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El héroe de la historia, un fracasado

profesor de historia llamado Pierce


Moffett, tiene una obsesión,
Ægypto, un misterioso país oriental
que se parece poco al Egipto del
mundo cotidiano. Enraizado en parte
en las fantasías infantiles de Pierce,
y en parte en libros de alquimia,
magia, astrología e historia
especulativa, Ægypto cobra una
misteriosa y resplandeciente
realidad propia. No tiene existencia
terrenal y tangible, pero está muy
presente como historia paralela y
secreta que ha venido
desarrollándose desde hace siglos,
todo el tiempo…
Pierce conoce bien las novelas de
Fellowes Kraft que cuentan la vida
del doctor John Deed, el sabio
astrólogo y lector de espejos que
vivió en la época de Isabel I. Cuando
llega a Blackbury Jambs en busca
de tranquilidad, se encuentra
inevitablemente con otro lector de
estas novelas, la atractiva Rosie
Rasmussen. La realista historia de
amor de una pareja de nuestro
tiempo es de pronto parte de una
más amplia y compleja ficción sobre
la historia, la ficción histórica y la
tradición hermética…
«Una de las novelas más originales
de la última década». —Chicago
Tribune

«Crowley nos devuelve de lo


fantástico a lo mundano en esta
hermosa novela, soberbiamente
bien escrita, con escenas de una
poesía y un poder asombrosos; y
sin embargo, como los elementos
feéricos de Pequeño, Grande, la
Ægyptología acrecienta
singularmente la humanidad del
relato y nos despierta a todas las
maravillas de la realidad…». —
David Pringle, Las 100 mejores
novelas de la literatura fantástica

«Recuerda la maravillosa novela de


Thomas Pynchon, La subasta del
lote 49». —USA Today

«Un maestro del lenguaje…


Crowley triunfa en esta novela
oculta y hermética, persuasiva y
visionaria». —Harold Bloom
John Crowley

Ægypto
ePub r1.0
GONZALEZ 05.04.15
Título original: Ægypt
John Crowley, 1987
Traducción: Matilde Horne

Editor digital: GONZALEZ


ePub base r1.2
Nota del autor
Como lo son la mayoría de los
libros, también este libro es —y más
aún que la mayoría— un libro hecho de
otros libros. El autor desea reconocer la
profunda deuda que ha contraído con
aquellos escritores cuyas obras se ha
tomado la libertad de saquear y
ofrecerles sus excusas por el uso que ha
hecho de ellas: Joseph Campbell,
Elizabeth L. Eisenstein, Mircea Eliade,
Peter French, Hans Jonas, Frank E. y
Fritzie P. Manuel, Giorgio di Santularia,
Stephen Schoenbaum, Wayne Shumaker,
Keith Thomas, Lynn Thorndike, D.P.
Walker y, sobre todo, Dame Francés
Yates (ahora fallecida), de cuyo
inagotable venero de erudición se ha
nutrido en abundancia esta fantasía en
torno a sus temas.
He utilizado también, para mis fines,
las especulaciones de John Michell y
Katherine Maltwood, Robert Graves,
Lois Rose y Richard Deacon, así como
las traducciones y notas de la Hermética
de Walter Scott y la versión de Gilbert
F. Cunningham de las Soledades, de Luis
de Góngora.
No obstante, lo que sigue es,
todavía, una ficción, y no ha de pensarse
que los libros mencionados, buscados
con afán, leídos y citados desde el texto
mismo, sean más reales que las personas
y los lugares, las ciudades, pueblos y
caminos, las figuras de la historia, las
estrellas, piedras y rosas que aparenta
contener.
PRÓLOGO EN EL
CIELO
Había ángeles en el cristal, dos
cuatro seis… numerosos ángeles,
entrando sin cesar y poniéndose en fila
arrastrando los pies, cual magistrados
del reino durante la procesión del Lord
Mayor. Ninguno de ellos vestía de
blanco; algunos ostentaban cintas
enlazadas en la cabellera suelta, o
guirnaldas de flores y hojas verdes; y en
los ojos, el resplandor de una extraña
alegría. Y otros seguían entrando, de a
uno y de a dos, siempre sitio para uno
más; se cogían del brazo o entrelazaban
las manos por detrás de la espalda y
miraban sonrientes a los dos mortales
que los observaban. Todos sus nombres
comenzaban con A.
—Mirad —dijo uno de los hombres
—. ¡Escuchad!
—Yo no veo nada —dijo el otro, el
más anciano, que a menudo pasara horas
infructuosas a solas delante de esa
misma piedra, infructuosas pese a
haberse preparado con prolongadas
oraciones y una intensa concentración—.
Yo nada veo. No oigo nada.
—Anael. Y Anacor. Y Anilos. Y
Agobel —dijo el más joven—. Dios nos
guarde y nos proteja de todo mal.
La piedra que escrutaban era un
globo de cuarzo del color de la piel del
topo y el tamaño de un puño, y tanto se
había acercado a ella el vidente que la
rozaba con la nariz y le bizqueaban los
ojos; alzó las manos y la rodeó,
protegiéndola como protege un hombre
la temblorosa llama de una vela para
impedir que fluctúe o se apague.

Ni un cuarto de hora hacía que se


afanaban delante de la piedra cuando
apareció la primera criatura; sus
plegarias en voz baja y sus invocaciones
habían cesado, y por un momento el
único sonido perceptible fue el
castañeteo de los maineles en el áspero
viento de marzo que dominaba la noche.
Cuando el más joven de los dos, el
señor Talbot, arrodillado delante de la
piedra, empezó a temblar, como de frío,
el otro le rodeó los hombros para
calmarlo; mas, como los temblores
persistían, se había levantado para atizar
el fuego; y fue ése el momento en que el
vidente dijo: Mirad. Aquí hay uno. Aquí
otro.
El doctor Dee, el más anciano, a
quien la piedra pertenecía, se volvió con
presteza. Un temblor le corrió por la
médula, en la nuca se le erizaron los
cabellos y una ola de calor le subió por
el pecho. Inmóvil, contempló el doble
fulgor de la llama de la vela, en la
superficie del cristal y en sus
profundidades. Sentía en la estancia los
hálitos del viento que soplaba afuera, y
escuchaba sus suaves gemidos en la
chimenea.
—Decidme lo que veis —rogó en un
murmullo—, y yo anotaré lo que
describáis.
Soltó el atizador, cogió una vieja
pluma y la entintó. En la cabecera de una
hoja de papel escribió de prisa la fecha:
8 de marzo de 1582. Y aguardó, los ojos
grandes, redondos, atisbando ya detrás
de los redondos espejuelos con montura
negra, lo que el otro le fuera a describir.
El corazón le latía fuerte en los oídos.
Nunca hasta esa noche un espíritu había
acudido tan prestamente a su cristal. Él,
él mismo, nunca había podido ver las
criaturas que invocaba, pero solía
esperar sentado o hincado en oración
junto a sus médiums o videntes una hora,
dos horas, antes de que alguna aparición
ambigua fuese vislumbrada. O ninguna.
No esta noche: no, no esta noche. En
toda la casa, como si el viento de marzo
que soplaba fuera hubiese ahora
penetrado y se paseara a la ventura por
las habitaciones, se oía un repiqueteo de
golpecitos secos, aporreos y
aldabonazos; en la biblioteca, las
páginas de los libros que quedaran
abiertos se volvían una por una. En su
alcoba, la esposa del doctor Dee se
despertó y al separar los doseles del
lecho pudo ver que la vela que dejara
encendida para su marido vacilaba y se
extinguía.
Pronto los ruidos y el viento
cesaron, y un silencio descendió sobre
la casa y sobre la ciudad, sobre Londres
y sobre toda Inglaterra, como una
respiración contenida, una pausa tan
repentina y total que en Richmond, la
reina se despertó y al asomarse a la
ventana vio la cara de la luna que la
miraba.
El hombre joven alzó las manos
hasta el cristal y en voz baja, confusa,
apenas más audible que el rasguido de
la pluma del doctor, empezó a hablar.
—Aquí está Anael —dijo—. Anael
que dice que él es quien responde por
esta piedra. Que la misericordia de Dios
sea con nosotros.
—Anael —dijo el doctor Dee, y
escribió—: Sí.
—Anael que es el padre de Miguel y
de Uriel. Anael que es el Explicador de
la obra de Dios. Él ha de responder a
cualquier pregunta que le sea formulada.
—El Explicador. Sí.
—Mirad ahora. Mirad cómo se abre
las vestiduras y muestra su pecho. Dios
nos ampare y nos proteja de todo mal.
En su pecho, un cristal; en el cristal, una
ventana, una ventana semejante a esta
ventana.
—Me apresuro a escribirlo.
—En la ventana, una niñita armada,
una niña-soldado se diría, que a su vez
lleva un cristal, no, una piedra como
ésta, pero no ésta. Y en esa piedra…
—En esa piedra —repitió el doctor
Dee. Alzó los ojos de la página cubierta
ahora hasta la mitad de los garabateados
renglones de su escritura agitada,
temblorosa—. En esa piedra…
—Dios nuestro Padre Celestial
santificado sea tu Nombre. Cristo Jesús
Hijo Unigénito de nuestro Señor ten
piedad de nosotros. Algo más grande se
aproxima ahora.
El vidente ya no veía, ya no oía, tan
sólo era; en el centro de la pequeña
piedra que la niñita sonriente llevaba
entre las manos había un espacio tan
inmenso que las legiones de Miguel no
podían colmarlo. Hacia el interior de
aquel vacío, a una velocidad aterradora,
fue disparada como una flecha su alma
vidente; con la garganta cerrada,
zumbantes los oídos, hacia él se lanzó,
irremisiblemente, como si resbalara por
un precipicio. Y de pronto no hubo allí
nada, nada más que la nada.
Y de ese vacío inmenso, de esa
oquedad infinita y vibrante, mas grande
que el universo y a la vez alojado en su
centro, de esa nada algo fue gestándose
laboriosamente, con exquisito dolor
naciendo, algo semejante a una gota.
Nada podía ser más pequeño ni estar
más lejano que esa gota de nada, esa
semilla de luz; cuando eón tras eón hubo
viajado hacia fuera, era apenas un
poquito más grande. Al fin, no obstante,
los atisbos de un universo empezaron a
aglomerarse en torno de ella, la estela
de su propio y penoso tránsito, y la gota
cobró peso; la gota se transformó en un
grito, el grito en una carta, la carta en un
niño.
A través de los entrelazados
firmamentos avanzó, y a través de
oscuros cielos sucesivos que se abrían
como cortinados. Las sorprendidas
estrellas se volvían al grito de su santo y
seña y se apartaban para abrirle paso;
joven, potente, la cabellera suelta
flameándole a la espalda, los ojos de
fuego, llegó hasta el linde de la octava
esfera y allí se detuvo, como en un
muelle colmado de gente.
Parte, ponte en camino. Tan lejos
había llegado ya que el vacío de donde
viniera, ese vacío más grande que el ser,
se empequeñecía dentro de él, era ya
una semilla apenas. Una gota. Había
olvidado cada santo y seña tan pronto
como lo pronunciara; se había dejado
envolver en su travesía como en un
ropaje caluroso y pesado. Al cabo de
otras eternidades, después de
inconcebibles aventuras, perdida ahora
la memoria, ofuscada la mente,
envejecido, arribaría al fin, por mar,
tierra y aire ¿a Dónde? ¿A quién tenía él
que hablar? ¿Para quién era la carta, a
quién debía despertar el grito?
Cuando subió al navío para hacerse
a la mar, aún lo sabía. Subió al navío; la
muchedumbre que colmaba el muelle
retrocedió, murmurando: ha puesto el
pie en el puente, ha asido los cordajes.
Se hizo a la mar bajo el signo de Cáncer
pintado en la abombada vela mayor; y al
cabo dos luces se encendieron en los
penoles. ¿Eran Castor y Pólux? Spes
próxima: lejos, muy lejos, una ágata azul
apareció, una gema láctea.
PRÓLOGO EN LA
TIERRA
Una oración a su ángel de la guarda
a la hora de acostarse bastaba, siempre,
para que su prima Hildy se despertara a
la hora que necesitaba levantarse; eso
decía ella. Decía que pedía que la
despertasen a las seis o las siete o las
siete y media, y que se dormía con la
imagen mental del reloj con las
manecillas en esa posición, y así las
encontraba cuando volvía a abrir los
ojos.
Él no podía hacer lo mismo, y
tampoco estaba seguro de creer que
Hildy pudiera, pero no había forma de
rebatir lo que ella decía. Tal vez —
como Pedro al caminar sobre las aguas
— podría, si al menos tuviera suficiente
fe, emplear el método de Hildy, pero no
la tenía, y si no se despertaba a tiempo
faltaría a la misa, con sus incalculables
consecuencias; y el cura, con su cara de
rana triste, se volvería tal vez hacia los
feligreses, y preguntaría si alguien de
los presentes podría ayudar en el Oficio;
y quizás un hombre en ropas de trabajo
subiría al altar y, levantándose las
rodilleras de los pantalones, se hincaría
en la primera grada, allí donde debería
estar él, pero no estaba.
De modo que le despertó el sonido
de un reloj de latón provisto de cuatro
patitas y en la parte superior una
campanilla a la que dos badajos
golpeaban alternativamente, como si
quisieran extraerle el cerebro a
martillazos. Tan fuerte sonaba que, en
sus comienzos, el campanilleo no
parecía simplemente un ruido, sino algo
mucho peor, una calamidad; y se
despertó y se sentó en la cama antes de
comprender que era el reloj el que
vociferaba y se desplazaba sobre sus
patas a través de la cómoda. Su prima
Bird, en la otra cama, se agitó un
momento apenas bajo las mantas, y
siguió durmiendo apaciblemente tan
pronto como él paró la alarma.
Estaba despierto, pero le era
imposible levantarse. Encendió el
velador; la pantalla tenía un paisaje
borroso, y un cubre-pantalla
transparente con un tren pintado en él.
Había un libro al pie de la lámpara, el
que dejara abierto cara abajo la noche
anterior; lo cogió. Casi siempre
dedicaba el tiempo entre la hora de
despertarse y la de levantarse al libro
que antes de dormirse dejaba abierto
sobre la mesilla de noche. Tenía once
años.

En sus últimos años, Giordano


Bruno evocaría a menudo con afecto su
infancia nolana. Aparece con frecuencia
en sus obras: el sol napolitano sobre las
doradas campiñas y los viñedos que
engalanan el monte Cicala; los cuclillos,
los melones, el sabor de la
mangiaguerra, el espeso vino negro de
la región. Nola era una ciudad vieja,
entre el Vesubio y el monte Cicala; en el
siglo XVI podían verse aún sus ruinas
romanas, el templo, el teatro, los
pequeños santuarios de misteriosa
procedencia. Ambrosius Leo había
llegado a Nola en los albores del siglo
para relevar el plano de la ciudad, con
sus murallas circulares, sus doce torres,
y descubrir la geometría que —como en
toda ciudad antigua, pensaba— debió
presidir su trazado.
Bruno creció en el suburbio de
Cicala, cuatro o cinco casas apiñadas
fuera de los antiguos muros nolanos. Su
padre, Gioan, un ex-soldado pobre pero
altivo, recibía una pensión y cultivaba
un huerto. Solía llevar a su hijo de
expedición cuesta arriba por las
vertientes de las montañas. Bruno
recordaba cómo, visto desde las verdes
laderas del Monte Cicala, el Vesubio
parecía desnudo y desolado; pero
cuando lo escalaban, el Vesubio
revelaba ser igualmente verde,
igualmente fértil, sus uvas igual de
dulces; y cuando, al anochecer, él y su
padre se volvían para contemplar el
monte Cicala, de donde regresaban, era
el Cicala el que parecía ahora
pedregoso y desierto.
En su proceso, Bruno declaró que ya
entonces había descubierto que la vista
podía ser engañosa. En realidad, había
descubierto algo mucho más fundamental
para la evolución de su pensamiento
ulterior; había descubierto la
Relatividad.

Ahora, al calor de la bombilla, el


tren de la pantalla había empezado a
avanzar con extrema lentitud a través del
paisaje borroso. Las agujas del reloj
marcaban una hora tardía. En las
mañanas de los días laborables, la misa
se celebraba a las siete menos cuarto, y
esa semana él estaba de servicio hasta la
primera misa dominical; después, otro
monaguillo lo sustituiría en el oficio
cotidiano y él ayudaría sólo los
domingos, ascendiendo en la escala
horaria hasta la misa cantada de las
once. Luego, todo volvía a empezar, otra
vez una semana de mañanas oscuras.
Este sistema peculiar de la pequeña
iglesia de madera acurrucada en el
hueco del valle había sido inventado por
el cura para sacar el mejor partido
posible de los apenas cinco o seis
monaguillos con que contaba; para los
muchachos tenía, sin embargo, la fuerza
de una ley natural: como el desarrollo
de la misa misma, decía el cura,
inoperante a menos que cada palabra de
la liturgia fuese pronunciada con
claridad.

Era un niño que veía espíritus en los


bosques de hayas y laureles, aunque
también era capaz de permanecer
sentado pacientemente a los pies del
padre Teófilo de Nola, que le enseñaba
el latín y las leyes de la lógica, y le
decía que el mundo era redondo. En sus
Diálogos Bruno da algunas veces el
nombre de ese sacerdote, Teófilo, al
portavoz de su propia filosofía. En De
monade, su último largo poema en latín,
escribe: Tiempo ha, en mi adolescencia,
comenzó la batalla.

Cuando, después de vestirse, de


ponerse las zapatillas con suela de
caucho y el pantalón vaquero, y las dos
camisas de franela que usaba una encima
de otra, hizo el largo trayecto a través de
la casa en penumbra hasta la cocina, ya
estaba allí su madre, y le había
preparado la leche.
Cambiaron apenas las pocas
palabras necesarias, demasiado
somnolientos los dos para hacer algo
mas que preguntar y responder. Su
madre, él lo sabía, no le perdonaba al
cura su insistencia en pretender que un
niño de once años tuviera edad
suficiente para levantarse y asistir a la
misa a horas tan tempranas. En estas
latitudes, había dicho el cura, los
muchachos de once años ya están en pie
a esa hora, trabajando, y trabajando
duro. Su madre, aunque no lo dijera,
pensaba que el cura se había condenado
por su propia lengua. ¡Trabajando!

A la luz de la lámpara de la cocina,


la mañana era noche todavía, pero
cuando abrió la puerta y salió, el cielo
ostentaba ya un suave resplandor, y el
sendero allá abajo, al pie de la colina,
aparecía nítido entre los setos sombríos.
Era el ocho de marzo de 1952. Desde el
amplio porche de la casa alcanzaba a
divisar, del otro lado del valle, la cima
de la colina más cercana, gris y desnuda,
y en apariencia sin vida; pero él sabía
que allí habitaba gente, personas que
cultivaban narcisos en sus jardines, que
ahora estarían arando la tierra y
preparando la siembra y que tendrían
fuegos encendidos. La iglesia no era
visible, pero estaba allí, bajo el ala de
aquella colina. Tampoco desde la iglesia
podía verse el porche de la casa.
Relatividad.
Se preguntó si, además del latín, el
cura conocería las leyes de la lógica.
¡Las leyes de la lógica! En su
imaginación, un sabor extraño, potente,
fluía de las consonantes líquidas de la
frase. El cura sólo le había enseñado el
latín de la misa, memorizado
fonéticamente. Introito ad altare Dei.
Él sabía, naturalmente, que la tierra
era redonda; nadie había tenido que
explicarle eso.
Valle abajo, más allá del pueblo, un
tren carbonero que había permanecido
inmóvil toda la noche, una caravana de
bestias oscuras todas iguales, arrancó
con un prolongado estremecimiento.
Podía tener cien vagones: él había
contado a menudo trenes más largos. Los
vagones eran cargados en la quebradora,
cerca de la bocamina, y el tren tardaba
horas en partir y cruzar el pueblo y el
valle en viaje hacia su destino. La
locomotora que lo remolcaba resollaba
lenta y penosamente como un viejo que
escalara paso a paso una colina. Uno.
Uno. Uno.
Su sendero descendía hasta el
camino principal, a la vera del río, que
atravesaba el pueblo y llegaba más allá
de la iglesia. Pensando en los perros
madrugadores, echó a andar, hundiendo
las manos en los sucios y familiares
bolsillos de su chaqueta, familiares pero
de algún modo no suyos. Yo no soy de
aquí, pensó, lo cual, porque era verdad,
parecía justificar esa retracción de todo
su ser, esa repugnancia de sus tiernos
impulsos vitales a todo contacto con el
entorno: esa despiadada medialuz del
alba, ese camino, ese tren negro y su
humareda. Yo no soy de aquí; soy de un
lugar distinto de éste. A esa hora el
camino parecía más largo que a la luz
del día. Al pie de la colina, el mundo
estaba aún a oscuras, y el amanecer
todavía lejano.
LAS SOLEDADES
I - VITA
Uno
Si alguna vez un poder sobrenatural
(genio, hada madrina, anillo
talismánico) apareciera ante Pierce
Moffett con tres deseos para concederle,
no lo encontraría del todo desprevenido,
pero tampoco enteramente preparado.
En otros tiempos, la decisión no le
habría parecido difícil: utilizaría el
tercero de sus tres deseos para obtener
otros tres, y así ad infinitum. Y en otros
tiempos, tampoco habría tenido ningún
escrúpulo en formular deseos que
pudieran redundar en distorsiones
horrendas de su propio universo y del
universo de los demás: trocar su cabeza
por la de otro por un día; que los
británicos hubieran podido ganar la
guerra de la independencia (de niño,
había sido profundamente anglofilo);
que las aguas del océano se secaran para
que él pudiera ver desde su orilla esas
montañas y valles fabulosos que, había
leído, yacen en el fondo de los mares,
más altos y más profundos que todos los
de la tierra.
Con una cadena infinita de deseos él
podía, teóricamente claro está, reparar
los daños que infligiera; pero a medida
que se hacía mayor, menos seguro se
sentía de su sensatez y de su capacidad
de hacer las cosas de modo que todo
resultara para bien. Y a medida que se
imbuía de las moralejas de las docenas
de cuentos admonitorios que leía,
cuentos de deseos horriblemente
malgastados, de deseos que arteramente
se volvían en contra de sus deseadores,
deseos mal expresados o formulados a
la ligera, que precipitaban al codicioso,
al estúpido, al atolondrado, a los
abismos que ellos mismos creaban,
empezó a reflexionar más largamente
sobre la cuestión. Pata de mono:
devuélveme a mi hijo muerto; y la
criatura macabra llamando a la puerta.
Muy bien: prepárame un Martini. Y
Midas, primer ejemplo y de todos el
más terrible. Y no porque ellos, esos
poderes que otorgan los deseos, decidió
Pierce, buscaran nuestra destrucción, ni
tampoco nuestra instrucción moral: sólo
están compelidos, cualesquiera que sean
las circunstancias, a hacer lo que
nosotros requerimos de ellos, nada más,
nada menos. Nadie pretendió darle a
Midas una lección sobre valores falsos
y verdaderos; el demonio que le
concedió su deseo nada sabía de tales
valores; no sabía, ni le importaba, por
qué Midas podía desear su propia
destrucción. Era su deseo y le fue
concedido. Midas se abrazó a su esposa;
tal vez el demonio haya quedado por un
momento perplejo ante la desesperación
de Midas. Pero al no ser él mismo
humano, al ser tan sólo un poder, no
pensó más en ello, y partió al encuentro
de otros deseadores, prudentes o
temerarios. Nada imaginativos,
profundamente estúpidos desde el punto
de vista humano, niños fuertes capaces
de romper a la ligera como un juguete, el
curso natural de las cosas, y de
destrozar también corazones humanos lo
bastante insensatos como para no
comprender cuánto aman ese curso
natural de las cosas, y cuánto necesitan
de él: a esos poderes era preciso
enfrentarlos con cautela. Pierce Moffett,
al descubrir en sí mismo, con el correr
del tiempo, una veta de prudencia,
incluso de aprensión, que moderaba los
arrebatos de una naturaleza
profundamente ávida e impulsiva,
comprendió que si quería salir sano y
salvo con lo que deseaba necesitaría
trazar planes.
Eran tantas sin duda las posibles
variantes que había que considerar —sin
contar con la naturaleza también
cambiante de sus propios deseos— que
ahora, hombre adulto, profesor,
historiador, no había concretado aún sus
formulaciones. En los espacios de
tiempo inútiles, inevitables en toda vida,
en las salas de espera o en las demoras
horarias —o como en esta mañana de
agosto, mirando pasar los campos a
través de la ventanilla ahumada de un
autobús de largo recorrido— se
sorprendía a menudo rumiando
posibilidades, rebuscando giros arteros
del lenguaje, sutilizando frases.
Había pocas cosas que a Pierce le
resultaran menos placenteras que un
viaje largo en autobús. Aborrecía en
general tener que desplazarse, y cuando
se veía obligado a viajar trataba de
elegir el medio más rápido aunque más
agobiante (el avión), o el más
placentero, con el mayor número de
respiros y amenidades (el tren). El
autobús era una tercera opción
lamentable, tediosa, lenta y sin
distracción alguna. (El automóvil, la
elección de la mayoría de la gente, no
estaba a su alcance: Pierce nunca había
aprendido a conducir un coche). Y el
odio y el desdén que sentía por los
autobuses le era retribuido casi siempre
por la forma en que éstos lo trataban: si
no se veía obligado a esperar
transbordos durante horas en terminales
sórdidas, lo arrumbaban en medio de
bebés diarreicos o lo sentaban al lado
de embusteros con un aliento infame,
que le torturaban los oídos y acababan
durmiéndose sobre su hombro; era
inevitable. Esta vez, sin embargo, había
tratado de afrontar la horrible necesidad
a medias: con una cita hoy en la ciudad
de Conurbana, una oferta de trabajo en
el Peter Ramus College, había resuelto
tomar el lento pero no atestado coche
local, para viajar confortablemente a
través de las Colinas Lejanas, echar una
ojeada al pasar a sitios que desde
tiempo atrás conocía de nombre, pero
todavía más o menos imaginarios; y al
menos salir al campo por un día, porque
sin duda le hacía falta un descanso. Y le
pareció, sí, cuando el autobús, dejando
atrás las autopistas, lo zambulló en
campos estivales, que había escogido
bien; se sintió repentinamente capaz, en
virtud del mero movimiento, de
liberarse de un estado de ánimo que se
había tornado opresivo e insulso, y de
entrar en otro, o en muchos otros, como
esos paisajes que ahora le eran
exhibidos uno por uno, cada uno al
parecer el umbral de venturosas
posibilidades.
Se levantó de su asiento, sacó de su
mochila de lona el libro que había traído
para matar el tiempo (era las Soledades,
de Luis de Góngora, en una nueva
traducción: tenía que escribir una reseña
crítica para una pequeña revista
trimestral) y se encaminó a la parte
trasera del coche, donde estaba
permitido fumar. Abrió el libro pero no
lo miró; miró por las ventanillas el
opulento agosto, los sombreados
jardines donde los dueños de casa
regaban el césped, los niños
chapoteaban en brillantes piscinas de
plástico, los perros jadeaban en los
frescos porches. En las afueras de la
ciudad el autobús se detuvo en un cruce,
considerando las posibilidades
ofrecidas por un alto letrero verde: New
York City, pero de allí era de donde
venían; Conurbana, que Pierce no quería
todavía contemplar; las Colinas Lejanas.
Con un meditado cambio de marcha,
optaron por las Colinas Lejanas, y
cuando el vehículo, tras una serie de
ascensos suaves, ganó cierta altura,
Pierce supuso que aquellas colinas,
verdes primero, luego azules, después
tan borrosas que se desleían en el
horizonte pálido hasta desaparecer, eran
las Lejanas.
Lió un cigarrillo y lo encendió.
Los dos primeros de sus tres deseos
(y por supuesto serían tres: Pierce había
estudiado las tríadas que aparecen por
doquier en la mitología nórdica —de
donde le parecía más probable que fuera
a provenir su fortuna— y tenía además
sus propias ideas de por qué debían ser
tres y no más ni menos) habían
persistido desde hacía algún tiempo en
su forma actual. Le parecían herméticos,
seguros, a prueba de falacias, y hasta los
había recomendado a otros como pautas
lícitas y usuales.
Deseaba, ante todo, larga vida y
permanente salud mental y física y
seguridad para él mismo y para sus
seres queridos, nada que pudiera
requerir un deseo subsiguiente para
abrogar este primero. Algo así como un
deseo-baúl; pero una pieza cautelar
absolutamente necesaria, dadas las
circunstancias.
En segundo lugar, deseaba una renta,
no abrumadoramente inmensa pero
suficiente, a salvo de las fluctuaciones
de la vida económica, que requiriese
poca o ninguna atención de su parte y no
distorsionara su carrera natural: un
billete de lotería premiado, junto con
algún asesoramiento fiable en materia de
inversiones: ésa era la idea, más que,
digamos, un libro que él pudiera escribir
y que fuera lanzado mágicamente a la
lista de los grandes éxitos, con toda la
horrible secuela de charlas y
comentarios y presentaciones y
entrevistas; cualquier placer que pudiera
obtener de semejante fama y fortuna, lo
echaría a perder su convicción de que
todo era falso, que estaría vendiendo su
alma al diablo, lo cual conduce por
definición a fines nefastos; no, él
aspiraba a algo mucho más neutro.
Lo cual le dejaba un deseo más, el
deseo impar, el aberrante: Pierce se
estremecía sólo de pensar qué habría
sido de él si una u otra de sus versiones
adolescentes de este deseo le hubiera
sido otorgada; en épocas posteriores de
su vida lo habría malgastado para tratar
de salir de aprietos y dificultades de los
que había salido, de todos modos, sin la
ayuda de un deseo. E incluso si pudiera
ahora, decidir qué era lo que deseaba,
cosa que nunca había hecho
definitivamente, necesitaría prudencia y
coraje; y astucia; en ello residía el
peligro, pero también la perspectiva de
una extraña bienaventuranza. El tercer
deseo de la tríada era el de cambiar el
mundo, y estaba erizado en su
imaginación de prohibiciones y tabúes,
de imperativos morales y categóricos:
porque para Pierce Moffett en todo caso,
el juego perdería su gracia si no podía
prever todas las consecuencias de
cualquier deseo hipotético, si no podía
imaginar, con genuina e intensa vividez,
cómo sería el mundo real si ese deseo le
fuera concedido.
La paz mundial y otros
desmesurados altruismos similares, los
había desechado hacía tiempo como
imposibles, o peor que imposibles,
fantasías en el fondo solipsistas de la
especie Midas, sólo que altruistas en
vez de egoístas: el reverso de la misma
moneda falsa. Nadie podía ser lo
bastante sabio para medir las
consecuencias de imponer al mundo
tamañas abstracciones; era imposible
saber qué alteraciones de la naturaleza y
de la vida humana serían necesarias
para alcanzar ese fin y, por lo demás,
como le enseñaran en St. Guinefort los
Hermanos de la Doctrina Cristiana, si
uno desea el fin, debe axiomáticamente
desear los medios. Si había algún poder
lo bastante fuerte como para transformar
todo el ancho mundo en algo más
cercano a lo que el corazón anhela,
Pierce no tenía, en todo caso, ningún
deseo de competir con él. No:
cualquiera que fuese el destino que sus
tres deseos impusieran a un hombre,
ridículo, trágico o placentero, era su
destino, así como también eran suyos sus
deseos; dejaría que fuera el mundo,
quien deseara sus propios deseos.
Poder. En algún sentido, por
supuesto, todo deseo es un deseo de
poder, poder sobre las circunstancias
ordinarias de la vida a las que uno está
sujeto; pero otra cosa muy distinta es
desear el Poder por el Poder, la
sumisión de otros a tu voluntad, el
sometimiento de tus enemigos. No: en
cierto modo, ese inmenso campo del
deseo humano le había sido extraño,
nunca el poder había sido objeto de sus
fantasías, no podía imaginarlo en sus
manos, sólo que pudiera ser utilizado en
contra de él; ser libre, libre de
cualquier forma de poder, tal era,
dentro de esa perspectiva, su único
deseo verdadero, y los deseos negativos
siempre le habían parecido mezquinos.
Se le había ocurrido (como se le
antojara en el cuento a la mujer del
Pescador) que podía ser agradable ser
Papa. Tenía una cantidad de ideas
propias acerca de la ley natural, la
liturgia y la hermenéutica y suponía que,
desde esa encumbrada posición, un
hombre de gran sensibilidad histórica,
capaz de enunciar la voluntad de Dios e
imponerla por mandato, sin las
interminables contiendas de voluntades
interpuestas entre el Sanctissimus y la
ejecución de Sus pronunciamientos,
podría en verdad hacer mucho bien.
Pero esas gratificaciones no podrían
jamás compensar el espantoso tedio de
un cargo oficial; y en todo caso, era
probable que la jerarquía no estuviera
hoy en día tan dispuesta como debiera a
acatar las bulas y encíclicas como lo
hiciera antaño. Quién demonios podía
saberlo.
Amor. Pierce Moffett había sido a la
vez afortunado y desdichado en el amor,
y su buena y mala fortuna eran, en parte,
la razón por la cual viajaba ahora en
este autobús a través de las Colinas
Lejanas, el amor lo que ocupaba, bajo
una u otra forma, la mayor parte de sus
ensoñaciones; porque él, al igual que
cualquier otro hombre, no podía por
menos que acariciar fantasías de
poderes hipnóticos, encantamientos
irresistibles, el mundo su harén, o,
inversamente, de un ser único, perfecto,
modelado a la medida exacta de sus
deseos, de la especie que los corazones
solitarios describían con detalles tan
reveladores en la sección «Personal» de
ciertas revistas a las que Pierce estaba
suscrito. Pero no: no era bueno utilizar
ese tercer deseo para forzar el corazón.
Era nefasto. Peor aún, no daría
resultado. Para Pierce Moffett no había
felicidad comparable a la de sentirse
libremente elegido por el objeto de su
deseo; no, ninguna que ni remotamente
pudiera comparársele. La maravillada
gratificación del descubrimiento, la
repentina certeza, como si un halcón
eligiera descender del cielo para
posarse en su muñeca, salvaje aún,
todavía libre, pero suyo. Y eso ¿quién,
quién podía forzarlo? El corazón
cerrado de las prostitutas, la amargura
en los rostros de las rezagadas, las que
esperaban —última esperanza— la
fortuita aparición de un posible cliente.
Pierce, con una dosis suficiente de coca
o alcohol en el cerebro, podía fingir
durante una hora o una noche, como
podían ellas. Pero.
Y si el halcón alzaba el vuelo, si,
como antes eligiera posarse, eligiera
ahora volver a remontarse, y él no
comprendiera por qué… bueno, tampoco
había comprendido antes por qué razón
eligiera posarse. Y estaba bien, tenía
que estar bien que fuera así, si uno iba a
amar a los halcones. Los gentiles,
benévolos-crueles halcones.
Chalkokrotos:
Yo deseo, pensó, yo deseo, deseo…
Chalkokrotos, tintineo de bronces.
¿Dónde había tropezado él con esta
idea? El epíteto de alguna diosa:
Chalkokrotos por el color de bronce de
sus cabellos y el tintinear de sus
pulseras cierta noche; Chalkokrotos por
sus armas y sus alas.
Santo Dios, pensó, jugueteando con
su libro y cruzando las piernas. Tiró el
cigarrillo al suelo, en medio de la
sórdida alfombra de colillas, y se
aconsejó a sí mismo que soñar despierto
no era tal vez algo que debiera
permitirse precisamente ahora, esta
semana, este verano. Miró por la
ventanilla, pero el día había cesado de
fluir hacia él, o más bien él de fluir
hacia el día. Por primera vez desde que
decidiera realizar este paseo, tenía la
sensación de estar huyendo y no
paseando, y aquello de lo cual huía
acaparaba ahora toda su atención.
De niño, cuando viajaba desde la
fortaleza de su hogar en Kentucky hacia
el este y el norte, a Nueva York, donde
vivía su padre, había visto letreros que
dirigían a la gente a estas mismas
Colinas Lejanas que ahora atravesaba,
pero el inmenso Nash cargado con sus
familiares nunca aceptaba la invitación
de las flechas que apuntaban en esa
dirección.
Iban, tío Sam al volante (tío Sam se
parecía muchísimo al Tío Sam que viste
de blanco, rojo y azul, aunque sin la
barba de chivo; y su traje era marrón o
gris, o de algodón rugoso en aquellos
viajes estivales), y la madre de Pierce a
su lado, con el mapa en la falda, para
timonear, y al lado de ella, en estricta
rotación, uno u otro de los chicos:
Pierce, o uno de los cuatro de Sam. Los
demás se disputaban el espacio del
ancho sofá del asiento trasero.
El Nash, aunque a duras penas, los
contenía a todos, los flancos hinchados y
el gordo trasero de su cuerpo de
monstruo prehistórico parecían a punto
de estallar con todos ellos y sus
equipajes. Sam llamaba a su coche la
Cerda Preñada. Fue el primer automóvil
que Pierce conoció íntimamente: el
recordado olor de la tapicería gris y el
tacto fofo de sus agarraderas todavía
significaban Automóvil para él. Había
un algo de penitencial en aquellos largos
viajes inolvidables, y aunque Pierce no
tenía nada contra el Nash, «viajar en
automóvil» y «placer» seguirían
constituyendo toda su vida una
antinomia.
Dejando atrás los bosques y las
colinas de Kentucky, erosionados y con
aspecto un tanto inconcluso, descendían
a través de una región no muy diferente
si bien, de tanto en tanto, con una nueva
perspectiva de serranías a la luz del sol
que significaba Pensilvania; y luego, en
virtud del tránsito ritual a través de
anchos portalones y la adquisición de un
largo billete, entrarían en la flamante
autopista de Pensilvania; y ya sobre su
ancho dorso, serían transportados a
regiones a la vez nuevas y viejas,
regiones que eran a un tiempo la
Historia y el límpido y brillante
Presente. La Historia y las verdeazules
lejanías de una tierra libre, una
terranova no circunscrita, fértil —algo
que Kentucky no le parecía, aunque así
es como se describía América en los
libros de texto escolares— estaban para
él contenidas no sólo en las ondulantes
colinas que atravesaban, sino también en
el rodar de los nombres de Pensilvania
en su lengua y en su oído: —Allegheny y
Susquehanna, Schuylcill y Valley Forge,
Brandywine y Tuscarora. Nunca
alcanzarían a ver nada de Brandywine ni
de esos otros parajes, nada excepto los
restaurantes de la autopista cercanos a
ellos, pulcros, idénticos, soleados, con
idénticos menús e idénticas malvalocas
y camareras, que en realidad no eran
idénticos, puesto que cada uno ostentaba
en su fachada de piedra rústica uno de
aquellos preciosos nombres. Pierce
sopesaba mentalmente la diferencia
entre Downingtown y Crystal Spring
mientras desayunaban manjares
exóticos, imposibles de encontrar en su
pueblo, sentados alrededor de una larga
mesa: zumo de tomate (de naranja
siempre y exclusivamente en casa) o
salchichas que tenían la forma de
pequeñas hamburguesas, o bollos
daneses, y hasta potaje de avena para
Sam, el único de la familia que lo
encontraba delicioso.
Dejando atrás los bosques y las
colinas de Kentucky, erosionados y con
aspecto un tanto inconcluso, descendían
a través de una región no muy diferente
si bien, de tanto en tanto, con una nueva
perspectiva de serranías a la luz del sol
que significaba Pensilvania; y luego, en
virtud del tránsito ritual a través de
anchos portalones y la adquisición de un
largo billete, entrarían en la flamante
autopista de Pensilvania; y ya sobre su
ancho dorso, serían transportados a
regiones a la vez nuevas y viejas,
regiones que eran a un tiempo la
Historia y el límpido y brillante
Presente. La Historia y las verdeazules
lejanías de una tierra libre, una
terranova no circunscrita, fértil —algo
que Kentucky no le parecía, aunque así
es como se describía América en los
libros de texto escolares— estaban para
él contenidas no sólo en las ondulantes
colinas que atravesaban, sino también en
el rodar de los nombres de Pensilvania
en su lengua y en su oído:
—Allegheny y Susquehanna,
Schuylcill y Valley Forge, Brandywine y
Tuscarora. Nunca alcanzarían a ver nada
de Brandywine ni de esos otros parajes,
nada excepto los restaurantes de la
autopista cercanos a ellos, pulcros,
idénticos, soleados, con idénticos menús
e idénticas malvalocas y camareras —
que en realidad no eran idénticos, puesto
que cada uno ostentaba en su fachada de
piedra rústica uno de aquellos preciosos
nombres. Pierce sopesaba mentalmente
la diferencia entre Downingtown y
Crystal Spring mientras desayunaban
manjares exóticos, imposibles de
encontrar en su pueblo, sentados
alrededor de una larga mesa: zumo de
tomate (de naranja siempre y
exclusivamente en casa) o salchichas
que tenían la forma de pequeñas
hamburguesas, o bollos daneses, y hasta
potaje de avena para Sam, el único de la
familia que lo encontraba delicioso.
Y luego, otra vez en camino, a través
de regiones arboladas y cultivadas, y en
apariencia subpobladas y aún por
explorar (esa ilusión del viaje por
autopistas, de que la tierra está vacía, e
incluso es virgen, era más intensa en
aquellos tiempos en que los automóviles
abandonaban por primera vez los viejos
caminos trillados, flanqueados por
vallas publicitarias, para tomar los
atajos recién pavimentados) y —lo
mejor de todo, lo más emocionante—
penetrar en la serie de túneles cuyas
entradas de espléndida mampostería
aparecían a la vista repentinamente: los
chicos voceaban el nombre, porque cada
túnel tenía el suyo, el nombre del
inflexible accidente geográfico que tan
ingeniosamente, tan airosamente salvaba
y dejaba atrás —la Montaña Azul y el
Cerro Laurel (en un tiempo Pierce podía
recitarlos todos, como un poema, ya no),
Allegheny y Tuscarora… ¿Qué otros?
—Tuscarora —dijo Pierce en voz
alta, en el autobús. Oh Pensilvanía de
los nombres. Scranton y Harrisburg y
Allentown eran difíciles, tupidos de
tráfico; pero Tuscarora, Shenandoah,
Kittatinny. (¡Ése era el último túnel! ¡El
Monte Kittatinny! Se zambullían en la
oscuridad, pero el corazón de Pierce se
elevaba, como al ritmo de una música,
hasta la altura de un aire estival). Ni una
sola vez había el Nash abandonado la
autopista, ni una sola vez respondió a
aquellas señales que invitaban a ir a
Lancaster o a Lebanon, pese a que allí
habitaban los amonitas, o a Filadelfia,
fundada hacía muchísimo tiempo por el
hombre de la caja de los copos de avena
Quacker; siempre seguían en línea recta
hasta la autopista de Jersey, que a Pierce
no sabía por qué, se le antojaba una
pálida sombra de la de Pensilvania: tal
vez era porque se acercaban a Nueva
York y a su antigua realidad, saliendo de
la Historia y del espléndido Presente
para penetrar en su pasado personal,
empujándolo hacia las calles de
Brooklyn que él tendría que recoger y
ponerse como si fueran ropas viejas y
demasiado conocidas, y más estrechas
cada vez que volvía a verlas.
Siempre habían existido otras
opciones, hasta el último momento, hasta
la autopista Pulaski en todo caso,
después de la cual era ya inevitable el
túnel Holanda, como un cuarto de baño
interminable y oscuro. Podían virar
(Pierce buscaba los lugares en el mapa
que su madre sostenía) hacia el norte,
hacia esos parajes con extraños nombres
holandeses, o hacia el sur, hacia las
playas de Jersey —la sola palabra playa
significaba para él chillidos de gaviotas,
ramblas entarimadas y encaladas.
Hubieran podido, en camino, visitar el
inimaginable Cheesequake. O tomar
hacia las Colinas Lejanas, que no
parecían tan lejanas; salir de la autopista
justo allí, y dejar pronto atrás las
Montañas Jennyjump para penetrar en el
País de Nuncajamás. Eso decía el mapa.
Él no podía imponerle a Sam que
cambiara de rumbo, el viaje tenía una
lógica demasiado poderosa, el Nash era
un monstruo prehistórico sometido al
hábito de la autopista. Y no porque él no
quisiera, en realidad, ir a ver a su padre
en Brooklyn. No obstante, deseaba en
silencio: Ahora desearía ir a este lugar,
mientras lo tocaba, lo cubría con la
mano: cerrando, incluso, los ojos y
echando a los vientos toda prudencia:
Desearía estar allí ahora mismo, y no
porque esperase en realidad que el
rugido del motor y el alboroto de sus
primos fuese sustituido por un silencio
mágico y un gorjear de pájaros, el olor
de la tapicería recalentada al sol por
fragancias de prados; y un momento
después abría otra vez los ojos a la
autopista, que todavía rutilaba a lo lejos
con falsos estanques de agua plateada y
los letreros de las vallas que anunciaban
las atracciones que había en la ciudad
que, velozmente, se aproximaba.
Y una cosa buena al menos, dentro
de todo, pensó ahora Pierce, avizorando
los prados, los estanques y los pequeños
pueblos de la región. Todo era bastante
bonito, sin duda; más que bonito,
deseable, pero no como ese más allá, el
más allá soñado donde la hierba es
siempre más verde. No podía saberlo de
niño —no siempre lo sabía de hombre
—. Anhelar: pero desear no es lo mismo
que anhelar, un movimiento del alma
hacia la paz, la resolución, la restitución
o el reposo; un ardiente deseo de
felicidad, que parece por un momento
encarnada por ese estanque con patos
allá, a la sombra de los arces, por esa
hermosa casa de piedra cuyos visillos
de encaje invitan a aposentos frescos
con el edredón replegado en la alta
cama. Una sabiduría duramente
conquistada distinguía entre esos
impulsos dirigidos a objetos meramente
fugaces y el deseo verdadero, el que con
tanto celo va forjando su objeto que éste
no podrá jamás decepcionarte.
Goshen. West Goshen. East Bethel.
Bethel. La opción es entre Stonykill, a
tres millas, y Bella Vista, a cuatro; bien,
eligen Bella Vista. Desearía estar allí
ahora mismo, en Bella Vista, en las
Colinas Lejanas, y allí, o casi allí
estaba ahora, sólo que un cuarto de siglo
más tarde.
Pero mientras tanto algo había
empezado a fallar en el autobús en que
viajaba. Estaba pujando por remontar
una larga cuesta curva, menos escarpada
que muchas que ya había salvado; algo
jadeaba ahora en sus entrañas con la
insistencia de un arduo ritmo de basso,
como si el corazón le chocara contra las
costillas. El ruido se atenuó cuando el
conductor intentó un cambio de marcha
para que el motor se sintiera más
relajado, pero tan pronto como la cuesta
se hizo más empinada, recrudeció otra
vez. Ahora avanzaban como a rastras;
parecía obvio que no completarían el
ascenso, pero lo lograron, a duras penas,
el autobús jadeó y resopló como un
caballo extenuado, y allí estaba la bella
vista, enmarcada por una oscura ala
lateral de árboles de altas copas
frondosas como en un paisaje de Claude;
un primer plano bañado por el sol, un
río de plata zigzagueando entre verdes
riberas, una humedad lejana que se
diluía en el cielo pálido y las nubes
algodonosas. La sombra del follaje los
envolvió y una terrible vibración
estremeció al vehículo de largo a largo
—un ligamento roto, un ataque de
apoplejía, no, evidentemente no lo
habían logrado—. El motor trepidó otra
vez y enmudeció de golpe. En silencio
—Pierce podía oír el rasguido de los
neumáticos sobre la carretera— el
autobús bajó en punto muerto la cuesta
más empinada hasta la aldea al pie de la
colina, un puñado de casas de piedra y
madera, una iglesia de ladrillo, un
puente de un solo tramo sobre el río; y
allí, ante la mirada curiosa de unos
pocos lugareños congregados en el
porche de la gasolinera-tienda de ramos
generales, se detuvo en seco.
Bueno, caray.
El conductor se apeó, dejando a sus
pasajeros en sus asientos, todos mirando
al frente como si todavía estuvieran
viajando, sólo que sin viajar. Hubo
ruidos en el compartimiento del motor
cuando el hombre lo abrió para
auscultarlo; luego entró en la tienda y
desapareció durante un largo rato.
Cuando salió, se deslizó de nuevo en su
asiento y cogió su micrófono —aunque
de haber encarado a sus más o menos
quince pasajeros hubiera podido hacerse
oír sin dificultad, tal vez se sintiera
cohibido— y anunció metálicamente:
—Bueno, amigos, me temo que no
podamos ir más lejos en este coche. —
Protestas, murmullos—. He telefoneado
a Cascadia y nos van a mandar otro tan
pronto como les sea posible. Cuestión
de una hora o dos. Hagan el favor de
ponerse cómodos, aquí en el coche, o
salgan, como gusten.
Siempre le había sorprendido que,
cualesquiera que fuesen los engorros en
que lo metían a uno los autobuses y sus
secuaces, nunca olvidaban sugerir que
estaban ofreciendo comodidades, lujo,
incluso placeres. Guardó su libro de las
Soledades en el bolsillo lateral de su
mochila, cargó ésta al hombro y se apeó,
siguiendo al conductor, que intentaba al
parecer hacerse humo en la tienda.
—¡Perdone usted!
¡Pero qué día, realmente, qué día! El
aire auténtico que quemó sus pulmones
cuando tomo aliento para llamar de
nuevo a conductor, era dulce y fragante
después del aire adulterado del autobús.
—¡Perdone usted!
El hombre se volvió, enarcando las
cejas, ¿en qué podía ayudarlo?
—Tengo un billete para Conurbana
—dijo Pierce—. Tendría que coger otro
autobús al llegar a Cascadia. ¿Lo
perderé?
—¿A qué hora?
—Las dos.
—Yo diría que sí. Lo lamento.
—Caramba. ¿No podrían retenerlo?
—Lo dudo. Mucha gente toma ese
autobús para Conurbana. También ellos
tienen que hacer el trasbordo. —Una
pequeña sonrisa. Cosas de la vida—.
Hay otro sin embargo, creo, desde
Cascadia, a eso de las seis.
—Magnífico —dijo Pierce, tratando
de no irritarse, el pobre hombre al fin y
al cabo no tenía la culpa—. Tengo una
cita allí a las cuatro y media.
—Oh —dijo el conductor—. Oh,
caray.
Parecía sinceramente afligido.
Pierce se encogió de hombros y miró en
derredor. Una brisa ligera levantó el
reclinado follaje de los árboles que
formaban una techumbre sobre la aldea,
pasó, y devolvió la calma al mediodía.
Pierce pensó insensatamente en alquilar
un taxi, no, no habría ningún taxi aquí, en
hacer autostop… no hacía autostop
desde sus días de estudiante. Recobró la
cordura y se encaminó a la tienda,
mientras hurgaba en sus bolsillos en
busca de una moneda.
Hasta ese verano, Pierce Moffett
había enseñado historia y literatura en
una pequeña universidad de la ciudad de
Nueva York, una de esas instituciones
que tras las revueltas de los años
sesenta se esforzaban por satisfacer
sobre todo a esa juventud inquieta, esa
gitanería estudiantil que parecía, en ese
entonces, estar nutriéndose de una
pintoresca cultura nómada de su propia
invención, beduinos acampando en el
ajetreo general de la urbe, levantando
sus tiendas y cambiando de sitio cuando
sentían su territorio amenazado por las
irrupciones de la civilización, viviendo
al día nadie sabía de que, del tráfico de
drogas y del dinero que recibían de
casa. Habían convertido el Barnabas
College en su caravasar y Pierce,
durante algún tiempo, había sido un
profesor muy popular entre ellos. Su
asignatura principal, Historia 101 —
motejada por los estudiantes Misterio
101—, había atraído durante varios
semestres a un alumnado muy numeroso;
porque Pierce, al abordar su materia, se
daba maña para insinuar a sus oyentes
que poseía un secreto inaudito acerca de
ella, una historia para contar, que él
había llegado a conocer a costa de
grandes esfuerzos, y que estaría
dispuesto a revelarles si ellos quisieran
tan sólo hacerle el favor de sentarse y
escuchar en silencio. Es verdad que,
recientemente, cada vez menos
estudiantes seguían siéndole fieles hasta
el final; pero no era ésa, o no sólo ésa,
la razón por la cual Pierce no volvería
al Barnabas College en otoño.
El Peter Ramus College, hacia el
cual estaba ahora en camino, era, hasta
donde él podía juzgar, una institución
bastante diferente; una antigua fundación
hugonote que todavía imponía un código
de vestimenta (eso le habían dicho, no
podía ser), y que ocupaba varios
edificios ennegrecidos por el humo en
los suburbios de una ciudad decadente.
La carta del decano, que Pierce extrajo
de su bolsillo un poco ajada y manchada
de sudor, la carta que lo invitaba a
presentarse para una entrevista,
reproducía en un pequeño grabado la
sede de la institución, con una cúpula
como si fuera un pequeño palacio de
justicia de provincia o una iglesia de la
Ciencia Cristiana. Pierce podía imaginar
los nuevos dormitorios y laboratorios de
hormigón poroso recientemente
incorporados a los edificios. Al pie del
grabado encontró el número de teléfono.
Un letrero de latón que publicitaba
una marca de pan, la niñita rubia con su
rebanada untada de mantequilla, borrosa
y desvaída, estaba adosado a la puerta
mosquitera del pequeño comercio; hacía
añares que Pierce no trasponía una
puerta con un letrero como aquél. Y en
el interior reencontró también ese olor
frío e indefinible, algo así como a
naftalina y uvas pasas y migas de
galletas que es el eterno olor de los
negocios como aquél, y que nunca
parecen tener los comercios de la
ciudad que venden las mismas,
mercancías. Mientras discaba el
número, se sintió bruscamente
transportado al pasado.
No había alma viviente a esa hora,
en ese mediodía de agosto, en el Peter
Ramus a no ser los ayudantes de otros
ayudantes; nadie fijó un nuevo horario
para su entrevista, ni él se atrevió a
cancelarla definitivamente; dejó una
serie de mensajes vagos que fueron
aceptados sin demasiada convicción,
dijo que volvería a llamar desde
Cascadia y, ya de nuevo en su limbo,
colgó el receptor.
Cerca del mostrador principal
encontró un refrigerador de bebidas
gaseosas, uno de esos estilo sarcófago
como el que había en la tienda de
Delmont del pueblo de su niñez, el
mismo rojo oscuro con la pesada
tapadera bordeada de zinc, y en el
interior un sombrío estanque de hielo y
agua y botellas frías que se
entrechocaron cavernosamente cuando
eligió una. Sacó un par de gafas de sol
de un expositor que estaba al lado del
que exhibía postales; consideró por un
momento la posibilidad de adquirir un
ejemplar del periódico local, también
apilado allí, pero desistió. Se llamaba
El Pregón de las Lejanas. Pagó la Coca
Cola y las gafas, sonriendo a la niña
plácida que recibió el dinero con una
sonrisa, y salió de nuevo a la luz del día,
sintiéndose mágicamente libre, como si
hubiese sido depositado por la marea en
una, playa, o hubiera luchado contra ella
para ganar la orilla. Se puso las gafas
nuevas, que transformaron aún más el
día en un paisaje de Claude, las
tonalidades ambarinas, la suntuosa
oscuridad: sereno.
Había suspendido su viaje,
probablemente con mucho que perder, y
mucho que pagar sin duda en tedio o
algo peor; pero no le importaba, por el
momento le daba igual, ya que tampoco
tenía demasiado interés en llegar a
destino, o en volver a su punto de
partida. Si algo quería era, pura y
simplemente, ir a sentarse allá, a esa
mesa de picnic de madera a la sombra,
no estar en movimiento, beber a
pequeños sorbos su Coca Cola e
impregnarse de la profunda paz de lo
que parecía ser un día festivo sereno y
universal. Serenidad. Ahora podía, sin
poner condiciones, desear una vida
serena, una permanente vacación
interior, la evasión anhelada hecha
realidad. Que esa placidez que
penetraba en él junto con d aire dulce
que respiraba fuese de algún modo y
para siempre su clima interior.
Pero desear cualidades morales,
serenidad, tolerancia, también planteaba
problemas. La prohibición (que a Pierce
le parecía obvia) de desear cosas tales
como habilidades artísticas —sentarse
al piano y que la Appassionata le
fluyera súbitamente de los dedos se
aplicaba también en algún sentido a la
sabiduría, a la clarividencia, a la
intuición, inútiles a menos que fueran
adquiridas, y en ello, en el esfuerzo de
haberlas adquirido consistía sin duda su
único valor.
Lo mejor. Pierce respiró hondo, ya
antes había llegado la misma conclusión.
Lo mejor sería rechazar de plano la
oferta. Gracias pero no, gracias. Con
seguridad era ya lo bastante sensato —o
al menos lo bastante leído— como para
saber que en la naturaleza misma de los
deseos realizados había muy
probablemente un elemento corrosivo de
la felicidad universal. Lo sabía, sí. Y sin
embargo. Sólo podía esperar que,
cuando los deseos le fueran ofrecidos,
estuviera en condiciones de actuar con
serenidad, no con irreflexiva avidez, en
su sano juicio. No enceguecido por uno
u otro de sus codiciados objetos de
deseo; no en los avalares de alguna
circunstancia aterradora de la que
sintiera la imperiosa, desesperada
necesidad de salir; en otras palabras, no
hoy. Entonces, aún en el caso de que no
pudiera rechazarlo del todo, podría al
menos adoptar la alternativa más sensata
posible, una opción que desde hacía
tiempo consideraba como razonable, en
realidad demasiado razonable para él: o
sea, una vez formulados y obtenidos sus
dos primeros deseos prácticos de salud
y riqueza, utilizar el tercero para desear
simplemente poder olvidar todo eso,
como si nunca le hubiera sucedido: con
su tranquilidad y su bienestar
mágicamente asegurados, olvidar que
alguna vez había sabido que los deseos
podían ser realizados, recobrar su
antigua (actual) ignorancia de que la
irrupción de esos poderes en el mundo,
de poderes que no vacilarían en ponerse
a su insensata disposición, era real y
verdaderamente posible.
Real y verdadera y genuinamente
posible. Pierce bebió su Coca Cola. De
un camino lateral, por detrás de la
iglesia, emergió, como desorientada, una
oveja y se encaminó hacía la autopista.
Y era posible, claro está, que todo
eso hubiera acontecido ya. Que su tríada
más sensata de deseos estuviera ahora
en vías de realizarse, concedida ya, el
genio recluido otra vez en su lámpara, la
lámpara en el pasado, y el proceso todo
en el olvido. Pierce ignorando su
inmensa buena suerte, todavía barajando
posibilidades. A primera vista, parecía
improbable, considerando su situación
de desempleo, y su salud mental, que no
le parecía demasiado robusta. Pero no
había forma de saberlo. A lo mejor
había sido visitado por la gracia esa
misma mañana. Ese día, ese día azul,
podía ser el primer día de su buena
fortuna, este momento el primer
momento.
Varias ovejas más habían salido del
camino lateral y, apiñando y balando,
erraban por la carretera. Uno de los
lugareños sentados en el porche, que
hasta ese momento había parecido
inamovible, se puso en pie, se subió los
pantalones y se encaminó a la carretera
para detener la circulación, haciendo
señales de advertencia con la mano a
una camioneta que se aproximaba,
espere un momento, tenga paciencia. Un
perro daba vueltas alrededor de las
ovejas, ladrando de tanto en tanto de una
manera perentoria, tratando de guiarlas
(había docenas ahora, y seguían
emergiendo más y más del camino
lateral, como por arte de magia) hacia el
puente sobre el río, que los animales
parecían poco dispuestos a cruzar.
De pronto, a la retaguardia del
rebaño, apareció un pastor alto, cayado
en mano, con un deshilachado sombrero
de paja en la cabeza. Vio en el camino la
impaciente camioneta y sonrió de oreja
a oreja, como si le causara gracia haber
provocado semejante alboroto; con un
golpecito del cayado mandó de vuelta al
rebaño a un corderito que intentaba
escapar y, lanzando un grito reunió a sus
pupilas y las guió hacia el puente.
Pierce contemplaba la escena,
consciente de que una cadena de
asociaciones se iba enlazando dentro de
él sin que él lo hubiera elegido, un
arqueo de sus archivos más recónditos
cuya finalidad ignoraba. La conclusión
se le reveló, al fin, abruptamente. Se
levantó con lentitud, no seguro aún de
creer lo que estaba viendo.
—Spofford —dijo, y luego gritó—:
¡Spofford!
El pastor se volvió, se echó hacia
atrás el sombrero y vio a Pierce que
corría hacia él, y una oveja de cara
negra también se volvió para mirarlo. El
conductor del autobús, que salía de la
pequeña tienda para hacer el recuento de
su demorado rebaño, vio que uno de sus
pasajeros se alejaba, se reunía con el
pastor en medio del puente y lo
abrazaba.

—Pierce Moffett —dijo el pastor,


mientras lo observaba sonriendo a una
brazada de distancia—. ¡Quién lo
hubiera pensado!
—Eras tú nomás. Me pareció que
eras.
—¿Has venido a visitarme? No
puedo creerlo.
—No exactamente. Ni siquiera tenía
intenciones de parar.
Explicó la situación. Conurbana, el
percance, la cita cancelada.
—¡Mira por donde! —dijo Spofford
—. Náufrago de un autobús.
—Creo que he sido yo el que
provocó el naufragio —dijo Pierce e
buen humor. Los dos contemplaron el
autobús encallado, los pasajeros que
daban vueltas y vueltas sin saber qué
hacer.
—Que se vaya al demonio —dijo
Spofford repentinamente—. Olvídate de
él. Ven a visitarme. No estoy lejos.
Quédate una temporadita. Hay sitio.
Quédate todo el tiempo que quieras.
Pierce dejó de mirar el autobús para
contemplar la pradera que se extendía
del otro lado del río, por donde ahora
las ovejas se dispersaban, pastando
gozosas.
—¿Quedarme aquí? —dijo.
—Tenemos que ponernos al día —
dijo el pastor—. La vieja alma mater.
El viejo barrio.
—Los he abandonado.
—¿De veras? —Señaló con su
cayado cuesta arriba, las tierras que
había más allá de los prados—. Mi casa
está allá —dijo—. En la montaña.
Y por qué no, qué demonios, pensó
Pierce. De algún modo, la idea de fuga
lo había estado rondando todo el día,
toda la semana; a decir verdad, todo el
verano. Hasta aquí había viajado,
camino del Deber y del Futuro, y lo
habían dejado en la estacada. No por su
culpa. De acuerdo. Sea.
—¡Qué demonios! —exclamó, y una
euforia extraña le subió repentinamente
del pecho a la garganta—. ¡Por qué no,
qué caray!
—Claro, hombre —dijo Spofford.
Silbó una nota que puso a su rebaño
nuevamente en marcha, y cogió a Pierce
por el brazo; Pierce se reía, el perro
ladraba, y la desordenada procesión se
alejó de la aldea.
Unos años atrás el tal Spofford había
sido, durante un tiempo, alumno de
Pierce en el Barnabas College, en
realidad uno de los primeros inscritos
del Programa GI para ex-combatientes
de la Segunda Guerra o su equivalente
para los de Vietnam. Pierce lo
recordaba en su curso de historia, serio
y atento con su casaca de fajina (su
nombre Spofford inscrito en el bolsillo
del pecho), siempre con un aire de estar
fuera de lugar, un desplazado. Era sólo
tres o cuatro años más joven que Pierce,
quien en aquel entonces hacía, por así
decir, sus verdaderas primeras armas;
mientras Pierce jugaba a hacerlas en sus
largos años de universidad, Spofford
había hecho las suyas en el Vietnam; con
el mismo dinero de su beca de estudios,
había montado un pequeño taller de
ebanistería en el barrio de casas baratas
en que vivía Pierce y confeccionaba
muebles sueltos y objetos preciosos con
una habilidad que Pierce le envidiaba y
que le fascinaba observar. Se habían
hecho amigos, y hasta habían compartido
por algún tiempo una novia —
literalmente una noche, una noche
memorable—, y aunque muy diferentes
en muchos aspectos, nunca se habían
distanciado del todo, a pesar de haber
seguido cada uno su propio camino.
Spofford pronto había abandonado los
estudios y luego la ciudad, para regresar
con sus talentos a su tierra natal, y
Pierce recibía de tanto en tanto una carta
en la menuda y perfectamente legible
letra de Spofford, en la que le
comentaba sus progresos y lo invitaba a
visitarlo.
Y ahí estaba al fin. Spofford,
bronceado y saludable, con su
desflecado sombrero de paja y su
cayado, tenía buen aspecto; Pierce sintió
una oleada de una emoción semejante a
la gratitud. Las calles de la ciudad
pululaban de Spoffords que no se habían
salvado. Cuando éste le sonrió,
mirándolo de soslayo, sin duda
evaluándolo a su vez, sus dientes
resplandecieron blancos en la ancha
cara, excepto uno central superior, gris y
muerto.
—Así que aquí lo tienes —dijo,
ofreciendo su mundo con un gesto
envolvente del brazo.
Pierce paseó una mirada en torno.
Habían escalado la pradera de las
estribaciones de una elevada colina;
arriba, por encima de sus cabezas, se
alzaban las cumbres boscosas; abajo, a
sus pies, se tendía el valle y su río
centelleante. Hay casi una música en
esos paisajes estivales, una armoniosa
exhalación de voces soprano. Pierce no
sabía si la música que casi siempre
acompaña a las escenas iniciales de las
películas de dibujos pastorales, sobre
todo las de Walt Disney (esa música que
las colinas y los árboles animados
cantan y bailan con suaves contoneos)
era esta música que ahora le parecía
escuchar, o si esta música era tan sólo su
propio recuerdo de aquella otra. Se echó
a reír al escucharla.
—Me gusta —dijo—. ¿Qué río es
éste?
—El Blackberry —respondió
Spofford.
—Me gusta —dijo Pierce—. El
Blackberry.
—La montana es el Monte Randa —
dijo Spofford—. Desde la cima pueden
verse tres estados diferentes, arriba
Nueva York, abajo Pensilvania y a lo
lejos Nueva Jersey. Un panorama
grandioso. Hay un monumento en la
cumbre, donde un fulano tuvo una visión.
—¿De tres estados?
—No sé. Algo religioso. Creó una
religión.
—Humm. —Pierce no veía ningún
monumento.
—Podríamos subir. Hay un sendero.

—Podríamos, sí —dijo Pierce, el


aliento ya entrecortado después del
suave repecho. Bucanero, el perro
ovejero, ladraba impaciente a la cabeza
de la procesión: su grey cuadrúpeda
estaba portándose bien, eran los bípedos
los que ahora hacían travesuras.
—A propósito, ¿son tuyos todos
estos bichos? —preguntó Pierce en
medio del rebaño, observando las caras
tontas y atentas de las ovejas.
—Míos —dijo Spofford—. A partir
de hoy. —Golpeó ligeramente con un
experto movimiento de la punta de su
cayado las patas traseras de una
rezagada, la oveja lanzó un balido y
echó a correr—. Hice algunos trabajos
para un ganadero este verano. Le
construí un granero, carpintería, esas
cosas. Hicimos un trueque.
—¿Necesitabas ovejas?
—Me gustan las ovejas —dijo
Spofford con dulzura, contemplando las
suyas.
—Vaya, a quién no —dijo Pierce
riendo—. Ovejas.
—Y entonó, con la música del
Mesías de Haendel:
—Todos todos como ovejas…
Todos todos como ovejas…
Spofford cogió la melodía (él y
Pierce la habían cantado a coro, en una
versión paródica, cierto invierno en el
Village) y siguieron cantándola mientras
escalaban los prados:
A todos nos gustan las ovejas. Todos
todos como ovejas. Todos todos como
ovejas. Nos hemos descarriado; cada
cual por su lado Cada cual por su lado.
Dos
El río Blackbury (no Blackberry,
como entendiera Pierce) nace como un
riacho poco promisorio en los Catskills
de Nueva York; alimentado por canales
y arroyos, sobrepasa o incorpora a sus
afluentes, y se convierte en río a medida
que se acerca a la frontera, donde
desemboca en un embalse montañoso
redondo y plateado como una moneda,
que por esa razón, u otra distinta, recibe
el nombre de lago Níquel. En el lago
Níquel limpia sus aguas del limo que ha
recogido en su travesía por Nueva York,
y cuando sale de él, purificado, se
precipita, caudaloso, por una serie de
rápidos de piedra y cascadas bajas, en
medio de los bosques de álamos
temblones que crecen al pie de las
Colinas Lejanas septentrionales. En el
largo valle central de las Lejanas se
encuentra a sí mismo; cuando la gente
habla del Blackbury, se refiere a este
río, cuyo cauce se ensancha y se
estrecha y fluye más lento cuando
atraviesa serpenteando, como si se
paseara por ellas, sus plácidas tierras de
aluvión. Alo largo de los siglos,
mientras maduraba, el río ha tomado
unos pocos atajos a través del suelo de
este valle; en 1857 los pobladores
descubrieron, después de una semana de
violentas lluvias primaverales, que
había irrumpido a través de una ancha
curva de sí mismo, dejando atrás un
meandro lacustre y acortando en dos
millas el tramo navegable entre Ashford
Haven y Bella Vista.
El Blackbury, en la mayor parte de
su trayectoria, ha sido siempre un río
poco navegable; flanqueado como está
en ambas márgenes por las pedregosas
Lejanas (el Monte Randa se eleva en una
sucesión de estribaciones desde las
riberas occidentales), carece de un
verdadero estuario; archipiélagos de
pequeñas islas coronadas de árboles
cada milla —poco más o menos—
dificultan la navegación. Una franja de
campos fértiles entre el río y las
montañas es apta para el cultivo de
cereales y hortalizas, pero se inunda con
desastrosa frecuencia, y al buscar una
salida del valle, sus orillas se vuelven
más escarpadas, su cauce más estrecho,
el suelo más anfractuoso y menos fértil,
los bosques más antiguos, las riberas
menos pobladas.
El río parte desde el valle a través
de un barranco llamado el Pórtico de
David, entre empalizadas de piedra que
configuran el pie deforme del Monte
Randa, luego entra en súbita confluencia
con el mucho menos caudaloso río
Sombra, que ha corrido rizándose y
cortando camino a lo largo de la ladera
occidental, más escarpada, del Monte
Randa, antes de incorporarse al cuerpo
principal; y allí, construido sobre las
empalizadas, y accesible por dos
puentes, uno sobre el río Sombra y el
otro sobre el Blackbury, se alza el
pueblo de Jambas de Blackbury, así
llamado por el encabalgamiento de los
dos ríos, o porque ocupa las jambas del
Pórtico de David. Estas dos
explicaciones, y otras más, circulan en
la región.
A veces, cuando el tiempo es
propicio o la luz adecuada, es posible
ver, desde Jambas de Blackbury, los dos
ríos corriendo a la par y virando hacia
el sur, pero sin mezclarse; las aguas del
Blackbury son ahora otra vez legamosas
debido a su lenta travesía por el valle, y
menos espejeantes, menos brillantes que
las del Sombra, más rápido y más frío;
dos aguas diferentes corren, por un
momento, hombro con hombro. Los
peces podrían cruzar a nado, se diría, de
una a otra, como a través de una cortina.
Luego, ese momento ha pasado; todo es
un solo río. (Sin embargo, también sobre
este punto hay discrepancias; hay
quienes afirman que la visión de dos
ríos es una ilusión óptica, o incluso una
leyenda, algo que nunca ha visto nadie.
Los que lo han visto —o conocen a otros
que lo han visto— se limitan a reiterar
su convicción. Las discrepancias
parecen no tener fin).
A Jambas de Blackbury se puede
llegar desde el norte, tomando el camino
que bordea la orilla oriental del río, y
cruzando el puente a la altura del
Blackbury meridional; o cruzarlo más
arriba, en Bella Vista, y tomar un camino
más corto, subiendo y bajando pequeñas
elevaciones, y llegar a los altos de la
villa —porque jambas de Blackbury es
uno de esos poblados que tienen un
arriba y un abajo. Este último es el
camino que toman invariablemente las
gentes del lugar; y el que siempre
tomaba Rosie. Mucho —que en un
tiempo había sido del lugar y estaba en
vías de volver a serlo— cada vez que
iba a las Jambas desde su casa en
Stonykill, pese a que su vieja camioneta,
grande como una barca, cabeceaba y
rolaba, también como una barca, por el
escarpado camino de montaña.
Rosie Mucho (née Rosalind
Rasmussen, y pronto también en vías de
volver a serlo) tenía una lista más bien
larga de recados, algunos agradables,
otros no tanto, uno ni siquiera un
verdadero recado, aunque ella había
decidido considerarlo como tal, y lo
había puesto en su lista mental junto con
la guardería, la parada en Automotores
Bluto y la biblioteca. En el coche, iban
con ella su hija de tres años, Sam, sus
dos perros ovejeros australianos, su
carta natal en un sobre de manila
marrón, una novela histórica de
Fellowes Kraft para devolver, y el
almuerzo de su marido, en un envoltorio
de plástico; amén de todas las naderías,
bagajes y avíos que invariablemente se
acumulan en un vehículo de esa especie
y edad. A su lado, en el asiento del
acompañante, iba el espejo retrovisor,
que se había desprendido del parabrisas
esa misma mañana, cuando Rosie
intentaba asegurarlo. Allí, en el asiento,
no reflejaba nada útil, sólo la cara de
Rosie, la de su hija, la radiante mañana
de agosto y la fronda del camino.
Las calles de Jambas de Blackbury
son una serie de arterias transversales a
la rambla principal que une entre sí los
dos puentes. Allá, en los altos, la
edificación consiste a menudo en las
lóbregas casas de madera con su
escalerilla exterior al primer piso, ropa
tendida en cuerdas desde las ventanas, y
una empinada escalera de entrada;
porque hasta hace poco, nadie hubiera
podido considerar a Jambas como un
pueblo bonito, o un pueblo próspero; era
un pueblo de gente trabajadora. Hoy en
día hay tiendas de alimentos dietéticos,
hay comercios con nombres ingeniosos
en los bajos de algunas viviendas, hay
galerías en los antiguos almacenes; pero
todavía persiste, sobre todo cuando hace
mal tiempo, una imagen más antigua,
menos alentadora, una fotografía en
blanco y negro: chiquillos carisucios,
una campana de iglesia destemplada,
humos de carbón, los olores de la cena
de las cinco. A Rosie, que la recordaba
así, la alegraba la nueva pulcritud, el
nuevo color de la villa; y la divertía,
además, su aire endomingado. Hizo un
viraje, enfiló la enorme camioneta
cuesta abajo, se internó en una calle
sombreada por árboles frondosos —la
calle de los Arces— y frenó de golpe
(la pronunciada pendiente requirió
cierto esfuerzo) delante de una casa
grande, una de esas casas cuyo tejado a
cuatro aguas parece abultar como
preñado, y cuyo porche profundo está
sostenido por gruesos pilares de
mampostería. Por la pared lateral, la
típica escalera exterior subía a un
apartamento del primer piso.
—¿Vamos un ratito a ver a Beau? —
le preguntó su hija Sam.
Era el eufemismo que empleaban
cada vez que Rosie tenía que dejarla en
la guardería.
—Ahá.
—¿Puedo subir?
—Puedes subir —respondió Rosie,
abriendo la portezuela de la camioneta
— o puedes quedarte en el patio. —El
minúsculo patio tenía sus atracciones:
había un número variable de niños que
vivían en la casa, y sus juguetes,
camiones y camionetas, y una
motocicleta de plástico de colores
chillones yacían dispersos aquí y allá.
Sam prefirió el patio y solemnemente,
como por obligación y no por placer, se
encaramó en la moto. «Equipo de
demolición», llamaba Mike, el marido
de Rosie, a esos juguetes. Los críos eran
los demoledores. Los apartamentos con
escaleras exteriores, como el de Beau,
eran «apartamentos criadero». En sus
tiempos de estudiante, Mike Mucho se
había ganado la vida vendiendo
enciclopedias puerta a puerta y había
adoptado la jerga del oficio. Los
«apartamentos criadero» con equipo de
demolición en el patio eran indicativos
de «buenas perspectivas»: parejas
jóvenes casadas con críos.
Al igual que tantas otras certezas,
ésta pertenecía al pasado. Hoy en día
podían ser más bien indicativos de la
existencia de una guardería, tres o cuatro
o cinco mujeres solteras con o sin oficio
o empleos a la vista, un par de ellas con
críos propios, y seis u ocho chiquillos a
su cuidado, para ayudar a pagar el
alquiler, como en este caso, el del
primer piso. Y a Beau, no podía
vendérsele una enciclopedia o, en todo
caso, no una de las que en sus tiempos
había vendido Mike.
Tendría que haberse dedicado a eso,
pensó Rosie, mientras subía al primer
piso. Apuesto cualquier cosa a que era
bueno para eso. Me juego la cabeza.
Útil. Buen consejero. Estamos haciendo
un sondeo en esta comunidad, señor y
señora Mark. Deseamos dejar estos
libros en su hogar, sin inversión alguna
de su parte, ahora o después.
—Hola, Beau —llamó a través de la
puerta mosquitera—. ¿Estás levantado?
—Ahuecó las manos sobre la frente
contra el tejido de alambre para escrutar
el interior.
—Hola, Rosie. Entra.
Estaba sentado en posición de loto
sobre el colchón forrado de blanco,
vestido con un caftán blanco. El
pequeño apartamento también era
blanco, paredes, cielo raso y pisos; un
largo camino de alfombra oriental unía
una mesa de cocina de metal esmaltado
de blanco, la cama blanca y un
balconcito en el fondo, que daba al
pueblo y al río. El sendero de Beau.
—No puedo quedarme —dijo Rosie,
deteniéndose en el umbral—. No quiero
interrumpirte. Vamos, no te
desenrosques por mí. Beau se echó a
reír, mientras se levantaba. —¿Qué
pasa?
—¿Puedo dejarte un rato a Sam?
Tengo unas cuantas cosas que hacer.
—Claro que puedes.
—Sólo un par de horas. —Era
consciente de que no había pagado la
cuota del mes, y no traía el cheque; y
éste no era uno de los días en que
habitualmente dejaba a Sam con Beau,
Un imprevisto. Los imprevistos y el
dinero hacían que se sintiera un poco
cohibida en presencia de Beau, quien no
parecía reaccionar ante lo uno ni lo otro
de manera ordinaria.
—De acuerdo —dijo Beau—.
¿Quieres una taza de té? ¿Quién está
abajo?
—No me he fijado. No puedo
quedarme. De todos modos, Beau
empezó a preparar el té. Rosie observó
cómo ponía el agua a hervir sobre el
calentador, sacaba el té y las tazas y las
disponía encima de la mesa. Todavía
sonreía ligeramente, Beau siempre
sonreía. Rosie pensaba que acaso fuera
sólo la forma de su boca lo que le hacía
parecer sonriente, un repliegue hacia
arriba de las delicadas comisuras, como
una arcaica estatua griega, una boca
hermosa, pensó, un hombre hermoso. Su
cabello largo, negro y ondulado tenía un
lustre brillante, sus ojos aterciopelados
eran dulces; la nariz larga y fina, esa
boca, y la barba bien cuidada le
conferían el aire del más bello Jesús del
Renacimiento, un cortesano joven y
fuerte que se había vuelto translúcido a
fuerza de santidad.
—Y bien ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo
está Mike?
Rosie avanzó unos pasos por el
sendero de Beau, con los brazos
cruzados hasta los hombros.
—Perfectamente —dijo—.
Divirtiéndose. Divirtiéndose a
montones. Está en su año de Tránsito
Descendente.
—¿Qué es eso?
—La Climateria. Su invento. Cada
siete años. Las cosas suben y bajan. Una
especie de curva.
—Ah, sí. Ahora recuerdo. Me lo
explicó una vez. Se refería a eso.
A Mike, Beau no le caía bien y no le
gustaba que Rosie dejara a Sam a su
cuidado. Un par de veces, cuando Mike
había llevado a Sam, Beau había
intentado romper el hielo con él; Beau
(Rosie lo había comprobado) era capaz
de romper el hielo con casi todo el
mundo, pero no con Mike.
—Sí —dijo Rosie—. Su año de
Tránsito Descendente. A punto de llegar
al fondo de un ciclo. Se siente muy
tierno. Eso dice. Sus necesidades
¿sabes? —soltó una risa breve—. Sus
necesidades que empiezan a despuntar.
Beau destapó una caja de galletitas
de porcelana que tenía la forma de un
cerdito gordinflón y sacó una pasta
parda, redonda y aterronada, una de sus
recetas, supuso Rosie. Beau cocinaba
para las mujeres de la planta baja y
cuidaba de sus críos; las sacaba de
apuros; ésa era su única ocupación:
algo, pensaba Rosie, entre gurú y
sirviente, y a la vez una especie de
mascota, animal de compañía. Qué otras
relaciones podía tener con ellas, Rosie
lo ignoraba, no porque él o nadie las
ocultara, sólo que eran demasiado
amorfas, o demasiado fuera de lo común
para que uno se atreviera a hacer
preguntas sobre ellas en voz alta. Hasta
donde ella sabía, Beau era casto además
de santo. Casto: viéndolo masticar con
lenta concentración, sintió el impulso de
acariciarlo como un gato.
—Lo que yo creo es que él es un
alma joven.
—¿Ah sí?
—Y pienso —dijo Beau— que es
por eso que ha sido un mal viaje para ti.
—Ella nunca le había dicho a Beau que
su vida con Mike había sido un mal
viaje—. Tú eres un alma vieja —
prosiguió Beau—, y él no está en el
mismo punto que tú.
—Un alma vieja, —dijo Rosie,
riendo—, un alma vieja pero alegre,
como la del viejo rey Colé de la
canción.
Abajo, en el patio, sonó un chillido y
Beau, sin darse prisa, depositó su taza
sobre la mesa y salió. Sam y Donna, una
niña de cara feroz, de quien Rosie
desconfiaba, tironeaban cada una de uno
de los manubrios de la motocicleta de
plástico, y se miraban con furia.
—Hola, Sam —dijo Beau,
observando la escena con las manos en
pantalla sobre los ojos, como un
explorador.
—Hola, Beau. —Sin soltar el
vehículo. Donna lanzó otro chillido
amenazante.
—A ver, a ver —dijo Beau—. ¿A
qué viene todo este desgaste de energía?
¿Qué sucede? A ver, hablemos un
poquito.
—Tengo que irme, Beau —dijo
Rosie, sacando del bolsillo de su mono
un manojo de llaves—. Hasta lueguito,
Sam. Pórtate bien. No tardaré. —Sam ya
había iniciado negociaciones con Beau
(que se había puesto de rodillas para
escuchar mejor a las dos niñas), y casi
no se dio cuenta de que su madre pasaba
a su lado y se marchaba. Rosie, mientras
ponía la camioneta en marcha, volvió la
cabeza para mirarlos, y tuvo una súbita
visión, una idea para un cuadro, que la
hizo reír. Un gran cuadro. Sería una
versión de esa antigua pintura religiosa
que se veía en todas partes: Jesús
sentado sobre una roca, y alrededor de
él todos esos niños de rostros dulces, de
todas las naciones, con los ojos
brillantes. Sólo que en su cuadro,
alrededor del mismo Jesús (Beau en su
caftán) habría niños del mundo real,
niños de hoy: niños codiciosos,
aferrados con dedos rapaces a armas de
la televisión, niños con pañales de
plástico, niños en camisetas mugrientas
con leyendas chistosas estampadas en el
pecho, con los ombligos al aire y las
barbillas pegajosas por el helado de
naranja, con tiritas en las rodillas; niños
llevando a remolque muñecos
superhéroes y mantitas deshilachadas y
baratijas y chucherías de toda especie,
niños cabalgando en motocicletas de
plástico rojas y amarillas que hacen
rum-rum. Tan claro lo veía, que ahora se
reía a carcajadas. La Guardería del
Jesús Indulgente. Soporta con paciencia
a los pequeños demoledores. Al final de
la calle de los Arces tuvo que parar un
momento, incapaz de dar la vuelta, con
tanta risa, tantas tantas carcajadas y los
oíos cuajados de lagrimas.

