, nuevas
ciencias, nuevas máquinas, sino ¡la
Recuperación! ¡La Memoria! El poder
contenido en las teologías antiguas, en
los viejos sistemas mágicos, la ciencia
de Noé, la lengua de Adán. ¡Ægypto!
Los comensales de la mesa vecina
los miraban de nuevo. Pierce se reclinó
en su silla, de la que había estado a
punto de caer, y Julie se inclinó hacia
adelante para oírlo.
—Ægypto —repitió en voz baja.
—¿Y qué clase de cosas —dijo Julie
— podían hacer?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir qué podían hacer
ellos, esos magos. Pierce parpadeó.
—Hacer —dijo—. Bueno, date
cuenta de que esto no tenía nada que ver
con el caldero medieval, los conjuros,
basados todos ellos en el poder del
diablo y de los muertos. El mago del
Renacimiento, más que nada, pensaba,
adquiría poder precisamente por estar
en armonía con la totalidad del universo
y por su conocimiento innato de él.
—Poder —dijo Julie.
—Bueno, poder —dijo Pierce— eso
es lo que ellos suponían. Quiero decir
que practicaban la alquimia. Hacían
talismanes de los planetas para que sus
mentes y sus almas absorbieran las
energías planetarias. Escudriñaban
bolas de cristal y creían ver ángeles.
Bruno imaginó una docena de
complicados sistemas mnemónicos para
memorizar todas las cosas del mundo,
para contener, de algún modo, todas las
cosas. Pero el poder de un mago del
Renacimiento no era utilizado para
enriquecerse, ni para echar maldiciones,
era utilizado pura y simplemente para
saber. Era un sistema de ciencia, con
los mismos fines que el otro tipo de
ciencia, la categoría que nosotros
llamamos Ciencia.
—Sólo que nosotros hemos olvidado
lo que ellos hacían. Lo que podían
hacer. Todo eso fue suprimido, ¿es eso?
—Lo que nosotros hemos olvidado
es toda esta historia —dijo Pierce—.
Todo lo que retenemos de ella son
detalles, impresiones, retazos y
fragmentos dispersos en nuestro
universo mental, como las piezas de una
máquina enorme que ha sido
desmantelada y que nunca se podrá
volver a armar. Gitanos. Ángeles. Los
cuernos de Moisés. La Era de Acuario.
Eso es lo que me propongo, eso es lo
que yo…
—Sí, sí, pero espera un segundo —
dijo Julie—. Quiero decir que todas tus
pequeñas historias acerca de la Historia
son interesantes, y todo lo demás, pero
dime una cosa, dime por qué quieres
escribir ese libro. Cuál es la razón por
la que quieres escribirlo.
Pierce creyó ver una celada en los
ojos de Julie, una celada que no pudo
explicarse.
—Bueno, por la historia en sí —dijo
Pierce, evasivo—. Porque creo que es
una historia fascinante, algo así como un
cuento de misterio intelectual. No estoy
seguro de que sea necesario tener alguna
razón práctica. Quiero decir, la
Historia…
—Lo que pasa es que yo no lo veo,
en absoluto, como un libro de historia
—dijo Julie.
—Bueno, un libro sobre la Historia.
—Ni tampoco como un libro sobre
la Historia. Creo que lo que en realidad
estás escribiendo es un libro sobre la
magia. Sobre la gran tradición perdida
de la magia. Y ése es un libro que yo
puedo vender.
—Bueno, no, pero mira…
—Tú hablabas de una visión del
mundo, perdida —dijo Julie, y con un
ademán impulsivo tomó la muñeca de
Pierce—. Y de fragmentos y piezas de
una máquina desmantelada que nunca se
podrá volver a armar. Bueno, yo no creo
que no pueda volver a armarse.
—Hay eruditos, historiadores, que
están tratando —dijo Pierce—,
tratando…
—¿Y sabes lo que yo creo? —Se
había inclinado muy cerca de él y sus
luminosos ojos claros de verano eran
dos ascuas de puro terciopelo—. Yo
creo que la máquina funcionaba. ¿Y
sabes otra cosa? o que tú también crees
que funcionaba.
Cinco
—Nonononono —dijo Pierce.
—¿Sabes, Pierce? Creo que es tan
maravilloso que me hayas traído a mí
esta idea, precisamente ahora. Creo que
todo es tan oportuno. El momento. El
mundo. Tú. —Levantó el brazo y lo
agitó sonriendo, como si saludara a un
amigo; sus brazaletes, de madera y laca,
se entrechocaron—. Te das cuenta, esa
antigua tradición es tan importante para
mí. Yo creo en ella. Creo en ella. Tú
sabes que creo.
—Parecías creer, en un tiempo. —
¿Qué había hecho? Sacó de su bolsillo
un paquete de tabaco y empezó a liar un
cigarrillo, una costumbre que al
principio intrigara, y acabara por irritar
a la mujer sentada frente a él.
—Ahora lo siento mucho más
intensamente. Hay cosas que han
sucedido; bueno, no importa; algún día
te contaré, pero quizá ni siquiera estaría
aquí si… Bueno, de todas maneras, yo
sé. Se q esas antiguas formas del saber
no mueren ni envejecen. Pueden
volverse clandestinas. Pero siempre
llegará un momento en q gente estará una
vez más preparada para comprenderlas,
y la tradición es descubierta una vez
más. ¿No es eso, en realidad, lo que tú
estás diciendo? El Renacimiento fue uno
de esos momentos. Ahora, es otro.
—Ahora —dijo Pierce.
—¡Claro que sí! Puedes verlo en
todas las cosas. Pierce, si tú no hablabas
de ninguna otra cosa. Si estabas
fascinado. La sincronicidad. Las
recurrencias. La teoría de los actos. La
Era de Acuario. ¿Y por qué, por qué?
—Por qué —dijo Pierce.
—¡Por qué! Porque es el momento,
el ciclo se ha cumplido y…
—La historia no se repite, Julie. No
se repite, avanza en un solo sentido.
—No, pero como tú decías esta
tradición es descubierta una vez mas,
sólo que bajo una nueva forma; y al
rehacerla cambia tu comprensión de
toda su historia —dijo Julie—. ¿De
acuerdo? Eso es lo que significa
recuperarla.
Pierce guardaba silencio, con el
cigarrillo a medio liar contra la lengua.
—Recuperarla como nosotros
estamos haciendo ahora, como lo estás
haciendo tú, significa comprenderla de
una forma totalmente nueva.
—Hum —dijo él, y con un aire
evasivo selló el cigarrillo y lo encendió
—. Hum.
—Porque ¿no crees tú que la ciencia
usual, la que tú dices que desplazó a la
más antigua, está siendo derrotada? ¿La
otra, la antigua, no parece, ahora, en
realidad, más moderna?
—¿En qué sentido más moderna?
—Bueno, qué te parece. Quiero
decir que abarca más cosas, ¿no es así?
Cosas que la ciencia común deja de
lado. La telepatía. La intuición. Otros
caminos de la percepción. ¿No dijiste
que Bruno y no sé quién creían que la
Tierra estaba viva? Bueno, lo está.
—Ecología —dijo Pierce. La idea
acudió a su mente en ese mismo
momento—. Los planetas de Bruno, esos
seres vivos: nuestra tienxxx también era
uno de ellos, pensaba él, en constante
evolución. La gran bestia, y el hombre
una parte de ella. Una Biosfera.
—¡Sí! —dijo Julie—, sí, y qué más,
qué más.
—Bueno, la Mónada —dijo Pierce
—, la idea de que el Universo es una
unidad, todas las cosas están en él
íntimamente ligadas, interpenetradas por
todas las demás, una danza de la
energía. La física moderna habla en esos
términos, es por esa razón que los magos
del Renacimiento creían que la magia
que ellos practicaban podía funcionar; y
por eso que el poder de un talismán
podía reverberar el interior de un
planeta.
—¡Sí!
—La unión del observador y lo
observado —dijo Pierce,
entusiasmándose—. La idea de que el
observador, su estructura mental (ellos
dirían tal vez su intención espiritual),
puede alterar lo que es observado.
—Influencias —dijo Julie,
dispersando con la mano el humo de
Pierce—. Afinidades.
—Un sentido de lo maravilloso, de
lo posible. La electricidad no habría
apabullado a esa gente. Ni los rayos X.
Ni la radio. Los magos creían en la
acción causativa a distancia, pero los
científicos racionalistas de la época la
rechazaron; más tarde se verían en
aprietos cuando Newton la propuso de
nuevo como una de las bases del
universo. Newton la denominó
gravedad. Los magos preferían llamarla
Amor.
—Amor —dijo Julie, y una chispa
súbita floreció en sus ojos; a Pierce
siempre le había maravillado la rapidez
con que podía aparecer—. ¿Ves?
—Sin embargo —dijo Pierce—, es
preciso ser tan cuidadoso, tan cuidadoso
para distinguir…
—Oh, seguro, seguro —dijo Julie, y
la uña escarlata de su dedo pulgar tomó
y soltó las esquinas de las páginas del
delgado manuscrito—. Tenemos que
hablar, tenemos que pensar. Dar forma a
todo esto y enfocarlo. Pero yo sé que
hay gente, montones de gente, ahora, que
desea oír estas noticias. Lo sé. —La
mano del camarero puso, sobre la mesa,
en terreno neutral entre los dos, la
cuenta. La mano de Julie la cubrió—. Y
te lo aseguro, Pierce; yo puedo vender
ese libro. Ahora bien, el de historia, el
de pura historia, no sé.
Concedió al silencio pensativo de
Pierce una larga pausa y prosiguió:
—Oye, Pierce —dijo con dulzura,
casi con timidez—. Sé que esto te
sonará ridículo, pero tengo que irme
ahora y comer otro almuerzo.
—¿Eh?
—Bueno, no creo que coma en
realidad. Pero es tan disparatado. Tanto
de este negocio se hace durante el
almuerzo… y yo he estado fuera tres
semanas, y tengo, por lo tanto, que
recuperar el tiempo. Dos almuerzos por
día. Por qué será, eso, libros y
almuerzos.
—No sé.
—Nunca llegamos a hablar
realmente tú y yo. —Ella lo observaba,
mejilla en mano, y parecía rememorar
una antigua sonrisa que en un tiempo
reservaba para él—. He pensado tanto
en ti en estas últimas semanas. Tantas
cosas. Me preguntaba si habrías
conseguido alguna vez ese tercer
deseo…
—No —dijo él. Había sido con ella
que empezara a elaborar por primera
vez las restricciones y posibilidades de
los tres deseos. No quiso decir que ella,
ella misma, su persona, había sido el
objeto provisional del tercero, el tiempo
en que había estado ausente en
California, el objeto elegido en más de
una tríada de posibilidades—. No,
finalmente no.
—Tal vez ahora —dijo ella— que
estás adquiriendo todos esos nuevos
poderes.
—No para mí —dijo él—. ¿Qué
haría con ellos? ¿Conjuros?
Arrojó su servilleta sobre la mesa y
se levantó.
—Tienes que recordar la única gran
desventaja de la magia práctica, Jewel.
No dio resultado. —También ella estaba
levantándose, pero él la detuvo—.
Siéntate, siéntate un segundo mientras
yo… y luego nos iremos. Un segundo. —
Ella se sentó, serena, delante de su copa
fría, una mano sobre las páginas
mecanografiadas.
Ella no había sugerido que su libro
debiera enseñar prácticas de magia. No.
El significado, la visión del mundo que
lo sustentaba, el sentido que atribuían al
alma: era eso lo que ella había querido
decir. Las prácticas mismas, eso era
demasiado peligroso. Ella conocía más
de una persona que había sido dañada
de ese modo: o que había dañado a
otros.
Pierce se reiría si la oyera decir eso.
Qué tipo extraño. Ella solía
preguntarle: de qué te sirve, Pierce,
elaborar esos deseos, protegerte en
todos los sentidos posibles, si no crees
que puedas realizarlos, y él solía
responderle: creer en eso, Jewel, no los
hace realizables.
Pobre Pierce, pensó, con un
ramalazo de piedad. Crees ser tan gudo,
tan lúcido: como un daltónico a quien no
engaña el color, que él nunca veía era
que esos poderes de los que
precisamente hablaba ahora, no andaban
merodeando por el mundo como perros
callejeros en espera de alguien que
quiera adoptarlos, eran las creaciones
de almas, creadas entre las almas, eran
la creación misma y darles vida era el
uso que podían tener. Si tú puedes crear
un poder así en tu vida, debes crearlo.
Si de alguna manera te ha sido otorgado,
no es porque sí. En esto consiste la
evolución.
Algún día aprenderá, pensó Julie,
aprenderá, si no es en esta vida será en
la próxima o en la siguiente. Es la
misión que le ha sido asignada aun
cuando él no lo sepa: él, que sabe de
tantas otras cosas.
Había una razón para que ella
estuviera allí, no ya la amante de Pierce
sino con las manos apoyadas sobre su
manuscrito. El mundo está cambiando,
evolucionando en formas nuevas y
aceleradas, y su evolución depende
asimismo de la gente, de la gente que da
vida al futuro.
Evolución. Sintió una suave oleada,
como de espuma de mar, a través de las
venas. Durante todo el verano había
oído hablar de esos ruidos, allá en la
costa atlántica, una serie de grandes
explosiones semejantes a estampidos
sónicos, pero no estampidos sónicos. La
TV los había revelado pero no había
podido dar ninguna explicación. Nadie
sabía qué eran. El pequeño grupo del
que Julie formaba parte, un grupo que
mantenía contactos de costa a costa,
tanto por una red de pensamientos y
sentimientos como por teléfono y por
carta, había llegado a pensar que podían
ser, quizá, sólo quizá, la señal de que la
Atlántida estaba emergiendo: por fin
había llegado el momento. En Montauk,
Julie había permanecido de pie, bajo el
tórrido sol, sobre un promontorio, en la
brisa salobre, con la certeza creciente
de que estaba a punto de suceder: de que
la ardiente punta de su pirámide
rompería en cualquier momento la
ondulada superficie del mar, y luego
vendrían sus torres y murallas,
esparciendo agua azul; lo supo, lo supo
sin más.
Y sentía aún esa certeza, del mismo
modo que sentía aún el calor del sol en
sus hombros y la suave tensión de sus
músculos. Ella se lo diría: le diría
además que su certeza misma era parte
de lo que estaba llamando a la
superficie a ese mundo sumergido: como
quien llama a un semejante. Se lo diría.
—Muy bien —dijo Pierce
reapareciendo, con las manos en los
bolsillos y un aire de impaciencia
culpable que ella reconocía—. Muy
bien.
—Muy bien —dijo ella, y puso
encima de la cuenta una tarjeta de
plástico dorado.
Ella tomó un taxi; Pierce volvió a
casa a pie, con el sol de septiembre en
el rostro y la nueva tarjeta comercial de
Julie en el bolsillo (azul noche, y las
estrellas de Escorpio punteadas en
plata); en la menguante exaltación de sus
dos whiskys no hubiera podido decir si
se sentía vencido o triunfante. El retorno
del mago, llevando en sus roanos la
antigua y potente física del pasado, las
doctrinas secretas descifradas, las cifras
de la pirámide, ¿era eso en última
instancia lo que él tenía que vender? En
ese caso, lo vendería. Hubo un tiempo
en que él no pensaba en ninguna otra
cosa, cuando desde la terraza de su
edificio contemplaba las mugrientas
esferas del firmamento girando en torno
a él. Ahora lo veo, lo comprendo: pero
oír esas ideas en boca de otra persona,
no cualificada, capacitada para un nivel
diferente de conciencia, las hacía sonar
al mismo tiempo disparatadas y
triviales, excesivas e insuficientes. Ysin
embargo ¿no eran intrépidos aquellos
antiguos magos, caballeros de Ægypto,
no habían sido héroes? Equivocados
como pudieron estar en casi todo lo que
creían saber con certeza, habían sido
héroes; cuanto más leía Pierce acerca de
ellos, más se convertían en sus héroes.
Un Agrippa, un Bruno, un Cardano, a
punto de tomar la varita mágica, abrir el
libro de Hermes e inscribir extrañas
geometrías en una lámina de cera virgen:
quizá pensaran que sólo estaban
explorando lamas antigua sabiduría, tan
sólo limpiando las ciencias corruptas y
restaurándoles su pureza: pero lo que
estaban postulando era un nuevo cielo y
una nueva tierra, y era igual a la nuestra.
Había diez mil demonios en el cielo
de Bruno: pero pese a todas sus
influencias ocultas, pese a sus
afinidades y simpatías, el universo del
mago operaba en la forma en que lo
hacía no porque Dios o el Diablo
estuvieran interfiriendo en él sino
simplemente porque así eran las cosas.
Era un universo inmenso, incluso
ilimitado, una fusión del espíritu y la
materia en la que estaban ligadas las
percepciones y aspiraciones del mago,
mucho más llena de posibilidades que el
Universo cerrado y pequeño, el mundo
de la ortodoxia animado-por-Dios-y-el-
Diablo, y era natural El verdadero
mago no necesitaba creer en hechicerías,
o en milagros a favor de los creyentes,
porque su universo no sólo era lo
suficiente vasto Para contener las
razones de cualquier hecho prodigioso
que en él aconteciera, sino que estaba
tan lleno de fuerzas, espíritus mundanos,
ángeles (objetos todos ellos tan
naturales como lo son las piedras o las
rosas), que cualquier cosa era posible,
cualquier efecto deseo o de la voluntad
que obrara en el mundo.
Y así, por muy equivocados que
estuvieran respecto de cualquier rasgo
del universo (y podían caer en errores
garrafales y ser, al mismo tiempo, de una
asombrosa credulidad), la magnitud de
su mundo, y el hecho de que no sólo
ignorasen todo cuanto contenía, sino que
aceptasen además con júbilo que era
imposible de conocer, hace que su
pensamiento sea semejante al nuestro.
Y no tan incomprensible, al fin y al
cabo, ni tampoco tan inexpresable.
Bueno, a ver.
En ese preciso instante, Pierce
pasaba debajo de uno de los leones de
piedra que custodian la Biblioteca
Pública, y sentándose en una de las
gradas, sacó de su bolsillo un cuaderno
de notas. El sol brillaba, enceguecedor.
Escribió: «Viajas hacia atrás hasta una
comarca perdida de la que has oído
hablar en tu infancia; la encuentras
incomprensible, rica, extraña; entonces
descubres que es el lugar de donde has
partido».
Oh, qué cauteloso tendría que ser,
qué cauteloso. El tiempo no retorna, no
describe una órbita completa para traer
de vuelta el pasado, lo que describe una
órbita completa es la noción de que el
tiempo describirá una órbita completa y
traerá de vuelta el pasado. Ése era el
secreto que Pierce conocía, el que debía
revelar. El tiempo no gira en círculo
sino en espiral, durmiendo y
despertando; si nosotros creemos
percibir los albores de una nueva Edad
de Oro, ola repetición de una triste
decadencia, o el advenimiento de un
nuevo milenio, es porque ellos crean, en
la percepción misma, todas las Edades
de Oro, todas las decadencias, todos los
renacimientos y milenios del pasado que
aparentan repetirse, oh sí, lo recuerdo,
lo recuerdo: ascendemos a través de las
esferas, que semejan cercarnos.
Despertad, debía decir su libro.
Nada podréis hacer si no os despertáis.
Como Bruno gritando que salía el sol:
despertad.
Bruno mismo tenía que ser el héroe
de su libro; Bruno, con su arrogante
profecía, Bruno con sus infinitudes y sus
planetas, nadando a través del espacio
como grandes bestias plácidas, vivas,
vivas, oh; Bruno, con sus infinitos e
imposibles sistemas de memoria, para
dominar con ellos todo cuanto contenía
al vasto mundo. Una empresa que quizá
no fuera, al fin y al cabo, tan distinta de
la que se proponía Pierce. «La mente, en
el centro de todas las cosas, conteniendo
en su interior todo aquello de lo cual es
el centro». ¡Sí! Pierce también había
sentido eso, todas sus percepción del
pasado apretujadas en su cerebro, como
una película kodachrome fuertemente
rebobinada y a todo color, por
añadidura, porque si la memoria no es
de colores, entonces nada lo es.
Entonces. ¿No podría él hacer eso?
¿No podría acaso alimentar las fantasías
que Julie consideraba vendibles, las que
encendían en sus ojos aquel súbito
destello? ¿No podría hacerlo y que
además le pagaran por hacerlo, y
embarcarse al mismo tiempo en una
aventura diferente, la misma en que
había estado embarcado durante tanto
tiempo; asir, como con una mano, la
verdad de historias indudablemente
falsas, recobrar, como se recupera un
sueño, la lógica onírica de la historia,
porque él mismo la había soñado largo
tiempo y ahora estaba despierto?
¿Podría? Podría y lo haría. Si los
tontos se prendaban de las historias que
él vendería al menudeo, allá ellos; para
sí mismo, él era astuto, y si no sabía
cómo decir una cosa que tuviera el
efecto de otra mucho más calificada,
incluso contradictoria, entonces su larga
formación católica, su costosa
educación en St. Guinefort y Noate, no
le habían servido para nada. Te
agradecemos, oh Señor (blasfemó,
exultante), que hayas ocultado estas
cosas a los ojos de los simples y las
hayas revelado a los sabios.
Ellos no pudieron lograr, al cabo,
que Bruno renunciara a su grandioso
universo, que aceptara a cambio su
mezquino mundo; y así, en el verano de
1600, ese año de números blancos, lo
sacaron de su celda en el Castel de Sant
Angelo y, vestido con la blanca túnica
de los penitentes y sentado de espaldas
en un burro, lo condujeron al Campo dei
Fiori, el campo de las flores (Pierce
imaginaba la campiña cuajada de
capullos primaverales) y allí lo ataron a
un poste y lo quemaron.
Pero Pierce no sería inmolado: no,
aun cuando ambicionara los mismos
poderes, la misma percepción y libertad
infinitas a que había aspirado Bruno.
Ésa era la diferencia entre entonces y
ahora: Pierce no moriría en la hoguera.
—Bueno —le dijo Allan Butterman
a Rosie, invitándola, con un ademán,
sentarse, elegante como siempre con su
traje de tweed y su isa azul como el día
de octubre—. Bueno, veamos.