Devolvió la novela, con una semana


de retraso, en la biblioteca de la calle
de los Puentes, uno de esos mamotretos
románicos pesados y grises que Andrew
Carnegie prodigó a manos llenas a
través de toda América, con pilastras,
arcadas, muros de piedra rústica de
imitación y cúpulas, a la vez fantásticos
y deprimentes. Las gradas de piedra
están hoy en día desgastadas como
viejos salegares, en parte por los
jóvenes pies de la Rosie de antaño; y en
la pared del vestíbulo puede verse, a la
entrada, una especie de baldosa de barro
prehistórico, petrificada hace cincuenta
millones de años, con la huella
claramente visible de la zarpa de un
dinosaurio. Rosie, de niña, solía
detenerse un largo rato delante de esa
zarpa, pensando: cincuenta millones de
años, y años después la había descrito
muchas veces a otros, la vieja biblioteca
con la inmensa huella de un monstruo
prehistórico. Inmensa: cuando ya adulta
Rosie volvió a las Lejanas, la huella
había encogido hasta el tamaño de una
zarpa de mono, o de una mano humana
indicando tres: trivial, ridículamente
pequeña. Bueno, también ella lo había
sido, cincuenta millones de años atrás.
Penetró en la penumbra interior.
—¿Y qué tal era ésta? —le preguntó
Phoebe mientras Rosie rebuscaba en sus
bolsillos las monedas para pagar la
multa. Esta Phoebe era la misma Phoebe
a la que Rosie había pagado, en otros
tiempos, multas por El jardín secreto y
Los raterillos, también ella ahora
muchísimo más pequeña.
—Buena —respondió Rosie—.
Bastante buena.
—Yo nunca la he leído —dijo
Phoebe—. Tendría que hacerlo,
supongo. Nuestro famoso escritor
coterráneo.
—Sí, es buena —dijo Rosie—. Te
gustará.
—En un tiempo fueron muy
populares —dijo Phoebe, dando vuelta
entre sus manos al ejemplar de
Anochece en la llanura y observando a
través de la mitad inferior de sus
bifocales la cubierta desgastada y
descolorida, una borrosa escena de
caballeros con armadura batiéndose
unos con otros—. Hay muchas más.
—Más de la misma especie, ajá —
dijo Rosie. Pagó la multa y vagabundeó
un momento entre las estanterías. Podría
llevarse otra. En realidad, pensaba
reservarlas parad invierno, cuando, si
las cosas se daban como ella suponía
que lo harían, iba a necesitar
distracciones largas y placenteras, una
especie de refugio. Pero Anochece en la
llanura no la había dejado del todo
satisfecha, como a al relato, colorido Y
cautivador como era, le faltara algo para
ser una historia verdadera; ella
necesitaba más que eso. Pasó la mano
por los lomos de los libros, incapaz de
pensar cómo elegir, cómo decidirse por
uno o por otro; conocía apenas —si los
conocía— los rudimentos de los hechos
históricos reales en que estaban basadas
las novelas (en realidad, esperaba
aprender de ellas mucha historia), y
todas parecían ser poco más o menos la
misma cosa, cada una con su anticuada
pintura a la acuarela en la cubierta, con
el título sobreimpreso en negras
cursivas, cada una con el sello editorial
en la parte inferior del lomo: un
diminuto perro-lobo en pleno salto.
Sacó una al azar: Bajo el signo de
Saturno, una novela sobre Wallenstein.
Más batallas. ¿Y quién era el tal
Wallenstein? Otra: la cubierta de ésta
mostraba una multitudinaria escena
isabelina, un tablado en el patio de una
posada, vendedores de naranjas, señores
ricamente vestidos con espadas al cinto,
un aprendiz o alguien que, de espaldas a
la escena, con la mano a guisa de
trompeta, llamaba a voces al espectador,
señalando a los cómicos: Esto sí que
parece divertido. Entremos. Bueno, muy
bien, ésta parecía interesante. Se
intitulaba Manzanas mordidas.
Rellenó la ficha de préstamo y, con
el volumen de hojas de borde picoteado
bajo el brazo, salió de la biblioteca,
sintiéndose misteriosamente protegida.
Sólo un par de cosas le quedaban por
hacer antes del almuerzo de Mike. El
almuerzo de Mike, que sería su último
almuerzo. Estirando el cuello hacia uno
y otro lado, para ver si había alguien a
quien pudiera atropellar, consiguió sacar
la voluminosa camioneta del sitio en que
la dejara aparcada; el carburador gritó,
un humo aceitoso salió con un pedorreo
por el caño de escape, los perros
ladraron. Rosie viró hacia el oeste,
cruzó el puente y salió del pueblo
pensando: el último.
Entre Jambas de Blackbury y
Cascadia el río cobra, brevemente, un
amplio y repentino señorío: hay fabricas
de papel y fábricas de muebles en este
tramo, y unas cuantas altas chimeneas de
ladrillo, y trechos en que las aguas
corren canalizadas, entre diques. La
mayor parte de estas construcciones de
la Edad del Hierro se encuentran hoy en
día abandonadas, los edificios
industriales sin ventanas, las obras
ribereñas se caen en ruinas; las gentes
que en el siglo pasado visitaban las
Lejanas se quejaban amargamente de las
negras fábricas satánicas y de la
intrusión del Gran Dios Dólar en la
belleza silvestre del paisaje, pero el
ladrillo rosado y la silenciosa pasividad
de las fábricas actualmente en desuso
parecen hoy bastante inofensivos, y
hasta románticos en ciertas épocas del
año. Un pequeño edificio recubierto de
hiedra, en otros tiempos una fábrica de
sillas, es ahora una especie de
monasterio; hay servicios abiertos al
público los fines de semana, y danzas
extáticas. La gente del lugar prepara e
incluso vende tisanas y cordiales a base
de hierbas, pero hay viejos automóviles
en los patios, y equipo de demolición;
los que allí habitan no son célibes. Otras
de las antiguas usinas permanecen aún
marginalmente vivas, utilizadas un poco
como depósitos, o arrendadas en parte
para la instalación de pequeños talleres.
En una de éstas, que en una de sus
esquinas alberga el taller Bluto
Automotores, entró Rosie. En el letrero
de la entrada, una sonriente bestia
barbinegra de los dibujos animados
caminaba a largos trancos, apretujando
en una de sus patas delanteras un
silenciador de escape y en la otra una
llave inglesa; el mecánico residente era,
sin embargo, un hombrecito enclenque y
apocado, con una rala barba rubia y una
nuez de Adán prominente, un rostro al
que las gafas sin montura que usaba le
conferían un aire casi doctoral. Miró el
espejo retrovisor que Rosie le entregaba
como si nunca en su vida hubiera visto
un objeto semejante, pero cuya utilidad
podría tal vez descubrir si contaba con
el tiempo suficiente para estudiarlo.
—Va pegado —explicó Rosie.
El hombre puso el pie cromado del
instrumento en el lugar del parabrisas de
donde se había despegado. No pasó
nada.
—No puedo ver lo que hay atrás —
dijo Rosie—. No puedo saber lo que
pasa.
—Epoxy —dijo el hombre con aire
pensativo—. Cuestión de un minuto.
Entró con el espejo en su taller.
Rosie abrió la puerta de la camioneta
para que los pacientes perros salieran a
retozar tan pronto como comprendieron
que les estaba permitido, escaparon de
un salto y echaron a correr,
persiguiéndose uno a otro por el astroso
patio del taller; con este calor, pensó
Rosie, podrían derretirse como los
tigres de Sambo, batirse hasta volverse
suero y mantequilla. Caminando al azar,
había llegado hasta el parapeto de
ladrillo hormigonado que cercaba el
solar a la orilla del río. Se acodó sobre
él y, encorvando el torso y estirando el
cuello, alcanzó a divisar a lo lejos, río
abajo, las torres de Butterman que,
emergiendo del río se elevaban a través
de la niebla del mediodía, como un
castillo de hadas.
Incluso en ese tramo del Blackbury,
profundo y lacustre, hay islas que
despuntan sus cabezas, islas grandes y
pequeñas; y años ha, en una de esas islas
alguien llamado Butterman había
edificado un castillo. Un verdadero
castillo, con sus torreones, sus murallas
y sus almenas; sobre la fachada de
piedra roja había hecho grabar su
nombre, butterman, en grandes letras
góticas, y en un tiempo había alojado
una cervecería al aire libre y un teatro
de variedades. Las gentes del lugar que
iban de excursión a las Lejanas cien
años atrás, no necesitaban ir más lejos.
Un vapor mantenía en ese entonces un
servicio regular durante todo el verano,
partiendo de un muelle especial de
acero en Cascadia (Pórtico de las
Lejanas), con una escala en Butterman
en su travesía de ida hasta Jambas de
Blackbury y otra en el trayecto de
regreso a Cascadia. El Butterman es
ahora una ruina, y del embarcadero de
Jambas de Blackbury no queda nada más
que la escalerilla al borde del agua:
Boney, el tío de Rosie todavía se
acordaba del vapor, y ella se lo
imaginaba a menudo, cargado de
veraneantes y excursionistas vestidos de
blanco, los silbidos estridentes del
vapor de la caldera, los toldos a rayas.
Rosie no había estado nunca en las
ruinas de Butterman, pero de pequeña
solía decirse que cuando fuese mayor, y
no necesitara permiso, organizaría una
excursión al lugar, porque el castillo era
suyo, al menos en parte.
Las propiedades de los Rasmussen
no son hoy en día tan extensas como en
otros tiempos; la casa grande de
Cascadia fue vendida, para una escuela
de varones, veinte años atrás, y en la
época en que Rosie crecía, viviendo con
sus padres en el Medio Oeste, todo el
tejido de los bienes de la familia se
había ido deshilacliando un poco.
«Arcadia», la residencia de verano, en
las alturas de Bella Vista, con sus
prados y sus bosques, todavía les
pertenece, si bien, hablando
estrictamente, no es ya propiedad de
Boney Rasmussen, que vive en ella, sino
de la Fundación Rasmussen. Rosie, de
pequeña, no había percibido este
declive, si lo hubo, de los Rasmussen;
tenía un Abuelo Rasmussen y una
Abuela Rasmussen, además del tío
Boney, y también un padre, y primos, y
sus visitas de los domingos eran siempre
a una u otra satrapía rasmussiana; pero
ya en ese entonces una especie de
abstracción estaba en proceso, en
realidad en proceso bastante avanzado,
de la que la huida de su padre primero
al oeste, y luego a las insondables
tinieblas de su propia alma (había
muerto de una sobredosis de morfina
cuando Rosie tenía catorce años) había
sido sólo el ejemplo más extremo.
Cuando Mike consiguió su empleo
aquí en Los Leños (en parte gracias a la
influencia de Boney, la Fundación
Rasmussen todavía contribuía al
mantenimiento del hospital psiquiátrico)
y Rosie regresó a las Lejanas, se sintió
un poco como una princesa que
despierta después de haber dormido
cien años; sus abuelos habían muerto,
sus primos se habían marchado, las
casas familiares habían sido vendidas a
desconocidos, nuevas autopistas de
cemento y centros comerciales de
plástico ocupaban los lares que antes
fueran de los Rasmussen, sus praderas y
sus caballerizas. Sólo Boney, el
hermano mayor de su abuelo, el más
viejo de la familia, viejo ya incluso
cuando Rosie era pequeña, sobrevivía
aún, los había sobrevivido a todos. Y el
Butterman, su castillo, en la medida en
todo caso en que la memoria de Boney
era de fiar, todavía era de ella, o de él:
su castillo, acerca del cual durante la
larga temporada que viviera lejos, nunca
había cesado de contar historias, a otros
o a sí misma. Entre ella y Mike, sobre
todo, había creado al principio un
vínculo muy singular: el castillo de
Rosie en Las Lejanas, su dote, de la que
irían juntos a tomar posesión cuando
fueran a vivir a la región.
Un hilo de sudor le resbalaba por el
flanco, bajo la camiseta.
La fiesta de Spofford es mañana por
la noche, pensó. Fiesta de Luna Llena a
la orilla del río. El corazón se le
ensanchó, o se le encogió. Abajo, en las
ondas cristalinas del remanso, flotaban
vanos patos, dando vueltas, ociosos,
chapoteando, trepándose a las rocas y
sacudiéndose de la cabeza a los pies
siempre con el mismo instantáneo
movimiento.
Una zambullida. Una larga
zambullida en la oscuridad del agua.
Siempre ese instante, al dar el salto, en
que el agua apetecida te asustaba, el
instante en pleno aire en que casi
cambiabas de idea, desistías casi de la
zambullida —el estremecido oh, no—
barrido ya por la fría solidez del agua ya
hendida y la felicidad de estar en ella.
—Ya está, oye. —Gene, el
mecánico, la llamaba.
Rosie volvió a la camioneta. Gene
estaba estirado en el asiento delantero,
contemplando su obra desde distintos
ángulos, en tanto los perros le
olisqueaban las perneras de los pan
talones. El cielo, en el oeste, se había
cubierto de espesos nubarrones; retumbó
un trueno. En el calor, Rosie se
estremeció. Una tormenta inminente.
Volvió a enfilar hacia Jambas de
Blackbury, pero en vez de cruzar el
puente para entrar en la villa, tomó el
camino de la izquierda y siguió hacia el
norte, costeando el río Sombra cuyas
aguas, en pleno mediodía, no estaban en
sombras: resplandecían, rutilantes,
irisadas de gotas de sol, un sol cuyos
rayos se filtraban diluidos a través del
follaje de los álamos temblones y los
abetos oscuros para penetrar hasta el
profundo lecho del río. Saltaban,
gorgoteando alegremente por encima de
sus cascadas, contorneando las botas
altas de un pescador de truchas.
El Sombra es un río recreativo, para
paseos y excursiones, o por lo menos así
se lo califica, y desde hace mucho
tiempo, en los folletos de promoción
turística. Aguas abajo, cerca de las
Jambas, las residencias de verano que
se elevan en medio de los abetos son
rígidas estructuras desnudas de vidrio y
madera, con terrazas y balcones
voladizos y los tejados en declives de
ángulos sorprendentes; en realidad, son
«residencias para todo el año», y en
algunas de ellas habitan durante todo el
año psiquiatras y empleados
administrativos de Los Leños,
profesionales en vacaciones
permanentes. Un poco más lejos, el
estilo cambia, y las hoy anticuadas casas
tipo chalet con techo a dos aguas, en
boga diez o veinte años atrás, conviven
con las cabañas de troncos y hasta con
algunas caravanas trabajosamente
remolcadas hasta el lugar y que,
pertrechadas con cobertizos, porches y
cocheras, se han convertido con el
tiempo en verdaderos «inmuebles»; pero
es en las estribaciones del monte
Merrow y del monte Whirligig donde se
encuentran las construcciones más
vetustas, grupos de bungalows y
cabañas, colonias de vacaciones y
hostales que datan de los tiempos de la
depresión, o incluso más lejanos,
viviendas alegremente adosadas
«mejilla contra mejilla» alrededor de
algunos lagos pequeños en vías de
extinción, o enhebradas a lo largo de las
márgenes del río, en los trechos en que
su curso se ensancha momentáneamente,
con una plaqueta adosada a la puerta
ostentando un nombre, el nombre de la
casa, y piedras encaladas bordeando los
minúsculos caminos de entrada,
flamencos y molinos de viento y barras
de gimnasia y subibajas y columpios
dispuestos todo alrededor.
Rosie llamaba al estilo general de
estos campamentos Más-Menos-que-
Más; su pequeñez la había intrigado
cuando era niña, su pequeñez y la buena
vecindad entre las diminutas parcelas
contiguas, el alboroto de los niños, los
perros, las comidas al aire libre. Su
infancia había transcurrido en otra
escala, una escala más amplia, más
espaciosa y menos ruidosa; todo lo que
allí veía le había parecido un mundo
hecho para niños. Y la impresión
persistía. Ahora, cuando pasaba por allí
camino de Los Leños o del «Albergue
Lejanas» de Val, aminoraba la marcha,
sin dejar nunca de reparar en algo nuevo
y sorprendente. Alguien había cercado
una parcela de terreno sembrado de
agujas de pino con un parapeto de
hormigón, una torrecilla en cada
esquina, todo incrustado con trocitos de
vidrios de colores, culos de botellas,
fragmentos rutilantes de esto y aquello.
La gente de clase obrera que venía aquí
de vacaciones, hombres barrigones de
Conurbana, no parecía saber lo que era
descansar: levantaban tapias de
cemento, cavaban fosos para barbacoas
y adornaban sus porches diminutos con
calados y relieves. O lo habían hecho en
un tiempo, en todo caso. Rosie
descubría cada vez más cabañas vacías,
más terrenos en venta. ¿A dónde irían
ahora? Laar-Voleda (¿qué quería decir
eso?): Laar-Voleda estaba en venta. Ah,
«¡La Arboleda!». Pasó por el almacén
de ultramarinos y por la tienda de
artículos de pesca El hansudo ¿No sabe
usted cómo se escribe «anzuelo», don?
Claro que lo sé, pero así siempre entran
en mi tienda montones de personas, sólo
para decirme como se escribe. Estos dos
comercios y una iglesia de bloques de
cemento baja y achaparrada eran los
únicos edificios del abortado municipio
de Las Animas, una urbanización que
años atrás proyectaran construir en
aquellos pequeños valles, con su centro
en el cruce de los dos caminos.
Al llegar a la encrucijada, Rosie
hizo un alto. Un poco más adelante, río
abajo, vivía Val; le hubiera gustado ir a
verla, había traído su carta natal para
que Val la estudiase y le aconsejara y le
hubiera apetecido, de paso, tomar un
trago. Echó una ojeada a su reloj. No.
Viró a la izquierda y un momento
después traspuso un portalón, grandes
troncos toscamente desbastados, y se
internó en un camino privado que subía
por el flanco del monte Whirligig. El
camino estaba flanqueado por un cerco
de gruesas estacas de madera; de tanto
en tanto, se abrían desvíos y senderos
con flechas que orientaban a los
caminantes hacia la Gruta, las Cascadas,
la Serpentina. Al final del camino, en
medio de plantaciones bien cuidadas,
había una gran pancarta de madera
rústica y trabajada a mano, pero
barnizada y autoritaria, con la
inscripción: centro de psicoterapia «los
leños». Un sendero circular partía de
esta pancarta y conducía al Centro
propiamente dicho.
Los Leños es un edificio largo, con
numerosos ángulos; cuatro pisos de
madera pintados de blanco, con
chimeneas de piedra rústica y profundas
terrazas. Construido después de la
Primera Guerra Mundial, había sido
originariamente un lugar de veraneo, el
tipo de establecimiento que las familias
de clase media elegirían para pasar sus
vacaciones estivales en las montañas,
para respirar el aire saludable de los
pinos y disfrutar de las copiosas
comidas comunitarias servidas en largas
mesas, pollo todos los domingos, y
sentarse en los sillones de mimbre en las
terrazas, o jugar al bridge en las
espaciosas salas de estar; fuegos
artificiales el 4 de julio y el tradicional
paseo en carretas de heno al finalizar la
temporada. No era por cierto un hotel de
lujo; había visillos de encaje en las
ventanas de las habitaciones, pero no
alfombrillas al pie de las camas, que
eran de hierro; y los baños estaban en el
vestíbulo de la planta baja. En los años
veinte se agregó al complejo un campo
de golf de tres hoyos y varias pistas de
tenis. El esparcimiento vespertino lo
proporcionaba una pianola. Hacia los
albores de la Segunda Guerra, y pese a
contar con una clientela leal aunque
envejecida, Los Leños fue perdiendo su
atractivo y empezó a declinar. Rosie
tenía un claro recuerdo del salón-
comedor en los años cincuenta,
desastrado y de aire carcelario, las
camareras ya ancianas. Debió de ser,
pensaba, uno de los últimos lugares de
veraneo donde se servían guisantes en
conserva. Cerrado en 1958, no había
vuelto a abrir hasta 1965, cuando Rosie
vivía en el Medio Oeste, y como
hospital psiquiátrico privado.
Con buen tino, los directores
decidieron conservar el lugar lo más
parecido posible a como lo encontraran,
fuera de limpiarlo a fondo y acicalarlo,
renovar las cocinas y los cuartos de
baño y equiparlo de pabellones para el
personal, de oficinas y una enfermería.
Los grabados de Maxfield Parrish
desaparecieron en los despachos o las
casas de los directores, y una cabeza de
alce fue descolgada de la gran chimenea
de piedra del salón, tal vez porque se
pensó que podía inquietar a los
pacientes; pero el mobiliario de mimbre
y las mesas de comedor de pino, el olor
fresco de los salones artesonados, las
cortinas de encaje, todo quedó tal cual.
Los Leños, en tanto que clínica
psiquiátrica, debía poseer las mismas
propiedades sedantes de los tiempos en
que era un lugar de veraneo, y los
principios que lo rigen son, en ciertos
aspectos, igualmente comunitarios,
incluyendo los cantos en grupo
alrededor del fuego y hasta los paseos
en carreta.
Con la aparición, en la última
década, de tranquilizantes mas potentes,
Los Leños ha vuelto a declinar; hasta los
enfermos más profundamente
perturbados, incapaces de vivir en el
mundo, pueden ahora permanecer en sus
hogares y flotar a la deriva en las
lejanías de mares apacibles. Los
pacientes que hoy en día acuden a Los
Leños no son en general enfermos de
pronóstico tan desesperado, aunque su
infelicidad puede inducirles a pensar
que lo son; son, como el personal de la
clínica comenta con los lugareños,
personas que «necesitan reposo»; y si
reposo es lo que necesitan, Los Leños
está tan en condiciones de brindarlo
como siempre lo estuvo, aunque es
muchísimo más caro.
Rosie aparcó la jadeante camioneta,
que se estremeció y tembló todavía un
momento después que hubo apagado el
motor —al vehículo no le gustaban nada
esas ascensiones por la montaña—, y se
disculpó ceremoniosamente con los
perros. Sólo un ratíto, chicos, prometió;
se apeó y echó a andar, para volver al
instante, a recoger el almuerzo de Mike,
que, envuelto en celofán, había dejado
en el asiento delantero. Se había
ablandado con el calor y estaría
pringoso, pensó Rosie, y sin duda más
incomible que nunca. Daba igual. Daba
igual. Recientemente, Mike había
decidido cambiar su alimentación y
había adoptado una nueva dieta bastante
severa que consistía, en esencia, en
ciertas combinaciones de cereales
integrales. Rosie confeccionaba las
tartas y las compotas requeridas, pero
ella misma ni las probaba. Comida
beige.
Un ancho pórtico en el centro de la
fachada, desde el que se alcanzan a ver
los porches y prados del fondo, divide
el cuerpo de Los Leños en dos alas;
observado desde ciertos ángulos, ese
porreo confiere al conjunto un aire
bidimensional, de construcción de
utilería, de telón o biombo desplegado,
que en cualquier momento se podría
replegar y retirar. Los zuecos de Rosie
repiquetearon sobre las baldosas de la
galería; eludió la mirada de uno o dos
pacientes que parecían merodear sin
rumbo en las cercanías del tablero de
información —si tenía la mala suerte de
atraer la atención de uno de esos
desdichados, corría el riesgo de quedar
atrapada allí horas y horas— y enfiló
hacia el ala este, empujando las viejas
puertas de vaivén que resonaron
vivamente detrás de ella. En el fondo, le
tenía cariño a este lugar. Qué lástima. En
la recepción, preguntó por el doctor
Mucho, mientras comprobaba en el reloj
de entrada que sólo llevaba unos
minutos de retraso.
—Toma, aquí lo tienes —dijo,
cuando él acudió. Le entregó la comida
—. Tengo algo que decirte.
La mujer de la recepción alzó la
vista con disimulada curiosidad. Mike,
pastel en mano, la miró de soslayo y
luego miró a Rosie. Meneó
pensativamente la cabeza, rumiando la
proposición.
—De acuerdo —dijo—. Vayamos al
Picamaderos.
Las distintas dependencias, salas,
salitas y talleres de Los Leños llevan los
nombres de los pájaros de la región. En
las puertas hay placas de madera pulida
con la forma del Martínpescador, del
Picamaderos, del Petirrojo. El
Picamaderos es la sala de estar del
personal y a la hora del almuerzo, a no
ser por la presencia de uno o dos
dietómanos más, se encontraba casi
desierta. Mike se sentó y empezó a
forcejear con el envoltorio de su
almuerzo, que se había adherido al
amasijo que contenía. Rosie, que lo
observaba sintiendo que sus axilas le
manchaban la camisa de sudor, como la
de un obrero, cruzó los brazos sobre el
pecho.
—Bueno —dijo—. Es tu último
almuerzo.
—Rosie —dijo Mike, sin levantar la
vista—. No te pongas críptica.
Nunca debió dejarse crecer ese
bigote, pensó Rosie. Esas puntas caídas
no hacían más que acentuar el mohín
lloricoso de su boca y la rechonchez de
sus mejillas. Empezó a pasearse en
círculo, dos pasos, vuelta, dos pasos.
—Me voy a vivir a casa de Boney
esta tarde. Me llevo mis cosas. No
volveré.
Siempre sin mirarla, una máscara de
calma profesional sobre su rostro, Mike
se levantó y fue a buscar un tenedor de
plástico en un recipiente de la mesa
vecina. Volvió a sentarse y empuñó el
tenedor como si fuera a utilizarlo, pero
no lo utilizó.
—Convinimos —dijo— que por
ahora, justamente ahora, y por un
tiempo, no ocurriría nada de esto.
—No —dijo Rosie—. No
convinimos. Tú conviniste. Los ojos de
Mike señalaron con una mirada rápida a
los otros ocupantes de la sala de estar.
—Si quieres —dijo—, podemos ir a
alguna parte, afuera…
—Me llevo la calculadora —dijo
ella—. Si estás de acuerdo. Ya sé que tú
la utilizas todo el tiempo, pero yo la
compré y no puedo arreglarme sin ella.
—Rosie. Estás haciendo teatro. —
Al fin la miró, de frente. Sus ojos
entrecerrados irradiaban dominio y
candor—. Sabes lo que me parece,
Rosie. Tengo la sensación de que estás
queriendo romper un vínculo. Como una
niña chica. Como si no me vieras, no
pudieras verme a mí como persona.
Habíamos quedado de acuerdo en que,
con mi trabajo, y mis investigaciones y
mis… que postergaríamos para más
adelante cualquier discusión. —Había
bajado la voz, ahora casi un murmullo
—. Hasta un momento propicio.
—Hasta tu año de Tránsito
Ascendente. —Rosie había dejado de
pasearse por la habitación—. También
con respecto a Rose habíamos llegado a
un acuerdo.
Mike inclinó la cabeza,
apesadumbrado, como si esa
observación fuera injusta. Su tenedor
contó cuatro tiempos en el aire.
—No podemos hablar de esto aquí,
podemos hablar, si quieres…
—No hay nada más que hablar —
dijo Rosie—. Ya te lo he dicho.
—¿Y Sana? —dijo él, alzando
nuevamente la vista.
—Sam se va conmigo.
Ahora Mike meneaba la cabeza
lentamente, como si estuviera apenado
pero no sorprendido.
—Así de sencillo —dijo.
Rosie se sonrojó. Ése era el punto
más difícil de tratar. También para este
aspecto tenía ella argumentos, pero
argumentos que nunca le habían
parecido del todo convincentes, y no se
atrevía a embarcarse en una discusión
sobre ellos.
—Por un tiempo —dijo,
escuetamente.
—Y Beau Brachman se encargará de
cuidarla y educarla.
Rápida como una gata que se siente
atacada, Rosie devolvió el zarpazo:
—¿Y al cuidado de quién la dejarías
tú? ¿De Rose?
De nuevo Mike bajó la vista. Luego
sonrió, meneó la cabeza y, con una risa
breve, cambió de estrategia.
—Rosie —dijo—. Rosie, Rosie,
Rosie. ¿De veras estás celosa de ella?
—La sonrisa se había difundido ahora
por todo su rostro—. ¿Realmente? ¿O
hay algo más? Algo más respecto de
Rose, quiero decir.
Siempre cruzada de brazos, Rosie lo
miraba ahora fijamente.
—No, de veras. Tú y ella hicisteis
buenas migas por un tiempo. Eso pudo
crear tensiones. Caramba, los tres
hicimos buenas migas, lo sabes, una vez,
una noche. —Su voz, que había vuelto a
convertirse en un murmullo,
transformaba en una mueca horrible su
ancha sonrisa—. Yo pensaba que tal vez
sentirías algún afecto por ella.
No podía tirarle a la cara su pastel
de cereales, se desparramaría, pero lo
agarró con las dos manos y se lo
estampó en la sonrisa de forma tan
repentina que él no pudo esquivarlo.
—Toma, para que aprendas —dijo,
más para sí misma que para nadie, y giró
sobre sus talones mientras Mike,
furioso, se incorporaba de un salto y se
quitaba el salvado de la cara. También
los otros se habían levantado y se
apresuraban en salir de allí, pero ya
Rosie había salido y se alejaba
taconeando a paso firme, rápido, por el
enmaderado corredor, al ritmo de los
acelerados y firmes latidos de su
corazón, sacudiéndose de los dedos los
restos de la pegajosa pasta.
Para que aprendas, se dijo de nuevo
cuando estuvo sentada en la sofocante
camioneta. Para que aprendas, para
que aprendas de una vez, para que
aprendas. Los perros la olisqueaban y
jadeaban de impaciencia mientras ella
esperaba que su corazón se serenara.
Estúpida. Qué reacción tan estúpida,
la suya.
Pero qué espanto, qué espanto de
hombre, qué imposible. Introdujo la
llave de encendido, la hizo girar: no
pasó nada, y tuvo una visión súbita,
horripilante, de toda una cadena de
acontecimientos, incluyendo el regreso a
Los Leños, llamadas telefónicas, un
camión de auxilio, disculpas, una vuelta
a casa con Mike, y fue entonces cuando
reparó en que la palanca de cambios no
estaba en posición de arranque. La
corrigió, y el motor se puso en marcha
con un rugido.
Casi como si él mismo eligiera ser
tan insoportable. No tenía porqué ser
así, pero era. Era imposible que fuera
así, pero es lo que parecía. Era difícil
perdonarlo. Siempre había sido difícil,
siempre. Mientras los ojos se le
llenaban de lágrimas ardientes, estiró el
brazo para ajusfar el espejo retrovisor.
Se le quedó en la mano.
Tres
—Lo que ahora quiero hacer —dijo
Spofford— es casarme.
Sentados en el porche de la pequeña
cabaña de Spofford en lo alto de la
colina, los dos amigos conversaban,
poniéndose mutuamente al tanto de
novedades y proyectos. En el prado
rocoso, las ovejas pastaban y de tanto en
tanto erguían las testas como para
admirar el paisaje.
—¿Sí? —dijo Pierce—. ¿Y tienes a
alguien en vista?
—Ahá.
—¿Y para cuándo?
—Bueno, no lo sé. No de momento,
tal vez. Ella está… cómo te diré, no es
libre por ahora.
—Casada.
Spofford asintió.
—Con un tal Mucho. Mike Mucho.
—Mientras hablaba, sus manos, con
sólo una pequeña hacha como
herramienta, tallaban un mazo en un
tronco de leña, girándolo hacia uno y
otro lado a fin de perfilar con
delicadeza los planos y las curvas—.
Así que por el momento está más bien en
capilla, portándose bien. Es
comprensible. Pero para eso son las
ovejas, en cierto modo. También a ella
le gustan las ovejas. Le gustaría criar
algunas. Eso tendríamos en común. En
un tiempo, las ovejas fueron en estos
contornos un filón, una fuente de
actividad productiva, quiero decir. Estos
pastos de altura son ideales para las
ovejas. Por qué cambiaron las cosas, no
lo sé. Pero podrían volver a serlo.
Spofford había heredado esa
propiedad de sus padres, cuando éstos
decidieron recientemente retirarse e ir a
vivir a Florida: hectáreas que la familia
había conservado durante años, inútiles
por cierto, pero siempre conservadas,
de todos modos. Florida: Spofford
escupió. Qué más inútil que eso, pero
para qué hablar. Pierce meneó la
cabeza: también su madre había elegido
no hacía mucho ese lugar de residencia,
con los de la tercera edad.
—En fin —dijo Spofford—. Me han
quedado estas tierras, buenas para las
ovejas, y estoy construyéndome una
casa. O estoy por empezar a construirla.
Tengo algunas ideas de cómo ha de ser
la casa donde quiero vivir. La construiré
en esa cresta, en lo alto del antiguo
huerto. Mirará a los dos lados ¿te das
cuenta? Quedan allá unos viejos
cimientos y la piedra del hogar. Eso me
gusta. Puedo edificar mi casa sobre
ellos. He talado una buena cantidad de
troncos, ahora están curándose. Los
utilizaré para construirla. Para eso es
esto. —Sopesó en la ancha palma
morena la herramienta aún sin terminar.
Tenía un tatuaje en el dorso de su mano,
un pez volador, pálido, azul como sus
venas—. Para partir los troncos, las
tablillas de pino para el tejado.
—¿No las hay en venta? —preguntó
Pierce—. Yo habría pensado que
venderían tejas en estos tiempos,
materiales ya listos para techar, quiero
decir.
—Claro que sí —dijo plácidamente
Spofford—. Pero prefiero fabricarlas yo
mismo. Es algo así como un regalo…
esta casa, quiero decir. Mi casa. Mis
árboles. Talar los árboles, los árboles
para hacer los tablones, los tablones
para construir la casa; tornear el mazo
para partir las tejas, las tejas para el
tejado, el tejado que nos protegerá de la
lluvia y… si entiendes lo que quiero
decir.
Pierce, hipnotizado por la habilidad
con que las manos de Spofford
torneaban el mazo, y por las cadencias
de su voz trazando planes, se limitaba a
asentir; la herramienta, no una maza
toscamente labrada sino un verdadero
utensilio de trabajo, tallado en bisel y
modelado con una gracia natural, lo
fascinaba.
—Un regalo —dijo Spofford otra
vez, contemplando su obra—. Ya la
conocerás. Hay una fiesta mañana. La
fiesta de la Luna Llena. Irá mucha gente.
Ella estará.
—Ah —dijo Pierce—. ¿Y qué hace
la gente para festejar la Luna Llena?
—Lo habitual —respondió Spofford
—. Nadar. Comer. Beber. Y un poco de
droga.
—¿Y cómo se llama esa dama?
—Rosalind.
Pierce soltó una carcajada. Spofford
lo miró de soslayo y dijo:
—Tú nunca sucumbiste, ¿eh?
—Si lo que quieres decir con eso es
si alguna vez he pronunciado
juramentos, la respuesta es no.
—Ajá —dijo Spofford.
—En cuanto a sucumbir, sí. No una
sola vez. Más de una.
Enlazó las manos por detrás de la
cabeza. Spofford continuó trabajando y
no hizo más preguntas. El atardecer era
extrañamente bullicioso. Las cigarras en
contrapunto y mil otros insectos menos
musicales llenaban el aire de un
matizado canturreo. El sol, a espaldas
de ellos, se deslizaba hacia su escondite
al pie de las montañas.
—Justamente por eso, porque
sucumbí y perdí pie, dejé mi empleo —
dijo Pierce al cabo.
—Tenía entendido que te habían
echado.
—Lo dejé, me echaron. No hace
falta hilar tan fino.
—Y el amor fue la causa.
—El amor y el dinero.
—Chalkokrotos—. Es una larga
historia.
—De ahí el viaje al College
Nosécuánto. En busca de otro empleo.
—Peter Ramus.
—No creo que te gustara mucho
Conurbana. ¿Y quién demonios es ese
Peter Amos?
—Hazme un favor —dijo Pierce—.
Por ahora, sólo por ahora, y ya que estoy
en fuga, no hablemos de Conurbana. Ni
de Peter Ramus. Es el tipo que inventó,
entre otras cosas, el cuadro sinóptico.
Spofford se echó a reír, y probó
contra la palma de la mano la tersura de
su obra. Pierce se quitó las gafas de sol;
una oscuridad crepuscular cayó de
repente cuando el sol tocó el borde de la
montaña, y a través de las hierbas
amarillas se proyectaron unas sombras
largas.
Había sido ella quien arrastrara a
Pierce a esa zarabanda endemoniada, y
en fogosa compañía por añadidura. Los
peligros en que vivía y a los que
siempre estaba en un tris de sucumbir, lo
habían excitado —también a ella la
excitaban— y la excitación era
magnificada por el champán que ella
deseaba y conseguía, por las largas
noches sobre la ciudad y los intensos
amaneceres que pasaban juntos y a
solas; y la vida de efervescencia
permanente alimentada por la coca y a la
vez solventada por ella, o por lo menos
en su mayor parte —y, como
culminación, como único remanente de
todo ese despliegue, el terrible
atolladero en que a la larga Pierce se
encontraría atrapado—. Ella pensaba en
él como en un refugio; con su gran
osamenta, sus manazas, siempre había
dado esa impresión de fortaleza, lo cual
no era del todo una ilusión; pero además
lo había creído equilibrado, y en eso,
desde luego, se había equivocado por
completo.
Desde el comienzo, Pierce se había
implicado, con pequeños aportes, en el
tráfico que ella practicaba en mayor
escala. No podía esnifar su capital
gratuitamente, y comprárselo al menudeo
le parecía sórdido; tampoco podía
ciertamente refrenarse, no si iba a pasar
con ella a solas aquellas noches gélidas,
ni quería, si acaso hubiera podido,
refrenarse: la nieve que ella conseguía
era buena, de la mejor. Pierce, que con
los ojos enrojecidos y las manos
temblorosas trataba al día siguiente de
explicar a sus estudiantes el Siglo de las
Luces, no podía quejarse.
—¿Cómo era aquello —le preguntó
ella—, que decía esa vieja, esa Lady
Mohosa Pelambrosa Quesécuánto?
—Lady Mary Wortley Montagu —
dijo Pierce, concluida la clase, la lengua
ahora destrabada por la coca y el
champán—. Nunca lamentar. Nunca
explicar.
—Eso mismo —dijo ella—. Ése es
mi lema. Nunca lamentar. Nunca
explicar.
Y se atenía a él. El negocio
prosperaba, y se volvía más peligroso.
Sacó a Pierce de su viejo apartamento
de los arrabales, que él nunca, ni en las
duras ni en las maduras, había querido
abandonar, y lo instaló en un edificio de
vidrio y cemento con suelos de cerámica
y un panorama de las feéricas torres del
negro puente de Brooklyn. Más céntrico.
Para participar en este negocio, él se
había endeudado hasta los tuétanos con
la Unión de Créditos Barnabas; su
sueldo, nunca generoso, volaba a través
de aquellos altos ventanales, en tanto
ella distraía su parte de la renta en un
negocio que la haría crecer como bola
de nieve.
—Como una bola de nieve —decía
ella riendo. Pierce era consciente de que
se tambaleaba, pero tambalearse ¿o es
aún caer? Era consciente de que tenía
miedo, y un hombre que tiene miedo no
puede impedir que se note que puede
trastabillar y perder pie. Él hacía lo
posible porque no se notara: deseaba,
sobre todo, que ella no pensara que no
daba la talla. Las decisiones súbitas que
ella le requería ratificar —el
apartamento, los gruesos fajos de
billetes y qué hacer con ellos, las
proposiciones de fantasías amatorias de
las que él jamás había oído hablar—, la
coca le ayudaba a afrontarlas, la coca
era decisiva, pero era también
caprichosa: te hacía responder, sí, con
gestos y movimientos rápidos y seguros,
pero a menudo te hacía andar a tientas, a
los bandazos; el suelo del apartamento
estaba sembrado de los añicos que nadie
barría de las copas de champán que él
había asido con demasiado brío, el
denodado brío que te insufla la coca. La
cama era el único lugar seguro. La
acicalaron con edredones y con sábanas
tornasoladas, la reflejaron en espejos y
la recamaron de cojines. Pero cuando
estuvo al fin bellamente enjaezada, ella
empezó a pasar las noches fuera de casa.
El teléfono era un ruido aterrador en
aquel edificio de piedra a las cuatro de
la madrugada. Pierce, a solas, encogido
como un feto en una orilla de la inmensa
cama, tuvo la impresión de haber
tardado horas en desprenderse de los
edredones espumosos y acudir al alarido
del teléfono.
Era el negocio fabuloso, por
supuesto, el que le devolvería a él todo
su dinero y quizá el doble, que había
zozobrado. En el retrete de señoras del
edificio de un estadio de béisbol, la
noche de la inauguración de la
temporada, lleno de tipos raros y
verdaderamente temibles.
—¿Estadio de béisbol? ¿Qué estadio
de béisbol?
—Yo qué sé… No sé nada de
béisbol.
Todo se había perdido, el dinero
perdido, el alijo perdido. Pierce nunca
llegaría a conocer toda la historia.
—Al menos tú estás sana y salva, tú
estás sana y salva —dijo.
—Oh, sí, yo estoy a salvo. No es
eso. Te debo un montón de dinero.
—Olvídalo. Vuelve a casa.
—No puedo. No volveré, no
volveré… por un tiempo. Cambia el
teléfono. Cambia las cerraduras. En
serio. Pero escucha, escucha. Te lo
devolveré todo, como te he dicho. Y
más. Ten paciencia.
—Qué importa eso. ¿Dónde estás?
¿A dónde piensas ir?
—Estaré bien.
—Es que no puedes esconderte
sola…
—No estaré sola. —Hubo un
silencio, un silencio lo bastante
prolongado como para contener toda una
historia, una explicación, un pretexto.
Luego—: Hasta pronto, Pierce.
La primera vez que Pierce la había
visto estaba desnuda y enmascarada, y
era su madre quien le pagaba a él para
que la acariciara.
Era, por la rama materna, en parte
judía y en parte gitana, y, por vía
paterna, mayormente rumana, o tal vez
de un origen por completo diferente; de
su paternidad, ella dudaba. Creía que el
matrimonio de su madre había sido puro;
su padre, un boulevardier de Broadway
a la antigua usanza, alegre y afable, tenía
una pena o una debilidad secreta, de la
que nunca se hablaba, pero que hacía
que se fuera a dormir temprano y que a
menudo pareciera un tanto ambiguo,
aunque siempre acicalado y elegante con
su chalina de seda y su cuidada barba
blanca; estaba «semijubilado». Había
sido antaño un celebrado compositor de
canciones sentimentales y de jingles de
TV, y un virtuoso del violín. Excelente
anfitrión, ofreció a Pierce el champán de
Nochebuena y cigarrillos negros de los
Balcanes antes incluso de que el recién
llegado le fuera presentado, y lo
interrogó con interés, adoptando una
pose atenta (era un exquisito adoptador
de poses anticuadas), si bien no pareció
escuchar las respuestas.
Había sido Sid, el chichisbeo de su
madre, que era amigo de Pierce y dueño
de la casa donde vivía, quien concertara
aquel primer encuentro, y también quien,
poco tiempo después, en una noche de
cellisca, lo llevaría al apartamento de
los padres de ella a celebrar las
Navidades. Axel, el padre de Pierce,
con quien éste pasaba habitualmente la
Nochebuena, estaba hospitalizado, y
Sid, a quien esas fechas, por razones que
Pierce no alcanzaba a comprender,
ponían profundamente sentimental, había
insistido en que su amigo, después de
las penosas horas de visita, lo
acompañase a esa fiestecita en vez de
volver (como era su intención) a su
apartamento vacío y sentarse a leer.
Reconoció al instante la sortija que
ella llevaba en el dedo anular de la
mano izquierda. Usaba varios anillos de
delicada plata, pero el del anular de la
mano izquierda era una imitación
florentina, con una gran piedra lustrosa.
Con ocasión de aquel primer encuentro,
habían pasado juntos varias horas, los
dos desnudos, y él había tenido tiempo
para estudiarlo, entre otros detalles
ahora ocultos a sus ojos. Tomó la mano
de Pierce con una sonrisa de
reconocimiento, porque ella había visto
su rostro. Aquel día, un mes atrás,
Pierce había llegado con retraso a la
inmensa buhardilla excesivamente
caldeada, en algún lugar de los West
Forties (nunca más volvería a encontrar
ese sector de la ciudad); los otros ya se
habían despojado de sus ropas
invernales y se habían puesto las
máscaras; Pierce recordaba la extraña
sensación de encontrarse vestido pero
desnudo de rostro en medio de toda esa
gente desnuda pero enmascarada.
—Ya nos conocemos —dijo ella,
cuando su padre intentó hacer las
presentaciones, aunque ya no recordaba
el nombre de Pierce—. Hola. Disculpa,
Papi, Effie quiere verte, quiere ver a
todo el mundo, acaba de despertarse.
Su madre —ella llamaba Papi a su
padre putativo y Effie a su madre
irrecusable, tal vez por un vago deseo
de establecer un cierto equilibrio—
estaba en cama con gripe, pero no quería
perderse nada. Pierce le llevó la caja de
bombones, que era la única delicatessen
que había podido adquirir en Brooklyn a
última hora de la tarde en la víspera de
Navidad, y Effie la abrió y ofreció a los
amigos reunidos alrededor de la cama.
—¿Ha venido Olga? —preguntó
Effie—. Oh, espero que pueda venir.
Con Olga nunca se sabe, pero lo
prometió. —Effie llevaba perlas con su
mañanita de satén crudo, una mujer
atractiva, mucho más joven que su
marido, y que al mismo tiempo parecía
pertenecer a una década posterior a la
de él, la de los años cincuenta si él era
de los veinte, o los veinte si él era de
los noventa.
Su hija se sentó a los pies de la
cama.
—Ya conoces a Pierce —le dijo a
Effie—. Es actor. Ya lo has visto antes.
—Effie comió un bombón, y le sonrió
con la misma sonrisa ladina con que le
sonreía su hija.
—Ah —dijo su padre (sin entrar del
todo, desde el dintel, con una mano,
excepto el pulgar, en el bolsillo de su
blazer, la otra sosteniendo la copa de
champán)—, ¿es por eso entonces que
conoce a Sid? ¿De las películas?
—En cierto modo —respondió
Pierce, que de actor no tenía realmente
nada, aunque cuando Sid lo había
reclinado para una jornada de rodaje le
había asegurado que eso no tenía
ninguna importancia. El propio Sid,
aunque podía describirse a sí mismo con
convicción, incluso con cierta
petulancia, como un «cineasta», era en
realidad un propietario, un propietario
nato en todo sentido, y como tal había
empezado a tratarlo y conocerlo Pierce,
ya que el inmueble que le arrendaba
requería la constante y minuciosa
atención de Sid, quien se habría sentido
mucho más a gusto dedicando su tiempo
a su otra empresa, a las películas.
—Una secuencia onírica —le había
explicado Sid ese noviembre, mientras
trataba de invocar calor del averiado
radiador de Pierce—. Una sola jornada
de trabajo, nada más. Menos. Y veinte
dólares para ti, no porque te hagan falta,
desde luego. —Sid acababa de adquirir
los derechos de una película japonesa,
una obra moderadamente erótica que
según él podía atraer a cierto público, y
que no incluía desnudos masculinos; sin
embargo, un alto tribunal había admitido
recientemente que la desnudez masculina
no era en sí misma pasible de
procesamiento, y Sid estaba convencido
de que si su película llegaba al límite
absoluto, y se la podía publicitar en esos
términos, rendiría beneficios mucho
mayores. Reparando en una escena en
que la heroína, extenuada, cae en un
profundo sueño, Sid había pensado en
intercalar en ella una secuencia onírica
tan poblada de hombres (y mujeres)
desnudos como fuera posible, una
escena orgiástica, en realidad, aunque
«todo simulado, todo simulado», había
añadido, mientras sugería No con un
ademán de la mano que empuñaba la
llave inglesa. Y todos enmascarados,
para disimular el hecho de que los
protagonistas de la orgía que había
contratado no eran orientales ni
aparecían en ninguna otra parte de la
película y para dar, al mismo tiempo, el
adecuado toque surrealista.
De modo que cuando la habían
emparejado con Pierce ella estaba
enmascarada, y parecía más abstracta
aún a causa de la luz chillona, que
empalidecía su piel morena casi hasta la
transparencia, irreal como una muñeca.
Su madre, aficionada a varias artes,
había confeccionado las máscaras, que
por cierto eran ingeniosas: simples
chalinas de una tela fina, sedosa, casi
transparente, sobre las que Effie había
pintado rostros Kabuki, cejijuntos y con
barbillas prominentes. Cuando la
chalina se tensaba sobre la cara, el
relieve de las facciones reales otorgaba
cierta vida y movilidad a las pintadas,
en verdad espeluznantes, pesadillescas.
También era su madre quien, gracias a
ciertos fondos personales de que
disponía, financiaba el rodaje. Su
marido lo ignoraba.

En aquel entonces, Pierce no estaba


enterado de esos pormenores; para él,
todos eran desconocidos, excepto Sid; y
fue Sid quien lo puso al tanto aquella
Nochebuena en breves cuchicheos
apresurados mientras subían juntos al
apartamento. Sid no aclaró sin embargo
—Pierce no recordaba que lo hubiera
siquiera mencionado— que la propia
hija de Effie se contaba entre los
orgiastas del sueño. O a lo mejor lo
había mencionado en algún momento,
sólo que entonces no le habría
impresionado como ahora, en medio de
la familia, en Nochebuena, bebiendo el
champán de su padre.
—Oh, ha sonado el timbre —dijo
ella. Se levantó de un salto de la cama y
corrió a abrir la puerta.
—¿Vas a tocar más tarde? —
preguntó Effie a su marido, quien adoptó
una nueva pose, tímida, modesta.
—Claro que sí —dijo Sid—. Debes
hacerlo. Sin ello, no sería Nochebuena.
—Olga ha llegado —dijo su hija,
asomándose.
—Ah, dile que entre —dijo Effie—.
Necesito hablar con ella. A solas. Un
momento apenas. —Le entregó a Sid la
caja de bombones y se esponjó el pelo y
la mañanita.
Olga era vieja, una cabeza envuelta
en un turbante con un par de ojos
incisivos, implantada sin cuello
directamente sobre un cuerpo minúsculo
y rechoncho, una pelota de playa en
vestiduras flotantes y recamada de
pesado oro. Saludó a Pierce, al serle
brevemente presentado, con una mano
infantil recargada de anillos, y con un
«cómo está usted» en un tono de voz
absurdamente grave, con un ampuloso
acento extranjero que hubiera podido
provenir de la garganta de Bela Lugosi.
—Es prima de mi madre —dijo ella
cuando Olga hubo desaparecido en la
alcoba de Effie—. Por la rama gitana.
—Condujo a Pierce hasta el aparador,
donde estaba servido el bufé, provisto
por una empresa especializada, nadie en
esa casa sabía cocinar. Hablaba deprisa,
sus largos pendientes, que hubieran
podido pertenecerá Olga, temblaban
cuando se reía o se inclinaba sobre la
mesa, mientras explicaba la historia de
su familia, las ratinas navideñas (la
visita de Olga, el recital de violín de su
padre). Con la mano cuajada de anillos
se llevó a la boca una galletita con
caviar; sus pechos estaban sueltos bajo
el jersey de cachemira, pechos que él
conocía Ella lo sorprendió mirándolos.
—Tiene gracia ¿no? —dijo,
sonriendo su sonrisa franca y astuta.

Había pasado toda aquella mañana


trenzándose con ella en contorsiones de
exagerada lascivia sobre las duras
plataformas revestidas de un terciopelo
negro teatral y polvoriento (la
escenografía, dado que la orgía onírica
tenía lugar en Ningunaparte, no era nada
costosa). La acción que Sid había
pergeñado sugería algo así como una
cruza de la antigua vanguardia con
algunas de las depravaciones de Cecil
B. de Mille, un simulacro de desenfreno
que a Pierce le había resultado penoso y
nada erótico; sin embargo, entre una
toma y otra, pudo simplemente mirarla a
ella, ausente detrás de su máscara (una
vez colocadas, no se las quitarían en
toda la mañana), y una sensación de
libertad absurda, inexplicable, casi le
hizo reír. Ella dijo que le vendría bien
fumar un porro, y que se preguntaba qué
tendrían que hacer en la escena
siguiente; Pierce dijo que él no estaba
seguro, pero que probablemente todos
los hombres amenazarían, simularían
atacar a la vez a la heroína, una joven de
piel oscura cuya máscara ostentaba unas
tristes cejas horrorizadas y una
angustiada boca escarlata. Y se preguntó
en voz alta si parte de la pesadilla de la
pobre muchacha japonesa no consistiría
en que los hombres con los que soñaba
fuesen a la vez peludos y circuncisos.
Desde detrás de sus ojos de gata —era
una esfinge kabuki, aunque sin las alas
—, su pareja los observó uno por uno y
se echó a reír: era verdad.
Distraídamente, con la mano del anillo
florentino, se enjugó el sudor de los
pechos (era un trabajo que hacía entrar
en calor), y el pene de Pierce, que
durante toda su actuación en la película
había permanecido discreta y
delicadamente impasible, reaccionó y se
irguió.
—Me acuerdo de este anillo —dijo,
tomando de la mano de ella una galletita.
Siempre esfíngea, más parecida a su
máscara de lo que él habría imaginado
—. Es interesante.
—Feo ¿verdad? —dijo ella—. Pero
tiene un secreto.
—¿De veras?
Ella lo miró un momento, como
evaluándolo, y luego paseó una mirada
en derredor. Sid y su padre daban la
bienvenida a nuevos invitados
(¿abuelos?, uno de ellos se apoyaba en
un bastón ortopédico).
—Ven conmigo —dijo.
Lo guió por un corredor, pasaron
delante de la puerta de Effie, que estaba
entreabierta; Olga y Effie, cogidas de las
manos, conversaban en voz baja.
—Ella te adivinará la suerte más
tarde. En serio. —Empujó a Pierce a
través de otra puerta, a un cuarto de
baño, y la cerró detrás de ellos—.
También echa las cartas, si prefieres. —
Se sacó un pendiente y lo puso encima
de la cisterna del inodoro. Luego
levantó la mano del anillo, mirando
fijamente la piedra como si fuera una
bola de cristal, y con la uña del pulgar
de la otra mano abrió el engarce y retiró
la piedra.
—Una sortija envenenada —dijo
Pierce.
—Con cuidado —dijo ella—. Con
mucho cuidado. —En el hueco de la
piedra había una mota de un polvillo
blanco. Con pericia y cautela cogió el
pendiente e introdujo en el anillo la
paletilla de plata; sacó una dosis, la alzó
hasta su nariz y mirándose en el espejo
del lavabo, inhaló deprisa; las aletas de
su nariz se contrajeron con avidez al
sorberla—. ¿Por qué será que la gente
cree que los gitanos pueden adivinar el
porvenir? ¿Por qué será eso?
Él podía explicarle eso. Observaba,
asombrado, este cuarto de baño, un lugar
muchísimo más extraño que aquella
buhardilla con su ersatz de sexo. Ella
volvió a hundir el pendiente en la sortija
y, con los labios apenas entreabiertos, lo
levantó hasta la nariz de Pierce,
alimentándolo, la enfermera solícita
administrando un polvo, esperando que
el paciente inhale toda la dosis, qué
chico bueno. Otra vez.
—Yo podría explicártelo.
—¿Qué?
—Por qué los gitanos pueden
adivinar el porvenir.
—Olga lo hace bien —dijo ella—.
Podría revelarte algunas cosas.
Él podía explicarlo, podía
explicarlo, no porque supiera mucho
más, pero eso sí que lo sabía; y mientras
la miraba servirse por segunda vez,
sintió de pronto puertas dentro de él,
detrás de él, puertas, puertas que se
abrían, de golpe, una tras otra en
instantánea sucesión, puertas que
conducían al país de esa explicación, y
eso le hizo sonreír. Ella cerró la sortija
y mirándose en el espejo volvió a
ponerse el pendiente, no sin antes tocar
la punta empolvada con la punta de su
lengua.
En el momento en que ella se volvía
del espejo, él la tomó en sus brazos, no
bruscamente, sino con gracia, como en
un paso de baile o un abrazo de dos
estrellas de la pantalla, y ella se fundió
con él como nunca lo hiciera en el sueño
de Sid, aunque a juzgar por lo que ahora
parecía, dispuesta sin duda a
consentirlo. Pierce estaba maravillado;
era como si le hubiesen concedido un
deseo, uno de sus deseos de
adolescente: poder saber con certeza
que, si abrazaba a una mujer, su abrazo
sería bienvenido; que cuando tuvo la
primera oportunidad de tomarla en sus
brazos, él hubiera podido ya, de algún
modo, abrazarla.
Llamaron a la puerta.
—Un segundo —dijo ella por
encima del hombro de Pierce.
Permanecieron inmóviles, abrazados,
escuchando los pasos que se alejaban
del otro lado de la puerta; se besaron de
nuevo, ya irrevocablemente
transformados en fuego y hielo.
—Será mejor que volvamos —dijo
ella.
El salón era un lugar nuevo, los
libros y los cuadros y el acebo en las
guirnaldas de oropel y las lucecitas que
se encendían y apagaban, todo más
alegre ahora aunque más lejano,
divertido, suntuosamente festivo.
—Esta señora es prodigiosa —le
dijo Sid, al cruzarse con ellos camino
del bufé y señalando con el pulgar a la
vieja tía gitana—. No te la pierdas.
Olga se había instalado en un rincón,
a la luz de una lámpara, delante de una
mesa pequeña sobre la que barajaba,
esparcía, recogía y volvía a esparcir, un
mazo de naipes.
—Ahora me toca a mí —le
cuchicheó al oído ella, la que un
momento antes lo había besado—. Me
voy de viaje.
—¿Ah sí? —dijo Pierce—. ¿No se
supone que es ella quien debe
predecírtelo?
—Necesito que me aconseje. Estaré
ausente por algún tiempo. Un
sentimiento de desolación, absurda y
total, inundó el corazón de Pierce, a la
vez que, por alguna razón misteriosa,
acrecentaba la extraña felicidad que lo
embargaba.
—¿A dónde?
—A Europa. Con una troupe de
teatro y de mimos.
—¿Una troupe de mimos?
—¿Has olvidado que soy actriz? —
dijo ella con una sonrisa—. Algo así
como mimos. Teatro espontáneo.
Tenemos fechas y todo. —Lo cogió del
brazo—. Tengo un nombre artístico —
susurró.
—¿Qué nombre?
Una expresión de superestrella,
soñadora y burlona a la vez, afloró a su
inteligente máscara de zorra.
—Diamante Solitario —dijo.
Desde su rincón, Olga le hizo con
una mano seña de que se acercara,
mientras con la otra continuaba
barajando y esparciendo las cartas.
—Oye —dijo Pierce—. ¿Podríamos
ir a algún lado?
—Claro que sí —dijo ella—. Más
tarde. ¿A dónde?
—A mi casa.
—Seguro.
Seguro. La dejó ir, y fue en busca de
más champán; estaba sediento y se sentía
exultante, como en éxtasis. Un trémolo
sostenido, un temblor cadencioso se
sucedía en él, una onda estacionaria de
júbilo y triunfo semejante a la que hace
tremolar en el viento una bandera de
seda.
¿Qué le había dicho Olga a él acerca
de su futuro? Después de aquella noche
nunca pudo recordarlo con claridad;
sentado junto a ella, había tenido por
primera vez la sensación de ser
realmente un actor, un actor en una
comedia brillante e ingeniosa que
observaba a la vez como espectador,
desde su palco, en la noche de estreno,
mientras se preguntaba qué sorpresas le
depararía el argumento y divirtiéndose a
mares.
Un hiato en su actividad: algo así
creía recordar, algo inacabado, le había
dicho ella, aunque no sabía bien qué,
una escultura titánica (pensaba él, o
quizá lo había sugerido ella), cuya
conclusión le tomaría muchísimo más
tiempo de lo que él había supuesto al
comenzarla, tendría que ser paciente. Y
—dado que estaba pensando en irse a
vivir fuera de Nueva York (cosa que él
ignoraba)— se permitió darle un
consejo: que escribiese a las cámaras de
comercio de las ciudades que
contemplaba, y se informara sobre
oportunidades de empleo, alojamiento y
todo lo demás; sugerencia que él
encontró sensata, sensata y
eminentemente razonable, y
sorprendente en labios de una vieja
gitana en aparente estado de semitrance.
También recordaba que del otro lado de
la ventana caía nieve y que la lámpara
se reflejaba en ella.
Todavía nevaba horas más tarde del
otro lado de la ventana de su modesto
dormitorio, una sedosa bandera
estacionaria de nieve que a la luz
espectral de las farolas de la calle,
llenaba la noche con sus ondulaciones.
La película de Sid nunca llegó a
estrenarse. Ese mismo mes, o el
siguiente, aparecieron en los teatros
comerciales, en las salas de los barrios
elegantes de la ciudad, películas que
abrían de paren par la caja de la que Sid
prometía una visión furtiva y fugaz: y
nada de máscaras ni tapujos en ellas,
nada.
Oh la antigua inocencia, pensó
Pierce, viendo despuntar el alba desde
la alta torre a la que finalmente ella lo
llevara; oh los inocentes días perdidos
que imaginábamos tan absolutamente,
tan brutalmente desenfrenados.
Diamante Solitario.
Ella se había marchado a Europa en
la primavera, pero había vuelto; había
bailado aproximándose y alejándose de
él durante un año, antes de que se
hicieran pareja; y después, la danza
había proseguido, siempre en un do-si-
do de ires y venires, cada figura
concluyendo con un golpe de palmas
frente a frente y una voltereta.
No esta vez, sin embargo, esta vez,
no. Por qué estaba tan seguro, no lo
sabía, pero estaba seguro.
Volvió al crédito sindical del
Barnabas para «renegociar» sus
préstamos; para vender, si ellos la
aceptaban, su alma a la compañía que
los financiaba. Transcurrió una larga
semana de angustiosa espera, mientras
estudiaban sus perspectivas financieras
y académicas (Pierce gemía, insomne en
su cama, pensando en las clases que
había perdido, en las horas de trabajo
administrativo que había cancelado, un
poco con demasiada frecuencia en los
últimos meses, y en los demasiado
numerosos amaneceres cenicientos en
esa cama también por demás grande y
segura), y la decisión, en dos partes, le
fue comunicada al fin por el decano de
artes y ciencias, Earl Sacrobosco.
En principio, estaban dispuestos a
renegociar sus préstamos, sólo que en
condiciones mucho más rigurosas que
las que él había esperado.
—¿A qué se deben tus problemas de
dinero, Pierce? —preguntó Earl—. Tu
situación financiera no parece muy
buena. ¿No estarás coqueteando con la
bolsa?
Pierce no abrió la boca. Nunca
lamentar, nunca explicar.
La segunda parte de la decisión, un
curso especial al que Pierce había
consagrado largas reflexiones, un
programa concebido por él
recientemente y que deseaba poner a
prueba con los jóvenes el próximo
semestre, la Junta Calificadora lo había
rechazado. Lo cual a su vez, Earl tenía
que hablarle con franqueza, no iba a
facilitarle las cosas con la Comisión
Directiva, y eso sin contar con la
historia de los préstamos y, seamos
sinceros, con la aparente dificultad de
Pierce para jugar en equipo, por así
decir. Hombre prevenido vale por dos:
no parecía probable que, en esta
coyuntura, Pierce tuviera muchas
posibilidades de que le ofrecieran una
titularidad en el Bamabas.
—Tengo la impresión —dijo Pierce
— de que me están echando.
—Tienes un contrato asegurado para
el próximo año académico —dijo Earl
con voz grave—. Estoy seguro de que
todo esto habrá tomado, para ese
entonces, un cariz diferente. El hecho de
que hayas venido a verme es ya un paso
en esa dirección. Tal como yo veo las
cosas.
—Me queréis hacer pasar por un
período de prueba. —Una furia fría se
abría paso dentro de él, lo desbordaba:
postergado, rechazado, y ahora puesto
en penitencia y humillado; ya había
aguantado bastante—. Es absurdo, Earl.
—Una vez que tus dificultades
actuales hayan…
—Es simplemente absurdo. He
enseñado aquí unos cuantos años, Earl.
No creo que realmente necesiten
ponerme a prueba, como si fuera una
criada.
Estaba temblando, y Earl lo notó.
Confundido, dijo:
—Bueno, tomaremos nota de todo
esto, lo tendremos en cuenta. Y tú,
recapacita, piénsalo un poco más.
—No. —Pierce se levantó,
derribando casi su silla, la cólera
siempre acentuaba su torpeza natural—.
No y no —dijo, dominando desde su
altura al doctor Sacrobosco, que ahora
lo miraba con una expresión de alarma
gratificante—. No y no. Olvídalo, Earl.
Esto se acabó —y sin una palabra más
(a través del zumbido atroz de sus oídos,
pudo oír que no decía una palabra más),
salió como una tromba del decanato.
Se acabó, se decía a sí mismo
mientras recorría sin verlos los suelos
de mosaico aglomerado de los
vestíbulos del Barnabas; esto se acabó,
se acabó, se acabó. Con esta última
reiteración, aunque silenciosa, hizo un
violento ademán hacia atrás con la
mano, como si apartara de su lado a un
acompañante invisible.
De vuelta en su torre, retiró la
baldosa de obsidiana negra y con una
hojilla de afeitar de un solo filo trituró
sobre ella las últimas migajas de su
reserva, más preciosa que el oro,
mucho, sí, mucho más preciosa. Sacó un
billete nuevo de veinte dólares de su
cartera (pocos quedaban ya en ella), lo
enrolló como un tubo, y colocándoselo
debajo de la nariz aspiró la sustancia en
largas y ardientes inhalaciones,
exhalando el aire con cautela, lejos del
polvo, y recogiendo luego el resto con la
yema del dedo para depositarlo dentro
de su labio superior, donde los finos
capilares lo absorberían.
Ese hijo de perra de Earl
Sacrobosco, pensó. ¡La Junta
Calificadora! Era cosa de Earl, de Earl
y de nadie más. No, Earl sólo quería a
Pierce para su proletariado; trabajo a
destajo, paga a jornales, y en junio sin
duda de patitas en la calle. Y se
imaginaba que Pierce cedería, claro, a
causa de los préstamos.
Pues bien, está equivocado,
profunda, absolutamente equivocado,
muy, muy equivocado.
Sacó del refrigerador una botella de
vodka —no le quedaba nada, ni una gota
de champán— y la destapó. Afuera, en
la ciudad, luces verdes como linternas
japonesas se encendían en sucesión y
avanzaban, delineando los puentes, y
luces anaranjadas bordeaban,
perfilándola, la autopista del este.
Pierce abrió las ventanas y aspiró una
bocanada de brisa tibia y salobre. Mayo,
el alegre mes de mayo.
Debajo de la ventana, sobre el largo
radiador de aire climatizado, un
ejemplar del proyecto que redactara
para su nuevo y ahora rechazado curso
abría sus páginas una por una.
Pierce lo cogió, y se puso a leerlo,
apretando las mandíbulas ya tan
insensibles como para una extracción.
El curso había sido concebido para
que fuera un complemento del de
Historia 101, su contenido tan
indisolublemente ligado al de su curso
de historia como lo están los sueños y el
despertar. Historia 101 sería un
requisito indispensable para acceder a
él. O, mejor aún, los dos tendrían que
cursarse simultáneamente.
La primera frase decía: «¿Por qué
cree la gente que los gitanos pueden
adivinar el porvenir?». Y la última
decía así: «Existe más de una historia
del mundo».
Con el vodka a remolque y las
páginas de su proyecto desparramadas
alrededor de él, se sentó cruzado de
piernas sobre la cama. Euforizado por la
blanca (el corazón pequeño y duro
latiendo fuerte en su pecho como el
tictac acompasado de un reloj), no se
tenía lastima. Se sentía desairado, sí,
pero potente, Manfredo en los Alpes,
Prometeo en su roca.
Pensó: hay más de una universidad
en el mundo, más de un puesto de
trabajo en oferta. Hay más de un pez en
el mar.
Las puertas del armario estaban
abiertas, y Pierce podía ver las mangas
de las blusas y los suéters de ella, las
punteras de sus zapatos; en los cajones
de la cómoda estaban sus prendas
íntimas, sus alhajas, el pasaporte, y un
anillo florentino que ya no tenía la
capacidad necesaria para que mereciera
la pena llevarlo en el dedo. Se dijo que
tenía que guardar todas esas cosas a
modo de rehén, de prenda, por un tiempo
indefinido. Si tenía paciencia, si
esperaba el tiempo suficiente, ella al
menos volvería a buscarlas.
Cambia las cerraduras, cambia el
teléfono. Él haría lo que le habían hecho
a él. Ya nadie puede quitarme nada mas,
pensó, nada.
A la mañana siguiente, en cambio,
sólo se sentía despreciado, nada potente,
naufragado y en pleno mar.
Compartieron una comida sencilla,
proveniente en su mayor parte del
pequeño huerto de Spofford, y cuando
hubieron concluido y lavado los platos,
Pierce se retiró al dormitorio, la más
pequeña de las dos habitaciones de la
cabaña, y se acostó en la cama con
declive hacia la cabecera, que su amigo
había insistido en cederle. Spofford, que
había sacado pluma y papel, escribía
(con frecuentes pausas para reflexionar)
una carta para su Rosalind, en tanto
Pierce releía el prefacio de las
Soledades de Luis de Góngora,
componiendo mentalmente las primeras
frases de su comentario.
Las Soledades son probablemente
los más famosos y menos leídos poemas
de Góngora… Góngora es
probablemente el más famoso y menos
leído poeta de su generación. A pesar
del entusiasmo de Shelley, a pesar del
entusiasmo de poetas como Shelley…
«Gongorista» y «gongorismo» son
términos que todos creemos que… que
todos empleamos pensando que…
términos que todo el mundo emplea,
pero los poemas mismos y su peculiar…
su estilo curiosamente elaborado… los
poemas mismos son… Pasó a la
Soledad Primera. Era del año la
estación florida…
—¿Cómo se escribe idílico? —
preguntó Spofford.
Pierce deletreó la palabra. Spofford
escribía. Pierce leía, tratando de
deslindar las monstruosas metáforas que
jalonan el texto como nudos de una
cuerda multicolor, cotejando la atrevida
interpretación del traductor con el texto
original. Y ahora qué, se preguntó, ¿qué
puede significar esta «stone, whose
Light / Is beautifull, however dark the
night», que corona la indigna testa de
una obscura bestia, cuyas sienes («it is
said») semejan la brillante carroza de un
sol de medianoche? La luna,
evidentemente; y te bestia ¿sena
entonces el Dragón? Quién puede
saberlo. No había notas a pie de página
que pudieran aclararlo; las notas
ayudarían al lector no iniciado, la
ausencia de notas es… Dio vuelta a la
página. El Mancebo con el corazón
destrozado naufraga mientras huye de la
Ciudad perversa, y halla ayuda y
consuelo entre simples pastores. La
audacia de este barroco retorcedor de
lenguas, trenzador de emblemas, tallista
de piedras preciosas: ¡imaginar simples
pastores!
O fortunate retreat
At whatsoever hour
A pastoral temple and a floral
bower!

—Escucha —dijo Spofford,


apoyándose, con un crujido, en el
respaldo de su silla. Pierce prestó
oídos, sin escuchar nada más que la
noche perpetua; y de pronto, débil pero
cercano, como un susurro en su oreja, un
silbido hueco, lúgubre, espectral.
—Una lechuza —explicó Spofford.
¿Quién?
—Lechuza —repitió Pierce—.
Bonito.
Here is no lust for power
Nor thirst for windy fame
Nor envy, to inflame
Like Egypt’s aspic race.

¿La raza del áspid? ¿Serpiente?


Gitano, lo llama el español. Era gitano,
es claro, áspid gitano.

Nor she who, Sphinx-like, wears a


human face
Above her bestial loins,
Whose wily voice enjoins
Narcissus’ modern seed
Tomorrow Echo, and despise the
well
De improviso, ella apareció, tan
inesperada, tan vividamente ante él, que
le cortó el aliento: el cabello rojizo muy
corto, como el de un soldado, la piel
gitana satinada con óleos, de regreso de
Europa por las playas de Araba, venía a
hacerle una visita por sorpresa. He
traído conmigo a una amiga, dijo. Su
rostro claro, candido, ningún guardia de
aduana hubiera podido albergar
sospechas al verla, pero era ella la «que
en salvas gasta impertinentes la
pólvora del tiempo más preciso». ¿Qué
había querido decir Góngora con eso?
Pierce no tenía ni la más remota idea;
ella, la que en salvas impertinentes gasta
el polvo antaño más cautamente
repartido —pero la dama de Aruba era
blanca, escamosa como la escarcha,
amarga en las fosas nasales, y ellos la
dispersaban en salvas impertinentes, y
había más, más de la misma
procedencia.
… acaba en mortal fiera esfinge
bachillera…
Esfinge. Abajo estaba la bestia;
sentada (podía verla ahora, y la visión
le oprimía y le calentaba el pecho como
la coca) en su sillón de felpa, todavía
con su camisa puesta y sus zapatos de
plataforma, pero nada más, un cojín
bordado a sus pies para que él se
arrodillara sobre él y actuase.
Ceremonia profana
que la sinceridad burla villana
sobre el corvo cayado.

Ceremonia profana: con rústica


simplicidad, apoyado en su cayado de
pastor, podía contemplar la escena con
divertido desdén. Pero él dudaba de eso.
Si el robusto villano que redactaba su
billet-doux en el cuarto contiguo hubiera
estado allí, podría haber presenciado
aquella ceremonia…
—¿Quieres una cerveza? —preguntó
Spofford, levantándose.
—Umm. Bueno.
—No está muy fresca —le dijo su
amigo, alcanzándole una botella
polvorienta—. Pero tú eres un tipo
refinado ¿no? Puedes beber una cerveza
como la beben los ingleses.
—Por supuesto —dijo Pierce—, un
tipo muy refinado.
—¿Qué libro es ése?
—Poemas bucólicos —dijo Pierce
—. Sobre tipos refinados que abandonan
la ciudad por el campo.
—¿Ah, sí? Interesante.
—Y que dicen cuánto más agradable
es estar aquí que allá.
Spofford bebía su cerveza a
pequeños sorbos, apoyado en el quicio
de la puerta.
—Es agradable —dijo—. Deberías
venir para quedarte.
—Humm —dijo Pierce—. No sé si
podría ganarme la vida.
—¿No puedes hacer historia en
cualquier lugar?
—Bueno, en un sentido, sí.
—Vente a vivir aquí, entonces.
Instálate como historiador.
—Abro una tienda —dijo Pierce,
riendo. Dejó el libro y se levantó.
Spofford y él salieron por la puerta
enrejada a la resplandeciente noche de
luna. Bucanero levantó la cabeza y agitó
la cola contra las tablas del pequeño
porche. Spofford se alejó unos pasos
para orinar.
Tan real, tan verdadero, pensó
Pierce; él había olvidado, había
olvidado esa alteración de los olores
reales, ese inmenso volumen del aire.
Luciérnagas. Se había olvidado de las
luciérnagas. Yo deseo, pensó, deseo…
—Podrías escribir una historia de
las Lejanas —propuso Spofford
mientras se abotonaba—. Hay material.
—Historia regional —dijo Pierce—.
Es un campo interesante. Pero no el mío
—añadió, recapacitando: un campo
cercado por muros bajos de piedras
apiladas, hierbas altas y peñascos
cubiertos de líquenes, un viejo manzano.
Luciérnagas centelleando en la plumosa
oscuridad. No, no era su campo: su
campo estaba mas lejos, o más cerca, en
todo caso más allá, un más allá de
caminos geométricos bajo arcadas
emblemáticas, estatuas, un sombrío
topiario laberíntico, la perspectiva gris
de un obelisco.
Abrir una tienda. Antaño, en su
infancia, cuando decidió o comprendió
que sería historiador, había tenido la
vaga idea de que eso haría, justamente,
de que eso era lo que hacían los
historiadores, abrían tiendas para
dispensar historia a quienes la
necesitaran.
Pero sucede que las cosas no son
así, pensó, mirando la luna, sucede que
no es así. Y sin embargo…
Un albergue bienaventurado a
cualquier hora, la venturosa escapada.
Si él escapara, ella sin duda lo seguiría.
Esfinge.
Esfinge chalkokrotos, no ella, ella
en persona, desde luego, ella había sido
más que clara con él a ese respecto, no
ella en persona pero no por eso menos
vivida.
—Escucha —dijo Spofford.
La lechuza, el ave de la sabiduría de
Atenea, o el obsceno pájaro de la noche
(estos gongorismos son contagiosos,
pensó) formuló nuevamente su única
pregunta.
Cuatro
Uno puede nacer, pensaba Pierce,
con talento para la historia, como otros
nacen con talento para la música o para
la matemática; y si el don es innato se
habrá manifestado a edad temprana,
como todo talento natural; y como le
había sucedido a él.
Es verdad, pensaba, que también una
persona sin el don innato podía
aplicarse, someterse a la disciplina
necesaria y, trabajando con ahínco y
tesón, destacarse en ese campo, aunque
probablemente no en el del matemático
o el maestro de ajedrez; pero de todos
modos el don existía. No consistía tan
sólo en una memoria compendiosa, que
Pierce en realidad no poseía; ni en una
personal inclinación por el pasado o en
la fascinación que la antigüedad, por lo
que había en ella de pintoresco, ejercía
por ejemplo en Axel, el padre de Pierce,
aunque careciera, en opinión de su hijo,
de cualquier cosa que pudiera llamarse
sentido de la historia, una imaginación
viva era por cierto una ayuda, y Pierce
la tenía; en sus días de estudiante había
podido discurrir alegremente a través de
las estadísticas de averías de embarques
transalpinos en el siglo XVI, o
descripciones de las técnicas de
construcción de navíos vikingos, porque
lo que él en su mente siempre veía
acontecer era un drama: hombres de
verdad y mujeres de verdad realizando
tareas también de verdad, entramados
por así decir, aunque si saberlo, en la
urdimbre misma de la historia, hombres
y mujeres haciendo, soñando y jugando,
a la vez absolutamente compelidos a
hacer lo que habían hecho (todos
muertos ahora, pese a todo) y al mismo
tiempo libres, libres de tener esperanzas
y remordimientos, de reprocharse sus
fracasos y agradecer a Dios sus éxitos.
Pero en Pierce el don se había
manifestado mucho antes, mucho antes
de conocer suficientes hechos históricos
a los que aplicarlo: una rara
singularidad de su cerebro, para él tan
natural que era ya adulto cuando tomó al
fin verdadera conciencia de ella: para
Pierce Moffett, hasta donde su memoria
podía remontarse, los números —los
nueve dígitos— tenían cada uno un color
distintivo; y si bien podía percibir esos
colores en —digamos— los números de
teléfono o las ecuaciones, eran para él
más vividos que nunca cuando estaban
dispuestos como fechas.
Así pues, los colores de sus números
acabaron por convertirse, sin que él lo
eligiera, en los colores de los
acontecimientos: los colores de los
salones donde se firmaban los tratados y
se rendían las espadas, los colores de
las cortes, de las vestiduras y los
carruajes, de las muchedumbres y de los
ejércitos, del aire mismo que esas gentes
respiraban; cada siglo, cada década
dentro de ese siglo, cada año tenían en
su imaginación un color que le era
propio, brillantes paneles de una
historieta dominical desplegable. Como
un prodigio musical que en el piano
familiar saca de oído viejas melodías,
Pierce podía ubicar cada hecho singular
que iba encontrando (fechas de batallas,
invenciones, descubrimientos, cosas que
vislumbraba a través de las
conversaciones de los adultos, los
anuncios, los libros escolares, los
almanaques) dentro de un esquema
interior, un esquema que siempre había
existido en él, a la espera de hechos que
pudieran llenarlo.
El número uno, sólo fondo, no tenía
color. El dos era un verde intenso, como
aterciopelado. El tres era un rojo
heráldico, y el cuatro un gris pólvora. El
cinco era color oro, el seis blanco, el
siete era un azul de China y el ocho,
negro como un vestido de noche de
antaño. El nueve era un beige apagado.
El cero era otra vez incoloro, pero un
vacío negro, en tanto el uno era un vacío
claro. Era el primer número —el que
seguía al uno en las fechas posteriores al
primer milenio después de J.C.— el que
determinaba el color del siglo, y el
número siguiente, el color específico del
año; el último número era el acento,
resplandeciendo aquí y allá en el tapiz.
De este modo, algunos acontecimientos
famosos estaban más presentes en su
memoria que otros; el año 1066 no había
sido muy espectacular, pero el 1215, el
año en que los señores con casacas de
terciopelo verde y cadenas de oro se
habían sentado en el césped con el rey
coronado de oro, constituía una escena
inolvidable. Y 1235, un año en que nada
importante había al parecer acontecido,
era aún más esplendoroso, como lo era
1253, si bien aquél había sido un año
totalmente diferente.
Cual vastos lienzos ejecutados por
distintos maestros que utilizaran paletas
diferentes, los siglos estaban colgados
por separado en la galería de su mente,
imposible que pudiera tomarse uno por
otro; sólo que parecían estar mal
etiquetados, o más bien Pierce olvidaba
sin cesar que la inscripción de la
derecha y no la de la izquierda se refería
al cuadro que contemplaba. Porque el
siglo XIII sólo era rojo en esa
numeración; el XV no era el oro batido
del 1500-1599 sino el lienzo gris del
1400-1499. Así pues, por una razón
puramente personal, Pierce caía a veces
en el error común entre escolares de
nombrar un siglo equivocadamente; e
incluso ya de adulto, cuando decía «el
siglo XVIII» no podía evitar percibir, en
este término, sólo los años postrimeros
de esa centuria, cuando los jubones de
seda azul y las pelucas blancas de,
digamos, 1776 estaban desapareciendo
de la escena para dar paso a los
lustrosos sombreros de copa y al
estambre negro del 1800.
Acabó por comprender, desde luego,
que la división del tiempo pasado en
centurias era artificial, que hasta las
eras que creían ellas mismas alterar el
devenir del siglo, estaban sujetas a
fuerzas infinitamente más poderosas que
una numeración mística e incluso
inexacta; que lo más importante para el
dominio de la historia (por oposición a
su mera comprensión) consistía en
poseer una hipótesis clara, un panorama
general, un sumario: una historia cuyos
episodios fluyeran uno de otro,
eslabonados y a la vez independientes,
como capítulos. El oro oscuro del 1500
derivando hacia los marmóreos 1600
del clasicismo y la razón, seguidos por
el azul de Wedgwood de los 1700,
douceur de vivre, cielos claros; los
1800 negros de duras faenas y piedad,
negros como su hollín y su tinta, y, por
último, el siglo actual, ocre como el
caqui, nacido de una carnada de huevos
pardos (1900), justo a término. Este
esquema de colores no enturbiaba en
modo alguno la mente de Pierce que
Percibía con claridad absoluta la
confusión y la heterogeneidad de los
actos humanos, multicolores o incoloros,
imposibles de encasillar, y menos aún
los siglos; su sistema era tan sólo un
sistema de archivo, aunque no un
sistema inventado por él sino
descubierto espontáneamente en su
interior, su don, su talento.
Los talentos pueden malograrse. Los
niños prodigios, aburridos o asqueados,
arrumbaban sus violines. Pierce,
cargado de becas y de expectativas,
abandonó St. Guinefort —su internado
de Kentucky— y partió hacia el norte,
hacia la prestigiosa y almenada Noate,
para estudiar bajo la dirección de Frank
Walker Barr, uno de cuyos libros había
leído por primera vez a los once o doce
años (¿era El cuerpo del tiempo o
Mytkosy Tyrannos? No pudo recordarlo
en la entrevista), y que habría de
convertirse en el último de una serie de
padres que Pierce veneraba, cuya
amistad lo intimidaba y cuya mirada
siempre procuraba rehuir. Derivó hacia
el esteticismo, cambió de rumbo a favor
de una licenciatura en Estudios del
Renacimiento, perdió un semestre de su
penúltimo año en una aventura romántica
(joven suicida, fuga en un Greyhound a
la Costa Oeste, rechazo, corazón
destrozado) y, aunque volvió a casa
escarmentado, nunca más pudo encontrar
del todo su propio carril.
Había perdido, al parecer, su
vocación (lo cual no dejaba de ser más
bien gratificante, como si hubiese
perdido la gordura infantil o el acné),
pero en aquellos años era relativamente
fácil vagabundear por Noate sin una
vocación, sin hacer mucho de nada,
viviendo en la ciudad como un adulto;
muchos de sus amigos matriculados, y
no tan matriculados, lo estaban
haciendo. Pierce se consideraría
siempre como perteneciente a una
generación intermedia, nacida
demasiado tarde o tal vez antes de
tiempo, nadando continuamente entre
dos aguas, y no tan sólo porque
necesitara justificarse. Suponía que no
eran muchos los niños concebidos en
1942, cuando la mayoría de los padres
potenciales habían tenido que ir a la
guerra, quedando para procrear sólo
aquellos afectados por discapacidades
específicas (como su propio padre).
Había sido demasiado joven para ser un
beatnik; más tarde se consideró
demasiado viejo y educado con
excesivo rigor para ser un hippie
sincero y verdadero. Llegó a la edad de
la razón en un momento de inestable
estancamiento, entre existencial y
comunal, psicoanalítico y psicodélico; y,
como muchos que se sienten desnudos
por dentro, vacíos de conceptos y sin
una razón de ser, se revistió de una
suerte de dandismo puritano, que
consistía más que nada en una actitud un
tanto hostil a que los demás gustaran de
él y en vestir ropas negras de un corte no
identificable. Arropado de ese modo, se
mantenía al margen de un mundo que no
sabía muy bien cómo criticar, y a la
espera de lo que pudiera acontecer.
En realidad, ni siquiera ese mínimo
de afectación había sido un logro. Un
dandi tenía que ser pequeño y refinado.
Pierce no era ni lo uno ni lo otro. Había
sido un niño grandullón y desgarbado; su
fealdad de adolescente había rayado
casi en lo excepcional: un metro ochenta
de estatura a los dieciséis años, una
carota asimétrica muy parecida a la de
Abe Lincoln, el pelo encrespado y
rebelde, las muñecas gruesas,
desmañadas, las manos torpes de dedos
achaflanados. Dentro de esa armazón
habitaba una criatura pequeña e incluso
delicada, a la que avergonzaban
profundamente las orejas de Pierce, la
pelambre de su pecho; y si bien las
deformidades de Pierce (como las de
Lincoln) comenzarían hacia la treintena
a transformarse en rasgos interesantes,
augurando para su vejez una
personalidad de carácter vigoroso, y
hasta una suerte de rústico encanto,
Pierce nunca podría olvidar cuan
repelente lo había encontrado siempre
esa pequeña persona interior. Mon joli-
laid (algo así como «mi feúcho»), lo
llamaba su madre, mote afectuoso que en
la traducción literal de su tío Sam
Oliphanta —quien Pierce más se parecía
—, no significaba «feúcho» sino
«feote», «muy feo», un pequeño grande
horriblemente feo; y Pierce estaba de
acuerdo.
Salvar el indeseado reclutamiento
sin entrar a filas había sido en parte la
razón de que Pierce eligiera inscribirse
en la escuela de posgrado de Noate y de
que pasara allí algunos años eludiendo
las más arduas cumbres del saber. Más
tarde, cada vez que se disponía a
abordar la lectura de algún clásico como
quien se dispone a escalar una montaña
escarpada, recordaría con
remordimientos lo hábil que había sido
en Noate para esquivar esas tareas, y
para preservar no obstante el buen
concepto que todos tenían de él, sin
exactamente justificarlo, y dar la
impresión de haber adquirido
conocimientos que en realidad a duras
penas había rozado. Frank Barr, con la
esperanza de que Pierce escribiera bajo
su dirección una tesis, retomando tal vez
un tema que el propio Barr había
querido desarrollar, le había sugerido la
expansión de las iglesias cristianas
nestorianas durante la Edad Media en la
India, China y el África Negra: Marco
Polo había encontrado en Cathay algunas
congregaciones sobrevivientes; y en
Sudán, todavía en el siglo XIX los
misioneros escuchaban, perplejos, los
mitos de Issa, Jesús. ¿En qué habrían
convertido la historia cristiana, que tan
lejos llevaran, aislados durante siglos
de Roma, de Bizancio? Fascinante. Pero
Pierce, aunque intrigado (Barr podía
intrigar a cualquiera), se acobardó ante
el esfuerzo que la tarea entrañaba:
fuentes primigenias en seis u ocho
lenguas, terreno inexplorado,
expediciones con salacot en Land Rover,
y quién sabe qué otras peripecias.
Aunque siempre sensible al juicio nunca
expresado de Barr, se quedó con los
estudios del Renacimiento; descubrió en
la biblioteca de Noate una colección de
literatura confesional isabelina (Siete
plantos de un alma arrepentida de sus
pecados) y pergeñó una tesis concisa y
elegante acerca de ellos y de su relación
con ciertos temas de Shakespeare, en
particular los de «Medida por medida»,
en la que hacía de la austeridad una
virtud («al limitarme a este ámbito en
apariencia restringido», etc. etc. como si
hubiera sido el resultado de una difícil
opción), logrando que fuera aceptada
por un carcamán viejo y tolerante del
Departamento de Lengua. También
adquirió un loro. Enseñarle a hablar (De
mortuis nil nisi bunkum fue lo único
que consiguió hacerle decir) le llevó
más tiempo que su tesis.
Cuando terminó este curso, presentó
su candidatura, pero Noate no le ofreció
ningún puesto en sus claustros, ni de
titular ni de ayudante de cátedra.
Tomado por sorpresa —no porque
hubiera trabajado con empeño para que
lo contratasen (cosa que no había
hecho), sino porque había dado por
sentado y natural que le fuera ofrecido
ese futuro, y nunca había considerado
seriamente la posibilidad de ningún otro
—, Pierce empacó sus libros y sus trajes
negros y las notas para su tesis con la
inquietante sensación de que su suerte lo
había abandonado, y con ella acaso toda
oportunidad de encontrar un camino.
Llevó el loro a Brooklyn, a vivir con
Axel, su padre, hasta que él encontrara
un lugar donde instalarse; y allí había
quedado, año tras año, posado en la
ventana que miraba al sur, curioseando,
silbando, echando maldiciones. Pierce
aceptó puestos temporales en escuelas
privadas, trabajó en una librería en los
veranos; de cuando en cuando
desenterraba su malhadada tesis; y en
las asambleas anuales de la Misión
Cristiana universitaria, a la que
continuaba afiliado, seguía
sometiéndose (junto con centenares de
caras nuevas y más rozagantes que la
suya, o eso le parecía) a las miradas de
arriba abajo de los catadores de almas
de las universidades, para cualquier
puesto docente que ocasionalmente
estuviera disponible.
Se sentía atrapado para siempre —la
amada perdida descubierta en un
mercado de esclavos—, cuando un buen
día, en medio de una inmensa
«recepción» ofrecida en un salón de
baile, Frank Walker Barr le puso una
mano sobre el hombro y lo invitó a
tomar un trago.
—La especialización —dijo Barr
cuando estuvieron instalados en las
banquetas de cuero cuarteado del
artesonado bar de un hotel, elegido por
el profesor—: éste es el gran problema
de los eruditos de hoy en día. Más y más
sobre menos y menos.
—Hum… —asintió Pierce.
Barr, sentado frente a él, era una
serie de burdas elipses, un torso de
hombros caídos, una cabeza redonda y
calva, partida en dos por su ancha
sonrisa, ojos pequeños casi sin cejas
detrás de unas gafas ovaladas. Sus
manos rodeaban el pálido cono de un
Martini seco con una oliva en el fondo,
brebaje que había encargado con una
precisión ritual, y que ahora sorbía con
lenta fruición.
—Lógico, por supuesto —prosiguió
—. Incluso inevitable, en una época en
que tanto material nuevo aflora
continuamente a la superficie, en que se
experimenta con tantos nuevos métodos
de investigación. Computadoras.
Asombra ver cómo el pasado se
expande constantemente en vez de
retraerse en la distancia. —Levantó su
copa. Tenía una alianza de oro
profundamente incrustada en el dedo
anular—. Pero poco campo —añadió,
tras un breve sorbo—, poco campo de
acción hoy en día para el generalista.
Una desgracia si es en él donde se cifran
sus talentos.
—Como en su caso —dijo Pierce,
alzando su vaso de whisky, casi vacío.
—Así es —dijo Barr—. ¿Algo en
perspectiva? ¿Está usted considerando
alguna oferta?
Pierce encogió los hombros, alzó las
cejas y meneó la cabeza.
—¿Sabe usted una cosa? —dijo—.
De niño, yo imaginaba que, cuando
llegara a historiador, lo que haría, lo que
hacían los historiadores, sería ejercer la
historia, de la misma manera que un
médico ejerce la medicina. Tal vez
porque el tío que me educó era médico.
Tener una consulta o un negocio…
—Cuida tu negocio y tu negocio
cuidará de ti —sentenció Barr. Soltó la
célebre risa de garganta Barr, pastosa,
chocolatosa— Ben Franklin.
Pierce bebió un sorbo. En la
penumbra del bar, la expresión de su
antiguo mentor era indescifrable. Pierce
estaba seguro de que había sido la
bienintencionada pero con justa razón
tibia desaiptio de Barr (no hubiera
podido considerarla como una
recomendación) lo que le había
impedido acceder al cuerpo docente de
Noate, y lo lanzara al mercado libre.
—¿Qué haría usted? —preguntó, y
algo, no la bebida, le encendió
súbitamente las mejillas—. ¿De qué
manera ejercería usted la Historia? Si
no existiera Noate.
Barr reflexionó un momento. La
bebida delante de él parecía emitir un
tenue resplandor, como una lámpara
votiva delante de un Buda.
—Supongo —dijo— que tomaría un
empleo, cualquier empleo para el que
me sintiera apto; mi padre era sastre y
yo trabajaba con él; y escucharía, y
descubriría qué preguntas hace la gente,
preguntas que la historia podría
responder o ayudar a responder, aunque
no parecieran a primera vista preguntas
relacionadas con la historia, y trataría
de responder a ellas. En un libro,
supongo, probablemente, o tal vez no…
—Preguntas como…
—Las preguntas que hace la gente.
Me acuerdo de una mujer vieja que
vivía en los altos del taller de mi padre.
Echaba las cartas, adivinaba el porvenir.
Era una gitana, decía mi padre, y era por
eso que la gente iba a verla. Pero por
qué, le preguntaba yo, por qué cree la
gente que los gitanos pueden adivinar el
porvenir. La historia podría responder a
esta pregunta, proporcionar un
inventario. ¿Se da usted cuenta? —Puso
sobre la mesa su copa vacía; su sonrisa
empezaba a ensancharse otra vez y la
famosa risa entrecortada a chisporrotear
en su garganta—. El único problema
consistiría en esa maldita tendencia a la
generalización. Supongo que la primera
pregunta que intentara responder me
conduciría a otras, y éstas a otras, y así
sucesivamente, y al no estar sometido al
apremio del «publicar o perecer», sin un
imperativo que me exigiera acabar de
preguntar y empezar a responder,
hubiera podido seguir así hasta la
eternidad. Acabar con una Historia del
Mundo. O una historia, en todo caso. —
Con sus dedos rechonchos extrajo la
aceituna del fondo del vaso y la mascó,
con aire pensativo—. Incompleta,
probablemente, a la larga. Inconclusa,
claro. Pero al menos tendría, reo, la
impresión de haber estado ejerciendo la
Historia.
Una vida de trabajo útil, mil forros
nuevos cosidos a mil sobretodos, y sin
embargo toda la Historia en tu corazón,
una dimensión infinita, un pasado tan
real como si hubiera tenido lugar, y
Heno a rebosar de preguntas
respondidas: un inventario, un resumen
de cuentas sellado pero impago.
Una insatisfacción profunda se había
adueñado de Pierce, o un deseo sin
nombre. Pidió otro whisky.
—En todo caso —dijo Barr,
extendiendo las manos sobre la mesa,
como Pierce recordaba que hacía
siempre al final de una clase—, eso no
tiene nada que ver. ¿No le parece? Los
profesores somos lo que somos. ¿Con
quién me dijo usted que está en
conversaciones?
El calor en las mejillas de Pierce se
transformó en un rubor.
—Mmm —dijo—. Con el Barnabas
College. Aquí, en la ciudad —como sí
fuera una probabilidad sin importancia,
una entre tantas—. Parece posible.
—Barnabas —rumió Barr—.
Barnabas. Conozco al decano, un tal
Sacrobosco. Podría escribirle.
—Gracias —dijo Pierce, pensando
por un brevísimo instante que tal vez
Barr le jugaría sucio, le patearía el nido,
lo desprestigiaría para siempre en todo
el mundo universitario, por no haber
asumido el tema de las condenadas
iglesias nestorianas.
—Ya conversaremos —dijo Barr,
mirando su gran reloj-pulsera de oro—.
Téngame al tanto de lo que haga; y de
cómo marcha esa tesis. Bueno… —Se
levantó, la cortedad de sus piernas lo
transformaron en un hombre más
pequeño de pie de lo que parecía
sentado.
—A propósito —dijo Pierce,
mientras ayudaba a Barr a introducirse
en su arrugado impermeable—, ¿por qué
piensa la gente que los gitanos pueden
adivinar el porvenir?
—Ah —dijo Barr—, la respuesta es
bien sencilla, muy simple. —Miró a
Pierce de soslayo, pestañeando con
petulancia, como solía hacer cuando
anunciaba que era hora de cerrar los
cuadernos y entregarlos—. Existe más
de una Historia del Mundo ¿sabe usted?
Más de una. ¿No es cierto? Una, tal vez,
para cada uno de nosotros. ¿No piensa
usted lo mismo?
¿Por qué cree la gente que los
gitanos pueden adivinar el porvenir? La
insatisfacción, o el deseo, o el
desconcierto que había despertado en
Pierce no cejaba. Se sentía
permanentemente contrariado, irritado;
conseguir el empleo en el Barnabas no
le procuró ningún alivio, hasta parecía
no tener la más mínima importancia. Se
despertaba al amanecer, sobresaltado,
con la sensación de que una pregunta,
cierta pregunta, debía tener una
respuesta, sensación que persistía a lo
largo del día imbricándose en sus
ocupaciones, mezclándose con ellas,
para dejarlo, a la hora de acostarse,
agitado y nervioso, y con un sabor de
mente como el de haber estado fumando
ansiosamente demasiados cigarrillos.
Pero ¿por qué? ¿Acaso Barr se había
posesionado de tal modo de su alma que
no podía apartarlo de su pensamiento?
Era injusto, él era un adulto, un
licenciado en filosofía, o casi, tenía un
empleo (gracias a Barr, de acuerdo,
gracias a Barr) y la gran ciudad se le
ofrecía toda entera, sus bares, sus
mujeres, sus diversiones, toda a su
disposición, para su placer. Empezó a
dedicar las noches, cuando no tenía
trabajos para corregir, a la lectura, un
hábito que casi había abandonado en
Noate. Buscaba las obras de Barr, que
en su mayoría sólo conocía de nombre o
por reseñas críticas; algunas estaban
agotadas y tenía que ir a rebuscarlas en
bibliotecas y librerías de ocasión. Una
respuesta simple: algo con que acallar
ese clamor que parecía estar creciendo
dentro de él, fuera lo que fuera, que lo
liberase de una última pregunta capciosa
y, de una vez y para siempre, desbrozara
el terreno de malezas.
En una gélida noche de solsticio,
demasiado fría para salir, Pierce,
incubando una gripe, envuelto en una
manta (la calefacción del vetusto
edificio estaba averiada) daba vuelta a
las páginas de una de las obras de Barr,
El cuerpo del tiempo, que había traído
de la distante biblioteca pública de
Brooklyn y, con las primeras
crepitaciones de la fiebre en sus oídos,
leía:
Cuenta Plutarco que en los primeros
años del reinado de Tiberio, el timonel
de un navio que recorría el archipiélago
griego, al pasar por cierta isla, en el
amanecer de un día de solsticio, oyó que
lo llamaban por su nombre desde la
costa: «¡Thamus! ¡Cuando te aproximes
a las Palodes, diles que el gran dios Pan
ha muerto!». El timonel pensó al
principio, atemorizado, en no decir
nada, pero cuando pasó frente a las
Palodes gritó las palabras tal como las
oyera: «¡Pan ha muerto! ¡El gran dios
Pan ha muerto!», y de pronto se elevaron
de la isla llantos y lamentos, no de una
sola voz, sino de muchas a la vez, como
si la tierra misma se condoliera.
Bajo la manta, un escalofrío recorrió
la espina dorsal de Pierce. Él había
leído antes esa historia, y también
aquella vez lo había estremecido.
Decir (continuaba Barr) que el gran
dios Pan murió en los primeros años del
reinado de Tiberio, equivale, en un
sentido, a no decir nada, o a decir
demasiado. Nosotros sabemos qué dios
nació en un día de solsticio en aquellos
años; conocemos su historia ulterior;
sabemos en qué sentido murió Pan ante
el advenimiento de ese nuevo dios. El
estremecimiento de temor o deleite que
aún nos procura su historia es el mismo
que sintió San Agustín al conocerla: una
era del mundo está pasando y un
hombre, un pagano, la está oyendo pasar,
y no lo sabe.
Pero nosotros sabemos también —y
lo sabía Plutarco— que en aquellas islas
del archipiélago griego el culto del
dios-año, el dios de los nombres
numerosos —Osiris, Adonis, Tammuz,
Pan— era históricamente practicado.
Con toda probabilidad, su muerte y su
resurrección se celebraban todavía en
tiempos del Imperio, aún prevalecía el
culto extático de mujeres que cada año
desmembraban y luego lloraban a su
dios con gritos y lamentos, y
desgarrando sus vestiduras. ¿Habría
Thamus, el timonel de Plutarco,
sorprendido a las islas en medio de un
duelo ritual por Tammuz? Lo que es
seguro es que, de haber pasado por esas
mismas islas el año anterior, o cualquier
otro año de los cinco o diez siglos
precedentes, las habría sorprendido en
plena celebración del mismo
acontecimiento crucial, y se habría
estremecido al escuchar los mismos
lamentos; porque el año, como creían
aquellos griegos, no podía cerrar su
ciclo sin ella.
Pierce había empezado a sentirse
muy extraño. Una sensación de déjà vu
lo dominaba: como si los engranajes de
cierto proceso mental se fueran
destrabando dentro de él y volvieran a
engranarse de una manera diferente,
aunque no nueva.
Y sin embargo, habiendo aprendido
esto ¿qué hemos aprendido? ¿Hemos
asimilado la historia de Plutarco y la
terrible profecía que contiene, la
anécdota de un mundo que perece? Yo
no lo creo.
Supongamos que un hombre
encuentra un billete de cinco dólares en
cierta esquina, a cierta hora del día.
(Sí. decididamente, él había leído
antes todo esto y sin embargo podía
recordar a qué conclusión llegaba).
La razón y las leyes de la
probabilidad le dirán que la esquina de
esta calle, que le ha brindado un tesoro
fortuito, no ofrece ahora ni más ni menos
posibilidades que cualquier otra esquina
de la ciudad de brindarle otro. Es sólo
la esquina de una calle, como todas las
demás. Y sin embargo ¿quién de
nosotros, al pasar por nuestra esquina de
la suerte, a nuestra hora afortunada, no
echaría una mirada en derredor? Una
conjunción ha tenido lugar en ella, entre
nosotros mismos, nuestros deseos y el
mundo: la esquina ha adquirido sentido;
si no produce nada más para nosotros
¿no estaremos tentados de pensar que tan
sólo nos hemos prevalecido de una
magia que la esquina tuvo realmente una
vez? Porque queremos, sin poder
evitarlo, imponer al mundo nuestros
deseos —por más que el mundo
permanezca impasible ante ellos y se
atenga a unas leyes que no son las
mismas que nuestra naturaleza supone
que debieran ser.
Pero la historia está hecha por el
hombre. El viejo Vico decía que el
hombre sólo puede comprender
plenamente lo que él mismo ha hecho; el
corolario de esta afirmación es que lo
que el hombre ha hecho es lo que él
puede comprender, y lo que él ha hecho
no permanecerá, como el mundo físico,
insensible a su deseo de comprender.
Así pues, si observamos la Historia y
encontramos en ella narraciones
fabulosas, tramas idénticas a las del
mito y la leyenda, pobladas por
personajes reales que sin embargo
ostentan los símbolos y hasta los
nombres de dioses y demonios, no
necesitamos sentirnos más alarmados ni
recelosos de lo que nos sentiríamos al
coger un martillo y descubrir que su
mango se adapta a nuestro puño y su
cabeza está equilibrada para golpear
con la fuerza que le imprimimos.
Estamos comprendiendo lo que nosotros
mismos hemos hecho, y su forma es
nuestra forma; nosotros hemos hecho la
historia, hemos hecho las calles con sus
esquinas y los billetes de cinco dólares
que encontramos en ellas: las leyes que
la gobiernan no son las leyes de la
naturaleza, son las que nos gobiernan a
nosotros.
Sepamos pues, de una vez por todas,
por qué aquellas voces lloraban la
muerte de Pan. Sepamos —las
respuestas son bien simples— por qué
Moisés tenía cuernos y por qué los
israelitas adoraban a un becerro de oro,
por qué Jesús era un pez, y por qué un
hombre con un cántaro de agua al
hombro condujo a los Apóstoles —a los
doce— a un aposento del primer piso.
Mas no pensemos por ello que, en tales
exploraciones, habremos despojado de
su significación a las historias que estas
figuras narran. Las historias
permanecen; si cambian, y lo hacen, es
porque nuestra naturaleza humana no es
inmutable; existe más de una Historia
del mundo. Pero cuando creemos haber
demostrado que no existe historia
alguna, que la Historia no es nada mas
que una maldita cosa tras de otra, es
sólo porque hemos dejado de
reconocernos a nosotros mismos.
¿Moisés tenía cuernos?
Sí, Pierce podía verlos en la
fotografía algo borrosa de la estatua de
Miguel Ángel, en la enciclopedia,
abierta delante de él sobre la repisa al
pie de la ventana, al lado de este libro,
El cuerpo del tiempo, también abierto
delante de él en la misma página. Él
tenía once años; no, doce. Los cuernos
eran sólo pitones, los de un ternerito.
Inverosímiles en la enorme cabeza
barbuda; pero allí estaban.
Había una historia. Pierce la veía
por primera vez, allí, en la repisa al pie
de la ventana, las montañas parduscas
bajo el manto de invierno y, perdiéndose
de vista, un jardín muerto; él no sabía
qué historia era ésa, sólo podía
imaginarla, imaginarla desplegándose y
tramándose y narrándose ella misma,
acumulándose profusa y tenazmente,
como nubes antes de una tormenta. Una
historia secreta se había estado
desarrollando a lo largo de los siglos,
en todo tiempo, una historia que se
podía conocer: allí la tenía él
bosquejada, o una parte de ella, los
secretos revelados, y si no los secretos,
al menos el secreto de que existían
secretos.
En su desván neoyorquino, Pierce
lió un cigarrillo y lo encendió; pero ese
gesto adulto no alteró la invencible
sensación de que su confuso y oscuro
mundo interior se estaba disolviendo en
una serie de imágenes, una sucesión de
diapositivas de linterna mágica,
proyectadas simultáneamente y a la vez
nítida y clara cada una de ellas, cada
una en algún sentido la misma imagen.
Cuando él era muy pequeño le
habían contado la historia del hombre
que, sorprendido por una tormenta, se
había refugiado en un viejo granero. Se
queda dormido sobre la parva de heno, y
cuando se despierta, es noche cerrada.
Ve, caminando por las vigas del granero,
una multitud de gatos; iban y venían por
las vigas, y cada vez que dos de ellos se
cruzaban, parecían pasarse un mensaje.
De pronto, dos gatos se cruzaron en una
viga muy cercana al sítio donde él yacía
oculto, y pudo oír que uno le decía al
otro: «Dile a Vivalón que Bobalón ha
muerto». Luego, cada cual siguió su
camino. Al día siguiente, cuando el
hombre vuelve a su casa, le cuenta a su
mujer lo que le ha sucedido, y lo que ha
oído que los gatos se decían: «Dile a
Vivalón que Bobalón ha muerto». Y al
oír esto, el viejo gato de la casa, que
dormitaba junto al fuego, se levantaba
de un brinco y exclamaba: «¡Entonces,
yo soy el rey de los gatos!». Y trepaba
por la chimenea, y nadie volvía a verlo
nunca más.
Ese cuento lo había hecho temblar, y
pensar, y cavilar días y días; no el
cuento en sí sino la historia secreta que
contenía y que no le habían contado: la
historia de los gatos, la historia secreta
que se había estado desarrollando desde
siempre y que sólo ellos, los gatos,
conocían.
Y eso mismo era lo que Pierce había
sentido, inclinado sobre la repisa de la
ventana, después de haber buscado a
Moisés en una docena de entradas de la
vieja Britannica y encontrado esa figura
y visto la cabeza encornada,
inexplicada, ni siquiera mencionada en
la leyenda al pie de la lámina. Siempre
habían estado allí, esos cuernos, incluso
cuando él ignoraba que existieran, pero
ahora lo sabía; y también sabía que
había una explicación, que él ignoraba
pero que podía conocer. Y eso, eso era
la Historia.
Y llegado ese momento, como si
hubiera encontrado esa historia al forzar
la caja que la contenía mientras buscaba
otra cosa, podía sopesar lo que había
ganado y lo que había perdido en el
largo espacio de tiempo transcurrido
entre entonces y ahora, entre aquella
ventana de Kentucky y ésta.
¿Cómo había llegado a perder su
vocación?
Ahora no podía volver atrás, por
supuesto, y descubrir dónde el hilo se
había soltado, y recogerlo; el tiempo
avanzaba en una sola dirección, y todo
lo que había aprendido ya no podría
desaprenderlo. Y sin embargo…
Sentado, con el libro de Barr sobre las
rodillas, escuchaba la ciudad silenciosa
y una tristeza irracional lo embargaba:
le habían robado algo, él mismo se
había robado algo, una perla muy
valiosa que había tirado
atolondradamente, y que ya nunca podría
recuperar.
Ese año una especie de extraña
peregrinación pareció comenzar en la
ciudad. Al principio, Pierce no había
reparado en ella, o la había pasado por
alto, aunque percibía el desasosiego y la
creciente distracción de sus alumnos,
como si escucharan los ecos de un
tambor lejano. De vez en cuando veía en
los corredores o en las gradas o en las
librerías donde siempre desazonado
fisgoneaba, o en las calles de su barrio
suburbano, personajes que parecían
ciertamente venir de otros mundos, pero,
concentrado como estaba en el suyo
propio, no se detenía a analizarlos;
pasaba por las aulas, por las calles,
como uno de esos personajes de
historieta que en la nubecilla de
pensamiento que flota sobre su cabeza el
autor sólo ha dibujado un signo de
interrogación. Cierto día, mientras
caminaba por un corredor atestado, se
había enfurecido a tal punto consigo
mismo, que no había podido evitar
aconsejarse de viva voz, casi a los
gritos, que «por amor de Dios» se
serenara, se lo sacara de encima, para al
momento percatarse —en tanto los
estudiantes, con los libros apretados
contra el pecho, se volvían y lo miraban,
sorprendidos— de que no tenía ni la
menor idea de qué era esa cosa, ese
estorbo que lo perturbaba y que
necesitaba sacarse de encima.
No, él no había perdido su
vocación: sólo había crecido; él
deseaba crecer, y aunque no lo hubiera
deseado, tampoco hubiera podido
evitarlo. La Historia, ese país
desconocido que él había vislumbrado
de lejos… sí, había demostrado ser
simplemente ordinario, diferente del
suyo no por su naturaleza, sino tan sólo
por detalles tediosos de geografía y
costumbres locales, esas listas que él
había tenido que aprender de memoria: y
él lo sabía, desde luego, puesto que
había explorado ese país hasta el
hartazgo; en él pasaba cada uno de sus
días de trabajo.
Crecer siempre había significado
para Pierce una partida, un viaje sin
retorno, dejar atrás los cuentos y los
prodigios: un viaje, así lo percibía él,
que lo alejaba para siempre de la
infancia, el mismo viaje sin retorno que
eternamente emprende la raza humana y
que él, Pierce Moffett, estaba
recapitulando en su propia ontogenia,
uniéndose a ella ahora, en su madurez en
el punto en que, para ese entonces, la
humanidad había llegado.
Cuando yo era niño pensaba como
un niño y actuaba como un niño; pero
ahora soy un hombre y he dejado atrás
las niñerías.
Había habido una historia al
comienzo —en su propia infancia y en la
de la humanidad— en la que un niño
podía habitar; una historia que uno podía
tomar al pie de la letra, de Adányeva y
Cristóbal Colón; y un sol con una cara, y
una luna con otra, y todo un acervo de
historias nunca desdeñadas,
simplemente abandonadas, con gratitud,
como un traje de baño que ya no te
sirve. Historias que, como los adultos
siempre le habían dado a entender,
tampoco le servirían cuando, con
ardiente literalidad, tratara de conseguir
que le certificaran o explicaran uno u
otro detalle sobrenatural; historias con
una trama gastada, envejecida, que se
desmenuzaba entre sus dedos. Cierta
Nochebuena, cuando en el ala de los
niños se había suscitado una acalorada
discusión, Sam Oliphant había llevado a
Pierce y a su prima Hildy, una niña un
poco mayor que él, a su enorme
dormitorio en los altos; y les había
explicado minuciosamente todo lo
relativo a Santa Claus; la explicación
les pareció verdadera, y les procuró,
además, una suerte de alivio, como el de
un polluelo al romper el cascarón: Hildy
y él admitidos en un círculo más amplio
del mundo; «pero no digáis nada de esto
a los otros», había añadido Sam, «son
demasiado pequeños y les aguaríais la
fiesta».
Más tarde, había vuelto a romper un
cascarón, pero de una historia más
trascendente: la de Dios y el cielo y el
infierno y las cuatro virtudes cardinales
y los siete misterios de la gloria y los
nueve coros de ángeles. Todo en un solo
día, le parecía al evocarlo, en un solo
día había salido de todo eso con un
suspiro de alivio, un ramalazo de
pérdida y la resolución de no volver por
ese camino nunca más, aunque pudiera,
pero tampoco podía: era demasiado
estrecho para que pudiera entrar en él, el
intrincado mecanismo de un reloj que en
adelante siempre llevaría dentro de él
como una reliquia, que sacaría tal vez de
tanto en tanto del bolsillo para
contemplarlo, en perfectas condiciones
de funcionamiento, sólo que detenido
para siempre.
Y más: avanzando siempre hacia
afuera, dejando atrás vastas esferas de
significado, a través de los ciclos de la
historia, no sólo Cristóbal Colón, que
descubrió que la tierra era redonda, no
sólo los Padres Fundadores y su
aterradora sensatez, sino de universos
enteros del pensamiento, cada uno de
ellos empequeñeciéndose cuánto más
iba él sabiendo acerca de ellos, hasta
que se volvían demasiado pequeños
para que pudiera habitar en su interior; y
él continuaba saliendo y cerrando
puertas detrás de él.
Y por fin llegaba al último, al más
exterior de todos, al mundo real,
ilimitado. Acerca del que nada podía
decirse, porque para llegar a él, él y la
raza humana, a cuya marcha incesante
acababa de unirse, había tenido que
atravesar cada uno de los universos de
que era posible hablar. Los llevaba
todos dentro de él; desnudo porque
había crecido demasiado y ya ninguno
de ellos podía contenerlo, miró a lo
lejos, hacia el silencio y hacia las
azarosas estrellas.
Algo espantoso le había sucedido.
Sin saber nada aún acerca de las
técnicas de la Climateria, que mas tarde
habría de aprender, Pierce no podía
trazar la curva de su profunda desazón,
aunque volviendo la vista atrás hubiera
podido discernir con suficiente claridad
lo que le había ocurrido: había caído
bruscamente a la Meseta de sus veintiún
años, su Tercer Climaterio. La
desangelada síntesis que hiciera en
Noate —la pose existencial y la
petulancia del «sólo sé que no sé
nada»— se había hecho pedazos, lo
mismo que los trajes negros con que se
vestía. La curva sinusoide de su vida se
había dado vuelta como una montaña
rusa, precipitándolo, a través de su año
de tránsito descendente, al cenagal del
fondo. Y hacia la primavera de 1967
estaba hundido en él.
Cuando ese mes de junio finalizaron
las clases, Pierce volvió a Noate para
concluir y registrar su tesis, para hacerla
aprobar y publicar, pura y simplemente,
en mérito a la elegancia de su estilo y
sus análisis minuciosos aunque por
momentos extravagantes. Él mismo la
veía como una cosa muerta, y las horas
de trabajo que había invertido en ella no
hacían sino acrecentar esa impresión.
Era una obra en pietra dura, o esferas
chinas de marfil contenidas una dentro
de otra, pero estaba acabada. Desde la
biblioteca y los claustros de Noate (Barr
estaba en su año sabático) escuchaba,
como un eco lejano, las campanillas y
los pífanos de la procesión. Alguien le
dijo que, en los patios de la
Universidad, mientras él tallaba
filigranas en la biblioteca, había tenido
lugar una manifestación pro-Dow o pro-
Tao, no estaba seguro de cuál de los dos.
Pero en las calles de su barrio, la
música sonaba más estridente.
La ciudad se había recogido las
mugrientas faldas y, achacosa y
reumática, se había puesto en pie y
echado a andan en la fachada gris del
edificio de la acera de enfrente, que
Pierce conocía caá tan bien como su
propia cara, habían pintado, durante su
ausencia, lunares y estrellas y soles
radiantes; a las viejas cabezas de piedra
que se ocultaban como oscuras
cariátides bajo los aleros, les habían
abierto los ojos con pinturas brillantes,
y ahora miraban, sorprendidas. Por
todas partes había trashumantes,
peregrinos con vestimentas exóticas;
pero el barrio en que vivía Pierce
semejaba, más que cualquier otro, una
ciudad medieval en día de feria o
festividad religiosa: había penitentes
con túnicas naranjas y las cabezas
rapadas cantando y contoneándose y
sacudiéndose a los ritmos de un baile de
San Vito; había gitanos que llegaban a la
ciudad cargados de pieles y plumas y
pendientes, que acampaban en las plazas
astrosas de basura y desperdicios, y
sacudían sus panderetas y robaban.
Había buhoneros y malabaristas y
camellos, había mujeres con largos
vestidos de confección artesanal y
ajorcas y pulseras de cobre, que se
sentaban en el portal de su edificio y
daban de mamar a sus bebés; había
locos y monjes con hábitos grises y
mendigos en andrajos que pedían
limosna.
Pierce continuaba leyendo. Se había
inventado la imprenta y las librerías se
llenaron repentinamente de raras
mercancías; había periódicos nuevos
impresos en colores chillones,
llamativos; había almanaques y libros de
profecías, había escrituras extrañas,
baladas, manifiestos. Profundamente
sorprendido, Pierce empezó a descubrir
entre ellos reediciones en colores
brillantes de libros que habían
significado mucho para él en su infancia,
una infancia transcurrida mayormente
entre cubiertas de libros, una infancia
que ahora podía revivir con sólo abrir
aquellos libros que no había vuelto a ver
desde la antigüedad, desde su propia
Edad de Oro.
Ahí estaban, por ejemplo, las obras
de Frank Walker Barr de diez o veinte
años atrás, respetuosamente reeditadas
en una nueva colección en rústica,
incluso las que Pierce conocía, como El
cuerpo del tiempo o Mythosy Tyrannos;
alguien había tenido la brillante idea de
presentarlas bajo la sobrecubierta de un
único cuadro titánico del Barroco,
repleto de figuras, del que la cubierta de
cada volumen era sólo un detalle, de
modo tal que, la obra completa una vez
editada, formara el cuadro entero.
También estaba El rey Arturo para los
más jóvenes, de Sidney Lanier, con
todas las ilustraciones originales, tan
rutilante y tan fría a su tacto como cierta
mañana de Navidad; un ejemplar
manoseado, con los cantos raídos,
regalo de su padre, había permanecido
largo tiempo en su biblioteca de niño. Y
un libro que en el primer momento, bajo
sus nuevas tapas blandas, no reconoció,
para al instante descubrir, al abrirlo,
como quien desenmascara a un amigo de
la infancia, un texto que él conocía,
porque era una simple reimpresión del
que él había leído en la antigua edición.
Era El viaje de Bruno, una especie de
demografía, por un autor de novelas
históricas, Fellowes Kraft; no recordaba
nada de su contenido, salvo la profunda
impresión que le había causado su
lectura; de lo que pensaría de él ahora,
no tenía la menor idea. La página en que
lo había abierto era ésta:

La inmensa carcajada de Bruno


cuando comprendió que Copérnico
había invertido el universo ¿qué era sino
deleite ante la confirmación de su
certeza de que la Mente, en el centro de
todas las cosas, contiene en su interior
todo aquello de lo cual es el centro? Si a
la Tierra, el antiguo centro, se la sabía
ahora girando en algún lugar entre el
centro y el espacio exterior; y si el Sol,
que antes giraba en una órbita a mitad de
camino, era ahora el centro, el cinturón
de los astros había sido entonces
sometido a una media vuelta como la de
la cinta de Moebius. ¿Y la antigua
circunferencia? ¿Qué había sido de ella?
Se había convertido en algo
absolutamente inimaginable: el universo
estallaba en la infinitud, círculo del que
la Mente, el centro, estaba en todas
partes y la circunferencia en ninguna. El
engañoso espejo de la finitud se había
hecho añicos, reía Bruno, los reinos
estelares eran un brazalete de pedrerías
en la mano.

Copyright 1931. ¿Quiénes estaban


publicando estas cosas nuevamente?
¿Cómo sabían que él las necesitaba?
¿Por qué las veía él debajo de los
brazos, en las carteras con borlas de los
effendu de los guardabosques, de los
injuns de las calles atormentadas por
los tamboriles? Pierce tenía la extraña
sensación de que puertas aherrojadas
dentro de él desde hacía mucho tiempo
se estaban forzando, que en la amnistía
general del carnaval, algo encarcelado
en él desde la pubertad estaba a punto
de salir —un poco por error— en
libertad, al aire libre, para ser saludado
con aclamaciones por la alegre
muchedumbre.
¿Algo? ¿Qué? Cuando llegó el frío,
las bullangueras multitudes buscaron
cobijo, acurrucándose, envueltas en
pieles decrépitas, en los zaguanes, en
los lugares públicos con calefacción.
Pierce acogía por una noche o una
semana a extrañas criaturas perdidas;
muchachos con resfríos de cabeza, lejos
del hogar, cocinaban arroz integral en su
hornillo, las chicas ejecutaban, sentadas
en el suelo en posición de loto, sencillas
artesanías nativas, compartían la cama,
reanudaban su peregrinaje. En sus
interminables disquisiciones sin
puntuación, una papilla de posibilidades
quiméricas, tan reales para ellos como
irreales eran la ciudad peligrosa y el
circundante mundo cotidiano, Pierce oía,
radiante de alegría y con una viva
desazón, el fin, no el fin del mundo, no,
sino el de ese mundo en el que él había
crecido, el mundo que todo hombre,
llegado a la edad adulta, imagina que
nunca habrá de cambiar. La Climateria
llegaría un día a sugerirle que el mundo
crece sin cesar y estalla en
posibilidades, se rebela contra el
pasado, elabora el futuro y se sosiega
para hacerse ponderado y viejo, todo en
exactamente la misma pautada secuencia
en que lo experimenta en su vida cada
ser humano; pero Pierce no conocía la
Climateria en ese entonces: se dejó
crecer el pelo, y contemplaba la
procesión desde su ventana. Y pensaba:
Ahora, ya nada volverá, nunca jamás, a
ser igual.
Cinco
Mientras galeones de venerable
edad como Noate se debatían al azar de
las rompientes, el Barnabas College,
ligero como un pequeño yate de paseo,
había virado sin vacilar a favor de los
nuevos vientos. Los cursos de historia,
de química y de lenguas del viejo mundo
cotidiano iban, semestre tras semestre,
reduciéndose al mínimo (el 101 de
Pierce acabaría por abarcar la Historia
desde tiempos inmemoriales hasta casi
el presente, mientras los del nivel 200,
fuera de su área, trataban ahora,
principalmente, no del pasado, sino de
las probabilidades, las utopías y los
armagedones que fascinan a todos los
adolescentes). Los libros de texto
clásicos eran arrumbados y sustituidos
por escuetos volúmenes en rústica, a
menudo elegidos por los estudiantes: al
fin y al cabo, decía el doctor
Sacrobosco, son ellos los que pagan.
Los profesores veteranos afrontaban la
situación enmudeciendo o cambiando
vistosamente de chaqueta; los jóvenes
como Pierce, que era casi
contemporáneo de sus alumnos,
enfrentaban con un sentimiento de
impotencia a esos niños que parecían
haber venido al Barnabas para que se
les instruyera sobre un mundo de su
propia invención.
Earl había tratado de prestarle
ayuda.
—Es que tú no eres suficientemente
maleable —dijo, modelando con las
manos un objeto invisible—. Los chicos
quieren jugar, jugar con esas ideas
nuevas para ellos. Sé complaciente.
—Ser complaciente con los estudios
no es la idea que yo tengo de…
—Con las fantasías, Pierce. Sé
complaciente con sus fantasías. Él,
Sacrobosco, dictaba un curso de
astronomía, en el que se aprestaba para
incluir, ante la insistencia de sus
alumnos, la enseñanza práctica de la
astrología judiciaria, de modo que sabía
muy bien de lo que hablaba. Earl era
suficientemente maleable. Pierce hacía
todo lo posible, podía mostrarse
complaciente, y lo hacía, pero
continuaba pensando en su curso como
en un curso de historia, sobre el modelo
de los que él había seguido en Noate
bajo la dirección de Barr: compendioso
sin duda y lleno de digresiones, pero un
curso de historia. Sus alumnos,
aparentemente, querían otra cosa. Les
encantaba escuchar las historias que
Pierce parecía cosechar de sus recientes
y profusas lecturas, comentaban con
unánimes murmullos de admiración las
ideas que proponía, pero las agasajaban
indiscriminadamente, mezclándolas con
sus otros invitados mentales a un
guateque del que Pierce, un intruso, no
podía participar. Esos jóvenes no habían
venido a la universidad para librarse de
sus supersticiones —como
aparentemente lo hicieran los de su
generación— sino en busca de otras
nuevas y distintas que adoptar; no
parecían comprender la naturaleza de la
evidencia, y no estaban seguros de si la
Edad Media venía antes o después del
Renacimiento; las minuciosas
distinciones de Pierce los exasperaban,
y cuando mostraba consternación ante su
ignorancia se sentían insultados.
—Pero éste es un curso de Historia
—argüía, ante los rostros agresivos
desús oyentes—, un curso sobre el
tiempo pasado y lo que realmente
aconteció en ese pasado. Lo que se
describe en los relatos sobre ese tiempo
pasado no es válido sino en la medida
en que da cuenta de hechos que
efectivamente tuvieron lugar, y eso es
por lo tanto lo que debemos aprender, y
la razón por la cual, ante todo,
estudiamos Historia. En cuanto a todas
esas otras cosas, tal vez en el curso del
doctor Sacrobosco, o en el de la señora
Black sobre el Culto de las Brujas como
Movimiento Feminista… —Después de
la clase, sin embargo, se apiñaban sin
resentimientos alrededor de su
escritorio, para darle las últimas
noticias de la Atlántida, de los secretos
de las Pirámides, de la Era de Acuario.
—¿Qué es la Era de Acuario? —le
preguntó a Earl Sacrobosco. Pierce y
otro de los profesores jóvenes, una
mujer llamada Julie que acababa de
incorporarse al plantel de Barnabas para
enseñar Periodismo de la Nueva Era,
asistían a una cena íntima en casa de los
Sacrobosco. Earl había adquirido un
poco de moría, ho ho, para compartirla
con los jóvenes una vez que la señora
Sacrobosco se fuera a dormir.
—¿La Era de Acuario? —repitió
Earl, y sus cejas se arrugaron
rápidamente arriba y abajo (sin que su
peluquín, siempre delator, se moviera de
su sitio)—. Bueno, es un efecto de la
precesión de los equinoccios. Muy
simple en realidad. La tierra, ¿ves?, al
girar sobre su eje —Earl enfrentó uno a
otro sus dedos índices y los hizo girar—
no tiene un movimiento regular, vacila
un poco, gira más o menos como un
trompo cuando se le está acabando la
cuerda. —Los dedos describieron esa
excentricidad—. Un movimiento
completo, sin embargo, requiere mucho
tiempo, unos veintiséis mil años, en
completar su órbita. Ahora bien, uno de
los efectos es que la dirección del eje
que apunta hacia el cielo, el Norte
verdadero, se altera lentamente con el
paso del tiempo. La estrella hacia la
cual apunta, la estrella boreal, no es la
misma estrella al comienzo que en la
mitad del ciclo.
—Ahá —dijo Pierce, visualizando.
—Otro efecto —prosiguió Earl— es
que la bóveda celeste se desplaza
respecto del sol. Como las posiciones
relativas de los objetos de esta
habitación cambian si hacéis girar la
cabeza lentamente.
Los tres hicieron la prueba y por un
momento rieron a carcajadas.
—Bueno —siguió diciendo Earl—,
la bóveda celeste se desplaza. Lo podéis
comprobar si observáis, un mismo día
de cada año, en qué signo del zodíaco
sale el sol; y si los días que elegís son
los de los equinoccios, los que tienen la
misma longitud que las noches, si
entendéis lo que quiero decir. Y si lo
hacéis durante mucho tiempo, durante
siglos, podréis ver que el sol va
retrocediendo muy lentamente. Sale, en
el equinoccio, apenas un poquito más
tarde cada siglo, es decir, apenas un
poco más al este del signo. Y podéis
suponer, claro, que seguirá haciéndolo
hasta que haya retrocedido una órbita. Y
eso es lo que hace. —Calló un momento,
alzando las cejas, pensativo, el pequeño
felpudo siempre inmóvil—. Y eso es lo
que hace.
—¿Sí? —dijo Pierce—. ¿Y
entonces?
—Entonces, después de un tiempo,
de un tiempo larguísimo, el sol sale una
mañana bajo un signo nuevo. Ha
escapado de un signo y retrocedido al
anterior. Ahora, en el equinoccio de
primavera sale en uno de los primeros
grados del signo de Piscis. Pero está
siempre en tránsito, es decir, en relación
con nosotros, porque en realidad somos
nosotros los que estamos en tránsito; y
muy pronto… bueno, «muy pronto»
astronómicamente hablando, dentro de
un par de centenares de años o algo así,
empezará a salir bajo el signo de
Acuario. Será el fin de la Era Pisciana,
que comenzó hace unos dos mil años, y
el comienzo de la Era de Acuario.
Dos mil años, la Era Pisciana, el
mundo pasa de a.C. a d.C. Jesús. Y
Jesús era un pez.
—Oh. Oh —dijo Pierce.
—Siempre en precesión, ¿os dais
cuenta? —dijo Earl con aire soñador—.
En precesión. Antes de Piscis fue Aries,
el carnero, y antes Taurus, el toro, y así
sucesivamente.
Moisés tenía cuernos de carnero, y
había derribado del altar al becerro de
oro. Y entonces, dos mil años atrás,
viene Jesús, el pez, un cielo nuevo y una
nueva tierra, y el pastor Pan huye de las
laderas de las montañas. Y el mundo
esperaba ahora al Aguatero, el hombre
con el cántaro de agua.
—Según los chicos —dijo Pierce—,
ya ha llegado.
—Sí, bueno —dijo Earl con
indulgencia.
Una vez más, intensamente, tenía
Pierce esa sensación de que una serie de
diapositivas de linterna mágica se
proyectaban dentro de él todas a la vez,
superponiéndose unas a otras, todas la
misma imagen. ¿También eso lo había
oído decir antes de ahora y lo había
olvidado? Iam redit et Virgo, redeunt
Saturnia regna: sí, seguro, la Virgen
vuelve, porque si dos mil años atrás,
cuando Virgilio escribió este verso, el
sol estaba entrando en Piscis, en el
equinoccio de otoño el sol saldría en…
uno dos tres cuatro cinco seis… sí, en
Virgo. O sea que también Virgilio al
parecer sabía de estas cosas. Y él,
Pierce, había leído y estudiado a
Virgilio en St. Guinefort, y no lo había
comprendido. Tenía la sensación de que,
si todo esto continuaba, pronto se
encontraría sentado nuevamente delante
de su primer abecedario, de su primer
catecismo, y musitando: oh, ahora lo
veo, ésa era la historia que esos cuentos
me narraban en clave, éste es el secreto
que me ocultaban.
Díle a Vivalón que Bobalón ha
muerto: el gran dios Pan ha muerto.
—Yo creía que el equinoccio era el
21 de marzo —dijo Julie.
—Y lo es, más o menos —dijo Earl.
—Pero eso es Aries.
—Fue Aries, en un tiempo; tal vez
cuando todo el sistema fue codificado.
—Pero entonces todos esos signos
solares, esos signos de nacimiento, son
falsos. —Hablaba como si se sintiera
atacada. Pierce sabía lo importante que
era para ella su signo de nacimiento, los
significados que le atribuía. Llevaba en
una cadena colgada del cuello un
escorpión de cobre esmaltado—. No son
válidos.
—Se reajustan dentro del sistema —
dijo Earl vagamente, y movió la mano
como si sintonizara un canal en un
televisor—. Se reajustan.
Pierce sacudió la cabeza,
confundido. Una especie de colisión
parecía estar produciéndose en él, una
colisión de una magnitud sin
precedentes: dos inmensos sedanes,
suyos los dos, que aproximaban sus
trompas lenta, lentamente, se embestían
y se aplastaban los morros, los
conductores paralizados de horror.
—Pero es sólo ese pequeño
tambaleo —dijo.
—Imagínate el efecto, sin embargo
—dijo Earl, llevándose a los labios el
joint humeante—, si la tierra estuviera
inmóvil. El firmamento entero estaría
cambiando de posición. Un pequeño
detalle muy importante al parecer.
—Pero no lo hace.
Earl sonrió.
—Bueno, todo eso está volviendo —
farfulló, conteniendo la respiración—.
Es una nueva era.
Redeunt Saturnia Regna: la vieja
Edad de Oro que retorna. Muchas veces,
volviendo a casa por las calles
iluminadas, en la cama con Julie,
tomando el desayuno, en el cuarto de
baño, de pie en el aula, abstraído frente
a sus estudiantes, Pierce volvía a
experimentar repentinamente, como un
nudo en la garganta o un zumbido en los
oídos, esa impresión de colisión que
había tenido por primera vez en casa de
Earl: como si se encontrara en una
especie de encrucijada, no, como si él
mismo fuera la encrucijada, un cruce de
caminos donde confluían las caravanas,
cargadas de pesadas mercancías,
venidas de comarcas remotas, y
chocaban con otras también
provenientes de lejanas tierras, pero
distintas, y también con distintos
derroteros; recuas, mercaderes con
joyas cosidas a los forros de sus ropas,
nómades de tez cetrina de ninguna parte
transportando nada, correos imperiales,
espías, niños extraviados. La historia
que él creía conocer, el camino que
tomaba cada día para ir a su trabajo, el
sendero que lo conducía hacia atrás, a
través de un laberinto de batallas,
migraciones, conquistas, bancarrotas,
revoluciones, una cosa tras de otra,
hombres y mujeres que hacían y decían,
soñaban y jugaban; esa senda que
acababa enroscándose a ciegas sobre sí
misma en el corazón de una hoguera
extinguida en una estepa vasta y
silenciosa —de ese camino, sí, parecía
partir otro igualmente largo y
laberíntico, sólo que perdido hacía
mucho, muchísimo tiempo; y por alguna
razón ahora, precisamente ahora, se
había tornado visible una vez más, tanto
para Pierce como para otros, como un
viento de amanecer que se levanta
mientras la noche palidece. Parecía
emerger del mismísimo pie del sillón de
pana raída (recientemente recogido en la
calle) en el que tarde ya, a altas horas de
la noche, Pierce se sentaba a meditar. En
la lejanía de ese camino, el pasado no se
oscurecía con la distancia, se volvía
más luminoso; era el camino que
conducía a las landas aurórales, a los
sabios ancestros que conocían lo que
nosotros hemos olvidado, a las ciudades
radiantes construidas con artes hoy
perdidas.
Ni tampoco se alejaba serpenteando
para perderse en un final entre las
bestias: no, aunque mucho más corto que
el camino que Pierce llamaría la
Historia, era en realidad infinito puesto
que, llegado a su culminación, regresaba
a sus días primigenios; la serpiente se
mordía la frenética punta de su cola.
Hoy en día la Historia está hecha de
tiempo, pero en un pasado remoto estaba
hecha de otra sustancia.
Bueno, ésta podía ser una historia
para contar a sus hijos ¿verdad?, pensó.
La historia de esa Historia que está
hecha de tiempo, de esa Historia que es
tan distinta de la Historia y a la vez tan
simétrica a ella como el sueño lo es a la
vigilia. Como el sueño a la vigilia.
Se levantó de su sillón nuevo con
cierta dificultad y fue hasta la ventana;
apagó las luces y se asomó para
contemplar la ciudad jamás a oscuras.
Cierta vez, una mañana, cuando era
un niño de… ¿cuántos años?, no más de
cinco o seis, Pierce se había despertado
de sueños aterradores, de búsquedas y
pérdidas laberínticas, y su madre había
tratado de explicarle la naturaleza de los
sueños, por qué, aunque pareces estar en
peligro mortal, nunca puedes ser dañado
en ellos, no realmente. Los sueños, dijo,
no son más que historias con la
diferencia de que no son historias de
afuera, como las de los libros o las que
cuenta papá; los sueños son tus propias
historias las de adentro.
Las historias de adentro anidan cada
una dentro de otra y de todas las demás,
como si todas esas historias dentro de
las cuales hemos estado alguna vez
anidaran todavía dentro de nosotros,
hasta el comienzo mismo de las cosas,
cualquiera que éste sea o haya sido. Las
historias son ese algo de que está hecha
esa Historia que no está hecha de
tiempo.
Raro, pensó, raro raro rarísimo. Y
en realidad él mismo había empezado a
sentirse raro, como si a través de sus
pies desnudos pudiera percibir la
rotación de la tierra.
Tal vez, después de todo, no había
perdido para siempre su vocación; quizá
sólo la había extraviado
momentáneamente al cerrar, por error, la
puerta a la única historia que él no podía
desechar al crecer: esa historia de por
qué hay una historia. Y esa puerta que
antaño cerrara se había abierto
repentinamente al impulso de los nuevos
vientos que empezaban a soplar; y otras
se abrían detrás de ella, una tras de otra,
abriéndose interminablemente hacia
atrás, hacia los siglos de colores.
En un principio, cuando empezó a
enseñar en Barnabas, y dado el carácter
un tanto ambiguo de su licenciatura en
Estudios del Renacimiento, Pierce había
sido nominado no sólo para la cátedra
de Historia sino también para la de
Literatura I, o Introducción a la
Literatura Universal, un curso todavía
obligatorio en aquel entonces. Homero,
Sófocles, Dante, Shakespeare,
Cervantes, todos pasaban al vuelo en el
primer semestre, muy por encima de las
cabezas de la mayoría de los
estudiantes, como pterodáctilos que
aletearan lentamente, vagamente
vislumbrados. Pierce suponía que si más
tarde en la vida se topaban con alguno
de esos autores, les sería agradable
poder asegurar que ya antes les habían
sido presentados.
Cuando llegaba a Dante, a quien
siempre había considerado insufrible,
Pierce solía usar una triquiñuela que
aprendiera en Hoate del doctor Kappel,
que había sido su profesor en el primer
curso equivalente, y que tampoco
simpatizaba con Dante. Al inicio de la
clase, tal como haría el doctor Kappel,
trazaba con tiza un círculo en el
pizarrón.
—El mundo —decía.
Una escotilla en el borde del mundo.
—Jerusalén.
—Debajo de Jerusalén está el
Infierno, que desciende como una
espiral o un cono, más o menos así. —
Una espiral hasta el centro del círculo
del mundo—. Aquí dentro están las
almas de los condenados y muchas de
las almas de los ángeles caídos. En el
centro mismo, en un pozo congelado, una
figura gigantesca: el Diablo, Satán,
Lucifer. —Un monigote—. Bien. —En el
extremo más distante opuesto a
Jerusalén dibujaba una marca—. Aquí
hay una montaña de siete tramos: el
Purgatorio, que se yergue solitaria en el
desierto Mar Austral. Aquí, en los
distintos tramos, hay otros muertos, los
pecadores veniales cuyos crímenes han
sido perdonados pero no purgados.
De un solo trazo de tiza dibujaba un
círculo alrededor del que representaba
la Tierra, y por encima de él, una luna
creciente.
—Por encima de la Tierra,
circundándola, está la Luna. Por encima
de la Luna, el Sol. —Más círculos
concéntricos extendiéndose hacia afuera
—. Mercurio, Venus, Marte. —Cuando
había siete círculos alrededor del
círculo de la tierra, dibujaba uno más—.
Las estrellas, todas fijas, dando vueltas
alrededor de la tierra una vez cada
veinticuatro horas. —Golpeaba la
pizarra con la tiza—. Fuera de todo esto,
Dios. Con miríadas de ángeles que
cuidan de que todo gire en orden
alrededor de la Tierra.
Luego retrocedía, contemplando este
cuadro y preguntaba:
—Ahora bien, ¿qué es lo primero
que notamos en esta imagen del
Universo, que es la imagen que Dante
nos presenta en su poema?
Generalmente, silencio.
—A ver, sin miedo —decía Pierce
—. Lo primero, lo más evidente de esta
imagen.
Una conjetura tímida, casi siempre
de una chica:
—Es de una profunda inspiración
religiosa.
—No no no —decía Pierce
sonriendo—, no. Lo primero que
notamos. —Y tomando su ejemplar de
Dante, y siempre sonriendo, lo blandía
delante de ellos—. No es verdad, no es
verdadera. No hay ningún infierno en el
centro de la Tierra, ningún Diablo.
Falso.
No es cierto, no hay una montaña de
siete tramos en el desierto Mar Austral,
ni hay tampoco un desierto Mar Austral.
—Contempló otra vez su dibujo—;
señalando sus trazos. Los alumnos
empezaban a reírse entre dientes—. La
Tierra, damas y caballeros, no está en el
centro del Universo, ni siquiera en el
centro del sistema solar. El sol, los
planetas, las estrellas, no giran
alrededor de ella. En absoluto. En
cuanto al hecho de que Dios esté fuera
de todo eso, no opino, pero creer en él
exactamente de esta forma es difícil,
diría yo.
—Bien. —Acabada la broma, se
volvía de nuevo hacia ellos—. No es
verdad. Ésta no es una historia
verdadera y no sucede en el universo en
el que habitamos nosotros. Lo que en
este libro, sea lo que sea, puede haber
de importante (y yo creo que es cosa
importante) —y al decir esto bajaba un
momento los ojos con aire reverente—
no reside en el hecho de que sea
informativo acerca del mundo dentro o
fuera del cual vivimos. Lo que vamos a
tener que descubrir es por qué, de todos
modos, puede ser importante para
nosotros. En otras palabras, por qué es
un clásico.
Y a continuación pasaba con
facilidad o al menos más fácilmente al
bosque umbrío, a los sabios y los
amantes, los Papas ardientes, la mierda
y los escupitajos, al descenso hacia la
oscuridad y el ascenso hacia la luz. Era
una buena artimaña y Pierce la había
perfeccionado a lo largo de dos o tres
semestres, hasta que un día de fines del
otoño volvió la espalda a la imagen
completa y preguntó:
—Ahora bien: ¿qué es lo primero
que notamos en esta imagen del
Universo? —y descubrió que era
observado por la pandilla de piratas
(con sus cautivos) que constituían su
clase de Introducción a la Literatura
Universal, con los ojos opacamente
vivos, las bocas apenas entreabiertas,
fascinados y en paz.
—¿Qué es —repitió, sin su vigor
habitual— lo primero que notamos en
este cuadro del Universo?
Ellos parecían inquietos, como si
notaran muchas cosas pero sin saber a
ciencia cierta cuál era la primera;
algunos parecían fascinados por su
mándala; otros parecían dormidos o
ausentes, respirando con tranquilidad.
Los que parecían tener un interés febril
se reían en realidad de una broma, un
juego distinto del que jugaba Pierce. Y
Pierce sintió crecer en su interior la
horripilante certeza de que la distinción
que les iba a proponer no sería
comprendida; y de que tampoco él, al fin
y al cabo, la comprendía ya totalmente.
—No es verdad —dijo quedamente,
como si hablara a sonámbulos a quienes
temiera despertar—. De veras, no es
verdad.
Al salir del edificio ese día, dejando
atrás los grupos de mendigos y las
mesas de los panfleteros, Pierce se
sorprendió preguntándose cómo se las
apañaría Frank Walker Barr con sus
clases en estos tiempos. El viejo Barr, el
bueno de Barr sugiriendo amable,
tentativamente, que aún podían quedar
en este mundo galvanizado y frío
algunos bolsones de misterio, algunas
aldeas fronterizas aún no pacificadas y
que acaso nunca pudieran ser sometidas;
Barr contando historias, insistiendo en
el valor de las historias, siempre con
esa risita reticente. En fin, era como
llevar ahora hierro a Vizcaya, era peor
que eso, el mundo había girado una
vuelta entera y dado a luz a un nuevo
signo, estos chicos creían las historias
que les contaban.
—Bueno, eso tiene bastante sentido
—le dijo Julie—, astronómicamente
puede que haya que esperar mucho
tiempo; pero si estuviéramos en la
cúspide podríamos percibirlo, y sentir
su influjo y ver los signos; y los vemos,
yo los veo. —Sentada, cruzada de
piernas sobre la cama de Pierce (que
compartían), se pintaba con extático
cuidado las uñas, usando lacas de
colores brillantes e intentando una serie
de símbolos, estrella, luna, ojo, sol,
corona—. La cúspide podría ser este
tiempo en blanco, cualquier cosa puede
suceder, la vejez de un mundo, el
nacimiento de otro. Tú estás detenido y
a la espera justo en el punto de
inflexión. Y todas las cosas que antes
fueron, van a ser en adelante diferentes;
todo lo concebible es, apenas por un
segundo, posible; y ves cómo viniendo
hacia ti desde el futuro la gente nueva. Y
la estás viendo llegar, hermosa, y estás a
la espera de oír lo que dirán, y
preguntándote si la comprenderás
cuando te hablen. —Alzó hacia Pierce
su mano mística—. Tiene mucho,
muchísimo sentido —dijo.
Ellos crearán, soñándola, la Nueva
Edad del Mundo, pensó Pierce
maravillado, ¿de qué otro modo pueden
sino nacer las nuevas eras del mundo?
Sintió que lo inundaba un
sentimiento de piedad y de amor por los
niños, por las legiones andrajosas en
peregrinación a lo largo del único
camino que en realidad había, creando
el mundo al avanzar, y en la nubécula de
pensamientos que coronaba cada cabeza
un único signo de interrogación.
Lo que ellos necesitaban —lo que él
mismo iba a necesitar para el caso— no
era tanto más historias como una
valoración, una razón, una explicación
de por qué esos cuentos sobre el mundo,
precisamente ésos y no otros, estarían de
nuevo en todas partes después de un
largo sueño, y por qué, aunque no
podían a primera vista ser verdaderos,
podrían precisamente ahora parecer o
estar convirtiéndose en verdaderos. Una
explicación, un modelo; algún medio en
virtud del cual aquellos que se
alimentaban de fantasías como de pan
pudieran saber cuáles eran, realmente,
los nuevos y cuáles los viejos sueños
que todavía se soñaban, historias de
adentro de las que el género humano
nunca había despertado del todo; o no
sabía que había despertado: porque los
que no saben que han despertado de un
sueño están condenados a seguir
soñándolo sin saberlo.
¿Y todo a causa de la Era de
Acuario? No, era fatuo, claro que sí.
Con seguridad no la Era sino el corazón,
y tampoco todos los corazones, se
trocaba de oro en plomo y otra vez en
oro; Moisés tenía cuernos debido a
algún error de la traducción del hebreo
al latín o del latín al inglés, y Jesús era
tan Cordero o León como era Pez, y el
mundo giraba sobre un eje inclinado por
razones que sólo él conocía y que nada
tenían que ver con nosotros. Empezar
por avenirse a una u otra de estas
historias grandiosas… Bueno, y ¿qué se
hacía con todas las demás, igualmente
grandiosas y fascinantes que aparecían
en la trama de la historia, si la tela (una
tela tornasolada, una tafeta de matices
cambiantes) fuese contemplada bajo otra
luz? No, con seguridad Barr sólo había
querido sugerir que las fuerzas
económicas y sociales no podían, por sí
mismas, generar los hechos caprichosos
de la historia humana, y que el no ser
capaz de experimentar las titánicas
entradas y salidas de escena de
alegorías barridas por el viento era
perder no sólo la mitad de la gracia de
la Historia, sino excluirse uno mismo de
la Forma en que la Historia, la larga
vida del hombre sobre la tierra, ha sido
experimentada en realidad por aquellos
que la estaban creando. Lo cual es
precisamente tanto el tema del
historiador como lo son las condiciones
materiales objetivas y los hechos que se
propone descubrir.
Pero no nos apresuremos
demasiado: eso era todo lo que Barr
estaba diciendo a sus alumnos, a sus
alumnos de uniforme gris y pelo cortado
a la americana en las postrimerías de la
Edad de la Razón. Reconozcamos —
aunque nos sorprenda y confunda, las
cosas son así— que los hechos no son
en definitiva desentrañables de las
historias. Fuera de nuestras historias,
fuera de nosotros mismos, está el otro
mundo, el mundo sin historia, el
inhumano, ese absolutamente otro mundo
físico; dentro de nuestras vidas humanas,
dentro de ese mundo están nuestras
historias, nuestros baluartes, sin los
cuales nos volveríamos locos, tal como
enloquece a la larga el hombre privado
de soñar. No, verdadero no: sólo
necesario.
Pero la Edad de la Razón era un
castillo inexpugnable y lo que ahora
Pierce oía decir constantemente era que
el mundo real, el que siempre le había
parecido tan invulnerable, empezaba a
desmenuzarse a la luz de las
investigaciones. Relatividad.
Sincronicidad. Incertidumbre. Telepatía,
clarividencia, gimnosofistas de Oriente
levitando, transformando la propia piel
en oro sólo por obra y gracia del
pensamiento. Quizás el deseo pudiera
lograrlo para el deseador avezado,
suficientemente entrenado en las artes
necesarias, esas artes tan largo tiempo
reprimidas por el Santo Oficio del
Imperio de la Razón que habían acabado
por atrofiarse, languideciendo en
cárceles. Ácidos potentes podrían, sin
embargo, disolver los cerrojos, limpiar
las puertas de los sentidos, dejar entrar
la luz de los distantes paraísos reales.
Eso era lo que Pierce escuchaba.
¿Y si Barr se hubiera equivocado?
¿Y si ni por dentro ni por fuera
existieran esas categorías exclusivas, y
si no toda la verdad estuviera de un solo
lado de la ecuación? Porque Moisés
tenía cuernos, sí, en cierto sentido;
Jesús era un pez; y por más que aquellas
fueran sólo historias de adentro, como lo
son los sueños, eran sin embargo
exteriores a todo individuo; y el soñar
no podría sincronizarlas con el
comportamiento objetivo de las
constelaciones, cosa que en apariencia
hacían. ¿Cómo? ¿Cómo podía ser?
¿Cómo, por ejemplo, los siglos habían
llegado a ser, en la mente de Pierce,
esos paneles de colores en los que nada
de cuanto él aprendiera dejaría de
insertarse instantáneamente? ¿Y de
dónde le venía esa certeza de que cuanto
más vivamente coloreados, más
completos y profusos se tornaban sus
lienzos, mejor comprendía él la historia
en su totalidad? Y si en verdad
comprendía la historia en su totalidad
¿estaban dentro o fuera sus colores?
¿Y si —hecho de su sustancia, al fin
y al cabo, de sus no tan sólidos átomos y
electrones, entrando íntimamente en su
continuum de espacio-tiempo, en su
Ecología (nuevo vocablo descubierto en
el umbral de la era y que sería adoptado
y estudiado)—, y si el nombre y el
pensamiento del hombre y las historias
del hombre se encarnaran no sólo ten la
verdad del hombre sino también en
verdades sobre el afuera, en esas
verdades acerca de cómo no sólo el
mundo humano sino todo el inmenso
mundo sigue su marcha? ¿Y si esas
viejas historias, tantas veces narradas,
retornando eternamente, tan persistentes,
fueran persistentes porque contienen en
lenguaje cifrado el secreto de cómo
funciona el mundo físico (o así llamado
físico) y de cómo llegó éste a forjar al
hombre, y por consiguiente el
pensamiento y el sentido?
¡Ninguna de esas historias era
verdadera, ninguna! Ni una sola. De
acuerdo, pero ¿y si todas fueran
verdaderas? El Universo es una caja
fuerte provista de una cerradura de
combinación, y la clave de la
combinación está guardada dentro de la
caja fuerte. En Noate, en su época
existencialista, ese viejo chiste lo había
reconfortado, le había procurado un
amargo placer. ¡Pero la caja fuerte
somos nosotros! Somos polvo, de
acuerdo; pero entonces el polvo puede
pensar, el polvo puede saber. La clave
de la combinación está, tiene que estar,
encerrada en nuestros corazones, en la
sangre que bombean, en nuestros
cerebros que devanan y en las historias
que traman. ¿Podía ser así? ¿Era
posible? ¿Cómo saberlo? Casi con
desdén, como si rechazara el contacto
con algo repugnante, había evitado
siempre todo conocimiento sistemático
del universo físico; había a duras penas
aprobado cada curso de ciencias que lo
obligaran a seguir en Noate, y olvidado
sus aburridas y horribles enseñanzas tan
pronto como cerrara detrás de él la
puerta del último laboratorio.
Astronomía había sido uno de esos
cursos, y no recordaba nada excepto el
hecho, compatible ton él en ese
entonces, de que los cometas (esos
antiguos augures) no eran en realidad
sino grandes bolas de nieve sucia. Sus
conocimientos sobre los progresos de la
investigación de la naturaleza de las
cosas se limitaban a lo que leía en los
periódicos y a lo que veía en la
televisión; sólo eso, y las nociones que
recibía ahora a través del aire
electrificado, los rumores de Julie
acerca de revelaciones a punto de salir a
la luz que nunca aparecían. Naves del
Más Allá que aterrizaban mientras la
luna se acercaba a la Tierra; magos
poderosos, hasta ahora ocultos en el
Tíbet, estaban a punto de proclamarse
los verdaderos amos del planeta;
científicos que, explorando brechas en
la trama del espacio-tiempo, habían
caído en ella. El asunto había sido
silenciado. Pierce temblaba de desazón;
eran noticias que de ser ciertas
transformarían para siempre la noción
misma del tiempo y de la vida, y un
momento después, riendo con alivio,
reconocía en ellas una vieja historia, una
historia que ya era vieja al final del
milenio anterior.
Quizás una de esas que se contaban
ya alrededor de la hoguera en el
campamento primitivo, donde por
primera vez se contaran historias en el
mundo.
¿Y de dónde le nacía entonces esa
desazón? Estaba temblando; abrió la
ventana a la noche y se acodó en el
alféizar; apoyó su larga barbilla en el
hueco de las manos y así se quedó, como
una gárgola, contemplando la noche.
¿Tenía un plan el mundo? ¿Lo tenía,
sí o no, después de todo? Él mismo no
había tenido nunca ningún plan, ni
siquiera en los tiempos en que vivía
dentro de las historias; pero ¿lo tendría
el mundo? La gente creía que lo tenía.
Sus alumnos, ávidos de historias, como
un hombre que sufre de insomnio ansia
soñar. Incluso Julie buscaría, en la
misma esquina y a la misma hora del
día, otro billete de cinco dólares; en la
misma fase de la luna tal vez, en la
misma muesca de la rueda de la fortuna
que le concediera el primero. Julie creía
que los gitanos podían adivinar el
porvenir.
¿Tenía un plan el mundo? ¿O parecía
acaso no tenerlo tan solo porque él,
Pierce, había olvidado el suyo?
Una cristalina mañana de mayo,
cuando todos los demás parecían
haberse embarcado, él y Julie, sentados
frente a frente delante de la lacerada
mesa de la cocina, se preparaban para
partir: entre ellos había un alto vaso de
agua y en un platillo dos terrones de
azúcar teñidos de azul, que el vecino de
arriba, un hombre hirsuto de ojos dulces,
había adquirido para ellos.
Años después, Pierce se preguntaría
si en aquel momento no habría
traspuesto una especie de puerta lateral
de la existencia y abandonado para
siempre el curso que, de otro modo,
habría tomado su vida; pero eso no le
importaba puesto que no había vuelta
atrás para averiguarlo, no había retorno
en el sendero que pronto empezó a
desplegarse bajo sus pies. Nada que
hacer: no, no era ninguna metáfora, y si
lo fuera, era entonces tan intensamente
una metáfora que el tenor y su vehículo,
no idénticos, también hubieran podido
serlo. Y en realidad, en algún momento
de aquella mañana interminable, se hizo
evidente que la verdad misma era una
metáfora, no, ni siquiera una metáfora,
apenas una dirección, una dirección que
apuntaba hacia la más reveladora de las
metáforas, a la que no se llegaría jamás.
La vida es un viaje, es sólo un único
viaje. A lo largo de ella hay un único
camino, un bosque oscuro, una colina, un
río que cruzar, una ciudad adonde llegar;
una aurora y un crepúsculo; sólo que
cada uno de estos hitos es encontrado
una y otra vez, y aprendido y
comprendido, descrito, olvidado y
perdido y vuelto a encontrar. Y,
simultáneamente —Pierce, inhalando
jadeante los Vientos del Tiempo, lo
sentía con la sorprendida certeza de un
Bruno descubriendo a Copérnico, del
primer hombre en la historia que lo
percibiera—, el Universo se extiende
hacia afuera infinitamente y en cualquier
dirección que uno pueda atisbar o
pensar, y en todo instante.
Oh, veo, dijo, veo, comprendo,
mientras escuchaba cómo una infinidad
de saltimbanquis, lo bastante diminutos
como para caber en las volutas de su
delicada alquimia, se colocaban uno por
uno, cada cual en su sitio. Ese día supo
dónde está el cielo y dónde el infierno, y
dónde la montaña de siete tramos, y al
conocer la simple verdad, se rió a
carcajadas. Y supo las respuestas, que
luego olvidaría, a otro centenar de
preguntas. Y después olvidó las
preguntas; pero durante algunos años, no
a menudo pero sí de tanto en tanto,
recibiría, como una marea que alcanza
un guijarro seco y luego refluye, una
pizca de la comprensión que adquiriera
ese día; y por un momento sentiría en la
boca el sabor salado de su certeza.
Seis
Eran los tiempos en que Pierce se
había convertido en un profesor popular
entre sus alumnos del Barnabas; cuando
lo creían poseedor de un secreto por
revelar, un secreto que le había costado
no poco descubrir. La pila de libros
comprados, prestados y hurtados crecía
sin cesar junto al sillón de pana que
recogiera en la calle; llegaba a la clase
cargado con los botines exóticos que de
ellos saqueaba; no había suficientes
minutos en una hora, horas en un
semestre, que le alcanzaran para
descargarlos todos.
Mientras tanto, la gran procesión
continuaba, girando sobre si misma,
ensombrecida por el desgaste y las
penurias; los que asistían irregularmente
a sus clases y, sentados en el suelo,
escuchaban sus historias, parecían cada
vez más ajenos a la Civilización
Occidental, criaturas venidas de tierras
lejanas, en viaje hacia otras regiones
más distantes, inimaginables para él, y
que allí hacían un alto, extenuados y
polvorientos, sólo para un descanso
momentáneo.
Pierce seguía trabajando en su Suma.
Mientras allá lejos, en el Medio Oeste,
Rosie Rasmussen y su Mike fundaban un
hogar en una Vetville gris, a la sombra
de una universidad enorme y turbulenta;
mientras Spofford aguardaba silencioso
y tenso en la sala de rehabilitación de un
hospital de Harlem, en compañía de
otros seis que no podían olvidar cierta
playa remota al amanecer, cierta colina
verde. Pierce leía y leía: leía a Barr y
leía a Vico, y leía la Esteganografía de
Lois Rose; leía los cuentos de Grimm y
de Frobenius y los Cuentos de las flores
y la Magna historia del Santo Grialy la
Historia de la sociedad real de Sprat;
leía a George Santayana (no, no), y
Giorgio di Santillana (¡sí, sí!) y una
docena de textos que pudo haber leído
en Noate y nunca lo hizo; leía La rama
dorada y La leyenda áurea y El asno de
oro de Apuleyo. Mientras en el centro
de la ciudad, el pichón de Esfinge,
todavía una colegiala, registraba el
botiquín de Effie buscando píldoras que
pudiera tomar; mientras Beau Brachman,
en la cima de una montaña de Colorado,
esperaba la aparición y el aterrizaje de
naves astrales venidas del Más Allá,
Pierce, de pie en la azotea, con un
ejemplar ilustrado de Higinio en una
mano y una linterna en la otra, veía por
primera vez, en el cielo contaminado,
salir la luna bajo un signo, el signo de
Piscis, dos peces enlazados por la cola.
Una pregunta, había dicho Barr; una
pregunta lleva a otra, y ésta a una
tercera, y ésta a otras, y así sucesiva,
interminablemente; la tarea de una vida.
Pierce aprendió dónde están las cuatro
esquinas de la tierra, porque no son los
cuatro puntos cardinales; aprendió por
qué hay nueve coros de ángeles y no
diez u ocho, y dónde puede encontrarse
cada noche el perdido cáliz de siete
anillos de Jamshyd; no llegó a saber por
qué la gente cree que los gitanos pueden
adivinar el porvenir, pero sí por qué hay
veinticuatro horas en un día, y doce
signos del zodíaco, y también doce
apóstoles. Poco a poco, iba haciéndose
evidente que no hay cosa alguna en la
historia humana cuyo número sea obra
del azar; si el número de cualquier
grupo de héroes, o las medidas de un
navío, o los días de marcha, o las
colinas sobre las que se ha edificado
una ciudad, no constituían una cifra
satisfactoria, entonces el tiempo, el
ingenio y el sueño, acabarían por
desgastar o completar los hechos, hasta
que adquirieran también uno de los
pequeños conjuntos de números enteros
y figuras geométricas regulares que
habitan en el corazón del hombre, la
combinación de la caja fuerte.
Pierce empezó a pensar que aun
cuando magia, ciencia y religión no
significaran la misma cosa, sus
significados sí apuntaban en la misma
dirección. Quizás el Significado fuera,
en realidad, tan solo un ingrediente de
ciertos elementos que el mundo ofrecía,
y no de otros; quizá naciera del mismo
modo que el sabor emerge de un
conjunción de especias y hierbas, de una
prolongada cocción y un paladar
sensitivo; sin ser reductible sin embargo
a ninguna de tales cosas; quizá fuera
sólo una palabra para designar a esa
conjunción sin nombre, el nudo en su
garganta, el zumbido en sus oídos, oh, lo
veo, lo comprendo.
Fuera lo que fuese, Pierce le había
tomado afecto. Al doble juego de las
especulaciones de Barr, y a los
compulsivos cuentos fantásticos de su
infancia y el pequeño volumen sobre la
vida de Bruno, todavía sin leer, se
sumaron libros sobre la mecánica
celeste y las funciones de los sentidos y
las entrañas del átomo; sobre la historia
de la iconografía y la hechicería
cristiana, los procesos de aprendizaje de
los niños, etc. Dentro de esos libros se
había abierto una senda, una senda
vislumbrada en sus bibliografías y
Pierce, aunque a oscuras por momentos,
aburrido y asqueado a veces, se dejaba
conducir desde las notas a pie de página
al texto, de ediciones en rústica, con
cubiertas brillantes, repletas de
fantasías, a viejos libracos
encuadernados, atiborrados de letra
impresa, deteniéndose sólo para juntar
el valor necesario para continuar, para
atisbar y ver, si podía, qué pioneros —
en el caso de que los hubiera habido—
habían transitado antes este mismo
camino; y recogía al andar los hechos
más singulares, los brillantes fragmentos
de una cosa y de otra.
Y de pronto, inesperadamente tomó
un recodo que reconoció; cierto día,
llegó a la cima de una colina y,
asombrado, alzó los ojos a un paisaje
que le era familiar, las fronteras de un
país que ya conocía.
Un país que ya conocía; un país del
que en un tiempo había sabido muchas
cosas, aunque durante años no había
pensado en él. Un país en cuyas
fronteras le parecía haberse detenido a
menudo, en otro tiempo, en los largos
atardeceres del verano, cuando la falsa
geografía de las colinas norteñas de
Kentucky, a las que inexplicablemente
fuera exiliado, se desvanecían, y un
territorio más real emergía no muy lejos
de allí; el que era su verdadero país.
La primavera había llegado, la
primera del nuevo mundo, y el verano
lanzó una vez más a los nómadas a las
calles. Hasta que se lo robaron, Pierce
había visto en su televisor a multitudes
de ellos, la cruzada de los niños
drogados a lo largo de las calles de las
ciudades, apretujándose contra la
implacable fachada de algún edificio
público; atropellados por una suerte de
carroza de Kali coronada de calaveras y
el humo del gas lacrimógeno.

La pequeña Barnabas, a pesar o tal


vez a causa de sus aires elitistas, había
sido invadida, casi sin resistencia, por
una especie de migración oriental o
trashumancia ibérica; y mientras Pierce
pasaba los días más calurosos del curso
de verano encerrado en su despacho,
leyendo y comiendo galletas saladas de
un paquete que había encontrado en un
cajón de su escritorio, los chicos
pintarrajeaban las paredes de las aulas
riendo y cantando y voceando proclamas
por la paz. Estaba leyendo El otoño de
la Edad Media, de Huizinga, que, creía
recordar, le había sido asignado en
Noate como tema para un examen, que
incluso había aprobado, pero que no
recordaba haber leído.

Al despuntar el día, la multitud


irrumpió en el gran salón donde iba a
celebrarse la fiesta, «algunos para
curiosear, otros para regodearse, otros
para saquear o robar vituallas o
cualquier cosa que hallasen». Los
miembros del Parlamento y de la
Universidad, el preboste de los
mercaderes y los regidores, luego de
haber logrado, con gran dificultad,
entrar en el salón, encuentran las mesas
que les asignaran ocupadas por toda
suerte de artesanos. Intentan
desalojarlos «pero tan pronto como
conseguían expulsar a uno o dos, seis u
ocho ocupaban las sillas del otro lado
de la mesa».

Era eso, sirenas, tanto las


quejumbrosas como el imperioso
Claxon. En el interior, los chavales
empezaban a romper las ventanas; y
puertas afuera montaban barricadas en
las escaleras, voceando proclamas
exultantes, desafiantes. Pierce podía
oírlos, aunque no verlos, a través de la
ventana ciega de su despacho, que daba
a un pozo de aire. Ojeaba al pasar las
páginas del pequeño volumen.
… más de un príncipe destronado,
yendo a la deriva de corte en corte y sin
fortuna, pero cargado de proyectos y aún
nimbado por el esplendor de aquel
maravilloso Oriente que había dejado
atrás: el rey de Armenia, el rey de
Chipre, y dentro de poco el emperador
de Constantinopla. No es extraño que el
pueblo de París creyera en el cuento de
los gitanos, que hicieron su aparición en
1427: «un duque, un conde y diez
hombres, todos a caballo», mientras los
demás, que ascendían a ciento veinte,
permanecían en las afueras de la ciudad.
Venían de Egipto, decían; el Papa les
había ordenado, a modo de castigo por
su apostasía, errar por el mundo durante
siete años sin dormir nunca en una cama;
en un tiempo habían sido rail doscientos,
pero el rey, la reina y los demás habían
perecido en el camino. A fin de mitigar
un tanto sus penalidades, el Papa ordenó
a los obispos y abades que les
concedieran una dádiva de diez libras
tournoises. Los habitantes de París
acudieron en gran número a verlos y a
hacerse adivinar el porvenir por las
mujeres, que los aligeraban de sus
dineros «por arte de magia o por otros
recursos».

Más potente que el clamor de la


Nueva Era en torno de él, Pierce tuvo
por un instante la sensación de una
respuesta, tan de improviso que le llevó
un momento pensar exactamente a qué
pregunta respondía. Buscó de nuevo el
pasaje.

Venían de Egipto, decían…

Oh. Oh sí; oh sí, desde luego.


Egipto.
Una respuesta simple: eso había
dicho Barr. Una respuesta simple, una
que él incluso conocía de algún modo,
sólo que había ignorado este dato
esencial; pero ahora lo tenía, ahora
sabía.
Y mira por dónde.
Egipto: pero el país de donde ellos
trajeran sus artes mágicas
probablemente no había sido Egipto; no,
no por cierto, no el de las historias que
Pierce había conocido antaño. Habría
sido un país parecido a Egipto, un país
cercano a Egipto quizá, pero no, en
modo alguno, ese Egipto.
Mira por dónde, mira tú por dónde.
Las páginas del librito se cerraron
en las manos de Pierce; los cánticos
agudos de los estudiantes eran ahora
ahogados por las órdenes insistentes de
los altavoces. Luego se oyeron confusos
gruñidos, un alarido de horror, y el tap-
tap de las pistolas de gas lacrimógeno.
Pierce iba a ser liberado.
En otro mundo, en posesión de una
simple respuesta, antes que las
humaredas insidiosas llegaran a su
recinto, Pierce permanecía inmóvil, la
mirada absorta, pensando: Mira tú, mira
tú, par dónde.
Pierce, hijo único, tenía nueve años
cuando su madre dejó a su padre para
siempre en Brooklyn (por razones que
con el correr de los años serían obvias
para Pierce, pero que en ese entonces no
resultaban nada claras) y lo llevó a
Kentucky a vivir con su hermano.