—Bueno —dijo Rosie, meciéndose
ligeramente en su confortable sillón,
sintiéndose a gusto allí, en su tercera
visita—. Parece que todo marcha y que
a él no le importa.
—¿No le importa?
—Bueno, tuvimos algunas charlas;
en realidad él no quería oír hablar de
nada legal, pero yo quería zanjar la
situación de una vez por todas. Él dijo
que deberíamos hablarlo con más
detenimiento, y que en todo caso no le
gustaba la idea del divorcio sin culpa,
siendo yo quien había hecho abandono
del hogar, así que le expliqué lo que
usted me dijo. Cuáles son nuestras
alternativas.
Con el corazón agitado y la garganta
seca, tartamudeando un poco por
haberlo ensayado en exceso, le había
hecho a Mike su discurso, explicándole
que si no quería o no estaba de acuerdo
en eso del divorcio sin culpa, ella tenía
la intención de querellarlo por adulterio.
El peso terrible de esta declaración, que
al mismo tiempo parecía ingrávida e
ilusoria como la escena crucial de una
película, había puesto fin, por ese día, a
sus discusiones; Mike, diciendo que no
estaba seguro de ser capaz de mantener
la calma, se marchó de la Cueva de las
Roscas, tierra de nadie donde se habían
reunido a una hora poco concurrida.
Este intento de oponer a la estrategia
psicoterapéutica de Mike sus nuevas
estratagemas legales, era un poco como
jugar a piedra, papel y tijera; a veces,
cuando las manos descendían, Rosie
había ganado, otras veces quien ganaba
era él; pero, al menos, no siempre
perdía ella. Había dejado las cosas en
ese punto durante algunas semanas,
sintiéndose como un jugador que ha
apostado fuerte y espera que el
contrincante vea o se retire: sopesaba
esa sensación arriesgada y divertida, la
sensación de tener poder, de estar
apoyada en una pata lo bastante sólida
como para sostenerla. Cuando le pareció
que ya había esperado lo bastante,
concertó esta cita con Allan Butterman y
luego llamó a Mike para obtener una
respuesta: Allan, dijo, sabrá cómo debes
proceder.
Y Mike se había mostrado
razonable. Había perdido, al parecer,
todo interés en atormentarla con este
asunto, como si él no participara del
juego. Había parecido estar —y así lo
había sentido ella cada vez más a
menudo desde su separación—
distraído, no del todo presente, siempre
a punto de dar media vuelta y decir sí sí,
un poco por encima del hombro, la
mirada en otra parte. Rosie creía
conocer la causa, aunque le extrañaba.
—¿La misma mujer? —dijo Allan.
—La misma —dijo Rosie—. Yo
pensé que sería sólo un capricho. Pero
parece que es más que eso. Parece que
él está como embobado. Aunque a decir
verdad, él siempre ha sido un poco bobo
en sus relaciones con las mujeres. —Ése
había sido siempre un punto en favor de
Rosie, que Mike fuera un poco bobo con
las mujeres, y que ella lo supiera, y él
no. Se balanceó en su silla giratoria,
pensativa—. Me pregunto si todavía
estará en su año de Tránsito
Descendente.
—¿Su qué?
—Eso es algo de la Climateria —
dijo Rosie—. Una especie de ciencia
nueva que Mike está inventando. No
puedo decirle gran cosa al respecto,
porque yo misma no lo entiendo, y
porque se supone que no debo hablar
demasiado del tema; es, en esencia, una
idea simple, y él teme que, si llega a
oídos de personas inescrupulosas, se la
puedan robar.
Allan la miraba fijo, como si
estuviera considerando algo distinto de
la Climateria.
—Es algo así como que la vida está
dividida en períodos de siete años —
prosiguió Rosie, queriendo al menos
convencer a Allan de que no estaba
diciendo tonterías—. Cada séptimo año
uno llega, como quien dice, a una
meseta, en la que está perfectamente
seguro de sí mismo y tiene un buen
dominio de las cosas. Luego, uno
desciende poco a poco, como en una
parábola, a lo largo del año de Tránsito
Descendente; después se toca fondo, y
hay un año de Tránsito Ascendente y por
último, de nuevo, la meseta, siete años
más tarde. Psicológicamente.
—Uhú —dijo Allan.
—Y en realidad parece que funciona
—dijo Rosie—. Se la puede trazar como
una parábola.
En cierto modo había funcionado;
describía la vida de Mike mejor que
cualquier otra vida a la que él la hubiese
aplicado; pero Rosie recordaba haber
visto sus propios altibajos reflejados
con bastante verosimilitud en el cuadro
que Mike había trazado para ella, poco
después de que inventara el Método,
como siempre lo llamaba, con esas
mayúsculas audibles. Recordó el
entusiasmo de Mike, su pasión incluso, y
su propio asentimiento sorprendido,
noche de invierno, años atrás…
Con una ola de angustia inesperada,
como a merced de una area
intempestiva, la invadió una súbita
congoja, y se tapó los ojos, reprimiendo
un sollozo.
—Oh, santo Dios, por favor, no —
dijo Allan.
Ella miró a su abogado; su rostro era
una horrorizada máscara de Piedad. Su
propio oleaje de sentimientos se replegó
ante el de Allan.
—Uff —dijo, moqueando—. Perdón,
perdón, ¿por qué ha pasado esto?
—No, no —dijo Allan—, por Dios,
es que es tan desagradable.
Ella se echó a reír. Había, en su risa,
rastros del llanto interrumpido.
—No es nada, no es nada —dijo—.
¿Tiene usted un pañuelo?
Él le tendió una caja.
—No se reprima, no se reprima, y
llore —dijo—. Ese imbécil.
—Allan —dijo ella, sonándose la
nariz—. De veras, estoy bien. Serénese.
¿Qué hay que hacer ahora?
—Ésta es exactamente la razón por
la que yo no acepto divorcios —dijo
Allan masajeándose la frente—. En
verdad, no puedo soportarlos.
—Vamos —dijo Rosie—. Vamos…
Allan carraspeó vigorosamente, y
sacó un anotador amarillo y uno de los
lápices nuevos de puntas siempre
afiladas (nunca romos ni cortos, ¿qué
haría con los usados?) y se tironeó de la
oreja.
—Bueno —dijo—, bueno. Lo que
tenemos que tratar de hacer ahora es
llegar a un acuerdo, usted y Mike, y el
abogado de él y yo, sobre varios
aspectos relativos a su vida con Mike, y
procurar que sea lo más aceptable
posible para ambas partes, lo
suficientemente simple como para que
hasta el juez pueda comprenderlo.
»Así que, veamos, haremos una lista.
Ante todo, está la custodia de… de…
—Sam. Samantha. Yo la obtendré.
—Ajá. —No anotó nada—. ¿Y
Mike?
—Estoy segura de que Mike no
querrá la custodia, aunque en realidad
no lo hemos aclarado.
—Ajá.
—Quiero decir que, para mí, eso
está claro.
Allan la obsequió con una sonrisa,
una sonrisa de aprobación casi
profesional y escribió.
—Bueno. Y también tiene que poner
en claro cuestiones tales como los
derechos de visita, manutención, algún
tipo de acuerdo sobre seguro de vida,
escolaridad, y quién informa a quién
cuando la niña va al dentista, al
hospital…
—De acuerdo.
—Puesto que todavía están en
conversaciones —dijo Allan—. Si
deciden los abogados, cuesta más, y a lo
mejor llegan a un arreglo que no le gusta
a nadie más que a ellos.
—De acuerdo. De acuerdo. —Su
corazón se desbordaba—. Sam.
—¿Manutención? —dijo Allan—.
¿Trabaja usted actualmente?
—Trabajaba —dijo Rosie—.
Enseñaba arte en la Escuela del Sol.
—Ah, sí.
—Pero, por lo visto, ya no me
necesitan.
Al parecer, la escuelita alternativa,
alojada en un pequeño molino
reformado en Stonykill, estaba por
cerrar, sucumbiendo en medio del
desorden y las recriminaciones.
—Si es posible —dijo Allan—,
sería mejor que usted siguiera sin
empleo. Hasta después de la sentencia.
—Trazó una línea a través de su
anotador—. Muy bien, bienes a
repartir…
—Nada, nada, en realidad —dijo
Rosie—. Una casa, pero el hospital
pagó el anticipo y tiene la hipoteca, así
que… Y aparte de eso, cosas, sólo
cosas.
—Cosas —dijo Allan, meneando la
cabeza—. Cosas.
Esa forma de hablar tan suya, como
si cargara cada palabra con un gran
sentimiento: Rosie suponía que debía de
ser algo así como una táctica; o un
efecto del que no tenía verdadera
conciencia. Aunque tal vez no, tal vez
sintiera de verdad las angustias y los
dolores de sus clientes tan
profundamente como parecía: tal vez,
igual que un avezado levantador de
pesas, era capaz de soportar una carga
más pesada que la mayoría de la gente.
Un mechón había saltado de su pelo
negro engominado, y sus ojos estaban
tristes otra vez. Rosie se dio cuenta, de
pronto, de que Allan le caía muy bien.
—No me importa —dijo—, de
veras, no quiero nada de todo eso.
—Claro —dijo Allan—. ¿Sabe
usted? Antes, cuando yo hacía muchos
divorcios, todos decían siempre «no
quiero nada, que se lo quede ella», «que
se lo quede él»; y sabe usted cuál era
siempre la causa de todas las terribles
discusiones, de todas las penurias: las
cosas.
—¿Usted está casado? —preguntó
Rosie.
—Yo me sentaba aquí y escuchaba a
la gente afligirse por un coche, un
televisor, joyas, un miserable juego de
sillas de jardín, y pensaba: qué
mezquina puede ser la gente. ¿No
pueden superar todo eso? ¿Acaso el
amor no significaba, para ellos, más que
esos detalles materialistas? Tardé algún
tiempo en comprender que el amor está
en los detalles. En los libros y los
discos y el estéreo y descapotable. El
amor siempre está en los detalles. Y
también el dolor. —Sus ojos, más tristes
aún, estaban fijos en ella, y sus manos
blancas cruzadas delante de él—. No
estoy casado —dijo—, es una larga
historia.
—He estado preguntándome una
cosa —dijo Rosie, empezando a
balancearse de nuevo en su silla—. ¿El
viejo castillo, sabe, allá en el medio del
río, en la isla…?
—El Butterman.
—¿Fueron ustedes quienes lo
construyeron? Su familia, quiero decir.
—Bueno, algo así. Un pariente
lejano, nunca lo averigüé del todo.
—Tengo entendido que es de mi
propiedad. Que es propiedad de mi
familia.
—Creo que sí.
Ella sonrió.
—No será parte del arreglo —dijo
Rosie, y Allan se rió: era la primera vez
que lo veía reír—. Lo que siempre he
querido hacer —dijo— es ir allí y
entrar, nunca lo he hecho.
—Ni yo.
—¿Quiere ir, algún día? —Se estiró
en su silla—. Como abogado de la
familia, yo qué sé.
Allan tamborileó con el lápiz sobre
el parche de cuero de su escritorio.
—Quisiera darle un consejo que
quizá le extrañe. Usted sabe que, aun
cuando este proceso sin culpa dé
resultado, tendrá que pasar alrededor de
un año desde la fecha del juicio hasta
que el divorcio le sea concedido
definitivamente.
—Oh, Dios Santo. ¿De veras?
—Seis meses después del juicio,
usted obtiene una sentencia nisi. Nisi es
una palabra latina que significa «a
menos que». A menos que surja algún
imprevisto. Luego hay un período nisi,
seis meses más para que ustedes, los
interesados, reflexionen y decidan tal
vez, retractarse.
—Hum.
—O lo que es más importante,
presentar objeciones al acuerdo.
Objeciones como que la otra parte ha
actuado de manera fraudulenta, o que
han salido a la luz nuevos elementos de
juicio. Nuevos hechos, por ejemplo, que
permitan una correcta decisión acerca
de la custodia.
Rosie no dijo nada.
—Las personas, al principio, no
siempre saben muy bien lo que sienten
—dijo Allan, con dulzura—. Pueden
cambiar de parecer. Y si cambian de
parecer, y si quieren hacer algo distinto
de lo convenido al principio, buscarán
motivos para presentar una objeción. Y
tienen todo un año para buscarlos
¿entendido?
Rosie empezaba a comprender; bajó
los ojos, sintiéndose reprendida.
—Lo que quiero decir —dijo Allan,
con mayor dulzura aún— es que si lo
que usted desea es la custodia sin
complicaciones, y eso es lo que ahora
puede obtener, mi consejo es que sea
usted una madre separada modelo, hasta
que salgan esos papeles definitivos. Si
necesita saber qué significa ser una
madre modelo, se lo diré claramente. Y
si no puede ser una madre separada
modelo, si no puede serlo, en ese caso,
Rosie, tendrá que ser una madre
separada sumamente cautelosa.
Ese día, antes de abandonar el
pueblo, Rosie se detuvo en la biblioteca,
para devolver la última novela de
Fellowes Kraft y sacar otra. La que
devolvió era La corte de sangre y seda;
la que eligió, sin pensarlo demasiado, se
titulaba Un lance de honor, y tenía en la
cubierta un paisaje marino, galeones, y
una rosa de los vientos. Cuando salió de
las Jambas, la tarde otoñal declinaba
aceleradamente.
Las cosas, pensó: los coches y la
casa y las menudencias, todo eso para
discutir. Ningún matrimonio podía
liquidarse antes de hacerlo. Hum. Pensó
que Mike, probablemente, haría de todo
aquello un problema. Mike era un
Capricornio, se apegaba a las cosas, y la
sola idea de tener que desprenderse de
ellas le costaría siempre largas
reflexiones. Rosie, en cambio, por más
que en el fondo de su alma pudiera
esconder un par de pendientes o una caja
de marquetería, siempre prescindía de
las cosas: la vida —pensaba a veces—
era una carrera de obstáculos, sembrada
de cosas que había que saltar, esquivar,
perder y dejar atrás. En su carta natal
(todavía dentro de su sobre de manila,
ahora un poco arrugado, el asiento
contiguo), la segunda casa, Lucrum
(«como lucrativo» decía Val, «dinero,
posesiones, empleos, esa clase de
cosas») estaba vacía de planetas
autoritarios.
El sol se puso, dejando en el
límpido cielo del poniente una luz
crepuscular, lavanda y ocre. En las
montañas, por encima de la cadeneta de
Rosie, paseaban los venados, cebándose
con las manzanas de los antiguos
huertos; abajo, en el río, las hojas
muertas flotaban derivando hacia el sur,
amontonándose como alfombras
coloridas en los remolinos y en los
remansos y en la playa del pequeño
recreo de Spofford. Al caer la noche,
una banda de estorninos migratorios, que
regresaba a las torres del Butterman, se
desplegó como una bandera en el aire,
por encima del castillo, que chasqueó,
como a merced del viento, antes de que
las aves se posaran para descansar.
A la luz de la lámpara, Rosie leía
Un lance de honor, una historia de
bucaneros en las costas del Caribe. Ese
personaje, el mago que tomaba
fotografías a Shakespeare en Manzanas
mordidas, el mismo cuya bola de cristal
le había mostrado Boney, aparecía aquí
prestando mapas a sir Francis Drake,
confabulando con la reina contra los
españoles. Rosie se preguntaba si todos
los libros de Kraft serían en realidad
secciones de una misma historia,
recortadas y ofrecidas individualmente,
como un pintor paisajista podría
parcelar un gran paisaje en muchos
otros, pequeños, y enmarcados uno por
uno. Los ingleses derrotaban a los
españoles, pero el rey de España,
rumiando como una araña en su palacio
mágico, planeaba venganza. Rosie lo
devolvió (tarde y descolorido por la
lluvia, Sam lo había dejado a la
intemperie) y eligió otro.
A la larga los leería todos; los leería
en la sala de espera de Allan Butterman
y en las salas de espera del juzgado y en
el despacho del administrador (los
asuntos de su familia en diáspora eran
una maraña impenetrable). Los leería de
pie en las colas del banco y del registro
de vehículos. Se los leería a Sam para
hacerla dormir, ya que prefería el
murmullo apacible de la voz de su
madre, diciendo cosas de adultos, a
cualquier historia que ella misma
pudiera entender. Los dejaría de lado
cuando los párpados le temblaran por
cerrarse, a menudo después de
medianoche, y los retomaría al
despertar, demasiado temprano para
levantarse, antes que la señora Pisky, o
incluso Sam, estuvieran en pie.
Sin embargo Rosie no era, en
verdad, una gran lectora;
cuantitativamente, no había leído mucho
en su vida; en épocas normales un libro
voluminoso, un cuento largo, no ejercían
en ella ninguna atracción especial. Sólo
en ciertas épocas, como si fuera una
antigua fiebre contraída en la infancia y
que le recurriera periódicamente, le
daba por leer; y cuando le daba, le daba.
Era una evasión: eso lo tenía muy claro.
A menudo había sabido con exactitud de
qué quería escapar, aunque no durante su
primer año de casada, el año de John
Galsworthy, y no había comprendido en
absoluto el primer acceso, en cierto
sentido el más grave, el año en que su
familia se trasladó al Medio Oeste y
Rosie recorrió, sucesiva y
confusamente, no sólo las obras
completas de Nancy Drew, sino también
todo Míster Moto, y la sección
Biografías de una biblioteca de barrio;
leyendo vidas que no le parecían
materialmente distintas de las ficciones,
enterándose de hechos que nunca
olvidaría del todo ni recordaría con
exactitud, acerca de Amelia Earhart, W.
C. Handy, Edward Payson Terhune,
Pearl Mesta, Woodrow Wilson y una
legión de otros. Ese año iba y venía sin
cesar, llevando en su vida otra vida, la
que estaba dentro de los libros, y la que
le tocaba más de cerca. Su existencia
estaba dividida en dos: leer y no leer,
tan completa y necesariamente como
estaba dividida en dormir y estar
despierta. Emitir juicios críticos sobre
aquello que leía le hubiera parecido tan
extraño como emitirlos sobre la vida
real. La atrapaba o no la atrapaba;
cuando la atrapaba, no sabía decir por
qué. Nunca, en su intenso período de
lectura de historias de misterio, se le
había ocurrido tratar de imaginar qué se
proponía el autor, cuál era la solución;
en una ocasión pensó,
retrospectivamente, que, en realidad,
ella no había comprendido inicialmente
que esas historias que le gustaban eran
de misterio, que cada una tendría una
solución; de haber leído alguna que no
la tuviera, no se habría sentido
necesariamente estafada. Lo que en
realidad le gustaba de ellas, pensó, era
lo mismo que le había gustado de las
biografías: que sólo avanzaban en una
dirección.
Había un tipo de novela que no lo
hacía, y eso la inquietaba: un tipo de
novela que daba la impresión de que
había que llegar a la mitad, o a las dos
terceras partes, para entonces, empezar
a retroceder hacia el principio. Todos
los incidentes y personajes que
aparecían en la primera mitad, aquellos
que creaban la historia, aparecían
(algunas veces incluso, en un orden más
o menos invertido) para completar la
historia, como si la segunda mitad o el
ultimo tercio del libro fuesen la imagen
especular de la primera, con el final
exactamente igual al comienzo, salvo
que era un final, era que no se parecían a
la vida; Rosie no sabía si lo hacían o no;
pero si lo hacían, entonces acaso
también la vida tuviera una mitad espejo
y su dirección en un solo sentido era
ilusoria; y si Rosie no lo sabía, quizá
fuera tan sólo porque ella no había
entrado aún en la parte ulterior, en el
precipitado tramo de regreso de su
propia existencia.
Una vez, cuando eligió una novela en
una librería de libros usados, había
encontrado, pegada a la solapa, una
reseña crítica del libro, ya amarillenta.
Al crítico parecía gustarle el libro, pero
encontraba la trama un tanto mecánica.
Cuando Rosie la leyó, encontró que era
una de aquéllas con un tercio final en
espejo. De modo que lo que ella había
estado percibiendo todo el tiempo (lo
advirtió con sorpresa) era eso, trama,
algo que ella podría haber dicho que
tenían las novelas pero no las
biografías, sin saber con precisión qué
quería decir con esto. Y ahora lo sabía.
Y sin embargo no sabía aún en qué
medida las vidas se parecían a las
novelas por el hecho de tener tramas, de
tener simetrías, de estar divididas en
dos partes, el largo camino de ida y el
más rápido camino de regreso. Por
cierto, había algo mecánico en esta
imagen; pero no había manera, todavía,
de saber si la vida era o no, en realidad,
mecánica y simétrica. Claro que cuando
se sentaba con una novela de Kraft en la
falda, esperando en oficinas para seguir
los trámites de su divorcio de Mike,
aquélla no parecía ser una cuestión
académica; pensaba que ella muy bien
podía estar justo a mitad de camino de
su propia historia (si tenía una marca a
mitad de camino) y que por lo tanto,
lejos de estar zafándose de su marido,
tan sólo estaba estableciendo las
condiciones de las ulteriores e
ineluctables apariciones de él en la
historia. Que al fin y al cabo era también
su historia.
Kraft no era una gran ayuda. Pese a
que el rodar de la Historia siempre
avanzaba en sus libros (con ruidos y
murmullos casi audibles), del pasado
remoto a un pasado más reciente, todo
en una misma dirección, las historias
que contaba tenían a menudo la
estructura especular de una trama.
Manzanas mordidas tenía esa
estructura: en el centro mismo de la
historia, el mago o el científico trazaba
el diagrama del horóscopo del joven
Will y situaba sus planetas, y decía que,
a menos que se decidiera a volar hacia
las estrellas, no haría carrera en el
teatro como actor. Ya partir de ese
momento, escena por escena, el libro
retrocedía todo su camino con gran
precisión. Ella lo adivinó (y dijo oh no,
no puede ser, en voz alta, con cómica
desesperación, durante el desayuno, de
modo que Boney levantó la cabeza para
saber por qué protestaba) tan pronto
como Simón Hunt, el antiguo maestro de
Will en Stratford, que había escapado
furtivamente para tomar los hábitos,
apareciera una vez más ante Will en
Londres.