Sam, cuya esposa había muerto, y


con los cuatro hijos de Sam, en un
caserón solitario y ruinoso situado en lo
alto de la única y brevísima calle de una
pequeña ciudad minera. Sam trabajaba
abajo, en el pueblo, era médico de un
hospital de la Misión católica, curaba
los pulmones de los mineros, atendía a
sus esposas-niñas y atormentaba a sus
hijos. Los chicos de Sam —Pierce
incluido— no iban a la sórdida escuela
local: tomaban clases en casa, por las
mañanas, con Miss Martha, la hermana y
ama de llaves del cura.
Excepto Joe Boyd, el hijo mayor de
Sam. Cuando Pierce fue a vivir con
ellos, Joe Boyd era ya demasiado mayor
para que lo obligaran a tomar clases con
miss Martha; demasiado mayor y difícil
para que lo obligaran a hacer cualquier
cosa que él decidiera no hacer. Era un
muchacho con cara de zorro que se
arremangaba las camisas de manga corta
por encima de los enjutos músculos de
sus brazos; seguía, supuestamente, un
curso de lectura con Sam, pero en
realidad lo único que Joe Boyd adoraba
eran los coches. A Pierce lo
aterrorizaba.
Y Hildy, un año después de la
llegada de Pierce, también dejó de
estudiar bajo la tutela de miss Martha
para asistir a la escuela Reina de los
Ángeles, en las lejanas montañas de
Sharon, cinco días a la semana, potaje
de avena para el desayuno y sábanas
remendadas y letanías. El hecho de que
años más tarde también ella se hiciera
monja, una de esas monjas agrias,
impertinentes, y en el fondo altruistas y
valientes, no era óbice para que
aderezara y se regodeara contando una y
otra vez los horrores de aquélla mansión
de ladrillo rojo, la rosa de Sharon, el
lirio del valle.
De modo que en adelante las clases
serían para Pierce, y para la silenciosa y
reservada Roberta, a quien llamaban
Bird, y luego para Warren, el bebé, un
terrón informe a los ojos de Pierce
cuando llegó a la casa, y que sólo con
los años adquiriría una personalidad
decidida e inteligente. Los chicos
cantaban para miss Martha, recitaban
para miss Mardia, escuchaban a miss
Martha evocar el recuerdo de su santa
madre Opal Boyd, y escapaban de Miss
Martha a mediodía para entregarse a
juegos que ella jamás oiría mencionar, y
que no hubiera podido imaginar. La
madre de Pierce, Winnie, cuando llegó a
la casa, trató de reunirlos a todos, por
las tardes, un par de veces por semana,
para enseñarles francés, pero pronto
agotaron su paciencia. Desde el
mediodía hasta la mañana, de mayo a
octubre, eran libres.
Ésa era la familia a la cual Pierce
iba a tener que incorporarse, una antigua
familia de la pequeña nobleza, se
hubiera dicho, a juzgar por la vida
retirada que llevaban, por la
singularidad de sus circunstancias, que
como extranjeros vivieran aislados en
una plaza fuerte. Eran los chicos
Oliphant los únicos que tomaban clases
con la hermana del cura; los únicos
(hasta donde él sabía) que cada mes
recibían un cajón de libros de la
Biblioteca del Estado de la lejana
Lexington, en las praderas azules. Opal,
la esposa de Sam (en un tiempo maestra
de escuela también ella, y tutora
indulgente de sus hijos, que rendían un
orgulloso culto a su memoria), había
descubierto esa posible solución, la de
conseguir que el Estado enviara cajas
con libros a aquella fortaleza iletrada, y
Winnie continuó con el sistema; mes tras
mes los libros ya leídos eran empacados
y devueltos por correo, y otra caja era
expedida al recibirlos, envío que
satisfacía relativamente los vagos
requisitos de la lista de los Oliphant (la
Abuela Viento-Oeste, más historias de
caballos, «algo sobre albañilería»,
alguna cosa de Tropolle), y que se
recogía y se abría en la oficina de
correos, con una mezcla de entusiasmo y
decepción, una Navidad cada mes.
Pierce, rememorando su confusión y
desdén por este sistema estrambótico —
estrambótico para un niño que había
tenido a su alcance la inmensa y
virtualmente ilimitada Biblioteca
Pública de Brooklyn, pues su padre iba
allí cada dos semanas y Pierce que
siempre lo había acompañado y podía
tener cualquier libro que señalara—,
Pierce, recordando aquellas maltrechas
cajas de libros de la Biblioteca, se
preguntó si acaso habrían sido ellos, los
bibliotecarios o quienquiera que fuesen
los que las preparaban, quienes, al
enviarle algunos libros repletos de
nociones anticuadas y ortografía
peregrina, le habían sugerido por
primera vez la existencia de ese país
fantasma, ese antiguo y lejano país que
era algo así como Egipto, pero no
Egipto, no, no Egipto en absoluto, un
país con una historia diferente, cuyo
nombre se escribía por lo demás con una
pequeña pero decisiva diferencia: no
era Egipto sino Ægypto.
En una noche de ciudad
insoportable, demasiado calurosa para
dormir, demasiado calurosa y estridente
de sirenas y música el interminable ir y
venir de la procesión, Pierce estaba ante
su ventana con un cigarrillo liado a
mano entre los dedos, con ese país una
vez más delante de él, y a la vez en el
pasado: Ægypto.
¿Por qué creemos que los gitanos
pueden adivinar la suerte?
Porque en realidad ellos no vinieron
de Egipto, sino de Ægypto, el país
donde se conocían todos los secretos de
la magia. Y todavía hoy llevan consigo,
aunque acaso en algún aspecto
desvirtuadas, las artes que poseyeron
sus ancestros. Pierce, al pensar en eso,
rió a carcajadas.
¿Y por qué andaban errantes sobre la
tierra, y por qué continúan errantes?
Porque Ægypto ha sucumbido. Ha
dejado de existir. Cualquiera que sea el
país que hoy ocupa su geografía,
Ægypto ha desaparecido, ha dejado de
existir desde que la última de sus
ciudades, en el Oriente más remoto,
declinó y sucumbió. Entonces sus sabios
hombres y mujeres se pusieron en
marcha, llevando consigo su sabiduría,
para conservar el recuerdo de su tierra
natal y sin embargo nunca hablar de ella,
para adoptar las vestimentas y
costumbres de los países a los cuales
iban, para tener aventuras, para curar
(porque eran insignes doctores) y para
transmitir sus secretos a sus
descendientes, a fin de que no se
perdieran.
Y así estos gitanos (¡Ægyptoanos!,
claro que sí, la misma palabra)
probablemente no fueran en verdad
oriundos de Egipto, sólo fingían serlo;
porque los que realmente venían de allí
se habían juramentado guardar silencio y
secreto.
Razón por la cual a Pierce le había
sido tan difícil descubrirlos, escondidos
en la historia, tras los vaivenes de las
aventuras en que se vieran envueltos
desde entonces, a lo largo de los siglos.
Vistos de fuera, disfrazados —por así
decir— en las enjundiosas páginas de la
enciclopedia, en el libro de historia de
miss Martha, se confundían con el
paisaje, sus historias podían ser mal
interpretadas; vistos de friera, no
parecían magos, o caballeros
juramentados de Ægypto.
Vistos de fuera, tampoco él y sus
primos parecían serlo: las viejas
instantáneas mostraban sólo chicos
zarrapastrosos en un paisaje degradado,
el este de Kentucky, trenes carboneros
que resoplaban interminablemente al
otro lado de la cumbre de su montaña,
una cumbre en nada distinta de cualquier
otra, aparentemente no parcelada ni
acotada por secretas geometrías. Claro
que no. Era preciso que estuvieras
dentro para saberlo, que te lo dijeran;
también ellos estaban juramentados a
guardar el secreto.
La Cofradía Invisible.
¿Por qué, se preguntaba Pierce, si
ellos estaban allí absolutamente solos y
nunca separados unos de otros, habían
fundado sin cesar clubes, asociaciones,
fraternidades, jurándose lealtad mutua?
Cuando llegó de Brooklyn a vivir
con ellos, Pierce había tenido que
esperar largo tiempo antes de ser
iniciado en el Club de Alanos de loe
Boyd; Joe Boyd, el mayor de sus
primos, su presidente vitalicio. La
Cofradía Invisible había sido un invento
de Pierce, para contrarrestar tal
exclusión; astutamente, con premeditada
alevosía, él no había excluido de ella a
Joe Boyd; por el contrario, lo había
elegido presidente, aunque el hecho de
que lo fuera, de que perteneciera al
grupo, y la existencia misma de la
Cofradía Invisible siguieron siendo un
secreto para Joe Boyd, un secreto que
todos los otros Invisibles (todos los
chicos menos Joe) se habían
comprometido a guardar para siempre.
¿Su invento? No, los Invisibles
habían existido siempre; Pierce sólo se
había enterado, por insinuaciones de los
libros, de su existencia inmemorial; eran
caballeros más antiguos que los de
Arturo; probablemente los de Arturo
habían sido, en realidad, sólo algunos de
los capitulares, como eran capitulares en
cierto sentido todos los buenos, sabios y
valientes. ¿Qué otros miembros había
habido a lo largo de los siglos? Era
difícil saberlo con certeza, pero Pierce,
cuando sus primos lo interrogaban,
parecía estar en condiciones de
elegirlos, a causa de cierta
responsabilidad que él personalmente
tenía para con ellos (secretario general,
al fin y al cabo, de su propio capítulo).
Gene Autry, casi con certeza, sabía
muchas cosas que su cara de luna llena
ocultaba. Sherlock Holmes y sir
Flinders Petrie. ¿Ike? Él pensaba que no,
aunque la cuestión suscitaba un
problema que nunca había podido
resolver del todo: era posible, desde
luego, pertenecer a esa Cofradía sin que
nadie más lo supiera, sin que el hecho
saliera a luz jamás, durante siglos, pero
¿podría alguien ser uno de los Invisibles
sin que él mismo lo supiera nunca? Su
artimaña al admitir en ella a Joe Boyd
parecía demostrar (especialmente a ojos
de Hildy, legalista y lógica de espíritu, y
un tanto escéptica respecto de la
Cofradía de Pierce) que en efecto era
posible.
Bueno, tal vez lo fuese. Pierce no
era quién para decidirlo, como hubiera
sucedido de haberla inventado él; pero
no había sido él, él sólo había entrado
en ella como en un imperio, y estaba tan
sorprendido al descubrir su forma y sus
historias como sus primos: no era un
cuento, sino Historia. Una vez llevado a
cabo el descubrimiento inicial —que
ese país existía, había existido alguna
vez, ese país que era de algún modo el
país de las pirámides y la Esfinge, pero
no exactamente ese país—, se trataba
sólo de descifrar qué otros hechos
aparecían ante él, descubrir si
descendían de aquel país en tecnicolor
de De Mille, poblado de faraones,
esclavos curados por el sol y judíos, o
de aquel otro país, el país fantasma,
Ægypto, el país de aquellos sabios
caballeros, un país de selvas y montañas
y costas marinas y una ciudad constelada
de templos donde comenzaba una
historia de nunca acabar.
Una historia de nunca acabar; una
historia que se continuaba en él y en sus
primos, una historia que continuaba en el
hecho de que Pierce la descubriera y la
elaborara en los conciliábulos nocturnos
de la Cofradía Invisible cuando se
suponía que todos dormían, discutiendo
los interrogantes que esa historia
suscitaba, las preguntas que sus primos
le hacían en la oscuridad. ¿Seguirían
ellos en esa historia incluso cuando
fuesen mayores? Claro que sí: era una
historia de mayores. ¿Irían ellos alguna
vez a Ægypto y cómo? Tal vez sí, si la
historia llegaba alguna vez a su fin.
Porque al término de la historia (tal
como la oía o imaginaba Pierce) todos
los exiliados volverían a esa ciudad del
Oriente más remoto, llegados de todo
clima y todo tiempo, topándose,
sorprendidos, los unos con los otros:
«¿Tú? No, ¿tú también?», reunidos al fin
para contarse la historia de sus
aventuras. Y por qué no ellos también, él
y sus primos, y tal vez Sam y la tía
Winnie, la madre de Pierce, y también
Axel, su padre, sí, yendo en barco o tren
o avión secretamente a…
—«Adocentyn» —dijo Pierce en voz
alta.
Asomado a la ventana de su
apartamento suburbano sintió el paso de
una ráfaga extraña, como un viento en su
cabello. Hacía muchos años que no oía
el nombre de esa ciudad. El juego había
terminado súbitamente al irse Pierce a
St. Guinefbrt Ya no hubo más historias.
Eran cosas de niños y, ya mayor,
habiendo renunciado a ellas, sus primos
más jóvenes no se atrevían a pedirle que
las continuara —tan serio como parecía,
con su corbata universitaria y su corte a
la americana—. ¿Pensarían aún, alguna
vez, en ella?, se preguntó. Adocentyn.
Y a propósito ¿cómo había dado él
con ese nombre? ¿De dónde Io había
robado, qué libro se lo había cedido
para que lo aplicara a su país
imaginario? A su oído adulto, sonaba tan
absolutamente inventado como podía
serlo un nombre, tan mágico como un
nombre escuchado en un sueño, un
nombre que en el sueño nene un
significado que perderá por completo
cuando uno se despierte.
Se preguntó si podría descubrir de
dónde lo había sacado. Si algún índice
de algún libro (¿qué libro?) podría
brindárselo. Si habría otras historias
como las de los gitanos, historias que él
pudiera descubrir y que también
vinieran de su Egipto fantasma, Ægypto.
Podía haberlas. Tenía que haberlas: al
fin y al cabo, de alguna parte había
sacado él las historias que contara. De
la Historia, había dicho a sus primos;
desde la época en que dejara de pensar
en ello por completo, había empezado a
suponer que lo había sacado todo de su
propia cabezota, pero tal vez no había
sido así. Es decir, sin duda su Agypto
era imaginario, sólo que acaso no había
sido él quien lo inventara.
Si pudiera volver allá, y
averiguarlo; desandar ese camino
comoquiera y regresar.
—¿Pierce? —La voz de Julie, desde
el interior de la alcoba oscura donde
chirriaba el ventilador—. ¿Todavía
levantado?
—Ahá.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensando.
No iba a ser fácil hallarlo de nuevo;
no, era justamente la clase de país que,
una vez abandonado, ya no es fácil
reencontrar. El esfuerzo parecía inmenso
y fútil, como si no fuera él sino el mundo
mismo el que tuviera que ser obligado a
girar en sentido contrario al natural.
—Son los efectos del ácido —dijo
Julie, soñolienta—. Ven a acostarte.
Adocentyn, pensó Pierce. Oh
Ægypto.
Una brisa empezaba a soplar, ya
cerca del amanecer, un viento de mar;
Pierce inhaló, agradecido, su frescor
salobre. Él volvería: seguiría adelante
volviendo atrás. Tal vez, como Hansel,
había sembrado miguitas de pan a lo
largo del camino, y tal vez no todas esas
miguitas habían sido comidas por los
pájaros.
En marcha entonces, pensó Pierce.
En marcha. Su cigarrillo se había
consumido hasta convertirse en un
fragmento pardo y lo tiró a la calle, un
breve meteoro. En las escaleras de
incendio del edificio de enfrente, la
gente había preparado camas,
adoseladas con telas de colores y
alumbradas por bujías. Calle abajo,
habían abierto una bomba de agua, y el
agua fluía haca la alcantarilla
arrastrando botes de cerveza, condones,
cajas de fósforos, hojas de periódicos.
Carillones al viento, cencerros de
camellos, ladridos de perros, una
pandereta sacudida con desgana. El
caravasar en pleno despierto, sudando a
chorros.
Si él creía que no había ninguna
historia en la Historia, que todo se
reducía a una maldita cosa después de
otra —había dicho Barr— era
simplemente porque había dejado de
reconocerse. Él, Pierce, había dejado de
reconocerse. Y sin embargo, cada una de
las historias en cuyo interior había
estado alguna vez, permanecían aún
dentro de él, las mas grandes dentro de
las más pequeñas, el sueño dentro de la
vigilia, todas allí, para ser rescatadas
del mismo modo que se rescata un sueño
al despertar, retrocediendo desde sus
últimos momentos hasta los primeros.
Empezó por rastrear Egipto:
escarbando las ruinas, llevando a casa
grandes folios desde la Biblioteca
Pública de Brooklyn, olfateando índices,
acomodándose para ramonear. En
ninguno de ellos estaba lo que él estaba
buscando. El tema era vasto, sin duda, y
la Egiptología llenaba largos anaqueles
de la biblioteca, tenía sus propios
Antiguo, Medio y Nuevo Imperio:
estudios arcaicos, en numerosos
volúmenes de cuyo limo vetusto
asomaban grabados; y luego análisis
mitográficos más modernos, resistentes
e impenetrables como las Pirámides; y
por último obras de divulgación,
decadentes, atiborradas de fotos en
color… En ninguno de ellos aparecía el
país que él buscaba. Se sentía como
alguien que, habiendo emprendido viaje
a la Memphis de los cocodrilos y los
templos iluminados por la luna,
desembocaba intempestivamente en
Tennessee.
¿Por qué creemos nosotros que los
gitanos pueden adivinar el porvenir?
Porque en un tiempo creíamos que eran
egipcios, aunque no lo son; y nos
parecía natural suponer que habrían
heredado, aunque un tanto desvaída, la
sabiduría secreta que, como todo el
mundo sabe, poseyeron los egipcios. ¿Y
por qué en nuestros billetes de un dólar
hemos estampado la pirámide de Egipto,
coronada por su ojo místico? Porque del
antiguo Egipto proviene el idioma
secreto de la libertad de espíritu, la
iluminación, el conocimiento, la
geometría en virtud de la cual podemos
proyectar el Nuevo Orden de las
Edades.
¡Pero no es así! Esos egipcios
reales, cuya historia estaba leyendo
Pierce, habían sido los más testarudos y
materialistas, los menos imaginativos
burócratas del espíritu que él había
encontrado jamás. Lejos de ser capaces
de imaginar la libertad espiritual,
convencidos como estaban de que sólo
el cuerpo físico, preservado en su caja
como un pastel de frutas, podía
sobrevivir a las disoluciones de la
muerte, habían pergeñado sus
repugnantes técnicas de
embalsamamiento. Cuanto más se
enzarzaba Pierce en sus mitologías,
opresivas en su elaboración inacabable,
mejor comprendía que habían querido
decir exactamente lo que decían:
aquellas historias tediosas no eran
alegorías de conciencia que los sabios
habían de interpretar, a pesar de que
hasta Platón las había creído tales; no
eran emblemas mágicos, no eran arte,
eran ciencia. Los egipcios pensaban que
el mundo funcionaba de esta exacta
manera, manejado por estos personajes,
representando este sueño grotesco.
Pierce llegó a la conclusión de que el
estado ideal, para un egipcio de la
Antigüedad, era estar muerto; o en el
peor de los casos, inmóvil, dormido y
soñando.
Nada de todo eso era lo que Pierce
había querido significar, en absoluto.
Acababa de llegar a la conclusión de
que debía de haberlo inventado todo,
porque la noble historia que él conocía
no podía haberle sido sugerida por esa
entelequia. Acababa de llegar a esa
conclusión.
De improviso, por otro camino, sin
su hábito de monje, atribulado, fugitivo,
Giordano Bruno apareció como el
Conejo Blanco, o mejor dicho
reapareció, pues el pequeño volumen de
Fellowes Kraft había subido a la cima
de la pila como un pensamiento a la
punta de la lengua de Pierce; y Pierce
tomó el rumbo que él le señalaba, que
no era por cierto Egipto sino el lugar de
donde él había partido: el Renacimiento;
no la época de los faraones sino la de
Shakespeare, cuyo contemporáneo
cercano era Bruno. Y avanzando,
avanzando, atónito, intrigado, se
encontró una vez más en fronteras que
reconoció.
Oh, lo recuerdo, lo veo. Mira tú,
mira por dónde…
Empezó a abandonar —poco a poco,
y sin que él mismo lo admitiera del todo
— el intento de construir un compendio,
un vademécum para sus chicos en su
peregrinaje; de todas maneras, ese
compendio había adquirido dimensiones
demasiado enormes para que pudiera
introducírsele en el espacio de un curso
de historia ordinario, requería no un
curso, una universidad propia.
Continuaba enseñando, pero su sendero
se había bifurcado; siguió a Bruno,
caminó alo largo de avenidas, bajo
arcadas emblemáticas, a la vera de
templos encolumnados; se extravió en
los suburbios de una ciudad barroca, a
la vez inconclusa y ruinosa; descubrió
un geométrico parque de juegos; se
internó en un oscuro, interminable,
topiario laberíntico.
Pero Pierce, pionero, algo sabía ya
acerca de los laberintos; había recogido,
en su camino, migajas de información
acerca de ellos: en cualquier laberinto,
de boscaje o de piedra, de arbustos
zoomórficos o de cristal o de tiempo,
extiende la mano y sigue el muro de la
izquierda, adonde quiera que te lleve.
Sigue, sigue siempre el muro de tu
izquierda.
Pierce extendió la mano, y avanzó; y
al viajar así (en su sillón de felpa
rescatado de la calle, con los libros
apilados junto a él), empezó a descubrir
que lo que él buscaba, el laberinto en el
que había entrado, lo que en cada
recodo se volvía para él tanto más claro,
(oh, veo) eran los lineamentos de la
respuesta a su antigua pregunta
respondida, y cuando al cabo, en otro
mundo, la Esfinge, en el blanco cuarto
de baño de su madre, le hizo a él la
misma pregunta, él ya tenía su
compendio: la extraña, inverosímil,
incluso divertidísima historia. Él dio su
explicación, pero no pudo saber cuanto
había escuchado ella realmente de esa
explicación, cuanto había entrado en su
recargado cerebro. Pierce sabía por qué
la gente cree que los gitanos pueden
adivinar el porvenir; sabía por qué esa
pirámide y ese ojo místico aparecen en
cada billete de un dólar, y de qué país
provenía el Nuevo Orden de las Edades.
Era el mismo país que el país de donde
venían los gitanos, y no era Egipto.
No Egipto sino Ægypto: porque hay
más de una historia del mundo.
En la bochornosa mañana de agosto,
Pierce bajaba por un camino de tierra,
desde la casa de Spofford a la carretera
asfaltada que corre a la vera del río
Blackbury y atraviesa Bella Vista. Bien
desayunado y listo para volver a su
rutina, de todos modos no le habría
disgustado concederse un día de gracia
antes de reanudar el viaje a Conurbana;
hacía años que no había estado en un
lugar campestre —y con la Esfinge, al
no tener coche, habían pasado la mayor
parte de sus veranos climatizados en la
ciudad— y ahora, mientras caminaba,
sentía volver a él su infancia: no tanto en
recuerdos concretos (aunque duchos de
ellos también) como en una sucesión de
Pierces pretéritos cuya joven existencia
podía paladear en el aire que aspiraba.
Eran el día y el campo, aunque poco
había aquí aparte de verano y verdor
para recordarle las colinas escabrosas,
horadadas de la Quebrada de
Cumberland; y sin embargo, era
suficiente al parecer.
Tal vez, pensó, tal vez sólo al
errabundo, al desplazado le es
concedido recordar de esta manera,
cuando repentinamente se encuentran en
una atmósfera semejante al país que han
abandonado. Quizá, si uno vive toda la
vida en un mismo lugar, y crece mientras
el mismo año transcurre idénticamente
una y otra vez, entonces las cosas no
queden permanentemente atrás, se
conserven intactas como flores
prensadas que se vuelven a abrir,
idénticas y enteras, cuando se las
sumerge en el agua de antaño. De ser
así, a sus primos debía de ocurrirles lo
mismo que a él, porque todos ellos
estaban ahora desplazados: Hildy en
tierras extrañas, Joe Boyd (lo último que
supo Pierce) en California, Bird en una
ciudad del Medio Oeste, Warren
vendiendo automóviles en Canadá. ¿No
sería gracioso que un día, hoy por
ejemplo, cada uno de ellos encontrara,
de pronto, en un tramo de camino
polvoriento como éste, o en un viejo
libro, o en un dibujo de gotas de lluvia o
de rayos de sol, o en una aleatoria
disposición de su química interna algo
que los llevara de vuelta de una forma
tan total y repentina como lo había
llevado ahora a él, a aquel entonces?
Pues si eso ocurriera, todos ellos serían
devueltos al mismo lugar. Una reunión
de familia, ignorada por ellos mismos,
dispersos como estaban a través del
continente. La Cofradía Invisible se
reúne de nuevo.
Los mismos lugareños de ayer, u
otros pero similares, sentados a la
entrada de la pequeña tienda, lo
saludaron apaciblemente cuando entró
en el oloroso interior, por la chirriante
puerta mosquitera. Echó en el buzón la
carta de Spofford para su Rosie, y sacó
del bolsillo una moneda y la carta del
Peter Ramus College.
Media hora más tarde estaba fuera
otra vez, atónito, no sabía si maldecir o
reír a carcajadas. Estudió a la luz del
sol la carta que lo había traído aquí, que
lo tentara a venir hasta aquí, y que aquí
lo dejara varado: parecía una carta de
verdad, su nombre estaba escrito en ella,
no meramente agregado como en una
circular, podía palpar en el reverso las
huellas de los golpes de la máquina, la
firma al pie era de tinta… no, observada
ahora con detenimiento parecía ser un
sello de algún tipo. De todos modos la
carta era falsa, el engendro que alguna
computadora sin seso produjera en
dependencias de la universidad,
mientras el Departamento de Historia
tomaba unas determinaciones muy otras.
El puesto que lo invitaban a solicitar
ya estaba ocupado, ya había sido
cubierto antes de que él saliera de la
ciudad; antes incluso de que él recibiera
esta carta fantasma.
No había sido fácil llegar a esta
conclusión. La computadora estaba «de
baja» ese día, y su legajo, chispas de
electromagnetismo perdidas en la
desmemoria, era ahora inhallable. Los
secretarios de los departamentos, la
oficina del decano, ninguno de ellos,
nadie estaba dispuesto a imaginar una
posibilidad tan estúpida, y aun cuando
Pierce estuviera obligado a plantearla,
incrédulo también, parecían decididos a
cargarle a él toda la culpa. ¿Por qué no
se había cerciorado antes de venir? ¿Por
qué no se había cerciorado?
¿Por qué no se había cerciorado?
Pierce echó a andar sin rumbo por la
carretera, con la carta todavía en la
mano. ¿A eso se había llegado, a que
debas cerciorarte de que tu asunto es
real y no una tomadura de pelo
electrónica, fraguada en la oscuridad?
Su culpa, por haber confiado en el
correo. Muy señores míos, en mi poder
obra la suya del 15, puedo actuar de
acuerdo con ella o se trata sólo de un
mal chiste.
Tal vez pudiera demandarles. Se rió,
sí, de pie en el estrecho puente que
cruzaba el río, una carcajada sardónica,
y sacudió la cabeza para vaciarla de ese
futuro, que —él no lo había
comprendido— iba a evaporarse
dejándolo sin ningún otro. El año lectivo
estaba ya demasiado avanzado para
solicitar mucho más.
¿De modo que así son las cosas?,
pensó, mirando el río pardo y lento.
¿Tendría que admitir que le quitaban el
peso de la historia como ocupación?
Quizá la librería de antaño volviera
a darle empleo. Todavía le quedaba
mucho tiempo para vivir. ¿Qué podía
hacer?
Criar ovejas. Rió de nuevo, con la
mente en blanco: ni siquiera valía la
pena pensarlo: pensarlo sólo podía
conducir a una conclusión. Él no podía
volver a Barnabas; no podía humillarse,
arrodillarse delante de Earl Sacrobosco.
Jamás.
Dio media vuelta, a ciegas, para
encaminarse a casa de Spofford, y
estuvo a punto de ser atropellado por un
vehículo, una camioneta de las más
grandes, repleta de perros, niños y
equipaje, que en ese momento
atravesaba el puente, en el que apenas
cabía, y que siguió su camino costeando
el río, dejando un tizne de humo de
gasolina en el día.
Siete
Era la escena de César asesinado en
el Capitolio. Manchando la toga blanca,
recogida por encima de los faldones de
terciopelo y de las calzas de seda,
chorreaba la sangre roja, la sangre que
manaba a borbotones de cada nueva
puñalada que le infligían los
conspiradores hundiendo sus cuchillos
hasta la empuñadura. Y mientras se
desangraba, tambaleante, tenía tiempo el
gran César para pronunciar un largo
monólogo acerca de la envidia que
siempre abatirá a las águilas capaces de
volar a las alturas; la envidia brutal,
decía, y hacía un complicado juego de
palabras con Bruto y brutal y las bestias
brutas que él había albergado en su
pecho, como el mancebo griego y el
zorro; al igual que el mancebo, él no
diría una palabra más, no aunque le
devoraran las entrañas. Dijo muchas
palabras más, mientras algunos de los
espectadores lloraban a gritos de piedad
y horror, y unos pocos reían de que no
hubiese muerto todavía. Y por fin se
cubría el rostro con la toga
ensangrentada y se desplomaba cuan
largo era sobre las tablas: el entarimado
trepidó bajo su peso.
Y ahí estaba otra vez, con un nuevo
ropaje de colores vivos, bailando la jiga
que seguía a la representación,
zamarreando con elegancia a la esposa
de Bruto. Y ahora de nuevo, en la
taberna de Stratford, bebiendo con los
conspiradores, un poco ronco, y sudando
en el bochornoso calor de agosto. Will,
fuera del mesón, encaramado sobre un
banco, observaba la escena a través de
una ventana abierta, lo veía hacer girar
una moneda con el dorso de los dedos,
una vez, y otra vez, y otra.
—Y por ese Bruto lleva el nombre
de Britania este país, lo sé por un sabio
famoso, el doctor Dee, mi amigo.
—No es ése, entonces —dijo
Jenkins, el nuevo maestro de escuela—,
no es ese Bruto.
—¿No? —dijo el actor jugueteando
con su moneda—, ¿no fue ese César el
que vino a esta isla? ¿Y no fue él quien
construyó la torre de Londres y logró
célebres victorias? ¿Negáis eso, señor?
Era difícil saber si el actor estaba
indignado o divertido; sus ojos se
agrandaban y echaban chispas; su índice
apuntaba como una adarga; pero la
moneda seguía moviéndose
apaciblemente entre los nudillos de su
otra mano, iba y venía.
—Y Bruto era hijo de César, su hijo
adoptivo. Ergo.
—No era ese Bruto —dijo Maese
Jenkins. Jenkins permanecía de pie, sin
beber, las manos detrás de la espalda
como si no estuviera en esa estancia
baja. Will lo observaba; en el próximo
período escolar estaría bajo su tutela, y
necesitaba saber lo más posible acerca
de ese hombre.
—Fue, con toda certeza, Bruto de
Troya, quien vivió mucho antes de la
existencia de Roma. Después de que
Troya sucumbiera bajo el poder de los
griegos. Bruto vino a esta isla como
Eneas fue a fundar Roma, por lo tanto no
somos britanos sino brutanos.
—Brutanos, sin duda —dijo el
César, y pronunció su discurso de
muerte.
Cuántas veces, pensó Will, cuántas
veces ha muerto César desde que murió,
delante de cuántos miles de ojos. Se
acodó en el alféizar, todos sus sentidos
reconcentrados, escuchando. César hizo
una súbita pausa teatral, un alto
exagerado, fingiendo que veía al
muchacho por primera vez.
—¿Quién es ese diablejo asomado a
la ventana? ¿Por qué me mira con tanta
fijeza?
—Es el hijo de John Shakespeare.
—¿Qué mal habré hecho yo para que
me mire de ese modo? Tiene el pelo
rojo como el mismo Diablo. Me
aterroriza.
El gesto que hizo levantando la
mano, con los dedos en garra apuntando
hacia afuera, alzando las cejas y los
párpados inferiores, era la viva imagen
del terror. Will rió con los demás, y
César se mostró ofendido, adoptando
una postura digna y majestuosa: las
manos extendidas sobre la mesa, los
ojos bajos.
—Cantemos —dijo—, cantemos una
canción alegre.
Entonó una ronda, lúgubremente,
pero en voz tan baja y lenta que era
imposible unirse a ella: ahora era un
hombre triste, un hombre tristísimo que
quería cantar. Will deslumbrado
temblaba de la risa. Con una palabra, un
gesto, ese hombre era capaz de crear un
personaje, un personaje que conocías
pero que ignorabas conocer, como si los
tuviera a todos en su interior y no
supiera cuál sería el próximo en asomar
por un momento.
—A ver, chico, el de la ventana.
¿Sabes cantar esta canción?
—Sé —dijo Will.
—Bien, pues cántala entonces,
muchacho. Esto va por tu pelo rojo. —
Con un chasquido de los dedos hizo
girar la moneda en dirección a Will, sin
que pareciera haberla lanzado. Will
esperó que cayera y cantó. La alondra y
el ruiseñor. Tenía una auténtica voz de
soprano, alta y poderosa, y él lo sabía.
No haría mal a nadie dejando que
Jenkins lo oyera; si gustaba tanto del
canto como Maese Simón Hunt, su
maestro del año anterior, también este
año sería fácil para Will.
Estrechaba la rosa contra su pecho.
Una lágrima redonda en sus ojos.
Todos guardaban silencio
escuchando al muchacho que cantaba en
la ventana; y César, Maese James
Burbage, de la Compañía del Conde de
Leicester, había vuelto a guardar en su
interior sus múltiples personajes, y
prestaba intensa atención, con un aire
entre extático y especulativo, como un
pañero que palpa con los dedos una tela
de lana recién encurtida, o un maestro
cervecero que observa cómo mana, de
un nuevo casco, el claro brebaje.
Rosie cerró el libro, dejando un
dedo en la página; Sam venía corriendo
hacia ella, dejando atrás su pelota, que
la siguió rebotando un par de veces, una
de esas pelotas rayadas, roja y blanca,
con un cielo azul y estrellas en su
hemisferio norte. Sam se escondió a
medias detrás de la chaise-longue de
Rosie, mirando hacia la puerta lateral de
la galena.
—Ahí viene —dijo.
Rosie rió:
—¿De veras?
Sam miraba fascinada cómo se abría
la puerta y su tío abuelo Boney
Rasmussen entraba en la galería a pasos
lentos, cautelosos.
—La señora Pisky ha preparado un
poco de té helado —dijo. Sostuvo la
puerta abierta con la ayuda de una silla y
volvió a entrar en la casa.
—¿Ves? —dijo Sam.
—Sí —dijo Rosie—. Té helado.
Qué rico.
Abrazó a su hija. Sam veía a Boney
como un personaje aterrador y
prodigioso, un animal enorme, quizás un
monstruo, cuyos movimientos había que
vigilar con cautela; y entre el cual y uno
mismo era mejor interponer algo,
preferentemente su madre, sobre todo al
comienzo de cualquier encuentro.
—Pero Boney, qué amable. Tendrías
que haberme llamado, yo hubiera ido a
buscarlo.
Boney entró con una bandeja, que
sostenía con ambas manos, razón por la
que había usado la silla para mantener la
puerta abierta. La depositó sobre la gran
mesa de mimbre, ofreciéndola con una
mano: había un vaso alto y uno pequeño,
y azúcar y limón, y un plato con
barquillos.
—Apuesto a que el vaso pequeño es
para ti —dijo Rosie empujando a su hija
hacia adelante. Boney se alejó unos
pasos mirando con aire ausente más allá
de los amplios toldos de la galería.
Percibía con absoluta claridad la
impresión que le causaba a Sam, y tenía
sumo cuidado —cosa que conmovía
profundamente a Rosie— en no
imponerle su presencia. Sam se acercó
con cautela para tomar su vaso.
—Hermosa tarde —comentó Boney,
sin dirigirse a nadie—. Quizá llueva.
Era por cierto llamativamente feo.
Su cráneo oscuro y calvo estaba
moteado de manchas parduzcas y
recubierto de una pátina verdosa y
brillante como de cuero viejo, semejante
a la piel de un lagarto. Las manos, de
uñas amarillentas, parecían enfundadas
en guantes flojos y arrugados del mismo
material, y le temblaban sin cesar, como
al ritmo de su pulso. Rosie no sabía con
exactitud qué edad tema, pero parecía
tan viejo como era posible serio, y
seguir aún andando. Y en realidad
Boney andaba mucho, incluso montaba
en una vieja bicicleta, por los senderos
y caminos de Arcadia.
Uno de esos viejos, pensaba Rosie,
que siguen adelante, aunque a ritmo
lento; paciente con un mundo que se ha
vuelto espeso como una melaza, y
siempre difícil. Boney en bicicleta,
Boney haciendo un poco de jardinería,
Boney subiendo escaleras:
probablemente era más penoso verlo
que para él hacerlo.
Volvió hacia ella sus gruesas gafas
ahumadas de azul.
—¿Qué estás leyendo?
Rosie le mostró Manzanas
mordidas.
—Es divertido —dijo ella—. Pero
¿será cierto todo esto? Lo de
Shakespeare, digo, eso de que escapó de
su casa para convertirse en actor.
Boney sonrió. Su dentadura postiza
era tan vieja como la natural de la
mayoría de la gente; la porcelana estaba
adelgazándose hasta volverse casi
transparente en algunas partes, hasta
dejar ver brillos de oro.
—Yo nunca pregunto —dijo— qué
es lo cierto de sus libros. Él investigaba
mucho.
—¿Lo conociste, entonces?
—¿A Sandy Kraft? Claro. Sí, Sandy
y yo fuimos buenos amigos.
—¿Sandy?
—Así lo llamábamos.
Rosie observó la solapa interior de
la cubierta. Allí había una fotografía de
Fellowes Kraft, un hombre sin edad, de
mirada amable, con una camisa abierta,
la mejilla apoyada en el puño, un
mechón de pelo claro cayéndole sobre
la frente. ¿Treinta años atrás, cuarenta?
La fecha de edición era 1941, pero la
foto podía ser más antigua.
—Hum —dijo—, vivía en Stonykill.
—Cerca. Esa casa, tú sabes cuál. La
compró a fines de los años treinta.
Ahora es propiedad de la Fundación.
Sandy estuvo con la Fundación algún
tiempo, iba y venía. También tenemos
sus derechos de autor, todavía rinden
algo, aunque te sorprenda. —Cruzó las
manos temblonas por detrás de la
espalda, y miró a lo lejos—. Era un
buen hombre, y yo lo echo de menos.
—¿Queda algún descendiente suyo
por aquí?
—Oh no. —Boney sonrió otra vez
—. Sandy no era de los que se casan,
¿sabes lo que te quiero decir? —¿Eh?
—. Ah! —dijo Rosie.
—Lo que nosotros llamábamos un
solterón empedernido. —Pero eso es lo
que eres tú, Boney.
—Bueno —él lanzó una mirada
ladina—. Según cómo lo digas significa
cosas diferentes. No vayas a sembrar
rumores de ese tipo sobre mi persona.
Rosie se echó a reír. Ese recato a la
antigua usanza. Boney, ella lo sabía,
tenía un secreto en su pasado, una pena
secreta de la que ¡nunca se hablaba; algo
que pudo haber sido, que debió haber
sido, un terrible escándalo, pero que no
fue. En esos tiempos ya no había
escándalos secretos. Estaban ahí, a la
vista de todos, para que todo el mundo
hablara de ellos y aconsejara. Miró en
dirección al ancho portón de entrada. A
la sombra de los arces se hallaba
estacionada la camioneta, atiborrada del
equipaje que no había decidido aún
desempacar. Boney la había recibido
instantáneamente y sin hacer preguntas,
como si ella hubiera venido
simplemente a hacerle una larga visita; y
la señora Pisky, su ama de llaves en el
último milenio o poco menos, había
tenido que conformarse con la
explicación de Boney. Bueno, señora P.,
Rosie y Sam han venido a pasar una
temporadita con nosotros, ¿qué le parece
el dormitorio del ala oeste? Tiene un
baño cerca y la salita. Ay, señor
Rasmussen, no se han ventilado, ni nada
de eso; voy a hacer un poco de limpieza.
Es agradable tener gente joven en la
casa ¿no? Cualesquiera que hubieran
sido los pesares, pensaba Rosie, que las
antiguas reticencias hubieran causado u
ocultado alguna vez, también podían
llegar a ser un alivio, si una no tenía una
explicación que dar, si quería marcharse
de casa por algún tiempo y no podía
decir por qué. La señora Pisky podía ser
una hipócrita, porque sin duda había
echado una ojeada a las cosas que Rosie
había traído a la casa, una vida disipada
todavía sin purgar, hojillas de fumar en
el alhajero y Sam confundida y no tan
pulcra como debiera estar; pasto para la
imaginación de la señora Pisky, sin
duda; pero Boney, Rosie estaba segura,
no sólo no decía nada sino que, en la
medida en que era consecuente con su
cariño, tampoco pensaba nada.
Arcadia. Qué hubiera hecho ella,
pensó con humildad, si no hubiese
existido Arcadia. La gran Arcadia,
parda y opaca, con su galería de lajas de
piedra y su chaise-longue de mimbre en
donde Podía tenderse al fresco, como lo
hiciera de niña, con un libro, un libro de
la biblioteca, por cuyas páginas
reptaban el verano y las Colinas
Lejanas; ¿qué hubiera hecho? ¿Cómo se
las arreglaría la gente que no tenía
adonde ir, cuando necesitaba hacer algo
terrible y no estaba preparada?
—¿Notaste —dijo Boney, viéndola
retomar Manzanas mordidas— que
Kraft usa pequeños guiones, en lugar de
comillas, para indicar los diálogos?
—Sí, y eso confunde un poco, me
parece.
—Bueno, yo también lo creo,
dificulta la lectura. Pero ¿quieres saber
por qué hace eso? Él me lo explicó en
una ocasión. Me dijo que no podía
pretender que los personajes históricos
hubiesen dicho letra por letra lo que él
les hace decir. Que en realidad ellos
nunca dijeron esas cosas, me dijo. Y que
con los guiones no parece tanto que la
gente estuviera realmente hablando.
Sandy decía: «Es más como si
estuvieras soñando con lo que habrían
tenido que decir de haber hecho las
cosas que hicieron». —Bajó los ojos
lentamente, sin moverse, para mirar a
Sam, que se había acercado a él con la
misma cautela—. Eso es todo —dijo
con voz grave. Sam y él se miraron; ella
alzando la rubia cabecita, y él
inclinando su cráneo de lagarto—. Hola,
Sam.
Rosie recibió el peso de su hija en
su regazo, y lanzó un gruñido. Sam huía
de la proximidad de Boney. Volvió las
páginas de Manzanas mordidas, que se
habían cerrado de golpe, para encontrar
de nuevo la que estaba leyendo.
Boney, a punto de salir, con la mano
ya en la puerta mosquitera, se detuvo.
—Rosie —dijo— ¿puedo
preguntarte una cosa?
—Claro.
—¿Te parece que necesitarás hablar
con un abogado?
—Oh, oh, Boney.
—Te lo preguntaba porque…
—No sé, creo que no por ahora.
—Cuando quieras, dímelo —dijo
Boney—, y hablaré con Allan
Butterman. Eso es todo.
Esbozando una pequeña sonrisa
salió por la puerta, bajó los peldaños,
cortos y anchos, como si fueran
empinados. Sam, al ver que se iba, se
levantó de golpe y partió tras de él,
escabulléndose por la puerta antes de
que ésta se cerrara por sus propios
viejos y lentos resortes; y bajó los
peldaños que también para ella eran
empinados; Boney notó que Sam lo
seguía pero no se dio por enterado.
La tarde se prolongaba,
interminable; larga, larguísima;
abogados, por favor, lo que faltaba. El
joven Will volvía a casa por la calle
Henley, dejaba atrás los mataderos y la
cruz del mercado, y llegaba a la puerta
de la casa con el corazón latiéndole al
galope; iba a someter a la aprobación de
su padre una invitación de James
Burbage, para formar parte, como uno
de los mancebos, de la compañía de
cómicos del Conde de Leicester.
En el taller de guantes de la planta
baja, con su eterno olor a cuero, no
encontró a nadie. Subió a la estancia
superior, oyendo una conversación en
voz baja. El cuarto estaba casi en
penumbra, los postigos cerrados a
medias; y con el día de agosto
centelleándole aún en los ojos, Will no
pudo distinguir en un principio quién
estaba de pie detrás de la silla de su
padre.
Su padre se secaba los ojos con la
manga; al parecer había estado llorando.
Otra vez. En la puerta del fondo se
hallaba su madre, de pie, las manos bajo
el delantal, sin duda atribulada, pero era
imposible adivinar sus pensamientos. El
hombre que estaba detrás de la silla de
su padre, alto, de pelo ralo, era su
maestro del año anterior, Maese Simón
Hunt.
—Will, Will. «—Su padre atrajo al
muchacho hacia sí con un ademán de
ambas manos—. Will, hijo mío,
justamente estábamos hablando de ti.
Todos lo miraban. En la vieja y
ahumada oscuridad, los ojos de todos le
parecieron ascuas. Y Will sintió un
estremecimiento de aprensión que le
heló el sudor en la nuca. No se acercó a
su padre.
—Will, aquí está Maese Hunt.
Hemos orado juntos largamente. Por ti,
por todos nosotros. Will, Maese Hunt
parte de viaje, mañana al amanecer.
Will no dijo nada. Con frecuencia,
en los últimos tiempos había encontrado
a Hunt, el maestro de escuela, con su
padre, y a su padre llorando. Hunt y él
hablaban en voz baja sobre la antigua
religión, y sobre la triste situación del
mundo hoy en día, y aseguraban que
nada podría marchar bien hasta que la
verdadera religión volviera a imperar
una vez más en esta tierra. También a él,
Will, Hunt lo había llevado aparte
muchas veces, y le había hablado en voz
baja y vehemente; y Will, paralizado de
extrañeza, había escuchado y asentido
cuando le parecía necesario,
comprendiendo bien poco lo que se le
decía, pero sintiendo la vehemencia de
Hunt como un contacto físico que quería
esquivar.
—Voy a partir por mar, Will —dijo
Maese Hunt—, a conocer otra tierras y a
servir a Dios. ¿No es maravilloso?
—¿A dónde os marcháis? —
preguntó Will.
—A los Países Bajos. A una
universidad muy famosa, donde hay
hombres ilustrados y piadosos. Y
valientes además. Servidores de Dios.
¿Por qué estaban hablándole de esa
manera, como si fuera un bebé, un niño a
quien quisieran conquistar para algo?
Sólo su madre había guardado silencio.
Permanecía tiesa junto a la puerta, mitad
dentro y mitad fuera de la estancia,
como lo hacía cuando su esposo
reprendía o castigaba a sus hijos, sin
atreverse a interceder en favor de ellos,
y sin querer, no obstante, participar del
castigo. Ellos esperaban que hablase,
Hunt esperaba, pero él no tenía nada que
decir excepto su novedad, que no podía
comunicar ahora: eso lo sabía.
—Ven, hijo, ven.
Las lágrimas se agolpaban en la voz
de su padre. Will, reticente, fue hacia él;
Hunt asintió solemnemente, como si
aquello fuera en efecto lo que
correspondía hacer. Su padre lo tomó en
sus brazos y le palmeó la espalda.
—Quiero decirte algo. He decidido,
Maese Hunt y yo hemos decidido, con la
ayuda de Dios, que mañana viajarás con
él al extranjero, allende los mares.
Escúchame, escucha.
Porque Will había comenzado a
retroceder, pero su padre no lo soltaba.
Un horror comenzaba a crecer en su
corazón; querían entregarlo a Hunt, una
educación interminable, la voz y el tacto
de Hunt por siempre. No.
—Oh hijo mío, oh hijo mío. Tú
tienes buena cabeza, tienes muy buena
cabeza, mejor cabeza que yo.
Reflexiona, reflexiona. Allí encontrarás
sabiduría, una sabiduría sagrada que no
puedes tener aquí. Escucha, Will: es un
tesoro en donde buscar las razones del
mundo. Escucha; tú eres un buen hijo, un
buen hijo.
Aprisionado en los brazos de su
padre, una calma misteriosa se había
adueñado de Will; una astucia que casi
parecía no pertenecerle, un susurro en su
oído, que lo sosegaba; y su padre, al
percibirlo lo soltó de su abrazo. Y
tomándolo por los hombros lo retuvo
frente a él, en tanto sus ojos húmedos le
escrutaban el rostro.
—Buen muchacho, muchacho
valiente. ¿No dices nada?
—Haré vuestra voluntad, padre.
Las lágrimas manaron a borbotones
de los ojos de su padre, Will se
aconsejó a sí mismo: di que sí, sí, sólo
sí. Su madre se cubrió: el rostro con el
delantal.
—Fue preciso guardar el secreto —
dijo Hunt—. Así tenía que ser. No
podíamos decírtelo hasta el último
momento, por temor a los poderes de
este mundo.
—Sí.
Se arrodilló a los pies de Will y lo
miró a los ojos.
—Una aventura, muchacho. Partir en
secreto, con las primeras luces del alba.
Yo seré el caballero y tú mi paje. Y
combatiremos con cada diablo que el
mundo nos presente, porque el mundo
está plagado de ellos hoy en día.
—Sí.
Su sonrisa era de algún modo peor
aún que su rostro solemne. El rostro de
Will sonrió a su vez.
—Habrá cantos allá. Habrá cantos,
cantos como tú jamás has oído, y
representaciones, e iglesias repletas de
maravillas, creadas en alabanza de
Dios. Maravillosas como las de
cualquier libro. No como esta tierra
ensombrecida donde se abomina de la
belleza y la alegoría. Y la verdad, Will,
la verdad que es preciso conocer.
Will retrocedió un paso.
—¿Al alba? —preguntó.
—Sí —dijo Hunt—. Yo me
marcharé ahora para prepararlo todo.
Lleva poco equipaje, se te proveerá de
todo.
Se levantó otra vez, ansioso y
vehemente, con su rostro habitual, y se
sentó a la mesa, donde Will vio ahora
que se contaba dinero de una faltriquera
de piel. Hunt y su padre, juntaron las
cabezas.
—Habrá alojamiento en Londres —
dijo Hunt—. Mi amigo providente; está
al tanto de esto. Pero la chalana que nos
llevará de allí a Greenwich habrá que
contratarla…
Volvieron la cabeza a un mismo
tiempo, como un solo hombre, para
observar a Will, que se alejaba unos
pasos más.
—Iré a prepararme —dijo.
—Hazlo —dijo Hunt con un guiño
—. Ya volveré a eso de la medianoche.
¿No vas a dormir?
—No.
—Ve con él, ve con él —dijo John
Shakespeare a su esposa—. Ve con él.
Pero Will, antes de que llegara su
madre, ya había subido» su buharda y
trancó la puerta antes de que su madre
pudiera dar alcance.
Un abismo inmenso se había abierto
en el mundo, y él de pronto se había
encontrado en el borde. En la orilla
opuesta estaban su padre y Hunt,
pidiéndole que lo saltara; y su madre,
que le pedía que fuera hacia ella. Pero
él no podía. No podía sentir nada más
que el peligro, un peligro inminente;
sólo podía pensar veloz y serenamente
cómo abandonarlos y salvarse; y la
mente le chirriaba como los engranajes
de un reloj a punto de dar las
campanadas.
—¿Will? —dijo su madre en voz
baja. Will no respondió. Sacó papel de
un nicho secreto que había en la pared
(amaba el papel y guardaba trozos
limpios cuando los encontraba) y tomó
un pequeño cuerno de tinta. Las manos
le temblaban al ritmo del corazón, y sólo
por un acto de la voluntad consiguió
sosegarlas. Apoyó el papel sobre el
antepecho de la diminuta ventana, y a su
luz empezó a escribir; estropeó una hoja,
y empezó otra, ya más sereno, las
palabras volando a la lengua de su
mente como si su padre estuviese
pronunciándolas de verdad: o, si no su
propio padre, algún padre, un padre
creíble, un padre cuya voz él podía
escuchar con claridad.
Apenas se hizo de noche, llevó el
atado de camisas y calzas que su madre
le había preparado, y el pequeño
monedero que le había dado su padre, y
el nuevo par de guantes de cabrito que él
mismo se había confeccionado todo
arriba a su cuarto; para meditar y rezar
allí, dijo, y esperar a Maese Hunt. Y
cuando le pareció que su hermano y su
hermana estaban ya profundamente
dormidos, y su padre, abajo, con su
vino, salió por la ventana y bajó por el
costado de la casa, gracias a un artilugio
que tiempo atrás había ideado para
escapar en las noches de verano como
ésta.
Maese James Burbage tenía gran
prisa por salir del poblado.
Uno de los miembros de su
compañía se había enzarzado en una riña
con un mozo del lugar, por un poco de
dinero o una ramera; el otro, el
bribonzuelo, había llevado la peor parte,
y ahora podía morir. Burbage, furioso
con su muchacho, no tenía sin embargo
la intención de esperar el fallo de la
justicia local y que lo multaran o algo
peor; y a las diez de la noche, mientras
estaba esperando que ataran al carretón
con las correas las últimas piezas de
utilería para partir a la luz de la luna,
Will lo sobresaltó hasta el punto de
hacerlo gritar, acercándose a él con paso
furtivo y tironeándole de la manga.
¿Dio crédito a la nota que el
muchacho le entregó? Firmada, y
refrendada por un tal Maese Simón
Hunt. Confiando en que tratará a mi hijo,
el susodicho William, de buena fe y
honestamente, y le enseñará el oficio, el
negocio y las artes del actor, en la
compañía de mi señor de Leicester. Mi
hijo bienamado, cuya persona y fortuna
confío al mentado Maese Burbage. No
se mencionaba paga alguna; Burbage
nunca había conocido ni conocería
jamás al tal señor Shakespeare; en la
oscuridad el rostro del pelirrojo era una
máscara, una máscara que decía he
hecho lo que se requería de mí y heme
aquí preparado. No, Maese Burbage no
lo creyó, ni por un instante, ni tampoco
creyó en la cara del muchacho. Pero
pensó que un magistrado, llegado el
caso, lo creería; o que, de todos modos,
perdonaría a Burbage por haberlo
creído; y llevaba mucha prisa; y el
tunante tenía voz de ángel.
—Sube, entonces —dijo, dándole a
Will un empujón que no era nada
comparado con el ímpetu que le había
dado al enardecido corazón del
muchacho—. Sube al pescante. No, no,
en el pescante no, métete ahí abajo, bien
acurrucado. Así. Bien, joven Maese
Shakespeare, aprendiz de cómico, te
quedarás en ese lugar hasta que hayamos
pasado el puente de Clopton, e incluso
más allá. Y ahora: ¡arre! ¡arre!
Y la pequeña caravana con Maese
Burbage en el pescante, y el resto de los
miembros de la compañía encaramados
a los carretones, o montados de a dos en
los caballos, o caminando a la zaga, e
intercambiando canciones y
parlamentos, amén de una bota de cuero,
salió de Stratford, cruzó el puente de
Clopton, y enfiló rumbo al sur, tomando
la carretera de Londres; y Will,
acurrucado en el carretón, haciendo
girar entre sus dedos una moneda de una
corona, prestaba oídos (mientras las
orejas parecían crecerle, enormes como
campanas) a las conversaciones y a la
noche, con el corazón resistiéndose a
dejar de ladral galope.
La nota que dejara a su padre decía
que se había marchado a Bristol para
engancharse en algún barco, hacerse a la
mar con destino al Nuevo Mundo, y
labrar en él fortuna, o perecer en la
empresa.
—Teléfono —dijo la señora Pisky
asomando la cabeza por la venena de la
galería—. Teléfono para usted.
Rosie cerró el libro, con un dedo
marcando la página. Esforzándose por
mantener la calma, se levantó de la silla.
—Gracias —dijo. Suspiró, qué
fastidio, pero en realidad era para
exhalar esa oscuridad repentina que la
había invadido; y en el mismo momento,
sobre el parque y la galería; qué era eso;
ah, las nubes espesas que durante tantas
horas habían estado haciendo tiempo en
los alrededores se cernían al fin sobre la
casa. Y además empezaba a levantarse
viento. Mientras la casa se oscurecía
rápidamente, Rosie siguió a la señora
Pisky hasta el teléfono.
—Hola.
—Hola, Rosie.
—Hola, Mike.
Una pausa más bien prolongada, y
Rosie supo que de ahora en adelante, tal
vez no para siempre, pero por un tiempo
que de todos modos no cambiaría la
situación, todas sus conversaciones
comenzarían con un silencio.
—Para empezar —dijo Mike—.
Para empezar has dejado aquí los
pañales de noche de Sam. Tres cajas.
—Oh.
—¿Quieres venir a buscarlos?
—Me parece que todavía tengo un
par por aquí. En el bolso de viaje.
Otro silencio. Él «para empezar»
había sentado una protesta que Rosie
estaba dispuesta a dejarle proseguir. Si
él tenía una lista de reclamos, ella
podría responder a cada uno a medida
que aparecieran.
—También he encontrado —dijo él,
con la voz del arqueólogo paciente que
estuviera tratando de identificar los
detritos que ella había dejado— algo
que parece el espejo retrovisor de la
camioneta.
—Ah, sí, pensaba pegarlo, pero no
pude encontrar el Epoxy.
—¿El Epoxy?
—Eso fue lo que usó Gene. Sólo que
quizá no puso suficiente. Yo creía que
quedaba un poco en la caja de
herramientas. Pero no. Él se echó a reír.
—Bueno, mientras esté aquí no va a
servirte de mucho. Ella no hizo ningún
comentario, eso no formaba parte de la
lista. Siguió esperando. Lo oyó suspirar,
un suspiro introductorio, como si se
dispusiera a ir al grano.
—¿Quieres decirme —prosiguió—
cuáles son tus planes, si es que los
tienes?
—Bueno —dijo ella. Alzó la vista;
la señora Pisky estaba atareada con
algo, o fingía estarlo, en la despensa
contigua al comedor. Rosie podía ver su
gran oreja pendular.
—¿Quieres decirme de una vez por
todas…?
—Bueno, por ahora no hay nada que
decir, Mike —dijo ella en voz baja—.
No ahora, quiero decir, esta misma
tarde. —Escuchó una especie de bufido
del otro lado, que podía implicar un
paciente meneo de cabeza o quizá gesto
de impaciencia—. Quiero decir…
Se te avisó, y nada de esto es una
sorpresa, eso, eso era lo que ella quería
decir. La capacidad de Mike para
reiniciar las antiguas conversaciones,
las viejas negociaciones a partir de
cero, era en verdad inagotable.
Probablemente era la consecuencia de
tener que hacerlo siempre en las
terapias. Él parecía florecer en ese
regodeo, en tanto Rosie languidecía, se
enmarañaba y quedaba sin habla,
incapaz de terminar una frase.
—¿Quieres decir…? —Mike
esperó.
A Rosie le pareció que él cambiaba
el teléfono de oreja, y que se acomodaba
mejor. Conocía tan bien todo esto, Mike
esperaba paciente, generoso, exudando
lo que Rosie llamaba la Nube de Poder.
Y mientras la veía, la nube se disipó y
Rosie supo que estaba fuera y más allá
de esa nube, y que el hecho de estar
fuera y más allá era la razón por la cual
se hallaba ahora en Arcadia y no en
Stonykill.
—Quiero decir que no tengo nada
que decir…
—Mm. Humm…
Rosie notó que el dedo del corazón,
que había dejado apretando las páginas
del libro, se le había dormido entre
ellas. Lo liberó. Un trueno retumbó largo
y suave, como un suspiro de alivio.
Soltó el libro, que se cerró de golpe,
sobre la mesa. Apoyó la mano sobre la
Página de la portada.
—Bueno ¿qué estás haciendo? —
dijo él, una nueva táctica.
—Leyendo.
—¿Qué?
—Un libro.
Debajo del título estaba la cita de la
cual éste provenía: Estos son los
jóvenes que alborotan en el tablado y
riñen por manzanas mordidas, de
Enrique VIII.
—Rosie, creo que merezco siquiera
un poquito de franqueza. Supongo que
crees que no soy capaz de imaginar lo
que sientes, pero…
—Oh, Michael. Por favor, habla
normalmente. —Durante el silencio que
siguió, tomó una decisión—. Sucede
que, simplemente, no tengo nada que
decir, nada que pueda decirte. En serio,
si tú realmente quieres hablar de esto
ahora mismo, pues, bueno, puedes
llamar a Allan Butterman.
—¿A quién?
—A Allan Butterman. Es un
abogado.
La casa se había oscurecido como si
fuera de noche. Hubo un retumbar de
truenos, más imperioso; en la despensa,
la señora Pisky chasqueó la lengua y
encendió la luz.
—Su número de teléfono está en la
guía; supongo.
Grandes masas de aire húmedo y
caliente erraban por las habitaciones; la
señora Pisky, nerviosa, iba y venía por
el comedor, cerrando las ventanas, cuyas
ligeras cortinas de verano se agitaban
como manos alarmadas.
—Escucha, Mike, está empezando a
llover, tengo que ir en busca de Sam.
Adiós.
Cortó.
Echó una ojeada a su reloj. El bufete
del abogado estaría cerrado ahora;
llamaría a primera hora de la mañana,
antes de que lo hiciera Mike. Si lo
hacía.
Todo anda bien, todo anda bien, se
dijo a sí misma, sintiéndose tranquila
salvo por el horrible nudo en la
garganta. Está todo bien. Porque sólo el
supongo-que-crees, las grandes palabras
huecas, ya no podían darse entre ellos
sin lastimar; cada palabra ordinaria
llevaba un lastre demasiado terrible
para ser pronunciada. Pañal, camioneta,
casa, caja de herramientas. Sam.
Nosotros.
Así que podía hablar con Allan
Butterman, a quien no le importaría.
Salió a la galería. Nubes grises y
rizadas se desplazaban, veloces, por
encima del valle. Los árboles,
tironeados por el viento, perdían sus
hojas como si fuera otoño. Del otro lado
del parque, Sam corría, el rostro
despavorido y el pelo sacudido por el
viento, y Boney iba detrás arrastrando
los pies, empujando el cochecito. Hojas
secas, acribilladas por los insectos,
giraban en remolino en torno de los dos.
Llévate todo, oró Rosie; llévate el
verano, trae el clima duro y
transparente. Se había hastiado del
verano. Quería un fuego encendido,
quería dormir debajo de mantas, quería
pasear con suéters bajo los árboles
desnudos, clara, limpia y fría por dentro
y por fuera.
Ocho
La tormenta no se desencadenó, ni
tampoco pasó de largo. Después del
viento oscurecedor y de unas gotas
indecisas, pareció apaciguarse
despejando el cielo del anochecer. Sin
embargo, permaneció sobre el horizonte,
gruñendo sordamente de tanto en tanto,
tal vez lloviendo (se decían unos a otros
en la fiestecita de Spofford) en alguna
otra fiesta, en algún otro lugar. El aire
denso y caliente parecía electrizado por
su cercanía; y cuando salió la luna, entre
brindis y risas, inmensa y ambarina
como el whisky, su luz doró el borde
festoneado de las nubes.
Pierce y Spofford bajaron a la fiesta
en el ve tusto camión de Spofford,
Pierce con los pies en medio de cajas de
herramientas y trapos grasientos, en
tanto Spofford conducía con un brazo en
el volante y el otro apoyado en la
ventanilla, como sosteniendo el techo.
Los caminos de grava, el olor del viejo
camión, el aire de la noche en su rostro,
le hacían pensar a Pierce en Kentucky,
en las lejanas noches estivales de
sábado, a la luz de las estrellas, en la
libertad y en la esperanza: como si este
camino fuese una prolongación de otro
en el que había estado alguna vez, un
camino que abandonara años y años
atrás y que volvía a encontrar en este
cruce, quién hubiera pensado que lo
conduciría aquí, quién lo hubiera
pensado.
Se internaron, a barquinazos, por un
maltrecho camino pavimentado y a poco
andar se detuvieron al lado de un
tenderete cerrado. A la luz de los faros
delanteros, Pierce vio que en él se
vendía, o se había vendido alguna vez,
una larga lista de comidas de verano.
Estacionaron allí, en medio de otros
vehículos: había camiones viejos como
el de Spofford, otros más nuevos,
algunos equipados para usos especiales,
un pequeño convertible rojo y una
camioneta enorme. Spofford sacó de un
tirón la manta ocre con dibujos indios
que cubría el asiento del camión, la
enrolló y se la puso debajo del brazo.
Con el dedo índice cogió una damajuana
de vino tinto, que se hallaba en el
compartimiento trasero del camión, se la
echó por encima del hombro y guió a
Pierce hasta un sendero que corría por
detrás del tenderete y descendía a través
de un bosque de pinos en dirección a un
triángulo de aguas negras y doradas.
Había otros en el sendero, siluetas
oscuras o bañadas por la luna que
acarreaban cestas, pastoreaban niños.
—¿Spofford? —dijo una mujer
corpulenta, con un vestido estilo carpa,
y un cigarrillo entre los labios.
—Hola Val.
—Qué noche espléndida —dijo Val.
—Mejor imposible.
—Luna en Escorpio —dijo Val.
—¿Así que esas tenemos?
—Sí, pero ten cuidado —rió Val
entre dientes, y desembocaron en un
claro lleno de gente, a la luz de una
hoguera, entre voces que saludaban y
perros que ladraban.
La fiesta era de Spofford sólo
porque el tramo de ribera en que se
celebraba era parte de su propiedad, un
pequeño recreo que sus padres solían
explotar durante los veranos; el
tenderete, unas cuantas mesas de picnic,
unos fogones de piedra dispuestos
enferma de anillo druida, un muellecito
de madera, un par de cobertizos.
«Ellos» y «Ellas». Spofford traía la
damajuana de vino pero no hacía las
veces de anfitrión, sólo tenía un aire un
tanto feudal mientras iba y venía,
acompañado de Pierce, en medio de la
gente, diciendo hola y haciendo
comentarios. Las mesas estaban
atestadas de vituallas y frutas, botellas,
quesos y cuencos de una cosa y de otra,
suficientes para multitudes al parecer
cada convidado era allí su propio
anfitrión. En algunos dólmenes habían
encendido fogatas, y el humo de la leña
se mezclaba con el aire de la noche; y
una flauta sonaba tenue, rizándose en el
susurro de los pinos.
Con las manos en los bolsillos,
saludando con un movimiento de cabeza
a derecha e izquierda como lo hacía
Spofford, Pierce bajó con su amigo
hasta el borde del agua. La luna, por
encima de los árboles frondosos de la
otra orilla, parecía un agujero recortado
en un cielo de azabache para dejar pasar
la luz de un firmamento lejano y frío.
Súbitamente, una dos tres figuras
irrumpieron en la superficie del agua
como si hubieran estado durmiendo en el
fondo del río y acabaran de despertarse;
risueñas y desnudas, treparon hasta el
muelle por la escalerilla, y allí se
quedaron secándose a la luz de la luna;
tres mujeres, una morena, una clara, una
rosada; tres gracias.
—Bueno, ella está aquí —dijo
Spofford en voz baja, alejándose.
—¿Ah sí? —dijo Pierce sin
volverse. La morena se retorcía con las
manos la espesa cabellera negra, para
escurrirle el agua; la rubia se afirmó con
una mano en el hombro de la morena
para secarse los pies. La tercera señaló
a Pierce y las tres alzaron los ojos y
parecieron reír; Pierce oía sus voces,
por encima del agua, pero no sus
palabras. Inmóvil, las manos siempre en
los bolsillos, observaba y sonreía. De
pronto, oyó a sus espaldas fuertes
pisadas de unos pies descalzos, un
hombre desnudo pasó corriendo delante
de él y, con las manos extendidas en
actitud de oración y el largo pelo
flotante, se arrojó al agua como si fuera
a ahogarse ofrendando su vida: era de él
de quien se habían reído las mujeres.
Un niñito rubio lo siguió, se hundió
hasta las rodillas, lanzó un grito y se
detuvo de repente, como sorprendido;
luego un niño algo mayor pasó a la
carrera delante de Pierce y se zambulló.
Una mujer corpulenta (su madre, quizá)
se quitó la bata corta que vestía y,
balanceando al andar los grandes
pechos, corrió y se zambulló detrás de
los niños, agitando el agua listada de
oro y trocándola en espuma de plata.
Pierce, el pecho ensanchado de
bienestar, la sonrisa todavía en su
rostro, volvió la cabeza. Adamitas.
¿Cómo se habrían librado de la
maldición?
—Nunca podrías comprar esto en la
ciudad —le dijo a Spofford, que estaba
sirviéndole un vaso de vino tinto, negro
a la luz de la luna—. No podrías
comprarlo. Este deleite.
—Claro que no —dijo Spofford—.
No está en venta. —Le pasó un porro
grueso y crepitante que despedía un
humo viscoso—. ¿Quieres comer algo?

*
Maíz asado y tomates dulces como
fresas, los buenos frutos de la cosecha;
pan casero y crujiente del horno de
algún invitado; perritos calientes, nueve
clases de col y ensalada; su plato de
papel se combaba, empapado, bajo el
peso de tantos manjares.
—¿Qué puede ser esto? —le
preguntó a una mujer que llenaba su
plato junto a él, pinchando algo que
parecía un pastel.
—No sé —respondió ella—.
Comida beige.
Llevó su plato hasta una roca que
ofrecía un asiento adecuado y un
panorama completo de la fiesta. En la
roca de al lado estaba sentado el
flautista, su música tenue e incierta
provenía de una serie de cañas huecas
enlazadas entre sí, y él mismo tenía el
aire de un Pan dulcificado, la boca en
arco fruncida para soplar, la barba
juvenil. Un niño soñoliento se hallaba
sentado a sus pies, con la cabeza
apoyada en su regazo.
—Siringa —dijo Pierce cuando el
flautista dejó de tocar para sacudir la
saliva de su instrumento.
—¿Qué dices?
—Las flautas —dijo Pierce—.
Siringa es el nombre. Era una muchacha,
una ninfa que el dios Pan amaba. Y
perseguía. —Hizo una pausa para tragar
—. Ella era casta, trataba de escaparse,
quiero decir, y en el preciso instante en
que él estaba al fin por darle alcance,
algún otro dios o diosa se compadeció
de ella y la transformó en un manojo de
cañas. En el último momento.
—Qué me dices.
—Sí. Y Pan confeccionó su flauta
con esas cañas. Siringa. La misma
palabra que «jeringa», dicho sea de
paso, una caña hueca. Y Pan sopla en
ella hasta el día de hoy.
—Bueno, ¿a ver, quién da el tono?
—preguntó el flautista. Tentó una nota
—. No puedes tocar muchas cosas con
ella.
—Puedes —dijo Pierce—. Puedes
tocar la Música de las Esferas.
—Tal vez después de algunas
lecciones. —La curva de la boca y su
voz suave, un poco ronca, daban la
impresión de que estaba a punto de
echarse a reír, como si Pierce y él
compartieran una broma secreta—.
Estaba tratando de sacar Tres ratones
ciegos.
Pierce se rió, pensando en octavas y
ogdoadas, en Pitágoras y la lira de
Orfeo. Podía seguir así,
indefinidamente. Era el porro; rara vez
fumaba en estos tiempos, había notado
que el humo sólo lo ponía paradojal y
críptico, por mucha lucidez que
pareciera crear dentro de él, lo cual le
hacía desconfiar de la lucidez. El
flautista lo miraba como si tratara de
individualizarlo, o de recordar quién
era, siempre sonriendo con esa sonrisa
de grata complicidad.
—Soy forastero aquí —dijo Pierce
—. Mi nombre es Pierce Moffett. He
venido con Spofford.
—Me llamo Beau. —No tendió la
mano, aunque su sonrisa se ensanchó.
—En realidad —dijo Pierce— no
debería estar aquí.
—¿Ah, sí? —Algo de Pierce o de su
explicación parecía deleitar cada vez
más al flautista.
—Iba a un lugar totalmente distinto.
Un autobús me dejó varado.
—De modo que eres un colado.
Entraste por la ventana.
—Así es.
—Pero no estás herido, sin embargo.
—¿Hum?
—Eh, Rosie —llamó Beau hacia la
oscuridad—. Ven a charlar. —Pierce
escrutaba los rostros, en medio del
gentío que iba y venía. Una muchacha
morena que se alejaba, cerveza en mano,
volvió la cabeza hacia él en el mismo
instante, y encontró su mirada; le sonrió
como si lo conociera y siguió de largo.
—Bueno —dijo Beau, tecleando con
los dedos los agujeros de su flauta—, ya
que estás aquí, supongo que te pondrás a
tono. ¿Sí? De una u otra forma.
—Bueno, claro —dijo Pierce. Dejó
su plato en el suelo y al instante
apareció un perro a investigarlo, sin
encontrar en él nada de interés—. Sí,
supongo, en cierto modo —dijo,
levantándose.
El niño recostado en el regazo de
Beau levantó la cabeza, pidiendo más
música. Beau tocó. Pierce partió en pos
de la sonrisa que había visto, y que
ahora había desaparecido en medio de
los convidados. Siringa. ¿Qué podía
importar aquí una mercancía como ésta?
Era un tema realmente candente, sobre
todo este mes. Sólo que tendría que
exhibir sus mercancías para poder
venderlas, y mostrarlas equivalía a
revelarlas. ¿Qué pagarías tú por saber
dónde, por qué, esa flauta…?, ¿qué
imágenes o resonancias pueden evocar
los intervalos de esa flauta…? La
encontró sentada en un tronco junto a la
orilla, un poco aislada al parecer;
cuando se retorció entre las manos la
larga cabellera, Pierce la reconoció.
Oyó que alguien le decía al pasar:
—Dime, ¿sabes si Mike va a venir?
Ella se encogió de hombros, sacudió
la cabeza, no, Mike no iba a venir; o no,
ella no sabía; o rechazaba la pregunta. O
las tres cosas. Por un momento pareció
fastidiada, y bebió con avidez.
—Hola, Rosie —dijo Pierce, de pie
junto a ella—. ¿Cómo está Mike? —Era
el humo, el maldito humo y la bebida,
que lo volvían tan desfachatado.
—Muy bien —dijo ella
automáticamente, alzando la vista y
sonriendo otra vez; sus dientes eran de
una blancura deslumbrante, grandes y
desparejos, con caninos largos y uno de
los de delante picado—. No te recuerdo.
—Bueno, caramba —dijo él,
sentándose a su lado—, qué mala
noticia.
—¿Eres de Los Leños? No conozco
a todos los que están allí.
—¿Los Leños?
—Bueno, no sé —dijo ella, con aire
desvalido.
—Fue una impostura —dijo Pierce
—. Una broma. No podrías
diferenciarme ni de Adán. ¿Y cómo
sabremos, cuando lleguemos al Paraíso,
cuál de los hombres que hay allí es
Adán, si no nos lo dicen? En especial
esta semana.
Ella no pareció ofenderse, se limitó
a mirarlo con curiosidad, esperando que
dijera algo más. La nariz larga, los
pómulos salientes, la hacían parecerse a
un gato egipcio; el vestido de verano
que se había puesto era bonito e infantil.
—No, de veras —dijo Pierce—, soy
un amigo de Spofford. He venido con él.
—Ah.
—Nos conocimos en la ciudad.
Estoy de visita. Pero ya estoy pensando
en venirme a vivir con él, aquí.
Dedicarme a la cría de ovejas. —Se rió,
y también rió ella, como si la frase
tuviera un doble sentido; en ese
momento Spofford en persona hizo su
aparición en el pequeño muelle,
acompañado de otros, que se quitaban la
ropa.
—¿Así que conoces a toda esta
gente? —preguntó ella.
—Ni por asomo —dijo él—. Pensé
que tú los conocerías.
—No son exactamente mis amigos.
—Salvo Spofford.
—Oh, bueno, sí. —Spofford estaba
desnudo ahora, a no ser por el ancho
sombrero de paja; los otros lo
provocaban: el juego amenazaba
convertirse en una broma pesada, pero
Spofford se aparto. Manteniéndolos a
raya.
—Es el hombre más guapo de aquí
—dijo Pierce—. Así lo veo yo.
—Para ti.
—A mi modo de ver.
—¿Y el chico con quien te vi
charlando hace un rato?
—Precioso —dijo Pierce—. No es
mi tipo, sin embargo.
Observaron cómo Spofford se
sacaba el sombrero de paja y lo
arrojaba sobre el muelle, y luego se
erguía (en verdad, notó Pierce, muy
atractivo) y se zambullía.
—Mm —dijo Pierce—. Eso me
gusta.
Ella soltó una risita, observándolo
observar y sosteniendo su copa con
ambas manos; la miró y la encontró
vacía. Una música más ruidosa estaba
comenzando, el clap clap clap de un
estéreo portátil, saludada por gritos de
alegría y entusiasmo. Pierce sacó de su
bolsillo una petaca plateada —un regalo
de su padre, con las iniciales de algún
desconocido grabadas en ella; aunque de
metal gastado, Axel había decidido que
era el regalo justo para su hijo, y la
destapó.
—En general no tomo bebidas
fuertes —dijo ella.
—¿No? —dijo él, inclinado para
escanciar.
—No me caen bien. —Acercó su
copa a la espita, Pierce vertió el scotch;
había llenado la petaca y la había puesto
en su maleta al salir de la ciudad; nunca
se sabe, buena idea.
—¿Y dices que te conozco? —
preguntó ella, levantando la copa para
que él cesara de servir, como siempre
hacían los curas cuando él les
escanciaba el vino de la misa.
—No me conoces, todavía no. —
Tapó la petaca, sin beber. De pronto
necesitaba tenerla cabeza despejada.
Entre los adamitas no existía la
vergüenza por la desnudez; no había
pecado para los salvos. Entre ellos él se
sentía con patas de cabra; aunque no
invitado, también él, por otras razones,
sin vergüenza—. Nunca te había visto
antes de esta noche. —Señaló el río—.
Emergiendo de las aguas.
—¿Ah sí? —dijo ella,
devolviéndole la mirada. La música
resoplaba y vibraba, y su cabeza se
movía al compás, con risa en los ojos—.
¿También eso te gustó?
Los dos rieron entonces, las cabezas
muy juntas; los ojos de ella —tal vez
fuera la luna, que al trepar al medio
cielo se había vuelto pequeña y blanca,
pero más reluciente que nunca—
brillaban húmedos pero no parecían
suaves; era como si estuviesen
recubiertos por una fina y delicada capa
de hielo o cristal.
La música era a la vez nueva y vieja,
acompañada de una banda de
instrumentos que la gente improvisaba,
matracas, campanas, cencerros y
bongos. También el baile era ecléctico,
con reminiscencias del destemplado
zapateo country y los éxtasis
convulsivos de los cuáqueros; todo el
mundo participaba, o casi todos. Pierce
casi siempre se mantenía al margen, en
la ciudad hoy en día el baile era
ejecutado principalmente por
semiprofesionales, muchachos de
cuerpos acerados, rutilantes, relucientes
de sudor, con quienes uno no querría
competir. Pierce, de todos modos, no
tenía ninguna habilidad, y no disfrutaba
de este alegre coribante; ni siquiera en
los tiempos de la Gran Procesión lo
había tentado la idea de confundirse con
las muchedumbres y hacer camino con
ellas. Un chapado a la antigua. De
aquella Procesión se acordaba aquí, la
gente brincando, los ritmos de
fabricación casera, como si un
contingente o una rama de aquellas
multitudes se hubiese desprendido y
quedado aquí, siempre girando y
girando, en feliz ignorancia de lo que
había sido de sus compañeros,
dondequiera que estuviesen; siempre
musicando, coribanteando, paseándose
desnudos pero criando hijos y hortalizas
y horneando pan y compartiéndolo con
otros en la nueva vieja hospitalidad. No
podía ser eso, claro que no; era el humo
(el sabor antiguo persistía en su boca,
dulzón y ardiente, nunca había sabido
cómo describirlo, alcachofas y humo de
leña y palomitas de maíz enmantecadas)
y la sensación de haber caído aquí en
medio de ellos con mugre de ciudad en
los poros y vicios de ciudad en el
corazón.
Flirteando. Sólo flirteando. No veía
a Spofford por ninguna parte en el
laberinto de los bailarines, ni en el agua
ahora quieta. Rosie giraba y bailoteaba
con los demás, imposible saber si tenía
una pareja, o si alguien la tenía. La
ventaja del observador consistía en que
al no haber en este tipo de danza, reglas
de movimiento, revelaba el carácter; no
había forma de hacerlo bien si no se
tenía un sentido natural del ritmo y el
don de demostrarlo. Rosie iba y venía
absorta, abstraída, balanceando la larga
cabellera. Daba la impresión de no estar
asimilada al populacho, aunque formaba
Parte de él, como si hubiese adoptado
las costumbres de una tribu Primitiva
que, menos grácil, sin embargo sabía
mejor que ella el porqué de esa danza…
En un alto de la música se acercó a
él, un poco sonrojada, sí colocón sólo
evidente en el brillo de sus ojos.
—¿No quieres bailar?
—No soy muy bailarín —dijo Pierce
—. Pero resérvame el vals.
—¿Tienes todavía la botellita?
Pierce la destapó; ella había perdido
su copa, y bebió de la petaca; también él
bebió, y luego ella otra vez. Miró en
torno.
—Hay una cosa en tus amigos —dijo
—. Pueden ser un poco cerrados. Sin
ofender.
—A mí me parecen muy
hospitalarios.
—Bueno, claro. Contigo.
—De verdad —dijo Pierce,
levantándose—. Soy un recién llegado.
—Y para información de ella—:
Probablemente me vaya mañana, o
pasado. Pronto, en todo caso. Para
siempre. —Echó a andar hacia el agua;
ella lo siguió. ¿Dónde se había
esfumado Spofford? En medio del agua,
un bote navegaba perezosamente,
cargado de niños a quienes llevaban a
dar un paseo por el río. Otro bote estaba
amarrado al muelle.
—No —dijo ella—. Ibas a quedarte
a vivir con Spofford. A dedicarte a la
cría de ovejas. —Le devolvió la petaca
—. ¿Cómo es que has cambiado tu
historia?
—Vivo en Nueva York —dijo él—.
Desde hace años.
—¿De veras? —Con vivacidad.
—Entonces —dijo él—, dime una
cosa. Si no es tu grupo, y son cerrados,
¿a qué has venido?
—Oh, a nadar. Y bailar. Y echar un
vistazo.
—¿A alguien en particular?
—No —dijo ella, mirándolo con
tanta franqueza como lo permitían esos
ojos extraños, cristalizados—, a nadie
en «particular».
Pierce bebió.
—¿Te interesaría —dijo en tono
caballeresco— dar un paseo en bote? A
la luz de la luna.
—¿Sabes remar? —Y en seguida,
como una chiquilla—: Yo sé. Y lo hago
bien.
—Bueno, magnífico —dijo Pierce,
tomándola por el codo—. Alternaremos.
Otro doble sentido. El humo podía
transformar cualquier observación en un
juego de palabras; se rió de éste y del
bote de remos que estaba desamarrando
(el extremo puntiagudo iba adelante,
recordó, con el remero de espaldas) y,
además, de una cálida certeza que en ese
momento se incubaba en su interior. Se
quitó los zapatos y los calcetines y los
dejó en el embarcadero, se arremangó
los pantalones hasta las rodillas y
desatracó, saltando al bote con no toda
la agilidad que hubiera deseado.
Maniobró la vieja embarcación
hacia la luz de la luna, devolviendo
poco a poco a sus músculos artes que
había aprendido tiempo atrás en el río
Little Sandy y en sus riachos y ramales;
una vez más aquel viejo camino parecía
desembocar aquí, en el golpe de los
toletes y el gorgoteo suave del agua de
la noche contra la proa.
—Bueno —dijo—. El río
Blackberry.
—Oh, éste no es el río en realidad
—dijo ella. Se había sentado a
horcajadas en su asiento, y movía los
pies para mantenerlos apartados del
agua de la sentina—. Sólo un riacho. El
río verdadero está allá. —Señaló con el
dedo, reflexionó un momento, y lo
movió apuntando vagamente hacia la
orilla—. Allá.
Pierce miró por encima de su
hombro, pero no vio ninguna salida.
—¿Vamos a ver?
—Si pudiera encontrar el canal. Más
a babor —dijo—. No, más a babor. Para
ese lado.
Pierce remó en falso y estuvo a
punto de caer de espaldas sobre la proa;
ella se rió y preguntó si estaba seguro de
saber cómo se hacía, recordándole su
pretensión de saberlo con el mismo aire
de incredulidad que había adoptado ante
la historia de quién era él, de dónde
había venido, etc. Pierce hizo caso
omiso y recobró la compostura, mirando
por encima de su hombro en dirección a
lo que parecía una impenetrable
espesura de árboles enmarañados. La
corriente tironeaba con suavidad del
bote, y más por sus efectos que por las
indicaciones de ella, se internaron en un
túnel de luz de luna y sauces.
Pierce recogió un remo, el riacho
era demasiado angosto para remar, y la
corriente conocía el camino. Con el otro
mantenía el bote alejado de las
intrincadas raíces de los árboles y de las
espadañas. Se sentía tranquilo,
inmensamente privilegiado. ¿Qué había
hecho él para merecer esto, esta
belleza? ¿Qué habían hecho ellos? Ella,
que vivía allí, con todo esto siempre a
su alcance, todo suyo, esos sauces que
bañaban sus largas cabelleras, esos
nenúfares absortos en sus propios
sueños? ¿Cómo no iban a sentirse
genero y felices?
Ella dejó correr una mano por el
agua.
—Más templada que el aire —dijo
—, ¿cómo puede ser?
—¿Una zambullida? —propuso
Pierce, con el corazón de pronto en la
garganta.
—Oh, mira —dijo ella, la mano en
el único bolsillo de su vestido—. He
encontrado un canuto, aquí en mi
bolsillo. —Se lo mostró entre una «V»
de dedos, como en un antiguo anuncio de
Lucky—. ¿Tienes un fósforo?
A su lumbre, ella lo miró con su
rostro transformado o quizá sólo mejor
definido por la luz de la cerilla;
inquisitivo, o indeciso por alguna razón,
o incluso asustado. El fósforo se apagó.
—Por ahí —dijo, señalando.
Se adentraron en el río. Una ancha
avenida negra, flanqueada de árboles
inmensos; una avenida de cielo húmedo
le hacía réplica en lo alto. La corriente
los condujo, perezosa, hacia el misterio
de la orilla; Pierce sacó los remos y los
hundió en el fango. Tenues como si
provinieran de las confusas y doradas
constelaciones, los murmullos y el
tintineo de la fiesta y la música.
—Vas a encallar —dijo Rosie con
calma.
Él empujó el remo derecho, pero la
embarcación chocó con algo que
afloraba de la orilla y giró en redondo.
Era un pequeño desembarcadero de
madera, y el bote se instaló allí, listo
ahora para ser amarrado, como un
caballo viejo que ha conducido a su
jinete de regreso al establo.
Bueno. Bien. La pequeña escollera
conducía a unos peldaños, por encima
de los cuales no se veía absolutamente
nada.
—¿Exploramos? —dijo él—.
Bajemos a merodear un poco.
—Oh oh oh.
Pero él, en dos rápidas lazadas, ya
había sujetado la boza a un pilote, al
menos no había olvidado esa treta
marinera. Se puso de pie para ayudarla a
bajar.
—¿Y si vive alguien, aquí?
—Aborígenes amables.
—Un perro, tal vez.
La mano era pequeña y estaba
húmeda. Al apoyarle la mano en la
espalda para ayudarla a descender,
cómo se deslizaba el algodón de su
vestido sobre la seda de su piel. Cuando
estuvo a su lado, le ofreció una vez más
la petaca. Escuchaban el silencio.
—No seas miedoso —dijo ella,
tomándolo del brazo. Lentamente,
pisando con cautela el suelo
desconocido, subieron los escalones,
meros troncos hundidos en la tierra
blanda, sostenidos por una gran raíz,
bajo pinos que, con murmullos
amenazadores intentaban ahuyentarles.
—Una casa.
Una casa de campo; un porche
grande protegido por alambreras y una
chimenea, el declive de una cumbrera
contra el cielo abierto a la luz de la
luna, y un sendero tapizado de pinocha
que subía hasta ella. Estaba a oscuras.
—¿Quién estará haciendo eso en la
oscuridad? —murmuró ella.
—¿Qué?
—El piano.
Él no oía nada.
—El piano —dijo ella—.
Despiértate.
No había ningún piano.
Caminaron alrededor de la casa; era
un conglomerado extraño, la parte
visible a la luz de la luna era de estuco;
dos pilotes rechonchos sostenían una
cornisa por encima de una puerta y dos
ventanas con dintel de arco. El gran
porche alambrado era sin duda un
añadido. Más allá de lo que a la luz de
la luna parecía césped de terciopelo y
un topiario, aunque tal vez sólo fuera un
prado, en una elevación boscosa, había
una casa alta, con numerosas chimeneas.
—Aquí viven ellos.
—Probablemente.
También la casa grande estaba a
oscuras. ¿Por qué hablaban en voz baja?
La exploración los condujo de nuevo a
la parte oscura, al porche cercado.
Necesitaba algunas reparaciones: aquí,
junto a la puerta, un agujero lo bastante
grande como para pasar una mano.
Pierce introdujo la suya y, como un
experto, como un ladrón, como un espía,
abrió el cerrojo.
Nada de cuanto hacía era una
elección voluntaria, excepto la elección
de aceptar todo cuanto se le ofrecía. Si
hubiera sido guiado por algún
resplandeciente conductor de almas
hacia un fabuloso Más Allá, a las
fuentes y montañas del Elíseo, no se
habría sentido más ajeno a su yo
cotidiano, menos responsable. Bebe de
aquí. Come de allá. Y ella,
adelantándose traspuso la puerta a pasos
lentos, indecisos…
La casa había estado deshabitada
largo tiempo. Dos sillas de mimbre rotas
eran todo lo que el porche contenía.
Rosie probó la puerta de entrada a la
casa: estaba cerrada con llave. Pero la
gran ventana lateral, cuando Pierce la
empujó, se abrió de golpe con un sonido
como si, sorprendida, la casa tomara
aliento. Por encima del bajo alféizar
pasó la pierna y entró.
Olor a naftalina y a ratones. A
empapelado mohoso y a veranos
muertos. ¿Cuándo, dónde había entrado
antes así, como un ladrón, en un lugar
cerrado con esos mismos olores que
dejaran abandonados antiguos veranos?
Había una alfombra arrollada como un
cadáver en un rincón. Pero nada más. La
luz de la luna yacía en fríos romboides
sobre el suelo.
—¿Y si no fuera segura? —la voz de
ella retumbó en el vacío. Se volvió a
enfrentarlo, su cuerpo delineado al
contraluz de las ventanas, y de un solo
paso Pierce estuvo con ella.
Ella lo recibió sin sorpresa; pero
con qué vehemencia, él no hubiera
podido decirlo; de todos modos se
alimentó, sin glotonería, pero hasta
saciarse, con avidez, como quien bebe
agua; cuando momentáneamente se sintió
satisfecho y se apartó, ella se separó de
él con un pequeño tambaleo, como una
flor que ha sido visitada por una abeja; y
dejando caer su mano del pecho de
Pierce, que había estado oprimiendo
aunque no rechazando, se apartó.
—Éste es el cuarto de estar —dijo.
Había otra habitación después de
aquélla, donde una mesa de juego se
inclinaba sobre una pata coja como si la
favoreciera; y donde una cocina negra
sacaba un largo brazo de tiro de un
agujero en la pared. Cocina. Cuarto de
baño.
—Oh, mira —dijo ella—. Secreto.
Una puerta del baño daba a otra
habitación. ¿Otro añadido? No había
más acceso a ella que la puerta del
baño. Una cama de hierro, escorada,
atónita, sorprendida; un colchón magro,
con botones, tirado al descuido sobre el
somier. Pierce, desde la puerta, vio que
Rosie se acercaba a la cama con pasos
lentos. Volvió la cabeza y lo miró,
ásperamente le pareció a Pierce, como
si la hubiese sorprendido allí,
asustándola, y luego hubiera subido
detrás de ella y la hubiese acorralado.
Ella lo soportó, las manos
tironeando distraídamente de las de él,
la cabeza caída hacia atrás sobre su
hombro. Él le levantó el vestido y las
dos manos izquierdas bajaron juntas a la
entrepierna de ella; su vello era corto,
tupido, como un terciopelo. Ella se
volvió para mirarlo, y él entonces la
soltó; pero cuando lo hizo, ella se
escabulló y se alejó, diciendo algo que
Pierce no alcanzó a comprender.
—¿Qué?
—… si ya no hay más baile, y
mañana tengo que levantarme temprano.
—Su vestido la cubría otra vez, aunque
no se lo había arreglado—. Bailando
soy siempre la última. —Lo miró con
aire ausente, como si él fuera su invitado
y la visita se estuviera prolongando
demasiado. Y él tuvo de pronto la
insensata sospecha de que ella conocía
esta habitación, de que la conocía mucho
y bien; y (porque, en cierto modo, era el
mismo pensamiento) de que podría
hacer allí con ella cualquier cosa,
cualquier cosa, sin encontrar más
resistencia que esa extraña apatía. No
era de él de quien se apartaba.
—Sé que no debería —dijo ella,
empujándose hacia atrás el cabello—.
Sé que no debería, pero si todavía tienes
esa botellita, me gustaría otro sorbo. Si
puedo.
Él tenía que negarse. Lo sabía; tenía
que negarse, negarse en verdad a
escuchar cualquier otra cosa que ella
dijera; era para eso que ella lo decía. El
cabello se le erizó en la nuca, el vello
en los brazos.
—Seguro —dijo, sacando la petaca
del bolsillo—. Seguro, aquí tienes, pero
vayámonos de aquí. Basta ya de casa
encantada.
—¿Asustado? —dijo ella, y se rió; y
fue y lo tomó del brazo; él le dio la
botella y ella la empinó mientras salían
de la casa—. Yo vivo a veces en una
casa como ésta —dijo. Pierce la ayudó a
salir por la ventana—. Junto al río,
quiero decir, una cabaña, es agradable.
Me gusta tanto el agua. Aquí tienes tu
botella. Creo que lo que más me gusta es
el taponcito colgado de la cadena.
Tomados del brazo, otra vez alegres
compañeros, volvieron al bote. Pierce,
con el corazón confuso y los ijares
túrgidos, no sabía si se había estafado a
sí mismo, si le había fallado a ella, o si
había escapado indemne de un peligro;
sólo sabía que había bajado de un piso
alto, al que no recordaba haber subido
nunca. Fue el terror de encontrarse allí,
sin saber cómo ni por qué, en el peldaño
más alto, lo que hizo que se le erizaran
los cabellos, lo que le hizo pensar en
volver. Ella, de pie en el rincón junto a
la cama de hierro, petrificada, absorta,
partida en dos.
Pierce, haciendo bromas, las manos
y la cabeza en contradicción, desatracó
con torpeza y comenzó a remar. La luna
estaba poniéndose y el río se había
vuelto más oscuro; luchando contra la
corriente, condujo el condenado bote de
nuevo hacia el gorgoteante canal, sin que
ella le echara una mano. Ahora estaba
tentada de risa, encontraba ridículos sus
forcejeos, y le tomaba el pelo mientras
él bregaba con los remos que se
enzarzaban en las algas pegajosas, el
sudor cosquilleándole en las cejas.
—A ver ahora —dijo, empezando a
temer que pudieran perderse—. No
perdamos la cabeza, no perdamos la
cabeza —pero también eso era un doble
sentido.
Ella sólo dejó de reírse cuando
entraron en aguas de remanso y él remó,
al fin, hacia la playa iluminada por las
fogatas.
—Bueno —dijo ella alegremente,
saltando a tierra—. Gracias por el
paseíto en bote. —Le tendió la mano—.
Fue agradable conocerte. Eres muy
interesante.
—Fue agradable conocerte a ti —
dijo él.
—Estoy segura de que te veré por
aquí.
—Seguro —dijo él—, en la feria del
condado.
—Me gustan las ferias.
—Eso diría yo.
Ni la bebida ni el humo habían
fundido ese hielo extraño detrás del cual
su mirada se perdía indistinta. Se alejó
de él, playa arriba, haciendo ondular el
ruedo de su vestido de verano. Pierce
hundió otra vez las manos en los
bolsillos y se volvió hacia el agua, cuyo
oro se había desvanecido. Un hombre
gordo, embutido en un neumático,
flotaba cerca de allí, pataleando
suavemente.
Bueno, y ahora qué, pensó Pierce.
Una súbita ráfaga de aquí y ahora.
¿Por dónde andaba Spofford? Iba
justamente hacia donde él estaba, al otro
lado del campamento. A la luz de una
fogata donde estaban quemando basura,
y tostando sin dúdalos últimos
malvaviscos, Spofford lo saludó con la
mano.
El flautista se había marchado, como
casi todos los otros. Un pensamiento
súbito lo asaltó: toda esa gente tendrá
que conducir para volver a casa ¿cómo
se apañan? ¿Y cómo se apañará ella?
—Buena fiesta —dijo Spofford.
Estaba comiendo un trozo de pastel, una
mano debajo, a modo de patena, para
recoger las migas.
—Divertida —dijo Pierce.
—¿Listo? —preguntó Spofford.
—A la orden. Cuando tú quieras.
Spofford, aunque sonreía, parecía
pensativo. Arrojó las migas al fuego y se
frotó las manos.
—Buena fiesta —dijo otra vez, con
aire satisfecho. Echó una mirada a sus
tierras, se aseguró de que quedaban allí
los suficientes invitados meticulosos
cuyo placer es limpiar y ordenar, y dijo
—: Vámonos.
Si le ocurre un accidente será en
parte por mi culpa, pensó Pierce. Estuvo
a punto de reprocharle a Spofford:
deberías cuidarla mejor, no sabes en qué
peligros se mete.
Oh Dios.
Spofford arrojó la manta ocre en el
camión.
—¿Conociste gente? —preguntó—.
No era mi intención arrojarte a los
leones.
—Ya lo sé.
—Hubiera tenido que presentarte.
—Me las arreglé.
—Buena gente, casi todos. —Le
sonrió a Pierce de soslayo, poniendo en
marcha el camión—. Y el viejo Mike no
apareció, según parece.
—¿No? —dijo Pierce sintiéndose
ridículo. Qué demonios había estado
haciendo, qué. Había metido su gran
pata en una trama de relaciones que ni
siquiera había empezado a comprender,
en un territorio, el territorio de su
amigo, al que acababa de llegar, un
huésped. Y en el cual no tenía en
realidad nada que hacer.
El camión saltó a la carretera
ensombrecida. Spofford silbaba entre
dientes. Cuando hubieron viajado largo
rato en silencio, Pierce dijo.
—Supongo que debería volver.
—¿Ah sí?
—El Deber. El Futuro.
—Lo que tú digas.
La noche, el viento, el arco de luz de
los faros del camión. La luna había
desaparecido. Pierce se abrazó fatigado,
perplejo. Tenía la impresión de haber
estado ausente de su casa durante un
siglo.
—¡Eh! —dijo Spofford quitando el
pie del acelerador. En el camino había
un ciervo, un gamo inmóvil sobre sus
zancas delicadas. El camión viró para
esquivarlo y se detuvo, y el gamo, como
si al cabo se decidiera a tener miedo,
echó a correr y de un salto se zambulló
en la espesura. Un goterón de lluvia se
estrelló en el parabrisas, y luego otro—.
Aquí llega la tormenta —dijo Spofford.
Cuando Pierce despertó en la cama
de Spofford, ya del otro lado de la
noche, había dejado de llover; en algún
momento Spofford debió de levantarse
sin despertarlo y abrir las ventanas,
porque ahora estaban abiertas. La noche
estaba clara, o empezaba a aclararse.
Pierce podía ver una única estrella en el
ángulo de la ventana.
Había sido un zumbido insistente,
que iba y venía, semejante a un pequeño
barreno de alta velocidad, lo que lo
había despertado. Tardó un rato en
reconstruir el mundo en torno a él,
mientras escuchaba a Spofford que
roncaba suavemente dentro de su saco
de dormir en el cuarto contiguo;
esperando que el mosquito que le
rondaba la oreja se posara por fin, para
aplastarlo de un manotazo, vivía aún en
el sueño largo y minucioso que había
estado soñando, una alegoría de los
grumos del colchón de Spofford y la
orquesta de insectos fuera de la casa.
Y a ver, qué era lo que había
soñado…
De pie, en compañía de un anciano,
al alba o al anochecer, contemplaba una
comarca lejana, tan lejana que estaba
hecha de tiempo, no de espacio. De pie,
sí, junto a la entrada de una caverna, con
ese anciano que tenía una estrella en la
frente. De pie, y frente a ambos la
comarca, por qué, cómo habían llegado
hasta allí. Pierce pujaba por mantener
abiertas las puertas que se cerraban
silenciosamente, las puertas que
conducían a las antiguas trastiendas del
sueño, las puertas que se cerraban
ciegamente, por qué tenían que cerrarse,
por qué.
Oh, sí. Ya recuerdo.
Años y años. Su educación a cargo
de maestros difíciles… ¿O fue acaso
uno sólo, el único maestro, el anciano,
bajo distintos disfraces? La
inconsciencia salvaje que le fuera
arrancada por la fuerza, con deberes que
aún podía sentir, incluso paladear, pero
no recordar, enigmas para dilucidar y
paradojas para resolver, oh lo he
encontrado, lo veo, cualesquiera que
hayan sido, dualidad, identidad,
metáfora y símil. Viajes, o ilusiones de
viajes, porque parecía, había parecido,
habíale sido demostrado o revelado una
y otra vez y otra vez, que nunca había
salido de los confines del socavón
donde le fueran impartidas esas
enseñanzas, no hasta ahora: no hasta que
tomado de la mano lo guiaran hasta un
largo túnel de greda húmeda, a la luz del
farol del anciano, hasta la boca de la
caverna, para señalarle el camino hacia
las tierras de más allá; aire límpido y
real por fin, vientos de amanecer
despeinando sus cabellos y ondulando la
túnica del maestro, juntos allí los dos,
antes de separarse para siempre. Él
conocía su tarea; sabía cuáles eran sus
armas y quiénes sus enemigos. Y a la luz
de los ojos claros y tristes del viejo,
veía que haría todo lo posible, lo haría,
sí, pero que también lo olvidaría todo,
todo cuanto había aprendido, su tarea, su
educación, quién era él y de dónde había
venido, todo; recordaría, cuando hubiera
llegado lejos, sólo lo lejos que había
viajado; sólo recordaría, y vagamente,
que era un forastero aquí, en este país
triste, en estas calles tristes, en esta
oscura celda triste donde esperaba a la
chica que le traería sandwiches y leche
y…
Oh sí. Pierce se despertó del todo,
recordando.
Una bandeja de sandwiches y leche
traída, como de costumbre, por la chica
sonriente, la niñita que había sido tan
amable, burlonamente bondadosa, como
si en realidad no le tuviera ninguna
lástima; la bandeja que le traían como
de costumbre, como durante años, el
único recreo de su trabajo, qué trabajo,
su educación de años y años aquí, este
camastro, esta lámpara, aquellos libros.
Sólo que hoy había una carta apoyada en
el vaso, una carta. ¡Una carta! No
necesitaba abrirla, con sólo verla
recordaba súbitamente todo; quién era
él, cómo había venido aquí. ¡Oh, sí! ¡Sí!
Toda la parte final del sueño, el maestro
venerable, la tarea, las palabras de
poder que aprendiera, la comarca
avizorada a lo lejos, todo acudió
súbitamente a su memoria cuando cogía
la carta, un sobre blanco que irradiaba
una tenue luz opalina; la memoria
bañándolo como agua clara.
Oh sí, oh Dios, qué alivio recordar y
no haberlo perdido. Tendido aún
inmóvil en la cama de Spofford, sentía
con profunda gratitud la posesión de su
sueño, un placer sensual semejante al de
rascarse o el de bañarse en agua clara.
Prodigioso, prodigioso. Por qué, qué es
esto, cómo pueden la carne y la sangre
revelar semejante prodigio, cómo puede
la carne sentirlo. Oh Dios, qué extraña
es la vida. ¿Cómo es que el Significado
cobra existencia? ¿Cómo, cómo lo forja
la vida, lo modela, lo exuda; cómo es
que el significado llega a tener efectos
físicos, tangibles, o es experimentado
con una conmoción, o causa dolor o
añoranza, o es buscado como un
alimento; el Significado puro que nada
tiene que ver con los vestidos de las
personas, ni con los hechos con que está
arropado, y no obstante inseparable de
una u otra de esas prendas? Una estrella
en su frente. Una estrella.
El mosquito, con un alboroto
enorme, se acercó de nuevo a su oreja,
se posó, e instantáneamente cesó de
zumbar. Pierce esperó con terrible
astucia a que se acomodara. Al cabo de
un momento, cuando hubo insertado su
delicada probóscide y empezó a
inocular su fluido irritante, Pierce logró
localizarlo, y de una rápida palmada lo
asesinó. Gruñendo de alivio, el oído aún
zumbándole a causa del golpe, hizo con
su trofeo una bolita entre los dedos. Una
pulga en la oreja. Había historias de
personas que se habían vuelto locas a
causa de algún bicho alojado en el
conducto auditivo, imposible de extraer.
Se desperezó sobre el terreno de la
cama, y paladeó el aire fresco que
corría libremente por la cabaña y se
hubiera dicho también a través de su
cuerpo. Tuvo una percepción súbita, una
perla destilada al parecer de las aguas
claras de su sueño, de cómo podía salir
del aprieto en que estaba metido con el
Barnabas College y procurarse tal vez
un futuro que no fuese una celda. Sí.
Simple, no fácil pero simple. Sólo
requeriría astucia y años de trabajo;
pero algunos de esos años de trabajo ya
habían sido invertidos, bajo esa
lámpara, entre esos libros.
Amanecía. La ventana era un
rectángulo pálido de luz verdosa como
un encaje de hojas oscuras, y una polilla
blanca revoloteaba buscando una salida.
Pierce arrojó a un lado la sábana y se
levantó, completamente despierto; fue
hasta la ventana para liberar a la polilla
que batía las alas contra el mosquitero.
La tarea había consistido en olvidar,
por supuesto; lo que él había visto en los
ojos de su maestro no era reproche sino
piedad. La tarea había consistido en
olvidar, en vestirse de olvido como con
túnicas y una armadura, las túnicas
encima de la armadura, a fin de poder
entrar disfrazado en esta ciudad triste.
El viaje mismo, y la comarca lejana que
debía cruzar, habían sido olvido.
Un hiato en su trabajo. Un largo
hiato. Pero ahora, ahora recordaba.
Se acodó en el alféizar, y miró a lo
lejos, la cara entre las manos, como una
gárgola. En la calle ladraban perros;
carillones de viento; cencerros de
camello; una pandereta sacudida
lánguidamente. La caravanera, bien
despierta.
Ella lo había sabido siempre, por
supuesto, ella, la que fuera cuidadora o
carcelera o las dos cosas; no era de
extrañar que hubiera sonreído, no era de
extrañar que se hubiera mostrado
solícita pero no piadosa con él. Casi
podía oír la risa de ella a sus espaldas.
Porque ahora el mundo empezaba a
moverse bajo sus pies una vez mas, los
vientos del amanecer se levantaban a
medida que la noche palidecía. Los
campamentos se despertaban, las
caravanas se agitaban, los guías gritaban
y empuñaban sus látigos, los camellos se
erguían, ululando y lamentándose, sobre
dos patas, sobre cuatro patas, las altas
alforjas se balanceaban y tintineaban,
mercancías exóticas provenientes de los
siglos coloreados. Hazte a la mar, ponte
en camino, más allá del antiguo portal
que se abría al Oriente, las estriadas
arenas se prolongaban, interminables,
hacia el horizonte, hacia el cielo
verdeoro, donde antes de la salida del
sol, resplandecía una sola estrella.
Ovoides de un blanco acerado, con un
zumbido agudo que no era de este
mundo, ascendían dos cuatro seis desde
el otro lado de las áridas montañas
rosadas, reflejando la luz del sol todavía
oculto: naves astrales, arcontes celosos
y vigilantes. Más allá de aquellas
montañas, las llanuras fértiles, la ciudad
y el mar. La tarea esperaba allá, en
aquella lejanía, tan lejana, que estaba
hecha de tiempo y no de espacio, el
cuerpo del tiempo, y sin embargo, no
inalcanzablemente lejana; y un país que
él conocía, o que había conocido alguna
vez, un país por el que antes había
transitado.
Retrocediendo una vez más hacia el
olvido, profundamente dormido allá en
las Colinas Lejanas, Pierce se puso en
camino; y no volvió a despertarse hasta
que Spofford empezó a partir la leña
menuda para el fuego del desayuno, y el
olor de madera de manzano quemada
inundó la cabaña y la mañana fría.
II - LUCRUM
Uno
—¿Así que hoy te marchas? —
preguntó Spofford.
—Sí, creo que sí.
—Bueno, pero espera un poco, junta
ánimo. —Se calentó las manos en la
estufa—. Hace frío —dijo—, el verano
se acaba.
Afuera, la bruma, levantándose
rápidamente desde el valle y el río,
empañaba la claridad de la mañana.
Pierce hundió las manos en los bolsillos
y apretó los brazos contra los flancos;
también en la ciudad, pensó, la mañana
sería fresca, las calles lavadas por la
lluvia, el aire nuevo.
—Hay un autobús que parte
temprano de las Jambas —dijo Spofford
—. No sé muy bien a qué hora, pero lo
alcanzaremos. —Sonrió—. Estás seguro
de no querer quedarte para siempre. —
Interrumpió «área de partir huevos en un
cuenco y estudió a Pierce, que perecía
silencioso y abstraído en el quicio de la
puerta—. ¿Has dormido bien?
—¿Hum? Sí, claro, sueños extraños.
—Había empezado a tiritar—. Ahora lo
he olvidado, casi todo. Lo recordaba
cuando me desperté en plena noche,
pero ahora he vuelto a olvidarlo.
Un plan, la perla de una resolución
desalada de lo que fuera que había sido
su sueño, eso, al menos, lo recordaba.
La hizo girar entre los dedos de su
mente. Bueno: muy bien. Era real. Hasta
le infundió un poco de calor, como la
enorme camisa de lana roja que
Spofford le arrojó para que se pusiera;
le infundió calor y le hizo sonreír. Lo
primero que haría al volver sería llamar
a Julie Rosengarten. Quien sin duda se
sorprendería de tener noticias suyas.
Pero cómo demonios se llamaba esa
agencia donde ella había entrado a
trabajar. Un nombre pretencioso, una
alusión clásica y él le había tomado un
poco el pelo; per ardua ad, ah sí.
Agencia Literaria Astra.
El pedregoso camino hacia la gloria.
Muy bien. De acuerdo. Cuida tu negocio,
había dicho Barr riéndose entre dientes
en la cálida seguridad de su cátedra en
Noate. Cuida tu negocio y tu negocio
cuidará de ti. De acuerdo. Había más de
una forma de ganarse la vida, y ésta era
la única forma que se le ofrecía.
—Sí —dijo sentándose frente a los
huevos que Spofford le había preparado;
por alguna razón tenía un hambre voraz
—. Adelante. El Deber. El Futuro.
—Espero que vuelvas, ahora que
conoces el camino —dijo Spofford.
Por alguna razón, Pierce tuvo una
fugaz visión de la Rosie de Spofford
emergiendo de las aguas. Carraspeó
para librarse de las migas de tostada que
de pronto se le habían atascado en la
garganta, y miró ansiosamente en torno;
no había allí nada suyo para recoger y
empacar, puesto que no había
desempacado nada.
—Uno tiene que conservar los
amigos —dijo Spofford—, al menos yo
lo hago; echo de menos la conversación
refinada. Sabes, no hay mucho de eso
por aquí.
—Estoy seguro de que volveré
alguna vez —dijo Pierce.
—Lo harás —dijo Spofford. Vertió
el café humeante—. Volverás, yo me
ocuparé de ello.
Retrasada, con su vida todavía
ridículamente empacada en la
camioneta, Rosie enfiló rumbo a las
Jambas de Blackbury a fin de
entrevistarse con Allan Butterman.
Había perdido algún tiempo en vestirse,
buscando al principio faldas y
chaquetas, sin encontrar un conjunto que
combinara y no estuviese arrugado, que
fuese decente y apropiado para la
estación; y luego había decidido (nunca
había estado hasta entonces en el bufete
de un abogado) que no, que esto no era
como una entrevista de trabajo sino más
bien como una visita al dentista, que
debería llevar ropa cómoda; y encima
de una camisa de franela a cuadros,
fresca y que olía a nuevo, se había
puesto el mismo mono de ayer. La
señora Pisky y Sam —a quien ésta
llevaba de la mano— la habían
despedido desde el porche como si
mami no fuera a volver nunca más.
Adiós. Adiós.
En esta mañana fresca, el pueblo
había perdido su somnolencia estival y
bullía de tráfico. Rosie notó la presencia
del camión de Spofford, pero no vio a
Spofford; estuvo en un tris de chocar con
el autobús de Nueva York, que en ese
momento partía de la tienda de dulces,
donde tenía su parada, mientras trataba
un tanto a ciegas de aparcar. Chirrido de
frenos, los frenos funcionaban bien, y
algo pesado se derrumbó en la parte
trasera de la camioneta.
El autobús rodeó la camioneta y se
alejó con un malhumorado ronquido del
escape; Rosie agitó la mano,
disculpándose, y un pasajero oscuro,
detrás del cristal verde, le devolvió el
saludo. Sacó del asiento Manzanas
mordidas y con el libro bajo el brazo
echó a andar por la calle de los Puentes,
hasta el edificio Bola. Cuando era
pequeña, Rosie suponía —le parecía
obvio— que el edificio de ladrillo rojo
del siglo XIX, con sus cuatro pisos, el
más imponente del pueblo, llevaba ese
nombre (inscrito en forma de arco, en lo
alto de la puerta principal) a causa de
las bolas de piedra que coronaban los
florones laterales. Su dentista había
tenido allí su consultorio. Y se llamaba
Torno. A él le hacía gracia; pero Rosie
pensaba que su apellido era tan
apropiado como el nombre del edificio.
El pueblo grande, los largos pasillos de
extraños olores del gran edificio Bola:
no acababa de identificar aquel pueblo
grande de entonces con éste tan
pequeño.
La secretaria de Allan Butterman
pareció alarmada cuando la vio llegar.
—Oh, cuánto lo siento —dijo—. El
señor Butterman ha tenido que ir a un
funeral esta mañana. Lo había olvidado.
Vino y tuvo que volver corriendo a su
casa para cambiarse.
—Está bien, no importa.
—Estará de vuelta en un par de
horas.
—Muy bien, de acuerdo. Volveré
más tarde. En realidad, no tengo ninguna
prisa.
El vago olor que llegaba hasta el
bufete del abogado, filtrándose desde
los consultorios médicos y
odontológicos vecinos» ese olor de
antisépticos y medicamentos, le recordó
a Rosie las fantasías que solía tener
cada vez que la llevaban a ver al doctor
Torno: que ojalá estuviera ausente,
enfermo, de vacaciones, muerto. Nunca
había ocurrido nada de eso. Cuando
salió al aire tibio de la mañana notó que
tenía la garganta seca y que el corazón le
latía al galope.
Dos horas. Está bien. Podía ir de
compras o algo así. En el limbo,
comenzó a vagabundear en dirección al
puente, y empezó a cruzarlo mirando al
sur, hacia el Butterman en su roca;
demasiado lejano para distinguirlo
incluso en esta luz diáfana.
Todo le pareció de pronto una
inmensa complicación, un avispero que
quizá se había salvado de remover
gracias al imprevisto funeral de Allan; y
tal vez debiera tomar eso como una
señal, quizá debería olvidarse de la Ley
y volver a casa. Pero cuando pensó en
su casa, pensó en Arcadia y no en la
casona de piedra rústica de Stonykill.
De modo que una parte de su mente, en
todo caso, permanecía decidida, a pesar
de esta otra que todavía titubeaba.
Él le preguntaría (no podía imaginar
que no lo preguntara, sin duda tendría
que saberlo) por qué quería iniciar esa
acción legal. Bueno, yo no quiero iniciar
nada, pensó que respondería; lo que yo
quiero es terminar con algo. Pero ésa no
era una respuesta.
En realidad no tenía razones. La
única razón era que ya no le parecía
tener razón alguna para estar casada.
Le parecía claro que nada, ni la
creciente aversión que le inspiraba Mike
(ninguna palabra más fuerte parecía
adecuada), ni sus amoríos y reclamos, ni
su propio desasosiego, nada de eso sería
motivo de divorcio, si es que existían
motivos para estar casado. Ella suponía
que en los viejos tiempos, los Viejos
Tiempos, los tiempos de sus padres o
antes, no hacía falta tener razones, estar
casado era ante todo razón suficiente
para permanecer casado; pero ahora —
un somero repaso de las historias de sus
amigos, de la televisión, de los
periódicos, lo ponía en clara evidencia
—, ahora aquellos que todavía estaban
casados permanecían casados sólo
gracias a un constante esfuerzo de
imaginar por qué estaban casados; un
esfuerzo diario, dado que un día u otro
uno podía convertirse en descasado. Era
lógico suponer que una alianza basada
puramente en la elección, en una
elección voluntaria, sería más fuerte que
otra asentada, como la de sus padres, en
meros supuestos sociales y tabúes; pero
lo cierto era que los matrimonios
electivos podían evaporarse
simplemente de la noche a la mañana, en
un momento de descuido. Y sin dejar
nada atrás, ninguna razón. Pensó en Sam.
La gente suele permanecer unida por
los hijos. Eso habían hecho sus padres.
Pero ahora había miles y miles de niños
—la mayoría, hasta donde ella podía
saber— en guarderías y parvularios,
provenientes de Hogares Deshechos. Sin
duda, con tanta gente ocupándose de
esto, se encontraría una forma para que
los hijos fuesen criados por los padres
separados y no sufrieran por ello.
Aunque quizá nunca habían sufrido tanto
como decía la gente a causa de su hogar
deshecho.
Sabía con certeza —una certeza fría
y terrible, lejana y definitiva— que Sam
no podía sufrir por el hecho de que
Rosie se separara de Mike tanto como
Rosie había sufrido por el hecho de que
su madre permaneciera con su padre: en
esa casa espantosa, donde siempre
acechaba el fantasma de la muerte,
donde no había en realidad ningún hogar
que destruir. Sin él, habría tenido una
vida mejor.
No era la primera vez que Rosie
pensaba en estos términos, pero sí la
primera vez que lo pensaba en el
contexto de su propia condición de
madre. Y en ese contexto, la alarmaba.
No estaba haciendo comparaciones, no.
No. Se alejó del puente rozada por el
ala oscura de ese antiguo resentimiento
que iba y venía. Echó a andar por la
calle principal hasta la Cueva de las
Roscas; se sentó en un lugar fresco,
pidió café y un roscón con jalea, y abrió
Manzanas mordidas en la página
señalada con una horquilla. Dos horas
de espera.
La segunda parte acontecía en
Londres, y Rosie la leía con gusto.
También a Kraft parecía gustarle, el
texto se expandía y se replegaba como si
los dedos del autor hubiesen estado
impacientes por llegar a esta etapa más
bulliciosa y colorida. Los párrafos eran
más extensos, había listas y
descripciones de comidas, vestimentas y
costumbres curiosas y divertidas. La
ciudad era un espectáculo permanente, o
así estaba descrita, no sólo las
procesiones del Lord Mayor y de las
Cofradías, las sesiones del Colegio de
abogados, sino también de los teatros
que ahora se construían y de los patios
de los mesones convergidos en tablados
(como el «Red Bull» donde se
representaban farsas y tragedias y
crónicas) y de los parroquianos
bulliciosos y atentos y críticos, un
espectáculo tan atractivo como la
representación misma, o del Teatro
donde actuaban los Hombres del Conde
de Leicester. Pero en Southwark todavía
existían reñideros, donde los osos Old
Braw y Tattered Raf y el Precious Boy
trituraban a dentelladas las cabezas de
los mastines como si fueran manzanas
(todo el mundo conocía sus nombres e
iba a verlos: aprendices de caldereros y
grandes damas y nobles venidos de otras
comarcas) y sus amantes amos los
atendían y curaban sus espantosas
heridas, y seguían viviendo para romper
los lomos de otros mastines —Rosie se
compadecía de los perros, pero al
parecer pocos lo hacían entonces—.
Había cisnes blancos en el río y cabezas
de traidores picoteadas por los milanos
en el Puente de Londres. Había
conspiraciones e intrigas y atentados
contra la vida de la reina por medio de
brujerías, que horrorizaban a todo el
mundo: una marioneta hecha a imagen de
la reina, acribillada de alfileres, había
sido hallada en los jardines de la posada
Lincoln, y el amigo y astrólogo de la
reina, el doctor Dee, había sido llamado
para que la viera y diese su opinión. No
era nada, dijo, un juguete, la reina
viviría muchos años y con buena salud y
ella se exhibió públicamente en su
barcaza sólo para que todos
comprobasen que estaba bien, y pasó la
Navidad en Richmond.
Todo era tan vividamente colorido,
pensaba Rosie, como un dibujo
animado; y parecía natural suponer que
también ellos lo sintieran así en ese
entonces, con esas vestimentas extrañas
de todos los colores del arcoiris, y otros
que ella apenas era capaz de imaginar,
azafrán y morado y obispo y caca de
ganso. Cuando se morían, dejaban estos
trajes imposibles a sus sirvientes,
quienes, como no podían usarlos, los
vendían a los actores: los tablados de
los patios de los mesones estaban
desnudos, y el sol brillaba (o no
brillaba) en lugar de las candilejas, pero
en ellos los personajes se pavoneaban
cubiertos de sedas y bordados que
proclamaban Rey, Señor y Princesa; así
fuera en la Antigua Roma, o en los
tiempos de Enrique V, o en la remota
Italia, ellos usaban los mismos trajes de
los señores muertos, en tanto lucieran
con el suficiente esplendor. El joven
Will (como Kraft seguía llamándolo),
lanzado de súbito en medio de esta
vorágine, aprendía a bailar y a cantar
(en los teatros se bailaba, «brincaba» y
cantaba tanto como se actuaba, la danza
más parecía una acrobacia, y Rosie se
preguntaba cómo sería, ¿sería torpe o
airosa?); y se hacía de amigos entre los
mozalbetes avispados fogueados en las
tentaciones y asechanzas de las calles y
la corte de la compañía del Conde de
Leicester. Incorporado por etapas en la
compañía, había tenido que soportar
bromas, iniciaciones. Muchachos duros
de pelar. Demuéstrales que no tienes
miedo. Maese Burbage y el irritable
maestro decoro, con su túnica negra,
mediaban en las riñas, a ver, qué está
pasando aquí, qué pasa.
Will fue probado al principio para
los roles femeninos, los difíciles de
cubrir, porque desde luego no había
actrices; Rosie recordó que en un tiempo
ella había sabido eso. Dos naranjas en
su corpiño. Besos y silbatinas.
Empezaba a aparecer en la historia una
suerte de tensión sexual extraña y hasta
tenebrosa, y Rosie se preguntaba si no
sería ella la que la imaginaba a causa de
lo que Boney le había contado sobre
Fellowes Kraft; como si allí hubiera
otras iniciaciones de las que no hablaba,
una especie de corrupción casi
escandalosa, sólo casi: en las mansiones
de los nobles, donde los muchachos
actuaban, había jóvenes señores
siniestros, de largos rizos, con
pendientes en las orejas, ebrios y
ojerosos, alguien vomitando en el
rincón. Con la primavera la peste llegó a
Londres; el amigo íntimo de Will, que
hacía el papel de Phyllis y Clorinda y
Semíramis, pero que había defendido
con bravura a Will en las riñas de los
muchachos, murió aferrado a la mano de
Will. Pálido y delirante y balbuceando
versos y canciones de amor. Will creció
un poco. Los jóvenes señores se iban a
sus casas de campo, o a Francia, los
carretones de los cómicos partían hacia
las provincias huyendo de la peste; los
muchachos del Conde de Leicester
siguieron a la Corte y a la reina en su
peregrinaje.
¡La Reina! Se hubiera dicho que en
el relato no había más mujeres que ella,
como si en ella se concentrara todo lo
femenino, una sola mujer en el reino
pero qué mujer. Kraft parecía
deslumbrado y casi sin palabras ante la
reina, lo mismo le sucedía a todos en la
historia. Robin de Leicester la colmaba
de agasajos, él y la reina habían sido
amantes durante años (pero qué harían,
se preguntaba Rosie); y si alguien
conocía el fondo de su corazón, ése era
el suave y delicado Robin; pero no,
nadie lo conocía. En mayo Leicester
llevó a sus muchachos a Wanstead para
presentar una mascarada escrita por su
sobrino, sir Philip Sydney, un caballero
perfecto y gentil vestido de una seda tan
azul como sus claros ojos de niño. La
Dama de Mayo. Era Isabel en persona,
ella misma, el principal actor
enmascarado, y el único objeto del
drama, aunque no había parlamentos
escritos para ella; no necesitaba
ninguno. En el suave chartreuse de los
jardines ella y su séquito se topaban con
una ninfa que emergía de entre las lilas y
hacía reverencias: No imaginéis,
adorable y gentil señora, que me
humillo así ante vos a causa de vuestro
rumboso atavío… Ni porque cierto
caballero procure rendiros tanto honor
contó puede en ésta su morada…
Aspiraría más bien a vuestra reverenda
si no viera en vuestro rostro algo que
hace que me rinda ante vos… y la reina
respondió al gracioso y encantador
impronto con una afilada sutileza que
casi demudó al efebo-ninfa y le
enrojeció las mejillas bajo el colorete.
Will, alto ahora y formal de aspecto,
interpretaba el papel del pedante
Rhombus, un personaje característico de
la Comedia que le iba como anillo al
dedo: los pedantes y sabihondos, con
bocadillos de palabras cultas, sólo él
entre todos los muchachos era capaz de
aprenderlos de memoria. Permitidme
delicidar el intrinsicabilísimo mihollo
del dilema. Bien dicho, doctor, veo que
poseéis vuestro grado de Magister
Artis. Por cierto que sí, con el
beneplácito de Vuestra Majestad
(inclinándose en una profunda
reverencia, con una mano en su lumbago
de viejo pedante), lo poseo
honorificabilitudinitatibus. La reina
soltó una carcajada, era una palabra que
Will solía blandir a borbotones para
hacer reír a Simón Hunt en la escuela de
Stratford; y después de la representación
la reina pasó revista a los Mancebos, y
se detuvo frente a Will, casi una cabeza
más alto que sus compañeros, una
cabeza pelirroja.
Oh la la, pensó Rosie, la reina va a
hacer una profecía.
La cabeza de la reina se irguió,
blanca, pequeña y arrugada, desde el
escote del suntuoso vestido, el rostro de
una doncella largo tiempo aprisionada
en un castillo feérico, la roja cabellera
ornada de joyas tan complejas como
rizos, y la tiesa gola blanca de encaje
enmarcaba desde atrás su cara
abovedada, de nariz larga y ojos
saltones. De modo que también ella era
un pavo real, un pavo real blanco con
todo su plumaje desplegado. Will,
delante de ese monstruo fabuloso, no
podía apartar la mirada; los ojos de
pájaro de la reina se clavaron en los
suyos, verdes como esmeraldas.
Dos cosas que la reina adoraba eran
los cabellos rojos y las joyas. Acarició
suavemente con su mano cubierta de
anillos el pelo de Will, y su máscara
blanca sonrió.
—Honorificabili-tudini-tatibus —
dijo.
Con los primeros fríos, los hombres
del Conde de Leicester regresaron de su
gira por el norte y una vez más sentaron
sus reales en el «corral» que James
Burbage había construido en los
suburbios, fuera del alcance de los
magistrados de Londres. Era un local
como no había otro en la Inglaterra de
entonces. Burbage lo amaba y le
prodigaba tanto dinero como a una
querida (y su esposa sé lo había hecho
notar más de una vez); en realidad no
era un corral ni tampoco un reñidero, ni
un patio de mesón adaptado para el
caso, ni una barraca provista de un
escenario y algunas puertas y algunos
asientos para los nobles —no, no era
una barraca, sino un teatro, como los
romanos llamaban a sus edificios
circulares, y así lo llamaron: el Teatro,
el único en toda Inglaterra.
—Este año necesitaremos esas
tuberías —dijo James Burbage.
Erguido, abierto de piernas sobre el
tablado, contemplaba la platea vacía y
las graderías para el populacho. Detrás
de él, los efebos de la compañía
ensayaban una nueva obra. En lo alto se
extendía el firmamento pintado en oro en
el palio azul noche, el zodíaco y sus
planetas residentes, el sol, la luna.
—¿Qué tuberías? —preguntó Will.
El muchacho —ya no tan muchacho
en realidad— estaba sentado al borde
del escenario, balanceando las piernas
largas y flacas. Tenía el libreto en una
mano, pero no le habían asignado ningún
papel en la nueva obra. No había en ella
ni pedantes ni poetas; tan sólo héroes y
sus amadas, la nueva moda, anticuada y
austera.
—Tuberías de bronce —dijo
Burbage—. Tuberías de bronce
construidas… construidas de cierta
manera… construidas y colocadas
debajo de los armarios, aquí y allá: no
sé exactamente cómo; y canalizan el eco
y la resonancia, y la voz vuelve a salir,
amplificada.
Will echó una mirada en torno,
tratando de imaginarlas.
—Vitrubio dice —salmodió Burbage
— que el verdadero antiguo teatro
romano tenía estas tuberías. Colocadas
aquí y allá con ingenio y cuidado. Eso
mismo dice mi sabio amigo el doctor
Dee. Que ha leído a Vitrubio y a todos
esos autores. A quienes también tú
deberías leer y estudiar, muchacho. Un
comediante no tiene por qué ser
ignoramus.
Observaba a Will desde el tablado.
Qué podía hacer con él. Si su
incorporación a los Mancebos se había
hecho del modo habitual, bueno, su
salida, llegado el momento, también
podía serlo. Maese Burbage, en su prisa,
no había considerado ese aspecto de la
situación. Si un muchacho tenía buenos
papeles, y al crecerse mantenía grácil y
delicado, menudo y con la voz
adecuada, podía, llegado a la
adolescencia, aspirar a los papeles
femeninos en el grupo de los mayores y
por ende a una participación plena en l
compañía; si no, bueno, podía ser
devuelto a su familia, una vez acabado
su contrato, para que probara suerte en
algún otro oficio.
En algún lugar, sepultado entre las
facturas y recibos de la caja de plomo
de Burbage, estaba aquel ridículo
documento de Will. Más le valdría
quemarlo.
Porque Will no había crecido grácil
y menudo, había crecido como la mala
hierba. Sus rodillas grandes y nudosas
sobresalían entre la pantorrilla y el
muslo como una bisagra mal
ensamblada. Su cabello rojo se había
vuelto opaco y ralo, y Burbage se
preguntaba si detrás de la frente, ancha y
abombada, Will no tendría agua en el
cerebro; porque en verdad se había
vuelto esquivo y silencioso y casi idiota
durante el último año. Y esa voz; esa
dulce voz de soprano, quebrada ahora:
quebrada por graznidos roncos, sin
sonoridades.
Si lo hubiera castrado. Sus
piedrecitas cortadas a tiempo, como lo
hacen los italianos. Burbage se
estremeció de sólo pensarlo.
—Las tendremos —dijo—. Si el
teatro antiguo tenía tales maravillas,
también el de esta era debería
ostentarlas. Bien. El doctor Dee ha de
saber de esto. Debemos pedirle el libro
de Vitrubio, o que él mismo lo consulte
y dibuje para nosotros un croquis y un
plan de su disposición, para que
podamos forjarlas. Deja eso, deja eso.
Will levantó la vista de su libreto.
Su único talento como actor, pensó
Burbage, era la memoria. Los versos
quedaban prendidos en su cerebro como
la lana de las ovejas en las zarzas, y
podía juntarlos a voluntad; sería capaz
de recitar, mañana, todos los papeles de
la nueva obra. Si alguien caía enfermo.
—Escucha —dijo. Sacó dinero de su
bolsa—. Quiero que vayas a Mortlake, a
la casa del doctor Dee; ve siguiendo el
río, ¿me escuchas? a Mortlake. Entre la
iglesia y el río está su casa, pregunta el
camino en la iglesia.
Will había arrojado el libreto y se
levantó poco menos que pisándose los
grandes pies.
—Sí —dijo—. Mortlake, entre el río
y la iglesia.
—Dale mi recado —dijo Burbage
—. Dile, dile…
—Lo de las tuberías de bronce, sí,
lo haré. Ya he comprendido.
—Buen chico. Ahora péinate y
límpiate las uñas. Ponte una camisa
limpia. Es un hombre sabio y es amigo
de la reina ¿me has oído? No te
distraigas por el camino.
Will tomó la moneda y se volvió
para marcharse.
—Will.
El muchacho volvió la cabeza. Ese
aire que tenía ahora, de que nada le
importaba, de que estaba aquí sólo por
accidente, con su cabezota y sus huesos
desarticulados, no tenía nada que ver
con él; todo era desmentido por sus
grandes ojos despiertos. Qué hacer, qué
hacer.
—Consulta al doctor Dee —dijo
Burbage—. Es un hombre sabio, hijo, y
podría ayudarte. Pídele que examine tu
carta natal y vea lo que pueda ver. Dile
que el gasto corre de mi cuenta. Dile
eso.
Will se volvió para partir, sin
responderle.
Viajar junto al río, y sin compañía.
Él no quería demorarse, pero era
imposible no distraerse en la calle
Bishopsgate, cruzando los muros de la
ciudad a la altura de Bishopsgate, más
allá de las tabernas de la calle
Fenchurch, donde pregonaban las
representaciones del teatro. En la calle
Leadenhall viró a la derecha y se mezcló
con el gentío del Cheapside; carruajes
—que sólo en años recientes se habían
resignado a compartir las callejuelas
estrechas con sillas de mano y
carretones y gente— que se abrían paso
con arrogancia, el cochero de pie en el
pescante, fustigando a los caballos.
Varios carruajes suntuosos aguardaban
fuera del enorme y nuevo emporio
construido por Thomas Gresham para su
propia gloria y la del reino: el
Exchange, recientemente designado Real
por Su Majestad, todo un mundo de
mercados bajo un techo sostenido por
pilares. En su interior —y a través del
Exchange había un atajo en dirección al
río que Will conocía—, en las tiendas
de la planta baja, mercaderes flacos y
gordos, vestidos con lúgubres túnicas de
paño, concertaban importantes
transacciones en granos, pieles,
cereales, cuero y vinos; en tanto arriba,
en la almoneda, los orfebres, los
fabricantes de instrumentos, los
encuadernadores, los guanteros y
sombrereros y tapiceros, los armeros,
los boticarios y los relojeros llevaban a
cabo sus negocios y vendían sus
mercancías. Puertas afuya, en cambio, y
a lo krgo de los muros y de las calles,
pequeños comerciantes sin tienda
ejercían también su oficio, llevando sus
géneros cargados a la espalda, voceando
ostras, manzanas, cerezas maduras,
mariscos frescos, escobas buenas
escobas, hinojo marino recogido en los
acantilados de Dover, e incluso agua que
se vendía en botijos.
Will compró una manzana reineta y
la comió mientras bajaba por el
Cheapside en dirección a Saint Paul,
dejó atrás los talleres de los orfebres,
donde los ricos y los caballeros
extranjeros entraban y salían sin cesar, y
los carteristas, ladronzuelos y rateros
los esquilmaban. En las cercanías del
atrio de Saint Paul la multitud se
espesaba de pordioseros, viejos
soldados lisiados o ciegos, falsos locos
que fingían enfermedades repulsivas,
que trataban de manosear a los
viandantes y de los cuales sólo podías
librarte con limosnas; en las puertas de
la catedral, los pobres, como una
bandada de gansos importunos, armaban
una batahola con sus platos cada vez que
un posible donante pasaba por las
puertas. Tiempo atrás, Saint Paul había
perdido su cúpula, destruida por un
rayo, y era tanto un sitio público de
reunión como una iglesia, aunque el
culto divino se celebraba diariamente;
en las vastas naves los niños del coro,
con sus golas almidonadas (Will los
compadecía con júbilo en su corazón)
cantaban de memoria, sin saber lo que
decían.
Will, cortando camino a través de la
iglesia y de la nave principal, desde la
puerta norte a la sur, se detenía a leer
los anuncios clavados en las columnas:
hombres que se ofrecían para trabajos a
destajo, maestros de danza y esgrima
que ofrecían clases, profesores de
italiano y francés y doctores y
astrólogos anunciando sus servicios.
Leyó el anuncio de un boticario:

… estos Óleos, Aguas, extractos o


Esencias, Sales y otros compuestos; en
el muelle de Paul ya preparados para
ser vendidos por John Clerkson,
experto en el arte de la Destilación;
quien estará también dispuesto por un
estipendio razonable a instruir a
quienquiera que desee aprenderlos
secretos del mismo en unos pocos días,
etcétera.