Ahora era Hunt el que estaba en
peligro, el cazador cazado, un jesuita, su
cabeza puesta a precio. Will, aunque
tentado de delatarlo sólo por un
momento bochornoso, salva al
aterrorizado sacerdote ocultándolo en un
momento crítico, a la vista de la patrulla
de Walsingham: en el escenario,
haciendo el papel de un monje ridículo
en una comedia antipapista, arrastrado
por los diablos a las profundidades del
infierno.
Buena escena para una película,
pensó Rosie.
Y al final Will iba de gira por las
provincias y regresaba una vez más a
Stratford, a orillas del Avon, se sentía
viejo a los diecisiete años, y conocedor
del mundo, y creía acabada su carrera
de cómico. La última, larga escena con
su mortificado padre, tan a la misma
distancia del final del libro (hasta casi
el mismo número de páginas) como la
primera entrevista lo estaba del
comienzo. Vuelve a casa, Will.
Perdóname; perdóname.
Y sin embargo —Rosie se
preguntaba cómo lo lograba— no había
en esta perfecta simetría de escenas la
opresión que había sentido en otros
libros; era, de algún modo, estimulante.
Quizá fuera sólo su propio
conocimiento, adquirido fuera de estas
páginas, de la Historia ulterior, la que
ninguno de los personajes del libro
podía conocer. Ni John Shakespeare, ni
James Burbage (al decir adiós a Will
junto al carretón, en la taberna de
Stratford, enjugándose apenado una
lágrima, pero pensando que por fin se
sacaba de encima a ese joven
desgarbado) ni el propio Will
Shakespeare, volviendo a casa por la
calle Mayor del pueblo.
Era hora de sentar cabeza; hora de
aprender el oficio de su padre: un oficio
honrado, aunque nada apasionante, que
podría mantener a un hombre hasta su
muerte.
Que podría mantener —Will sintió
henchirse su corazón, aunque sus
grandes pies sobrios sonaban normales
en la calle Mayor— que podría
mantener una esposa e hijos. Una esposa
de ojos oscuros del pueblo de Stratford.
Y si trabajaba con tesón, algún día
podría borrar de la larga memoria del
pueblo su aventura en Londres, y ganar
para sí el nombre de buen ciudadano, —
un crédito para Stratford— incluso, tal
vez, el de caballero.
Will llegó hasta la puerta de su
padre, la mano en la empuñadura de una
imaginaría espada de caballero en su
flanco. En la posada, los cómicos de
Burbage montaban el escenario para la
vieja representación de César apuñalado
en el Capitolio.
Oh, de cajón, de cajón, pensó
Rosie, casi riendo de gozo; porque al
pie de la última página, en grandes
mayúsculas, no decía «fin» sino
COMIENZO
Seis
Uno de los corderitos había muerto,
como un terrón mojado yacía junto a su
madre, que lo hocicaba aturdida. Un
poco más lejos en el cobertizo, una
oveja había muerto al parir: a su lado,
un corderito vivo intentaba mamar.
Spofford levantó su farol, a cuya lumbre
su aliento formó una nubécula, y contó
las crías cuidadosamente, tan fatigado
que a duras penas podía llevar la cuenta.
Los demás estaban bien. En resumen: un
corderito muerto, su madre repleta de
leche; y un corderito sin madre. Pero la
oveja no quería darle de mamar al
huérfano; un instinto, un olor, algo le
impedía hacerlo. Y el corderito huérfano
se moriría de hambre, a menos que
Spofford empezara ahora mismo a
alimentarlo.
O podía probar un método más
antiguo, del que alguien le había
hablado, quién, no recordaba quién; le
flotaba en la mente la borrosa imagen de
un viejo pastor que lo había aprendido
de otro s viejo que él, y así, hacia atrás,
a través de los años. Bueno, muy bien.
Abrió su cortaplumas, y, trabajando
con rapidez, casi automáticamente, como
si ya lo hubiera hecho antes muchas
veces, desolló por completo al corderito
muerto, arrancándole la piel húmeda y
fina. Cuando la tuvo en su mano, levantó
al huérfano, y después de envolverlo en
el triste harapo de la piel de su primo, lo
depositó junto a la madre del corderito
muerto.
La madre lo examinó hasta donde
pudo; lo hocicó y creyó que era el suyo.
Ante la insistencia del corderito
disfrazado, lo dejó mamar: que viva.
Mira por dónde, se maravilló
Spofford, ensangrentado, hasta los puños
de su chaqueta, de piel de oveja.
Mira tú…
—… por dónde —dijo en voz alta,
despertándose.
No era una noche de febrero, tiempo
de parición, sino una mañana de
diciembre. Había nevado durante la
noche, la primera nevada del año; un
blanco resplandor llenaba el almiar de
su cabaña, de modo que supo, sin
necesidad de levantar la cabeza, que
había nevado.
Caray (pensó, estirándose) algunos,
a veces, parecen tan reales. Tan reales.
Se incorporó y se rascó la cabeza
con las dos manos. Su chaqueta de piel
de oveja colgaba limpia del perchero.
Se rió a carcajadas, era un buen truco, el
del corderito. Se preguntó si resultaría.
Jamás, hasta donde podía recordar, lo
había oído mencionar, aunque de niño
había alimentado de su mano a un
corderito huérfano. Por cierto que el
viejo pastor a quien, en el sueño,
recordara explicándoselo (mejillas
como manzanas, pipa como un muñón, y
pelo como lana de oveja) no era nadie
que él conociera en la vida cotidiana,
una pura ficción.
Mientras desayunaba decidió que
preguntaría a algunos criadores de
ovejas de la región si ese truco podría
surtir efecto. Si se trataba de un truco
viejo y conocido.
¿Y si lo fuera?
Mientras se lavaba, tomó una
segunda decisión. Éste parecía ser un
día cargado de significados: ese sueño,
esa luminosidad de la nieve y ciertos
abismos suyos que parecían, sólo por
hoy, abiertos y explorables. De modo
que una vez terminadas sus tareas iría al
Albergue a visitar a Val, algo que quería
hacer desde hacía tiempo: mientras se
escarbaba los dientes con una espina de
trucha que guardaba a tal fin, bosquejó
mentalmente qué preguntas le haría: qué
consejos necesitaba y sobre qué asuntos.
El Albergue Lejanas, de Val, en Las
Ánimas, cerraba durante el invierno. Val
siempre describía este cierre como si
fuera ella misma quien se cerraba
durante tres meses; «Estaré cerrada el
día de Acción de Gracias», decía,
«estaré cerrada hasta la Pascua». Y en
cierto sentido, también Val estaba
cerrada. Tan pronto como una nevada de
cierta envergadura empezaba a caer, ella
dejaba de conducir; su escarabajo (en el
que la corpulenta Val cabía a duras
penas, como un gran payaso en un coche
diminuto en el circo) se convertía en un
informe montículo blanco sobre el
camino de entrada, y sólo cuando había
perdido su disfraz de muñeco de nieve
en primavera, ella volvía a ponerlo en
marcha; mientras tanto, ella (y su vieja
madre, que también vivía en el
Albergue) dependían del teléfono, de la
buena voluntad de quienes pasaran por
su camino, y de cierto talento para la
hibernación, una habilidad para vivir de
los placeres, ocupaciones, chismes y
noticias del verano como de una reserva
de gordura acumulada. Hasta su reserva
de gordura física parecía encogerse un
tanto, a medida que los días se
alargaban rumbo al equinoccio.
El Albergue es una construcción de
madera blanca, de dos pisos, a la vera
del río Sombra, casi inhallable entre dos
caminos de tierra, su letrero y sus
accesorios absolutamente idénticos
desde hace treinta años. Lo que Spofford
se había preguntado muchas veces, sin
que nunca encontrara una forma discreta
de averiguarlo, era cuándo el Albergue
había dejado de ser un prostíbulo. Que
lo había sido en tiempos no demasiado
lejanos, lo había deducido de varias
insinuaciones de gente del lugar, de la
disposición general de la casa (el bar y
el restaurante al frente comunicados con
la salita del apartamento de atrás, y
varios cuartos pequeños ahora
desocupados en el piso de arriba y un
ala a la sombra de los pinos); y además
del carácter de la madre de Val, Nanna,
y a quien, ahora retirada y funcionando
principalmente (según Val) como la cruz
que ella debía soportar, Spofford podía
imaginar fácilmente como una madama
de campaña: aunque nunca hubiera
conocido (no u esta campaña) una
madama de campaña. Hoy en día era
proclive a ciertas comunicaciones
especiales con Dios y a contar grandes
Patrañas acerca de su pasado que hacían
que Val refunfuñase y le hablara con
rudeza. Nunca habían vivido separadas.
—Mañana estará derretida —dijo
Spofford—. Pero de todos modos he
traído estas cositas. Ponías en la
despensa. —Había provisiones,
golosinas, y el cartón de Kent que ella le
había pedido, y una bolsa de cuerda
llena de naranjas.
—¿Han limpiado algún camino? —
dijo Val. Tenía una muy vaga idea de las
realidades del invierno, pero le
encantaba hablar de él—. ¿No? ¿Y te
has venido hasta aquí con todo esto? Oh
Dios, qué bruto tan valiente.
Spofford se echó a reír.
—No hay nieve suficiente ni para
llenar las estrías de las cubiertas, Val.
Ella le sonrió, adivinando la
intención de este gesto de modestia, y
mostró las cosas a su madre.
—Mira, ma, ¿qué te parece?
—Es un buen muchacho —dijo la
madre, que estaba junto a ella en la
cama—. Dios le concederá algo muy
especial.
—Haz que Dios haga eso —dijo Val
—, haz que Dios le dé una cita.
—No te burles.
Las dos compartían la cama de Val
delante del gran televisor, que estaba en
funcionamiento, mostrando un culebrón
que Val seguía; ella y su madre,
envueltas en una manta que las protegía
del frío, con las almohadas amontonadas
detrás de ellas, y una cafetera a mano,
no estaban todavía exactamente en cama,
ni tampoco exactamente levantadas.
Eran dormilonas y remolonas. Sobre la
cama, con la Guía TV y El Pregón de
las Lejanas y algunas revistas de
chismes, había una bandeja de comida
para perros, y un perro, un pequeño
pequinés con la melena y la expresión
coqueta del chico del dibujo animado
del cual llevaba el nombre. Le ladró y le
jadeó a Spofford.
—Bueno, como sea —dijo Val,
soltando su risa grave y contagiosa.
Tenía una forma de reírse así, de nada,
periódicamente, como si siempre se
estuviera celebrando una fiesta en torno
de ella—. Tu carta ¿no? Has venido por
tu carta.
—Algo así —dijo Spofford.
—No está terminada. —Bueno.
—Está casi hecha ¿quieres verla?
¡Denis! ¡Saca tu pata del plato! Oh,
caramba, mira lo que ha hecho. —Alzó
el perro plumero, y se envolvió en su
amplia bata de felpilla; se levantó, se
colgó un cigarrillo en la comisura de la
boca, guiñando los ojos para protegerse
del humo—. Ven a ver.
En la salita donde Val trabajaba
había, en un rincón, una mesita de juego,
con una lámpara al lado. Sostenidos por
dos gordos budas de esteatita, se
hallaban sus efemérides, sus tablas, sus
guías. Un jarro con lápices de colores,
una regla de plástico rojo, un compás y
un transportador daban la impresión de
una escolar que hacía sus deberes, pero
Val no estaba jugando. En las Lejanas,
se la respetaba; se ganaba la vida,
principalmente, haciendo horóscopos;
había quienes no tomaban una sola
decisión sin consultarla. Ella aseguraba
que eran tantos los que buscaban ayuda
aquí como en cualquier iglesia del
condado, y le confesaban sus temores y
hasta lloraban en su pecho voluminoso.
Depositó a Denis en el suelo, quien se
sacudió minuciosamente desde la cabeza
hasta la cola rabona; sacó de debajo de
una calculadora la carta de Spofford y
varias hojas de papel repletas de cifras.
—Las mates me matan —dijo—. Me
matan. —Se sentó a estudiar lo que tenía
hecho, invitó a Spofford con un gesto, a
que también se sentara en la silla de
arce enfundada en chintz, y se acercó un
cenicero.
Val sabía muy bien que había mil
maneras de hacer lo que ella había
hecho, y una infinidad de otros cálculos
posibles si uno tenía la paciencia y la
habilidad necesarias; pero ella no los
consideraba útiles. Ella trabajaba con
números sólo hasta que empezaba a
vislumbrar una carta natal, con el ojo o
el sentido interno, que eran su punto
fuerte. Y cuando ese enganche se
producía, su matemática empezaba a dar
frutos, los planetas en sus respectivas
casas empezaban a cobrar sentido, a
enfrentarse o volverse la espalda,
exaltados, dignificados, abatidos o
confundidos; el pequeño universo de
papel empezaba a hacer tic tac y Val
podía entonces comenzar a trabajar.
Esa etapa se llamaba «rectificación
de la carta». La razón de tal
rectificación era evidente para Val: si
cada uno de los bebés que nacieran a
una misma hora en todos los hospitales
de una misma ciudad, y por lo tanto
todos, bajo influencias astrales
idénticas, tuvieran destinos y fortunas
sutil o radicalmente distintos uno de
otro, (y así sería seguramente), entonces
cada alma sobre la tierra era sutil y
radicalmente diferente de todas las
demás, y esa diferencia no podía ser
aprehendida en la mera ubicación
precisa de los símbolos planetarios en
un esquema de casas. Yen todo caso,
hasta donde Val podía saberlo, siempre
existía la posibilidad de ser más
preciso, y cada paso hacia la exactitud
podía alterarlo todo, los plantas de una
persona podían deslizarse de un signo a
otro o de una casa a otra, las
oposiciones podían anularse, los
cuadrados convertirse en romboides sin
sentido.
No, lo que siempre importaba más
que la exactitud, más que las
matemáticas, era la intuición: la
creciente certeza de estar en buen
camino, de que tenía sentido. Fíjate en
esto: Mercurio en conjunción con
Saturno en la séptima casa, por
supuesto, y tu madre debe de haber
tenido la luna en Géminis, claro que la
tenía. Cuando las doce casas aparecían
ante el ojo interno de Val, no como
tajadas de un pastel abstracto sino como
casas y no las casas de cualquiera sino
las casas de esta alma, casas que,
ruinosas o de mármol pulido o sombrías
y almenadas, no podían ser las de ningún
otro, entonces, y sólo entonces, ella
empezaba a hablar.
—Las casas —le dijo a Spofford—.
Hay doce casas en un horóscopo y los
planetas están alojados en ellas. Doce
compartimientos de la vida, doce clases
distintas de cosas que tiene la vida. Esas
son las casas; y siete clases de presiones
o fuerzas o influencias sobre esas cosas,
ésos son los planetas. ¿Te das cuenta?
Ahora, según cuándo y dónde has nacido
y qué estrellas asomaban por encima del
horizonte en ese preciso instante,
ordenamos estas casas de uno a doce, a
partir de aquí, donde tú naces, en
sentido contrario a las agujas del reloj.
—Hum —dijo Spofford.
—La cosa es —dijo Val— que esta
carta está hecha de tiempo, y también lo
están las casas; y tenemos que situarlas
en el espacio.
»Las tres primeras casas desde aquí
hasta aquí, son el primer cuadrante: el
primer cuarto ¿ves?, porque en doce hay
cuatro veces tres ¿de acuerdo? El primer
cuadrante es amanecer. Y primavera. Y
nacimiento ¿entendido? —Tomó otro
cigarrillo del arrugado paquete y lo
encendió—. Muy bien, la primera casa
es la llamada Vita: es en latín, pedazo de
burro, seguro que no lo sabías. Vita:
Vida. La Casa de la Vida. El pequeño
Spofford nace e inicia su viaje.
Siguió hablando mientras señalaba a
Spofford dónde estaban situados los
planetas, en qué casas, y si estaban a
gusto en ellas o incluso exaltados o lo
contrario y qué podía presagiar todo
ello para el destino de Spofford y su
felicidad y su Crecimiento. Él escuchaba
divertido, intrigado y satisfecho de ver
articulada de esa manera, por partes, su
incipiente persona, dispuesta en una
geometría nítida; el color tostado
general de su alma (como él la percibía
habitualmente) diversificado por el
prisma de su carta natal en un aspecto de
tonalidades claras, algunas franjas
anchas, otras estrechas.
—¿Qué es esto? —preguntó; una
línea que partía de Saturno en su casa
doce, Carcer, la Cárcel, y llegaba hasta
Venus en la sexta casa, opuesta.
—Oposición —dijo Val—. Desafío.
Saturno en la casa doce puede significar
aislamiento. Autodisciplina. Soledad, el
eremita melancólico. Esas cosas. Uh uh.
Opuesta a Venus en Valetudo, la casa
sexta que, es como quien dice, una casa
del Servicio; Venus, en esta casa, insufla
armonía en la vida de la gente. Algunas
veces intercediendo, aceptando tu óbolo
y sacándote del brete. ¿Entendido?
Spofford observó un momento esa
lucha.
—Y ¿quién gana?
—Vaya a saber. Ése es el desafío. —
Con un movimiento de la mano, dispersó
el humo—. Pero. Hay un pero. Mira:
aquí está Marte, justo en la casa de al
lado, la Séptima, que es Uxor, la
Esposa; y el viejo Marte está en trígono
con Saturno; y cuando dos planetas en
oposición tienen un tercer planeta que
está en sextil con uno y en trígono con el
otro, hay lo que se llama una Oposición
Simple. Simple porque, por intensa que
sea la oposición, está equilibrada por el
gran peso del tercer planeta.
»¡Marte en Uxor! Tal vez signifique
un romance, iniciado en un impulso, del
que nunca saldrás. Uno de ésos con
muchos gritos ¿sabes? O podríais
resultar una pareja sólida en un
matrimonio, amigos de por vida.
»Eso depende de ti.
Habiendo concluido con lo que hasta
el momento sabía, Val cruzó las manos
sobre la mesa.
—Bueno —dijo Spofford.
—Bueno.
—En principio —dijo él, bajándose
la gorra—, lo que yo esperaba averiguar
era algo acerca del futuro.
—¿Ah sí?
—Acerca de cierta mujer. Mis
posibilidades. Cómo aparecen aquí.
—¿Qué cierta mujer? Eh, tómalo con
calma. No quiero saber su nombre.
Astrológicamente. ¿De qué signo es?
—Nunca lo recuerdo. Creo que de
Piscis.
—Piscis y Aries no combinan
demasiado bien —dijo Val—, pero hay
tantos factores…
—¿No demasiado bien?
—Fuego y agua —dijo Val—.
Recuérdalo. Y Aries es el signo más
joven. Y Piscis el más viejo.
Spofford miró un rato la carta que
Val había vuelto hacia él; le pareció
poder encontrar en ella, en todo caso,
todo cuanto por el momento necesitaba
saber. Saturno, su tendencia a la
melancolía, su casa pequeña; una piedra
gris, de tristeza, como la triste piedra
gris que tan a menudo creía sentir en su
pecho. Soledad.
Pero Venus, la de la dulce sonrisa en
la casa opuesta a Saturno… Un alma
vieja, le había dicho Rosie alguna vez,
una alegre alma vieja, y un viejo,
viejísimo signo de agua. Él ya había
intercedido: y además lucharía por ella,
si es que la lucha podía servir de algo.
Y Marte, refulgente, su propio planeta,
alojado en la casa de tomar Esposa (el
curtido dedo índice de Spofford tocó el
signo O—›). ¿Y acaso él, Spofford, no
había sido también un guerrero? Tal vez
podría obtener alguna ayuda de allí,
llegado el caso. Como del Programa GI.
Sigue brillando, pensó. Sigue
brillando.
—No pinta mal —dijo, levantándose
—. Pinta bien.
Cuando Spofford se hubo marchado,
Val permaneció sentada un rato con las
manos cruzadas sobre la mesa, luego
con la barbilla en el hueco de una palma
y, por último, enlazó las manos detrás de
su cabeza.
A Rosie Mucho le convendría
andarse con cuidado, pensó. Este tío la
tiene entre ceja y ceja. Y además tiene
una luna en Tauro, una voluntad de
hierro. Rosie haría mejor en prepararse
para eso.
Se dio vuelta en su silla.
Detrás de ella, en la estantería de los
libros, había unos cuantos volúmenes
antiguos, de tapas anaranjadas, lomos
moteados en blanco y negro, pequeños
ganchos de metal para cerrarlos y
lengüetas de cuero a los costados para
tirar de ellos. Eligió uno, lo abrió, y
después de una breve búsqueda entre su
contenido, extrajo el cuadrante de una
carta dividida en doce gajos, como esa
otra inconclusa, que le había explicado a
Spofford, sólo que totalmente distinta,
con distintos domicilios alojando
diferentes huéspedes, dispuestos de
distintas maneras. La colocó al lado de
la de Spofford, y apoyando la frente en
una mano y tamborileando sobre la mesa
con los dedos de la otra, las estudió en
conjunto.
Piscis: Amor y Muerte. Eso era lo
que Val pensaba del signo. Chopin era
un Piscis. Sólo que aquí había un
ascendente de sentido común, Tauro con
Venus en la casa de la Vida.
En fin, ella era una buena chica, y tal
vez una sobreviviente, pero un poco
loca, más loca de lo que ella suponía,
probablemente. Luna en Escorpio:
Escorpio es Sexo y Muerte. Haría mejor
en andarse con cuidado.
La nieve continuó espesándose
durante ese día y su noche; los grandes
quitanieves salieron al amanecer,
navegando, fantasmales, detrás de sus
faros resplandecientes, las cuchillas
arrojando a cada lado largas estelas de
nieve. Al día siguiente, cuando el sol
brilló al fin, el mundo estaba
perfectamente envuelto en ella; las
ovejas de Spofford no eran tan
redondas, ni tan blancas, ni tan suaves
como las colinas y los bosques que
podían verse desde las ventanas de la
cocina de Arcadia, donde Rosie
esperaba.
—Pst —dijo el alto radiador.
—Pst —dijo Sam, mitad dentro y
mitad fuera de su traje para la nieve,
pero tan lista para salir, que Rosie sólo
tendría que levantarle la mitad superior
y llevarla hasta la puerta. Las mangas y
la capucha del traje colgaban de Sam
como un pellejo que estuviera
cambiando.
—Psst —dijo el radiador.
—Pssst —dijo Sam, y se rió.
—Aquí llega —dijo Rosie,
agradecida—. Puntualmente.