Y ved lo que ofrecía: essentia


perlarum, ¿sería esencia de perlas?, y
balsamum sulphuris, y saccharum
plumbi o azúcar de plomo; el vitrum
antimonii, eso era el vino de antimonio;
sal cranii humani (Will se estremeció al
traducir «sal de cráneo humano», qué
podría ser); y también sustancias más
comunes, «barnices diversos y variados,
fuegos artificiales extraños y terribles».
Una vieja alcahueta, que tomó por
otra cosa su ociosa contemplación del
fascinante aviso, intentó de entrar en
conversación con 41; Will, atemorizado,
se apartó deprisa, tropezando con sus
propios pies, y una pandilla de
abogadillos, que esperaban clientes
junto al pilar habitual, se echaron a reír
a coro, tal vez de él. Salió rápidamente
a la luz del sol.
Allí había otro mundo: el atrio de la
iglesia de Saint Paul era el mercado de
libros de Londres, y en tenderetes
cobijados entre las columnas, bajo el
signo del Ciervo, o la Rosa de los
Vientos, o el Delfín, ofrecían libros que
Will no podía comprar pero sí mirar: las
crónicas de Holinshed en enormes
folios, Noticias jubilosas del Nuevo
Mundo. Y en medio de los tenderetes
iban y venían los vendedores de
canciones y baladas, con sus novedades
propias, intrigas españolas y asesinatos
dobles, reglas para el amor y para el
ajedrez, historias recién traducidas del
italiano, todas reales, todas reales.
Más allá de Blackfriars el tráfico
iba todo por el río, la principal arteria
de Londres. Will bajó deprisa la
escalera del muelle, a los empellones
con todos los demás, para disputarse
con ellos los servicios de los barqueros,
y sólo consiguió llegar a uno después de
ser desalojado del primero por un
regidor y su sirviente; y luego, río abajo.
Las nubes, desplazándose veloces,
viento en popa más allá de la multitud
de agujas de campanario, se adelantaban
al tráfico fluvial, a los pesqueros y
chalanas y otras embarcaciones ligeras
que se mecían, las velas henchidas, y a
los gigantescos buques mercantes. Will
se abrazó las rodillas en su exiguo
recoveco a bordo de la barca,
escuchando y viendo y paladeando el
día de septiembre como si lo estuviera
grabando para siempre en su corazón.
Tarde ya, y a todo correr, subió la
escalerilla del muelle en Mortlake, y
preguntó a la mujer que estaba lavando
por la casa del doctor Dee, y preguntó
de nuevo en la iglesia, y una vez más en
un portón que daba a un jardín donde
estaba apoyada una mujer sonriente, de
mejillas rubicundas como manzanas de
septiembre y tan rechoncha que los ojos
chispeantes se veían pequeños.
—Ésta es la casa del doctor Dee. Y
quién podrás ser tú.
—Me ha mandado Maese James
Burbage, del teatro de Shoreditch.
—Un cómico.
—Eso soy.
La mujer lo estudió, divertida y
bonachona, y al fin abrió el portón en el
que estaba apoyada.
—El doctor esta en el jardín —dijo
—. Ésta es su casa y yo soy su mujer.
Se inclinó en una ligera cortesía
burlona. Will hizo una reverencia.
—Entra sin hacer ruido —dijo ella
—. Está ocupado con no sé qué. Pero
siempre está. Ocupado. Con no sé qué.
Will fue hacia donde ella le
indicaba, un jardín bien cuidado, ahora
deslucido y amarillento de otoño. Había
matas de hierbas y un estanque de carpas
y dos, no, tres relojes de sol de distintas
clases; y en el centro algo que no
pertenecía a un jardín. Una especie de
caseta o tienda sostenida por postes con
lonas pesadas alrededor, y en el frente
uno de los paños pintado de negro en el
que había un cristal, una lente, una lente
pequeña y redonda que reflejaba la luz
del sol.
Las cortinas se agitaron, se inflaron
y de la caseta salió encorvándose un
hombre alto, que parecía más alto aún
por la larga y lúgubre túnica que vestía y
la larga y fina barba cana. Miró a Will
de soslayo y alzó las cejas, pero no le
prestó mayor atención; sacó de entre sus
ropas una tapita redonda con la que
cubrió en el paño negro el ojo de cristal.
Luego volvió a entrar.
Will esperaba apoyándose
alternativamente en uno y otro pie.
Cuando volvió a salir, el doctor Dee
llevaba un par de espejuelos con
montura negra y patillas curvas sujetas a
las orejas que hacían que sus ojos
redondos parecieran aún más
sorprendidos, aún más redondos. Le
hizo una seña a Will.
—Acercaos.
Will fue hacia él y el doctor lo tomó
por el hombro. Lo guió hasta la caseta y
le hizo detenerse delante de ella, frente
al cristal cegado; luego reflexionó un
momento y empujó a Will unos pasos
más atrás.
—Señor, Maese Burbage os envía
sus saludos y…
—Lo que debéis hacer ahora —dijo
el doctor alzando un largo dedo
admonitor— es quedaros absolutamente
quieto. No mováis una sola pestaña
hasta que yo os diga. ¿Me habéis oído?
Will asintió. Empezaba a alarmarse.
¿Acaso iban a hechizarlo? Más le valía
hacer lo que el otro le decía. El doctor
Dee volvió hasta la caseta negra, se
detuvo junto a ella y una vez más le hizo
una seña admonitoria con su dedo
huesudo.
—Quieto. Quieto como si
estuvierais muerto. Ahora.
Arrancó de un tirón la tapita que
cubría el ojo de cristal, y pareció contar
o rezar para sus adentros. Will, inmóvil,
miraba fijamente el ojo de cristal como
si de él, como del de un basilisco,
pudieran dispararse rayos mortíferos. Al
cabo de un momento el doctor volvió a
cubrirlo; respiró hondamente, y
desapareció en el interior. Will
continuaba paralizado, escuchando los
latidos de su corazón, mientras las
lágrimas se amontonaban en sus ojos que
seguían sin pestañear.
Por fin el doctor Dee volvió a salir y
pareció ver a Will por primera vez.
—Os pido perdón, señor, podéis
moveros, moveros, brincar y bailar.
Traía algo, algo chato y liso como
una placa, envuelto en terciopelo negro.
—Venid —dijo—. Venid conmigo y
decidme qué desea de mí mi amigo
Burbage.
La casa a la cual lo condujo el
doctor Dee parecía ser más que una
casa, varias casas contenidas en una,
con puertas que se abrían a través de
paredes y pasadizos que conducían del
granero a la cocina, de la cocina al
cuarto de estar, del cuarto de estar al
lavadero; Will fue en pos de la túnica
flotante del doctor y del golpeteo de sus
pantuflas hasta una habitación espaciosa,
iluminada por ambos lados, con
pequeñas ventanas de parteluz y repleta
de cosas en desorden, mucho más
repleta y desordenada que cualquier
habitación en que él hubiera estado o
soñara jamás.
Era seguramente la guarida de un
hechicero. Lo que le otorgaba esa
apariencia no era sólo la esfera armilar
de cobre, los pequeños huesecillos de
toda especie que cualquier hechicero
podía tener; no eran sólo los dos globos
de pergamino coloreados, uno al lado
del otro, como dos distintas
concepciones del mundo, ni la vara de
astrónomo graduada cuyo uso Will no
comprendía pero que era seguramente
más maravillosa que cualquier lignum
vitae. No era exactamente la profusión
de objetos raros y comunes, ni la
calavera de dientes amarillos (sal cranii
humani) ni las gemas, prismas, cristales
y trocitos de vidrio de colores
amontonados en vasijas de barro cocido,
o desparramados encima de las mesas, o
colgados en las ventanas para colorear
la luz del día; ni los manuscritos atados
con cuerdas, ni las hojas de papel
escritas en tres o cuatro idiomas
distintos y apilados aquí y allá como
para recordar al doctor Dee las fórmulas
que había ideado y que podía olvidan
eran todas esas cosas y el cristal
convexo sobre la pared que reflejaba
todo aquello, y el gato negro que
olisqueaba los restos de un plato de
comida (huesos de paloma y una rodaja
de queso), y hasta el plumero que
asomaba como un pájaro raído del
bolsillo de una casaca colgada de un
clavo. Más que nada eran los libros:
más libros que los que jamás había visto
en un solo lugar; libros en altas
estanterías, libros apilados en los
rincones, libros cansadamente apoyados
unos sobre otros en los anaqueles, libros
encuadernados y sin encuadernar en esta
habitación y en el corredor y elevándose
hasta el techo en las estanterías de la
habitación contigua; libros abiertos
encima de otros libros abiertos encima
de las mesas y las sillas. En las casas de
sus parientes de Arden, Will había visto
muchos libros, docenas de libros
encerrados en armarios, silenciosos. A
estos centenares —millares tal vez— él
podía casi oírlos cuchichear, susurrar el
uno al otro acerca de su contenido.
El doctor Dee, al oír que los pasos
de Will se hacían lentos y se detenían,
volvió desde el corredor.
—¿Amáis los libros?
Will no supo qué contestar.
—Hay libros aquí que un actor
podría leer —dijo—. Tengo a Esquilo.
A Eurípides. ¿Leéis el griego? No,
bueno, también tengo aquí historias,
Leland y Virgilio Polidoro. He
comprado la nueva crónica de
Holinshed pero aún no me la han traído.
Plutarco traducido por North. Son
cuentos magníficos.
—¿Los habéis leído a todos? —
preguntó Will casi en un susurro.
El doctor Dee bajó sus extraños
espejuelos y le sonrió.
—Si gustáis podéis volver y
consultarlos —dijo—. Leer los que
queráis. Hay muchos que vienen por
aquí a buscar esto o aquello. Relatos.
Historia. Saber.
Por un momento esperó que el
muchacho dijera algo, gracias señor, al
menos por cortesía, pero Will sólo
miraba atónito.
—Venid entonces —dijo—, y
decidme qué desea de mí mi amigo
Burbage. Venid.
Condujo a Will fuera de la
habitación, a través de un laberinto de
corredores, a un cuarto oloroso y quieto
donde había botellas, retortas y
alambiques que semejaban pájaros
grandes y gordos, redomas tapadas con
corchos, llenas y vacías; empujó al
muchacho delante de él, más allá de una
puerta y de un espeso cortinado, a una
habitación cerrada y oscura donde ardía
una única vela.
—Venid —dijo—, vuestro recado,
señor.
Lo mejor que pudo, Will tartamudeó
aquello que Burbage quería saber acerca
de las tuberías de bronce, lo cual, en el
fondo, no había comprendido del todo;
el doctor Dee meneó la cabeza y
murmuró para sus adentros, continuando
con su trabajo que debía ser, pensó Will,
sin duda, magia pura.
—Y que canalizan la voz y la
devuelven, arriba, abajo…
—Hum. Mm, mm.
Había sacado del envoltorio de
terciopelo una plancha de metal,
delgada, negruzca, que tomó
cuidadosamente por los bordes. La
deslizó en un pequeño recipiente, lleno
de algún fluido, donde se hundió
adquiriendo un color parduzco y luego
pardo rojizo. El doctor Dee lo estudió
con atención. Unos trazos negros
empezaron a aparecer en la superficie,
un grupo de manchas que iban cobrando
formas.
—Ah —dijo el doctor.
Con un diminuto par de pinzas
levantó el cuadrado de metal,
haciéndolo girar de un lado a otro,
dejando que desprendiera el fluido.
Luego lo llevó junto con el candil hasta
el extremo de su mesa de trabajo y
deslizó la vela debajo de un pequeño
cuenco sostenido por un trípode.
—Mercurio —dijo. Sonriendo, se
llevó un dedo a los labios.
Cuando el mercurio estuvo bastante
caliente, sostuvo encima de 61, en
ángulo, el cuadrado de metal, y lo
fumigó, observándolo de vez en cuando
con satisfacción. Al cabo abrió los
postigos (la luz del día inundó la
pequeña habitación) y tendió a Will la
placa de metal. Will la tomó y la miró.
En su superficie, como en la placa de un
grabador, pero mucho más nítida, había
una figura: un muchacho solemne, rígido,
de pie en un jardín, con un reloj de sol a
su espalda. Él.
Él, las ropas que vestía, el viejo
sombrero; su cara.
Will estaba mirándose en un espejo,
un espejo en el que se había mirado un
cuarto de hora antes y en el que aún
estaba mirándose. Para siempre.
El doctor Dee lo vio, enmudecido de
asombro, y con dos dedos tomó el
retrato por uno de los bordes.
—Un juguete —dijo. Y lo arrojó en
una caja abierta donde había otras
placas manchadas—. Hay cosas más
maravillosas —dijo—. Hay incluso
juguetes más maravillosos.
Rodeó con un brazo los hombros de
Will.
—Ahora, dijo. Ahora estudiaremos a
Vitrubio. Y también vuestra carta natal,
¿no es eso? Y veremos lo que podamos
ver.
—¿Qué tal el libro? —dijo una
ancha sombra que se había interpuesto
entre Rosie y la luz de la ventana.
—Hola —dijo ella a la inclinada
silueta de Spofford—. Es más bien
disparatado. Ese personaje, esa especie
de mago, acaba de tomarle una
fotografía a Shakespeare.
—No bromees. —Por un momento
se miraron en silencio, sonriendo.
—¿A qué has venido al pueblo? —
dijo Rosie.
—A traer a mi amigo Pierce al
autobús. Ya buscar algunas cosas. ¿Y tú?
¿Te importa si me siento?
—Bueno, en cierto modo. Sí y no…
Caray, siéntate.
Él se deslizó lentamente en el
asiento opuesto al de ella, observando
su cabeza gacha.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Ella suspiró con fastidio apoyando
la mejilla en la mano, los ojos fijos en
su libro como si aún estuviera
leyéndolo. Luego lo cerró.
—Voy a ver a un abogado esta
mañana —dijo—. Allan Butterman, en
esta misma calle.
Spofford no dijo nada, y aunque la
sonrisa prudente que había conservado
desde que la saludara no se alteró,
pareció expandirse en su asiento; estiró
las largas piernas debajo de la mesa y
colgó por encima del respaldo su brazo
moreno.
—Hay una cosa que quiero decir —
dijo Rosie, uniendo las manos como si
fuera a rezar—. Yo te quiero mucho.
Mucho. Has estado maravilloso, super.
—Pero.
—No creas que estoy haciendo esto
por ti. Porque no es así.
—Claro.
—No estoy haciendo esto por ti, ni
por nadie. Lo estoy haciendo,
simplemente. De eso se trata, de que lo
estoy haciendo sola, y de que eso me
deja sola, pase lo que pase después. —
Tamborileó con los dedos sobre la mesa
—. Por eso, en cierto modo, no quería
que te sentaras. Y también por eso, no
quiero que digas nada al respecto.
Lo que ella quería decir era que no
aceptaba tenerlo a él como motivo. Si
otras razones más graves, más críticas,
no podían serlo, entonces Spofford, una
buena razón, menos aún. Era sólo justo:
para ella y para todos.
—No diré nada —dijo él. Se cruzó
de brazos. Había un pez pálido tatuado
en el dorso de su mano izquierda; a
veces era invisible—. El día del perro
negro no ha llegado todavía.
—¿Cómo?
—Es un cuento. Parece que cierto
señor tenía un perro negro, un perrazo
inútil, lo único que hacía era comer y
comer siempre echado en el umbral,
interrumpiendo el paso. No cazaba, no
rastreaba. Carga inútil. La gente le decía
que se lo sacara de encima, y el hombre
respondía: Paciencia. Al perro negro no
le ha llegado aún su día.
—¿De dónde sacaste ese cuento? —
dijo Rosie riendo. Spofford (ésa era una
de las cosas que le gustaban de él)
parecía estar siempre lleno de rincones
y recovecos sorprendentes donde
atesoraba cosas extrañas como ésta.
—Bueno —dijo Spofford—. Ese
cuento, diría yo, es de Dickens, o de
Scott, uno de los dos. Mi familia tenía
dos enormes colecciones de esos libros.
Obras completas. Dickens y Scott. Era
más o menos todos los libros que tenían.
Y no pretendo haberlos leído
íntegramente, aunque sí buena parte de
ambos. Pero los confundo un poco, así
que no siempre puedo recordar qué
historia es del uno y cuál del otro. Yo
diría que éste es de Wally Scott. Y si no
es de Wally Scott ha de ser de Chuck
Dickens. Quien seguramente lo sabría es
mi amigo Pierce.
—¿Y así termina el cuento?
—Ah no, diantre. Al perro negro le
llega su día. Salva la vida del buen
hombre. Ése es el final.
—A todo perro le llega su día.
Spofford no dijo nada más, pero
sonreía y el diente negro asomaba en su
boca, con tan satisfecha insolencia que
Rosie tuvo que desviar la mirada para
no sonreír a su vez.
—A propósito —dijo, recogiendo de
la mesa, con determinación, libro y
dinero, pronta para marcharse y
cambiando de tema—. ¿Qué tal tu
amigo… Pierce? ¿Le gustó la visita?
—Le gustó —dijo Spofford sin
levantarse—. Volverá.
La evocaba a menudo, de distintas
maneras y en distintos contextos; ya en
el frígido y sofocante autobús, rumbo a
la ciudad, había empezado a evocarla. Y
en las calles de la urbe, todavía
violentas de verano, viciadas de
repulsivo verano; y en su apartamento,
allá en la torre, demasiado holgado
ahora para él, como el traje de un
hombre enflaquecido por el hambre; o
cuando se fortalecía para la tarea que
ahora sabía lo esperaba, sentía a veces
que esos lugares que había visitado
estaban justo atrás de él, un estanque de
luz dorada, tan cercano que no acertaba
a comprender como había viajado de
allí hasta aquí: hasta aquí, donde
suponía que tendría ahora que quedarse
para siempre, o casi tan para siempre
que no había ninguna diferencia.
Dos
—Perdón. Perdón. Perdón —dijo
Allan Butterman irrumpiendo en la
oficina en que habían instalado a Rosie
—. Hace horas que espera, ¿no? Lo
lamento muchísimo, de veras. —Se sacó
de la manga un brazalete negro y se frotó
la cara con un pañuelo grande y fino. El
formal traje negro y la corbata a juego,
que le otorgaban un aire chic, realzaban
sus facciones vagamente francesas (nariz
aguileña, ojos negros, pelo lustroso, tez
blanca y tersa), sus mejillas rotundas
sostenidas por el cuello alto y
almidonado.
—Oh, Dios —dijo. Suspiró
ostensiblemente y guardó el pañuelo en
el bolsillo.
—¿Era alguien que usted conocía
bien? —preguntó Rosie, con cautela.
—Oh no —respondió Allan—. No.
Sólo un viejo, viejísimo cliente. Viejo
como Matusalén. Un muy, muy antiguo
cliente del bufete. Oh os, en realidad
muy lamentable. —Se mordió el nudillo
del dedo índice, la mirada perdida en el
río y la mañana; suspiró de nuevo.
—Bueno —dijo, ya más sereno—.
Ante todo ¿cómo está usted? ¿Quiere
tomar un café? Yo soy Allan Butterman.
Allan Butterman hijo, no estoy seguro de
que su tío haya comprendido que soy yo
quien ha estado respondiendo sus cartas
y todo lo demás últimamente, mi padre
falleció hace dos años.
Miró a Rosie, sonriendo débilmente.
—¿Le explicó algo Boney?
—Más bien lo insinuó. Un divorcio
o por lo menos una separación.
—Así es.
Allan resopló, meneó la cabeza,
clavó la vista en la tapa de su escritorio.
Parecía estar anticipando una terrible
calamidad y Rosie casi no se atrevía a
entrar en los detalles por temor a
entregarlo desamparado a sus
consecuencias.
—Ya estoy separada. Quiero decir
que me he ido.
Él meneó la cabeza con lentitud,
mientras la observaba con las arrugas de
la frente dolorosamente contraídas.
—¿Hijos? —preguntó.
—Uno. Una niña de tres años.
—Oh, caramba.
—Es una situación que estaba latente
desde hacía mucho tiempo —dijo Rosie,
para tranquilizarlo.
—¿Sí? —preguntó Allan—. ¿Y
cuándo lo decidieron?
—Bueno —dijo Rosie—. Él no
decidió nada, en realidad. Ha sido cosa
mía.
—¿No está de acuerdo?
—No exactamente. No todavía.
—¿Cuándo le dijo usted que tenía la
intención de iniciar este trámite?
—Bueno, anteayer.
Allan giró en su silla, juntó las
puntas de los dedos y contempló
nuevamente la mañana, pero como si ya
no pudiera procurarle placer alguno. Se
rió, una risa breve, amarga.
—Bueno —dijo—, le diré una cosa:
en verdad no me ocupo de divorcios con
frecuencia. El señor Rasmussen dijo que
usted tenía un problema y yo le dije,
desde luego, que viniera a verme. Que
veríamos qué se puede hacer; pero lo
cierto es que otros colegas podrían
ayudarla mejor que yo.
»Muy bien. Dicho esto, y aún en el
caso de que yo fuera a ocuparme de su
asunto, ahora mismo le pediría que lo
pensara seriamente y viera si lo ha
meditado bien. Casarse es fácil y barato.
Y descasarse es complicado y caro. No
creo que usted y… y… —Mike.
—… Mike, que usted y Mike tengan
una especie de contrato matrimonial o
acuerdo prenupcial a este respecto.
—No. —Ella había leído que alguna
gente hacía esas cosas; le había
parecido una de tantas ideas grotescas
que sólo se les ocurren a otras personas,
como casarse en un avión en vuelo o
comprar una parcela común en el
cementerio. Ahora lo reconsideraba.
Una cláusula de escape: los dedos
secretamente cruzados. Me desdigo de
todo lo dicho—. No.
—Bien —dijo Allan—. Déjeme que
le explique una cosa. Hasta no hace
mucho, incluso cuando yo mismo
empecé a ejercer la profesión, para que
dos personas obtuvieran un divorcio, era
necesario que una de ellas hubiera
infligido a la otra un daño positivamente
grave. Adulterio. Ebriedad
consuetudinaria. Drogadicción.
Crueldad mental, cosas con las que no
se jugaba en ese entonces, y debían
poder probarse de manera fehaciente.
¿Está claro? Eso significaba que si dos
personas no querían seguir juntas, sin
tener ningún motivo en especial, tenían
entonces que ponerse de acuerdo para
que uno de los dos mintiera en el
juzgado acerca del motivo, y el otro no
recusara la mentira. Y si el juez
sospechaba que existía una tramoya de
ese tipo, el divorcio no se concedía. Era
un asunto muy pero que muy
desagradable. Maridos, esposas,
abogados, todos mintiendo entre dientes.
»Bien, hoy en día, y en realidad
desde hace muy poco, tenemos lo que se
llama el “divorcio sin culpa”. La Ley ha
comprendido, al fin, que en la mayor
parte de los divorcios no hay ningún
culpable, y no hay razón para que actúen
como adversarios. De modo que ahora,
en estas circunstancias, se puede obtener
un divorcio sólo por “irreparable
ruptura del vínculo matrimonial” e
“incompatibilidad de caracteres”, o sea
i e i, como se lo llama. Irreparabilidad,
incompatibilidad.
Ante las grandes palabras, Rosie
intentó explicarse.
—Bueno —dijo—. En realidad no
es culpa de nadie. De nadie.
Allan había tomado un largo lápiz
amarillo y ahora lo sostenía
balanceándolo entre los dedos como el
palillo de un tambor, golpeando el
escritorio con la punta de goma.
—¿De veras? —dijo—. ¿Sabe lo
que a mí me parece, Rosie? A mi me
parece que tal vez usted no ha hecho
todo lo posible para arreglar esta
situación con, con…
—Mike.
—Tengo la impresión de que usted
se precipita un poco, y espero que no le
moleste lo que le digo. Tal vez una
terapia…
—Mike es psicoterapeuta.
—Oh, caramba. En casa de
herrero…
—¿Cómo?
—Lo que quiero decir —prosiguió
Allan— es que creo que usted debería
esperar. Creo que debería intentar otras
soluciones, distintas del divorcio,
quiero decir. Tomarse unas vacaciones.
Descansar. Tomar distancia por algunas
semanas. Ver cómo son las cosas
entonces. —Su tamborileo se alteró—.
Para decirle la pura verdad, Rosie, yo,
personalmente, no estaría dispuesto a
iniciar una acción jurídica en su nombre
a esta altura de las circunstancias.
Fuera cuál fuera la forma en que
Rosie lo miró, fuera lo que fuera lo que
su rostro expresaba, provocó en él un
ademán defensivo con su lápiz, como si
dibujase, y dijo:
—Bueno, espere un momento, un
momento, lo que digo es esto: yo salgo
de vacaciones por dos o tres semanas a
partir de mañana. Me hubiera marchado
hoy de no haber sido por… Oh bueno,
como sea: hagamos, usted y yo, una cita
para reunirnos exactamente dentro de
tres semanas. Yver. Yver qué ha pasado
en ese lapso.
»Nunca se sabe —concluyó.
Un decaimiento extraño se había
apoderado de Rosie; no podía ser que
ella se hubiese impuesto esta consulta
para que todo se redujera a nada, una
mera exhortación a tener paciencia: no
podía ser. Cruzó los brazos, sintiéndose
agresiva.
Allan soltó su lápiz.
—No me interprete mal —dijo—.
No estoy diciendo que sus problemas
sean triviales, ni nada por el estilo; ni
que dentro de tres semanas usted podría
no querer proseguir con este trámite.
Pero la cosa es que en el divorcio sin
culpa del que hemos hablado, aun
cuando usted decidiera que es su única
salida, en este divorcio sin culpa, digo,
se requiere que las dos partes estén de
acuerdo. Usted sola no puede
conseguirlo.
—¿No?
—No. En un divorcio sin culpa
ustedes van al juzgado y declaran:
estamos de acuerdo en que nuestro
matrimonio ha fracasado. Si uno de los
dos no está de acuerdo, bueno…
—¿Bueno qué?
—Bueno, tendrá que retroceder al
viejo método. Tendrá que entablar juicio
de divorcio. Y tendrá que tener motivos.
—Uh uh —dijo Rosie.
—Una razón —dijo Allan—. Usted
tendrá que tener una razón para obtener
el divorcio; una buena razón. —
Expuesta a la mirada sombría y doliente
de Allan, Rosie bajó los ojos—. ¿Cree
usted tener motivos?
Rosie asintió.
—¿Qué motivos? —preguntó Allan.
—Adulterio —dijo ella.
Earl Sacrobosco estaba realmente
encantado (eran sus palabras) con la
capitulación de Pierce, que llegaba justo
a tiempo para el comienzo del semestre.
En realidad, él nunca lo había puesto en
duda, dijo. En ningún momento había
dejado de incluir a Pierce en sus planes
para el año lectivo; se restregaba las
manos y sonreía como si él en persona
hubiese traído a Pierce, de vuelta y con
vida, a la dura silla delante de su
escritorio.
El arreglo que le ofrecieran a Pierce
en la primavera había sido un tanto
endulzado por un exiguo aumento, pero
para Pierce era sacarina, la paga extra
volvería casi íntegramente a las arcas de
Barnabas, ya que la renovación de sus
préstamos lo había recargado con una
más elevada tasa de interés. Y había
además una penalización adicional por
su desplante y arrogancia de la
primavera: una explicación —a Earl no
le molestaría que fuese prolongada—
acerca de las razones por las que Pierce
había cambiado de parecer.
Bueno, había llegado a comprender
(dijo) que había desechado con
demasiada precipitación un puesto en
una universidad en la que había
invertido muchos años fructíferos; había
tenido tiempo de recapacitar (humilde
preso en presencia del consejo que
pagaría su fianza); y con una visión más
madura de las cosas perciba que, aunque
el camino acaso fuera largo y el viaje no
podía apresurarse, Barnabas merecía el
compromiso de Pierce. Todo esto dicho
tan sucintamente como fuera compatible
con un sincero arrepentimiento, mientras
a Pierce se le caía el corazón hecho
cenizas. Él no necesitaba decir cuáles
eran sus verdaderas razones para volver,
Earl sabía, y lo revelaba a las claras,
que Pierce no tema sencillamente ningún
otro sitio adonde ir.
Quedó convenido además (Earl se
aclaró la garganta con un carraspeo y fue
al grano) que en lugar del curso
ambicioso que había concebido y que
fuera rechazado por el comité curricular,
Pierce podría hacerse cargo de dos
unidades adicionales, de Fundamentos
de la Comunicación, lo que equivalía a
lectura y escritura para los analfabetos
del primer nivel.
—Volvemos a lo básico —dijo Earl.
Había prescindido del peluquín que
usara durante tanto tiempo, y se veía
mejor sin él, aunque resultaba evidente
por qué lo había usado: su cráneo
pelado era de los que se cubren de una
pelusa sucia, con un manchón oscuro
delante, como un penitente en un
miércoles de ceniza—. A mí,
personalmente, me interesaba muchísimo
tu curso —dijo Earl, abriendo y
cerrando el mecanismo de un bolígrafo
—. Sin embargo, parecía demasiado de
posgrado. Y me temo, y estoy de
acuerdo con el comité en ello, que no
habría suficiente respuesta en este
momento por parte de los alumnos.
—Era un experimento —dijo Pierce;
con los largos brazos colgando entre las
rodillas, se retorcía las manos, quería
escaparse.
—Ya tenemos que luchar con la fama
de ser una institución de moda que
otorga títulos que no sirven para nada.
La inscripción decae, los traslados van
in crescendo. Necesitamos ofrecer
alimento sólido.
—Letura, scritura, arimética —dijo
Pierce.
—Todo eso está volviendo —dijo
Earl—. La nueva Era.
Esa misma tarde (sólo una que otra
vez, fría, brevemente, con el corazón
como quien dice en la boca, había vuelto
a hablar con ella. Desde que tiempo
atrás, vidas atrás, y tan sin miramientos,
ella lo dejara plantado), Pierce marcó el
número de la Agencia Literaria Astra y
preguntó por Julie Rosengarten.
Es extraño, pensó, que un nombre
antiguo pueda ocupar tanto sitio en tu
garganta; por un momento había dudado
de que el nombre pudiera salir íntegro
de sus labios.
—Me temo que está de vacaciones
—respondió una voz que parecía la de
Julie—, por unas tres semanas.
Le iban bien las cosas, entonces. O
muy mal.
—Bueno, mi nombre es Pierce
Moffett, y Julie y yo…
—Por Dios, Pierce. —¿Julie?
—De veras, Pierce, estoy de
vacaciones. De veras, estaba
literalmente a punto de salir para
alcanzar el tren.
—Mm, bueno.
—Tenía el dedo en el botón del
ascensor, de veras.
Por un minuto fatídico ella tuvo
miedo: él conocía la cara que tenía en
ese instante, una cara que le había visto
a menudo.
—No quiero entretenerte —dijo—.
Pero hay algo de lo que me gustaría
conversar contigo.
—Claro.
—Una idea para un libro.
—¿Sí? Por Dios, Pierce, si no se me
hubiera ocurrido de pronto atender el
teléfono.
—Bueno, cuando vuelvas.
—Sí. Sí sí sí. Pierce. Sabía que
volveríamos a hablar. A hablar en serio.
Lo sabía. Hay tanto, tanto que decir.
—Sí, claro.
—Tres semanas. Tres semanas
justas. Almorzaremos. —Mencionó un
restaurante que conocía. Un restaurante
que solían frecuentar pero en cuyo
nombre no había pensado desde hacía
tiempo, aún abierto al parecer. ¿Seguiría
yendo allí Julie?—. Me muero por
escuchar tu idea. Tú sabes que siempre
pensé que podías escribir un libro.
¿Sería verdad?
—Es una idea buena; en realidad, tú
ya la conoces, en parte.
—¿De veras? Me muero por oírla.
Pero no puedo ahora. Pierce, voy a
perder mi tren.
—Que lo pases bien.
—Lo siento, lo siento…
—Vete. —Colgó el receptor y se
sentó en la ancha cama; con las manos
sobre las rodillas, intentó analizar las
extrañas corrientes que en su interior
suscitaran el sonido de su voz, las
antiguas inflexiones.
Tres semanas. Debería tener algo
concreto, algo escrito, suponía; un
bosquejo, un plan para que ella lo
llevara y lo vendiera. No había razón
alguna para que no pusiera ya manos a la
obra. Había, Pues —pensó con
insolencia (aunque con el corazón
todavía extrañamente palpitante, y las
manos aún sobre las rodillas)—, una
forma de utilizar a las antiguas amantes.
Ya que, por lo demás, ella le debía una.
Ahora debería levantarse y sacar la
complicada máquina de escribir
eléctrica —una máquina azul añil que la
Esfinge había recibido en trueque de un
cliente ansioso y había regalado a
Pierce para Navidad (¿ves qué útil, qué
provechoso?)— y poner al lado de ella
una resma de papel en blanco. Debería
sacar su viejo proyecto del curso que el
Barnabas College no había querido
ofrecer y estudiarlo.
Misterio 101. Cómo codicia la
historia las formas del mito; cómo las
tramas y personajes de la fábula y del
romance van a habitar las cortes y las
tesorerías y las catedrales del mundo
real; cómo mueren las viejas ciencias y
legan sus mitos y su magia a sus
sucesores; cómo los héroes de la
leyenda perecen, se quedan dormidos,
son resucitados y emergen a la luz del
día común de la Historia, persistiendo
como persiste un sueño en la vigilia,
alterándose y transformándose aun
cuando el sueño mismo haya sido
olvidado o reprimido.
Más que eso. Para que fuera un
libro, un libro verdadero, debería
contener no sólo el misterio sino
también al detective, no sólo el sueño
sino también a aquel que lo sueña. Para
que fuera un libro debería tener una
trama; tendría que ser muy diferente de
eso que habitualmente se denomina la
Historia, no podría ser una simple
adición de hechos ni una forma
cualquiera de aritmética, no, tendría que
ser casi una especie de cálculo, un
cálculo diferencial entre el ser y la
historia, por dentro y por fuera;
requeriría de alguien que jugara con la
Historia de la misma forma que los
maestros del ajedrez juegan al ajedrez,
no deduciendo laboriosamente las
consecuencias de las movidas sino
percibiendo, como por un sexto sentido,
los poderes de las piezas de ser o de
hacer; algo que no puede realizarse a
través de la lógica o el aprendizaje o la
mera aplicación, no, es una habilidad
con la que uno tiene que nacer. Es un
talento. Un don.
Ella conocía la idea, la conocía sí,
aunque no en la forma inteligible que a
la larga había cobrado en su mente. Ella
estaba con él cuando aparecieron los
primeros atisbos; y en el tiempo
transcurrido desde que Julie lo dejara,
la idea había llegado a obsesionarlo
casi tanto como ella: a veces, en
realidad, habían parecido ser la misma
cosa. Y ahora, el sonido de su voz, había
abierto como una llave el cofre de
aquellos días.
Y también aquellos días, por lo
tanto, tendrían que ser parte de su libro
¿no? Los días en que había llegado a ser
un profesor popular en Barnabas, los
días en que pasaba horas acodado en la
ventana de su apartamento suburbano, en
camino hacia la metáfora más
reveladora; tendría que recobrar esos
días, así como la aventura que los había
sustentado.
Se levantó al fin, y sacó, sí, la
enorme máquina de escribir. Puso una
hoja de papel en el rodillo, y durante un
largo rato permaneció sentado delante
de ella. Lió y encendió un cigarrillo, y
lo apagó. Se puso de pie; se cambió la
camisa; subió el regulador de frío del
jadeante acondicionador de aire y
estuvo un largo rato contemplando por la
ventana el crepúsculo caliginoso y
parduzco.
Hazte a la mar. Ponte en camino.
Deseaba que ya fuera otoño, estación de
cordura y trabajo, deseaba no haber
dañado tan insensatamente su cabeza y
su corazón, cuando era más joven, con el
abuso de sustancias, la concepción
Tomista. Volvió a sentarse y sacó y tiró
la hoja de papel que había puesto; por
alguna razón parecía ya vieja y gastada;
insertó otra y con las manos en las
rodillas se sentó delante de la máquina,
que parecía aun más grande que antes,
como si hubiera crecido en el intervalo.
—Yo no entiendo la historia —le
dijo Rosie a Boney. Mientras ella
lavaba, él iba secando los platos de la
cena; era el día libre de la señora Pisky,
el día que visitaba a su hermana en
Cascadia.
—¿Sí? —dijo Boney.
—¿Cuánto se sabe en realidad?
—¿Cuánto de qué?
—De la Historia. —Levantó a la luz
un plato lavado, tan viejo y delgado que
la luz brillaba tenuemente a través de él.
—Ese libro de Fellowes Kraft,
quiero decir. Conoce detalles menudos
de las cosas y los saca a relucir como si
nada; sé que es una novela, pero de
todos modos… —Se dio cuenta de que
no sabía muy bien de qué estaba
hablando—. De todos modos…
—Toda historia es una especie de
cuento —dijo Boney—. Si no fuera así
no podrías entenderla. Si fuera pura y
simplemente todo que ha sucedido.
—¿Pero se sabe todo lo que ha
sucedido? —Por supuesto que no: ni
siquiera los historiadores: eso era
obvio. Ellos inventaban un cuento a
partir de lo que sabían, de la misma
forma que lo hacía Fellowes Kraft; sólo
que los historiadores nunca decían qué
partes aventaban—. En este libro hay un
personaje que es una especie de ago —
dijo.
—Lo recuerdo —dijo Boney. Se
sacó las gafas azuladas, las limpió con
el paño de cocina y se las volvió a
poner.
—No sólo —dijo Rosie—, no sólo
saca una fotografía de Shakespeare… es
imposible que lo hiciera, ¿no? también
lee su horóscopo y luego le hace mirar
en algo así como una bola de cristal,
para ver lo que puede ver.
—Sí —dijo Boney. Había dejado de
secar los platos.
—Una bola de cristal —dijo Rosie
—. Y el bueno de Will la escruta.
—Sí.
—Y en realidad no ve nada, aunque,
en cierto modo, simula ver. Para
complacer al viejo. Al que le tiene un
poco de miedo. Le dice que alguien
vendrá, alguien que podrá ver cosas en
ese cristal. Ése es el mensaje que finge
recibir. Bueno, ante todo —dijo Rosie
—, nadie sabe demasiado acerca de
Shakespeare. Por lo que yo recuerdo.
Especialmente de su infancia.
—Creo que eso es cierto —dijo
Boney.
—Y de pronto un mago. Con una
bola de cristal. A eso me refiero.
—Bueno —dijo Boney—. Por si te
interesa, esa persona es muy real. Oh sí,
muy real: el doctor John Dee. Vivió
realmente en el lugar que se describe en
ese libro, e hizo realmente las cosas que
allí se cuentan. Las hizo. Era consejero
de la reina Isabel y quizá algo así como
su médico de cabecera. Era matemático
y astrólogo, en una época en que esas
dos disciplinas no eran muy diferentes.
Poseía una gran biblioteca, tal vez la
mayor de la Inglaterra de su tiempo, y
era, además, realmente, lo que es en ese
libro: un mago.
—Pero ¿una fotografía? —dijo
Rosie—. ¿De Shakespeare?
—Bueno… —dijo Boney.
—Es como si cada tanto —dijo
Rosie—, por puro gusto, Kraft sugiriera
que el mundo ha sido diferente de como
es, y que podían suceder cosas que ya no
son posibles.
—Hum.
—Pero no era así. No podía ser.
Cuidadosamente, con aire pensativo,
Boney colgó el paño en la percha; luego,
con un dedo en los labios, salió de la
cocina. Rosie cerró los grifos, y lo
siguió secándose las manos en los
fondillos de su mono.
—Sandy sabía tanto —iba diciendo
Boney mientras avanzaba con cautela a
través del largo y oscuro comedor—.
Sabía tanto. Le encantaba poner en sus
libros cosas que sabía que todo el
mundo pensaría que había inventado,
pero que no eran inventadas, no las
había inventado él. Y le gustaba poner
cosas… cosas reales, junto con todas las
imaginarias; quiero decir que le hacía
feliz poseer por ejemplo una auténtica
fuente de plata de la época sobre la cual
escribía, y describirla en su libro, junto
con todas las fuentes de plata
imaginarias: una real escondida entre las
imaginarias. O una joya, o un arma. Si
podía tener un objeto que sus personajes
hubieran poseído o usado realmente
alguna vez, se sentía aun más feliz.
Ocupaba gran parte de su tiempo en la
búsqueda de esos objetos.
»Y los encontraba, además.
Habían entrado en la salita, donde
las lámparas no estaban encendidas,
donde la alfombra oscura y los grupos
de muebles opulentos retenían la luz del
largo atardecer. Boney se encaminó
hacia un secreter de marquetería encima
del cual había fotos en marcos de plata,
rostros que Rosie no conocía, rostros de
antaño.
—El doctor Dee era un personaje
real —dijo Boney, mientras trataba de
girar, con su mano temblorosa, una llave
diminuta en el cajón del secreter—. Tan
real como Shakespeare. Y poseía
realmente esas bolas de cristal y de
piedra que escrutaba, y espejos, y
gemas. Y más tarde, unos pocos años
después de tu historia, apareció alguien,
sí, que veía cosas para él en una bola de
cristal: que podía ver ángeles y
mantener conversaciones con ellos. Sí.
Un médium. Todo eso es verdad. —
Tironeó del cajón, y al fin consiguió
abrirlo.
Rosie había empezado a sentirse un
poco extraña. Todo eso es verdad. Como
actores que, en mitad de la
representación, deciden despojarse de
sus máscaras y, al volverse hacia el
público, resultan ser, en efecto, los
personajes que representaban, ahora
seres reales. Observó cómo Boney
sacaba del cajón algo envuelto en un
bolso de terciopelo.
—Uno de los cristales que utilizaba
—dijo Boney—, una especie de espejo
de obsidiana pulida, está en el Museo
Británico, Sandy y yo solíamos urdir
planes para robarlo. Había otros, ahora
perdidos, supongo. Y está el del libro
que tú estás leyendo.
Había aflojado el cordón que
cerraba el bolso, y dejó caer en mano un
pequeño globo de cuarzo ahumado, del
color de la Piel del topo, puro como un
planeta diminuto o una esfera de noche
gris. Lo sostuvo en la mano para que
Rosie lo viera.
—Había ángeles en este cristal —
dijo—. Docenas de ángeles. El doctor
Dee hablaba con ellos. Y todos sus
nombres empezaban con A.
Tres
Nueve coros de ángeles configuran
la trama del universo. Ensamblándose
los superiores con los inferiores, como
inmensas ruedas dentadas de diferentes
proporciones, que al engranarse
instauran el orden jerárquico de la
creación, estableciendo la distinción. La
diferencia, esto, eso, y aquello.
Serafines, titánicos impedidos de mirar
fuera de su órbita, despliegan sus alas
alrededor del trono de Dios;
extendiendo los brazos hacia atrás,
toman las manos de los Querubines,
criaturas poderosas, multialadas,
situadas detrás de los Tronos que se
alzan, a su vez, sobre la esfera de las
estrellas fijas, a la que hacen girar
mientras se desplazan como si fuera una
rueda de molino. Las Potestadas son las
aspas de la rueda que engranan con las
Dominaciones, que a su vez hacen girar
los planetas, el sol, la Luna; y que son
(pensaba el doctor Dee) al mismo
tiempo eso planetas; y las Virtudes se
extienden invisibles desde estos círculos
hacia abajo, a través de la tierra, como
si fueran huesos, para o garle vida y
movimiento. En la tierra, los
Principados vigilan imperios y las
naciones, y los Arcángeles, la Iglesia; y
los Ángeles, por último, en incontables
miles de millones, uno para cada al uno
tal vez para cada ser viviente, hasta los
átomos que una le puede mostrar,
agitándose en una cucharada de greda
dejar.
Los Ángeles, entrelazados en
secuencia como en un tejido, mano con
mano, boca contra oreja, ojo con ojo con
ojo, ascendiendo y descendiendo
eternamente, atareados en las cosas del
mundo, con un frufrú como de sedas que
puede oírse si uno permanece en
silenció en los lugares más silenciosos
de la tierra, o en las oquedades
espiraladas de una caracola.
Están allí; están allí, y si Dios los
quitara, el Universo no sólo se detendría
y moriría, muy probablemente
desaparecería por completo, con apenas
un suspiro de resignación.
Allí estaban, el doctor Dee lo sabía,
se podían ver, los que momentáneamente
descansaban de sus faenas; agasajados,
como los grandes señores de la corte en
los corredores y las antecámaras del Ser
y mientras pasaban, se podía atraer su
atención, hablar con ellos. El doctor
Dee estaba convencido de que era así; y
sin embargo ni una sola vez, en ninguno
de los numerosos cristales, espejos,
piedras y gemas que poseía y escrutaba,
había siquiera vislumbrado jamás ni a
uno de los ángeles que —él lo sabía—
debían responder por ellas. A veces,
inclinándose, mirando muy de cerca y
permaneciendo inmóvil como una
piedra, había creído oír, lejano e
ininteligible para él, el rumor de sus
voces, un cuchicheo de ratones, y risas
infinitamente tenues. Pero jamás había
visto uno.
Poco había en materia de disciplinas
espirituales que él no hubiese probado,
o que no pudiera intentar si lo deseaba.
En el campo de lo Elemental, era
docto en medicina, y por supuesto, en
aritmética, no sólo en Geometría sino
también en Perspectiva y Música y
Megetología e incluso en
Estrataritmetría; trabajaba con espejos,
con la luz, dominaba la Catóptrica y
varias técnicas de sombra, reversión,
inversión y proyección. Conocía la
Esteganografía del Abad Tritemio (en
su juventud había copiado de su puño y
letra un enorme manuscrito de esta obra)
y podía hacer todo en cuanto al arte de
los códigos, cifras, escritura abreviada,
enviar mensajes a voluntad a gran
distancia y muchas otras cosas, en tanto
todo ello operase aquí abajo; el viejo
Abad también sabía cómo invocar a los
Ángeles en un cristal y escribir en su
idioma, o eso decía, pero sus recetas no
habían ayudado al doctor Dee a
aluzarlos. Podía asombrar, y había
asombrado, a sus vecinos y a sus
colegas y a su reina, con lo que era
capaz de hacer; desde lograr que un
águila volara hacia Júpiter como parte
de una representaron teatral en Oxford,
hasta sanar una herida tratando el arma
le la había causado; se había asombrado
a sí mismo, incluso, como cierta vez en
que, al agitar un recipiente de aires en
transformación, había dejado en libertad
una multitud de diminutos seres
elementales que luego lo persiguieron,
como enfurecidos avispones, hasta que,
con ellos aún chillando alrededor de sus
talones y de su cabeza, había saltado al
Támesis para escapar.
Era aún más erudito en el mundo
Celestial. Había construido esferas
armilares con Mercator, tenía cartas de
Tycho Brahe elogiando su
Propaedeumata aphoristica, en la que
había calculado que veinticinco mil
posibles conjunciones influían en la vida
del hombre —una cifra apabullante—,
pero el doctor Dee acabó por negarse a
trazar cartas natales. No pudo negarse,
sin embargo, a trazar la carta natal de la
reina: era él quien había elegido por
medio de sus artes el día preciso para la
coronación de Isabel, y había llovido a
torrentes (no había previsto eso), pero
nadie pudo decir que no había sido un
día afortunado. Había trazado también la
carta natal del rey de España (Saturno,
frío y pesado sobre su hígado y sus
luces, sería grande pero nunca feliz) y el
rey de España le había dado a cambio
un espejo de obsidiana negra, traído
desde México a través de mil millas, y
detrás de cuya deslumbrante superficie
John Dee estaba persuadido de que los
ángeles se verían obligados a detenerse:
pero no pudo atraer a él ninguna criatura
espiritual, pese a que venía
destapándolo y escudriñándolo de vez
en cuando y así años y años.
Era un hombre alto, de huesos largos
y cara larga, y ojos grandes, siempre
sorprendidos, que los espejuelos
redondos que él mismo había tallado
hacían parecer aún más grandes; su
barba puntiaguda se había vuelto blanca
como la leche antes de los sesenta años.
Era apasionado, olvidadizo, inquieto y
bondadoso; convencido de la devoción
de sus propósitos; convencido de que el
vasto conocimiento —más vasto que el
saber contenido en todos los folios y
manuscritos de su biblioteca, la mayor
de Inglaterra—, el vasto conocimiento
contenido como en vasijas, en los
sagrados ángeles de Dios, podía ser
obtenido por el hombre, bebido por él, y
de que si lo fuera, entonces ni el hombre
que lo bebiera, ni el mundo, serían
nunca más los mismos.
Y así practicaba sus artes e instruía
a una generación de ingleses (Philip
Sidney aprendió matemática en
Mortlake, en casa del doctor Dee;
Hawkins y Frobisher acudían a estudiar
con sus mapas); él iba y venía de la
corte, y cuando viajaba al continente,
mantenía los ojos y los oídos muy
abiertos y le escribía a Walsingham lo
que veía. Tallaba sus espejos y
preparaba sus elixires, y educaba a sus
hijos y cultivaba su huerto. Y buscaba
sin cesar, en su espíritu y en sus
estudios, la forma de atravesar esa
barrera más allá de la cual, los ángeles
platicaban entre ellos.
Uno de los medios que pensaba
quizá le permitiera atravesarla, era
tomar el camino de las puertas abiertas
en las almas de otros.
Aprendió al cabo de largos estudios,
a reconocer esas puertas, si bien no
hubiera podido decir con claridad qué
signos lo habían guiado. Una especie de
desviación de un ojo interno. Una
impresión que recibía el doctor Dee de
que alguien —un niño a quien estuviera
educando, un joven cura que acudiera a
pedir libros prestados— se hallaba
detenido en un punto apenas distinto de
aquel en que parecía hallarse, o en una
brisa ligera que nadie más que él
percibía. No por virtud o elección
propia, se diría; sólo a causa de una
especie de accidente de nacimiento
(aunque el doctor Dee dudaba de que
fuera algo accidental) un hombre poseía
una puerta, como una mancha de
nacimiento; o era poseído por ella como
por una enfermedad incurable. Con gran
circunspección (pues por muy bien que
conociera la diferencia entre su empresa
y el conjuro vil, era un distingo que no
todo el mundo podría —o querría—
hacer), el doctor Dee escogía a los
extraños y los sondeaba, y los sentaba
delante de sus piedras y sus espejos
para que viesen lo que pudieran ver.
Sabían en Londres, esa caterva de
echadores de horóscopos, mezcladores
de filtros, vendedores de humo y
charlatanes de Universidad, que el
doctor Dee, de Mordake, recompensaría
generosamente a quien le presentara a
uno de aquellos, si en realidad lo era,
cosa que el doctor Dee sabría descubrir
en un instante. Esa caterva podía
engañar a cualquiera, mas no al doctor
Dee. Y no obstante él sabía muy bien —
y ello lo atribulaba— que no sólo a
través del piadoso, no sólo a través del
honrado, podría abrirse el camino míe
buscaba; y que el simple hecho de que
un hombre pudiera tratar de estafarlo,
describiéndole falsas visiones, no
significaba que mismo hombre fuera
incapaz de tener verdaderas visiones.
Al igual que su reina —quien no
siempre quería que le recordaran ese
hecho (excepto su sabio hechicero, que
había rastreado su aje, y el suyo propio,
hasta el rey Arturo)— John Dee era
galés; y al cual que su reina conocía muy
bien esa carga de sentamiento los
galeses llaman hiraeth, algo que no es ni
esperanza ni pesar, ni revelación ni
recuerdo, sino una mezcla de todo ello,
un anhelo que puede llenar el corazón
como una lluvia cálida. Tenía cincuenta
y seis años esa noche de marzo en que
cierto joven de las fronteras de Gales
fue conducido a su casa de Mortlake.
Para entonces, hacía diez años que el
mago esperaba su llegada, aunque el que
llegó no se pareciera en nada a aquel a
quien él había estado esperando; ni
sabía el doctor Dee que, en las semanas
y los meses y los años por venir, iba a
estar unido (unido por los santos
Arcángeles) a este vidente, más íntima y
singularmente de lo que jamás lo
estuviera a la esposa que amaba.
En primer lugar, ese joven no tenía
nombre; o tenía más de uno, lo cual a él
le parecía casi la misma cosa. El
nombre con el que había crecido era una
ficción, el resultado de haber sido
criado bajo la tutela de un hombre del
que podía o no ser su bastardo, y de no
tener otro origen conocido. Había
desechado ese nombre, y el nombre que
usaba ahora era meramente ése, y no el
suyo propio: Talbot, un nombre de
héroe, aunque no escogido por esa
razón, tomado casi al azar del
monumento de una iglesia y sólo porque
necesitaba uno nuevo. Con ese nombre,
el de señor Talbot, era como lo conocían
Clerkson y Charles Sled y aquellos
hombres de Londres entre los que vivía
y con quienes frecuentaba las tabernas;
Edward Talbot, oriundo de ningún sitio
en particular, y que vivía con un amigo u
otro hasta que surgía una disputa o
encontraba un nuevo amigo más
promisorio; como Edward Talbot lo
presentó Clerkson al doctor Dee.
Tampoco tenía orejas: lo que tenía
eran dos cicatrices abultadas en los
orificios de los oídos y usaba siempre
para cubrirlas un ajustado gorro negro
que le confería un aire erudito, o en todo
caso un aire antiguo, como un doctor de
los tiempos de la reina María. La
pérdida de sus orejas había sucedido en
una ciudad cuyo nombre decía no
recordar, a causa de un crimen
(falsificación de moneda, o algo peor o
totalmente distinto) del cual había sido
acusado por error, como resultado de
calumnias y de la ignorancia de gente
vulgar, aunque él no contaría jamás la
verdadera historia —su versión de la
historia— ni siquiera a sí mismo. Todo
ello había acontecido después de la
época que pasara en Oxford, donde no
había obtenido grado alguno, y que
había abandonado a causa de otra
historia que no podía o no quería contar
de modo tal que alguien pudiera
comprenderla; ni siquiera el doctor Dee,
años más tarde, hubiera podido narrarla,
aunque ya había oído a menudo
fragmentos de ella. Tenía veintisiete
años esa noche de marzo en que las
nubes surcaban raudas como pinazas la
faz de la luna, y en que Clerkson lo llevó
cruzando el río hasta Mortlake.
Tenía un libro que no podía leer y
que era la razón de su venida; y tenía un
amigo, o un enemigo, que lo había
acompañado largo tiempo, y cuya
respiración conocía, pero cuyo nombre
ignoraba.
—¿Cómo ha llegado a vuestras
manos? —preguntó el doctor Dee,
cuando el libro fue colocado delante de
él.
Los largos y blancos dedos del
señor Talbot tironeaban de los
complejos nudos con que había liado su
envoltorio.
—Bueno, os lo diré —dijo el señor
Talbot—. Os contaré toda esa historia.
Cómo ha llegado a mis manos: os la
contaré.
Las manos de Clerkson buscaron
impacientes las cuerdas del atado, pero
Talbot las apartó; no dijo nada más, sin
embargo; pero sus manos temblaron
mientras abría los viejos lienzos que
envolvían el libro.
El doctor Dee se puso de pie y
movió a un lado su copa de vino, para
que el libro pudiera ser abierto.
Era un manuscrito sobre pergamino
grueso, estrecho y cosido con hilo basto,
negro y engrasado. No tenía tapas ni
portada. Los caracteres en que estaba
escrito comenzaban inmediatamente en
lo alto de la primera página, sin título
alguno, como si aquella no friera tal vez
la primera página. El doctor Dee levantó
la lámpara y se inclinó sobre esa página.
El señor Talbot dio vuelta a la pesada
hoja, carcomida por las polillas. La
segunda página era igual: una masa
uniforme de caracteres, desde la
cabecera hasta el pie.
—Está en clave —dijo el doctor
Dee—. Yo puedo leer un mensaje
cifrado si encubre un idioma que
conozco.
—Un mensaje cifrado —dijo el
señor Talbot—. Sí.
Estudió nuevamente la página. Tanto
había escrutado esas páginas que le eran
tan familiares como cualesquiera de
cualquier gramática que hubiese
memorizado alguna vez; y no obstante, al
no Poder extraer de ellas ningún
significado, ninguno, conservaban todo
su misterio. Mirarlas era sentirse
identificado con el misterio, a la vez
excluido y privilegiado; era la misma
sensación que solía tener de niño cuando
miraba los libros que aprendería a leer:
sabiendo que esas marcas significaban
algo, que estaban cargadas de
significado, pero ignorando lo que
querían decir. Se hizo a un lado para que
el doctor pudiera sentarse delante del
libro.
—¿Cómo ha llegado esto a vuestras
manos? —le preguntó de nuevo el
doctor.
—En cierto modo fui conducido
hasta él —dijo el señor Talbot.
—¿De qué modo? —preguntó el
doctor. Había cogido un punzón con el
cual empezó a tocar diferentes letras del
libro.
—Conducido —dijo el señor Talbot.
Y la historia íntegra, la maravillosa
historia lo desbordó repentinamente y,
contenido en ella, viviendo en ella, no
pudo ni siquiera empezar a pensar cómo
narrarla.
—¿Tenéis vos, señor —dijo, al cabo
(recurriendo al latín para dar forma a lo
que no podía relatar en una especie de
discurso)—, tenéis vos algún
conocimiento de las cosas que un
hombre sabio podría aprender a través
de la comunicación con los espíritus?
Ciertos espíritus, sabéis, de esta
especie…
El doctor Dee alzó lentamente los
ojos hacia él. Le respondió en latín.
—Si os referís a obrar cosas, por
aquello que el vulgo denomina magia,
no, no sé nada de eso.
El señor Clerkson, sentado en su
silla, inclinó el torso hacia adelante.
Una sonrisa se dibujó en su cara lobuna
y rasurada: era para eso que había traído
al señor Talbot.
—En mis oraciones —dijo el doctor
Dee—, he implorado el conocimiento de
las cosas. A través de los ángeles de
Dios.
Observó al señor Talbot un
momento; luego dijo, en inglés:
—Pero decidme lo que ibais a decir:
conducido.
—Había rumores —dijo el señor
Talbot, echando una mirada de soslayo a
Clerkson— acerca de un hombre muerto,
y de una conjura; de que se había hecho
hablar al hombre muerto o a un espíritu
maligno hablar a través de él; pero todo
eso es falso, y ningún hombre que
deseara sabiduría, podría aprenderla
por esta vía.
Tuvo un impulso horrible de tocarse
las orejas y de tironearse el gorro hacia
abajo; lo resistió.
—Se supone que un hombre que
busca tesoros sólo desea dinero para
gastar —prosiguió Talbot—. Existen
otros tesoros. Existe la sabiduría. Hay
medios lícitos para saber dónde se halla
el tesoro.
El verdadero tesoro.
El segundo delito, le había dicho el
juez, no se paga con la picota sino con la
muerte… ¿Cómo había salido de su
boca esa horrible historia y no la
historia que había empezado a contar?
Por un instante no pudo pensar en nada
más. Observó cómo el doctor Dee
recorría las letras de la página en que
estaba abierto su libro. Tomó la copa de
vino que le habían servido, todavía
intacta, y bebió.
—Un espíritu me condujo a ese libro
—dijo—, fue en la vieja Glastonbury
donde lo hallé.
El punzón se detuvo sobre la página,
y el doctor Dee miró de nuevo a Talbot.
—¿En Glastonbury?
El señor Talbot asintió y bebió de
nuevo y aunque el corazón había
empezado a latirle rápido y con
violencia, parpadeó lenta y
tranquilamente ante la mirada del doctor.
—Sí —dijo—, en la tumba de un
monje en Glastonbury. Un espíritu que
conocía me habló y me dijo; me dijo
dónde tenía que cavar.
—¿Habéis cavado? ¿En
Glastonbury?
—Sólo un poquito.
Sorprendido por la violenta reacción
del anciano, empezó a devanar un cuento
circunstancial que ocultaba más de lo
que decía. La parte relativa a
Glastonbury era de todos modos la que
le iba a ser más difícil de contar —y él
lo sabía—, pese a que el espíritu que le
había estado repitiendo la historia una y
otra vez se mostrara muy insistente al
respecto. Todo cuanto el señor Talbot
quería realmente decir, todo cuanto
había en su boca para contar, y que
confundía cualquier otra cosa que pasara
por ella, era el fin de la historia: el
significado: el hecho de que el libro le
había sido confiado (además de una
pequeña vasija de piedra llena de un
polvo cuyo uso él adivinaba, y que tenía
en su bolsillo) sólo para que fuera
entregado a este hombre, traído aquí esta
noche y ofrecido a él. Sabía que así
tenía que ser.
Pero no lo podía decir. Una suerte
de timidez lo dominó, y con la historia
aún sin narrar, no pudo, de pronto, decir
ni una palabra más.
—No no no —dijo el señor
Clerkson—, él quiere decir tan sólo que
lo ha traído para vos. Un obsequio.
Hallado en ese lugar sagrado.
Se atrevió a extender la mano y
empujó el libro una pulgada, en
dirección al doctor Dee.
—Mi gratitud, entonces —dijo el
doctor—, si se trata de un regalo.
—Lo que el señor Talbot deseaba —
dijo Clerkson— era instruirse, con la
ayuda de vuestra eminencia, en materia
de ejercicios espirituales. Por lo que me
ha dicho a menudo, sabe que posee
suficientes aptitudes. Según él…
Sin apartar la mirada del doctor
Dee, el señor Talbot se dirigió a
Clerkson:
—No tengo ninguna necesidad de
que vos me interpretéis.
—Señor Clerkson —dijo el doctor
Dee, levantándose—, ¿queréis venir
conmigo? Tengo los volúmenes que me
solicitasteis, en la estancia contigua.
Hablaré con vos un momento.
Clerkson, siempre sonriendo, salió
con el doctor, echando, al pasar junto a
su amigo, una mirada burlona que podía
significar cualquier cosa. El señor
Talbot tomó las curvas patas delanteras
de la silla con sus largas manos y palpó
su maciza tersura. Echó una mirada en
torno: los libros que se elevaban hasta
el techo en los anaqueles vencidos,
apilados en los rincones y en las mesas,
formando columnas inestables; los
instrumentos ópticos y los globos y el
gran reloj de sol que en ese momento
tenía puesto un solideo de terciopelo del
doctor Dee. Respiró hondo y apoyó la
cabeza en el respaldo de la silla. Estaba
donde había querido estar, y podía
quedarse.
El doctor Dee regresó solo. El señor
Talbot sintió la mirada de sus ojos
redondos, sintió su calor como el calor
del fuego del carbón mineral que ardía
en la chimenea. Al pasar, el doctor cerró
la puerta —Talbot oyó el clic del
pestillo— y se dirigió a un bargueño y
extrajo de él un bolso de terciopelo cuya
cuerda aflojó. Dejó caer de él, en su
mano, un pequeño globo de cristal, del
color de la piel del topo, puro como un
planeta diminuto o una esfera de noche
gris. Lo sostuvo en la mano para que el
señor Talbot lo viera.
—¿Habéis escudriñado en un cristal,
alguna vez? —preguntó. El señor Talbot
meneó la cabeza—. Un joven que
conozco vio algo en esta piedra —dijo
el doctor—. Era un actor y tal vez me
mintiera, pero dijo que hay criaturas que
responden por medio de esta piedra;
sólo que no era a él a quien hablarían;
que aquel a quien la piedra pertenecía
habría de venir más tarde.
Tomó un soporte de metal, semejante
a una garra, y colocó en él la piedra.
—Tal vez —dijo—, si miráis, veréis
el rostro de aquel que os condujo hasta
el libro.
No hubiera podido hablar con más
dulzura, con más mansedumbre; sin
embargo, Talbot oyó, o prefirió oír, un
mandato: Venid, escrutad este cristal Y
al oír un mandato, un mandato que no
admitía negativa alguna, escogió pensar
que todo cuanto derivara del hecho de
que fuera a escrutarlo, de hincarse ante
él y de mirar, no sería culpa suya, sino
culpa de aquel que con una larga mano
blanca le mostraba el cristal en su
soporte y de aquellos que ya le hacían
señas desde el interior del cristal.
No se había dado cuenta de que
estaba llorando.
Cuando el doctor Dee lo tomó por el
hombro, todas las presencias en el
cristal —el navío, el niño, las
potestades, los abismos— fueron
desapareciendo una detrás de otra como
si se distanciara de ellas lanzándose
hacia atrás a través de telones que caían
rápidamente: hacia atrás a través de la
ventana, a través de la bola de cuarzo en
la mano de la niña-soldado, a través de
la hilera de los pujantes jóvenes
vestidos de verde, cuyos nombres,
todos, comenzaban con A (que
parecieron alarmarse por un instante,
azotados por el viento, y se miraron
unos a otros, antes de que una mano —la
del vidente— corriera sobre ellos un
telón brillante, y también ellos
desaparecieran) y cayó de espaldas;
inerme en la estancia del piso alto de
Mortlake y la noche: el globo real de
cuarzo ahumado apareció a la vista y era
su propia mano que lo cubría; estaba
llorando y el doctor Dee lo ayudaba a
levantarse y lo acercaba a una silla.
El doctor Dee lo observaba con
curiosidad, como a una criatura rara y
extraña que acabara de capturar o de
dejar en libertad.
—Me desvanecí —dijo el señor
Talbot—. Justo en ese momento.
—¿Se os dijo algo más? —preguntó
el doctor Dee en tono dulce pero
apremiante—. ¿Se os dijo algo más?
Durante un largo rato el señor Talbot
no dijo nada, sintiendo cómo el corazón
le volvía al pecho. Cuando hubo tenido
tiempo pensar qué debería decir, qué
sería mejor que dijera (no podía
recordar si se le había dicho algo) dijo:
Aquí se os dará ayuda. No e os ocultará
ninguna respuesta. Ellos me prometieron
eso. Estoy seguro.
—¡Oh, Dios! Loada sea su Gracia
para con nosotros —dijo el doctor casi
en un susurro—. Conceder la visión in
chrystallo. He tomado nota de todo.
Un estremecimiento cálido recorrió
al señor Talbot de la cabeza a los pies;
volvió la mirada hacia la piedra en su
soporte sobre la mesa, tan lejana de él
ahora, tan pequeña; esa piedra en la que
había abismos semejantes a sus
profundos abismos interiores. Anael
Anacor Anilos Agobel. Si ahora abriera
la boca, los nombres de otros cien, otros
cien mil, saldrían en tropel.
Abrió la boca, un inmenso bostezo
lo dominó, estirando sus mandíbulas y
bizqueándole los ojos. Rió, y el doctor
Dee también rió, como de un niño
vencido por la fatiga.
Cuando le hubieron dado algo de
comer, y, extenuado, lo llevaron a
descansar a sus aposentos, y Clerkson
fuera despedido de vuelta a casa con su
regalo de libros, el doctor Dee limpió
sus espejuelos y se los caló, graduó su
lámpara, y se sentó una vez mas ante el
libro que el señor Talbot había traído.
Conocía una docena de códigos,
algunos de ellos tan antiguos como este
libro parecía ser. Conocía varias formas
de la antigua escritura críptica frailuna,
conocía los Oghamis de la antigua
Gales. Su amigo el gran mago Cardanus
utilizaba el código enrejado: una página
cuya escritura ha de leerse de arriba
abajo la primera línea, y de abajo arriba
la siguiente, y de arriba abajo la
próxima, para que revele el mensaje
verdadero, oculto en el mensaje falso
que surge de la lectura usual en
renglones de izquierda a derecha; al
doctor Dee le parecía un juego de niños,
y fácil de descifrar.
Todos los códigos, todos los que le
habían sido presentados, podían a la
larga ser descifrados. Sólo había uno,
uno que nunca podía serlo; un código
que él había concebido mientras
estudiaba el magno libro del Abad
Tritemio, la Esteganografía, que
Christopher Plantin encontrara para él
en Amberes años atrás. Un código
imposible de descifrar sería aquel que
no traspusiera letras en otras letras o en
números, que no traspusiera palabras o
frases en otras palabras o frases, sino
que traspusiera una categoría de cosas
—la cosa de que se hablaba
secretamente— en otra categoría de
cosas totalmente distinta. Traduce tus
intenciones a un pájaro hablador, y deja
que el pájaro hable de tus propósitos;
codifica tu mensaje en un libro sobre
autómatas, y el autómata, una vez
construido, rastreará el mensaje con una
mano mecánica. Escribe (era lo que el
Abad había hecho) un libro acerca de
cómo invocar a los ángeles y si lo haces
correctamente, enseñarás a los ángeles a
escribir el libro del Abad, en una lengua
propia, la cual, al ser usada, se traducirá
en obras, milagros, ciencia, paz en la
Tierra.
De una forma más práctica, así era
como codificaba a menudo el doctor
Dee: conservaba un gran número de
frases hechas en varias lenguas, las que
serían sustituidas por las palabras
claves del mensaje secreto. La palabra
«malo» podría ser codificada como
«Palas está bendita de encanto» o «Tú
eres admirada por las mujeres, Astarté»
o «Un dios de gracia entronizado». Si la
misma frase estuviera en griego
significaría una cosa distinta: «corona»,
tal vez, o «sigilosamente». A partir de
estas frases podían construirse
verdaderas ficciones, estaban
concebidas para ensamblar con cópulas
comunes y dar lugar a fantasías
alegóricas largas y tediosas, inteligibles
a medias, y que en realidad significaban
algo breve y fatal: El duque muere a
medianoche. En realidad el gran
problema del método consistía en que la
clave era muchísimo más larga que el
mensaje.
Tarde, de noche, desentrañando una
de éstas, el doctor Dee pensaba a veces:
toda la creación es una ficción inmensa,
ornamentada, imaginaria y espontánea;
si pudiera ser descifrada se obtendría
una única mala palabra.
Esta noche, con este libro empezó
por la primera página tratando de
descubrir un anagrama simple para esas
marcas densas y bárbaras. No encontró
ninguno. Utilizó las veinticuatro letras
del alfabeto, tradujo éstas a números,
ordenó los números como un horóscopo
de signos y casas zodiacales; tradujo el
horóscopo a días y horas y estos
números a letras griegas. El viento cesó.
La luna se puso detrás del cúmulo de
nubes. En uno de los ciento cincuenta
alfabetos cifrados que conocían los
bardos galeses, las letras eran
representadas por árboles; en otro, por
diferentes pájaros; en otro, por castillos
famosos. Un grajo negro llama al
ruiseñor en el espino al pie de la
fortaleza de Seolae. Empezó a llover. El
doctor Dee arrojaba al fuego cada línea
infructuosa de su investigación que
resultaba ser una tontería. Amaneció; el
doctor Dee escribió con letra más
intrincada (tenía cuatro tipos diferentes
de letra, además de una escritura en
espejo) un significado posible para la
primera línea del libro del señor Talbot:

SI ALGUNA VEZ ALGÚN PODER


SOBRENATURAL… CON 3 DESEOS
PARA OTORGAR

Lo cual tenía poco sentido para él.


Pero si volvía atrás —atrás a través de
la selva donde los grajos llamaban en
los espinos, a lo largo de la huella al pie
de la fortaleza, hacia atrás, a través del
Ogham y el griego y los astros y las
letras y los números—, la misma línea
podía leerse de esta forma:

HABÍA ÁNGELES EN EL CRISTAL,


246, NUMEROSOS ÁNGELES

y ello hizo que su corazón se


detuviera un instante y se llenara de una
sangre más rica.
Había ángeles en el cristal; su deseo
iba a serle otorgado.
Se levantó de su banqueta, el alba
gris casi no se distinguía de la noche que
llenaba las ventanas de parteluz. Sabía,
sabía con certeza, que en esta noche
estaba a las puertas, al comienzo de una
gran aventura, una empresa para cuya
realización no estaba seguro de poseer
las energías suficientes, una tarea que no
concluiría con su muerte, sino que
requeriría para ser consumada la ayuda
de toda su vida; y al mismo tiempo sabía
que, según otra lectura, estaba ya de
lleno en ella con alma y vida. Sopló la
lámpara y subió a acostarse.
Cuatro
—Egipto —dijo Julie Rosengarten,
soñadora.
—Egipto —dijo Pierce—, el enigma
de la Esfinge. El poder de las
Pirámides.
—El Tarot.
—La estatua parlante de Mnemon.
—La vida eterna —dijo Julie.
—Sólo que ese país no es Egipto —
dijo Pierce—. No Egipto sino este país,
así. —Con un rotulador dibujó la
palabra en la servilleta e papel que le
habían traído junto con su whisky:

ÆGYPTO
—Me acuerdo de eso, sí —dijo
Julie—. Tengo un vago recuerdo.
—Esa es la historia que yo quiero
contar —dijo Pierce—. Una historia con
la cual me topé de algún modo, cuando
era pequeño, ando casi todo el mundo la
había olvidado; una historia que sale de
nuevo a la luz precisamente ahora, una
historia asombrosa. Y engancha,
además.
—Sí, tengo una vaga idea —dijo
Julie.
—De todas maneras, es una historia
—dijo Pierce—. Si fuera una novela,
ésta sería la «historia madre», ¿no es así
cómo lo llaman? Pero contendría a la
vez una historia todavía más grande.
Sobre la Historia, sobre la verdad.
Julie se inclinó sobre las páginas
mecanografiadas del proyecto de Pierce,
leyéndolo o más bien explorándolo
simbólicamente. Las pecas y el
bronceado estival de sus pechos
palidecían en el interior del corpiño de
su vestido de verano; sus cabellos
habían adquirido una tonalidad de miel
oscura. «¿Dónde están las cuatro
esquinas de la Tierra?», leyó. «¿Cuál es
la música de las esferas y cómo se
ejecuta?». «¿Por qué la gente piensa que
los gitanos pueden adivinar el
porvenir?». Alzó hacia él los ojos, que
también habían adquirido el dorado
color de la miel.
—¿No viviste con una gitana un
tiempo? ¿Qué fue de eso?
—En parte gitana. Por un tiempo. —
Oye: ¿Por qué la gente habla de las
cuatro esquinas de la tierra, Pierce?
¿Cómo va a tener esquinas una esfera?
¿Por qué la gente dice que está en el
séptimo cielo? ¿Qué tienen de malo los
otros seis? ¿Por qué una semana tiene
siete días y no seis o nueve? ¿Por qué es
eso, Pierce?—. No resultó.
Julie volvió a bajar la vista hacia
los papeles.
Se habían abrazado, Julie y él,
estrechamente, en la puerta del
restaurante, al llegar los dos en el
mismo momento, casi atropellándose.
Había una piedra fría en el pecho de
Pierce, había estado allí toda la mañana,
porque recordaba la irrevocabilidad,
incluso la crueldad de las últimas
palabras que le dijera a ella. No
parecían haberla afectado, en aquel
entonces; y aparentemente no habían
persistido en su pecho como persistían
en el de él. Una de las ventajas, tal vez,
de creer en el Destino, consiste en que
éste saca el aguijón de todas las heridas,
los errores, las vergüenzas del pasado;
todo cuanto ha sido. Quemando etapas:
eso era todo lo que Julie reconocería
haber estado haciendo y todo cuanto ella
atribuiría a los demás. Una suerte de
vieja nueva cortesía, extrañamente
seductora. Pierce bebió un trago largo
de su whisky.
—Mira —dijo—. Cuando yo era
pequeño, pensaba, o imaginaba, que
existía un país, Ægypto, que era como
Egipto, pero distinto de él, un país
subyacente o de algún modo superpuesto
a él. Para m› era un país real, tan real
como América.
—Ah, claro —dijo Julie—, los
gitanos.
—Tú te acuerdas. Tú estabas allí.
Tú fuiste mi guía por algunos de
aquellos caminos.
—Dios, cuánto hablábamos.
—Y la «historia madre» —dijo
Pierce— trata de mi país. De cómo
llegué a descubrir que no era yo quien
en realidad lo había inventado; cómo
surgió ese país. Ægypto. —Tocó la
palabra que había escrito—. Descubrí
eso, sí, lo descubrí.
Ella dejó de lado el manuscrito para
dedicarle a él toda su atención, y apoyó
la mejilla en su mano llena de hoyuelos.
Fue en la primavera, después de que
Julie lo dejara, primero por el West Side
y luego por la Costa y México, para no
volver a verlo durante años —una
primavera que por alguna razón había
tenido un algo distinto de cualquier otra
primavera, anterior o posterior—
cuando Pierce tomó la breve biografía
de Bruno de Fellowes Kraft, y empezó a
leerla desde la primera página, algo que
no había hecho en más de veinte años…
—Recuérdame quién era Bruno —
pidió Julie.
—Giordano Bruno —respondió
Pierce cruzando las manos sobre el
mantel que mostraba paisajes de Italia,
la cúpula de San Pedro, la Torre de Pisa
—. Giordano Bruno, 1546-1600. En
verdad, el primer pensador de los
tiempos modernos, el que postuló el
espacio infinito como una realidad
física. Pensaba que no sólo estaba el Sol
en el centro del sistema solar, sino que
los otros astros también eran soles y
también tenían planetas que giraban
alrededor de ellos, tan lejos y mucho
más lejos de lo que la vista puede
alcanzar… infinitamente, en realidad;
infinitamente.
—Hum.
—Fue quemado en la hoguera por
hereje —dijo Pierce—. Y puesto que
había propagado la nueva visión
copernicana de la esfera celeste, ha sido
considerado siempre como un mártir de
la ciencia, un precursor de Galileo, una
suerte de astrónomo especulativo. Pero
lo que en realidad fue es algo mucho
más extraño. El Universo que él veía no
es el que nosotros vemos. Por de pronto,
creía que todos aquellos infinitos astros
y planetas estaban vivos; animales, los
llama. Y que giraban en sus órbitas
porque les daba la gana, todos modos…
Sea como fuere el libro de Kraft
resultó ser en general bastante xxxgar,
todo tomado de fuentes secundarias,
inflado con las impresiones que puede
tener un turista de los escenarios de la
vida frenética de Bruno: el monasterio
de Nápoles, del cual huyó, las
universidades y cortes que frecuentó en
busca de mecenas; Venecia, donde
arrestado; Roma, donde murió. Las casi
doscientas páginas no tenían ni la
exactitud de la ficción ni la vividez de la
Historia, pero al camino Kraft había
divulgado, o encontrado al pasar, u
ofrecido sin decirlo del todo, la clave
no sólo de Bruno sino del misterio que
Pierce procuraba desentrañar.
Qué había sido, se preguntaba Kraft,
lo que impulsara a Bruno, y sólo a
Bruno, a escapar del mundo cerrado de
Tomás de Aquino y Dante y a buscar
fuera de él un universo infinito. No pudo
ser (reflexionaba Kraft) tan sólo el
descubrimiento de Copérnico, porque
Copérnico no postulaba algo tan
aterrador como un espacio infinito,
infinitamente poblado; su mundo
heliocéntrico estaba aún cercado, tan
cercado por una esfera de estrellas fijas
como lo había estado el de Aristóteles.
Bruno siempre insistía en que Copérnico
no había comprendido sus propios
descubrimientos.
No (escribía Kraft), el impulso
debió de surgir de otra fuente ¿de
dónde? Bueno, Bruno parece haber
consultado casi todos los libros
existentes en su siglo, aunque sin duda
no terminaba de leerlos todos. Era
versado en las disciplinas más
esotéricas. Buscaba la purificación de sí
mismo y de su iglesia en las más
antiguas y más ocultas de las fuentes.
¿No habría hallado una vía de escape de
las esferas de cristal de Aristóteles en
las enseñanzas del viejo Hermes, el
Tres-Veces-Grande?
Pierce leyó esta frase y se detuvo.
¿Hermes? ¿Era éste el mismo Hermes
Tres-Veces-Grande con quien Milton
solía contemplar la Osa? ¿No era acaso
una especie de sabio mítico de la
literatura clásica? Pierce no tenía un
recuerdo claro. ¿Qué enseñanzas eran
ésas?
Hermes enseña (proseguía Kraft)
que las siete esferas de las estrellas
encierran como una prisión el alma del
hombre, su heimarmene, su Destino.
Pero el hombre es hermano de esos
demonios fornidos que gobiernan las
esferas; es, como ellos, una potestad,
aunque lo haya olvidado. Hay un medio,
dice el gran Hermes, para ascender a
través de esas siete, sin dejarse engañar
por sus iracundas muestras de
resistencia, de pasar cada una por medio
de un santo y seña que ellos no pueden
desoír; exigiendo, de hecho, de cada uno
de ellos, un don, el don de ascender a la
esfera siguiente; hasta que al fin, en la
octava esfera, la esfera ogdoádica, el
alma liberada percibe la infinitud y
entona himnos de alabanza a Dios.
Hasta aquí, Hermes (escribía Kraft,
Pierce leía). ¿Y si Bruno, iluminado por
el más antiguo y más sagrado de los
mitos, y abriendo el libro de Copérnico
una estrellada noche en París, en
Londres, sumó de pronto uno más uno y
descubrió, en su bullente cerebro, el
enigma ya resuelto? Porque si es el Sol
(y no la Tierra) el que está en el centro,
entonces no hay esferas de cristal que
nos retengan; nunca hemos hecho otra
cosa que engañarnos a nosotros mismos,
nosotros, los hombres, permanecíamos
dentro de las esferas que percibían
nuestros sentidos falibles e insuficientes,
pero que jamás existieron. La clave
para ascender a través de las esferas que
nos cercan consistía en saber que ya
habíamos ascendido, y que estábamos en
camino, en movimiento,
irrevocablemente. No es de extrañar que
Bruno percibiera la inminencia de un
amanecer titánico, no es de extrañar que
se sintiera impulsado a proclamarlo a
través de Europa, no es de extrañar que
riera a carcajadas. La mente, en el
centro de todas las cosas, contiene en su
interior todo aquello de lo cual es el
centro, un círculo cuya circunferencia no
está en ninguna parte y que se extiende
infinitamente en cualquier dirección que
pudiera mirar o imaginar, en todo
instante. ¿Osáis decir que los hombres
son como dioses?, habrían de
preguntarle en Roma los escandalizados
inquisidores. ¿Pueden acaso modificar
la órbita de las estrellas? Pueden,
responde Bruno; pueden, sí, y ya lo han
hecho.
A esta altura, Pierce, saciado, dejó
por un momento el libro, y rió también
él, preguntándose qué habría entendido
de todo aquello el Pierce de doce años;
y cuando lo volvió a tomar encontró una
nota al pie de la página. Si esta
interpretación (decía la nota) que hemos
atribuido a Bruno es la verdadera
enseñanza secreta que ha de ser
desentrañada en los escritos de Hermes
Trismegisto (oh oh, pensó Pierce, ese
nombre), dejamos a otros la tarea de
investigarlo. El lector interesado podría
empezar con Mead, quien escribe:
«Siguiendo por este rayo de la
tradición trismegística, podemos
permitirnos ser llevados hacia atrás en
el tiempo, hacia la más sagrada de las
sagradas sabidurías del antiguo
Egipto».
—Y allí estaba —dijo Pierce—, allí
estaba.
—¿Trisma qué? —preguntó Julie.
—Escucha, escucha —dijo Pierce
—. Aquí viene.
El libro de Mead al que lo remitía
Kraft (y tal vez el Pierce niño, quién
sabe) era inhallable: Thrice-greatest
Hermes, por G.R.S. Mead (Londres y
Benarés; la Theosophical Publishing
House, 1906; tres volúmenes). Su
búsqueda, sin embargo, condujo a
Pierce a algunos sitios extraños, las
tiendas y escaparates de excéntricos y
místicos que él nunca imaginó fueran tan
numerosas, sitios a los que no podía
decidirse del todo a entrar y que, a la
vez, no podía negar que tuvieran alguna
vinculación con el país que él buscaba.
Convencido al menos de que no era todo
producto de su imaginación, se apartó de
sus delirios como de un ritual secreto;
prefirió indagar en sitios mejor
iluminados. Y como en el juego del
gallo ciego, empezó a estar caliente. La
historia de las ideas, Historia de la
magia y la ciencia experimental,
Journal of the Warburg and Courtauld
Institutes, que sí había hojeado en la
Universidad. No cabía duda de que
empezaba a estar caliente. De pronto
había otros en el camino, eruditos más
importantes que él; estaban
descubriendo hechos, estaban
publicándolos. Agradecido, Pierce dejó
de lado la Opera omnia latine de
Bruno, que había hojeado tiempo atrás
en una estantería de la Biblioteca
Pública de Brooklyn, y se internó en las
aguas más superficiales de las fuentes
subsidiarias: y por fin la Universidad de
Chicago le remitió (había estado
esperándolo más ansiosamente, más que
como esperara jamás en su infancia uno
de aquellos anillos talismánicos dorados
para descifrar los planos del capitán
Medianoche) un libro escrito por una
dama inglesa que —Pierce lo supo aun
antes de arrancar del volumen la faja de
papel marrón— había recorrido en
carreta paciente, morosamente su país
perdido, desde las montañas hasta el
mar, y regresado, regresado al frente de
una caravana de extrañas mercancías,
mapas, artefactos y botines exóticos.
—Y ésta —dijo Pierce sintiéndose,
apenas por un instante, como el narrador
desvalido de ese viejo chiste
interminable de los campamentos—,
ésta es la historia que ella cuenta. —
Bebió otra vez y preguntó—: ¿Conoces
la palabra hermético?
—¿Quieres decir herméticamente
cerrado?
—Eso, sí, y además hermético,
oculto, secreto, esotérico.
—Ah sí, claro.
—Bien —dijo Pierce—. Ésta es la
historia:
»Alrededor de 1460, un monje
griego llegó a Florencia trayendo una
colección de manuscritos en griego, que
suscitó gran entusiasmo. Eran,
supuestamente, las versiones griegas de
antiguos textos egipcios —
especulaciones religiosas, filosofía,
fórmulas mágicas— que habían sido
compuestos por un sabio o sacerdote del
antiguo Egipto, Hermes Trismegisto:
Hermes el Tres-veces-muy-grande,
podría ser la traducción. Hermes, por
supuesto, es el dios griego; los griegos
habían establecido una equivalencia
entre su Hermes, dios del lenguaje, y el
dios egipcio Thoth o Theuth, que inventó
la escritura. De las diversas fuentes
clásicas que poseían —Cicerón,
Lactancio, Platón— los primeros sabios
del Renacimiento que examinaron estos
manuscritos pudieron descubrir que el
autor era un primo de Atlas, el hermano
de Prometeo (el Renacimiento creía que
éstos eran seres reales de la
Antigüedad), y que no se trataba de un
dios sino de un hombre, un hombre de la
antigüedad más remota, que había
vivido antes que Platón y Pitágoras, y
quizá incluso antes que Moisés; y que
esos textos eran, por lo tanto, tan
antiguos como los que más en la historia
del género humano. A la llegada de estos
manuscritos egipcios, una agitación
extraordinaria se desató en Florencia.
Ya en la Edad Media habían circulado
rumores sobre su existencia: Hermes
Trismegisto era uno de esos personajes
misteriosos de la Antigüedad, y en el
Medioevo gozaba de la reputación de
ser un gran hechicero, junto con
Salomón y Virgilio; a él se atribuían
varios Libros Negros y tratados, pero
allí estaban ahora los auténticos
originales. Aquí estaba la sabiduría
egipcia anterior a los romanos y los
griegos, anterior quizá a Moisés, y hasta
se especulaba con que Moisés, educado
como un príncipe egipcio, había
adquirido su sabiduría secreta de esta
misma fuente.
»Mira, lo que se debe tener presente
al pensar en el Renacimiento, es que
ellos siempre tenían los ojos puestos en
el pasado. Toda su erudición, todo el
saber que poseían estaba dirigido a
recrear, lo mejor que se pudiera, el
pasado en el presente, porque el pasado
había sido necesariamente mejor, más
sabio, menos corrupto que el presente. Y
por lo tanto, cuanto más antiguo fuese un
viejo manuscrito, tanto más antiguo el
saber que contuviera, mejor había de
resultar, una vez que se lo depurara de
los aditamentos y errores de tiempos
más recientes: cuanto más se acercaran a
la Antigua Edad de Oro.
»¿Te das cuenta de lo apasionante
que ha de haber sido? Se estaba en
posesión de la sabiduría más antigua del
mundo ¿qué te parece? Sonaba a
Génesis; sonaba a Platón. Hermes debió
de ser inspirado por la divinidad para
anticiparse a la verdad cristiana. Platón
mismo ha de haber bebido de esta
fuente. En los diálogos entre Hermes, su
discípulo Asclepio y su hijo Tat, puedes
ver no sólo una filosofía de ideas,
semejantes a las de Platón, sino también
una filosofía de la luz semejante a la de
Plotino y hasta un Verbo encarnado
semejante al Logos cristiano, Hijo de
Dios, principio creador. Hermes se
convertía prácticamente en un santo
cristiano. Un interés apasionado por
Egipto y todo lo egipcio haría furor a lo
largo de todo el Renacimiento.
»Más aún. Esos diálogos egipcios
son intensamente espirituales,
abstractos, piadosos, hablan mucho de
eludir los poderes de los Astros, de
descubrir los poderes del alma para ser
semejante a Dios, pero no hay casi
ningún consejo práctico real para
conseguirlo. Donde había consejos
prácticos, sin embargo, era en aquellos
viejos libros de magia que la Edad
Media había transmitido y atribuido a
Hermes; y, quién sabe, tal vez fuera la
faz práctica de los principios abstractos.
Corrompidos desde luego y
terriblemente peligrosos, pero aun así
contenían el poder de la antigua magia
blanca egipcia de Hermes. Así, pues,
Hermes fue el responsable de que gente
seria se entregara de lleno a la práctica
de la magia.
—Uh —dijo Julie—, Hoh, brr.
Sus ojos habían empezado a adquirir
un brillo que Pierce recordaba. Con un
dedo barría distraídamente el azúcar del
borde de su daikiri. La había atrapado.
—Y también la nueva ciencia —dijo
Pierce—. Si el hombre es hermano de
los demonios y capaz de cualquier cosa,
¿qué puede retenerle ya en el mundo,
qué puede impedirle hacer cosas
prodigiosas? ¿Qué, si la Naturaleza, en
toda su plenitud, puede ser ordenada y
reflejada en el intelecto sapiente del
hombre, como creía Bruno? Yo creo que
Bruno, en verdad, recibió de la lectura
de Hermes el aliento necesario para
adoptar el sistema copernicano, no
porque la idea fuese a todas luces más
convincente, sino porque era más
maravillosa, más prodigiosa, la
verdadera y secreta visión egipcia,
rescatada del pasado.
—Bueno —dijo Julie—, todo el
mundo sabe que los egipcios sabían que
la tierra giraba alrededor del Sol. Lo
mantenían en secreto, pero lo sabían.
Pierce, silencioso ahora, tras su
torrente de elocuencia, la miraba
boquiabierto. A Julie le seguían
brillando los ojos, inteligentes y atentos.
—Y bien, continúa —dijo, y se
chupó el dedo.
—Sí, pero recuerda —dijo Pierce
—, recuerda que entonces no se sabía
casi nada de la cultura y las creencias
del Antiguo Egipto. Incluso antes de la
Era Romana el arte de descifrar los
jeroglíficos había desaparecido: no se
los volvería a comprender hasta el siglo
XIX. Nadie en el Renacimiento sabía qué
era lo que estaba escrito en los
obeliscos, ni para qué eran las
pirámides, nada. Ahora, a la luz de esos
escritos mágicos, semiplatónicos,
intensamente espirituales, ellos
empezaron a estudiar. Jeroglíficos:
deben de ser una especie de código
místico, una narración pictográfica del
ascenso del alma, guías para la
contemplación, quizá hipervalentes
como las manchas de Rorschach o las
cartas del Tarot…
—Seguro —dijo Julie.
—Y las pirámides, los obeliscos,
los templos debían contener, en lenguaje
cifrado, la ciencia egipcia, la geometría
anterior a Euclides, las proporciones
secretas y las propiedades mágicas que
tal vez ahora podrían develarse…
—Claro.
—¡Pero no es así! —exclamó
Pierce, extendiendo las palmas. Un
comensal de la mesa vecina lanzó una
mirada fría en su dirección, una riña de
amantes probablemente, no les hagas ver
que lo has notado—. ¡No es así! Yeso es
lo más extraño y portentoso de todo.
Esos escritos que el Renacimiento
atribuía al dios-rey-sacerdote Hermes
Trismegisto y de los que creían haber
obtenido un cuadro total del antiguo
Egipto, no eran en modo alguno
antiguos. Con toda certeza, no habían
sido escritos por un solo hombre. Ni
siquiera eran egipcios.
»Quienquiera que hubiese escrito los
textos que llegaran a Florencia
alrededor de 1460, no sabía
absolutamente nada, o a lo sumo muy
poco, acerca de la verdadera religión
egipcia. Los eruditos de hoy han
tropezado con enormes dificultades al
tratar de descubrir en ellos siquiera un
rastro del verdadero corpus del mito o
el pensamiento egipcio.
»Ni un solo rastro.
»Hasta donde hoy sabemos, esos
textos son, en realidad, las escrituras de
un culto tardío, helenístico, secreto, un
culto gnóstico la segunda o tercera
centuria después de Cristo. Muchos
florecieron en la Alejandría de ese
entonces, entre los egipcios helénicos y
los griegos egipcianos; Alejandría ha de
haber sido, a la sazón algo así como la
California de hoy, cultos y más cultos,
todo elido en alguno. De modo que si
esas escrituras contienen ideas anticipan
el cristianismo, ello no es ninguna
sorpresa; si recuerdan a Platón, o a
Pitágoras, o a Plotino, no es porque
hayan influido en Platón y en los otros
sino a la inversa. El platonismo, en ese
entonces, estaba en el aire.
»Sí. El Renacimiento cometió este
titánico error. Hubo montones de
razones para ello. Los Padres de la
Iglesia, como San Agustín y Lactancio,
en el período posclásico, habían
hablado de Hermes Trismegisto como si
fuera una persona real, y lo mismo
hicieron Roger Bacon y Santo Tomás de
Aquino en la Edad Media. No había
pruebas extrínsecas que demostraran que
los escritos fueran falsos o que no
fuesen lo que pretendían ser. Había, sin
embargo, abundantes evidencias
internas; y ya a mediados del siglo XVII,
se había demostrado que los textos eran
griegos tardíos (en uno de ellos se hace
mención de los juegos olímpicos, por
ejemplo) pero los entusiastas hicieron
caso omiso; a lo largo del siglo XVII, e
incluso del XVIII, continuaron creyendo
en el Egipto de Hermes. El cuerpo del
egipcianismo esotérico creció
inmensamente. Incluso en el siglo XIX
—después de Champollion, después de
Wallis Budge, después de que saliera a
la luz el verdadero Egipto—, autores
como Mead y los teosofístas, y Aleister
Crowley y los místicos y los magos, aún
trataban de creer en él.
—¡Aleister Crowley! —los ojos de
Julie se dilataron más aún.
—¡Y todo a causa de ese absurdo
error, a causa de esas escritoras
seudoegipcias! A causa de los textos
herméticos ¿te das cuenta? Siempre esa
palabra: hermético, mágico, secreto,
inviolable como la redoma de un
alquimista; a causa de esos textos,
Egipto llegó a significar todo lo místico,
lo cifrado, lo profundo; la antigua
sabiduría perdida; la vieja Edad de Oro,
ahora, tal vez, recuperable, para
esclarecer a los modernos descarriados.
Ésa es la tradición; eso es lo que ha
llegado hasta nosotros en millares de
libros, miles de referencias. Esa
tradición está en el origen de la
francmasonería, por ejemplo, que
siempre hizo gran alarde de su
vinculación con Egipto; y a través de la
masonería ha llegado a los Padres
Fundadores, algunos de los cuales
pertenecieron a ella, y por eso la
pirámide y el ojo de Egipto aparecen en
el Gran Sello de los Estados Unidos y
en el billete de un dólar. De la misma
forma, la Esfinge y los templos y los
sabios sacerdotes aparecen en La
Flauta Mágica, que Mozart compuso
basándose en la tradición seudoegipcia
de su logia masónica.
»Y de algún modo, no sé
exactamente cuál, de algún modo, todo
eso desciende hasta mí. Por alguna
razón, ese país intensamente mágico,
ultraterreno, imaginario, viene hasta mí,
me es revelado, en Kentucky, a través de
libros de una u otra índole, a través del
puro aire, de algún modo. Pero al mismo
tiempo yo conocía la existencia del
Egipto histórico, el verdadero, sobre el
cual se han ido acumulando, con el
correr de los siglos, conocimientos
reales; sabía lo de las momias y el rey
Tut, y Ra e Isis y Osiris y lo de las
crecientes del Nilo y todos aquellos
esclavos cargando bloques de piedra.
De modo que lo que me parecía más
probable era que existieran dos países
diferentes, en cierto modo cercanos uno
de otro, o tangentes entre sí. Egipto. Y
Ægipto.
»¡Y estaba en lo cierto! Hay dos
países diferentes. Uno, el que yo soñé e
imaginé, que también tiene una historia,
como la tiene Egipto, una historia
igualmente larga pero diferente, y
monumentos diferentes, o los mismos
monumentos pero con significados
totalmente distintos; y una literatura y
una ubicación también diferente. Puedes
rastrear la historia de Egipto, más y más
atrás, y en un determinado momento (o
en varios momentos distintos) la verás
bifurcarse. Y puedes continuar con una u
otra: la del libro de historia clásico,
Egipto, o la otra, la soñada. La
Hermética. No Egipto, sino Ægipto.
Porque hay más de una historia del
mundo.
Vació su copa. Un camarero había
aparecido junto a ellos, quizá estuviera
allí desde hacía algún tiempo,
escuchando la perorata de Pierce. Julie,
al fin, apartó sus ojos de Pierce, y miró
al camarero.
—¿Qué tal si pedimos algo de
comer, eh?
—Ésa es la historia que yo quiero
contar —dijo Pierce—. Pero es sólo una
historia, y ni siquiera la décima parte de
ella. Ni siquiera la décima parte.
—Huevos a la florentina, supongo
—dijo Julie—. Sin patatas.
—Ciudades mágicas —dijo Pierce
—. Ciudades del Sol. ¿Por qué fue Luis
XIV el rey Sol? A causa de Hermes.
—Té —dijo Julie— con limón.
—Y hay otras historias —dijo
Pierce—. Otras historias igualmente
buenas. Ángeles, por ejemplo. Ésa es
una historia que quiero contarte. ¿Por
qué te parece a ti que hay nueve coros
de ángeles, y no siete, o diez? ¿De
dónde provienen los pequeños
querubines etéreos las postales de San
Valentín? ¿Y por qué «querubines»? —
Miró camarero, hizo su pedido (su
estómago era un pozo oscuro) y le
mostró la copa que había vaciado—.
Otro —dijo— si es posible.
Cierta luz parecía haberse
extinguido de los ojos de Julie; él iba
demasiado deprisa para ella,
abrumándola. ¿Cómo podría
comunicarlo, cómo? Si no te habían
inculcado una historia, un Renacimiento,
el habitual ¿cómo podías asombrarte al
descubrir esta otra, la fantástica?
—Y podría contarte una docena más
—dijo—. Una docena más.
Sustanciosas, indeciblemente
sustanciosas, las historias y sistemas de
pensamientos falsos que fueran abiertos
para él por los sabios que había
conocido, tan sustanciosas como
extrañas, incluso incomprensibles; esas
historias concebidas de algún modo, en
otro tiempo, e interpretadas por espíritus
supuestamente semejantes al suyo,
enquistadas en libros cuyos miles de
folios, con ilustraciones suprarreales de
perspectiva fabulosa, planos
geométricos y diagramas y versículos
mnemónicos, parecían tratar de
describir un planeta totalmente distinto.
Martín del Río, un jesuita español, había
escrito un libro de un millón de palabras
exclusivamente sobre ángeles.
Pierce desplegó de golpe su
servilleta y se la puso sobre las rodillas.
El planeta perdido, ahora hallado,
fanfarrias y banderas al viento, ésa era
la sorpresa que más deseaba y menos
capaz se sentía de expresar: la sorpresa
no sólo de haberlo encontrado sino la de
haber descubierto que era, por muy
vagamente que fuera, familiar.
—Es como si —dijo—… como si
hubiera habido una vez, en un tiempo, un
mundo totalmente diferente, que
funcionaba de una manera que nosotros
no podemos imaginar; un mundo
completo, con todas sus historias, sus
leyes físicas, sus ciencias para
describirlo, sus etimologías, sus
correspondencias. Y de pronto se
hubiera operado un gran cambio en
todas esas circunstancias, estrechamente
ligado con la invencible imprenta, y los
descubrimientos de Copérnico y Kepler,
y los ideales cartesiano y baconiano de
la ciencia mecanicista y experimental.
Las nuevas ciencias tuvieron un éxito
arrollador, poco a poco barrieron las
estructuras persistentes de la antigua
ciencia, y hasta arrasaron con la en
verdad muy extraña y mágica visión que
tenían del mundo hombres como Kepler.
Newton y Bruno. Todo ese viejo mundo
en el que en un tiempo hemos habitado
es como un sueño, un sueño que hemos
olvidado al despertar, si bien, como
ocurre con los sueños, ha persistido en
el pensamiento de la vigilia; y persiste
aún hoy, todo alrededor de nuestro
mundo, en nuestro pensamiento; de modo
que cada día, en pequeñas cosas, en
pequeñas y extrañas cosas, nosotros, sin
saberlo, pensamos como los hombres
precientíficos, como los magos, los
pitagóricos, los rosacruces…
—Sí, sí, claro, Pierce, pero…
—Así que lo que yo propongo —
siguió diciendo él, alzando la mano para
atajar la objeción— es una especie de
arqueología de la vida cotidiana, una
especie de juego, algo así como la
búsqueda del tesoro, o la cacería de
objetos desechados, rastreando en el
pasado esas antiguas persistencias. Pero
ante todo descubriéndolas; descubriendo
en sus versiones modernas las antiguas
explicaciones mítico-religiosas y
ahistóricas del mundo y luego rastreando
los elementos que las componen hasta
sus primeras manifestaciones, hasta las
fuentes, hasta sus formas primigenias si
es que pueden hallarse, tal como lo hice
yo con mi Egipto, Ægypto, hasta la
puerta del sueño de donde surgieron, la
Puerta del Cuerno.
—Del Cuerno —murmuró Julie—.
Del Cuerno ¿por qué del cuerno, me
pregunto yo?
—Y sabes una cosa —dijo Pierce—,
cada vez estoy más convencido de que
esas falsas historias y explicaciones
mágicas del mundo, cuando realmente
las encuentras y las rastreas y las sigues
hasta la encrucijada, por así decir, hasta
donde toman su propio camino
desviándose de la historia clásica de la
civilización occidental, siempre te
llevan a la misma confluencia: algún
momento entre 1400 y 1700. No las
nociones mismas, no, que son en general
mucho más antiguas; sino las formas en
que llegan hasta nosotros. Porque en ese
tiempo, no sé muy bien por qué, aunque
tengo alguna idea, justo en esa época en
que lo que reconocemos como ciencia
moderna estaba naciendo, hubo también
un enorme resurgimiento y una
codificación de todas las ramas de la
Antigua Sabiduría, y de las imágenes
mágicas y tradicionales del mundo. No
sólo Hermes y Ægypto, sino también
Orfeo y Zoroastro y la cabala judía y el
lullismo (no preguntes) y los
neoplatónicos más enardecidos como
Proclo y Iamblico, que también fue un
gran egipciata. La alquimia, toda ella
reimaginada e inmensamente inflada por
Paracelso, ese imbécil; y la astrología,
recibiendo un gran impulso por los
nuevos métodos de computación; y la
magia angélica, y la telepatía y la
Atlántida…
—La Atlántida —musitó Julie.
—Era como ese momento antes de
despertar en que tus sueños son más
claros y recordables. Un momento en
que todas las historias y las ciencias de
ese otro viejo mundo se manifestaban en
su forma más completa y sorprendente, y
parecían más alentadoras y persuasivas:
justo cuando todo estaba a punto de ser
aniquilado y demolido y olvidado para
siempre…
—No para siempre —dijo Julie—.
Nunca para siempre. —Bueno, tan
completamente que alguien, yo, pudo ir a
la Universidad de Noate y obtener una
licenciatura en estudios del
Renacimiento y tener tan sólo una
mínima visión de la punta de la montaña
sumergida. ¡Aun cuando los más
insignes pensadores del Renacimiento,
los mismos que estaban inventando la
ciencia, pensaran que el gran proyecto
de su época era el de rescatar todo
aquel saber perdido! No descubrir
nuevas formas de sentir, nuevas
ciencias, nuevas máquinas, sino ¡la
Recuperación! ¡La Memoria! El poder
contenido en las teologías antiguas, en
los viejos sistemas mágicos, la ciencia
de Noé, la lengua de Adán. ¡Ægypto!
Los comensales de la mesa vecina
los miraban de nuevo. Pierce se reclinó
en su silla, de la que había estado a
punto de caer, y Julie se inclinó hacia
adelante para oírlo.
—Ægypto —repitió en voz baja.
—¿Y qué clase de cosas —dijo Julie
— podían hacer?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir qué podían hacer
ellos, esos magos. Pierce parpadeó.
—Hacer —dijo—. Bueno, date
cuenta de que esto no tenía nada que ver
con el caldero medieval, los conjuros,
basados todos ellos en el poder del
diablo y de los muertos. El mago del
Renacimiento, más que nada, pensaba,
adquiría poder precisamente por estar
en armonía con la totalidad del universo
y por su conocimiento innato de él.
—Poder —dijo Julie.
—Bueno, poder —dijo Pierce— eso
es lo que ellos suponían. Quiero decir
que practicaban la alquimia. Hacían
talismanes de los planetas para que sus
mentes y sus almas absorbieran las
energías planetarias. Escudriñaban
bolas de cristal y creían ver ángeles.
Bruno imaginó una docena de
complicados sistemas mnemónicos para
memorizar todas las cosas del mundo,
para contener, de algún modo, todas las
cosas. Pero el poder de un mago del
Renacimiento no era utilizado para
enriquecerse, ni para echar maldiciones,
era utilizado pura y simplemente para
saber. Era un sistema de ciencia, con
los mismos fines que el otro tipo de
ciencia, la categoría que nosotros
llamamos Ciencia.
—Sólo que nosotros hemos olvidado
lo que ellos hacían. Lo que podían
hacer. Todo eso fue suprimido, ¿es eso?
—Lo que nosotros hemos olvidado
es toda esta historia —dijo Pierce—.
Todo lo que retenemos de ella son
detalles, impresiones, retazos y
fragmentos dispersos en nuestro
universo mental, como las piezas de una
máquina enorme que ha sido
desmantelada y que nunca se podrá
volver a armar. Gitanos. Ángeles. Los
cuernos de Moisés. La Era de Acuario.
Eso es lo que me propongo, eso es lo
que yo…
—Sí, sí, pero espera un segundo —
dijo Julie—. Quiero decir que todas tus
pequeñas historias acerca de la Historia
son interesantes, y todo lo demás, pero
dime una cosa, dime por qué quieres
escribir ese libro. Cuál es la razón por
la que quieres escribirlo.
Pierce creyó ver una celada en los
ojos de Julie, una celada que no pudo
explicarse.
—Bueno, por la historia en sí —dijo
Pierce, evasivo—. Porque creo que es
una historia fascinante, algo así como un
cuento de misterio intelectual. No estoy
seguro de que sea necesario tener alguna
razón práctica. Quiero decir, la
Historia…
—Lo que pasa es que yo no lo veo,
en absoluto, como un libro de historia
—dijo Julie.
—Bueno, un libro sobre la Historia.
—Ni tampoco como un libro sobre
la Historia. Creo que lo que en realidad
estás escribiendo es un libro sobre la
magia. Sobre la gran tradición perdida
de la magia. Y ése es un libro que yo
puedo vender.
—Bueno, no, pero mira…
—Tú hablabas de una visión del
mundo, perdida —dijo Julie, y con un
ademán impulsivo tomó la muñeca de
Pierce—. Y de fragmentos y piezas de
una máquina desmantelada que nunca se
podrá volver a armar. Bueno, yo no creo
que no pueda volver a armarse.
—Hay eruditos, historiadores, que
están tratando —dijo Pierce—,
tratando…
—¿Y sabes lo que yo creo? —Se
había inclinado muy cerca de él y sus
luminosos ojos claros de verano eran
dos ascuas de puro terciopelo—. Yo
creo que la máquina funcionaba. ¿Y
sabes otra cosa? o que tú también crees
que funcionaba.
Cinco
—Nonononono —dijo Pierce.
—¿Sabes, Pierce? Creo que es tan
maravilloso que me hayas traído a mí
esta idea, precisamente ahora. Creo que
todo es tan oportuno. El momento. El
mundo. Tú. —Levantó el brazo y lo
agitó sonriendo, como si saludara a un
amigo; sus brazaletes, de madera y laca,
se entrechocaron—. Te das cuenta, esa
antigua tradición es tan importante para
mí. Yo creo en ella. Creo en ella. Tú
sabes que creo.
—Parecías creer, en un tiempo. —
¿Qué había hecho? Sacó de su bolsillo
un paquete de tabaco y empezó a liar un
cigarrillo, una costumbre que al
principio intrigara, y acabara por irritar
a la mujer sentada frente a él.
—Ahora lo siento mucho más
intensamente. Hay cosas que han
sucedido; bueno, no importa; algún día
te contaré, pero quizá ni siquiera estaría
aquí si… Bueno, de todas maneras, yo
sé. Se q esas antiguas formas del saber
no mueren ni envejecen. Pueden
volverse clandestinas. Pero siempre
llegará un momento en q gente estará una
vez más preparada para comprenderlas,
y la tradición es descubierta una vez
más. ¿No es eso, en realidad, lo que tú
estás diciendo? El Renacimiento fue uno
de esos momentos. Ahora, es otro.
—Ahora —dijo Pierce.
—¡Claro que sí! Puedes verlo en
todas las cosas. Pierce, si tú no hablabas
de ninguna otra cosa. Si estabas
fascinado. La sincronicidad. Las
recurrencias. La teoría de los actos. La
Era de Acuario. ¿Y por qué, por qué?
—Por qué —dijo Pierce.
—¡Por qué! Porque es el momento,
el ciclo se ha cumplido y…
—La historia no se repite, Julie. No
se repite, avanza en un solo sentido.
—No, pero como tú decías esta
tradición es descubierta una vez mas,
sólo que bajo una nueva forma; y al
rehacerla cambia tu comprensión de
toda su historia —dijo Julie—. ¿De
acuerdo? Eso es lo que significa
recuperarla.
Pierce guardaba silencio, con el
cigarrillo a medio liar contra la lengua.
—Recuperarla como nosotros
estamos haciendo ahora, como lo estás
haciendo tú, significa comprenderla de
una forma totalmente nueva.
—Hum —dijo él, y con un aire
evasivo selló el cigarrillo y lo encendió
—. Hum.
—Porque ¿no crees tú que la ciencia
usual, la que tú dices que desplazó a la
más antigua, está siendo derrotada? ¿La
otra, la antigua, no parece, ahora, en
realidad, más moderna?
—¿En qué sentido más moderna?
—Bueno, qué te parece. Quiero
decir que abarca más cosas, ¿no es así?
Cosas que la ciencia común deja de
lado. La telepatía. La intuición. Otros
caminos de la percepción. ¿No dijiste
que Bruno y no sé quién creían que la
Tierra estaba viva? Bueno, lo está.
—Ecología —dijo Pierce. La idea
acudió a su mente en ese mismo
momento—. Los planetas de Bruno, esos
seres vivos: nuestra tienxxx también era
uno de ellos, pensaba él, en constante
evolución. La gran bestia, y el hombre
una parte de ella. Una Biosfera.
—¡Sí! —dijo Julie—, sí, y qué más,
qué más.
—Bueno, la Mónada —dijo Pierce
—, la idea de que el Universo es una
unidad, todas las cosas están en él
íntimamente ligadas, interpenetradas por
todas las demás, una danza de la
energía. La física moderna habla en esos
términos, es por esa razón que los magos
del Renacimiento creían que la magia
que ellos practicaban podía funcionar; y
por eso que el poder de un talismán
podía reverberar el interior de un
planeta.
—¡Sí!
—La unión del observador y lo
observado —dijo Pierce,
entusiasmándose—. La idea de que el
observador, su estructura mental (ellos
dirían tal vez su intención espiritual),
puede alterar lo que es observado.
—Influencias —dijo Julie,
dispersando con la mano el humo de
Pierce—. Afinidades.
—Un sentido de lo maravilloso, de
lo posible. La electricidad no habría
apabullado a esa gente. Ni los rayos X.
Ni la radio. Los magos creían en la
acción causativa a distancia, pero los
científicos racionalistas de la época la
rechazaron; más tarde se verían en
aprietos cuando Newton la propuso de
nuevo como una de las bases del
universo. Newton la denominó
gravedad. Los magos preferían llamarla
Amor.
—Amor —dijo Julie, y una chispa
súbita floreció en sus ojos; a Pierce
siempre le había maravillado la rapidez
con que podía aparecer—. ¿Ves?
—Sin embargo —dijo Pierce—, es
preciso ser tan cuidadoso, tan cuidadoso
para distinguir…
—Oh, seguro, seguro —dijo Julie, y
la uña escarlata de su dedo pulgar tomó
y soltó las esquinas de las páginas del
delgado manuscrito—. Tenemos que
hablar, tenemos que pensar. Dar forma a
todo esto y enfocarlo. Pero yo sé que
hay gente, montones de gente, ahora, que
desea oír estas noticias. Lo sé. —La
mano del camarero puso, sobre la mesa,
en terreno neutral entre los dos, la
cuenta. La mano de Julie la cubrió—. Y
te lo aseguro, Pierce; yo puedo vender
ese libro. Ahora bien, el de historia, el
de pura historia, no sé.
Concedió al silencio pensativo de
Pierce una larga pausa y prosiguió:
—Oye, Pierce —dijo con dulzura,
casi con timidez—. Sé que esto te
sonará ridículo, pero tengo que irme
ahora y comer otro almuerzo.
—¿Eh?
—Bueno, no creo que coma en
realidad. Pero es tan disparatado. Tanto
de este negocio se hace durante el
almuerzo… y yo he estado fuera tres
semanas, y tengo, por lo tanto, que
recuperar el tiempo. Dos almuerzos por
día. Por qué será, eso, libros y
almuerzos.
—No sé.
—Nunca llegamos a hablar
realmente tú y yo. —Ella lo observaba,
mejilla en mano, y parecía rememorar
una antigua sonrisa que en un tiempo
reservaba para él—. He pensado tanto
en ti en estas últimas semanas. Tantas
cosas. Me preguntaba si habrías
conseguido alguna vez ese tercer
deseo…
—No —dijo él. Había sido con ella
que empezara a elaborar por primera
vez las restricciones y posibilidades de
los tres deseos. No quiso decir que ella,
ella misma, su persona, había sido el
objeto provisional del tercero, el tiempo
en que había estado ausente en
California, el objeto elegido en más de
una tríada de posibilidades—. No,
finalmente no.
—Tal vez ahora —dijo ella— que
estás adquiriendo todos esos nuevos
poderes.
—No para mí —dijo él—. ¿Qué
haría con ellos? ¿Conjuros?
Arrojó su servilleta sobre la mesa y
se levantó.
—Tienes que recordar la única gran
desventaja de la magia práctica, Jewel.
No dio resultado. —También ella estaba
levantándose, pero él la detuvo—.
Siéntate, siéntate un segundo mientras
yo… y luego nos iremos. Un segundo. —
Ella se sentó, serena, delante de su copa
fría, una mano sobre las páginas
mecanografiadas.
Ella no había sugerido que su libro
debiera enseñar prácticas de magia. No.
El significado, la visión del mundo que
lo sustentaba, el sentido que atribuían al
alma: era eso lo que ella había querido
decir. Las prácticas mismas, eso era
demasiado peligroso. Ella conocía más
de una persona que había sido dañada
de ese modo: o que había dañado a
otros.
Pierce se reiría si la oyera decir eso.
Qué tipo extraño. Ella solía
preguntarle: de qué te sirve, Pierce,
elaborar esos deseos, protegerte en
todos los sentidos posibles, si no crees
que puedas realizarlos, y él solía
responderle: creer en eso, Jewel, no los
hace realizables.
Pobre Pierce, pensó, con un
ramalazo de piedad. Crees ser tan gudo,
tan lúcido: como un daltónico a quien no
engaña el color, que él nunca veía era
que esos poderes de los que
precisamente hablaba ahora, no andaban
merodeando por el mundo como perros
callejeros en espera de alguien que
quiera adoptarlos, eran las creaciones
de almas, creadas entre las almas, eran
la creación misma y darles vida era el
uso que podían tener. Si tú puedes crear
un poder así en tu vida, debes crearlo.
Si de alguna manera te ha sido otorgado,
no es porque sí. En esto consiste la
evolución.
Algún día aprenderá, pensó Julie,
aprenderá, si no es en esta vida será en
la próxima o en la siguiente. Es la
misión que le ha sido asignada aun
cuando él no lo sepa: él, que sabe de
tantas otras cosas.
Había una razón para que ella
estuviera allí, no ya la amante de Pierce
sino con las manos apoyadas sobre su
manuscrito. El mundo está cambiando,
evolucionando en formas nuevas y
aceleradas, y su evolución depende
asimismo de la gente, de la gente que da
vida al futuro.
Evolución. Sintió una suave oleada,
como de espuma de mar, a través de las
venas. Durante todo el verano había
oído hablar de esos ruidos, allá en la
costa atlántica, una serie de grandes
explosiones semejantes a estampidos
sónicos, pero no estampidos sónicos. La
TV los había revelado pero no había
podido dar ninguna explicación. Nadie
sabía qué eran. El pequeño grupo del
que Julie formaba parte, un grupo que
mantenía contactos de costa a costa,
tanto por una red de pensamientos y
sentimientos como por teléfono y por
carta, había llegado a pensar que podían
ser, quizá, sólo quizá, la señal de que la
Atlántida estaba emergiendo: por fin
había llegado el momento. En Montauk,
Julie había permanecido de pie, bajo el
tórrido sol, sobre un promontorio, en la
brisa salobre, con la certeza creciente
de que estaba a punto de suceder: de que
la ardiente punta de su pirámide
rompería en cualquier momento la
ondulada superficie del mar, y luego
vendrían sus torres y murallas,
esparciendo agua azul; lo supo, lo supo
sin más.
Y sentía aún esa certeza, del mismo
modo que sentía aún el calor del sol en
sus hombros y la suave tensión de sus
músculos. Ella se lo diría: le diría
además que su certeza misma era parte
de lo que estaba llamando a la
superficie a ese mundo sumergido: como
quien llama a un semejante. Se lo diría.
—Muy bien —dijo Pierce
reapareciendo, con las manos en los
bolsillos y un aire de impaciencia
culpable que ella reconocía—. Muy
bien.
—Muy bien —dijo ella, y puso
encima de la cuenta una tarjeta de
plástico dorado.
Ella tomó un taxi; Pierce volvió a
casa a pie, con el sol de septiembre en
el rostro y la nueva tarjeta comercial de
Julie en el bolsillo (azul noche, y las
estrellas de Escorpio punteadas en
plata); en la menguante exaltación de sus
dos whiskys no hubiera podido decir si
se sentía vencido o triunfante. El retorno
del mago, llevando en sus roanos la
antigua y potente física del pasado, las
doctrinas secretas descifradas, las cifras
de la pirámide, ¿era eso en última
instancia lo que él tenía que vender? En
ese caso, lo vendería. Hubo un tiempo
en que él no pensaba en ninguna otra
cosa, cuando desde la terraza de su
edificio contemplaba las mugrientas
esferas del firmamento girando en torno
a él. Ahora lo veo, lo comprendo: pero
oír esas ideas en boca de otra persona,
no cualificada, capacitada para un nivel
diferente de conciencia, las hacía sonar
al mismo tiempo disparatadas y
triviales, excesivas e insuficientes. Ysin
embargo ¿no eran intrépidos aquellos
antiguos magos, caballeros de Ægypto,
no habían sido héroes? Equivocados
como pudieron estar en casi todo lo que
creían saber con certeza, habían sido
héroes; cuanto más leía Pierce acerca de
ellos, más se convertían en sus héroes.
Un Agrippa, un Bruno, un Cardano, a
punto de tomar la varita mágica, abrir el
libro de Hermes e inscribir extrañas
geometrías en una lámina de cera virgen:
quizá pensaran que sólo estaban
explorando lamas antigua sabiduría, tan
sólo limpiando las ciencias corruptas y
restaurándoles su pureza: pero lo que
estaban postulando era un nuevo cielo y
una nueva tierra, y era igual a la nuestra.
Había diez mil demonios en el cielo
de Bruno: pero pese a todas sus
influencias ocultas, pese a sus
afinidades y simpatías, el universo del
mago operaba en la forma en que lo
hacía no porque Dios o el Diablo
estuvieran interfiriendo en él sino
simplemente porque así eran las cosas.
Era un universo inmenso, incluso
ilimitado, una fusión del espíritu y la
materia en la que estaban ligadas las
percepciones y aspiraciones del mago,
mucho más llena de posibilidades que el
Universo cerrado y pequeño, el mundo
de la ortodoxia animado-por-Dios-y-el-
Diablo, y era natural El verdadero
mago no necesitaba creer en hechicerías,
o en milagros a favor de los creyentes,
porque su universo no sólo era lo
suficiente vasto Para contener las
razones de cualquier hecho prodigioso
que en él aconteciera, sino que estaba
tan lleno de fuerzas, espíritus mundanos,
ángeles (objetos todos ellos tan
naturales como lo son las piedras o las
rosas), que cualquier cosa era posible,
cualquier efecto deseo o de la voluntad
que obrara en el mundo.
Y así, por muy equivocados que
estuvieran respecto de cualquier rasgo
del universo (y podían caer en errores
garrafales y ser, al mismo tiempo, de una
asombrosa credulidad), la magnitud de
su mundo, y el hecho de que no sólo
ignorasen todo cuanto contenía, sino que
aceptasen además con júbilo que era
imposible de conocer, hace que su
pensamiento sea semejante al nuestro.
Y no tan incomprensible, al fin y al
cabo, ni tampoco tan inexpresable.
Bueno, a ver.
En ese preciso instante, Pierce
pasaba debajo de uno de los leones de
piedra que custodian la Biblioteca
Pública, y sentándose en una de las
gradas, sacó de su bolsillo un cuaderno
de notas. El sol brillaba, enceguecedor.
Escribió: «Viajas hacia atrás hasta una
comarca perdida de la que has oído
hablar en tu infancia; la encuentras
incomprensible, rica, extraña; entonces
descubres que es el lugar de donde has
partido».
Oh, qué cauteloso tendría que ser,
qué cauteloso. El tiempo no retorna, no
describe una órbita completa para traer
de vuelta el pasado, lo que describe una
órbita completa es la noción de que el
tiempo describirá una órbita completa y
traerá de vuelta el pasado. Ése era el
secreto que Pierce conocía, el que debía
revelar. El tiempo no gira en círculo
sino en espiral, durmiendo y
despertando; si nosotros creemos
percibir los albores de una nueva Edad
de Oro, ola repetición de una triste
decadencia, o el advenimiento de un
nuevo milenio, es porque ellos crean, en
la percepción misma, todas las Edades
de Oro, todas las decadencias, todos los
renacimientos y milenios del pasado que
aparentan repetirse, oh sí, lo recuerdo,
lo recuerdo: ascendemos a través de las
esferas, que semejan cercarnos.
Despertad, debía decir su libro.
Nada podréis hacer si no os despertáis.
Como Bruno gritando que salía el sol:
despertad.
Bruno mismo tenía que ser el héroe
de su libro; Bruno, con su arrogante
profecía, Bruno con sus infinitudes y sus
planetas, nadando a través del espacio
como grandes bestias plácidas, vivas,
vivas, oh; Bruno, con sus infinitos e
imposibles sistemas de memoria, para
dominar con ellos todo cuanto contenía
al vasto mundo. Una empresa que quizá
no fuera, al fin y al cabo, tan distinta de
la que se proponía Pierce. «La mente, en
el centro de todas las cosas, conteniendo
en su interior todo aquello de lo cual es
el centro». ¡Sí! Pierce también había
sentido eso, todas sus percepción del
pasado apretujadas en su cerebro, como
una película kodachrome fuertemente
rebobinada y a todo color, por
añadidura, porque si la memoria no es
de colores, entonces nada lo es.
Entonces. ¿No podría él hacer eso?
¿No podría acaso alimentar las fantasías
que Julie consideraba vendibles, las que
encendían en sus ojos aquel súbito
destello? ¿No podría hacerlo y que
además le pagaran por hacerlo, y
embarcarse al mismo tiempo en una
aventura diferente, la misma en que
había estado embarcado durante tanto
tiempo; asir, como con una mano, la
verdad de historias indudablemente
falsas, recobrar, como se recupera un
sueño, la lógica onírica de la historia,
porque él mismo la había soñado largo
tiempo y ahora estaba despierto?
¿Podría? Podría y lo haría. Si los
tontos se prendaban de las historias que
él vendería al menudeo, allá ellos; para
sí mismo, él era astuto, y si no sabía
cómo decir una cosa que tuviera el
efecto de otra mucho más calificada,
incluso contradictoria, entonces su larga
formación católica, su costosa
educación en St. Guinefort y Noate, no
le habían servido para nada. Te
agradecemos, oh Señor (blasfemó,
exultante), que hayas ocultado estas
cosas a los ojos de los simples y las
hayas revelado a los sabios.
Ellos no pudieron lograr, al cabo,
que Bruno renunciara a su grandioso
universo, que aceptara a cambio su
mezquino mundo; y así, en el verano de
1600, ese año de números blancos, lo
sacaron de su celda en el Castel de Sant
Angelo y, vestido con la blanca túnica
de los penitentes y sentado de espaldas
en un burro, lo condujeron al Campo dei
Fiori, el campo de las flores (Pierce
imaginaba la campiña cuajada de
capullos primaverales) y allí lo ataron a
un poste y lo quemaron.
Pero Pierce no sería inmolado: no,
aun cuando ambicionara los mismos
poderes, la misma percepción y libertad
infinitas a que había aspirado Bruno.
Ésa era la diferencia entre entonces y
ahora: Pierce no moriría en la hoguera.
—Bueno —le dijo Allan Butterman
a Rosie, invitándola, con un ademán,
sentarse, elegante como siempre con su
traje de tweed y su isa azul como el día
de octubre—. Bueno, veamos.
—Bueno —dijo Rosie, meciéndose
ligeramente en su confortable sillón,
sintiéndose a gusto allí, en su tercera
visita—. Parece que todo marcha y que
a él no le importa.
—¿No le importa?
—Bueno, tuvimos algunas charlas;
en realidad él no quería oír hablar de
nada legal, pero yo quería zanjar la
situación de una vez por todas. Él dijo
que deberíamos hablarlo con más
detenimiento, y que en todo caso no le
gustaba la idea del divorcio sin culpa,
siendo yo quien había hecho abandono
del hogar, así que le expliqué lo que
usted me dijo. Cuáles son nuestras
alternativas.
Con el corazón agitado y la garganta
seca, tartamudeando un poco por
haberlo ensayado en exceso, le había
hecho a Mike su discurso, explicándole
que si no quería o no estaba de acuerdo
en eso del divorcio sin culpa, ella tenía
la intención de querellarlo por adulterio.
El peso terrible de esta declaración, que
al mismo tiempo parecía ingrávida e
ilusoria como la escena crucial de una
película, había puesto fin, por ese día, a
sus discusiones; Mike, diciendo que no
estaba seguro de ser capaz de mantener
la calma, se marchó de la Cueva de las
Roscas, tierra de nadie donde se habían
reunido a una hora poco concurrida.
Este intento de oponer a la estrategia
psicoterapéutica de Mike sus nuevas
estratagemas legales, era un poco como
jugar a piedra, papel y tijera; a veces,
cuando las manos descendían, Rosie
había ganado, otras veces quien ganaba
era él; pero, al menos, no siempre
perdía ella. Había dejado las cosas en
ese punto durante algunas semanas,
sintiéndose como un jugador que ha
apostado fuerte y espera que el
contrincante vea o se retire: sopesaba
esa sensación arriesgada y divertida, la
sensación de tener poder, de estar
apoyada en una pata lo bastante sólida
como para sostenerla. Cuando le pareció
que ya había esperado lo bastante,
concertó esta cita con Allan Butterman y
luego llamó a Mike para obtener una
respuesta: Allan, dijo, sabrá cómo debes
proceder.
Y Mike se había mostrado
razonable. Había perdido, al parecer,
todo interés en atormentarla con este
asunto, como si él no participara del
juego. Había parecido estar —y así lo
había sentido ella cada vez más a
menudo desde su separación—
distraído, no del todo presente, siempre
a punto de dar media vuelta y decir sí sí,
un poco por encima del hombro, la
mirada en otra parte. Rosie creía
conocer la causa, aunque le extrañaba.
—¿La misma mujer? —dijo Allan.
—La misma —dijo Rosie—. Yo
pensé que sería sólo un capricho. Pero
parece que es más que eso. Parece que
él está como embobado. Aunque a decir
verdad, él siempre ha sido un poco bobo
en sus relaciones con las mujeres. —Ése
había sido siempre un punto en favor de
Rosie, que Mike fuera un poco bobo con
las mujeres, y que ella lo supiera, y él
no. Se balanceó en su silla giratoria,
pensativa—. Me pregunto si todavía
estará en su año de Tránsito
Descendente.
—¿Su qué?
—Eso es algo de la Climateria —
dijo Rosie—. Una especie de ciencia
nueva que Mike está inventando. No
puedo decirle gran cosa al respecto,
porque yo misma no lo entiendo, y
porque se supone que no debo hablar
demasiado del tema; es, en esencia, una
idea simple, y él teme que, si llega a
oídos de personas inescrupulosas, se la
puedan robar.
Allan la miraba fijo, como si
estuviera considerando algo distinto de
la Climateria.
—Es algo así como que la vida está
dividida en períodos de siete años —
prosiguió Rosie, queriendo al menos
convencer a Allan de que no estaba
diciendo tonterías—. Cada séptimo año
uno llega, como quien dice, a una
meseta, en la que está perfectamente
seguro de sí mismo y tiene un buen
dominio de las cosas. Luego, uno
desciende poco a poco, como en una
parábola, a lo largo del año de Tránsito
Descendente; después se toca fondo, y
hay un año de Tránsito Ascendente y por
último, de nuevo, la meseta, siete años
más tarde. Psicológicamente.
—Uhú —dijo Allan.
—Y en realidad parece que funciona
—dijo Rosie—. Se la puede trazar como
una parábola.
En cierto modo había funcionado;
describía la vida de Mike mejor que
cualquier otra vida a la que él la hubiese
aplicado; pero Rosie recordaba haber
visto sus propios altibajos reflejados
con bastante verosimilitud en el cuadro
que Mike había trazado para ella, poco
después de que inventara el Método,
como siempre lo llamaba, con esas
mayúsculas audibles. Recordó el
entusiasmo de Mike, su pasión incluso, y
su propio asentimiento sorprendido,
noche de invierno, años atrás…
Con una ola de angustia inesperada,
como a merced de una area
intempestiva, la invadió una súbita
congoja, y se tapó los ojos, reprimiendo
un sollozo.
—Oh, santo Dios, por favor, no —
dijo Allan.
Ella miró a su abogado; su rostro era
una horrorizada máscara de Piedad. Su
propio oleaje de sentimientos se replegó
ante el de Allan.
—Uff —dijo, moqueando—. Perdón,
perdón, ¿por qué ha pasado esto?
—No, no —dijo Allan—, por Dios,
es que es tan desagradable.
Ella se echó a reír. Había, en su risa,
rastros del llanto interrumpido.
—No es nada, no es nada —dijo—.
¿Tiene usted un pañuelo?
Él le tendió una caja.
—No se reprima, no se reprima, y
llore —dijo—. Ese imbécil.
—Allan —dijo ella, sonándose la
nariz—. De veras, estoy bien. Serénese.
¿Qué hay que hacer ahora?
—Ésta es exactamente la razón por
la que yo no acepto divorcios —dijo
Allan masajeándose la frente—. En
verdad, no puedo soportarlos.
—Vamos —dijo Rosie—. Vamos…
Allan carraspeó vigorosamente, y
sacó un anotador amarillo y uno de los
lápices nuevos de puntas siempre
afiladas (nunca romos ni cortos, ¿qué
haría con los usados?) y se tironeó de la
oreja.
—Bueno —dijo—, bueno. Lo que
tenemos que tratar de hacer ahora es
llegar a un acuerdo, usted y Mike, y el
abogado de él y yo, sobre varios
aspectos relativos a su vida con Mike, y
procurar que sea lo más aceptable
posible para ambas partes, lo
suficientemente simple como para que
hasta el juez pueda comprenderlo.
»Así que, veamos, haremos una lista.
Ante todo, está la custodia de… de…
—Sam. Samantha. Yo la obtendré.
—Ajá. —No anotó nada—. ¿Y
Mike?
—Estoy segura de que Mike no
querrá la custodia, aunque en realidad
no lo hemos aclarado.
—Ajá.
—Quiero decir que, para mí, eso
está claro.
Allan la obsequió con una sonrisa,
una sonrisa de aprobación casi
profesional y escribió.
—Bueno. Y también tiene que poner
en claro cuestiones tales como los
derechos de visita, manutención, algún
tipo de acuerdo sobre seguro de vida,
escolaridad, y quién informa a quién
cuando la niña va al dentista, al
hospital…
—De acuerdo.
—Puesto que todavía están en
conversaciones —dijo Allan—. Si
deciden los abogados, cuesta más, y a lo
mejor llegan a un arreglo que no le gusta
a nadie más que a ellos.
—De acuerdo. De acuerdo. —Su
corazón se desbordaba—. Sam.
—¿Manutención? —dijo Allan—.
¿Trabaja usted actualmente?
—Trabajaba —dijo Rosie—.
Enseñaba arte en la Escuela del Sol.
—Ah, sí.
—Pero, por lo visto, ya no me
necesitan.
Al parecer, la escuelita alternativa,
alojada en un pequeño molino
reformado en Stonykill, estaba por
cerrar, sucumbiendo en medio del
desorden y las recriminaciones.
—Si es posible —dijo Allan—,
sería mejor que usted siguiera sin
empleo. Hasta después de la sentencia.
—Trazó una línea a través de su
anotador—. Muy bien, bienes a
repartir…
—Nada, nada, en realidad —dijo
Rosie—. Una casa, pero el hospital
pagó el anticipo y tiene la hipoteca, así
que… Y aparte de eso, cosas, sólo
cosas.
—Cosas —dijo Allan, meneando la
cabeza—. Cosas.
Esa forma de hablar tan suya, como
si cargara cada palabra con un gran
sentimiento: Rosie suponía que debía de
ser algo así como una táctica; o un
efecto del que no tenía verdadera
conciencia. Aunque tal vez no, tal vez
sintiera de verdad las angustias y los
dolores de sus clientes tan
profundamente como parecía: tal vez,
igual que un avezado levantador de
pesas, era capaz de soportar una carga
más pesada que la mayoría de la gente.
Un mechón había saltado de su pelo
negro engominado, y sus ojos estaban
tristes otra vez. Rosie se dio cuenta, de
pronto, de que Allan le caía muy bien.
—No me importa —dijo—, de
veras, no quiero nada de todo eso.
—Claro —dijo Allan—. ¿Sabe
usted? Antes, cuando yo hacía muchos
divorcios, todos decían siempre «no
quiero nada, que se lo quede ella», «que
se lo quede él»; y sabe usted cuál era
siempre la causa de todas las terribles
discusiones, de todas las penurias: las
cosas.
—¿Usted está casado? —preguntó
Rosie.
—Yo me sentaba aquí y escuchaba a
la gente afligirse por un coche, un
televisor, joyas, un miserable juego de
sillas de jardín, y pensaba: qué
mezquina puede ser la gente. ¿No
pueden superar todo eso? ¿Acaso el
amor no significaba, para ellos, más que
esos detalles materialistas? Tardé algún
tiempo en comprender que el amor está
en los detalles. En los libros y los
discos y el estéreo y descapotable. El
amor siempre está en los detalles. Y
también el dolor. —Sus ojos, más tristes
aún, estaban fijos en ella, y sus manos
blancas cruzadas delante de él—. No
estoy casado —dijo—, es una larga
historia.
—He estado preguntándome una
cosa —dijo Rosie, empezando a
balancearse de nuevo en su silla—. ¿El
viejo castillo, sabe, allá en el medio del
río, en la isla…?
—El Butterman.
—¿Fueron ustedes quienes lo
construyeron? Su familia, quiero decir.
—Bueno, algo así. Un pariente
lejano, nunca lo averigüé del todo.
—Tengo entendido que es de mi
propiedad. Que es propiedad de mi
familia.
—Creo que sí.
Ella sonrió.
—No será parte del arreglo —dijo
Rosie, y Allan se rió: era la primera vez
que lo veía reír—. Lo que siempre he
querido hacer —dijo— es ir allí y
entrar, nunca lo he hecho.
—Ni yo.
—¿Quiere ir, algún día? —Se estiró
en su silla—. Como abogado de la
familia, yo qué sé.
Allan tamborileó con el lápiz sobre
el parche de cuero de su escritorio.
—Quisiera darle un consejo que
quizá le extrañe. Usted sabe que, aun
cuando este proceso sin culpa dé
resultado, tendrá que pasar alrededor de
un año desde la fecha del juicio hasta
que el divorcio le sea concedido
definitivamente.
—Oh, Dios Santo. ¿De veras?
—Seis meses después del juicio,
usted obtiene una sentencia nisi. Nisi es
una palabra latina que significa «a
menos que». A menos que surja algún
imprevisto. Luego hay un período nisi,
seis meses más para que ustedes, los
interesados, reflexionen y decidan tal
vez, retractarse.
—Hum.
—O lo que es más importante,
presentar objeciones al acuerdo.
Objeciones como que la otra parte ha
actuado de manera fraudulenta, o que
han salido a la luz nuevos elementos de
juicio. Nuevos hechos, por ejemplo, que
permitan una correcta decisión acerca
de la custodia.
Rosie no dijo nada.
—Las personas, al principio, no
siempre saben muy bien lo que sienten
—dijo Allan, con dulzura—. Pueden
cambiar de parecer. Y si cambian de
parecer, y si quieren hacer algo distinto
de lo convenido al principio, buscarán
motivos para presentar una objeción. Y
tienen todo un año para buscarlos
¿entendido?
Rosie empezaba a comprender; bajó
los ojos, sintiéndose reprendida.
—Lo que quiero decir —dijo Allan,
con mayor dulzura aún— es que si lo
que usted desea es la custodia sin
complicaciones, y eso es lo que ahora
puede obtener, mi consejo es que sea
usted una madre separada modelo, hasta
que salgan esos papeles definitivos. Si
necesita saber qué significa ser una
madre modelo, se lo diré claramente. Y
si no puede ser una madre separada
modelo, si no puede serlo, en ese caso,
Rosie, tendrá que ser una madre
separada sumamente cautelosa.
Ese día, antes de abandonar el
pueblo, Rosie se detuvo en la biblioteca,
para devolver la última novela de
Fellowes Kraft y sacar otra. La que
devolvió era La corte de sangre y seda;
la que eligió, sin pensarlo demasiado, se
titulaba Un lance de honor, y tenía en la
cubierta un paisaje marino, galeones, y
una rosa de los vientos. Cuando salió de
las Jambas, la tarde otoñal declinaba
aceleradamente.
Las cosas, pensó: los coches y la
casa y las menudencias, todo eso para
discutir. Ningún matrimonio podía
liquidarse antes de hacerlo. Hum. Pensó
que Mike, probablemente, haría de todo
aquello un problema. Mike era un
Capricornio, se apegaba a las cosas, y la
sola idea de tener que desprenderse de
ellas le costaría siempre largas
reflexiones. Rosie, en cambio, por más
que en el fondo de su alma pudiera
esconder un par de pendientes o una caja
de marquetería, siempre prescindía de
las cosas: la vida —pensaba a veces—
era una carrera de obstáculos, sembrada
de cosas que había que saltar, esquivar,
perder y dejar atrás. En su carta natal
(todavía dentro de su sobre de manila,
ahora un poco arrugado, el asiento
contiguo), la segunda casa, Lucrum
(«como lucrativo» decía Val, «dinero,
posesiones, empleos, esa clase de
cosas») estaba vacía de planetas
autoritarios.
El sol se puso, dejando en el
límpido cielo del poniente una luz
crepuscular, lavanda y ocre. En las
montañas, por encima de la cadeneta de
Rosie, paseaban los venados, cebándose
con las manzanas de los antiguos
huertos; abajo, en el río, las hojas
muertas flotaban derivando hacia el sur,
amontonándose como alfombras
coloridas en los remolinos y en los
remansos y en la playa del pequeño
recreo de Spofford. Al caer la noche,
una banda de estorninos migratorios, que
regresaba a las torres del Butterman, se
desplegó como una bandera en el aire,
por encima del castillo, que chasqueó,
como a merced del viento, antes de que
las aves se posaran para descansar.
A la luz de la lámpara, Rosie leía
Un lance de honor, una historia de
bucaneros en las costas del Caribe. Ese
personaje, el mago que tomaba
fotografías a Shakespeare en Manzanas
mordidas, el mismo cuya bola de cristal
le había mostrado Boney, aparecía aquí
prestando mapas a sir Francis Drake,
confabulando con la reina contra los
españoles. Rosie se preguntaba si todos
los libros de Kraft serían en realidad
secciones de una misma historia,
recortadas y ofrecidas individualmente,
como un pintor paisajista podría
parcelar un gran paisaje en muchos
otros, pequeños, y enmarcados uno por
uno. Los ingleses derrotaban a los
españoles, pero el rey de España,
rumiando como una araña en su palacio
mágico, planeaba venganza. Rosie lo
devolvió (tarde y descolorido por la
lluvia, Sam lo había dejado a la
intemperie) y eligió otro.
A la larga los leería todos; los leería
en la sala de espera de Allan Butterman
y en las salas de espera del juzgado y en
el despacho del administrador (los
asuntos de su familia en diáspora eran
una maraña impenetrable). Los leería de
pie en las colas del banco y del registro
de vehículos. Se los leería a Sam para
hacerla dormir, ya que prefería el
murmullo apacible de la voz de su
madre, diciendo cosas de adultos, a
cualquier historia que ella misma
pudiera entender. Los dejaría de lado
cuando los párpados le temblaran por
cerrarse, a menudo después de
medianoche, y los retomaría al
despertar, demasiado temprano para
levantarse, antes que la señora Pisky, o
incluso Sam, estuvieran en pie.
Sin embargo Rosie no era, en
verdad, una gran lectora;
cuantitativamente, no había leído mucho
en su vida; en épocas normales un libro
voluminoso, un cuento largo, no ejercían
en ella ninguna atracción especial. Sólo
en ciertas épocas, como si fuera una
antigua fiebre contraída en la infancia y
que le recurriera periódicamente, le
daba por leer; y cuando le daba, le daba.
Era una evasión: eso lo tenía muy claro.
A menudo había sabido con exactitud de
qué quería escapar, aunque no durante su
primer año de casada, el año de John
Galsworthy, y no había comprendido en
absoluto el primer acceso, en cierto
sentido el más grave, el año en que su
familia se trasladó al Medio Oeste y
Rosie recorrió, sucesiva y
confusamente, no sólo las obras
completas de Nancy Drew, sino también
todo Míster Moto, y la sección
Biografías de una biblioteca de barrio;
leyendo vidas que no le parecían
materialmente distintas de las ficciones,
enterándose de hechos que nunca
olvidaría del todo ni recordaría con
exactitud, acerca de Amelia Earhart, W.
C. Handy, Edward Payson Terhune,
Pearl Mesta, Woodrow Wilson y una
legión de otros. Ese año iba y venía sin
cesar, llevando en su vida otra vida, la
que estaba dentro de los libros, y la que
le tocaba más de cerca. Su existencia
estaba dividida en dos: leer y no leer,
tan completa y necesariamente como
estaba dividida en dormir y estar
despierta. Emitir juicios críticos sobre
aquello que leía le hubiera parecido tan
extraño como emitirlos sobre la vida
real. La atrapaba o no la atrapaba;
cuando la atrapaba, no sabía decir por
qué. Nunca, en su intenso período de
lectura de historias de misterio, se le
había ocurrido tratar de imaginar qué se
proponía el autor, cuál era la solución;
en una ocasión pensó,
retrospectivamente, que, en realidad,
ella no había comprendido inicialmente
que esas historias que le gustaban eran
de misterio, que cada una tendría una
solución; de haber leído alguna que no
la tuviera, no se habría sentido
necesariamente estafada. Lo que en
realidad le gustaba de ellas, pensó, era
lo mismo que le había gustado de las
biografías: que sólo avanzaban en una
dirección.
Había un tipo de novela que no lo
hacía, y eso la inquietaba: un tipo de
novela que daba la impresión de que
había que llegar a la mitad, o a las dos
terceras partes, para entonces, empezar
a retroceder hacia el principio. Todos
los incidentes y personajes que
aparecían en la primera mitad, aquellos
que creaban la historia, aparecían
(algunas veces incluso, en un orden más
o menos invertido) para completar la
historia, como si la segunda mitad o el
ultimo tercio del libro fuesen la imagen
especular de la primera, con el final
exactamente igual al comienzo, salvo
que era un final, era que no se parecían a
la vida; Rosie no sabía si lo hacían o no;
pero si lo hacían, entonces acaso
también la vida tuviera una mitad espejo
y su dirección en un solo sentido era
ilusoria; y si Rosie no lo sabía, quizá
fuera tan sólo porque ella no había
entrado aún en la parte ulterior, en el
precipitado tramo de regreso de su
propia existencia.
Una vez, cuando eligió una novela en
una librería de libros usados, había
encontrado, pegada a la solapa, una
reseña crítica del libro, ya amarillenta.
Al crítico parecía gustarle el libro, pero
encontraba la trama un tanto mecánica.
Cuando Rosie la leyó, encontró que era
una de aquéllas con un tercio final en
espejo. De modo que lo que ella había
estado percibiendo todo el tiempo (lo
advirtió con sorpresa) era eso, trama,
algo que ella podría haber dicho que
tenían las novelas pero no las
biografías, sin saber con precisión qué
quería decir con esto. Y ahora lo sabía.
Y sin embargo no sabía aún en qué
medida las vidas se parecían a las
novelas por el hecho de tener tramas, de
tener simetrías, de estar divididas en
dos partes, el largo camino de ida y el
más rápido camino de regreso. Por
cierto, había algo mecánico en esta
imagen; pero no había manera, todavía,
de saber si la vida era o no, en realidad,
mecánica y simétrica. Claro que cuando
se sentaba con una novela de Kraft en la
falda, esperando en oficinas para seguir
los trámites de su divorcio de Mike,
aquélla no parecía ser una cuestión
académica; pensaba que ella muy bien
podía estar justo a mitad de camino de
su propia historia (si tenía una marca a
mitad de camino) y que por lo tanto,
lejos de estar zafándose de su marido,
tan sólo estaba estableciendo las
condiciones de las ulteriores e
ineluctables apariciones de él en la
historia. Que al fin y al cabo era también
su historia.
Kraft no era una gran ayuda. Pese a
que el rodar de la Historia siempre
avanzaba en sus libros (con ruidos y
murmullos casi audibles), del pasado
remoto a un pasado más reciente, todo
en una misma dirección, las historias
que contaba tenían a menudo la
estructura especular de una trama.
Manzanas mordidas tenía esa
estructura: en el centro mismo de la
historia, el mago o el científico trazaba
el diagrama del horóscopo del joven
Will y situaba sus planetas, y decía que,
a menos que se decidiera a volar hacia
las estrellas, no haría carrera en el
teatro como actor. Ya partir de ese
momento, escena por escena, el libro
retrocedía todo su camino con gran
precisión. Ella lo adivinó (y dijo oh no,
no puede ser, en voz alta, con cómica
desesperación, durante el desayuno, de
modo que Boney levantó la cabeza para
saber por qué protestaba) tan pronto
como Simón Hunt, el antiguo maestro de
Will en Stratford, que había escapado
furtivamente para tomar los hábitos,
apareciera una vez más ante Will en
Londres.
Ahora era Hunt el que estaba en
peligro, el cazador cazado, un jesuita, su
cabeza puesta a precio. Will, aunque
tentado de delatarlo sólo por un
momento bochornoso, salva al
aterrorizado sacerdote ocultándolo en un
momento crítico, a la vista de la patrulla
de Walsingham: en el escenario,
haciendo el papel de un monje ridículo
en una comedia antipapista, arrastrado
por los diablos a las profundidades del
infierno.
Buena escena para una película,
pensó Rosie.
Y al final Will iba de gira por las
provincias y regresaba una vez más a
Stratford, a orillas del Avon, se sentía
viejo a los diecisiete años, y conocedor
del mundo, y creía acabada su carrera
de cómico. La última, larga escena con
su mortificado padre, tan a la misma
distancia del final del libro (hasta casi
el mismo número de páginas) como la
primera entrevista lo estaba del
comienzo. Vuelve a casa, Will.
Perdóname; perdóname.
Y sin embargo —Rosie se
preguntaba cómo lo lograba— no había
en esta perfecta simetría de escenas la
opresión que había sentido en otros
libros; era, de algún modo, estimulante.
Quizá fuera sólo su propio
conocimiento, adquirido fuera de estas
páginas, de la Historia ulterior, la que
ninguno de los personajes del libro
podía conocer. Ni John Shakespeare, ni
James Burbage (al decir adiós a Will
junto al carretón, en la taberna de
Stratford, enjugándose apenado una
lágrima, pero pensando que por fin se
sacaba de encima a ese joven
desgarbado) ni el propio Will
Shakespeare, volviendo a casa por la
calle Mayor del pueblo.
Era hora de sentar cabeza; hora de
aprender el oficio de su padre: un oficio
honrado, aunque nada apasionante, que
podría mantener a un hombre hasta su
muerte.
Que podría mantener —Will sintió
henchirse su corazón, aunque sus
grandes pies sobrios sonaban normales
en la calle Mayor— que podría
mantener una esposa e hijos. Una esposa
de ojos oscuros del pueblo de Stratford.
Y si trabajaba con tesón, algún día
podría borrar de la larga memoria del
pueblo su aventura en Londres, y ganar
para sí el nombre de buen ciudadano, —
un crédito para Stratford— incluso, tal
vez, el de caballero.
Will llegó hasta la puerta de su
padre, la mano en la empuñadura de una
imaginaría espada de caballero en su
flanco. En la posada, los cómicos de
Burbage montaban el escenario para la
vieja representación de César apuñalado
en el Capitolio.
Oh, de cajón, de cajón, pensó
Rosie, casi riendo de gozo; porque al
pie de la última página, en grandes
mayúsculas, no decía «fin» sino
COMIENZO
Seis
Uno de los corderitos había muerto,
como un terrón mojado yacía junto a su
madre, que lo hocicaba aturdida. Un
poco más lejos en el cobertizo, una
oveja había muerto al parir: a su lado,
un corderito vivo intentaba mamar.
Spofford levantó su farol, a cuya lumbre
su aliento formó una nubécula, y contó
las crías cuidadosamente, tan fatigado
que a duras penas podía llevar la cuenta.
Los demás estaban bien. En resumen: un
corderito muerto, su madre repleta de
leche; y un corderito sin madre. Pero la
oveja no quería darle de mamar al
huérfano; un instinto, un olor, algo le
impedía hacerlo. Y el corderito huérfano
se moriría de hambre, a menos que
Spofford empezara ahora mismo a
alimentarlo.
O podía probar un método más
antiguo, del que alguien le había
hablado, quién, no recordaba quién; le
flotaba en la mente la borrosa imagen de
un viejo pastor que lo había aprendido
de otro s viejo que él, y así, hacia atrás,
a través de los años. Bueno, muy bien.
Abrió su cortaplumas, y, trabajando
con rapidez, casi automáticamente, como
si ya lo hubiera hecho antes muchas
veces, desolló por completo al corderito
muerto, arrancándole la piel húmeda y
fina. Cuando la tuvo en su mano, levantó
al huérfano, y después de envolverlo en
el triste harapo de la piel de su primo, lo
depositó junto a la madre del corderito
muerto.
La madre lo examinó hasta donde
pudo; lo hocicó y creyó que era el suyo.
Ante la insistencia del corderito
disfrazado, lo dejó mamar: que viva.
Mira por dónde, se maravilló
Spofford, ensangrentado, hasta los puños
de su chaqueta, de piel de oveja.
Mira tú…
—… por dónde —dijo en voz alta,
despertándose.
No era una noche de febrero, tiempo
de parición, sino una mañana de
diciembre. Había nevado durante la
noche, la primera nevada del año; un
blanco resplandor llenaba el almiar de
su cabaña, de modo que supo, sin
necesidad de levantar la cabeza, que
había nevado.
Caray (pensó, estirándose) algunos,
a veces, parecen tan reales. Tan reales.
Se incorporó y se rascó la cabeza
con las dos manos. Su chaqueta de piel
de oveja colgaba limpia del perchero.
Se rió a carcajadas, era un buen truco, el
del corderito. Se preguntó si resultaría.
Jamás, hasta donde podía recordar, lo
había oído mencionar, aunque de niño
había alimentado de su mano a un
corderito huérfano. Por cierto que el
viejo pastor a quien, en el sueño,
recordara explicándoselo (mejillas
como manzanas, pipa como un muñón, y
pelo como lana de oveja) no era nadie
que él conociera en la vida cotidiana,
una pura ficción.
Mientras desayunaba decidió que
preguntaría a algunos criadores de
ovejas de la región si ese truco podría
surtir efecto. Si se trataba de un truco
viejo y conocido.
¿Y si lo fuera?
Mientras se lavaba, tomó una
segunda decisión. Éste parecía ser un
día cargado de significados: ese sueño,
esa luminosidad de la nieve y ciertos
abismos suyos que parecían, sólo por
hoy, abiertos y explorables. De modo
que una vez terminadas sus tareas iría al
Albergue a visitar a Val, algo que quería
hacer desde hacía tiempo: mientras se
escarbaba los dientes con una espina de
trucha que guardaba a tal fin, bosquejó
mentalmente qué preguntas le haría: qué
consejos necesitaba y sobre qué asuntos.
El Albergue Lejanas, de Val, en Las
Ánimas, cerraba durante el invierno. Val
siempre describía este cierre como si
fuera ella misma quien se cerraba
durante tres meses; «Estaré cerrada el
día de Acción de Gracias», decía,
«estaré cerrada hasta la Pascua». Y en
cierto sentido, también Val estaba
cerrada. Tan pronto como una nevada de
cierta envergadura empezaba a caer, ella
dejaba de conducir; su escarabajo (en el
que la corpulenta Val cabía a duras
penas, como un gran payaso en un coche
diminuto en el circo) se convertía en un
informe montículo blanco sobre el
camino de entrada, y sólo cuando había
perdido su disfraz de muñeco de nieve
en primavera, ella volvía a ponerlo en
marcha; mientras tanto, ella (y su vieja
madre, que también vivía en el
Albergue) dependían del teléfono, de la
buena voluntad de quienes pasaran por
su camino, y de cierto talento para la
hibernación, una habilidad para vivir de
los placeres, ocupaciones, chismes y
noticias del verano como de una reserva
de gordura acumulada. Hasta su reserva
de gordura física parecía encogerse un
tanto, a medida que los días se
alargaban rumbo al equinoccio.
El Albergue es una construcción de
madera blanca, de dos pisos, a la vera
del río Sombra, casi inhallable entre dos
caminos de tierra, su letrero y sus
accesorios absolutamente idénticos
desde hace treinta años. Lo que Spofford
se había preguntado muchas veces, sin
que nunca encontrara una forma discreta
de averiguarlo, era cuándo el Albergue
había dejado de ser un prostíbulo. Que
lo había sido en tiempos no demasiado
lejanos, lo había deducido de varias
insinuaciones de gente del lugar, de la
disposición general de la casa (el bar y
el restaurante al frente comunicados con
la salita del apartamento de atrás, y
varios cuartos pequeños ahora
desocupados en el piso de arriba y un
ala a la sombra de los pinos); y además
del carácter de la madre de Val, Nanna,
y a quien, ahora retirada y funcionando
principalmente (según Val) como la cruz
que ella debía soportar, Spofford podía
imaginar fácilmente como una madama
de campaña: aunque nunca hubiera
conocido (no u esta campaña) una
madama de campaña. Hoy en día era
proclive a ciertas comunicaciones
especiales con Dios y a contar grandes
Patrañas acerca de su pasado que hacían
que Val refunfuñase y le hablara con
rudeza. Nunca habían vivido separadas.
—Mañana estará derretida —dijo
Spofford—. Pero de todos modos he
traído estas cositas. Ponías en la
despensa. —Había provisiones,
golosinas, y el cartón de Kent que ella le
había pedido, y una bolsa de cuerda
llena de naranjas.
—¿Han limpiado algún camino? —
dijo Val. Tenía una muy vaga idea de las
realidades del invierno, pero le
encantaba hablar de él—. ¿No? ¿Y te
has venido hasta aquí con todo esto? Oh
Dios, qué bruto tan valiente.
Spofford se echó a reír.
—No hay nieve suficiente ni para
llenar las estrías de las cubiertas, Val.
Ella le sonrió, adivinando la
intención de este gesto de modestia, y
mostró las cosas a su madre.
—Mira, ma, ¿qué te parece?
—Es un buen muchacho —dijo la
madre, que estaba junto a ella en la
cama—. Dios le concederá algo muy
especial.
—Haz que Dios haga eso —dijo Val
—, haz que Dios le dé una cita.
—No te burles.
Las dos compartían la cama de Val
delante del gran televisor, que estaba en
funcionamiento, mostrando un culebrón
que Val seguía; ella y su madre,
envueltas en una manta que las protegía
del frío, con las almohadas amontonadas
detrás de ellas, y una cafetera a mano,
no estaban todavía exactamente en cama,
ni tampoco exactamente levantadas.
Eran dormilonas y remolonas. Sobre la
cama, con la Guía TV y El Pregón de
las Lejanas y algunas revistas de
chismes, había una bandeja de comida
para perros, y un perro, un pequeño
pequinés con la melena y la expresión
coqueta del chico del dibujo animado
del cual llevaba el nombre. Le ladró y le
jadeó a Spofford.
—Bueno, como sea —dijo Val,
soltando su risa grave y contagiosa.
Tenía una forma de reírse así, de nada,
periódicamente, como si siempre se
estuviera celebrando una fiesta en torno
de ella—. Tu carta ¿no? Has venido por
tu carta.
—Algo así —dijo Spofford.
—No está terminada. —Bueno.
—Está casi hecha ¿quieres verla?
¡Denis! ¡Saca tu pata del plato! Oh,
caramba, mira lo que ha hecho. —Alzó
el perro plumero, y se envolvió en su
amplia bata de felpilla; se levantó, se
colgó un cigarrillo en la comisura de la
boca, guiñando los ojos para protegerse
del humo—. Ven a ver.
En la salita donde Val trabajaba
había, en un rincón, una mesita de juego,
con una lámpara al lado. Sostenidos por
dos gordos budas de esteatita, se
hallaban sus efemérides, sus tablas, sus
guías. Un jarro con lápices de colores,
una regla de plástico rojo, un compás y
un transportador daban la impresión de
una escolar que hacía sus deberes, pero
Val no estaba jugando. En las Lejanas,
se la respetaba; se ganaba la vida,
principalmente, haciendo horóscopos;
había quienes no tomaban una sola
decisión sin consultarla. Ella aseguraba
que eran tantos los que buscaban ayuda
aquí como en cualquier iglesia del
condado, y le confesaban sus temores y
hasta lloraban en su pecho voluminoso.
Depositó a Denis en el suelo, quien se
sacudió minuciosamente desde la cabeza
hasta la cola rabona; sacó de debajo de
una calculadora la carta de Spofford y
varias hojas de papel repletas de cifras.
—Las mates me matan —dijo—. Me
matan. —Se sentó a estudiar lo que tenía
hecho, invitó a Spofford con un gesto, a
que también se sentara en la silla de
arce enfundada en chintz, y se acercó un
cenicero.
Val sabía muy bien que había mil
maneras de hacer lo que ella había
hecho, y una infinidad de otros cálculos
posibles si uno tenía la paciencia y la
habilidad necesarias; pero ella no los
consideraba útiles. Ella trabajaba con
números sólo hasta que empezaba a
vislumbrar una carta natal, con el ojo o
el sentido interno, que eran su punto
fuerte. Y cuando ese enganche se
producía, su matemática empezaba a dar
frutos, los planetas en sus respectivas
casas empezaban a cobrar sentido, a
enfrentarse o volverse la espalda,
exaltados, dignificados, abatidos o
confundidos; el pequeño universo de
papel empezaba a hacer tic tac y Val
podía entonces comenzar a trabajar.
Esa etapa se llamaba «rectificación
de la carta». La razón de tal
rectificación era evidente para Val: si
cada uno de los bebés que nacieran a
una misma hora en todos los hospitales
de una misma ciudad, y por lo tanto
todos, bajo influencias astrales
idénticas, tuvieran destinos y fortunas
sutil o radicalmente distintos uno de
otro, (y así sería seguramente), entonces
cada alma sobre la tierra era sutil y
radicalmente diferente de todas las
demás, y esa diferencia no podía ser
aprehendida en la mera ubicación
precisa de los símbolos planetarios en
un esquema de casas. Yen todo caso,
hasta donde Val podía saberlo, siempre
existía la posibilidad de ser más
preciso, y cada paso hacia la exactitud
podía alterarlo todo, los plantas de una
persona podían deslizarse de un signo a
otro o de una casa a otra, las
oposiciones podían anularse, los
cuadrados convertirse en romboides sin
sentido.
No, lo que siempre importaba más
que la exactitud, más que las
matemáticas, era la intuición: la
creciente certeza de estar en buen
camino, de que tenía sentido. Fíjate en
esto: Mercurio en conjunción con
Saturno en la séptima casa, por
supuesto, y tu madre debe de haber
tenido la luna en Géminis, claro que la
tenía. Cuando las doce casas aparecían
ante el ojo interno de Val, no como
tajadas de un pastel abstracto sino como
casas y no las casas de cualquiera sino
las casas de esta alma, casas que,
ruinosas o de mármol pulido o sombrías
y almenadas, no podían ser las de ningún
otro, entonces, y sólo entonces, ella
empezaba a hablar.
—Las casas —le dijo a Spofford—.
Hay doce casas en un horóscopo y los
planetas están alojados en ellas. Doce
compartimientos de la vida, doce clases
distintas de cosas que tiene la vida. Esas
son las casas; y siete clases de presiones
o fuerzas o influencias sobre esas cosas,
ésos son los planetas. ¿Te das cuenta?
Ahora, según cuándo y dónde has nacido
y qué estrellas asomaban por encima del
horizonte en ese preciso instante,
ordenamos estas casas de uno a doce, a
partir de aquí, donde tú naces, en
sentido contrario a las agujas del reloj.
—Hum —dijo Spofford.
—La cosa es —dijo Val— que esta
carta está hecha de tiempo, y también lo
están las casas; y tenemos que situarlas
en el espacio.
»Las tres primeras casas desde aquí
hasta aquí, son el primer cuadrante: el
primer cuarto ¿ves?, porque en doce hay
cuatro veces tres ¿de acuerdo? El primer
cuadrante es amanecer. Y primavera. Y
nacimiento ¿entendido? —Tomó otro
cigarrillo del arrugado paquete y lo
encendió—. Muy bien, la primera casa
es la llamada Vita: es en latín, pedazo de
burro, seguro que no lo sabías. Vita:
Vida. La Casa de la Vida. El pequeño
Spofford nace e inicia su viaje.
Siguió hablando mientras señalaba a
Spofford dónde estaban situados los
planetas, en qué casas, y si estaban a
gusto en ellas o incluso exaltados o lo
contrario y qué podía presagiar todo
ello para el destino de Spofford y su
felicidad y su Crecimiento. Él escuchaba
divertido, intrigado y satisfecho de ver
articulada de esa manera, por partes, su
incipiente persona, dispuesta en una
geometría nítida; el color tostado
general de su alma (como él la percibía
habitualmente) diversificado por el
prisma de su carta natal en un aspecto de
tonalidades claras, algunas franjas
anchas, otras estrechas.
—¿Qué es esto? —preguntó; una
línea que partía de Saturno en su casa
doce, Carcer, la Cárcel, y llegaba hasta
Venus en la sexta casa, opuesta.
—Oposición —dijo Val—. Desafío.
Saturno en la casa doce puede significar
aislamiento. Autodisciplina. Soledad, el
eremita melancólico. Esas cosas. Uh uh.
Opuesta a Venus en Valetudo, la casa
sexta que, es como quien dice, una casa
del Servicio; Venus, en esta casa, insufla
armonía en la vida de la gente. Algunas
veces intercediendo, aceptando tu óbolo
y sacándote del brete. ¿Entendido?
Spofford observó un momento esa
lucha.
—Y ¿quién gana?
—Vaya a saber. Ése es el desafío. —
Con un movimiento de la mano, dispersó
el humo—. Pero. Hay un pero. Mira:
aquí está Marte, justo en la casa de al
lado, la Séptima, que es Uxor, la
Esposa; y el viejo Marte está en trígono
con Saturno; y cuando dos planetas en
oposición tienen un tercer planeta que
está en sextil con uno y en trígono con el
otro, hay lo que se llama una Oposición
Simple. Simple porque, por intensa que
sea la oposición, está equilibrada por el
gran peso del tercer planeta.
»¡Marte en Uxor! Tal vez signifique
un romance, iniciado en un impulso, del
que nunca saldrás. Uno de ésos con
muchos gritos ¿sabes? O podríais
resultar una pareja sólida en un
matrimonio, amigos de por vida.
»Eso depende de ti.
Habiendo concluido con lo que hasta
el momento sabía, Val cruzó las manos
sobre la mesa.
—Bueno —dijo Spofford.
—Bueno.
—En principio —dijo él, bajándose
la gorra—, lo que yo esperaba averiguar
era algo acerca del futuro.
—¿Ah sí?
—Acerca de cierta mujer. Mis
posibilidades. Cómo aparecen aquí.
—¿Qué cierta mujer? Eh, tómalo con
calma. No quiero saber su nombre.
Astrológicamente. ¿De qué signo es?
—Nunca lo recuerdo. Creo que de
Piscis.
—Piscis y Aries no combinan
demasiado bien —dijo Val—, pero hay
tantos factores…
—¿No demasiado bien?
—Fuego y agua —dijo Val—.
Recuérdalo. Y Aries es el signo más
joven. Y Piscis el más viejo.
Spofford miró un rato la carta que
Val había vuelto hacia él; le pareció
poder encontrar en ella, en todo caso,
todo cuanto por el momento necesitaba
saber. Saturno, su tendencia a la
melancolía, su casa pequeña; una piedra
gris, de tristeza, como la triste piedra
gris que tan a menudo creía sentir en su
pecho. Soledad.
Pero Venus, la de la dulce sonrisa en
la casa opuesta a Saturno… Un alma
vieja, le había dicho Rosie alguna vez,
una alegre alma vieja, y un viejo,
viejísimo signo de agua. Él ya había
intercedido: y además lucharía por ella,
si es que la lucha podía servir de algo.
Y Marte, refulgente, su propio planeta,
alojado en la casa de tomar Esposa (el
curtido dedo índice de Spofford tocó el
signo O—›). ¿Y acaso él, Spofford, no
había sido también un guerrero? Tal vez
podría obtener alguna ayuda de allí,
llegado el caso. Como del Programa GI.
Sigue brillando, pensó. Sigue
brillando.
—No pinta mal —dijo, levantándose
—. Pinta bien.
Cuando Spofford se hubo marchado,
Val permaneció sentada un rato con las
manos cruzadas sobre la mesa, luego
con la barbilla en el hueco de una palma
y, por último, enlazó las manos detrás de
su cabeza.
A Rosie Mucho le convendría
andarse con cuidado, pensó. Este tío la
tiene entre ceja y ceja. Y además tiene
una luna en Tauro, una voluntad de
hierro. Rosie haría mejor en prepararse
para eso.
Se dio vuelta en su silla.
Detrás de ella, en la estantería de los
libros, había unos cuantos volúmenes
antiguos, de tapas anaranjadas, lomos
moteados en blanco y negro, pequeños
ganchos de metal para cerrarlos y
lengüetas de cuero a los costados para
tirar de ellos. Eligió uno, lo abrió, y
después de una breve búsqueda entre su
contenido, extrajo el cuadrante de una
carta dividida en doce gajos, como esa
otra inconclusa, que le había explicado a
Spofford, sólo que totalmente distinta,
con distintos domicilios alojando
diferentes huéspedes, dispuestos de
distintas maneras. La colocó al lado de
la de Spofford, y apoyando la frente en
una mano y tamborileando sobre la mesa
con los dedos de la otra, las estudió en
conjunto.
Piscis: Amor y Muerte. Eso era lo
que Val pensaba del signo. Chopin era
un Piscis. Sólo que aquí había un
ascendente de sentido común, Tauro con
Venus en la casa de la Vida.
En fin, ella era una buena chica, y tal
vez una sobreviviente, pero un poco
loca, más loca de lo que ella suponía,
probablemente. Luna en Escorpio:
Escorpio es Sexo y Muerte. Haría mejor
en andarse con cuidado.
La nieve continuó espesándose
durante ese día y su noche; los grandes
quitanieves salieron al amanecer,
navegando, fantasmales, detrás de sus
faros resplandecientes, las cuchillas
arrojando a cada lado largas estelas de
nieve. Al día siguiente, cuando el sol
brilló al fin, el mundo estaba
perfectamente envuelto en ella; las
ovejas de Spofford no eran tan
redondas, ni tan blancas, ni tan suaves
como las colinas y los bosques que
podían verse desde las ventanas de la
cocina de Arcadia, donde Rosie
esperaba.
—Pst —dijo el alto radiador.
—Pst —dijo Sam, mitad dentro y
mitad fuera de su traje para la nieve,
pero tan lista para salir, que Rosie sólo
tendría que levantarle la mitad superior
y llevarla hasta la puerta. Las mangas y
la capucha del traje colgaban de Sam
como un pellejo que estuviera
cambiando.
—Psst —dijo el radiador.
—Pssst —dijo Sam, y se rió.
—Aquí llega —dijo Rosie,
agradecida—. Puntualmente.
—Quiero ver.
Rosie la alzó para que pudiera ver el
pequeño coche rojo que entraba por el
portón, coleando un poco en los restos
de nieve que las máquinas habían dejado
amontonados a la entrada del camino.
—Espero que andarán con prudencia
—dijo Rosie a Sam, levantando la mitad
siamesa del traje, y arropándola dentro
de él.
—Está refalosa.
—Sí.
—Papi sabe conducir.
—¿Sí? ¿De veras?
—¿Por qué no vienes tú también?
—Esta mañana no. Te veré más
tarde.
Rosie empujó a Sam a través de la
casa hasta el vestíbulo y abrió la pesada
puerta del frente. En el camino de
entrada estaba detenido el coche rojo,
temblando como de frío, y exhalando
aliento blanco por el tubo de escape.
Mike avanzaba hacia la casa pisando
con cautela, las enguantadas manos
extendidas para mantener el equilibrio.
—Hola.
—Hola, ¿qué tal? Hola, Sam. Upa.
—Levantó el bulto envuelto de su hija y
la estrujó; Rosie, abrazándose con frío
en el umbral, esperó que acabaran de
hablar. Sam tenía novedades. Mike
escuchaba.
—Bueno, ¿y qué hay para hoy? —
dijo Rosie, al cabo—, ¿cuál es el
programa?
—No sé —dijo Mike, mirando no a
Rosie sino a Sam, cuyos dedos jugaban
con su mostacho—. Tal vez hagamos un
muñeco de nieve, ¿eh? O un castillo.
—¡Bueno! —dijo Sam,
retorciéndose para bajar—. ¡O un auto
de nieve! O un hospital de nieve.
—De acuerdo, sí, pero no a uf —
dijo Mike. La dejó en el suelo—. Iremos
a casa y haremos uno.
—Ojo —le dijo Rosie a Mike.
—Está bien.
Le entregó a Mike un bolso. Manta,
biberón para más tarde.
—No le des leche cuando haga la
siesta. Órdenes del dentista, libro.
Cosas.
—De acuerdo —dijo Mike—.
¿Lista?
Sam, de pie entre ellos, miraba
alternativamente a uno y a otro, novata
aún en esta elección.
—Adiós, Sam. Hasta luego.
—Vamos, Sam. Mami tiene frío allí
en el umbral. Dejémosla entrar.
Viendo que Sam no se decidía a
seguirlo, Mike, al fin, con un vibrante
¡úpala! la alzó de nuevo en vilo, y
mientras la transportaba como un pirata,
trastabilló y estuvo a un tris de caer de
bruces en e sendero nevado. El coche
refunfuñó. Mike trepó al asiento de
conductor, empujando a Sam delante de
él. Deben de estar un tanto apretujados
allí, pensó Rosie, pero sabía que a Sam
le gustaba ese coche. Rosie saludó con
la mano, adiós, adiooós. Sonrió. Volvió
a saludar con la mano, esta vez al coche,
el saludo de un adulto, sin rencores.
Entró en la casa y cerró la puerta. La
última bocana da de aire invernal
aprisionado, se coló por el vestíbulo.
Boney estaba en el otro extremo del
corredor con las manos detrás de la
espalda.
—No está del todo mal —dijo Rosie
—. Es algo así como tener una buena
niñera. Gratis. —No había descruzado
los brazos, todavía la abrigaban—.
Antes, él nunca pasaba tanto tiempo con
ella. Nunca se había empeñado tanto en
darle los gustos.
Boney asintió con lentitud, como si
meditara sobre lo que ella decía.
Llevaba puesto un viejísimo y muy
estirado suéter con cuello de tortuga del
que emergía su descarnado cuello.
—¿Tienes algún plan para esta
mañana? —preguntó.
—No.
—Bueno —dijo él reflexionando—.
Me gustaría tener tu opinión acerca de
algo. Conversarlo contigo.
—Claro, claro.
—¿Qué has dicho?
—Dije claro —dijo Rosie,
liberándose de su propio abrazo y
acercándose a Boney. Para no tener
necesidad de gritar—. Claro. ¿De qué se
trata?
—Si estás segura de no tener nada
que hacer… —dijo Boney,
observándola con atención.
—No tengo ninguna otra cosa —dijo
Rosie, sonriendo, tomando el brazo que
él le ofrecía y oprimiéndolo con
suavidad—. Tú sabes que no.
—Bueno —dijo él—. Entonces ésta
puede ser una buena oportunidad. Vamos
a mi estudio.
Cada vez, cada vez que Mike salía
con Sam, Rosie sentía esta nube de
culpa y de pérdida tan absurda e inútil,
una nube bajo la cual se negaba a estar y
de la que, sin embargo, no podía
librarse —era como aquel sueño que
solía tener, una y otra vez, durante los
primeros meses de vida de Sam, y en el
que alguien con derecho a juzgar
decretaba que Sam no era suya, o que
Rosie no era competente para educarla y
tendría que renunciar a ella; la misma
sensación de pérdida y culpa, la horrible
negación de su adultez y al mismo
tiempo esa sensación de ser una vez
más, libre y sola como una niña—, un
sentimiento furtivo de la posibilidad de
ser libre y estar sola, que no sustituía a
Sam pero que, de todos modos, existía.
O esta nube provenía de aquel sueño, o
bien los dos, la nube y el sueño, tenían
el mismo origen. ¿Y cuál era? Culpa. La
culpa de no querer crecer, podía ser eso;
la culpa de no querer, en su secreto
corazón de niña, ser doble o triple, sino
sólo y para siempre única, y la pérdida,
además, la pérdida de todo cuanto es
caro para ti, de todo lo que has ganado
al crecer.
Todo, todo lo que es caro para ti,
excepto tú misma.
—Bueno, aquí estamos —dijo
Boney, abriendo la estrecha puerta doble
e invitándola a entrar.
Rosie no había estado nunca en lo
que llamaban el estudio, aunque de
Boney se decía a menudo, cuando ella
era pequeña, que estaba ocupado allí,
que no se lo molestara; ella solía
imaginárselo encerrado y cavilando
como un mago oscuro, pero ahora,
escuchando nuevamente en la memoria
esas recomendaciones, suponía que
probablemente Boney estaba durmiendo
allí la siesta.
Y de hecho había, en un rincón, una
chaise-longue de cuero capitoneado con
una manta afgana encima, que parecía
bastante confortable.
—El estudio —dijo Boney.
Había sido en un tiempo, y era aún,
principalmente una biblioteca; elegantes
anaqueles de una madera clara se
elevaban todo alrededor de la
habitación hasta un cielorraso
artesonado, incluso entre las altas y
profundas ventanas que daban al jardín;
y estaban todos llenos, aunque no sólo
de libros, había también carpetas y lo
que parecían ser cajas de zapatos y pilas
de viejos periódicos y revistas.
—Mike viene una vez por semana
¿no es así? —preguntó Boney retirando
de una silla giratoria de cuero una pila
de correspondencia.
—Sí. —Ella creyó vislumbrar hacia
dónde quizás apuntaba él—. Bueno, esto
es sólo transitorio. En realidad, en
realidad, tú sabes, no tengo intenciones
de quedarme aquí incordiando el resto
de tu vida. Es sólo hasta…
¿Hasta qué?
—No me interpretes mal —dijo
Boney, después de despejar
laboriosamente una silla, y sentarse en
ella—. Eres más que bienvenida. Sólo
estaba preguntándome, si es que estás
bien segura de no querer volver con
Mike, ¿cómo te vas a arreglar con el
dinero? Rosie se sentó en la chaise-
longue.
—La escuelita —dijo Boney—. Eso
nunca fue una cosa segura. —No.
—Lo que yo iba a sugerirte…
Bueno, empecemos por el principio. —
Se reclinó en la silla, que rechinó, tan
vieja y tan necesitada, de engrase como
Boney mismo—. No sé qué es lo que
sabes de la Fundación Rasmussen.
—Bueno, sé que existe. En realidad
no sé cómo funciona.
—Es precisamente el dinero de la
familia, lo que quedó de él, que fue
invertido en una corporación sin fines de
lucro, y utilizado para sostener obras
que merezcan ayuda. Cosas en las que
mi hermano o yo estábamos interesados
o que la comunidad necesitaba. —
Sonrió su sonrisa marfileña y señaló con
un gesto un trío de cajoneras de acero,
incongruentes con el artesonado de
madera—. Ésta es nuestra ocupación
hoy en día ¿sabes? —dijo—. Dar dinero
en vez de ganarlo.
—¿A quién lo dais? —dijo Rosie,
preguntándose por un instante si se
propondría ofrecerle una subvención, y
de qué modo la justificaría.
—Oh, la gente pide —dijo Boney—.
Te sorprenderían las solicitudes que
recibimos. La mayor parte va a la misma
gente año tras año, subvenciones
renovadas: la Biblioteca de Jambas de
Blackbury, la reserva de vida salvaje, el
Hogar de Ancianos. Los Leños.
Alzó los ojos y la miró, las arrugas
trepándose por su calva moteada.
—Hay una comisión directiva —
prosiguió—, que se reúne una vez por
año y aprueba las subvenciones. Pero
soy yo quien les manda las solicitudes.
Casi siempre aprueban lo que les envío,
si están presentadas en regla, y esas
cosas.
—No estarás por darme una a mí,
supongo —dijo Rosie, riendo—. Por ser
una buena chica y una ayuda para la
comunidad.
—Bueno, no —dijo Boney—. No
había pensado en eso exactamente. A lo
que iba es a que en los últimos dos años
no han llegado solicitudes a la comisión
directiva. —Enlazó lentamente las
manos—. Y hay otros asuntos que no han
sido tratados y que deberían serlo.
—¿Necesitas ayuda? Si necesitas
ayuda…
—Yo iba a ofrecerte un empleo.
Boney, detrás de su gran escritorio,
las manos cruzadas sobre el gazo, la
cabeza casi debajo de los hombros, era
una sombra oscura a contraluz de los
altos ventanales y la nieve. Por primera
vez, Rosie tuvo la clara certeza de que
Boney se iba a morir, y pronto.
—Yo podría ayudar —dijo—. Sólo
por casa y comida. Claro que lo haría, y
estaría encantada de hacerlo. —Un nudo
empezaba a formarse en su garganta.
—No, no —dijo Boney—. Hay
demasiado trabajo; un empleo de
horario completo. Piénsalo.
Rosie ensartó sus manos frías entre
las rodillas. No había, por supuesto,
nada que pensar.
—Espero que no te ofendas —dijo
Boney, con dulzura—. Trabajar por un
salario para la familia. Yo lo hago,
Rosie. Es, como quien dice, todo lo que
queda.
Ahora las lágrimas se le agolpaban
en los ojos.
—Claro que me ofendo —dijo—.
Claro que sí. Oye, escucha ¿no hace aquí
un frío mortal? ¿Enciendes alguna vez
esa chimenea?
Estaba revestida de serpentina verde
y un enrejado en forma de pavo real.
Había una cesta de bronce llena de leña
menuda y troncos, y un juego de
atizadores de metal, y una caja de
fósforos largos.
—No, nunca la enciendo —dijo
Boney, levantándose con gran esfuerzo y
yendo a examinar la chimenea como si
en ese momento hubiera aparecido en la
pared—. A la señora Pisky no le gusta
verla encendida. Chispas sobre la
alfombra. Humo en los cortinados.
Rosie se había arrodillado delante
de la chimenea y había apartado el pavo
real. Abrió el tiraje.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Está bien —dijo Boney,
dubitativo—. Si tú cargas con la culpa.
—Desde luego —dijo Rosie—,
¿tienes un poco de papel?
Boney volvió a su escritorio y luego
de examinar brevemente la
correspondencia, le tendió la mayor
parte.
—Hay una cosa —dijo— ahora que
lo estás pensando que se me ocurrió
podía interesarte. ¿Recuerdas que te dije
que Sandy Kraft trabajó en un tiempo
para la Fundación?
—Sí, creo que me lo dijiste. ¿Qué
era lo que hacía?
—Oh, investigar. Varias cosas, en
los viejos tiempos.
—Uh, uhú —dijo Rosie.
—En fin. Lo cierto es que ahora sus
derechos de autor pertenecen a la
Fundación. Y de vez en cuando
cobramos alguna regalía. Los derechos
de reedición. Y yo pensé, puesto que tú
parecías tan interesada en ellos…
—Uhú. —Con uno de los fósforos
largos encendió las cartas y leña menuda
y los troncos. La chimenea tiraba de
maravillas—. Entiendo.
—Y hay más —dijo Boney—. Más
que eso. —Se frotó el brillo ceroso de
la calva—. Su casa —dijo—. Ahora
pertenece a la Fundación, y nadie ha
estado allí desde que él murió. Ver qué
hay allí. —Rosie no podía distinguir sus
ojos detrás de las llamas reflejadas en
sus gafas azules—. Yo no puedo hacerlo.
—Uh, uhú.
—Bueno —dijo él—. Piénsalo, por
qué no tú. Ysi te parece…
—Boney —dijo ella—. Claro que
sí.
—Bueno, tendremos que conversar
sobre horarios, y sueldos, y…
—Claro, seguro —dijo Rosie—.
Quiero decir que sí, que lo haremos,
desde luego. Pero cuenta conmigo.
Le sonrió como para tranquilizarlo.
—Hum —dijo Boney, observándola;
arrodillada allí delante de la chimenea:
complacido, o quizás un poco
desconcertado por lo súbito de su
decisión—. Bueno, de acuerdo. —Metió
las manos en los bolsillos—. Bien.
Fue hacia una de las estanterías, la
que se hallaba a espaldas de Rosie. Ella
había empezado a descubrir, en la
habitación, cosas en las que no había
reparado antes. Las cajoneras de acero
daban la impresión de estar un tanto
repletas, apenas capaces de contener lo
que contenían. Había varias cajas de
cartón en los rincones, desbordantes de
papeles viejos o tal vez de
correspondencia sin contestar,
solicitudes olvidadas.
Los Leños. Hum. Mike había
insinuado que Los Leños tenía ciertas
dificultades financieras. Era estimulante
pensar que ella podía tener en ese
aspecto algún poder, aunque sólo fuera
el de activar su solución. O de
demorarla.
—Éste —dijo Boney, volviendo con
un libro que había sacado del anaquel
—, éste podría interesarte.
Se titulaba Ten paciencia, tiistezay
su autor era Fellowes Kraft.
—Una edición limitada —dijo
Boney—. Un libro de memorias. Sólo
unos doscientos ejemplares impresos
por una pequeña editorial. Podrías
enterarte de algunas cosas.
—Bueno —dijo Rosie—. Hum. —
Había unas cuantas fotografías
embutidas en el libro. Los bordes
picoteados del grueso papel en que
estaba impreso estaban desmenuzándose
en esquirlas diminutas. Rosie lo abrió y
echó una ojeada a una página.