—Quiero ver.
Rosie la alzó para que pudiera ver el
pequeño coche rojo que entraba por el
portón, coleando un poco en los restos
de nieve que las máquinas habían dejado
amontonados a la entrada del camino.
—Espero que andarán con prudencia
—dijo Rosie a Sam, levantando la mitad
siamesa del traje, y arropándola dentro
de él.
—Está refalosa.
—Sí.
—Papi sabe conducir.
—¿Sí? ¿De veras?
—¿Por qué no vienes tú también?
—Esta mañana no. Te veré más
tarde.
Rosie empujó a Sam a través de la
casa hasta el vestíbulo y abrió la pesada
puerta del frente. En el camino de
entrada estaba detenido el coche rojo,
temblando como de frío, y exhalando
aliento blanco por el tubo de escape.
Mike avanzaba hacia la casa pisando
con cautela, las enguantadas manos
extendidas para mantener el equilibrio.
—Hola.
—Hola, ¿qué tal? Hola, Sam. Upa.
—Levantó el bulto envuelto de su hija y
la estrujó; Rosie, abrazándose con frío
en el umbral, esperó que acabaran de
hablar. Sam tenía novedades. Mike
escuchaba.
—Bueno, ¿y qué hay para hoy? —
dijo Rosie, al cabo—, ¿cuál es el
programa?
—No sé —dijo Mike, mirando no a
Rosie sino a Sam, cuyos dedos jugaban
con su mostacho—. Tal vez hagamos un
muñeco de nieve, ¿eh? O un castillo.
—¡Bueno! —dijo Sam,
retorciéndose para bajar—. ¡O un auto
de nieve! O un hospital de nieve.
—De acuerdo, sí, pero no a uf —
dijo Mike. La dejó en el suelo—. Iremos
a casa y haremos uno.
—Ojo —le dijo Rosie a Mike.
—Está bien.
Le entregó a Mike un bolso. Manta,
biberón para más tarde.
—No le des leche cuando haga la
siesta. Órdenes del dentista, libro.
Cosas.
—De acuerdo —dijo Mike—.
¿Lista?
Sam, de pie entre ellos, miraba
alternativamente a uno y a otro, novata
aún en esta elección.
—Adiós, Sam. Hasta luego.
—Vamos, Sam. Mami tiene frío allí
en el umbral. Dejémosla entrar.
Viendo que Sam no se decidía a
seguirlo, Mike, al fin, con un vibrante
¡úpala! la alzó de nuevo en vilo, y
mientras la transportaba como un pirata,
trastabilló y estuvo a un tris de caer de
bruces en e sendero nevado. El coche
refunfuñó. Mike trepó al asiento de
conductor, empujando a Sam delante de
él. Deben de estar un tanto apretujados
allí, pensó Rosie, pero sabía que a Sam
le gustaba ese coche. Rosie saludó con
la mano, adiós, adiooós. Sonrió. Volvió
a saludar con la mano, esta vez al coche,
el saludo de un adulto, sin rencores.
Entró en la casa y cerró la puerta. La
última bocana da de aire invernal
aprisionado, se coló por el vestíbulo.
Boney estaba en el otro extremo del
corredor con las manos detrás de la
espalda.
—No está del todo mal —dijo Rosie
—. Es algo así como tener una buena
niñera. Gratis. —No había descruzado
los brazos, todavía la abrigaban—.
Antes, él nunca pasaba tanto tiempo con
ella. Nunca se había empeñado tanto en
darle los gustos.
Boney asintió con lentitud, como si
meditara sobre lo que ella decía.
Llevaba puesto un viejísimo y muy
estirado suéter con cuello de tortuga del
que emergía su descarnado cuello.
—¿Tienes algún plan para esta
mañana? —preguntó.
—No.
—Bueno —dijo él reflexionando—.
Me gustaría tener tu opinión acerca de
algo. Conversarlo contigo.
—Claro, claro.
—¿Qué has dicho?
—Dije claro —dijo Rosie,
liberándose de su propio abrazo y
acercándose a Boney. Para no tener
necesidad de gritar—. Claro. ¿De qué se
trata?
—Si estás segura de no tener nada
que hacer… —dijo Boney,
observándola con atención.
—No tengo ninguna otra cosa —dijo
Rosie, sonriendo, tomando el brazo que
él le ofrecía y oprimiéndolo con
suavidad—. Tú sabes que no.
—Bueno —dijo él—. Entonces ésta
puede ser una buena oportunidad. Vamos
a mi estudio.
Cada vez, cada vez que Mike salía
con Sam, Rosie sentía esta nube de
culpa y de pérdida tan absurda e inútil,
una nube bajo la cual se negaba a estar y
de la que, sin embargo, no podía
librarse —era como aquel sueño que
solía tener, una y otra vez, durante los
primeros meses de vida de Sam, y en el
que alguien con derecho a juzgar
decretaba que Sam no era suya, o que
Rosie no era competente para educarla y
tendría que renunciar a ella; la misma
sensación de pérdida y culpa, la horrible
negación de su adultez y al mismo
tiempo esa sensación de ser una vez
más, libre y sola como una niña—, un
sentimiento furtivo de la posibilidad de
ser libre y estar sola, que no sustituía a
Sam pero que, de todos modos, existía.
O esta nube provenía de aquel sueño, o
bien los dos, la nube y el sueño, tenían
el mismo origen. ¿Y cuál era? Culpa. La
culpa de no querer crecer, podía ser eso;
la culpa de no querer, en su secreto
corazón de niña, ser doble o triple, sino
sólo y para siempre única, y la pérdida,
además, la pérdida de todo cuanto es
caro para ti, de todo lo que has ganado
al crecer.
Todo, todo lo que es caro para ti,
excepto tú misma.
—Bueno, aquí estamos —dijo
Boney, abriendo la estrecha puerta doble
e invitándola a entrar.
Rosie no había estado nunca en lo
que llamaban el estudio, aunque de
Boney se decía a menudo, cuando ella
era pequeña, que estaba ocupado allí,
que no se lo molestara; ella solía
imaginárselo encerrado y cavilando
como un mago oscuro, pero ahora,
escuchando nuevamente en la memoria
esas recomendaciones, suponía que
probablemente Boney estaba durmiendo
allí la siesta.
Y de hecho había, en un rincón, una
chaise-longue de cuero capitoneado con
una manta afgana encima, que parecía
bastante confortable.
—El estudio —dijo Boney.
Había sido en un tiempo, y era aún,
principalmente una biblioteca; elegantes
anaqueles de una madera clara se
elevaban todo alrededor de la
habitación hasta un cielorraso
artesonado, incluso entre las altas y
profundas ventanas que daban al jardín;
y estaban todos llenos, aunque no sólo
de libros, había también carpetas y lo
que parecían ser cajas de zapatos y pilas
de viejos periódicos y revistas.
—Mike viene una vez por semana
¿no es así? —preguntó Boney retirando
de una silla giratoria de cuero una pila
de correspondencia.
—Sí. —Ella creyó vislumbrar hacia
dónde quizás apuntaba él—. Bueno, esto
es sólo transitorio. En realidad, en
realidad, tú sabes, no tengo intenciones
de quedarme aquí incordiando el resto
de tu vida. Es sólo hasta…
¿Hasta qué?
—No me interpretes mal —dijo
Boney, después de despejar
laboriosamente una silla, y sentarse en
ella—. Eres más que bienvenida. Sólo
estaba preguntándome, si es que estás
bien segura de no querer volver con
Mike, ¿cómo te vas a arreglar con el
dinero? Rosie se sentó en la chaise-
longue.
—La escuelita —dijo Boney—. Eso
nunca fue una cosa segura. —No.
—Lo que yo iba a sugerirte…
Bueno, empecemos por el principio. —
Se reclinó en la silla, que rechinó, tan
vieja y tan necesitada, de engrase como
Boney mismo—. No sé qué es lo que
sabes de la Fundación Rasmussen.
—Bueno, sé que existe. En realidad
no sé cómo funciona.
—Es precisamente el dinero de la
familia, lo que quedó de él, que fue
invertido en una corporación sin fines de
lucro, y utilizado para sostener obras
que merezcan ayuda. Cosas en las que
mi hermano o yo estábamos interesados
o que la comunidad necesitaba. —
Sonrió su sonrisa marfileña y señaló con
un gesto un trío de cajoneras de acero,
incongruentes con el artesonado de
madera—. Ésta es nuestra ocupación
hoy en día ¿sabes? —dijo—. Dar dinero
en vez de ganarlo.
—¿A quién lo dais? —dijo Rosie,
preguntándose por un instante si se
propondría ofrecerle una subvención, y
de qué modo la justificaría.
—Oh, la gente pide —dijo Boney—.
Te sorprenderían las solicitudes que
recibimos. La mayor parte va a la misma
gente año tras año, subvenciones
renovadas: la Biblioteca de Jambas de
Blackbury, la reserva de vida salvaje, el
Hogar de Ancianos. Los Leños.
Alzó los ojos y la miró, las arrugas
trepándose por su calva moteada.
—Hay una comisión directiva —
prosiguió—, que se reúne una vez por
año y aprueba las subvenciones. Pero
soy yo quien les manda las solicitudes.
Casi siempre aprueban lo que les envío,
si están presentadas en regla, y esas
cosas.
—No estarás por darme una a mí,
supongo —dijo Rosie, riendo—. Por ser
una buena chica y una ayuda para la
comunidad.
—Bueno, no —dijo Boney—. No
había pensado en eso exactamente. A lo
que iba es a que en los últimos dos años
no han llegado solicitudes a la comisión
directiva. —Enlazó lentamente las
manos—. Y hay otros asuntos que no han
sido tratados y que deberían serlo.
—¿Necesitas ayuda? Si necesitas
ayuda…
—Yo iba a ofrecerte un empleo.
Boney, detrás de su gran escritorio,
las manos cruzadas sobre el gazo, la
cabeza casi debajo de los hombros, era
una sombra oscura a contraluz de los
altos ventanales y la nieve. Por primera
vez, Rosie tuvo la clara certeza de que
Boney se iba a morir, y pronto.
—Yo podría ayudar —dijo—. Sólo
por casa y comida. Claro que lo haría, y
estaría encantada de hacerlo. —Un nudo
empezaba a formarse en su garganta.
—No, no —dijo Boney—. Hay
demasiado trabajo; un empleo de
horario completo. Piénsalo.
Rosie ensartó sus manos frías entre
las rodillas. No había, por supuesto,
nada que pensar.
—Espero que no te ofendas —dijo
Boney, con dulzura—. Trabajar por un
salario para la familia. Yo lo hago,
Rosie. Es, como quien dice, todo lo que
queda.
Ahora las lágrimas se le agolpaban
en los ojos.
—Claro que me ofendo —dijo—.
Claro que sí. Oye, escucha ¿no hace aquí
un frío mortal? ¿Enciendes alguna vez
esa chimenea?
Estaba revestida de serpentina verde
y un enrejado en forma de pavo real.
Había una cesta de bronce llena de leña
menuda y troncos, y un juego de
atizadores de metal, y una caja de
fósforos largos.
—No, nunca la enciendo —dijo
Boney, levantándose con gran esfuerzo y
yendo a examinar la chimenea como si
en ese momento hubiera aparecido en la
pared—. A la señora Pisky no le gusta
verla encendida. Chispas sobre la
alfombra. Humo en los cortinados.
Rosie se había arrodillado delante
de la chimenea y había apartado el pavo
real. Abrió el tiraje.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Está bien —dijo Boney,
dubitativo—. Si tú cargas con la culpa.
—Desde luego —dijo Rosie—,
¿tienes un poco de papel?
Boney volvió a su escritorio y luego
de examinar brevemente la
correspondencia, le tendió la mayor
parte.
—Hay una cosa —dijo— ahora que
lo estás pensando que se me ocurrió
podía interesarte. ¿Recuerdas que te dije
que Sandy Kraft trabajó en un tiempo
para la Fundación?
—Sí, creo que me lo dijiste. ¿Qué
era lo que hacía?
—Oh, investigar. Varias cosas, en
los viejos tiempos.
—Uh, uhú —dijo Rosie.
—En fin. Lo cierto es que ahora sus
derechos de autor pertenecen a la
Fundación. Y de vez en cuando
cobramos alguna regalía. Los derechos
de reedición. Y yo pensé, puesto que tú
parecías tan interesada en ellos…
—Uhú. —Con uno de los fósforos
largos encendió las cartas y leña menuda
y los troncos. La chimenea tiraba de
maravillas—. Entiendo.
—Y hay más —dijo Boney—. Más
que eso. —Se frotó el brillo ceroso de
la calva—. Su casa —dijo—. Ahora
pertenece a la Fundación, y nadie ha
estado allí desde que él murió. Ver qué
hay allí. —Rosie no podía distinguir sus
ojos detrás de las llamas reflejadas en
sus gafas azules—. Yo no puedo hacerlo.
—Uh, uhú.
—Bueno —dijo él—. Piénsalo, por
qué no tú. Ysi te parece…
—Boney —dijo ella—. Claro que
sí.
—Bueno, tendremos que conversar
sobre horarios, y sueldos, y…
—Claro, seguro —dijo Rosie—.
Quiero decir que sí, que lo haremos,
desde luego. Pero cuenta conmigo.
Le sonrió como para tranquilizarlo.
—Hum —dijo Boney, observándola;
arrodillada allí delante de la chimenea:
complacido, o quizás un poco
desconcertado por lo súbito de su
decisión—. Bueno, de acuerdo. —Metió
las manos en los bolsillos—. Bien.
Fue hacia una de las estanterías, la
que se hallaba a espaldas de Rosie. Ella
había empezado a descubrir, en la
habitación, cosas en las que no había
reparado antes. Las cajoneras de acero
daban la impresión de estar un tanto
repletas, apenas capaces de contener lo
que contenían. Había varias cajas de
cartón en los rincones, desbordantes de
papeles viejos o tal vez de
correspondencia sin contestar,
solicitudes olvidadas.
Los Leños. Hum. Mike había
insinuado que Los Leños tenía ciertas
dificultades financieras. Era estimulante
pensar que ella podía tener en ese
aspecto algún poder, aunque sólo fuera
el de activar su solución. O de
demorarla.
—Éste —dijo Boney, volviendo con
un libro que había sacado del anaquel
—, éste podría interesarte.
Se titulaba Ten paciencia, tiistezay
su autor era Fellowes Kraft.
—Una edición limitada —dijo
Boney—. Un libro de memorias. Sólo
unos doscientos ejemplares impresos
por una pequeña editorial. Podrías
enterarte de algunas cosas.
—Bueno —dijo Rosie—. Hum. —
Había unas cuantas fotografías
embutidas en el libro. Los bordes
picoteados del grueso papel en que
estaba impreso estaban desmenuzándose
en esquirlas diminutas. Rosie lo abrió y
echó una ojeada a una página.
*
Pero ¿por qué era ilícito dejar atrás
lo acaecido, y avanzar hacia las causas?
Una vez que hayas instalado a Venus en
tu mente para representar el Amor —
Venus con su paloma y su rama verde—,
el Amor iluminará tu espíritu con su
propio resplandor, porque Venus es
amor; sitúala en su propio signo de
Virgo y el Amor se derramará a través
de todas las esferas, cálido, vivo,
vivificante, el Amor por dentro y por
fuera.
La magia natural, como era la de
Della Porta, permitía discernir a Venus
en aquellas cosas del mundo más
impregnadas de sus cualidades: sus
esmeraldas, sus prímulas, sus palomas;
sus perfumes, hierbas, colores, sonidos.
Venus y el venusismo se expandían por
el universo, una cualidad semejante a
una luz o a un aroma; los hombres
doctos y los sabios, y los hacedores de
milagros, sabían cómo rastrearla y cómo
utilizarla, y ello era lícito. Pero tallar —
en tu mente o en una esmeralda— una
imagen de Venus, paloma, rama verde,
pechos lozanos; o cantar en su propio
modo lidio un canto de alabanza a
Venus; o quemar delante de tu imagen un
manojo de su romero… peligroso. ¿Ypor
qué?
¿Por qué? preguntaba Bruno a la
nada, enarcadas las honestas cejas,
extendidas las palmas y razonable. Pero
él sabía por qué.
Crear una imagen, o un símbolo;
recitar un encantamiento; pronunciar un
nombre: no era simplemente, aunque se
hiciera con habilidad, manipular las
cosas de la tierra. Era dirigirse a una
persona, a una inteligencia; pues sólo
una persona podía comprender tales
cosas. Era invocar a los seres que
habitan más allá de las estrellas, a esas
criaturas incontables y arteras que,
según decía Ceceo, acechaban desde
allá. Invocarlas equivaldría a poner a
aquel que lo intentara en peligro mortal.
Haz, por medio de tus cánticos, que
Venus repare en ti, que abra los ojos
almendrados y sonría, y podrá
consumirte. La Iglesia no estaba ya tan
convencida como antaño de que las
poderosas criaturas que pueblan las
esferas fueran todas demonios. Podían
ser ángeles o demonios, ni buenos ni
malos. Pero estaba segura de que
requerir sus favores era idolatría, y que
intentar conjurarlas y doblegarlas era
locura.
Ésa era la respuesta. Bruno lo sabía,
pero no le importaba.
Había empezado a congregar en
torno de él a un grupo de monjes, más
jóvenes, o más exaltados, una
hermandad de devotos y acólitos a
quienes todo el mundo llamaba sus
giordanisti, como si Giordano fuera el
jefe de una gavilla de bandoleros. Se
sentaban alrededor de él, y hablaban en
voz alta, y decían cosas extravagantes o,
en silencio, escuchaban disertar al
nolano; hacían recados para él, se
metían en dificultades junto con él,
difundían su fama. Cuando Giordano
provocó la ira del prior con su decisión
de limpiar de imágenes su celda,
estatuas de yeso, rosarios bendecidos,
madonnas, y conservar tan sólo un
crucifijo, los giordanisti hicieron, o
hablaron de hacer, la misma cosa. El
prior, incapaz de comprenden sospechó
que Giordano profesaba herejías
nórdicas, luteranismo, iconoclasia; pero
los giordanisti, mejor informados, se
reían. Giordano acosó al bibliotecario, e
hizo que también los giordanisti lo
acosaran para que adquiriese los libros
de Hermes que Marsilio Ficino había
traducido; pero Benedetto no quiso ni
oír hablar de ello. Idolatría. Paganismo.
¿Pero acaso Tomás de Aquino y
Lactancio no habían alabado a Hermes?
¿No decían que había predicado un Dios
único y vaticinado la encarnación?
Benedetto hacía oídos sordos.
Cuando sus monjes partían de viaje,
Giordano les daba listas de libros para
buscar, y a veces los conseguían,
prestados, comprados o robados:
Horapollo, sobre los jeroglíficos,
Iámblico, acerca de los misterios de
Ægypto, El asno de oro, de Apuleyo.
Yen la letrina, cierto día de invierno, un
joven hermano, temblando de angustia o
de frío, o de ambas cosas, sacó de bajo
su hábito y entregó a Giordano un grueso
manuscrito cosido, sin cubierta ni
encuadernación, escrito con una letra
menuda e intrincada y llena de
abreviaturas.
—El Picatrix —dijo el muchacho
—. Es un gran pecado.
—Será mí pecado. Dámelo.
¡El Picatrix! El más negro de los
libros negros de la Antigüedad; sobre
las intenciones del que fuera
sorprendido estudiándolo no podía
caber ninguna duda; no había manera de
que un doctor en teología pudiera
defenderse, como hubiera podido
hacerlo si lo sorprendieran con
Horapollo e incluso con Apuleyo.
Conservar ese libro era una locura y
Giordano no lo conservó mucho tiempo;
cada página que memorizaba era rota en
pedacitos y destruida para siempre.
El hombre es un mundo pequeño en
el que se reflejan el vasto mundo y los
cielos; por medio de su mens el hombre
sabio puede elevarse más allá de las
estrellas, así lo dice Hermes el Tres-
Veces-Grande.
El espíritu desciende de la materia
primordial que es Dios, y penetra en la
materia terrenal, donde reside; las
diferentes formas que adopta la materia
reflejan la naturaleza del spiritus que ha
entrado en ella. El mago es aquel que
puede captar y guiar el influjo del
spiritus, y por lo tanto hacer, con la
materia, lo que él desea. ¿Cómo?
Creando talismanes, como lo
sugiriera Marsilio: sólo aquí, en este
texto, había instrucciones precisas, qué
materiales había que emplear, qué hora
del día era la más propicia, qué día del
mes, qué mes del calendario zodiacal;
qué encantamientos, qué invocaciones y
luces había que usar; qué perfumes y
cantos atraerían mejora las Razones del
Mundo, los Semhamaforos, puro
espíritu, que llenan el universo. Había
largas listas de imágenes que podían
usarse en los talismanes, y el Hermano
Giordano, que no tenía los materiales
para construirlos, ni el plomo para
Saturno, ni el estaño para Júpiter, podía
de todos modos proyectarlas,
interiormente, y para siempre.
Una imagen de Saturno: la figura de
un hombre, vestido de negro, erguido
sobre un dragón, que sostiene una hoz en
la mano derecha y una lanza en la
izquierda.
Una imagen de Júpiter: la figura de
un hombre con cara de león y pies de
pájaro, montado en un dragón con siete
cabezas, sosteniendo una flecha con la
mano derecha.
Mejores aún, y más potentes, eran
las largas listas de imágenes de los
treinta y seis dioses del Tiempo,
innominados, vividos, acerca de los
cuales Giordano había leído en Orígenes
y en las alusiones de Horapollo: Los
horoscopi, los dioses de las horas
conocidos en Ægypto, y olvidados o
ignorados por las edades posteriores. Se
les daba también el nombre de decanos,
porque cada uno regía diez grados del
zodíaco, tres decanos para cada uno de
los doce signos. Las imágenes de los
treinta y seis, decía el Picatrix, habían
sido forjadas por el propio Hermes, del
mismo modo que había creado los
jeroglíficos y la lengua de Ægypto;
Giordano casi no necesitó
memorizarlos, saltaban de la tupida
página a su cerebro y allí ocupaban sus
sitios, allí donde siempre pertenecieron,
aunque él no lo había sabido.
Espejo r. v.
Ratones/globos
Pelikan
PAC
____________________