Algunas veces me preguntan cómo


puede alguien tener por la mano todos
los pormenores, no tan sólo de un hecho
histórico, sino también de la vestimenta
y las comidas y las costumbres y la
arquitectura y el comercio, que se
requieren para que una novela histórica
resulte convincente. Bien, supongo que
es posible recurrir a distintas clases de
cuadernos de notas y de aides-memoive;
pero, en mi caso, aunque no poseo un
cerebro particularmente prodigioso,
llevo dentro cuanto necesito, porque
durante todos estos años he practicado
un sistema mnemónico que permite
retener un número casi ilimitado de
hechos de una manera ordenada, y que a
ojos de muchas personas puede, en
verdad, resultar muy curioso.
—Ahora hace demasiado frío —dijo
Boney, y Rosie tardó un momento en
comprender que seguía hablando de la
casa de Fellowes Kraft—. Ahora hace
demasiado frío, sin calefacción ni
electricidad. Pero en la primavera…
—Seguro —dijo Rosie. ¿Cuál era
esa expresión que usaba en Manzanas
mordidas para referirse a la vieja reina?
Con su absurdo maquillaje blanco y la
peluca roja y las alhajas y sortijas… Un
monstruo fabuloso. Eso es lo que es
Boney, pensó mientras lo observaba
calentándose las viejas garras junto al
fuego que ella había encendido. Un
monstruo fabuloso.
—En primavera —repitió Boney
como si de pronto se hubiera dormido a
medias—. En primavera. Tú irás allí y
verás.
—Cada uno de los doce signos —le
dijo Val a Beau Brachman,
incómodamente acuclillada en el suelo
del apartamento de Beau, y muriéndose
por un cigarrillo—, cada uno de los
doce signos puede, como quien dice, ser
resumido o reducido a una sola palabra.
—¿Una palabra? —preguntó Beau,
con la mano en la mejilla y sonriendo.
—Bueno, un verbo, quiero decir. En
primera persona. Como «yo hago» o «yo
puedo». Cada signo tiene el suyo, que de
algún modo lo resume.
—Uhú —dijo Beau— cómo…
—«Cómo» es lo que te estoy por
decir… dijo Val.
Había sido Rosie quien llevara a Val
a las Jambas, en ese fangoso día de
enero, para que hiciera sus visitas
mientras ella arregla algunos asuntos
con Allan Butterman, los suyos propios
y los de Boney; más tarde ella y Val
irían juntas al Volcano en Cascadia, a
comer tapas de mariscos de los mares
del Sur y beber Mai Tais en el saloncito
con cortinas de abalorios, mientras
Rosie ponía a Val al tanto de sus
dificultades y sus triunfos.
—Aries —dijo—. El primer signo.
Aries dice: yo soy. El primer signo, el
más joven de todos. Luego Tauro. Tauro
dice: yo quiero. Deseos materiales,
¿ves?, importantísimos para Tauro. ¿Te
das cuenta? Géminis. Géminis dice… —
Miró de pronto a Beau, de soslayo, y
levantó un dedo admonitor—. No estás
escuchando —canturreó.
—Te escucho, Val, te escucho.
—Yo sé que piensas que todo esto es
pura paparruchada.
—No, lo que yo pienso…
—Lo que tú piensas es que todo esto
es una gran cárcel. Eso es lo que le
dijiste a mamá.
—Sé que es una gran cárcel.
Destinos. Astros. Signos. Casas.
Palabritas y verbos. Todo lo que tú estás
diciendo, Val, con todo ese palabrerío,
es así como estás amarrado. Pero uno no
está amarrado. Hay una palabra para
todas esas cosas con las que tú trabajas:
Heimarmene. Una palabra griega.
Significa hado, o destino, pero también
significa prisión. No se trata tan sólo de
comprender en qué punto estás, cuál es
tu signo y tu destino a cada momento,
sino de abrirte paso a través de él.
Abrirte paso, dejar atrás las esferas que
te aprisionan. —Se había exaltado lo
bastante como para renunciar a su
habitual posición de Buda y ponerse de
pie—. Yo llevo en mí esos doce signos,
Val, todos. Todos esos verbos. Todos
esos planetas, siete u ocho o nueve.
Todos son míos. Si quiero ser un Tauro,
lo seré; o un Leo o un Escorpio. No
necesito recorrer los doce, a lo largo de
vidas interminables. Eso es lo que ellos
quieren. —Hizo un gesto, señalando
hacia arriba—. Pero no es así.
—¿Ellos? —preguntó Val.
Siempre sonriendo, Beau se llevó
lentamente el índice a los labios.
Silencio.
—Estás loco —dijo Val, extasiada.
Se echó a reír—. Loco de atar.
—Oh, escucha —dijo Beau, asaltado
de pronto por una idea—. ¿Por
casualidad, no irás al banco hoy? El de
la calle de los Puentes. ¿No es ése el
tuyo? ¿No podrías hacer un depósito
para nosotros? tenemos todos estos
cheques de enero que acabamos de…
—Capricornio —dijo Val
apuntándolo con un dedo—. Yo tengo.
Unos pasos pesados resonaron en la
escalera exterior, y alguien intentó abrir
la puerta. Beau y Val prestaron oídos
intrigados, en tanto ese alguien trataba
de introducir una llave, sin conseguirlo;
lanzó una maldición; espió a través de la
diminuta y empañada mirilla haciéndose
pantalla con la mano.
—Adelante —dijo Beau, al cabo—.
No está cerrada.
Unos tanteos más, y un hombre
corpulento, con un largo abrigo
jaspeado, apareció en el felpudo de la
entrada, mojado y confundido, mirando
alternativamente a uno y otro.
Había algo en él, pensó Val, que
hacía pensar en un Gary Merrill
inconcluso. No estaba mal. Un Sagitario,
decidió casi instantáneamente. Un
Sagitario, sin ninguna duda.
—Perdón —dijo el intruso—. Creí
que estaba vacío. Me dijeron que estaba
vacío.
—No —dijo Beau.
—¿Es éste el que está en alquiler?
—¿El apartamento? No. —Lo señaló
con una mano—. Es mío.
—¿No es Arce 21?
—No, ésta es la acera par. Éste es el
18. El 21 está justo enfrente.
—Oh, perdón. Mil perdones.
Beau y él se miraron por un
momento, intrigados, tratando cada uno
de recordar dónde y cuándo había
conocido al otro, sin conseguirlo. Luego
Pierce Moffett dio media vuelta y se
marchó.
—Un Sagi —dijo Val, cogiendo por
instinto sus Kent y volviéndolos a
guardar en el bolso, prohibido fumar en
casa de Beau—. Apuesto un dólar.
—¿Y cuál es su verbo? —preguntó
Beau, tratando todavía de situar al
intruso.
—¿Su verbo? Deja que piense.
Sagitario. Escorpio es: yo deseo. Así
que Sagitario… Sagitario es yo veo. Eso
es: yo veo.
Tensó la cuerda de un arco
imaginario y apuntó con la flecha.
—¿Te das cuenta? Yo veo.

El apartamento de la planta alta, en


el 21 de la acera de enfrente, estaba
desocupado, como le aseguraran, y la
llave que le había entregado la señora
de la inmobiliaria abrió, sí, la puerta. Se
detuvo, chorreando agua sobre el linóleo
de la cocina, a la que la llave le diera
acceso, y midió de una ojeada la
longitud de la vivienda, dispuesta en
forma de tren, al igual que su antiguo
apartamento suburbano. Más allá de la
sombría pero amplia cocina, había una
salita diminuta con una alta y agradable
ventana ojival. A continuación de ésta
venía otro cuarto, el más espacioso de la
casa, curiosamente revestido de madera
pintada, y con un cielorraso de zinc
acanalado: tendría que servir —supuso
— de dormitorio y estudio a la vez.
Raro, no demasiado cómodo. Pero
posible.
Del otro lado de las ventanas de la
habitación, comunicado por una puerta
acristalada, había un mirador que
abarcaba todo el ancho del apartamento:
un angosto mirador cerrado por ventanas
de batiente. Y más allá, el río
Blackberry y las Lejanas, porque el
apartamento miraba en esa dirección.
Aquí en la cocina prepararía la comida
y comería; allí se sentaría a leer, más
allá dormiría y trabajaría; y una vez por
mes, allí en su escritorio, llenaría un
cheque por la suma ridículamente
pequeña que le pedían por la vivienda.
Y más allá aún, allá fuera,
timonearía el mirador, como solía
timonear el estrecho mirador del primer
piso de la casa de los Oliphant en
Kentucky, años atrás. Alerta, sereno; la
mano sobre la rueda del timón,
navegando a la altura de la copa de los
árboles, un mirador con ventanas como
la góndola de un dirigible, o el puente
de un vapor, rumbo al Este.
Siete
Las razones que en última instancia
indujeron a Pierce a abandonar el
Barnabas College y la ciudad, para ir a
vivir a Jambas de Blackbury, en las
Colinas Lejanas, fueron las mismas que
una vez le mencionara a Spofford: amor
y dinero.
Amor y dinero, ambas irrumpiendo
al mismo tiempo, el mismo día, como la
lluvia de oro de Dánae, y aunque le
llevó algunos meses decidir el cambio,
siempre tendría claro en qué día había
dado, o le habían inducido a dar, el
primer paso.
Una singularidad de la vida amorosa
de Pierce consistía en que nunca había
cortejado a ninguna de las mujeres con
las que luego había tenido una intensa
relación afectiva. Ninguna de aquellas
relaciones había sido la culminación de
un proceso lento, nunca había pasado
por el trance de entrever y sopesar, y
flirtear, y volver a fantasear, para al fin
lograr la conquista. Sus grandes amores
—podía contarlos con una sola mano, y
le sobraban dedos— habían comenzado
siempre por una colisión repentina, una
sola noche o un solo día, en que toda la
secuela de la relación estaba ya
contenida en pequeño, todas las
libertades, simpatías, y penas no harían
que desplegarse a partir de ese instante.
No era exactamente amor a primera
vista, ya que habitualmente la colisión
inicial era seguida por un período de
estancamiento, hasta de indiferencia,
durante el cual Pierce disfrutaba de su
conquista, o de su buena suerte,
anotando en su haber un manjar más en
el banquete de la vida, uno más y de la
misma procedencia. Pero la colisión lo
desviaba dé su eje y entonces corría
paralelo a ella, y ella (axiomáticamente)
paralela a él. En esa primera noche,
ninguno de los dos arriesgaba
demasiado, pero Pierce, en todo caso,
arriesgaba también el todo por el todo.
Pierce, despierto demasiado
temprano en una gris mañana de
diciembre, y revisando su historia con la
nebulosa lucidez de una resaca, no podía
recordar ninguna excepción importante.
Con todas le había sucedido eso.
Le había sucedido (Pierce se agitó
bajo las mantas de la cama en desorden
que al parecer no podía abandonar) con
Penny Pound, la chica de los ojos color
humo y las tenues cicatrices en las
muñecas, con quien se fugara a la
soleada California justo al comienzo de
su sexto semestre en Noate. Esa primera
noche, ella tenía que estar de vuelta a
las once en su residencia, y Pierce había
empezado a acompañarla, como
corresponde, después del cine y de un
café compartido en la cocina
comunitaria de su pensión en la ciudad;
y en una esquina, a mitad de camino
entre su pensión y la residencia, se
habían detenido para besarse y, como
dando una vuelta entera, sin salir, en una
puerta giratoria (aunque acabando, sin
embargo, en un nuevo lugar), habían
regresado casi sin una palabra. Pierce,
al otro día, no sintió que algo en él
hubiera cambiado perceptiblemente; la
acompañó de regreso a su residencia y
durante toda una semana no la volvió a
ver. Pero después, cuando volvieron a
encontrarse, todo fue como tenía que
ser: se hicieron inseparables; los
enormes e irresolubles problemas de
ella fueron también los suyos, su cuerpo
joven y sus manos viejas; y si alguien
mayor y más sabio (quizá su propio yo
mayor, sólo que su yo mayor nunca había
llegado a enterarse) le hubiera
aconsejado circunspección y cautela, él
no habría comprendido el consejo.
Cierto que, la primera vez que ella le
dijo que lo quería (en la casa de Sam,
adonde él la había llevado a pasar un
largo fin de semana, tendidos los dos en
deshabillé en el antiguo cuarto de
estudio Centras a dos puertas de
distancia su madre pegaba plácidamente
sellos postales en un álbum), él había
sido incapaz de responderle, pero sólo
porque lo asustaban las palabras que,
suponía, sólo podían ser pronunciadas
sinceramente una vez y para siempre.
Una vez pronunciadas, fugarse con ella
se convirtió en una mera necesidad
práctica; en aquellos tiempos de las
universidades in loco parentis (hoy en
día ni siquiera se conocía esa expresión)
les estaba vedado cohabitar y el coito,
además, si los pillaban infraganti; era
la primera mujer de quien se había
enamorado y con quien se acostaba; de
modo que no les quedaba más remedio
que obtener la devolución del dinero de
las matrículas, como si fueran fichas —
la suya había sido pagada con una beca
pero igual, en un descuido, se le
permitió retirarla—, y utilizar el dinero
para fugarse; y aunque cuando
descendió, tambaleándose, del autobús,
en una parada de descanso, bajo el sol
inverosímil de Albuquerque, pensó, sí,
por un momento atroz: Oh, qué he
hecho, nunca, ni entonces ni después, y
ciertamente no durante el largo y
solitario viaje de regreso al este, al
invierno y a la sarta de mentiras que
había dejado atrás, nunca pensó que
hubiera podido tener otra alternativa.
Bueno, él era muy joven y ella
también; no era, por cierto, una historia
insólita ¿verdad? Era algo perdonable,
pensaba, dadas las circunstancias,
considerando su educación,
considerando la parte más tierna de su
adolescencia constreñida en las aulas y
los gimnasios y los interminables
machos de St. Guinefort; podía
perdonársele su sorpresa y su falta de
astucia al encontrarse amado y acto
seguido abandonado. Claro está que
había sufrido por ello, atroz,
extravagantemente, casi se había cortado
también él sus propias venas, no a causa
de una desilusión romántica, sino
simplemente porque no podía soportar
permanecer un instante más en el
vendaval de desamparo en que ella lo
dejara, desvalido e incapaz de concebir
cómo había podido comportarse de ese
modo.
Sin embargo no podía culpar sólo a
esa criatura irreflexiva por la
extravagancia de su sufrimiento, tan
imprevisible y repentino como el amor
mismo, ni tampoco podía achacar
únicamente a la juventud una obtusa
inocencia que había persistido mucho
más allá de la adolescencia. ¿Qué era,
entonces? ¿Era el hecho de haber
crecido como hijo único, con el
imposible, excéntrico y caballeresco
Axel, en Brooklyn? ¿Sería el
aislamiento de los Oliphant en
Kentucky? ¿Quién lo había educado,
quién había modelado su corazón de esa
extraña manera? De algún modo, en
algún momento se le había comunicado
que había una puerta que uno debía
franquear, y sólo raramente, si
poderosas estrellas conspiraban para
ello; una puerta que daba a un corazón, a
un cuerpo, ambos creados en el cielo o
en algún otro fuego igualmente sutil. Y
entonces llegabas; era un hortus
conclusus; a él no le habían enseñado
que existía un camino de salida, como
tampoco le enseñaran que el camino de
entrada —lo había descubierto por sus
propios medios con tanto asombro, con
tanta maligna alegría— era una senda
trillada. Una senda trillada.
Se rió un momento, y tosió una
saliva amarga, enlazó las manos sobre el
pecho, alzó la vista hacia el espejo
grande y ornamentado, suspendido en
voladizo desde la pared, de forma tal
que reflejaba la cama: que ahora mismo
lo reflejaba, él frente a sí mismo.
Aquellos que no recuerdan su propia
historia, pensó, están condenados a
repetirla.
En la época en que conoció a Julie
Rosengarten se había despojado de esa
ignorancia, o mejor dicho, no se había
despojado de ella, pero al menos la
había vestido decentemente; podía
recordar muy bien esa primera noche
con ella (una noche, en verdad,
insólitamente maravillosa), no como una
colisión sino como una mera campanada
en medio del tráfico sexual de la
adultez, para ese entonces espeso, y el
agitado Manhattan. Ella no había vuelto
a saber de él en seis semanas, pero seis
semanas después de su segundo
encuentro ya intercambiaban sus
suéteres, tenían un perro en común y
Pierce estaba pensando en cómo
plantear el tema de un Matrimonio Mixto
a su madre y a Sam.
Un año más tarde él seguía prendido,
obtusa, inocentemente, del todo y para
siempre, en tanto Julie iniciaba, a la
vista de todos, una relación amorosa con
el vecino de arriba, sin conseguir que
Pierce se percatara de ello. En la
división final de las pertenencias, el
perro, tras un momento de vacilación,
eligió irse con Julie.
Una farsa: mi mujer, mi mejor
amigo, mi perro.
Las mujeres, fue la única conclusión
que pudo sacar resumiendo su propia
experiencia hasta este día de diciembre,
eran polígamas por naturaleza, por
mucho que el sentido común dijera lo
contrario; capaces de amar
profundamente y para siempre por un
tiempo, de abrirse súbita y
espectacularmente en todas direcciones
a semejanza de esas inmensas girándulas
que sueltan un globo de estrellas, que
parece real y flota suspendido en la
noche de colores toda una eternidad, una
fugaz eternidad, el espacio de una
lalación de asombro de los
espectadores, y luego desaparece como
si nunca hubiese existido. Y los hombres
(tomándose a sí mismo como único
ejemplo) eran por naturaleza
monógamos, sujetos al significado
literal de las promesas que hacían y la
persistencia real del para-siempre que
esas promesas contenían. En ciel un
dieu, en terre une déesse, como decían
los antiguos poetas provenzales. Cómo
habían cundido esas historias, tan
superficialmente convincentes, tan
difundidas, acerca de que las cosas eran
de otra manera, él no lo sabía. Podía
suponer una conspiración; o, lo que era
más probable, que en un mundo más
viejo, un mundo en el que él no vivía,
esas historias habían sido ciertas; y que
sólo ahora, ahora que el mundo era
como era y no como había sido, las
mujeres podían desenmascararse,
sentirse libres y activas según su
naturaleza. La Píldora y todo lo demás.
Quién demonios lo sabía. De todos
modos, ¿no debería él, a esta altura,
haber aprendido que las cosas son así, y
actuar en consecuencia, cualquiera que
fuese su historia, cualquiera que fuese la
difusa antigüedad, o las sustancias
medievales con las que fuera forjado su
carácter?, y si de pronto (de pronto en
cierta noche de nevisca) se sorprendía
vagabundeando por las páginas de una
novela erótica, una obra pornográfica
del mejor estilo moderno, él, con un
corazón y unos órganos vitales
conformados para alguna otra época,
para un contexto totalmente distinto, ¿no
debería tal vez ponerse al tanto antes de
saltar de su piel al vacío?
Ten al menos un poco de cuidado, se
había dicho a sí mismo aquella noche,
tendido al lado de ella, insomne y
perplejo; por amor de Dios, ten esta vez
un poco de cuidado. Pero no le sirvió de
nada. Transcurrió todo un invierno, y
cuando ella volvió de Europa, él era
suyo, nunca había dejado de serlo; la
vida regalada que habían empezado a
llevar sólo ponía un barniz de
normalidad a su pasión exacerbada, en
tanto la lujuria voraz intensificaba su
monogamia y le daba riendas en secreto.
Tal vez, tal vez si él hubiera tenido que
llamar a la puerta, y seducir, y recurrir a
ardides y halagos… —Pero cuando
todos los portales, todos, estaban
abiertos para él de par en par, el resto
fue ya como tenía que ser, inevitable,
incluso el hecho de que estuviera ahora
aquí acostado, contemplando su imagen,
reflejada en el espejo, las manos
cruzadas sobre el pecho, los grandes
pies escapando fuera de las mantas, la
cara enorm inexpresiva. Inevitable.
Como los Borbones, él no se había
olvidado de nada y no había aprendido
nada; y estaba una vez más en el mismo
lugar donde estuviera antes. Su historia
se repetía, y si la primera vez había sido
tragedia y la segunda vez farsa (como
dijera Marx en otro contexto, el contexto
del cual Pierce extraía inútilmente esos
clichés amargos), cómo serían entonces
la tercera vez, y la cuarta.
Era pleno día, tan pleno día como
podía serlo el día de hoy, y los
radiadores silbaban furiosamente.
Pierce arrojó a un lado las mantas, pero
no se levantó; permaneció tendido
contemplando (no podía hacer otra cosa,
la posición del espejo lo hacía
inevitable) su larga desnudez. Manos
grandes, grandes pies: en su caso el
cómputo común era correcto.
Sabes una cosa, le había dicho ella
esa primera noche, con su aire a la vez
ladino y franco, sabes una cosa, tienes
una polla muy bonita.
Una ola fría estalló en su sangre, el
recuerdo del deseo y la certeza de la
pérdida; Pierce la vio venir y pasar,
como una suerte de acceso de vértigo o
angina.
Esto no tiene gracia, pensó. Ya no
soy tan joven. No lo puedo admitir. Esta
vez, era como una enfermedad, una
enfermedad de la cual no podría
librarse, una de esas enfermedades
infantiles a las que los jóvenes y fuertes
sobreviven, después de unos pocos días
de cama, pero que dejan tullido al
adulto.
Confórtame con jarabes, reanímame
con manzanas, porque enfermo estoy de
amor, enfermo enfermo enfermo.
Haré voto de castidad, pensó, claro
que sí, lo haré, ¡qué demonios! Si
después de dos matrimonios
(matrimonios sólo de hecho, por
supuesto, así como algunos son
matrimonios sólo de nombre, pero, en
fin, daba lo mismo) y una vida sexual
que a él le parecía tan variada y
violentamente satisfactoria como tenía
derecho a serlo la de cualquier hombre
normal, si aún persistía en él esa
inocencia de la que hubiera tenido que
desprenderse hacía tiempo, esa
inocencia que seguiría causándole el
mismo daño atroz, lo mejor que podía
hacer sería entonces elegir la soledad.
—Haz tu voto —le dijo en voz alta
al hombre del espejo, pálido, enjuto,
listo para la autopsia (fíjese, enfermera,
este hombre no tiene válvula en su
corazón, su pene está completamente
desprendido de su cerebro). Acaba con
eso de una vez. Gracias, pero no,
gracias.
Él no tenía por qué relacionarse con
el amor. Era un hombre, una novela.
Suponía que debía de haber otros
placeres en la vida, otras metas más
allá, diferentes de las enormes delicias
de la envolvente servidumbre sexual.
Parecían emerger a la distancia, en un
horizonte cada vez más amplio, aunque
él no pudiera imaginarlos
concretamente. Fama. Orden. Quietud.
Dinero, bienes materiales, un
conocimiento más sutil de… bueno, del
mundo y en cierto modo de sí mismo; los
placeres de la soledad, no una soledad
inevitable o impuesta como si fuera una
celda en la que no pudiera hacer otra
cosa que sacudir los barrotes con
impotente desesperación, sino una
soledad elegida, abrazada. Tuvo una
visión vivida de sí mismo, una persona
distinta: en otro lugar; autosuficiente, un
solterón afianzado, un individuo pulcro
y agradable cuya vida nadie podía
imaginar —un excéntrico, no se da con
nadie, tiene esa hermosa casa llena de
objetos bellos. Y él, un objet de vertu
por derecho propio, a quien verían
llegar al pueblo en busca de los
periódicos del domingo, acicalado como
un dandy y vestido con originalidad,
pantalones bombachos y un bastón con
empuñadura, acompañado por un perro.
Una humedad salobre le quemó los ojos.
Un perro fiel.
Algo que desear: alguna cosa que
desear, algo distinto de lo que podía
reflejar un espejo desde lo alto de una
ancha cama… Sí ahora pudiera desear,
desearía algo que desear.
Una campanilla sonó con urgencia en
ese instante, lanzando a Pierce fuera de
la cama, en una súbita actitud de
defensa, en acecho. El teléfono. No, no
el teléfono. El portero eléctrico. El
timbre de la puerta. Era el timbre de la
puerta. Quién demonios, cogió una bata
de baño y se la anudó alrededor del
cuerpo. El timbre eructó otra vez,
insistiendo, alguien estaba aún allí.
—¿Sí? —No podía ver nada a través
de la empañada mirilla.
—Pierce —dijo ella—, soy yo.
¿Puedo entrar?
La adrenalina que el sonido del
timbre había bombeado en él en un solo
instante fue, instantáneamente,
desplazada por un nuevo fluido, un
fluido frío y picante que le ahogó el
corazón y que estaba ya en las puntas de
los dedos de sus manos y sus pies, antes
aún de que su mano tocara siquiera el
picaporte. Todavía a pesar de todo
podía maravillarse de la rapidez de sus
reacciones. Cómo lograban la carne y
los nervios semejante velocidad.
Ella se deslizó por la puerta tan
pronto hubo un resquicio lo
suficientemente ancho, como si la
persiguieran; llevaba un abrigo de pieles
que él no le conocía, con los hombros
recamados de nieve.
—Vaya, hola —dijo él, la última
sílaba ahogada por la saliva espesa que
se le había amontonado en la boca.
Ella fue hasta el centro de la
habitación y se detuvo abrazándose, la
barbilla hundida en el cuello del abrigo
y sin mirarlo. Luego metió la mano en un
bolsillo profundo, sacó un sobre y,
volviéndose hacia él, se lo tendió.
—Ten —dijo—. Toma.
Desde donde estaba, Pierce casi
podía oír los latidos del corazón de ella.
Tomó el sobre, gordo y deformado por
el contenido.
—Aquí lo tienes —le dijo ella, y se
dio vuelta, todavía abrazándose—. Aquí
lo tienes, aquí lo tienes.
El sobre estaba repleto de dinero.
Billetes grandes, de cincuenta y de cien,
y algunos de veinte, más gastados y
manoseados.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó.
Se sentó en la cama, se apretó la cara
entre las manos y se restregó la frente,
los ojos, las mejillas. Luego lo miró y
sonrió—. Tienes realmente una pinta
muy cómica.
—¿Qué? —dijo él.
—Está todo allí —dijo ella—. Todo
lo que te debía. Todo lo que dije que
ganaríamos. Te lo dije. Te dije que lo
haría.
—¿Cómo? —dijo él.
—Pierce, no preguntes ¿de acuerdo?
Asunto arreglado. He acabado con esto
del todo, y para siempre.
Un enorme escalofrío la sacudió;
luego, pacientemente, como quien le
habla a un niño sin estar seguro de que
podrá comprender, le dijo:
—Pierce, encanto, por favor ¿tienes
un cigarrillo?
—Sí, claro.
La noche anterior, en su borrachera,
había comprado un paquete, lo buscó
entre las ropas desparramadas por el
suelo.
Aquí. Ahora una cerilla. Se puso el
sobre bajo el brazo y registró sus
pantalones.
—¿Todavía me odias? —dijo ella,
en voz baja, atrás de él.
—Nunca te odié. —Las manos le
temblaban de tal modo que casi no podía
meterlas en los bolsillos, las monedas y
las llaves tintineaban en el interior—.
Toma.
Ella había empezado a
desenroscarse, paseó una lenta mirada
en derredor, y Pierce pudo ver en sus
ojos cómo inventariaba el cuarto para su
fuero interno. Encendió el cigarrillo.
—¿En qué has andado todo este
tiempo? —dijo ella.
—Tú tienes que contarme —dijo él
—. Unas cuantas cosas.
—No —dijo ella—. Escucha, si
vamos a ser amigos, y yo quiero que
seamos amigos, si vamos a ser amigos,
tú no puedes preguntar. Si tú preguntas,
yo no contestaré. No contestaré y no
seremos amigos. Se suavizó un poco.
—Tal vez, cuando esto sea historia
antigua…
Lo miró y a él le pareció ver algo
lúgubre y viejo en su rostro, tal vez algo
que existiera en ella antes de que huyera
pero que había olvidado, pues la
recordaba como alguien viejo con un
rostro joven. O acaso fuera tan sólo la
mañana de diciembre.
—¿De acuerdo? —dijo ella—. ¿Qué
pasa?
Pierce se había echado a reír.
—¿Qué es lo que te parece tan
gracioso?
—Nada, nada es gracioso. Nada. —
El pecho se le sacudía de risa y las
rodillas le temblaban—. Alquimia, la
alquimia de la risa. No lo sé. —Sacó el
sobre de debajo del brazo y lo arrojó
sobre la cama, al lado de ella—. No
quiero esto. No lo necesito.
—Estás bromeando —dijo ella.
Bajó los ojos—. Iba a dejártelo. En el
buzón. Pero no pude meterlo, perdí mi
llave no sé dónde y ni siquiera estaba
segura de que aún vivieras aquí. —
Sacudió la ceniza del cigarrillo con la
uña pintada del pulgar—. Sé que lo
necesitas.
—Yo… —Empezó a decir, pero de
pronto le adivinó la intención. Hay
necesidades y necesidades. Él había
querido decir que no era eso lo que
necesitaba. Ella sólo había querido
decir que eso era todo lo que recibiría
—. Dime una cosa —dijo—. ¿Has
vuelto?
Ella meneó lentamente la cabeza.
—¿Qué piensas hacer?
Ella se encogió de hombros.
—Acabo de llegar. Me quedaré con
Effie por un tiempo. Buscaré un lugar.
Lejos, muy lejos en el fondo de su
ser, Pierce oyó su propia voz, la voz que
apenas diez minutos antes había estado
habiéndole de abnegación, de soledad:
pero en torno de esa voz, y mucho más
potente, había empezado a montarse un
mecanismo, un mecanismo de astucia y
deseo que no parecía ni siquiera
pertenecería pero que lo dominaba,
ideando estratagemas, planificando
movidas. Mientras la escuchaba, fue al
refrigerador y sacó una botella de
vodka. Un vaso.
—No mires, no mires —dijo,
ocultando la bebida—. No estoy del
todo en mis cabales esta mañana, nada
más.
Ella se rió.
—Ea, uno para mí también.
Él le llevó una copa con un dedo de
fluido helado en el fondo.
—Es todo lo que nos queda —dijo.
Ella bebió un sorbo y se estremeció
como de placer.
—Uff. Ahh. Qué bueno, es del
bueno.
—Bienvenida —dijo él,
cortésmente, y brindó con ella.
—Gracias, Pierce —dijo ella—.
¿Somos siempre colegas? —E imitando
el estilo ansioso, vehemente, de Axel,
una broma que había sido habitual entre
Pierce y ella—: ¿Somos colegas?
¿verdad que sí, Pierce? ¿Verdad que sí?
¿Verdad que sí?
Él se rió, su temblor aplacado por la
bebida.
—Seguro, para siempre.
Ella bebió lentamente el resto del
vodka, y, distendiéndose, se acostó en la
cama. Su abrigo se abrió, dejando ver un
vestido corto y unas medias brillantes.
Había adelgazado. Él estudió los muslos
y las aristas de su pelvis con piedad y
atención. No se ha cuidado nada bien,
pensó, concuna intensa punzada de
pérdida y desolación y deseo. Nada
bien.
—Oh caray —dijo ella—. Estoy
deshecha.
—Descansa. Duerme, si quieres.
—Escucha —dijo ella—. Gracias
por conservar mis cosas. Por no
mandarlas al Ejército de Salvación o
qué se yo. Quiero venir a buscar mis
cosas, si puedo. Tú sabes. Mis cosas.
—Seguro.
—Cuando tenga un lugar.
—Seguro.
Pierce no podría soportar esto
mucho tiempo más.
—Pero pronto —dijo—. Si es
posible, porque —se dio Vuelta otra
vez, todavía era invierno fuera de la
ventana—, porque he estado pensando
en irme de aquí. —Hubo un silencio, el
silencio de ella a sus espaldas—. En
mudarme —dijo.
—¿De veras? ¿A dónde?
—Oh, no sé. —Se volvió de nuevo
hacia ella, podía sentir su cara diciendo
«a donde sea, qué importa a dónde, hay
todo un mundo sin sentido ahí fuera para
vagabundear»—. Lejos de la ciudad, en
todo caso. Quizás a las Colinas Lejanas,
estuve allí este verano. Me gustó.
—Caramba. ¡Qué cambio!
—Ajá. —Sintió de pronto una
intensa piedad por sí mismo, como si lo
que acababa de decir, lo que acababa de
pensar en decir, fuera realmente cierto.
Ella seguía acostada, mirándose en el
espejo encima de la cama. Se quitó un
grumo de maquillaje de la comisura del
ojo—. No tan pronto de todos modos.
No ya mismo, quiero decir.
—Me gustaría llevarme este espejo
—dijo ella—. Si puedo.
—No.
Ella se incorporó lentamente,
sonriendo, pero en guardia.
—Es mío —dijo—. ¿No es verdad?
—Fue un regalo —dijo él—. Un
regalo mío. A nosotros.
Ella se cerró el abrigo de pieles.
—Al campo, ¿eh? Tendrás que
aprender a conducir.
—Supongo.
La sonrisa de ella se ensanchó.
—Bueno, me parece fantástico —
dijo—. Eres valiente.
Extrajo un billete de diez dólares del
sobre que estaba sobre la cama, pero al
sacarlo dejó que se soltara el fajo, los
billetes cayeron en cascada sobre la
cama. Le mostró el que había sacado.
—Para el taxi —dijo—. Tengo que
irme.
—No, espera —dijo él. Por un
momento pensó, insensatamente, en
explicar: si te llevas el espejo no me
quedará nada de ti. Hay en él mil
imágenes tuyas; nadie más que tú y yo
debería estar jamás en él, ¿no te das
cuenta? ¿No es lo justo? ¿No es lo
razonable?—. Espera un segundo. Deja
que me duche y me vista. Saldremos,
tomaremos el desayuno. Tendrás un par
de historias para contar, seguramente.
—No puedo ahora —dijo ella—.
Pero pronto. Volveremos a vernos. —
Dio un paso en dirección al armario,
tentada, pero cambió de idea—.
Volveremos a vernos. —Señaló con un
gesto la cama, o el dinero—. Me
invitarás a comer, lo pasaremos bien;
tengo un par de historias.
—¿Champán? Y…
—Te lo he dicho. —Por un momento
lo miró a los ojos y había una larga
historia en su mirada—. He acabado con
todo eso. Para siempre. —Se rió, y fue
hacia él, tendiéndole los brazos para que
la besara, él la alzó, y ella dando vuelta
la cara, oprimió su mejilla contra la de
él. Él sintió el aire frío de afuera,
todavía aprisionado en las pieles. La
intensidad de su perfume. Dentro de él,
la nieve se derritió en torrentes, y su
corazón habló mil cosas en su oreja
enjoyada, todas en silencio. El teléfono
sonó, apremiante, y sobresaltándolos.
—Caray, qué mañana agitada —dijo
ella, zafándose.
El teléfono insistía. Pierce la siguió
hasta la puerta.
—Llama —dijo—. Llama pronto.
¡No he cambiado el número!
El teléfono chillaba, enfurecido;
Pierce, se volvió y corrió hacia él,
oyendo a sus espaldas el clic de la
puerta al cerrarse.
—¡Hola!
Una pausa, la pausa confusa del
número equivocado.
—¿Hola? —dijo de nuevo Pierce,
esta vez con su propia voz.
—Oh, Pierce.
—Sí. —Tuvo la extraña convicción
de que la mujer que hablaba era la mujer
del campo, de la cabaña del río, del
paseo en bote, Rosie.
—Pierce, soy Julie. ¿Te desperté?
—Oh, hola, hola. Sí, algo así. Bueno
estaba despierto pero…
—Escucha —dijo Julie—. Tengo
novedades para ti. —Hizo una pausa—.
¿Estás sentado?
—No. Sí. Está bien. —Llevó el
teléfono a la cama y se sentó en medio
de los billetes.
—Lo hemos vendido —dijo Julie.
—Qué.
—Por Dios, Pierce. Hemos vendido
tu famoso libro, caramba. —Oh, oh,
Santo Dios ¿de veras?
—No es una suma fabulosa.
—No. Bueno.
Ella mencionó una cantidad, pero
Pierce no supo si era exigua o generosa.
—Al Urogallo, sin embargo —dijo
ella.
—¿Qué?
—Ediciones del Urogallo.
Despiértate y escucha, escucha, quieren
hacer una alianza editorial y abarcar un
mercado masivo; así que aunque el
anticipo no sea demasiado generoso, a
la larga, si prende, podría dar grandes
ganancias.
Silencio.
—Pierce. ¿Quieres hablar del
asunto? No tienes obligación de aceptar,
podríamos llevarlo a otra parte.
Un dejo de impaciencia se insinuaba
en su voz.
—No, no, escucha, hablemos.
Hablemos ahora mismo. Pero yo haré lo
que a ti te parezca mejor.
—Ellos quieren un cierto control
editorial.
—¿Qué?
—Quiero decir que ellos creen que
el libro podría marchar de veras bien, si
se lo pudiera retocar ligeramente para
adaptarlo a cierto público.
—Chiflados.
—Vamos, vamos. —Se rió—. Nada
de eso. Pero mencionaron, sí, algunos
títulos que han sido grandes éxitos
últimamente: El carro de Faetón,
Mundos en división, El alba de los
druidas. Libros de esa clase.
—Hum.
—Ellos piensan que el tuyo podría
ser como ésos.
—¿Una trama de mentiras, quieres
decir?
—Oh, vamos.
No una trama de mentiras, no. Pero
tendría que ser sutilmente degradado
casi con certeza, como necesitaba serlo
el material presentado ante una clase por
muy simplificado o esquematizado o
vividamente coloreado que estuviera: él
tendría que cometer no sólo suppressio
veri, sino también suggestio falsi. Con
súbita claridad, vio cómo aparecería, a
los ojos de un historiador (¿Barr?) el
libro que él se proponía escribir.
Tendría que incluir páginas que
parecieran simplemente ficticias, tan
ficticias como esas páginas de ciertos
novelones, que son meras
transcripciones de la conversación
ordinaria (aunque totalmente
imaginarias), condimentadas con
nombres propios, reales, pero
burdamente alterados. Muy bien. De
acuerdo.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo.
Hablemos.
—Una cosa más —dijo ella—. No
les gusta tu título.
—¿No?
—Les parece que puede despistar al
lector. Y difícil de clasificar, además.
—Muy bien, de acuerdo.
Pierce se sintió como en una línea de
fuego; era difícil comprender, en un
escenario que cambiaba a tanta
velocidad, cuál de los disparos debía
eludir, si es que había que eludir alguno.
—Tenemos que hablar.
—Pensé en una cena —dijo Julie, en
un tono más suave q aquel con qué le
había comunicado sus novedades—.
Champán. Oh, Pierce. —Un silencio
(Pierce pudo sentirla a través del
auricular, pudo ver su cara radiante)
cargado de la clarividencia de un
destino—. Yo lo sabía —dijo—. Lo
sabía.
Después de haber permanecido largo
rato bajo una ducha atronadora, Pierce
contó su dinero, los billetes que estaban
sobre la cama, y la cifra que Julie le
había mencionado, e hizo algunos
cálculos aproximados. Guardó el dinero
en el sobre, sacó las sábanas y luego de
ponerse una camiseta y un traje de
mohair (toda su ropa estaba sucia), llenó
una bolsa de lavandería.
—Santo Dios —dijo en voz alta,
interrumpiendo sus preparativos para
contemplar el día plomizo—. Santo
Dios.
Introdujo los pies en unas sandalias
de goma, recogió algunas monedas de un
cenicero; salió, bajó, se detuvo en su
buzón y retiró un puñado de
correspondencia.
No les gustaba el título. Era por
cierto el único título que el libro podía
tener. Suponía que, por el momento, para
ganar tiempo, podría proponer alguna
otra fantasía: La cofradía invisible.
¿Qué tal? La Pneumática. Los
violadores de cajas fuertes.
El rey de los gatos.
Cuando vio, por el ojo de buey de la
máquina, que su ropa, presa de vértigo,
se agitaba en un mar de jabón, examinó
la correspondencia que tenía: una carta
de Florida, hojarasca, catálogos de
librerías, una carta con una letra
diminuta y legible de las Colinas
Lejanas.
«Pierce —decía—, tanto tiempo sin
noticias. Pensé que te gustaría recibir
unas líneas de aquí. Es un mes tranquilo,
mi abuelo lo llamaba tiempo de amarrar.
Aquí estamos guardando, amarrando,
asegurando, etc., todo para el invierno.
Éste será mi primer invierno en esta
cabaña. He traído 1 saco de judías 1
saco de arroz 50 libras de patatas 1
botella de brandy leche en polvo
lámparas escopeta etc., por si acaso. Las
ovejas están bien + mandan saludos. A
Propósito me he enterado de que en las
Jambas de Blackbury hay un buen apt.
que pronto estará libre. Gente que
conozco se marcha en feb. a la costa. 2.°
piso bonita vista mirador nevera etc.
Pensé en hacértelo saber. Sería bueno
tenerte en el condado».
Firmaba, «Suerte, Spofford», y había
una posdata:
«Los Mucho han iniciado juicio».
Después de leerla por segunda vez,
Pierce se quedó sentado con la carta
sobre las rodillas, absorto en sus
pensamientos, hasta que su ropa tuvo
que ser trasladada de una máquina a
otra; y entonces, mientras veía sus
pantalones y camisas vacíos haciéndole
señales frenéticas, cayó en la cuenta,
con una lenta y asombrosa certeza, de
que hoy, este día, era su cumpleaños.
Cumplía 34 años.
Pierce Moffett, nunca, ni siquiera en
la época en que presa de vértigo en la
cumbrera de su tejado había estado a
punto de admitir que el cosmos era en
cierto sentido una historia —que el
universo era un cosmos—, había
imaginado que esa historia pudiera de
una u otra forma ser concretamente su
historia, ni su destino individual
discernible en las armonías que
empezaba a percibir, las geometrías que
empezaba a vislumbrar. En realidad,
había sido una sorpresa para él
enterarse de que la mayor parte de la
gente que se interesa en augurios,
clarividencias y profecías astrales, no lo
hace en la búsqueda de alguna
iluminación general acerca de la
naturaleza de la vida y el pensamiento y
el tiempo, sino con la esperanza de
hallar en ellas guías para la acción,
notas a pie de página a las tramas de sus
propias vidas.
Julie Rosengarten, por ejemplo,
siempre las había leído de ese modo.
Pero Pierce, incluso si una mañana
mientras caminaba por la ciudad, le
hubiera caído una caja fuerte sobre la
cabeza, interrumpiendo su historia sin
ninguna razón aprehensible y sin la
mínima prevención, no lo habría tomado
a mal, por así decir. Tenía la profunda
convicción de que su destino estaba
mucho más sujeto al azar, al error y la
suerte que a cualquier lógica cósmica o
mundana, una convicción muy anterior a
sus estudios de ocultismo, a los que, por
lo demás, había sobrevivido fácilmente.
Por otro lado, los augurios pueden, a
veces, llamar de manera tan clara, que
hasta alguien como Pierce tiene que
reparar en ellos. Ese mismo día, el día
de su cumpleaños (¡su nacimiento!) hizo,
sí, un voto; un voto que nunca había
pensado que sería capaz de hacer, pero
que hizo con la escasa energía que le
restaba de la mañana; un voto de
abnegación que era lo mínimo que podía
ofrecer a cambio de lo que súbitamente
le había sido concedido. Era eso, era
eso, esa, de ahora en adelante se
dedicaría tan sólo a favorecer su propia
fortuna y nunca más derrocharía en la
ilusoria persecución del amor los dones
que aparentemente le reservaba el
destino.
Una semana más tarde, con un
sentimiento de venganza delicioso y
vivificante; y más vivificante aún por el
dejo de temor que lo matizaba (porque
no confiaba en realidad en que su futuro
siguiera a la vista mucho tiempo)
devolvió sin firmar a Earl Sacrobosco
su contrato para el semestre de
primavera. Necesitaba tiempo para
trabajar en un proyecto especial, dijo,
que le requeriría ciertas investigaciones
difíciles, la mano derecha de la
erudición, como la enseñanza era la
izquierda; y puesto que los años
sabáticos no estaban al alcance de los
ayudantes de cátedra, debía muy a su
pesar, etc. Listo.
Escribió a Spofford en las Lejanas,
indicando una fecha de enero en la que
podría darse otra vuelta por allí, y
pidiéndole que telefoneara la próxima
vez que tuviera a mano un aparato,
llamada paga, a cobro revertido.
Y en la Navidad compró, como de
costumbre, una pequeña botella de gin y
una botella aún más pequeña de vermut
y cruzó el negro puente hacia Brooklyn
para visitar a su padre Axel: y para
anunciarle, si encontraba una manera de
hacerlo que fuese a la vez clara y no
hiriente, la noticia…
Ocho
Veinte años atrás, Axel Moffett había
ganado una buena cantidad de dinero en
uno de esos programas televisivos de
preguntas y respuestas, populares en ese
entonces, sobre cultura general. Su tema
era la Civilización Occidental, y tenía la
ventaja de conocer y adorar las antiguas
anécdotas y los grandes momentos y los
Puntos de Inflexión imaginarios y los
episodios románticos de las supuestas
vidas de los supuestos héroes de esa
civilización, desde Alejandro y
Boadicea hasta Napoleón y Garibaldi;
Pierce, formado en una historia más
científica, lo hubiera hecho mucho
menos bien; no había preguntas de
fondo, y Axel, aunque inseguro en cuanto
a fechas exactas, casi podía anticipar,
desde el principio, a cuál de las grandes
historias, relativamente escasas,
apuntaba la pregunta. Sin embargo, a una
audiencia poco instruida, sus
conocimientos debieron de parecerle
inimaginablemente vastos; tal como le
habían parecido, por lo demás, al Pierce
de catorce años que veía a su padre en
blanco y negro, extrañamente reducido
de tamaño, respondiendo con firmeza
qué austríaco había sido brevemente
emperador de México (a Axel le había
encantado la película, pobre, pobrecita
Carlota, y los ojos dulces y
desesperados de Brian Aherne). En
torno del televisor, en Kentucky, todos
aplaudieron excepto la madre de Pierce,
que se limitó a menear la cabeza
sonriendo como si aquello fuese tan sólo
otra insondable rareza de su marido, tan
sólo otra para perdonar y olvidar. Había
llegado hasta la mitad de la pirámide de
dinero en premio, cuando le dijeron
basta; los productores decidieron que
era un bicho demasiado raro para
acceder a los premios grandes (aunque
durante un rato había divertido, con su
cortesía anticuada y su forma de
responder, con los ojos en llamas y un
tono rimbombante como si respondiera a
un desafío). No. No hubo ninguna trampa
—a Axel nadie hubiera podido hacerle
caer en una trampa—, y desde entonces
siempre escenificaría su horror y su
vergüenza al descubrir que otros, en ese
mismo programa, lo habían sido;
sucedió, simplemente, que le formularon
una pregunta tan oscura, tan tangencial,
tan alejada de los Grandes Temas, que ni
aun un especialista lo habría sabido (y
se la habían formulado a unos cuantos).
A la masa, desde luego, le había
parecido una zancadilla no peor que las
muchas otras que Axel había sorteado
con holgura o más o menos
laboriosamente (¿qué canción cantaban
las sirenas?, ¿qué nombre adoptó
Aquiles cuando se escondió entre las
mujeres?); pero Axel, al oírla, quedó
estupefacto en su caja de cristal, sin la
menor idea, hasta que el reloj paró de
contar.
Lo raro era que Pierce sabía la
respuesta.
Había oído cómo la formulaban —
en la sala de TV de la academia de Saint
Guinefort esa última vez— y escuchó el
comienzo del tic tac musical que
marcaba el tiempo en que había que dar
la respuesta, sincopado con un distante
partido de ping-pong, en otro lugar del
colegio. Sin poder creerlo, había oído
desplegarse en su mente la respuesta que
valía miles, mientras Axel seguía
perplejo. La música cesó, hubo un
momento de gracia, pero a Axel no le
sirvió de nada. El presentador leyó la
respuesta, la misma que había aparecido
en la mente de Pierce; la audiencia
reunida en el estudio se condolió, los
compañeros de clase de Pierce se
volvieron de la pantalla para mirarlo,
algunos burlones, otros curiosos, otros
lamentando la pasta perdida. Pierce
callaba. Axel fue acompañado hasta la
salida, luego de ser compadecido por el
regocijado presentador, con la abatida
cabeza en alto, y una expresión en su
rostro, todo perdido menos el honor, que
Pierce no olvidaría jamás: si hubiera
visto a su padre camino del patíbulo, no
hubiera guardado de él un recuerdo más
desolador.
Nunca le dijo a su padre que él
había sabido la respuesta.
De todas maneras, el dinero que
Axel había ganado hasta entonces era
casi una fortuna; con el tiempo,
parecería una cifra casi trivial, como
tantas cifras en dólares de aquellos
tiempos; pero había sido suficiente para
comprar el bonito aunque algo ruinoso
edificio en las afueras de Park Slope en
el que Axel vivía y en el que Pierce
había nacido. Así, Axel se había
convertido en propietario, cosa que
aborrecía, pero que lo mantendría, sin
demasiado esfuerzo, en los años mal
administrados y a veces terribles que le
esperaban. Incluso ahora, cuando los
alquileres cubrían a duras penas los
impuestos y el mínimo de
mantenimiento, era para Axel un lugar
donde apoyar la cabeza. Así era como
se lo decía a Pierce, a menudo con
lágrimas en los ojos: al menos un lugar
donde apoyar la cabeza.
Esa tarde de Nochebuena, Pierce lo
encontró esperándolo a la entrada del
edificio, como un vagabundo sin hogar
que se hubiera resguardado allí (la
comparación era de Axel).
—El timbre no suena —dijo,
mientras buscaba a tientas la cerradura
—, y Gravely se ha ido a pasar las
fiestas con su gente, en la isla. Y yo no
quería que estuvieras aquí llamando,
pensando que yo no estaba en casa,
aunque no sé dónde podría haber ido.
Gravely era el encargado del
edificio, un negro muy bondadoso, e
incluso dulce, que ya desempeñaba esa
función cuando Pierce era pequeño;
Axel adoraba a Gravely, y Gravely
llamaba a Axel Señor Moffett;
encorvado, amable, lento y astuto, era
uno de esos personajes casi de ficción
que entraran en la vida de Axel como
salidos de las viejas películas que él
adoraba, y que en cualquier otra parte
habían desaparecido de la vida real, si
es que en verdad alguna vez la habían
habitado. Pierce temía por la suerte de
Axel cuando Gravely muriera.
—Dónde podría haber ido, no sé —
dijo Axel de nuevo, mientras subía las
escaleras—. Dónde podría haber ido, no
sé. Oh Pierce. Los sin hogar en una
noche como ésta. El hombre sin hogar en
esta noche, entre todas las noches. Esta,
noche, de todas las noches del año.
En una ocasión, el tío Sam había
descrito a Axel como «un poco teatral».
Al Pierce de diez años (recién llegado a
vivir con Sam) esa expresión no le dijo
demasiado; pero después de sopesarla,
Pierce pensó que tal vez Sam se refería
al hábito de Axel de repetir una y otra
vez y casi para sí mismo, una frase que
lo impresionaba, como un actor que la
ensayara, de una manera y otra,
poniendo en ella emoción o levedad
hasta que lo hacía reír o llorar. Mas
tarde hallaría otros significados más
obvios a la descripción de Sam, pero
quizá también fuera verdad lo que decía
Sam, que Axel había errado su vocación
al no dedicarse al teatro, o al
sacerdocio, una de dos.
Cuando Axel abrió la puerta, fueron
recibidos por un áspero chillido en
latín: «¡De mortuis nil, scoc, huip!». Y a
continuación: «¡Cierra el pico, cierra el
pico!».
—Es asombroso —dijo Pierce,
riendo—. Que tantos loros aprendan a
decir «cierra el pico». Me pregunto por
qué será.
—Cuándo —dijo Axel con una
expresión de agobiada paciencia—,
cuándo te vas a llevar ese bicho de aquí
Fuera, fuera de mi vida.
—Bueno —dijo Pierce— eso es, en
cierto modo, algo que he venido a
anunciarte. —Sacó las botellitas de la
bolsa de papel empapado por la nieve.
En vista de su historia pasada, Axel no
tenía bebidas en la casa; sólo bebía
cerveza, y un poco de vino en las
tabernas. Pero en los cumpleaños y en
Nochebuena necesitaba un martini, dos
martinis, para rememorar tiempos más
festivos, días más felices. Y ya estaba
preparándolos, con la coctelera, el
hielo, el batidor.
—Ahora la gente los toma on the
rocks —dijo—. Horrible, horrible. Eso
no es un martini. Sin embargo, creo que
la pizca de limón es una buena idea. Un
toque. Un toquecito de limón. De veras,
Pierce, habría que devolverlo a la selva.
No es justo, se lo ve tan miserable.
Debería andar revoloteando por la
selva, el Amazonas, como un
pensamiento verde en una verde fronda;
me hace sentir una vieja solterona,
victoriana y desaliñada. Desaliñada.
Cuándo cuándo cuándo te lo vas a llevar
de aquí. —Ahora se reía—. Libérate me
de esta esclavitud a un pájaro. —Batía
el martini—. Como un pensamiento
verde en una verde fronda. Como un
pensamiento verde: en una verde fronda.
Libera me domine.
Pierce, sentado en el sofá
descolorido, contemplaba su pájaro y su
antiguo hogar. Había adquirido una
pátina axeliana, que obliteraba casi todo
lo que allí quedara de su propia vida y
la de su madre, pese a que muy poco
había cambiado. Las paredes no eran de
ese marrón chocolate cuando él era
chico, pero no creía que Axel hubiera
pintado de ese color, lo habían
adquirido con el tiempo: ¿este sofá
había sido uno azul que él recordaba?
los enmarcados jabados de catedrales y
el retrato de William Morris
fotografiado por Cameron, eran cuadros
que, alguna vez, él contemplara
largamente. En la alfombra había un
dibujo perdido que pertenecía a sus
recuerdos. Todo estaba enterrado aquí,
como una Troya primitiva, bajo la
ordenada mugre, las baratijas, los
objetos rescatados de demoliciones, el
olor a hombre viejo.
—Libera me domine —dijo Axel
otra vez, acercándose con la coctelera y
dos copas. Pierce tuvo que mondar las
rodajitas de limón. Los dedos de Axel,
blancos, rechonchos y ahusados no eran
aptos para esas tareas, «sin nervios»,
como decía él; y frotar con ellos las
copas y luego escanciar y ofrecer. Fue
como una apresurada ceremonia del té.
Axel disfrutó de ella enormemente.
—¿Ves estas copas? —dijo. Eran
altas y talladas, con pies verdes y
aflautados—. Venecianas. Bueno, no
venecianas auténticas, pero estilo
veneciano. Imitaciones victorianas,
supongo, tal vez, posiblemente. —A
Pierce le parecían Woolworth, pero él
sabía poco de esas cosas—. De
mogollón, desde luego. Me las trajeron
los muchachos. «Toma, Axel, a ti te
gustan estas chucherías, por qué no te las
quedas. Caray, nosotros las
romperíamos en seguida». Ellos saben
¿te das cuenta? Ellos no pueden en
realidad apreciar las cosas, pero saben
que hay algo, algo que ellos no captan.
Belleza. Libros, ellos siempre me traen
los libros. «Oye, Axel, qué es esto que
encontré». Y era un Rabelais en francés,
un pequeño volumen encuadernado, sólo
uno de la serie, y yo dije «Sí, Teddy,
éste as un gran clásico», en tono
bondadoso, grave, preocupado por no
herir sensibilidades más primarias que
la suya. «Y está en francés, un francés
muy antiguo…». «¿Tú lees esas cosas?»,
me dijo. Y yo dije: «Sí, puedo
entenderlo, conozco la jerga…». Bueno,
ellos me toman el pelo, son un poco
brutos, pero honestos. Feliz, Feliz
Navidad, tú sabes cuánto, cuánto
significa para mí que hayas venido,
Pierce. Pierce, significa mucho. —
Suspiró—. Buenos muchachos, brutos
pero sin vueltas. Alborotadores.
Alborotadores. —Rió para sus adentros,
de algún recuerdo privado.
—¿Hacéis algún dinero? —preguntó
Pierce—. Siempre se sentía un
aguafiestas al interrumpir las efusiones
de su padre con preguntas de este tipo,
pero al parecer no podía evitarlo.
Desconfiaba de ese negocio de
recolección de escombros en el que
Axel se había metido con una pandilla
de brooklynitas que después del trabajo
y en los fines de semana desvalijaban
las casas y los apartamentos
abandonados de sus cañerías de cobre o
plomo y de cualquier cosa de valor que
pudieran hallar, en connivencia con los
encargados de la demolición. Tenían su
base de operaciones en un viejo cuartel
de bomberos que alquilaban al
ayuntamiento, un sitio donde podían
estar Ubres de sus mujeres y beber
cerveza en cantidades prodigiosas; se
habían jurado lealtad uno a otro y a un
hombre mayor a quien llamaban el Jefe,
un ex oficial de la marina, había
colegido Pierce, que dirigía las
operaciones —eso sugerían las historias
de Axel— en un estilo a mitad de
camino entre un campamento de scouts y
una gavilla de ladrones a lo Villon,
aunque Axel insistía en que no había
nada ilegal en el asunto. Axel les
llevaba los libros; hasta qué punto
participaba de la jarana, no lo decía
claramente.
—Dinero, bueno, dinero —
respondió—. Se necesita dinero para
hacer dinero. —Repentinamente se
sintió ofendido—. Dinero ¡para qué
hablar de dinero en un día como éste! En
este día entre todos los días del año.
—¡Scuoc! ¡Huid! —dijo el loro de
Pierce.
Pierce había notado a menudo esa
súbita elevación del nivel de ruido que
producía el parloteo de un loro. Axel se
levantó pesadamente, copa en mano; el
pájaro se deslizó hacia él, furtivo, sobre
su percha, espiando alternativamente
con uno y otro de sus ojos bolsudos.
Había una expresión de dureza en el
rostro de Axel y Pierce se preguntó si
iría a estrangularlo. Pero Axel se limitó
a permanecer de pie, allí, delante del
pájaro, y al cabo de un momento empezó
a acariciarle distraídamente la barbilla
con el dorso del índice.
—He recibido una postal de Winnie
—dijo.
—¿Sí? —dijo Pierce—. Yo también.
Da la impresión de estar bien ¿no?
Axel suspiró profundamente.
—Ayer fui a la misa de Medianoche.
En San Basilio, te acuerdas, siempre
íbamos. Winnie cantaba. Tenía una voz
tan pura. —Se apoyó en el manto de la
chimenea, la cabeza gacha, los hombros
hundidos—. Os mencioné a los dos en
mis oraciones. Mi esposa. Mi hijo.
Pierce también bajó los ojos por un
momento, y dijo:
—Así que todavía vas. ¿Sigue
habiendo tanta gente?
—La misa de los ángeles —dijo
Axel.
Axel se las ingeniaba para combinar
un ateísmo básico con cierta dosis de
religiosidad sentimental y una especial
devoción Por la Virgen.
—La música, Gloria in excelsis
Deo. Winnie podía rozar apenas las
notas agudas, tan, tan… sólo rozarlas.
—Bueno, da la impresión de estar
bien —dijo Pierce—. Descansada.
Tomándose un buen descanso. La tarjeta
sin embargo era bastante cómica.
Supongo que Dora la habrá elegido.
—Os mencioné a los dos en mis
oraciones. A los dos —dijo Axel de
nuevo—. Sois todo cuanto tengo ahora,
Pierce. Todo cuanto tengo.
Pierce hizo girar en su mano la copa
veneciana. Su comentario no había
desviado el curso de las reminiscencias
cargadas de culpa y pérdida que
emergían entre el final del primer
martini y el comienzo del segundo; pero
Pierce tampoco había esperado que eso
sucediera. Era una parte tan inevitable
de la Nochebuena como un sombrío
pronóstico de decadencia y el profundo
deseo de Hacer Todavía Alguna Cosa
Buena, eran parte de los cumpleaños,
que Axel tomaba también con gran
seriedad; del mismo modo en que
tomaba sus votos matrimoniales, y su
paternidad, y su fracaso en ambos, o lo
que él consideraba sus fracasos. Pierce
nunca conseguía consolarlo; era difícil,
dada la intensidad de los sentimientos
de Axel, decirle que lo olvidara, que no
importaba demasiado, o sugerirle,
cuando Axel abordaba con solemne
hidalguía el recuerdo de su esposa, que
Winnie (Pierce tenía la absoluta certeza)
rara vez pensaba en el asunto, de una u
otra manera. Siempre era Sam (y Dora,
ahora que Sam había muerto) quien se
acordaba de Axel, se acordaba de
mandarle postales, se acordaba de que
Axel tenía algo que ver con Pierce y
además un deber para con él. Winnie,
sobre todo, quería descansar. La
capacidad de su madre para el descanso
había sido enorme —Pierce casi no
podía recordarla de otro modo que
sentada plácidamente, el dulce rostro
abstraído, las manos abandonadas sobre
el regazo— pero siempre parecía
necesitar un poco más.
Para Winnie, estar en actividad, en
cualquier sentido que fuese, era una de
esas misteriosas y crónicas
enfermedades victorianas que presentan
pocos síntomas, pero cuya prevención o
tratamiento son tarea de toda una vida.
Sólo la había atacado en serio unas
pocas veces, hasta donde Pierce sabía;
presumiblemente cuando se casara con
Axel, quizá cuando lo había abandonado
para irse a vivir con su hermano Sam a
la muerte de su esposa; y después de la
muerte de Sam, cuando el ataque había
sido tan grave como para tener que
retirarse, a una casa de reposo, a
recobrar su tranquilidad.
Allí había conocido a Dora. Dora
había dedicado años a cuidar aun
hermano mayor viudo (como suponía
que Winnie lo había hecho también,
aunque en su caso había sido todo lo
contrario), un hermano a quien visitaba
casi a diario en su senilidad terminal en
la casa de reposo. Su muerte dejó a
Dora sin nada que hacer, una situación
que ella temía tanto como Winnie
deseaba descanso; y entonces se había
hecho cargo de la vida de Winnie, con
todas las historias fascinantes y
parientes colaterales que parecía
contener, inclusive Pierce y Axel, y
ahora organizaba a Winnie y a su
historia, desde una cadena de búngalos
que había comprado en Florida con el
dinero de la jubilación de ambas. Allí,
Winnie parecía, por fin, haber
encontrado el reposo.
—Pisanello —dijo Axel, tomando la
postal que él y su hijo habían recibido
de Florida, y mostrándosela a Pierce—.
Quattrocento, ¿no? No me parece, sin
embargo, que debieran imitar la hoja de
oro por medio de estas salpicaduras
doradas. A mí eso me parece de muy
mal gusto. ¿No podían dejarla al
natural? ¿Necesitaban dorar el lirio?
—Pintar el lirio —dijo Pierce.
—¿Pintar el lirio y dorar el oro
refinado? ¿Dorar el oro refinado y pintar
el lirio? A ver, sírveme otro, Pierce, por
favor.
Antes de lanzarse a la nieve fangosa
de las calles en dirección al viejo y
famoso (y, a los ojos de Pierce, en triste
decadencia) restaurante de Brooklyn al
que antaño la familia Moffett solía ir en
ocasiones especiales, y que ahora servía
a Axel y Pierce la cena de Nochebuena,
hubo un intercambio de regalos; para
Axel, como cada año, alguna prenda o
adorno ennoblecido por el nombre de
una tienda artesonada de Madison
Avenue, o por una marca inglesa o las
armas de la familia real; para Pierce,
últimamente, siempre algo de mogollón;
un libro, este año.
—Te acuerdas de él. Claro —dijo
mientras Pierce rompía el envoltorio—.
Oh, Dios, yo sí recuerdo cómo te
gustaba. Pedías ver las láminas, las
bellas láminas… —Axel imitó la
expresión de asombro un niño.
—Oh —dijo Pierce—. Hum.
—No la edición original —dijo
Axel.
—No importa —dijo Pierce.
—Yo te lo leía.
Era la versión de Sidney Lanier de
la leyenda artúrica, en la antigua edición
de lujo de Scribner con ilustraciones de
N. C. Wyeth. Todo cielos ultramarinos y
blancas armaduras de plata. Sí, claro
que lo recordaba. Tenía un ejemplar en
rústica, con tapas de papel satinado pero
no recordaba que le hubiera gustado
especialmente, como le habían gustado
otros libros; y el abrir este mohoso
ejemplar de tapas duras no le produjo
ninguna emoción particular; las
ilustraciones y el texto sugerían algo
remoto, intacto y frío, claro pero no
suyo: todo cuanto Pierce pensaba que
Axel quería significar con la palabra
puro, usada en un sentido absolutamente
personal, para expresar algo que a él lo
conmovía profundamente y a Pierce
nada en absoluto.
—Vaya, gracias —dijo—. Claro que
me acuerdo. —No quería encontrar los
ojos de Axel, porque temía que pudieran
estar llenos de lágrimas. Podía imaginar
que, cuando él era pequeño y su padre le
leía esas historias, Axel había
confundido su silencio y su desconcierto
con la misma profunda emoción que a él
lo embargaba; pero, en realidad, lo que
Pierce recordaba muy vividamente de
aquellos cuentos leídos a la hora de
dormir, no eran esos caballeros, sino las
dramatizaciones de Axel, con minucioso
detalle, de los episodios de la serie de
Flash Gordon. Ming el Despiadado, los
Marcianos de Barro, todo ello, los
mejores pasajes de diálogo, repetidos
una y otra vez, puntuados por la risa
autosatisfecha de Axel, y por el deleite
de Pierce; los ojos de su padre
relampagueando histriónicamente, su
cara rechoncha transmutándose de la
resolución heroica a la amenazada
pureza, a la malignidad demoníaca, una
y otra vez. Eso era lo que Pierce
recordaba.
Y sin embargo (miró la última
lámina, la capilla refulgente, el misterio
que ella encerraba) recordaba, sí, una
noche en que este libro fue la lectura a
la hora de dormir. La recordaba, aunque
era posible que Axel, quien creía
recordar hasta el último detalle de la
vida de Pierce con él, la hubiera
olvidado. Fue la víspera del día en que
Pierce y Winnie se marcharon a
Kentucky.
Pierce, en pijama, los dientes
cepillados, las oraciones recitadas,
yacía con las mantas hasta la barbilla, en
el ángulo formado por las dos paredes,
contra las cuales estaba arrinconada su
caro (cuanto más arrinconada mejor,
para prevenir la aparición cualquier
cosa que hubiera debajo de ella). Axel,
en la misma actitud reverente y tierna en
que se había manifestado todo ese día,
oprimiendo la mano de Pierce y
volviendo la cabeza para sollozar de
tanto en tanto, durante todos los paseos y
las comidas del día (Winnie en casa a
sotas para empacar), sacó del anaquel
El rey Arturo para niños.
—Este libro —dijo Axel—.
¿Quieres un cuento de este libro? ¿El
libro de los caballeros?
Pierce asintió, no importaba lo que
le pidieran con tal que lo dejaran salir
con vida del ritual de aquellos días
extraños y solemnes como una misa de
Medianoche. Sí, ese libro.
Axel, frotándose la frente, oliendo
un poco a licor y a Sensen, abrió el
volumen.
—Bueno, aquí hay una historia —
dijo—. Una historia de un niño pequeño
igual que tú —con una voz que le sonó
como un gemido cavernoso—. Como tú,
y era un buen chico, como tú. Su nombre
era Percival.
Carraspeó para disimular el sollozo
que le oprimía la garganta.
—El padre de sir Percival era aquel
rey, Pellinore de nombre, que tan
terrible batalla librara contra el rey
Arturo. El rey Arturo arrastrólo de
ciudad en ciudad, y de comarca en
comarca, y al fin lo desterró a las
florestas solitarias, lejos de las moradas
de los hombres, como a una bestia
salvaje. Todo aquello fue el comienzo
de una inmensa desventura para la dama
que antes fuera reina; y un enorme
peligro para la vida del pequeño
Percival. Ahora bien, Percival era
extraordinariamente bello, y su madre lo
amaba mas que a todos sus hijos. De ahí
que tanto temiera que el niño pudiera
morir por causa de tanta tribulación.
»Y un día, el rey Pellinore dijo:
»“Mi bienamada, no me siento
ahora, en modo alguno, apto para
defenderos a vos y a este pequeño”.
Axel hizo una pausa después de
estas palabras, tragó saliva y Por un
momento se quedó con los ojos fijos en
el vacío; Pierce, mudo de extrañeza,
aguardaba. Al fin, Axel prosiguió:
—«Razón por la cual os apartaré de
mí durante un tiempo, de modo que
podáis permanecer ocultos hasta que
este niño haya decido en años y estatura,
hasta que haya alcanzado la edad viril y
pueda defenderse por sí mismo.
»“Ahora bien, de todas mis
posesiones de otrora, sólo dos me n
quedado: un castillo solitario en esta
misma floresta (hacia el cual ahora me
encamino) y una torre lejana, en un muy
desolado confín del mundo, defendido
por altas montañas. A ese sitio os
enviaré”.
»“Y si este niño, habiendo llegado a
hombre en aquella comarca solitaria,
resultase débil de cuerpo o medroso de
espíritu, haréis de él un clérigo de las
Santas Órdenes. Pero si en cambio
demostrara ser fuerte y vigoroso, y
templado de espíritu, y si deseare
acometer empresas de caballería, no le
apartaréis de sus deseos y le dejaréis
recorrer mundo a su entero albedrío”.
Interrumpió la lectura y cerró con
fuerza los ojos, llenos de lágrimas.
—Serás un buen muchacho ¿verdad
que sí? —dijo—. Serás un buen
muchacho y cuidarás de tu madre, como
un buen caballero.
En su rincón, Pierce asintió.
—«Y así —dijo Axel reanudando
con dificultad la lectura—, así, el rey
Pellinore se encaminó hacia ese castillo
solitario donde el rey Arturo lo
descubrió y combatió contra él; y la
madre de Percival se encaminó a
aquella atalaya entre montañas que el
rey Pellinore les describiera: una única
torre que apuntaba hacia el cielo como
un dedo de piedra. Y allí moró con su
hijo dieciséis años, años en los que
Percival nada conoció del mundo, ni de
sus fortunas ni adversidades, sino que
creció salvaje y permaneció inocente,
igual que un niño pequeño».
»Oh, hijo querido. —Axel se inclinó
hacia Pierce como si fuera a hundir la
cabeza en el regazo de su hijo, pero no
lo hizo; se oprimió la frente con la mano
—. Crecerás y serás un hombre fuerte,
¿verdad que sí? Sí, y viril e inocente. Y
si deseas acometer empresas de
caballería, oh, no dejes que te lo
impidan. Oh, no.
Irguió la sufriente cabeza.
—No permitas que te inciten a
odiarme —dijo—. A tu padre. No
permitas que te inciten a odiar a tu
padre.
La histriónica mesura, la solemnidad
calculada, habían desaparecido; y
Pierce, aterrorizado, vio a una persona
adulta llorar como un niño.
—Y volverás —sollozó—. Volverás
¿verdad que volverás un día? Volverás.
Pierce no dijo nada; no sabía si esa
casa de Kentucky sería en verdad un
dedo de piedra en un páramo rodeado de
montañas, ni si volvería alguna vez a
este castillo solitario. Pero sabía, en
cambio, que a él no lo desterraban,
sabía que su madre se iba con él, huía
con él, y que hermoso no era. Para nada.
Y había vuelto, después de todo.
Pero ahora se disponía a partir una vez
más.
Durante la cena comunicó sus
novedades, empezando por la venta del
libro, a una cifra que exageró un tanto.
Axel lo celebró con reverentes
felicitaciones. Para él no había vocación
más sublime que la de escribir; pese a
su vasta y azarosa erudición, le
resultaba enormemente difícil
expresarse sobre el papel o redactar
siquiera una carta. Luego, la renuncia al
Barnabas. Esta noticia provocó
reacciones contradictorias, la docencia
ocupaba, en la escala de Axel, un rango
apenas inferior a las letras. Pierce le
aseguró que si alguna vez tenía que
volver, Barnabas estaría más que
ansioso por contratarlo de nuevo y que,
de cualquier manera, había otras
escuelas en otros sitios.
—Otros sitios —dijo Axel—.
Bueno, otros sitios.
La decisión de abandonar
definitivamente Nueva York cayó como
un hachazo. Axel la escuchó abatido y
consternado, su cara fofa se desencajó
horriblemente. En un principio optó por
considerarla sólo como una
excentricidad, una loca fantasía de su
hijo que un amable desdén ayudaría a
disipar; era absurdo, si en verdad iba a
embarcarse en un libro, abandonar las
grandes bibliotecas, las galerías, los
archivos de América, y languidecer en
un poblacho de provincia (aquí Axel
trazó escenas de la vida campestre,
inspiradas tal vez en los aguafuertes de
Marjorie Main, patanes con largas
barbas de chivo desconcertados por la
«rudición»). Pero Pierce insistió con la
misma dulzura, y al fin Axel se serenó.
—No es que te vea tan seguido
ahora —dijo—. Pero ya no te veré
nunca.
—Eso no es cierto —dijo Pierce—.
Demonios, no es mucho más complicado
venir desde allí que desde Manhattan.
En tiempo real.
Y en esfuerzo. Volveré. A menudo.
Para aprovechar las bibliotecas. No
perderemos contacto.
Axel no se consolaba.
—Oh no, Pierce, no. Oh, ¿dónde
anda ese camarero? Moselblümchen.
Mañana, a prados verdes y pasturas
nuevas. Sirve, sirve.
Hay circunstancias en que los
excéntricos más egocéntricos toman
conciencia de su excentricidad, saben
que una serie de conexiones ordinarias
entre ellos y el mundo han sido cortadas
o nunca han existido. Axel sabía eso.
Sabía que sus canales de comunicación
eran tenues, y que estaban obstruidos
por la estática, y se condolía de su
propio aislamiento. El retorno de su hijo
a la ciudad, convertido en un adulto que
lo encontraba interesante y ameno, y no
ya un niño que se sintiera apabullado e
incómodo en su presencia, había sido
para Axel un regalo inesperado,
inesperado y precioso. Y lo había
explotado al máximo, agotando el oído
de Pierce en largas y divagantes
conversaciones telefónicas, insistiendo
en visitas vespertinas a museos y
recitales de órgano, sin que lo
desanimaran los sucesivos rechazos.
Pierce significaba mucho para él: eso
decía frecuentemente; menos como hijo
—pese a la solemnidad con que asumía
el rol, le resultaba imposible mantener
durante largo tiempo una actitud paternal
— que como un amigo comprensivo, o
al menos paciente.
Pierce trataba de ser paciente.
Trataba de hacer en su vida un sitio para
Axel, una vida en la que Axel encajaba
con dificultad. Hallaba una exasperada
fascinación en el hecho de que ese
hombre extraño —rechoncho, una
cabeza más bajo que él, de pies y manos
delicados de los que se enorgullecía—
fuera su padre; el Axel que Pierce
recordaba de cuando era pequeño no era
una persona de estas características. Los
dos juntos en una salida como ésta, le
hacía pensar a Pierce frecuentemente en
aquel niñito bueno de las revistas de
historietas, y en su duende padrino con
alas de insecto que fumaba puros y que
solía acompañarlo. ¿Cómo era que se
llamaba? McFeeley, Gilhooley, nunca se
acordaba de preguntárselo a Axel. Él lo
sabría, con seguridad.
—Llévame contigo —suplicó Axel,
más bien en broma—. Sobre tus
espaldas, como el viejo Anquises.
—Puedes visitarme. Estoy seguro de
que tendré un cuarto de huéspedes. O al
menos un mirador.
—¡Un mirador! Un mirador. ¿Y
cómo se va a ese lugar, y cómo se
vuelve? Hay autobuses, supongo.
Autobuses.
—Hay autobuses. Ya la larga
compraré un automóvil, me imagino.
—Un automóvil.
El único intento de Pierce en su vida
adulta en el campo de la ficción había
sido un retrato de su padre. Pensaba
titularlo: «El hombre que adoraba la
Civilización Occidental», y durante un
tiempo trabajó en él, pero sus
transcripciones de las charlas de Axel
en la sobremesa sonaban ficticias, lo
hacían parecer un autodidacta poliposo,
un farsante, carecían de la pasión y la
vehemencia de su padre. Y los detalles
extravagantes de su vida, una vez
escritos, sonaban inverosímiles,
totalmente ficticios —tal como sonaban
cuando Axel, puro de corazón y casi
incapaz de una falsedad deliberada— se
los relataba a Pierce.
Pierce tenía que admitir que el
mundo en que vivía Axel era un mundo
real, aunque no fuera el suyo. Durante un
tiempo, después que Pierce y Winnie se
marcharan a Kentucky, y antes de que el
dinero de la TV pusiera sus pequeños
pies de nuevo en tierra, Axel había
pasado algunos años de indigencia, o
poco menos, en las calles,
vagabundeando; y había habido épocas,
después, en las que Axel había
caritativamente visitado, o torpemente
recaído, sin querer, en un submundo
poblado por ex jefes de la Marina, rudos
pero nobles de corazón, por actrices de
Broadway nonagenarias, que expiraban
entre recuerdos en sórdidos hoteluchos,
por judíos, eruditos en librerías
polvorientas que percibían bajo los
andrajos las verdaderas cualidades de
Axel; por curas obreros que él
admiraba, viriles y puros, y pegajosos
filisteos del Ejército de Salvación, de
cuya tierna misericordia (palabras de
Axel) había tenido que depender.
—Tierna misericordia —repetía
Axel con un dejo de Ming—. Tierna
misericordia.
Hasta donde Pierce sabía, todos
ellos, y las tramas que representaban,
eran exactamente como Axel las
describía. Hasta donde Pierce sabía, los
hombres del rescate de demolición en el
que Axel estaba ahora implicado, se
pasaban las manos por el pelo y
arrastraban los pies con timidez, como
Axel decía que lo hacían; tal vez dijeran
realmente cosas tales como «cuando un
amigo está caído necesita otro que lo
recoja» y en general actuaban como
personajes del Boy’s Town, que no
habían crecido demasiado. En todo caso
Axel era mucho menos inocente respecto
de su ciudad que lo que sugerían a veces
los ámbitos oníricos de los que hablaba;
menos inocente incluso, en ciertos
aspectos, que el propio Pierce. Podía
aún escandalizar a su hijo con lo que
sucedía de madrugada en las atiendas de
los bares de proletarios, frecuentados
por policías y bomberos. Pierce había
aprendido muchas cosas de Axel en los
últimos años, y no sólo en el marco del
interés que compartían por la
Civilización Occidental; también
muchas otras fuera de ella. Y de este
modo, aunque el largo y apasionado
cortejo de Axel era a menudo
exasperante; y aunque casi siempre era
imposible tener una verdadera
conversación con alguien cuya
vehemencia torrencial arrasaba las
orillas y desbordaba los canales de
cualquier conversación; y aunque todos
los amigos y las amantes de Pierce no lo
habían podido soportar por más tiempo
que el de una breve visita, Axel retenía
aún el interés de su hijo. En el fondo
Pierce quería sinceramente a su padre y
lo encontraba a veces el más extraño de
los hombres. Cuando a altas horas de la
noche, «exaltado» —como él decía—
por el vino, mientras deambulaban por
las calles de Brooklyn que conocía y
amaba, se ponía a cantar canciones de
Thomas Moore con una dulce y clara
voz de tenor, Pierce hasta sentía que lo
amaba.
—Mañana —dijo Axel en esa
Nochebuena transida de recelos—.
Mañana, a verdes prados y pasturas
nuevas.
—Verdes bosques —dijo Pierce—.
Es verdes bosques.
—Mañana a verdes bosques y
pasturas nuevas.
Después de la cena, habían ido
andando cogidos del brazo hasta el
muelle de Brooklyn Heights, para
contemplar Manhattan —última etapa
del ritual navideño recientemente
incorporado, cada uno de cuyos hitos se
había vuelto instantáneamente precioso
para Axel. Desde allí, habitualmente,
observaban el apartamento del
malogrado Hart Crane, ahora propiedad
de los Testigos de Jehová, para la anual
indignación de Axel; habitualmente Axel
improvisaba una disertación sobre el
horizonte estropeado por la presencia
allá lejos, en el centro de la ciudad, de
dos titánicos cartones de cigarrillos que
cada año volvían a horrorizarlo. Esta
noche parecía no verlos; había bebido
más que de costumbre, Pierce se había
sentido incapaz de negarle una segunda
botella.
—Oh.
Pierce. Tienes que prometerlo. No
me abandonarás.
—Oh, vamos, Axel.
—No debes abandonarme. —Con
una horrible voz cavernosa. Y en
seguida mitigándola con forzada
displicencia—. Tu viejo papá. —Tomó
de nuevo el brazo de Pierce—. No
abandonarás ahora a tu viejo papá,
¿verdad que no? ¿Verdad que no? Somos
colegas ¿verdad, Pierce? Más que padre
e hijo. Somos colegas ¿verdad que sí?
—Claro que sí. Por supuesto que sí.
Te lo aseguro, no queda tan lejos.
—Y así el joven se irguió —dijo
Axel, con un amplio ademán del brazo
—, y se envolvió en su manto azul. —Se
rió y repitió el ademán, más
ampulosamente—. Y se envolvió en su
manto azul. Mañana a verdes bosques y
pasturas nuevas. Oh, acompáñame a
casa, Pierce, acompáñame a casa, no
está tan lejos, te lo ruego.
Sí, él quería a su padre; era una
carga, pero Pierce no se sentía a menudo
avergonzado o hastiado de él; y sin
embargo —se preguntó en el tren de
regreso, mientras cruzaba el río hacia
Manhattan, ya desatados todos los lazos
de pasión con la ciudad— hasta qué
punto el hecho de tener un padre como
Axel había influido en aquel voto que se
sintiera obligado a hacer la noche de su
cumpleaños: se preguntó (las manos
frías, hundidas en los bolsillos de su
gabán, helado el corazón
momentáneamente hueco) en qué medida
los efectos de esa extraña e incurable
herida que de algún modo Axel sufriera
tanto tiempo atrás, habían recaído sobre
él; y hasta qué punto tendría que ver con
la que Pierce sentía ahora abierta y no
restañada dentro de él.
—Bueno, mañana a verdes bosques
y pasturas nuevas.
Y así, en la primavera, Spofford
bajó desde las Colinas Lejanas en su
viejo camión; y Pierce y él lo cargaron
con el contenido del apartamento, menos
tres docenas de cajas de libros enviadas
por separado. El camión de Spofford era
descubierto, de modo que mientras lo
cargaban ambos miraban ansiosamente
el cielo, pero el día se mantuvo radiante.
Colgaron en el ascensor los lienzos
protectores que el encargado insistió en
que utilizaran, y en esa celda forrada,
dos locos incansables, atareados,
subieron y bajaron en compañía del
escritorio, la máquina de escribir, la
cama, los cuadros, los bibelots y un
enorme espejo ornamental, pesado como
una lápida, todo lo cual parecía fuera de
lugar, un tanto llamativo y avergonzado
de estar expuesto allí a la luz del sol
primaveral.
Pierce había hecho ya todas sus
despedidas; una cena, la víspera, con la
Esfinge, la más dispendiosa. Ella había
conseguido, dijo, un apartamento
diminuto a precio antiguo, uno de los
pocos que aún quedaban en un barrio
chic, en el centro de la ciudad, donde
vivían algunos de sus antiguos clientes;
todavía no estaba en condiciones de
pagar la electricidad y vivía a la luz de
las velas, comía fuera y no quería
teléfono. Había empezado a ganarse un
poco la vida, frecuentando las tiendas de
ocasión y los mercadillos, adquiriendo
chucherías, bufandas estampadas y
corbatas pintadas a mano, bisutería,
naderías, art Decó dijo riendo y
encendiendo otro cigarrillo. Los precios
que ponía a estos artículos eran inflados
para demostrar la infalibilidad de su
gusto y la pericia de sus búsquedas; los
revendía a sus conocidos, a menudo a
aquellos mismos antiguos clientes, cuyos
deseos de tales cosas eran tan intensos
como repletas sus billeteras.
Una tienda ambulante de
antigüedades.
Tal vez (propuso Pierce, en el breve
final de la velada, agotado por alguna
razón pero impelido a continuar sin duda
por la misma razón) podría ver ese
pequeño apartamento a la luz de las
velas. El suyo era esa noche un caos
tal…
No, ella no creía que pudiera. Era un
vertedero, un verdadero vertedero; tal
vez cuando lo arreglara…
—Ya no estaré aquí para entonces.
—Volverás. Y además yo iré a
visitarte.
A Pierce, imaginando sus tacones
altos en la acera de su calle, su perfume,
a la orilla del Blackbury, le pareció
inverosímil. Y sin embargo, quizá no
fuera más inverosímil que lo que él
mismo había hecho —o estaba a sólo un
paso de hacer, lo que estaba a punto de
hacer—: mudarse. Una noche reciente,
saturada de olores primaverales, había
salido a caminar por la plaza de la
Universidad y el parque Gramercy,
asomándose al parque privado; donde la
hierba era verde y los tulipanes
empezaban a florecer. Dio la vuelta
alrededor del parque observando los
altos ventanales de los espaciosos
apartamentos que lo flanqueaban,
edificios suntuosos que él siempre había
codiciado. Tal vez, pensó, si un lugar
como éste o como aquel otro fuera mío;
una llave de este parque; una renta
suficiente como para mantenerlo…
entonces, quizá, me quedaría. A pesar de
la Esfinge remota, allá en el centro de la
ciudad.
—Hazme una oferta —le dijo a la
ciudad—. Hazme una oferta.
Pero la ciudad no le hizo ninguna, ni
tampoco la Esfinge, tan sólo lo besó
entre una nube de humo, y sin lágrimas, y
le pidió que escribiera.
Y ahora estaba listo para partir.
De todos modos nunca le había
gustado este lugar —pensó, paseando
una mirada por el apartamento vacío,
desolador sin la vida de Pierce, con los
oblongos fantasmas de sus cuadros en
las paredes, las pocas cosas buenas y
las muchas extrañas que le sucedieran
allí, barridas junto a otros detritos o
embaladas para la mudanza. Cerró para
siempre la puerta. Y pisando fuerte con
sus nuevas botas de campo salió, al
corredor llevando la última de sus
pertenencias, una alta banqueta roja de
cocina. La banqueta coronó la pila de
objetos en el camión, y con ella
balanceándose en la cima, él y Spofford
salieron traqueteando de la ciudad;
parecerían, supuso Pierce, pioneros
huyendo de la sequía. Y a la mañana
siguiente Pierce estaba ya en su mirador
observando el ir y venir de las luces
oscuras y plateadas en el río Blackbury,
las manos metidas en las mangas de su
suéter y una sonrisa espontánea en su
rostro.
Muy bien, dijo, no exactamente en
voz alta, dirigiéndose a todos los
poderes capaces de concederle tres
deseos; venid ahora, venid ahora. Venid
ahora, porque he elegido mi destino, me
he salvado y desde aquí puedo hacerlo:
venid ahora, ahora que puedo mandaros
a paseo. Venid ahora, ahora mismo;
porque no sabía cuánto más durarían
este momento o esta fuerza.
Nueve
Más o menos a la misma hora, Beau
Brachman, en la acera de enfrente, salió
a su soleado balcón, el primer sol
matinal lo bastante cálido como para
tentarlo a salir; sobre la pequeña
plataforma que había erigido, tendió una
estera de oración. Desplazándose con
deliberada cautela, pero experimentando
muy en su interior algo de la alegría que
procura un viaje emprendido después de
un largo confinamiento, subió a la
plataforma y se sentó en posición de
loto. Apoyó las manos sobre las rodillas
como sobre un mirador o la barandilla
de un barco. Miró a lo lejos, más allá de
los tejados del pueblo, y el centelleo del
río.
Pensó que sólo haría una breve
excursión, ya que había perdido la
práctica; sólo para ver, como las
marmotas recién salidas de su
madriguera, como los halcones que
regresaban, para ver que había sido del
mundo desde la última vez que tuviera
una clara visión de él.
Pasaron veinte minutos, veinte
minutos medidos por el reloj escondido
en la panza de una tetera, en un estante
de la cocina del albergue Lejanas de
Val, veinte minutos en el Longines
automático con pulsera de lagarto de
Boney Rasmussen.
Girando con precaución sobre su
estera no demasiado estable, miró desde
lo alto al Beau que abandonara en el
balcón todavía firmemente sentado
sobre la estera de oración. Cambió
entonces de rumbo y contempló las
montañas del Noroeste que desde su
balcón que miraba al río nunca podía
ver: el Monte Merrow, arropado en sus
bosques de abedules; el Monte
Whirligig, con un castillo amurallado en
la cima; el Monte Randa, el más
imponente de todos. Girando un poco
más en esa dirección, Beau vio el
monumento en su cumbre semejante al
cuerno de un unicornio.
Más arriba. Los valles de las
Lejanas, pespunteados de ríos y
senderos, pálidos a la luz del sol
primaveral, los caminos todavía
empolvados de las arenas y la sal del
invierno, y las praderas de tierra rojiza
y sin vida. Unos pocos animales
pastando dispersos: allá iba —notó, sin
extrañeza— la gran camioneta Bison de
Rosie Mucho traqueteando en dirección
al pueblo para una entrevista con un
abogado o un juez; y allá, un poco más
sorprendente, el escarabajo de Val,
recién emergido de su crisálida, a punto
de toparse con Rosie en el puente de
Bella Vista. Otra docena de camiones y
coches fueron apareciendo a medida que
tomaba altura, un pequeño convertible
rojo, una destartalada furgoneta de
reparto, Beau alzó los ojos: estaba
sobrevolando las colinas.
Aquí, en las alturas, el aire era más
límpido, la cúpula del cielo se oscurecía
hasta un azul cobalto, como el cielo
diáfano que corona un desierto, y las
reticuladas cadenas de montañas se
perfilaban ante él, claras y nítidas. El
Monte Merrow, donde vivían los ricos
en casas de cristal, sobre laderas
escarpadas, abiertas al abismo; el Monte
Whirligig, más alto y ahora en
movimiento —así lo vio Beau al
aproximarse— como un juguete
mecánico. El castillo de la cima
aparecía y desaparecía, como si fuera
bidimensional, invisible de perfil,
visible de frente, visible, invisible.
Bidimensional o no, había una zona de
sombra en su interior, como si en esa
oscuridad se estuviera forzando un
nacimiento, el de un bulbo fuera de
estación, el de un feto que fuera
dolorosamente articulado, miembro Por
miembro, en la oscuridad. Beau sintió
una intensa repugnancia. ¿Qué era eso?
Tan lejos de la tierra, Beau aprehendía
no tanto imágenes como sentidos y
significados, simetrías y discordancias,
y cuanto más se alejaba, cuanto más se
oscurecía el aire, más intensamente los
percibía: como si estuviera quedándose
progresivamente ciego, y el significado,
cual un sabor o un olor, se hiciera mucho
más intenso para sus sentidos.
El Monte Randa, ahora, su frente
calva, su cara arrugada, su barba de
árboles que esperaban pacientemente
reverdecer. Los halcones aleteaban
inquietos, en el aire turbulento,
alrededor de sus pómulos cortados a
pico. En las laderas, Beau vio subiendo
cuesta arriba, por una senda escarpada
como un antiguo desgarro, a un
peregrino atontado por la fatiga y
desesperado por llegar a la cima: hacia
la cual el propio Beau ascendía
plácidamente en espiral, remontándose
por encima del vuelo de los halcones.
La cima. Y —mientras las montañas
dirigían hacia él sus sorprendidas
miradas, y el cielo reparaba en su
presencia— Beau se precipitaba veloz
hacia el Monumento.
Que era, o parecía ser, a medida que
Beau se acercaba a él un pedestal de
piedra atiborrado de signos en
bajorrelieve; y sobre el pedestal un
elefante también de piedra, inelegante y
fornido, que levantó la trompa e inclinó
el grueso cuello para mirar de soslayo a
Beau, que se acercaba; y sobre el lomo
del elefante, un obelisco con jeroglíficos
tallados, pájaros, bestias, cosas.
¡Robusto el elefante! Mientras Beau lo
rodeaba, el obelisco se balanceó debajo
de él, un puntero, un gnomon; Beau
siguió flotando hasta que el Monumento
quedó inmóvil, y entonces, con un
vértigo delicioso, se sintió despedido de
su estera.
Su pie desnudo, seguro, extendido,
tocó la punta del obelisco; la rodilla se
le dobló; con toda su fuerza Beau saltó
hacia arriba, el elefante y el obelisco se
balancearon y tambalearon detrás de él
casi a punto de caer. Beau se lanzó como
una flecha a través del cielo crepuscular.
Las estrellas eran ya visibles, y él ya
era visible para ellas.
Su salto hacia el vacío había
imprimido a Beau una aceleración de
escape y ahora se desplazaba a una
velocidad constante; pero no había o no
parecía haber un infinito para que Beau
viajara en él. La inmensidad se
transformaba en esferas concéntricas,
como las bambalinas y los telones de un
anticuado escenario, que lo contenían y
restringían su vuelo. Había esferas de
aire y de fuego, y más allá de ellas, las
esferas de los siete arcontes; yendo y
viniendo como caballos de carrera
mecánicos en sus pistas. Y más allá,
tomados de la mano como esos
muñequitos recortados en papel, doce
enormes figuras rodeaban los cielos sin
fondo y sin cima, los Eones, seis debajo
del horizonte, seis por encima, los seis
que lo vieran saltar y que ahora lo
contemplaban desde arriba; y sus
miradas no eran benévolas.
Heimarmene. La eterna sucesión de
los engranajes del cielo.

Beau sabía que los cielos no


acababan en ellos, que había mas allá
esferas de cuya existencia ni ellas
mismas tenían noticia y no podían
imaginar, cada una de ellas extensa
como una vida y conteniendo vidas
enteras de trabajo y transhumancia y
risas y lágrimas que era preciso
atravesar para llegar a la siguiente. Beau
absorbería cada una de ellas al
atravesarlas, creciendo, expandiéndose
en busca de su propia infinitud, hasta
que la encontrara al fin yendo hacia ella
por el mismo camino.
Sin embargo, ni siquiera había
llegado aún a la primera esfera de fuego,
donde vaya a saber qué cosas lo
esperaban. Ya no se desplazaba veloz
por el espacio, y ahora tan sólo flotaba,
súbitamente pesado, presa de vértigo.
¿Y de miedo? Sí, también de miedo.
Existía un nombre para cada una de
aquellas potestades a cuya vera él debía
pasar, y para las esferas que ellas
configuraban, los Eones que las
componían, los sufrimientos que
causaban (todo una misma cosa); tan
pronto como Beau recordara el nombre
de la primera y tuviera voz para
pronunciarlo, empezaría a cruzar.
Pero no ahora. Había empezado a
caer, el peso de su corazón, que
golpeaba sus costillas de hierro, lo
empujaba hacia abajo.
Que golpeaba. No, no era su
corazón. Beau cayó hacia atrás desde el
aire por encima de las montañas, del
obelisco y el elefante socarrón, y dando
una vuelta de carnero cayó sobre su
estera de oración en el balcón de la
calle de los Arces. Alguien golpeaba a
su puerta.
—Beau.
Entró en la habitación y vio a Rosie
Mucho, que se asomaba a la puerta, con
un cómico mohín de azorada intrusión.
—Beau ¿estás levantado?
—Entra, Rosie.
—Oh, Beau, perdóname…
Estabas… Estabas…
—¿Qué pasa, Rosie? ¿Quieres dejar
a Sam? De acuerdo, aunque hoy no le
tocaba venir.
Algún día, pensó, algún día: algún
día cruzarás la frontera y ya nunca más
necesitarás volver, en vez de regresar,
vas y vas. De un reino a otro reino, cada
uno diferente. Eternamente.
—Es algo así como un caso de
emergencia —dijo Rosie, entrando en la
habitación; y Sam, con las mejillas
encendidas por el aire, entró aferrada a
los pantalones de su madre.
—Está bien —dijo Beau—.
Descansa, descansa ¿quieres té?
—No puedo. —Se acercó a Beau y
lo llevó a un rincón fuera del alcance
del oído de Sam, que ahora se había
detenido para arrodillarse delante de un
receloso gato atigrado hecho un ovillo
sobre la alfombra—. La cosa es que
tengo que ir a Cascadia, al tribunal.
Mike y yo ¿te imaginas qué descaro? Es
culpa de él que tengamos que ir; y hace
apenas una hora me llama para decirme
que no puede, que no tiene coche. Tengo
que ir a recogerlo —su rostro denotaba
una profunda incredulidad—. ¿Te das
cuenta?
—Calma, calma. En este momento
estás saliendo fuera de tu cuerpo. Te
hará bien.
Ella cerró los ojos, se tomó los
codos con las manos; respiró hondo;
abrió los ojos como si despertara de un
largo sueño y en un mundo distinto: todo
para serenarse.
—Está bien —dijo—. Es un poco
disparatado.
Beau, con un golpecito, le descruzó
con dulzura los brazos y la tomó en los
suyos, estrechándola contra su pecho.
De improviso, las lágrimas irrumpieron
absurdamente en los ojos de Rosie,
provocadas como un acto reflejo por el
gesto de Beau. Pasado un momento,
Beau la soltó.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —dijo ella, turbada y a
la vez agradecida—. Hasta luego.
La cabeza ensortijada de Sam, como
una pequeña estación de radar, giró en
seguimiento de la cabeza de su madre,
que apartándose de Beau, se agachó
para besarla, se irguió otra vez para
marcharse.
—Volveré pronto, Sam. Pórtate bien.
—Las lágrimas que Sam había estado
conteniendo durante un rato estallaron al
fin, pero Rosie desaparecía ya,
escaleras abajo.
Recogió a Mike en la entrada de La
Cueva de las Roscas, tocando con
insistencia varias veces la bocina para
llamar su atención. Desde que Rosie lo
viera por última vez en el juzgado, Mike
se había afeitado el bigote, pero ella
prefirió no darse por enterada. Mike
subió a la camioneta y cerró la pesada
puerta de un tirón; saludó a Rosie, con
un aire a la vez modoso y satisfecho de
sí mismo.
—El gato que se comió al canario
—dijo ella.
—Yo nunca he comprendido —dijo
él, con su sonrisa presuntuosa— lo que
significa esa frase.
—Antes que nada quería decirte —
dijo Rosie—, que de verdad estoy muy
fastidiada contigo por esto. —Dio media
vuelta para enfilar en la otra dirección,
la autopista y Cascadia—. No puedo
menos que pensar que lo haces a
propósito.
—Es que tengo un propósito —dijo
Mike ahora con un tono mas grave—.
Claro que tengo un propósito. No creo
que sea eso lo que quieres decir. Pero al
menos podrías suponer que tengo algún
motivo mejor que el de molestarte,
simplemente.
Desde que habían firmado el
acuerdo de separación (un documento
bastante simple, cuya existencia sin
embargo, perturbaba profundamente a
Rosie), Mike no había hecho más que
buscarle defectos, modificarlo,
agregarle cláusulas. Solía dar vueltas y
vueltas a una u otra condición o cláusula
y con frecuencia (a altas horas de la
noche), llamaba a Rosie para
discutirlas; largos monólogos
divagantes, no hostiles, acerca del
matrimonio y la justicia y sus propios
sentimientos. Cuando Rosie se negaba a
hablar con él, la hacía llamar por su
abogado —su abogado era una mujercita
de huesos pequeños, ojos grises y
expresión feroz que intimidaba a Rosie y
que al parecer estaba dispuesta a hacer
por Mike cualquier cosa; y a la larga
este tira y afloja había adquirido tales
proporciones, que ahora el acuerdo
debía ser revisado de nuevo por el Juez.
—Era importante para mí —dijo
Rosie— yo también soy una persona,
Rosie…
—No quiero hablar de eso, Michael.
Allan me dijo que no hablara de cosas
contigo, y yo no voy a hablar de cosas.
El vehículo salió de las Jambas a la
autopista del Sur, para internarse por las
carreteras que iban a Cascadia, sede del
juzgado de la región.
Y sin embargo, probablemente fuera
cierto que no lo hacía Para molestarla,
pensó Rosie; él estaba más metido en
esto que ella; sus necesidades, lo que él
sentía que era lo justo para él, lo
Preocupaban más que a ella. Allan
Butterman le decía que las suyas
deberían preocuparla tanto como a él,
pero no lo hacían; para Rosie el mero
hecho de tener que negociar por las
cosas, el dinero, los derechos, hacía que
nada de eso valiera la pena; cuanto más
Polenta fuera esa negociación, menos
valdría la pena. Ceder los bienes
requería menos negociación que luchar
por conservarlos, y a no ser por Allan,
ella lo habría cedido todo, y asunto
terminado.
—Bueno, y cómo estás entonces, en
general —preguntó Mike—. Si es que
esto se puede preguntar.
—Perfectamente —dijo ella, con
recelo.
—¿Estás haciendo algo? —No la
miraba a ella, miraba por la ventanilla
como si buscara algo, como los actores
de TV cuando viajan en coche, para
llenar el tiempo mientras recitan sus
parlamentos.
—Sabes que estoy trabajando para
Boney. En la Fundación, a jornada
completa.
—No me refería a eso —dijo Mike
—. Cuando estabas conmigo siempre
tenías montones de proyectos. Pintabas.
—No pintaba.
—O cosas por el estilo, tal vez
ahora estés demasiado ocupada.
Los moteles y restaurantes de la
franja de Cascadia habían aparecido, la
geometría amebiana de sus letreros y
terrazas. La Correduría. Los Brazos de
Morfeo. El Volcano.
—En realidad —dijo Rosie—, he
estado pensando en un cuadro.
—¿De veras?
—Uno bien grande. Mucho trabajo.
—¿Sí?
—Es un cuadro —dijo ella,
improvisando— de las Valkirias. ¿Es así
como se llaman las guerreras que
transportan a los soldados muertos?
—Hum, sí. Valkirias.
—Bueno. De ellas, pero no en la
batalla. Después. Las Valkirias, ya sin
armas, reposando al final de la jornada,
quitándose las armaduras.
Mike había empezado a sonreír,
mirándola de soslayo, interesado.
—Mujeres corpulentas —dijo Rosie
— pero no en pose. No dramáticas.
Ordinarias. Un poco doloridas tal vez,
agachadas, desatándose los cómo se
llamen de los tobillos. Montones de
armaduras alrededor, como equipos de
fútbol.
—Vestuario de mujeres.
—Algo así, pero no en broma.
Realista. —Nunca hasta ese momento
había pensado en ese tema, acababa de
ocurrírsele, pero ahora podía verlo con
gran vividez; el apagado resplandor de
los colores de Rembrandt, una oscura
tierra de nadie; grandes cuerpos
relucientes de mujeres comunes,
conversando, observándose ociosamente
los magullones, los rostros como los que
aparecen en las Cándidas instantáneas,
cargados de pensamientos secretos—.
¿Quiénes eran?
—Me gusta —dijo Mike—. Una
ojeada al vestuario de las mujeres. Algo
que siempre me ha atraído.
—No es eso —dijo Rosie—. No lo
que tú estás pensando.
—¿No? ¿Entonces qué estarían
haciendo?
—Están allí, simplemente —dijo
Rosie—. Están cansadas.
Mike seguía sonriendo ante el
cuadro imaginado por él. Rosie
experimentaba una ligera irritación
familiar, la impaciencia de ser mal
entendida, especialmente por la
omnívora calentura de Mike.
—Y tú ¿cómo estás tú? —preguntó
ella, devolviendo el golpe—. ¿Cómo
está Vampira?
—Rosie.
—¿Y qué? ¿No os vais a casar
cuando todo esto haya terminado?
—Éste no es un tema de discusión.
—Volvió a mirar por la ventanilla
acariciándose el sitio donde estuviera el
bigote. Pobre tipo, pensó Rosie,
mirándolo de soslayo, atrapado en las
redes del amor.
Alguna vez, Mike le había contado
que al principio, cuando empezara a
estudiar Psicología, se hablaba aún de
un «período de latencia» en los varones;
algo que a él lo había intrigado, puesto
que nunca había pasado por un período
de latencia: siempre, toda su vida —dijo
— había estado ansioso por meterse
entre las piernas de las chicas, o que las
chicas se metieran entre las suyas; había
pasado toda su infancia intentándolo.
Curioso en un psicólogo, pensaba
Rosie, esa irreflexiva proyección de sus
deseos sobre el mundo, esa proyección
de que Mike era capaz. Sus deseos eran
a veces —con mucha frecuencia—
frustrados, y ello le causaba dolor (y
elaborar el dolor era lo que Mike
llamaba Crecimiento y Madurez); a
veces, decía, se sentía incluso a merced
de sus deseos, y mucho mejor sin ellos;
pero de todos modos los tomaba como
simples datos, así como el valor que
otorgaban a lo que él deseaba. Nunca
tomaba en cuenta el hecho de que el
deseo podía inducirlo a error en la
elección del objeto; él podía decir que
sí, pero no era verdad.
Ésa era una de las razones del
absurdo trío en el que Mike la había
embaucado a ella, a ella y a una asesora
legal de Los Leños, con quien Mike se
había encandilado: el indudable valor
que Mike le atribuía, su noche famosa,
tan difícil de rehusarle, como a un
chiquillo diligente que quiere barrer tu
vereda o rastrillar tu jardín.
—Es posible que las cosas no te
salgan tan bien —dijo ella,
repentinamente seria—. Ya sé que ella
es tu tipo, ese tipo misterioso de mujer
morena.
—En realidad ella es muy lista —
dijo Mike. Alzó la barbilla, un gesto
rápido para aflojar el cuello de su
camisa, un indicio de que hablaba en
serio de sí mismo y de sus proyectos—.
Está haciendo investigaciones para mí.
Aplicando el Método. La Climateria.
Aplicando los parámetros a vidas
elegidas al azar. Ha descubierto cosas
interesantes, es muy voluntariosa.
Ésa había sido la otra razón, desde
luego; Rose, su buena voluntad, su
abstraída y mansa aquiescencia. Mike la
confundía con calentura, porque él
quería que lo fuese. Pero era fantasmal.
La mirada de algún modo ausente, nunca
del todo atenta a lo que acontecía.
Al principio, la noche aquella no
significó nada para Rosie, o eso le
pareció, al menos; apenas la sorpresa de
lo bien que habían ido las cosas, la poca
resaca que dejaran. Aquella noche, ella
se había desprendido de algo, ahora lo
veía. Se había apartado, había dado
media vuelta, y empezado a alejarse. Y
aunque creyó al principio que sólo se
alejaba de Mike y sus necesidades, de
su matrimonio, de Stonykill, desde
entonces había continuado alejándose,
siempre más lejos, más lejos tal vez de
lo que ella misma creía, siempre más
lejos de, nunca hacia.
Un estremecimiento inmenso,
irreprimible le sacudió los hombros.
—¿Qué? —dijo Mike.
—Nada —dijo ella—. Alguien
acaba de caminar sobre mi tumba.
La Bison alcanzó la cresta de la
última estribación de las Lejanas, y el
carril que conducía hacia Cascadia se
desplegó a través del valle, las
gasolineras, los restaurantes en
miniatura y los aparcamientos repletos
de coches: un batiburrillo de juguetes
multicolores; el surco de la carretera
que los separaba se perdía en la vieja
ciudad gris, desde aquí casi un paisaje
del Cinquecento, los barrios populosos
y los ennegrecidos campanarios, la
cúpula del Palacio de Justicia.
Si alguna vez quisiera endurecer la
negociación, pensó Rosie, si necesitara
hacerlo, podía esgrimir esa historia
contra él; llamara Rose al estrado y
hacer que Allan la obligara a declarar lo
que Mike y ella hacían juntos. Porque
ella, Rosie, había sido una madre
separada ejemplar, en realidad, dadas
las circunstancias, no había tenido
verdaderas tentaciones: se había portado
bien. Había prescindido desde esa
noche del último verano, la fiesta a la
orilla del río, la fiesta de la Luna llena:
cuando Spofford la había empujado al
tenderete de perros calientes, y se había
acostado con ella sobre su vieja manta
navaja, mientras afuera continuaban los
rumores de la fiesta.
En sus sucesivas comparecencias
junto a Allan Butterman ante el Tribunal,
y en los arbitrajes, Rosie había
comprendido por qué Allan parecía
siempre abrumado por emociones
intensas, apenas contenidas. En tales
circunstancias a Rosie la inundaba una
multitud de sentimientos contradictorios
y variables, incapaz de evitarlos o
mitigarlos: furia cuando Mike mentía,
triunfo cuando Allan respondía
eficazmente, culpa, turbación, odio,
ninguno de los cuales le gustaba sentir.
Aquellas audiencias no le parecían a
ella negociaciones sino un horrendo
ritual oscuro en una cárcel de Piranesi,
un castigo impuesto para poder luego
salir en libertad: podrás irte si eres
capaz de soportar esto, si puedes
caminar sobre estas ascuas, bañarte en
esta hirviente sangre de toro. Allan,
quien con seguridad no sentía nada de
todo esto, probablemente sólo lo
absorbía del exceso de los vapores de
sus clientes y de aquellos con quienes
trataba.
—No sé cómo los jueces pueden
decidir —le dijo a Allan durante una
pausa (Mike cuchicheaba con su
abogada en el rincón opuesto)—. ¿Cómo
saben si lo que deciden es lo justo?
—No lo saben —dijo Allan,
estirando las piernas, cruzando los
pequeños pies calzados de negro—. Un
juez que conozco me confesó cierta vez
que en verdad eso le preocupaba, el
hecho de no saber. Y no me sorprendió
en absoluto lo que me dijo. Él tenía
plena conciencia, dijo, de que no sabía
nada más que lo que exponían las partes.
El marido y la mujer se comportan
ambos de la mejor lanera; el crío,
endomingado. De haber vivido con ellos
puerta con puerta, habría sabido mucho
más. Pero él tiene que tomar su decisión
basándose en lo que sí sabe, aun cuando
ello no sea, ni de lejos, la historia
completa, ni siquiera la verdadera
historia; y aun ciando su decisión vaya a
afectar a los interesados para toda la
vida.
Rosie sintió un terrible pavor, como
una ráfaga de viento frío. Quizá había
cometido un error al decidir como lo
hiciera tan instantáneamente quedarse
con Sam. Cuando quizá fuera Mike
quien, en realidad y después de todo, la
quería más. Por un momento, un abismo
pareció abrirse dentro de ella, desde
donde le era difícil escuchar a Allan.
—Lo único que lo reconfortaba —
dijo Allan— era su absoluta certeza de
que, si dictaba una sentencia
equivocada, todos acabarían por
comparecer una vez más. Y otra. Hasta
que toda la historia íntegra y verdadera
saliera a la luz. —Miró a Rosie de
soslayo—. Quien sabe —dijo.
Había intentado convencer a Mike
de que fuera su abogadita quien lo
llevara de vuelta a casa, pero él arguyó
(¿no se cansaría nunca?) que a lo mejor
tendría que esperar varias horas hasta
que ella resolviera sus diversos asuntos
en el juzgado, y que parecía poco
razonable no compartir el mismo viaje
en la que fuera, hasta hacía muy poco, su
camioneta.
Puede que estuviera cansado. Subió
al asiento trasero empujando los rotos
libros para colorear, las galochas y
mapas y vasitos de helado, las latas
vacías de aceite, y se tendió. Su cuerpo
era de los que se adormecen con el
suave traqueteo del coche y el ruido de
un motor. Ni siquiera se despertó cuando
Rosie viró hacia un paisaje pintoresco y
detuvo la camioneta en punto muerto.
Mi castillo, pensó. Era informe y
cómico visto así, tan de cerca, un
ramillete de chimeneas dispuestas al
azar, envuelto en la sórdida palidez del
invierno, igual que el resto del mundo.
El Butterman. No suyo, en realidad, no,
desde luego; por mucho que lo hubiera
acariciado en lo profundo de su alma,
como al castillo de una alegoría, que
representara todo lo suyo. Todo lo que
era suyo.
Si se escabullera ahora abriendo la
puerta sin despertar a Mike, podría
saltar el parapeto y descender hasta la
orilla del río. Allí podría encontrar un
bote, un bote a remo, olvidado al azar,
volcado sobre la playa, los remos junto
a él; y zarpar a través del río, arrugado
como seda gris, y llegar a las rocas de
Butterman. Y entonces.
Absurdo, pensó: como si ese
edificio estuviera lo bastante lejos como
para huir y ocultarse en él. La
encontrarían tras una búsqueda y la
traerían de vuelta y la obligarían a
continuar con la vida que llevaba o
fingía llevar. Era verdad que hacía
tiempo que Rosie no pintaba, pero no
porque hubiera estado muy ocupada;
sucedía que, de algún modo, había
empezado a dudar de ella misma como
pintora: no de su talento ni de su
habilidad necesariamente, sólo je sus
razones para hacerlo; no sabía bien por
qué ella, o quienquiera que fuese,
pintaba. Mi arte, mi pintura.
Era como la camioneta y los bonos
de ahorro y las cuotas de préstamos por
los que Mike quería negociar: uno tenía
que saber por qué hacía las cosas para
que todo le saliera bien, de lo contrario
más valía no hacerlas.
Mike sabía. Mike sabía lo que era
suyo y las cosas que quería y lo que
amaba; y si Rosie estaba segura de que
lo que Mike más amaba en el mundo era
Mike —de que él estaba cometiendo un
simple error como un gatito que le pega
a su imagen en el espejo— bueno,
quizás eso fuera lo que en realidad es el
amor, una ilusión, pero una ilusión sin la
cual la vida no podría continuar, como
la percepción del color o de las tres
dimensiones, y Mike la tenía y ella la
había perdido.
No, eso no podía ser.
No podía ser y sin embargo, ella
había empezado a sentirse alarmada con
las manos en el volante, con Mike
respirando rítmicamente detrás de ella.
Mi pintura. Buscó en su interior la
tibieza que le había procurado aquella
extraña visión de las Valkirias, que al
parecer ya no existía. Sam, no, no Sam.
Mi trabajo, entonces. Mi perro. Mi
coche. Era como si al nombrar todas
esas cosas se estuviera dirigiendo a un
vacío, a un triste y temeroso deseo sin
objeto, a una nada, sí, una nada sentada
al lado de ella y que devoraba todo lo
que ella ponía entre ella y su nada.
Mi perro Nada.
Puso el coche en marcha, y la
respiración de Mike se alteró junto con
la del motor; lo llevó dormido hasta la
autopista y penetró en el torrente de
vehículos que volvían a casa, a las
Lejanas, lo mismo que ella. En el espejo
lateral, mientras ascendía la colina,
divisó el castillo de Butterman, que
retrocedía rápidamente hacia el sur y Se
empequeñecía en la distancia.
III - FRATES
Uno
En el verdeplata de un lluvioso abril
bajaron a Glastonbury siguiendo los
largos caminos rectos, el señor Talbot a
lomo de un jamelgo prestado, el doctor
Dee en su yegua moteada, una manta de
piel de cabra aceitada sobre los
hombros, un amplio chapeo, como de
campesino, en la cabeza, y su hijo
Arturo a las ancas. Las nubes tenues se
arracimaban y se dispersaban, la lluvia
ligera era fresca, casi tibia. En el
trayecto, el doctor señalaba un muro de
piedra, una viejísima iglesia; les
mostraba cómo corrían las carreteras
romanas, claras y rectas, y cómo otro
camino, mucho más antiguo que éste, iba
dejando atrás pueblos, y mercados, y
cementerios, oculto ahora y perdido,
pero más directo que cualquiera de los
que jamás construyeran los romanos. A
lo largo y abajo de esta verde Inglaterra,
yacía otra comarca, una comarca hecha
de tiempo, tan vieja como joven era esta
primavera: replegada por el tiempo
como las replegadas colinas, se
remontaba casi hasta el diluvio, cuando
los hombres de estas tierras no sabían
de artes ni de retóricas y sólo se cubrían
con pieles.
—Mil años después de aquel diluvio
—dijo el doctor Dee— y veinte o treinta
después de la caída de Troya, llegó
aquí, a esta isla septentrional, aquel
Brutus albano.
—¿Ese mismo Bruto de Troya? —
preguntó el señor Talbot.
—Ese, sí. Y él, que había salvado a
Troya de los griegos (aunque más tarde
la reconquistaron) halló a nuestros
antepasados sumidos en la ignorancia,
pero inteligentes y ávidos de aprender.
Y él, Bruto, fue más tarde su rey, el
primero de cuantos hubo en la historia
de esta isla.
—Y Arturo era de su mismo linaje
—dijo Arturo Dee, que conocía la
historia y cuanto de ella le concernía.
—Lo era, sí. Podéis comprobarlo en
sus armas: tres coronas de oro en un
campo de azur, que eran las armas de su
primer reino de Logres, cuartelado con
el escudo de armas de Troya cuya
descripción podéis leer en Virgilio.
—¿Y los sajones? —preguntó el
señor Talbot.
—No, ellos eran oriundos de
Germania. Arturo era una espina en el
ojo de los sajones. Él era un britano, de
la estirpe de Brutus. Y esta tierra, su
tierra, no podía ser gobernada con
justicia ni por un sajón ni por un danés,
ni por un francés, hasta el día en que
Arturo regresara: hasta que de nuevo
accediera al trono un galés de nuestra
sangre.
—Yeso fue lo que acaeció —dijo
Arturo.
—Yeso fue lo que acaeció, cuando
Enrique fue coronado. Y esa nieta suya
que ahora ocupa el trono, si Arturo
pudiera ser mujer ella sería él.
Cabalgaron un rato en silencio.
—Hay quienes negarían la existencia
de Arturo —dijo el doctor Dee.
—Allá ellos, padre —dijo Arturo, la
mejilla contra la espalda del doctor,
cobijándose bajo el ala de su sombrero.
—Que consulten a San Jerónimo —
dijo el doctor Dee—, quien alababa a
Etico por haber afirmado que las islas
de Albión, ésta y la de Irlanda, deberían
llamarse islas Brutannicae y no
Brittanicae. Y el viejo Tritemio dice
que el imperio de Arturo abarcaba
veinte reinos.
—Pero en ese entonces los reinos no
eran tan vastos —dijo el señor Talbot.
—No lo eran, no. Mas por la fuerza
de las armas, este Arturo conquistó
también las islas de Islandia y
Groenlandia y Estotilandia. Las cuales
deberían estar ahora, por derecho, bajo
el imperio de nuestra soberana, todas
ellas en el mare Brittanico, entre
Bretania y Atlantis y hasta el Polo
Norte.
Arturo Dee soltó una carcajada.
—Y así se lo he manifestado yo al
señor Hakluyt Y así se lo he recordado a
Su Majestad.
Arturo Dee rió de nuevo, una risa de
triunfo y se abrazó con más fuerza a su
padre, de modo que también el doctor se
echó a reír; y los tres continuaron
cabalgando, riendo cara al sol que en
ese momento despuntó sólo para volver
a ocultarse.
Al anochecer llegaron a una casa a
la vera del camino; una mujer vieja
estaba en la puerta, al abrigo de la lluvia
que goteaba de los aleros, con las manos
bajo el delantal. Y había narcisos y
prímulas en su jardín; había una
madreselva que trepaba por el muro, y
hasta flores que se abrían en la mohosa
paja del tejado como en un vergel. La
mujer saludó a los peregrinos con una
sonrisa.
—Buenos días te dé Dios, Gammer
—dijo el doctor Dee inclinándose en
una reverencia desde su montura—.
¿Cómo te trata la fortuna?
—Tan bien como Vuestra Señoría
quiera imaginar.
—Veo que has agregado un nuevo
poste a tu cerca.
—Vuestra Señoría puede ver lo que
nadie ve.
—¿Puedes dar posada a tres
viajeros y ofrecerles algo de comer?
Uno de ellos es un muchacho.
—Puedo hacerlo —dijo ella—.
Puedo ofrecerles pan blanco y pan
moreno. Y queso y cerveza nueva; y una
cama toda para ellos.
—Desde Upton-on-Severn hasta
Glastonbury —dijo el señor Talbot—
hay una línea recta.
—Sí —dijo el doctor Dee.
Una única antorcha trémula goteaba
junto a la cama. Arturo dormía. El
doctor Dee y su vidente estaban
sentados muy juntos en el borde de la
cama, hablando en voz baja para no
despertar al muchacho.
—Esa línea recta —dijo el señor
Talbot— no puede verse sino desde
cierta altura en el aire. Durante un trecho
hay un camino que la demarca, y luego
un seto. Pasará por debajo de una iglesia
o de la cruz de un mercado; y luego un
camino correrá nuevamente por ella.
Pero sólo desde lo alto podrá verse
cómo corre, nítida, recta, como rasgada
sobre la tierra.
—Sí.
—Tuve la impresión de que él me
izaba —dijo el señor Talbot—. Y me
sentí desfallecer. Y vi esa línea, la vi
desde la altura.
—Un sueño —dijo el doctor Dee.
—No parecía sueño. Él me llevaba
sobre su espalda. De aspecto era… era
como un perro o un lobo; tenía una
cabeza peluda, y zarpas peludas, con
uñas pardas. Pero su figura no pude
verla bien, porque parecía envuelta en
un hábito como de monje, de una tela
pesada. De la que yo me agarré cuando
él levantó el vuelo.
El señor Talbot, que observaba el
rostro del doctor Dee, creyó leer en él
un pensamiento. Dijo:
—Si es un espíritu bueno o no, lo
ignoro. Ha estado largo tiempo cerca de
mí, no siempre bajo el mismo aspecto.
Yo no lo invoqué. Que es el mismo, en
diferentes formas, lo sé porque su rostro
siempre se muestra bondadoso.
El doctor Dee no dijo nada.
—Esa línea nos llevaba en su
camino —prosiguió el señor Talbot—.
Como si fuera una acequia por la que
rueda un guijarro, o una cañada por la
que se persigue a un venado. Esa línea
recta. Tan raudo se desplazaba él sobre
ella, que su larga túnica parda restallaba
tras de él como una bandera en el viento.
Y entonces me pareció sentir el olor del
mar.
Allá abajo, cambiantes y luminosos
a la luz del mediodía, se deslizaban los
verdes páramos marinos de Somerset
(¿Había sido un sueño? ¿Lo había sido?
Palpó el tarrito de piedra oculto en su
jubón) y entonces, acercándose a medida
que descendían hacia la tierra —y
Talbot sintió que le subía una náusea a la
garganta—, una colina baja y yerma y
una torre, una abadía y una iglesia
ruinosa. Aquel de cuya túnica iba asido
el señor Talbot, extendió su mano
peluda, y mientras señalaba aquí y allá,
al sur, al este, al oeste, fueron
haciéndose visibles unas figuras que
emergían de la tierra, figuras que yacían
sobre la tierra, que estaban hechas de
tierra, hechas de las elevaciones y los
repliegues de las colinas, de las grietas
de los caminos sumergidos, las líneas de
las antiguas murallas, de los ríos y
torrentes: un círculo de grandes seres,
hombres, bestias, criaturas, con bosques
por cabellera y rocas rutilantes por ojos
o por dientes; un círculo de figuras
tocándose, todas mirando hacia
Poniente. Por momentos, alguna
desaparecía, se desvanecía en huertos y
campiñas y luego volvía a aparecer:
cordero, león, gavilla de trigo.
—Sí —dijo el doctor Dee—.
Cordero. León. Gavilla de trigo. ¿Que
otras?
—No sé. Peces. Un rey. No
alcanzaba a ver.
Describiendo una lenta espiral
descendente, como un halcón en caza,
aquel que lo transportaba bajó hacia la
capilla de la abadía. Uno por uno, los
inmensos personajes se replegaron
hádala tierra, como si volvieran a
dormirse, y ya no fue posible
discernirlos.
—Entonces él me lo mostró. En la
vieja abadía. El sitio donde yo debía
cavar.
—¿Y cavasteis, entonces?
El señor Talbot se frotó la frente
como para despertar la memoria.
—Creo que no lo hice. Él… yo me
desvanecí. No recuerdo nada, él me
sacó de allí y al despertar estaba de
nuevo en casa.
—O despertasteis sin haber nunca
partido —dijo el doctor Dee.
El señor Talbot miró de reojo a
Arturo, y luego se inclinó muy cerca del
oído de Dee, y le habló en tono
apremiante.
—Si fue un sueño, fue un sueño
revelador. Porque más tarde, ese día,
hice a pie el mismo camino. Y allí
estaba la iglesia, tal como me fuera
señalada. Allí estaba el sitio donde yo
debía cavar, allí donde se alzaban dos
pirámides. A no ser por unos
picapedreros que trabajaban allí, todo
era igual, idéntico. Aguardé hasta la
caída de la noche. Ya la luz de la luna,
cavé. Y encontré la cámara, y en ella el
libro.
El doctor Dee no decía nada, ni
miraba al señor Talbot. Se estudiaba las
manos, apoyadas sobre las rodillas.
Luego se levantó» y de un pellizco
apagó la vela.
—Mañana sabremos más —dijo—.
Habremos llegado a la abadía antes del
mediodía.
Muy pasada la medianoche, el señor
Talbot se despertó, olvidado de dónde
se hallaba, caminando aún por la orilla
del Támesis con su libro debajo del
brazo, sintiéndose perseguido en una
noche tormentosa, y viendo una barca
oscura y un barquero que espumando las
aguas remaba en dirección a él.
Permaneció acostar, con los ojos
abiertos, rememorando. El rostro de
Arturo yacía muy cerca del suyo, los
ojos de largas pestañas a medias
abiertos, toas su espíritu muy lejos de
allí, el señor Talbot podía notarlo por su
respiración, tan regular, que no parecía
ser la del muchacho. Del otro lado,
envuelto en su amplia capa, el doctor
Dee dormía aneando sordamente.
Por la mirilla del bajo ventanuco se
filtraba una luz débil. La lluvia
repiqueteaba al caer de los aleros.
Talbot pensaba en Gales, adonde una
vez había huido para esconderse cuando
era un muchacho. Recordaba cómo se
había escondido en las montañas y
vivido en soledad muchos largos meses;
cómo se había construido una cabaña de
pieles y ramas como los hombres
primitivos de antaño, donde se sentaba a
escuchar el repiqueteo de la lluvia que
caía de las hojas. Después de mucho
meditar había modelado una vasija de
arcilla y la había cocido en un fuego de
leña y carbón. Ahora sabía lo que tenía
que hacer.
Un poco más tarde volvió a
despertarse y permaneció tendido y en
vela hasta el amanecer, sintiéndose puro
y limpio por dentro, más que nunca en su
vida, como si su corazón estuviera
transmutándose en oro. ¿Habría
realmente estado en Gales alguna vez?
Pensó en lo que había visto y hecho allí,
en la lluvia que azotaba las pétreas
caras de las montañas, en la mina, en el
fuego. Sentía en su interior dos
estanques bien definidos, uno de sombra
y el otro de luz: ahora de éste ahora de
aquél, él podría ir sacando un poco de
cada cosa, y no había cosa alguna que no
pudiera hacerse con la mezcla.
Después de la Disolución, en los
tiempos del rey Enrique, la abadía de
Glastonbury y sus feudos, sus bosques,
sus ríos y sus prados, fueron
escriturados a favor de diversos señores
e hidalgos, vendidos por ellos y
revendidos. Todo cuanto la iglesia y sus
edificios poseían de algún valor, techos
y desagües de plomo, ornamentos,
vitrales, todo fue saqueado, los libros y
manuscritos tirados o quemados o
vendidos por carradas a libreros o a
fabricantes de papel. La ruda y el diente
de león crecían en las naves a la
intemperie, las violetas, entre las
piedras derrumbadas; el humo de las
fogatas de los vagabundos que buscaban
albergue bajo las ruinas de la capilla y
de la casa capitular ennegrecía los
muros. Los nuevos propietarios se
servían de la inmensa catedral como de
una suerte de cantera; por una suma de
dinero, cualquiera podía llevarse alguna
de esas piedras labradas.
—Quienes venden estas piedras no
saben lo que hacen —dijo el doctor
Dee, cuando el pequeño grupo hubo
entrado en el recinto de la abadía—. No
saben lo que hacen.
Extendió la mano para acariciar un
águila de piedra, allí derrumbada, con
un libro de piedra entre las garras, la
hierba verde crecía brillante en
derredor.
—Aquí se alzaba la iglesia más
antigua de esta isla —dijo—. Aquí llegó
ese santo varón de Arimatea, con ese
cáliz que desde entonces nadie ha vuelto
a ver. Aquí, aunque se desconoce en qué
lugar está enterrado Patricio, y sabe
Dios qué otros insignes esqueletos.
Dunstan de Canterbury, en un sepulcro
sólo conocido por los monjes de este
lugar; y ahora, puesto que ellos han sido
expulsados, por nadie conocido. Y
Edgar, aquel monarca pacífico y
providente.
—Y Arturo —dijo Arturo.
—En un gran sarcófago, no de plomo
ni de piedra sino de roble, un roble
ahuecado, allí lo hallaron; su tibia más
grande que tu tibia y tu fémur juntos.
Había gigantes en estas tierras en aquel
entonces. Y su esposa con él, un rizo
dorado fue encontrado en su tumba, pero
un monje lo tocó y se deshizo en polvo.
—Ginebra —dijo Arturo. Bajo la
tenue lluvia que no había cesado de caer
en toda la mañana, el joven tiritaba.
—¿Es aquí? —preguntó el doctor
Dee al señor Talbot—, ¿aquí es donde
cavasteis?
Dos obeliscos se alzaban junto el
antiguo sendero que iba hasta la abadía,
Dod Lane. El señor Talbot, abrazándose,
entró en el camposanto.
—No sé —dijo—. No parece él
mismo ahora. No puedo estar seguro.
—Ya lo veremos —dijo el doctor.
Y así, durante toda esa tarde,
escalaron los monumentos cubiertos de
hierba, y exploraron entre las piedras
rotas, y descendieron a criptas repletas
de desechos, ahuyentando a un tejón de
su madriguera, en tanto el señor Talbot,
con un dedo en los labios y la mirada
ausente, intentaba rehacer el viaje, o
resonar el sueño que una vez lo
condujera a ese lugar; hasta que al fin,
empapados y exhaustos, buscaron
refugio en la capilla de María, bajo un
resto de techo no desmoronado. Allí
acamparon y encendieron una fogata
sobre las piedras del suelo, y comieron
el pan y el queso que habían traído del
mesón.
—Tengo que hacer un viaje —
díjoles entonces el doctor Dee—. Un
corto viaje. Si no regreso antes de la
caída de la noche, o poco después, no
estaré aquí hasta la mañana. Entonces
proseguiremos la búsqueda.
Se levantó, tomó su báculo y su
sombrero de fieltro; se aseguró de que el
abrigo de su hijo estaba seco por dentro,
y de que había un sirio seco para que el
joven durmiera junto al fuego, y una
capa para que se envolviera; y le dio su
bendición.
—Vigilad bien —le dijo al señor
Talbot—. Pensad bien en dónde
habremos de buscar.
Cuando el doctor se hubo alejado,
eligiendo cuidadosamente su camino
entre las piedras mojadas, el señor
Talbot se sentó al lado de Arturo, junto
al fuego. El muchacho se había quedado
en silencio, un poco desazonado por la
partida de su padre.
—¿Buscamos? —sugirió el señor
Talbot.
—No.
Durante un rato permanecieron
sentados, las manos dentro de las
mangas, contemplando las trémulas
llamas de la hoguera.
—Te contaré un secreto —dijo el
señor Talbot. Arturo abrió bien los ojos
—. Mi nombre no es Talbot…
—¿Y cuál es, entonces?
El señor Talbot no dijo nada más.
Echó una astilla en el fuego; estaba
húmeda, crepitaba y humeaba.
—Ya sé lo que ese libro dice —dijo
de pronto—. Dice cómo hay que
proceder para hacer oro. Sé que es eso
lo que dice, aunque yo no pueda leerlo.
—¿Y cómo se hace el oro? —
preguntó Arturo.
—El oro crece —dijo el señor
Talbot—. En el profundo corazón de las
montañas, allá donde más antigua es la
tierra, allá está el oro. De modo que,
para hallarlo, cavas minas profundas.
Pero no debes nunca sacar de allí todo
el oro; no debes hacerlo, porque sacarás
la semilla del oro, de la cual crece.
Igual que con los frutos, sólo debes
quitar lo que está maduro, y dejar el
resto hasta que madure. Y madurará,
lenta, lentamente, las piedras de la
montaña, las arcillas que hay en ella,
crecen hasta trocarse en oro; se
transmutan en oro.
—¿De veras?
—En Gales —dijo el señor Talbot
—. En Gales, cuando estuve en las
montañas, supe que el oro crecía
alrededor de mí, bajo la tierra; en las
profundidades. Me parecía oírlo crecer.
—¿Oírlo?
—Algún día, dentro de mil años, de
mil milenios, todas las piedras se habrán
convertido en oro.
—Para ese entonces habrá llegado el
fin del mundo —dijo Arturo.
—Tal vez sí. Pero nosotros podemos
enseñarle al oro a crecer más deprisa, si
sabemos cómo. Podemos ayudar, como
las comadronas, a que el oro nazca de
aquello que lo contiene, podemos
hacerlo nacer.
Arturo no respondió. La lluvia había
empezado a amainar, y las nubes una vez
más a abrirse y cambiar de forma; brilló
el sol. Glastonbury no era oro sino plata.
—Voy a mear —dijo el señor Talbot.
Se alejó de la pequeña hoguera y se
internó en la larga y verde nave de la
capilla, y allí reflexionó durante largo
rato. Pegado a la pared bajó hacia el
santuario deteniéndose para escrutar las
capillas laterales. Cuando llegó al
santuario y al sitio donde antaño
estuviera el altar, miró hacia atrás. Ya
no alcanzaba a ver la fogata. Sacó de su
jubón un pequeño tarro de piedra,
perfectamente sellado con cera. Buscó
en torno un lugar. Vio un estrecho tramo
de escalera que descendía bajo una
arcada esculpida; cuando bajó,
descubrió que el camino estaba casi
totalmente obstruido por piedras
desmoronadas, excepto en una estrecha
abertura, apenas suficiente para que él
pudiera introducir la mitad de su cuerpo,
mas no para que se arrastrara al interior.
Le pareció oír un rumor de agua, como
si allí dentro brotara un manantial. Cerró
los ojos, vio el rostro canino de una
criatura sonriente; dejó caer el tarro en
el vacío.
Mañana, con el doctor, allí lo
encontrarían tal como él encontrara su
libro, y la historia podría continuar.

En la cima de la elevada colina


calva llamada el Tor de Glastonbury se
alza una torre semejante a un dedo de
piedra, la torre de San Miguel. Al pie de
la colina, en el valle que se extiende
hacia el oeste hasta la colina del Cáliz,
brota un manantial, el Manantial
Sagrado. El sendero que asciende hasta
el Tor pasa por este manantial. El doctor
Dee, camino de la cumbre, se detuvo
junto a él. Cámaras de piedra maciza,
que revelan la herramienta con que
fueran labradas, la circundan; cámaras
construidas —suponía el doctor Dee—
por los romanos, o acaso antes, por los
druidas.
Eran hombres nobles y sabios los
druidas, y de la misma raza que el
doctor, aunque en su arrogancia negaran
a Cristo y combatieran a sus discípulos.
Se contaban leyendas acerca de esas
piedras que formaban un círculo en el
llano de Salisbury; las habían traído —
se decía— desde Irlanda, por el aire,
como una bandada de pájaros, y las
habían instalado en la llanura. El doctor
Dee sabía que cuando San Patricio los
interrogó y les preguntó quién había
creado el mundo, los druidas
respondieron: los druidas lo crearon.
Descendió por el musgoso sendero
que conducía a las cámaras del
manantial. Cuando llegó al oscuro
portal, apoyó una mano en la piedra, y
escuchó durante un rato el sonido del
agua; luego entró. Arriba, en algún lugar
de la colina del Cáliz, nacía el torrente
que alimentaba a este manantial; nacía,
según la leyenda, en ése mismo sitio en
que José de Arimatea enterrara el cáliz
del que había bebido Nuestro Señor en
su Última Cena. El Cáliz, calix, cráter,
del que la colina recibiera su nombre. A
menos que ese cáliz que le daba nombre
fuese la colina misma, un cáliz volcado
sobre la tierra, vertiendo sobre ella su
líquido aguavino. El doctor Dee miró de
cerca esas piedras estriadas y
empapadas de rojo por las que corría el
agua. Manantial de Sangre era el otro
nombre de esa fuente.
Allí él bebió y oró, y reanudó la
marcha. El camino dejaba atrás el
primaveral abrigo de los árboles, y
proseguía, moroso, jalonando el Tor en
una espiral ascendente. El cielo
empezaba a clarear y una brisa áspera
rozaba las mejillas del doctor. A medida
que ascendía veía extenderse a lo lejos,
cada vez más lejos, hasta el mar, las
tierras bajas. Por encima de esas tierras
bajas se alzaban la colina Cadbury, y la
colina Cáliz, y la colina Weary-all, cual
una ballena que arqueara en el aire su
inmenso lomo, y ésta que él escalaba
ahora. El doctor Dee sabía que, en
tiempos remotos, todas ellas habían sido
islas; las tierras bajas se hallaban
sumergidas en el mar. Glastonbury
mismo había sido una isla, Avalón, la
isla de las Manzanas. A este Tor podía
llegarse en barca; Weary-all era la isla
donde José desembarcó por vez
primera, y clavó su báculo en la tierra.
Y allí brotó la zarza, el Zarzal que año
tras año florece en las Navidades, El
doctor Dee lo había visto, el santo
Zarzal, todo cubierto de flores blancas
en la Natividad de Cristo, porque ya
muchas veces había escalado estas
colinas, y descrito sus reliquias y
medido la tierra circundante. La
corografía era otra de sus artes; la
medición y descripción de una parcela
de tierra, y su contenido y su geometría.
Sólo que no existía porción de tierra que
fuese semejante a esta en la que él se
hallaba ahora, ninguna de la que él
tuviera conocimiento. Respirando fuerte
y apoyándose en su báculo, el doctor
Dee trepaba. El camino en espiral se
acercaba a la cima, y mientras avanzaba,
las tierras bajas y las colinas
circundantes empezaban a despertar.
El León que el señor Talbot había
visto ya no era visible desde el Tor,
echado como estaba en la ladera de las
colinas opuestas a Somerton; pero ahora
el doctor podía divisar a Virgo, allá en
el este, realzada por la pincelada negra
y plata del río Cary —Virgo, al igual
que su reina, ostentando su cetro y los
amplios paños de sus faldas. Más al
este, el Escorpión enroscado junto al río
Brue; el aguijón de su cola, un pico de
piedra centelleante.
Un momento después despertó el
Centauro, que también era Hércules,
héroe y corcel, formado por las colinas
Pennard, o formándolas él, o ambas
cosas; la aguja del campanario de la
iglesia de Pennard, la flecha de su arco;
y más al norte la Cabra, y la antigua
fortificación que llamaban Ponters Ball
conformaba los cuernos de esa Cabra.
Siempre avanzando en el mismo sentido
del Sol prosiguió contorneando el cono
del Tor. Figura por figura las Doce
aparecieron, comenzando por el Carnero
en Wilton y Street, con la espiga en su
lomo ahora verde, que en tiempo de
cosecha se trocaría en dorado vellón.
Todo alrededor de los dos Peces unidos
por la cola: uno de ellos la gran ballena
de la colina Weary-all, el otro recostado
sobre la aldea de Street, su ojo redondo,
el viejo y redondo camposanto de la
villa. Una inmensa Natividad que nadie
que no supiera que estaba allí podría ver
jamás (ni aun desde la cima del Tor)
aunque podría ser divisado —quizá—
por alguien que lo sobrevolara como
aquel halcón, y mirara hacia abajo.
Si no había sido un sueño ¿quién lo
habría transportado?
El doctor Dee había llegado al
recinto de la torre. En aquellas alturas el
viento ululaba, un viento refrescante que
tironeaba de la barba del doctor y del
ruedo de su capa. Ahora la tierra se
extendía, abierta, todo alrededor; y en el
centro mismo, cual un gnomon, se
encontraba el doctor y avizoraba los
contornos de Logres.
Los reinos habían sido más
pequeños en aquellos tiempos; no
obstante, cuando el mar anegó las tierras
bajas y cubrió las arenas entre las islas
y las elevaciones que formaban aquellas
figuras, las figuras del universo estelar,
Arturo y sus caballeros habían tenido
estos lugares, reino sobre reino,
comarca tras comarca para sus danzas.
Porque un reino es todos los reinos: una
colina, un camino, un bosque oscuro; un
castillo al que llegar, un puente
peligroso que cruzar.
Avalón era la isla a donde Arturo fue
desterrado para morir o dormir: y sin
embargo la misma isla era Camelo t,
donde él reinara. Y Avalón era también
la isla de Percival, la que heredara de su
padre el rey Pelles, que allí había
sentado sus reales: así lo decían ciertos
libros antiguos. De allí había partido
Percival en busca del Santo Grial: ese
Grial que era a veces un cáliz, a veces
una piedra, a veces una fuente, y que no
era otro que el cáliz que el santo José
trajera a esta isla septentrional, y del
que aún manaba el agua buena: la había
vertido en las manos del doctor esa
misma mañana.
Junto a la torre de San Miguel, el
doctor Dee se sentó y se envolvió en su
capa. Las nubes que se elevaban desde
el mar Severn, semejantes a criaturas
aladas, le mostraron una franja blanca y
una línea gris que era su propia tierra de
Gales, lejana, en el oeste, el oeste hacia
donde partieran los druidas llevándose
el pasado.
No había un solo Grial, había, o
hubo, o habrá, no un Grial sino cinco
Griales para la búsqueda de cinco
Percivales. Había Griales de tierra, de
agua, de fuego, de aire: había una
piedra, una capa, un cráter o caldera, y
el cántaro que lleva Acuario que es un
signo de aire. Y uno más, el Grial de la
quintaesencia. A menos que ese Grial no
sea en realidad el cáliz de los siete
anillos del cielo, el que contiene todas
las cosas, el que era contenido dentro de
todas las cosas, ese cáliz del cual,
quiéralo o no, toda alma ha de beber.
Pensó: ¿es el universo una sola cosa? ¿Y
está todo él contenido en cada una de
sus partes?
Años atrás, muchos años atrás, él
había descubierto algo que podía ser el
símbolo de esa cosa única que es el
universo. Lo había dibujado con regla y
compás y durante un año había
concentrado su atención en observar si
crecía, si empezaba a atraer hacia él,
como una piedra imán, más y más de
aquello de que el mundo está hecho:
fuego, aire, tierra, agua; números,
estrellas, almas. Cuanto más lo
observaba, más lo veía crecer. Se
convirtió en un glifo, semejante a los
Glifos Sagrados de Agypto que
encierran un saber inexpresable de
cualquier otro modo, palabras
demasiado largas de pronunciar.
Llevaba con él su signo, como una mujer
preñada lleva a su hijo, hasta que cierta
semana, en Amberes (él era un fuego de
sabiduría esa semana, una zarza
ardiente), lo había confiado a un libro
pequeño, y vomitado todo cuanto sabía
acerca de él, y escrito sin saber lo que
escribía, hasta quedar vacío.
Él lo había escrito. Lo había hecho
componer e imprimir.
Y quizás ese símbolo que creara
fuese el símbolo de esa cosa única que
es el Universo. Pero ahora era un
inviolable sello de secretos. Ya no
estaba en él, y él ya no sabía lo que
representaba, no comprendía ese libro
que él mismo había escrito.
Tal vez pudiera saberlo una vez más,
y comprenderlo. Tal vez, ahora. Que
ninguna respuesta le sea ocultada. El
halcón que se cernía en el aire, mirando
hacia abajo, empezó a descender en un
largo giro. El sol se ponía en el mar: el
doctor Dee casi podía oírlo sisear.
Recorrer Logres como el sol recorre
el año; buscar el círculo de la creación y
encontrar en un castillo que es el tuyo el
Grial buscado durante tanto tiempo, que
durante tanto tiempo has ansiado
encontrar, que te pertenece. En la Alta
Historia que el doctor había leído en la
antigua lengua, el nombre del rey
Percival está construido así: Par lui fet:
hecho por él mismo.
Y el cáliz que Percival buscaba,
herido, en el castillo de su padre herido,
¿qué era sino ese cáliz del Aquatero,
Acuario que el doctor Dee ahora
contemplaba en el templo estelar,
extendido allí abajo, en el condado de
Somerset?
Y aunque podía ser que estas figuras
de tierra (ahora ensombrecidas,
cerrando ya de sueño los grandes ojos)
hubieran sido fraguadas sólo aquí y por
manos de hechiceros, aún así, esas
estrellas resplandecen por doquier; y
por lo tanto ha de haber, en cada sitio,
un templo astral impreso sobre círculos
de tierra, grandes o pequeños. Y dentro
de cada uno de esos círculos ha de
hallarse escondido un Grial.
El doctor Dee alzó los ojos hacia él
firmamento cuyas estrellas ataban ahora
veladas por nubes.
—Decidme —pidió—, decidme ¿es
el Universo una sola cosa? ¿Lo es,
después de todo?
Los ángeles lo vieron, los que
ordenan ese cielo, al que él dirigió su
pregunta: lo vieron porque este anillo de
tierra es un sitio donde ellos se detienen
a menudo para escrutar como en un
espejo o como por el ojo de una
cerradura. Y al oír su pregunta
sonrieron; y uno de ellos volvió de
pronto la cabeza para mirar, y luego
otro; porque un rumor los perturbó, un
rumor, de pasos lejanos y débiles, los
pasos de alguien que, desde atrás, se iba
acercando.
Dos
En una mañana de abril, Pierce
Moffett salió de su apartamento y bajó
por la calle de los Arces en dirección al
pueblo. En los jardines del camino los
dueños de la casa estaban cavando,
plantando, despojando las matas de su
vestido invernal y cortándoles la hirsuta
cabellera. Algunos se volvían para verlo
pasar y casi todos lo saludaban.
—¡Buenos días! —respondía Pierce,
efusivamente, feliz de que la gente lo
saludara de ese modo, como si, de
vuelta de los rigores de un planeta
pétreo, reencontrara de pronto la natural
comunicación entre la tierra y el
hombre. Aquellas buenas gentes no
podían imaginar lo insólito que le
resultaba que personas desconocidas le
desearan los buenos días en la calle. Los
bendijo, bendijo los grandes traseros
que sobresalían cuando ellos se
encorvaban sobre sus arriates y macetas,
bendijo los setos y las flores amarillo-
limón de sus arbustos que empezaban a
brotar en primavera, cómo era que se
llamaban ¿no era forsythia?
Tenía tantas cosas que aprender, o
reaprender, los nombres de las plantas y
las flores y el tiempo de floración, los
saludos usuales entre los ciudadanos y
las usuales respuestas; las calles y los
callejones del pueblo, sus tiendas, sus
costumbres, su historia. Pierce suspiró
hondamente. Tan lleno está de cosas
este mundo curioso, pensó que podemos
sentirnos como reyes dichosos.
Como reyes dichosos. Había dejado
la calle de los Arces para tomar la del
Río, (habrían meditado largo tiempo las
familias fundadoras antes de elegir para
sus calles esos nombres sencillos,
obvios, Arce, Río, Colina) y luego bajó
hasta donde la calle del Río se cruza con
la del Puente y los edificios notables del
pueblo miraban al rápido río pardo y al
claro cielo primaveral. Allí en la
esquina entró en un pequeño comercio
cuyo letrero de latón rojo y blanco
rezaba: «De todo un poco». Pidió un
paquete del tabaco barato que fumaba, y
advirtió que había revistas y dulces,
chicles, cigarrillos, una buena selección,
en una alta estantería de madera,
incluyendo uno o dos periódicos de lo
más abstrusos, a los que Pierce había
supuesto que ahora tendría que
suscribirse, pero no. Vagabundeó al azar
hacia el fondo de la larga tienda en
penumbra. Había una pequeña fuente de
soda con una tapadera de mármol
auténtico y tres o cuatro taburetes, hizo
girar uno con la mano, al pasar, y el
taburete gruñó como suelen hacerlo esos
taburetes. Había un aviso adosado junto
a las pilas de periódicos del día,
advirtiendo que quienes quisieran un
ejemplar del New York Times dominical,
debían anotarse con antelación.
Bueno.
Hacía tiempo que Pierce había
cesado de adquirir ese inmenso fajo de
letra impresa; se había convencido de
que lo que confería al domingo ese
carácter peculiar que tenía para él —un
carácter que conservaba en todas las
estaciones, y en toda suerte de clima,
una cualidad vaga y agobiante,
jaquecosa— no era Jehová, clamando
respeto por su día y envenenándolo
incluso, para los no creyentes, no era
eso en absoluto, sino una especie de gas
que emanaba del mismísimo Times
dominical, un gas con ese olor acre de la
tinta de imprenta, un gas narcotizante,
nauseabundo. Y en verdad, los síntomas
parecieron aliviarse al menos en parte,
cuando empezó a dejar de comprarlo.
Aunque tal vez aquí, en el campo, sus
efectos pudieran neutralizarse. ¿Y qué
diablos se podía hacer un domingo? Tal
vez tuviera que empezar a ir a la iglesia.
Un poco más hacia el fondo (la
tienda era más larga y estaba más llena
de cosas de lo que parecía desde la
calle) había exhibieres de papelería y
útiles escolares, plumas y lápices, cinta
engolada, cola y pilas de andadores
largos del mismo amarillo que pellas
flores que acababa de ver. Había
también cintas para máquina de escribir,
y frasquitos de pintura blanca para
despintar errores: había gomas de
borrar, en forma de rombo y de roseta.
En verdad, todos los utensilios
necesarios para su nuevo oficio, y todo
parecía de la mejor calidad y recién
desempacado.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor?
—preguntó la señora del mostrador,
cuyas gafas gatunas estaban provistas de
una cadena de cuentas que le colgaba a
la espalda y se balanceaba cuando ella
giraba la cabeza.
—No, sólo miraba. —De una hilera
de libros de contabilidad de diferentes
tamaños sacó uno alto y delgado, con los
cantos y el lomo encuadernados en cuero
o cuerina marrón, y la palabra registro
impresa en altas letras dentadas sobre la
tapa dura y gris. ¿Sería posible que aún
siguieran fabricándose modelos tan
antiguos? Tal vez sólo para llevar la
contabilidad de negocios como éste. El
canto era marmolado y el precio
sorprendentemente alto.
Decidió comprarlo para escribir en
él la crónica de su nueva vida en el
campo. No estaba tan seguro de su prosa
como debía estarlo ahora que su vida
iba a depender de ella, y había oído
decir que llevar un diario era una forma
de mantener afiladas las herramientas.
Además sería bueno tener algo que
hacer cuando los largos crepúsculos se
eternizaran en las calles de Jambas de
Blackbury.
Una vez fuera, a la pálida luz del
sol, miró calle arriba y calle abajo,
hacia el puente del río Sombra (estrecho
y de piedra) y hacia el puente del
Blackbury, del otro lado, (ancho y de
hierro negro). Más allá del puente, las
aguas rutilaban y temblaban.
Entrecerrando los ojos Pierce creyó ver
las aguas distintas de los dos ríos
confluyentes —frías unas y claras, lentas
y opacas las otras—, una ilusión, sin
duda. Justo detrás de él, al volverse, se
hallaba la biblioteca. Perfecto.
Era una especie de mezcla de estilo
rústico y románico, el menos adecuado
por cierto para las necesidades de un
edificio público; una buena porción de
él servía para sostener una cúpula
enorme e inútil. En una baldosa
encastrada en la pared del vestíbulo de
pizarra fósil, había una hoja y
posiblemente la huella de un animal. El
interior era fresco y luminoso, esa
cúpula, al menos, dejaba entrar a sus
anchas la luz del sol; las alas y las
galerías de extraño diseño cada una
tenían una función; era un lugar
agradable. Otra mujer de cierta edad con
las gafas colgando de una cadeneta (al
parecer esas mujeres iban a ser
importantes para su nueva vida; una lo
había atendido ya en el Banco) presidía
el mostrador central. Solicitaría una
credencial, aunque sólo fuera para
divertirse un poco; pues allí, cerca de la
puerta, para aquellos que no querían
internarse más, o no se atrevían a
hacerlo, había una hilera de los best-
sellers más recientes, volúmenes de
colores vivos envueltos en celofán como
cajas de bombones.
Uno de esos libros era El carro de
Faetón, cuyo tremendo éxito podía
augurar, pensaba Julie, el éxito del suyo.
Pierce lo cogió. Una faja de papel,
debajo del celofán, aseguraba que era el
libro de la semana, cosa que a ningún
autor le agradaría dijeran del suyo,
aunque fuese verdad.
Él conocía el libro, por supuesto, su
contenido resumido podía leerse en las
gacetillas y sus premisas eran
inevitables en los programas literarios
de la televisión. Alguna vez en tiempos
remotos, astronaves venidas de allende
la tierra habían aterrizado en nuestro
planeta, e inteligencias alienígenas
habían habitado entre nosotros; y no sólo
eran responsables de la mayor parte de
los titánicos e inexplicables monumentos
de la prehistoria (Stonehenge, etc.), sino
que habían dejado también rastros de su
visita en el corpus de los mitos
universales, y hasta sus retratos en
muros rupestres y tumbas. Una curiosa
forma de euhemerismo. Los antiguos
dioses, no eran dioses, no, absurdo; lo
que sí eran, en realidad, eran seres del
espacio exterior.
También a muchos de sus estudiantes
les había encantado esta explicación de
la historia.
Abrió el libro por la mitad. Había
una foto de un Tor desnudo, coronado
por una torre. ¿El «faro» de
Glastonbury?, preguntaba la leyenda. El
trazado a través de toda Britania de las
legendarias líneas ley converge en
Avalon (pág. 195), Pierce buscó esa
página.
«El hecho de que líneas rectas,
cartografiables, de enorme longitud,
atraviesan las islas británicas, uniendo
entre sí iglesias, menhires, picos de
montaña y “lugares” sagrados de toda
especie, fue establecido por los
investigadores en la década de los años
veinte». A Pierce siempre le causaban
gracia los «investigadores» y
«estudiosos» de libros como éste; los
lectores imaginarían científicos
interesados, posiblemente con túnicas de
laboratorio, y no la Caterva de chiflados
y excéntricos que en realidad
compilaban esta suerte de
«investigación». «Al mismo tiempo, en
los campos que circundan Glastonbury,
se descubrieron gigantescas figuras
astrales, formando un círculo de muchas
millas de diámetro e imposible de
percibir excepto desde el aire. ¿Para
qué fines podía servir el “Templo
estelar de Glastonbury”? ¿Una suerte
de mapa astral, para guía de los
visitantes que llegaran por otras rutas
que la tierra y el mar…?».
Santo Dios, pensó Pierce, cerrando
de golpe el libro y volviéndolo a
insertar en la hilera. Templos astrales y
líneas ley, ovnis y gigantes formados por
el paisaje ¿no se daban cuenta de que lo
que en verdad era real, permanentemente
asombroso, era la capacidad humana de
seguir descubriendo cosas como éstas?
Dadle a uno de esos buscadores un mapa
de Pensilvania o Nueva Jersey o las
Lejanas, y descubrirá «Líneas ley»;
dejad que los seres humanos miren hacia
arriba el tiempo suficiente en una noche
estrellada, y verán rostros que los
observan desde el firmamento.
Eso es lo interesante, ésa es la
cuestión: no por qué hay líneas ley, sino
por qué la gente las encuentra; no qué
planes tenían para con nosotros aquellos
seres de otros mundos, sino por qué
pensamos que ha existido siempre, de
alguna manera, un plan.
Julie entendería esto. Debería
entenderlo. Tenía que entenderlo.
Se encaminó hacia el atrio central
(irritado, excitado, viendo en su
imaginación, como desde una altura,
colinas verdes y ríos azules). La novela,
la biografía, la ciencia ramificada.
Significados. A su entender el ser
humano tenía cinco necesidades
fundamentales: alimento, cobijo y
vestido si eso no era cobijo, sexo y
amor si es que eran cosas diferentes.
Sentido. Un hombre que no ha
encontrado un sentido puede agostarse y
perecer tan ciertamente como si se lo
privara de agua o de alimento.
Caminando al azar, se había
internado entre las estanterías de
Ficción, paseando la mirada por esas
cosas que en general no valían la pena;
por alguna razón, le parecían más tristes
que la ciencia y la filosofía que dejara
de lado. Un poco más adelante, una
mujer joven sacó uno de esos libros,
echó una ojeada entre las páginas,
sonrió y se lo llevó; qué, se preguntó
Pierce. Norton. Norris. Nofzinger. El
lejano recodo del camino, por Helen
Niblick. Mitchel, bueno, éste, por
supuesto, en numerosos ejemplares.
Mackenzie, Macauley, MacDonald. Ros
Lockridge, Joseph Lincoln.
Y ¡vaya! ¡Mira por dónde!
Cuando, por mera curiosidad, había
ido a buscarlo a la biblioteca de Nueva
York más próxima a su casa, no había
encontrado uno solo; y aquí los había
por docenas; o una docena por lo
memos. Las Obras Completas. ¡Mira tú
por dónde!
Ahí estaba Manzanas mordidas, ¿no
era ése sobre Shakespeare? y aquí El
libro de los cien capítulos, que lo había
aterrorizado y fascinado en su
adolescencia. Y muchos más que él no
había leído, o no recordaba haber leído.
Pero por qué, se preguntó, una
biblioteca pequeña como ésta tendría
todos esos libros. Kraft, al fin y al cabo,
nunca había sido un Shellabarger o un
Costain. Rozó uno o dos lomos, sacó un
volumen, recordando la intensa ansiedad
que la llegada de alguno de ellos
despertaba en él cuando aparecía en la
caja mensual de la biblioteca pública;
cómo se instalaba para disfrutarlo como
para una comilona, acompañado de
leche y bizcochos.
Quizá también en alguno de éstos,
como en el libro sobre Bruno, había
encontrado material; claro que debió de
encontrarlo, el material que le sirviera
para inventar su Ægypto. Aunque estaba
convencido de que cualquier cosa que
hubiera encontrado en ellos no habría
hecho más que confirmar la existencia
de ese país; y que su descubrimiento de
Ægypto era anterior a su descubrimiento
de Kraft. Estaba segurísimo.
Ya propósito, ¿cómo había
descubierto a Kraft?
Un día, uno de esos libros había
venido en la caja, en respuesta aun
pedido suyo, o de Sam, o de Winnie,
aunque Winnie prefería otro tipo de
evasiones. ¿Qué había pedido él?,
Relatos Históricos. ¿Eso era lo que le
había traído a Kraft? ¿Y cuál había sido
el primero que recibió? ¿Fue Bruno, u
otra de esas ficciones, lo que le
indujeran a pedir otras? ¿Las había
pedido, o habían llegado, simplemente?
Colocó de nuevo en el estante el que
había sacado.
Cuando tuviese una credencial.
Había otros tesoros que Pierce
descubría. Este edificio-pastel estaba
relleno y aderezado de cosas buenas. El
DNB. El Cambridge Modern History. La
Enciclopedia Católica, una vieja
edición, repleta de rarezas, de las que
las nuevas ediciones se avergonzaban o
que preferían no incluir, un campo
excelente donde ramonear. Y había una
multitud de antiguos infolio, con
grabados grandes y lujosos, y álbumes
de láminas, atlas botánicos en varios
volúmenes, y libros sobre pájaros
encuadernados en piel, los veraneantes
ricos de otras épocas habrían donado
esos tesoros a su biblioteca comarcal.
Los altos anaqueles que circundaban la
sala de lectura estaban repletos de ellos.
Pierce se había detenido a la entrada de
este salón agradable (mesas de madera
clara, lámparas verdes, retratos oscuros)
cuando, en el extremo opuesto, una
mujer, arrodillada hasta entonces frente
a una estantería se levantó con un grueso
volumen entre los brazos y se volvió
para mirar a Pierce; o más bien volvió
hacia él, sin ver, sus ojos oscuros y fue a
sentarse, con el libro, ante una mesa en
la que había otros libros y papeles
desparramados.
¿Podría ser? Desde luego aquella
noche había sido oscura y breve, y
meses atrás. Y sería extraño que casi la
primera persona con que se encontrara
en el pueblo fuese una de aquellas dos o
tres que ya había conocido. Sin embargo
parecía ella. Siguió mirándola y, cuando
ella lo volvió a mirar, él sonrió, pero
ella no dio señales de reconocimiento.
Tenía que ser ella.
Dio la vuelta entera a la sala y se
detuvo cerca de su mesa. Además del
libro —era un diccionario biográfico,
abierto en Emerson— ella estaba
provista de papel milimetrado, y
lápices, y una calculadora; al parecer
estaba trazando curvas de alguna
especie, uno de cuyos ejes estaba
jalonado en años.
—Hola —dijo él. Ella alzó los ojos
y lo miró, un gesto amable para enfrentar
a un posiblemente fastidioso y
obviamente varón desconocido.
—¿Señora Mucho? —dijo él.
La expresión cambió.
—No —dijo ella.
—Perdón —dijo él—. Mi nombre es
Pierce, estoy seguro de que nos
conocemos.
—Yo creo que no.
—Su nombre es…
—Mi nombre es Ryder.
Santo Cielo.
—Oh.
—Yo no lo recuerdo.
—Perdón, perdón —dijo él—. En
realidad soy nuevo en el pueblo. Es que
se parece mucho a alguien que conozco.
—Lo siento —dijo ella, su rostro
ahora definitivamente cerrado, como si
hubiera decidido que le estaba tomando
el pelo, o tratando de abordarla, y que
ya era suficiente.
—Bueno —dijo Pierce—. Una
equivocación.
—Ajá —dijo ella.
Él se inclinó levemente, a modo de
despedida, y se alejó con prestancia,
para que no lo tomaran por un ligón. En
cierto sentido no se le parecía en nada; o
por lo menos no a la imagen que él
conservaba de ella, y que el tiempo, sin
duda, había alterado y retocado
sensiblemente. Y sin embargo, esa
cascada de pelo oscuro que le caía por
la espalda, él la había visto retorcer
para escurrir el agua del río.
Mientras tramitaba su credencial con
la señora del escritorio, la miró por
encima del hombro, y la sorprendió
observándolo; y volver a enfrascarse, no
instantáneamente, en su libro, o en lo
que fuera la tarea que estaba realizando.
Podía ser, desde luego —pensó
mientras subía la colina de regreso a
casa—, que el «Señora Mucho» con que
la saludara, un tanto desenfadado, no le
hubiera hecho ninguna gracia, y hubiera
decidido cortar por lo sano. Ryder—
¿era ése el nombre que dijo?—, tal vez
su nombre de soltera, por el que quería
que ahora la llamaran.
O podía ser —era una idea que ya
otras veces se le había ocurrido, casi
siempre cuando llamaba a alguna de sus
amantes por el nombre de otra, cosa que
él y todos los hombres hacían y que
nunca había oído en labios de una mujer
—, podía ser que hubiera sólo una mujer
que aparecía en su vida una y otra vez
bajo diferentes formas y con diferentes
nombres, disfrazada de ella misma.
En ciel un dieu, en terre une déesse.
Y hete aquí que ahora aparecía otra vez.
No porque fuera demasiado
significativo desde luego. Él había
pronunciado su voto y tenía por delante
un largo año de trabajo. Cuando llegó al
n.° 21, una vetusta furgoneta color
chocolate descargaba cajas y cajas de
libros, los suyos, que llegaban con
considerable demora, pero bueno,
llegaban al fin.
—Tú no eres de este mundo —dijo
Beau Brachman.
—¿No? —preguntó Pierce.
—No. En el jardincillo de Beau,
Pierce tomaba el sol en compañía de su
vecino. De momento, la hierba era de un
verde tierno, y de las yemas de todos los
arces de la calle de los Arces, brotaban
emergiendo laboriosamente hojitas bebé
de un verde amarillento. El problema de
cómo crecían esas hojas, pequeñas pero
perfectas como piedras preciosas,
transformándose en hojas de forma
idéntica pero mucho más grandes, un
problema que Pierce dejara de lado sin
resolver cierto día de abril varios años
atrás, le volvía a la mente. Intercalados
entre las hojas, había racimos de esas
semillas aladas que tienen los arces, que
podías ponerte, recordó, sobre el pecho
del lado izquierdo como si fuera la
insignia de un aviador, o separarlas con
delicadeza y calzártelas sobre la nariz.
O ambas cosas. Por qué no.
—Aunque lo hayas olvidado en
realidad eres de otra parte —dijo Beau
—. Éste no es tu mundo, aunque aparente
serlo. Este cosmos. Llegas a él, venido
de muy lejos; atontado por la larga
travesía, has olvidado por completo que
estabas de viaje. En el momento de
partir eras un cuerpo astral, pero durante
el viaje la realidad te ha ido cubriendo,
vistiéndote de sustancia como de un
capote. En el interior sigue estando el
cuerpo astral. Pero ahora envuelto y
dormido.
—Uh hú —dijo Pierce—. Y tú,
entonces ¿de dónde eres tú, de dónde
has venido?
—¿Vidas atrás? —dijo Beau.
—Vidas atrás. En el principio.
—Bueno, supongamos —dijo Beau
— que nosotros, nosotros almas,
vinimos del espacio exterior. De las
estrellas. Supongamos que nos hemos
perdido en el camino; y nos hemos
detenido aquí, adoptando una forma
adecuada al bajo nivel de evolución de
este planeta. Y supongamos que hemos
vivido aquí tanto tiempo de esa forma,
que hemos perdido la memoria.
—Hum. —Esas estrellas, pensó
Pierce, debían de ser las mismas que
aquellas de donde vinieron, en el Carro
de Faetón, los bondadosos alienígenas,
los que enseñaron las artes a los
hombres.
—Pero allá, ellos sí recuerdan —
dijo Beau, como si estuviera
improvisando—. Ellos piensan en
nosotros, y esperan que nosotros
recordemos y regresemos. Y es posible,
incluso, que envíen mensajes, mensajes
que puedan ser oídos por nuestro cuerpo
astral.
—Que está dormido.
—Ese es el mensaje —dijo Beau—.
Despertad.
Un pequeño coche deportivo rojo
acababa de doblar la última esquina de
la calle de los Arces y avanzaba hacia la
casa de Beau.
—Pero más allá de todas esas
estrellas está Dios en esta historia —
dijo Beau—. Y por muy lejos que
lleguemos en nuestro viaje de regreso,
no llegaremos a nuestro verdadero hogar
hasta que no hayamos llegado a Dios.
De donde hemos partido.
El coche pasó de largo por el jardín
donde Beau y Pierce conversaban, y en
seguida se detuvo bruscamente. Del
asiento del acompañante, salió una
niñita de dos o tres años que corrió
hacia Beau, ofreciéndole ya la muñeca
que llevaba y llamándolo a gritos. Luz
de sol en su pelo dorado, los ojos claros
llenos de vida, se le antojó a Pierce
singularmente hermosa. Detrás de ella,
emergiendo con dificultad del asiento
bajo y cóncavo del coche miniatura,
emergió un hombre moreno y macizo que
llamó a la niña:
—¡Sam!
—Hola Sam. Hola Mike —dijo
Beau apaciblemente, sin levantarse del
tocón en el que estaba sentado al sol.
—Hola —saludó el hombre austero
llamado Mike, que parecía abrumado de
problemas o preocupaciones—. Su
madre pasará luego a recogerla. Eh,
Sam, hasta luego. —Esto último con un
dejo de reproche a la niña, que ya estaba
trepando a las rodillas de Beau.
Sumisamente ella bajó de un salto de los
brazos de Beau para acudir a recibir el
beso; mientras lo recibía, la mirada
recelosa de su padre se posó en Pierce,
y saludó evasivamente con la cabeza—.
Hasta luego, Sam. Mami vendrá más
tarde.
—Más tarde —repitió Sam. Del
coche rojo había salido una mujer alta,
con una espesa cabellera oscura; estaba
empujando hacia atrás la capota de lona.
Primer día templado del año. Su mirada,
también evasiva, se posó de soslayo,
por un instante, en el jardín, la niña,
Mike, Beau. Pierce.
Su marido soltó a la niña y corrió
hasta donde ella luchaba con el coche,
quizá no convertible, al fin y al cabo.
—Su nombre —aventuró Pierce—.
Es Mike Mucho.
—Ajá —dijo Beau.
Con un gesto brusco, Mike tomó a su
cargo la cuestión de la Capota y ella se
la cedió. Su mirada recayó una vez más
como al azar en Pierce sin dar señales
de reconocimiento.
Que un rayo me parta si no es
idéntica a la mujer de la biblioteca.
¿Ryder? Ryder. Que me cuelguen si no.
Su confusión había sido comprensible,
más que eso, había sido casi necesaria.
—Y ella se llama Rosie —le dijo a
Beau, en el momento en que la mujer,
con una sacudida de la oscura cabellera,
se volvía y se insertaba ágilmente en el
asiento del conductor.
—En todo caso, Rose, creo —dijo
Beau.
El coche de juguete, ahora
descubierto, arrancó y partió, mientras
el brazo de Mike Mucho se extendía
posesivamente sobre el respaldo del
asiento de su esposa. Todavía buenos
amigos, al parecer.
—De modo que tú no perteneces a
este mundo —dijo Beau, mientras con un
juego de manos profesional levantaba a
la niña en vilo y la sentaba sobre sus
hombros—. Sólo pareces pertenecer a
él, nunca puedes decir «Éste es el
mundo al que pertenezco». A lo sumo
puedes decir «Éste lugar es como si lo
fuera». Este día. Este lugar. Éste es
como si fuera el lugar al que yo
pertenezco.
De ser así (y Pierce no creía en
absoluto que lo fuera, porque esa
herejía, la que Beau proponía, él la
conocía, y ahora conocía también a
Beau) Pierce tendría entonces que decir:
Éste lugar se parece, se parece
muchísimo al lugar al que yo
pertenezco.
—Entremos —dijo Beau—.
Tomemos un té.
—No gracias —dijo Pierce—.
Vuelvo a mis libros. —La niña, llevada
a la casa en andas, volvió la cabeza,
primero a la izquierda y luego a la
derecha, mirando a Pierce con franca
curiosidad.
¿De dónde había sacado ella esos
ricitos de oro?
Encima de la cama de Pierce,
encuadrados en dos hileras de dos, los
cuatro volúmenes de los Estudios
históricos, de Frank Walker Barr,
mostraban el cuadro completo que había
sido cortado en cuartos para ilustrar las
cubiertas. Lo que representaba, sin
embargo, era imprevisible: aquí un
hombre presentando un suplicatorio ante
unos lictores; allí un mendicante
cubierto de harapos que llega al atrio de
un templo clásico; sombrías criaturas
miltonianas, con alas de murciélago, en
fuga por el aire, una legión de ángeles, o
en todo caso de damas altas y nobles,
con vestiduras flotantes y provistas de
alas pesadas, alas gris torcaz, subiendo
hacia una oscuridad en el centro del
cuadro, donde confluían las cuatro
esquinas de los libros.
Libros del Urogallo. «Su» editor.
Ojalá, pensó, si alguna vez terminara su
libro, y si en realidad fuera publicado,
ojalá el diseñador que proyectara estos
volúmenes se compenetrara
profundamente con el suyo… sí, sí.
Los recogió, recogió este cuerpo del
tiempo, y lo alineó en un estante que
corría a lo largo de la pared de la
izquierda; con un quejido se inclinó
sobre otra caja repleta de libros, y con
su cortaplumas rasgó la cinta adhesiva
que la sellaba. Con un quejido, porque
la espalda y los miembros le dolían aún
a consecuencia del imprevisto ejercicio
de empujar muebles y de llevar las cajas
escalera arriba, además de los tablones
para los anaqueles, que había instalado
a lo largo de las paredes del cuarto
principal de su apartamento, biblioteca,
alcoba y taller, todo en uno. Había
esperado contar con la ayuda de
Spofford para los estantes, pero no pudo
dar con él, y los había confeccionado él
mismo, malhumorado y deprisa y por
supuesto no a la perfección. Además,
era ya evidente que no habría en ellos
espacio para todos aquellos libros.
Cogió dos grandes puñados, y echó
una ojeada a los lomos. Sus libros
habían sido acomodados en esas cajas
por tamaño, no por contenido, y éstos
eran todos chiquitines, un libro de
cocina, algunas viejas agendas de
bolsillo, el libro de misa de su infancia
(Nuestro misal dominical), una Biblia
pequeña, varios volúmenes de
Shakespeare en la edición de Yale y el
Monas hieroglyphica de John Dee.
Éstos los descargó negligentemente en
un estante, apartando sólo el Dee para
colocarlo con los otros de su misma
naturaleza, en la pared de la izquierda:
un libro pequeño y delgado,
encuadernado en rojo, con el signo, la
Mónada, estampado en la cubierta, e
impreso una vez más en la portada,
reproducido, en esta edición barata, del
original de 1564:

En su libro, él tendría que aclarar


algunas cosas acerca de este símbolo —
de cómo fue creado, y de las grandes
esperanzas que el doctor Dee cifraba en
él, y sus ulteriores raras reapariciones
en historia de Ægypto—. Tendría que
aventurar una forma de explicación
además. Y el poder que un símbolo
como éste en un tiempo pareció
encarnar, una combinación geométrica o
un anillo-enigma universal, suma de una
docena de diferentes glifos elementales,
planetarios, matemáticos, un sello de
silencio y una promesa de revelación.
Para ello, naturalmente, tendría que
empezar por comprenderlo él mismo, y
sentir su poder; y la verdad era que no
lo comprendía. Y él no era el único; el
erudito que tradujera el volumen se
había sentido obligado a interpolar, en
el gnómico y hermético latín de Dee,
algunas conjeturas en cuanto al sentido:
Todos se verán obligados a admitir
[como un hecho] extremadamente raro
que (para la memoria imperecedera de
los hombres) esta [obra] esté sellada
con mi sello londinense de Hermes, de
manera que no haya ni siquiera un solo
punto superfluo, y que ni un solo punto
pueda faltar [en ella], a fin de significar
aquellas cosas que hemos dicho (y cosas
aún mucho más grandes).
Dio vuelta a la página. Una
advertencia: Algunos hombres podrán
extraviarse en el «laberinto» del
pensamiento de Dee, «torturar sus
mentes de manera inimaginable [y]
descuidar sus asuntos cotidianos», otros
«impostores y meros espectros de
hombre» negarán tajantemente las
verdades aquí contenidas. Hum.
Lo que a él, Pierce, le gustaría para
su libro sería una portada barroca como
ésta: un portal grabado, a la vez austero
y burlesco, con pilares, dintel, y
basamentos, todos con sus inscripciones
y emblemas, Tierra, Aire, Fuego, Agua,
citas en latín y griego en banderas
ondulantes, Mercurio con el casco y los
pies alados, llevándose el dedo a los
labios. Por encima de la dedicatoria (¡al
emperador Maximiliano!) había una
divisa:
Qui non intellegit, aut taceat aut
discat.

Lo cual quería decir, veamos:

Quien no comprenda que calle o


aprenda.

A ver ¿cuál era su caso? Podía ser,


desde luego, que entrara en las dos
categorías: estúpido e impostor, que no
supiera nada y dijera mucho. Cerró el
Monas hieroglyphica y lo deslizó con
los otros libros que debería frecuentar,
sus Fuentes Secundarias: el Bruno de
Kraft, Barr en sus cuatro gruesos
volúmenes, los seis más voluminosos
aún de Thomdike; el viejo libro de texto
de astronomía de Earl, el diccionario de
Lewis y Short, y un diccionario de
ángeles; con docenas de otros, en el
anaquel de la izquierda, la lógica de
cuya asociación por el momento sólo
Pierce podía discernir. Que los demás
aprendan o callen.
¿Y tenía él alguien a quien
dedicarlo? No, no tenía. Aunque se le
ocurrió, por primera vez en ese instante,
qué regalo único podía significar una
dedicatoria; tan generosa, y halagadora,
y gratuita por añadidura.
Lo que su libro podía contener
(pensó, retrocediendo unos pasos y
contemplando con los brazos cruzados
los lomos de su colección, algunos
colocados boca abajo) era algo así
como una nota del autor.
Sí. Una nota del Autor. Este libro,
más aún que la mayor parte de los
Ubros, no, como lo son la mayoría de
los libros, también este libro es —y más
aún que la mayoría— un libro hecho de
otros libros. El autor desea reconocer.
De cuya inagotable y profunda
erudición, de cuyas audaces
especulaciones, de cuya… Esta
fantasía en torno a sus temas.
Una disculpa, tal vez, anticipada,
por el uso que se proponía hacer de
ellos, y las compañías que les haría
frecuentar.
Dio media vuelta y abrió otra caja.
Estaba llena de libros voluminosos: un
gran diccionario y un gran libro
ilustrado sobre relojes, algunos
volúmenes de su Británica de 1939
heredada a la muerte de Sam, un
imponente Shakespeare y una enorme
Biblia.
Esta última (Douai), pesada en sus
manos, lo tentó a probar un sortilegio.
La puso sobre la cama, la abrió,
palpó la densa escritura, y con los ojos
cerrados pasó rápidamente las páginas.
Se detuvo. Con los ojos siempre
cerrados puso un dedo sobre un texto y
lo miró con tutela. Isaías:
Con alegría partiréis, y en paz
seréis llevados; montañas y colinas
prorrumpirán ante vosotros en gritos
de alegría y todos los árboles del
campo aplaudirán.
Tres
Al igual que todos los libros de
Fellowes Kraft, la breve autobiografía
que Boney le había dado a leer a Rosie
traía un epígrafe. Esta vez era una cita
de Trabajos de amar perdidos:

¡Bienvenida la amarga copa de la


prosperidad!
quizá la aflicción vuelva algún día
a sonreímos;
pero hasta entonces
ten paciencia, tristeza.

Lo cual, si se pensaba en lo que en


realidad decía, parecía mas bien una
especie de juego de palabras; aunque tal
vez, pensó Rosie, fuera la fuente mas
que la cita misma lo significativo,
porque un tema importante en el libro
era la búsqueda del Amigo Ideal y los
sucesivos desengaños, traiciones,
perjurios y rupturas que la búsqueda
había entrañado, todo ello descrito no
obstante con tanta delicadeza que Rosie
se preguntó si acaso Kraft habría
ignorado su verdadera naturaleza, y si en
verdad buscaría, en plena inocencia, tan
sólo un amigo, y si la malpensada era
ella.
Si era ambiguo al hablar del Amigo
Ideal, era en cambio franco en materia
de regalías y del negocio literario. Daba
un detall minucioso de cuánto dinero le
había reportado cada libro, lo cu a
Rosie le resultó esclarecedor; lo
suficiente para subsistir, al parecer, pero
no para vivir con holgura. También
había dinero de la familia, aunque Kraft
se mostraba un poco más reservado a
ese respecto; y estaba además, la
Fundación. Ciertamente, con los
derechos de autor no habría podido
comprar la casa de Stonykill, ni costear
la agitada vida que llevaba, los viajes
que narraba y emprendía sin descanso,
siempre lleno de esperanza, iluminados
por el arte o la arquitectura que
descubría a su paso, pero que siempre le
dejaban un amargo sabor de cenizas: y
eso a causa de los Amigos, pensó Rosie,
Nikos y Antonio y el Barón y Cyril y
Helmut. Insertas en el libro, había
fotografías borrosas de uno o dos de
estos hombres, en marcos impresos con
nombre, lugar y fecha; en realidad,
aparte del antiguo retrato de una mujer
alegre y aniñada, con una capelina y un
vestido de verano —su madre—,
aquéllas eran todas las ilustraciones.
No, una más: Kraft y otros dos
hombres jóvenes, en una suerte de
camión en un camino de montaña, con un
castillo de libro de cuentos blanco y
desvaído a lo lejos, valle abajo. Kraft y
quienesquiera que fuesen esos otros
vestían ropas rústicas, pantalones cortos
de cuero y suéters. Al pie, una nota que
intrigó a Rosie: De expedición por las
Montañas Gigantes, 1935. No había
encontrado en el texto nada que aludiera
a esa expedición, y ella no tenía ni la
más remota idea de dónde podían
quedar las Montañas Gigantes. El país
de las hadas, quizás.
Aunque, a decir verdad, no estaba
leyéndolo en secuencia natural. Lo tenía
encima de su escritorio (una mesa de
juego que había instalado en un rincón
del estudio de Boney, donde trabajaba),
y lo abría al azar de tanto en tanto cada
vez que el trabajo la aburría o no sabía
cómo continuar; el hecho de leerlo o
simplemente de mirarlo, le parecía lo
bastante relacionado con su tarea como
para llenar los huecos de un día de
trabajo. Lo estaba leyendo una mañana
de fines de mayo, aunque no era un día
laborable sino un sábado, sentada en la
silla de Boney, con los pies cruzados
sobre el escritorio. Boney en cambio
estaba en el parque, encorvado sobre
una pelota de cróquet, empuñando un
mazo. Césped de un verde intenso,
orgullo de viejos jardineros, pelota y
mazo a franjas azules. Rosie podía verlo
cuando alzaba los ojos del libro:
practicando.
«Nuestros nidos, por muy hermosos
que los hagamos serán nidos vacíos»,
leyó; y Rosie creyó saber a quiénes se
refería ese nosotros. «Inevitablemente,
seremos solitarios, como pelotas que,
lanzadas a través de un vasto prado,
chocan con otras de tanto en tanto, y son
chocadas por ellas. Debemos celebrar
esos choques, y conservar alto nuestro
valor y nuestro ánimo; y no olvidar a
aquellos a quiénes hemos amado, no, y
orar porque nuestras remembranzas nos
sean recompensadas con un lugar, por
poco visitado que sea, en sus
corazones».
Hum. Rosie se dio cuenta de pronto
de que, hoy en día, todo el mundo, no,
muchas personas vivían como había
vivido Kraft, como habían vivido
siempre los homosexuales; colisiones
breves, azarosas, entre amantes a
quienes no había forma de retener, salvo
por el tiempo que pudieras conservar
sus manos entre las tuyas. Y después
¿qué? Después, recordarlos, y
mantenerse en contacto: amigos. Tal vez
hubiera una enseñanza en ello, o una
insinuación: la manera de no acabar con
las manos totalmente vacías, si ésa era
la forma en que uno tenía que vivir.
Dejó pasar entre los dedos, hasta las
finales, las cremosas páginas del libro.
En el parque, Boney balanceó
hábilmente el mazo, como un péndulo,
delante de él, y enderezó las encorvadas
rodillas. Sam, encantada, correteando a
través del césped, interceptó la carrera
de la pelota que Boney había echado a
rodar. Boney levantó un dedo admonitor,
Sam, pelota en mano, alzó los ojos para
escuchar, pero al fin decidió llevársela
de todos modos, chillando de contento.
«En Venecia, en la bóveda de la
iglesia de San Pantalón, se encuentra una
de las obras de arte más extraordinarias
que he visto en mi vida. Es una pintura
barroca, ejecutada en perspectiva
trompe l’oeil, por un tal Fumiani, de
cuya existencia no he podido encontrar
ningún otro rastro. La obra ocupa todo el
techo y sus artesones, como si fuera una
enorme pintura de caballete; ha de
narrar sin duda la historia del santo,
aunque cuál es esa historia nunca lo he
sabido. Pese al convincente salto hacia
arriba de la perspectiva, no posee la
evanescente ligereza de un Tiépolo;
tiene un claroscuro alucinante, y los
personajes nítidos y sólidamente
modelados, los pilares, los tramos de
escaleras, los tronos, trípodes, y el humo
del incienso son tan reales que su
magnitud y el rápido alejamiento del
observador es vertiginoso. Lo más
sorprendente de todo es que, si se
exceptúa una legión de ángeles, en el
centro, no hay en ella ningún significado
obviamente religioso: ni Virgen ni
Cristo, ni Dios ni Paloma, ni cruz ni
aureolas, nada. Nada más que esas
enormes figuras antiguas, asociadas en
una historia más que narrando la
historia; meditando, juzgando,
esperando, viendo, solas. La legión de
ángeles asciende no hacia una divinidad,
sino hacia un centro vacío, un cielo de
nubes blancas.
»Poco antes de acabar esta inmensa
obra, Fumiani, al parecer, se cayó del
andamio y se mató. Imaginadlo.
»Vi por primera vez la cúpula de
San Pantalón (¿San Pantalón? ¿La
iglesia del viejo loco?) en 1930, cuando
estaba en Europa escribiendo mi primer
libro, El Viaje de Bruno. He vuelto a
Venecia muchas veces desde entonces, y
ese techo de Fumiani ha sido una de las
cosas que me ha incitado a volver. Si
pudiera —si no tuviera la sensación de
que la tinta de esta vieja Waterman
empieza a secarse— intentaría un libro
más, un libro semejante a ese techo; un
libro compuesto de grupos ambiguos
pero claros, grandes soledades que
miran y desvían la mirada; un libro
solemne, y sombríamente brillante y
jubiloso en su realización; como es
jubiloso ese techo en el inmenso truco
de su perspectiva; un libro vacío, e
infinito en su centro. Un libro que
cerrara el ciclo de mi vida como Bruno
lo abriera. Un libro que, antes de
terminarlo, pudiera morirme».
Rosie se estremeció al leer esta
fiase. Ella sabía sin embargo que esos
pensamientos macabros habían sido un
tanto prematuros; después de estas
memorias había escrito por lo menos un
libro más, ¿Bajo el signo de Saturno o
Anochece en la llanura? Ella lo había
leído, y no parecía muy distinto de los
otros; uno más. Estas memorias, pensó,
habían sido escritas más cerca del
umbral de la vejez que de la sombra de
la muerte.
Sin embargo, al parecer, nunca había
encontrado el Amigo Ideal; los trabajos
de amor, perdidos.
Cerró el libro y bajó los pies del
escritorio. No era un día laborable, pero
tenía montones de cosas que hacer;
porque era el día del torneo estival de
cróquet y de inauguración de la
temporada, un acontecimiento social de
singular relieve, y aquí, en Arcadia, en
el parque detrás del estudio, se jugaba
hoy el primer partido.
No acudirían todos los jugadores de
primera línea; algunos eran veraneantes
que aún no habían abierto sus casas,
otros estatuí ocupados plantando sus
tomates. Rosie suponía que Beau y los
otros vendrían. Allan Butterman había
sido invitado. Esperaba que también
fuera Spofford, a quien ella no veía
oficialmente desde hacía un tiempo y
que tenía (eso había dicho él) un
proyecto para discutir con ella y con
Boney.
Un proyecto. Se ajustó los cordones
de las zapatillas y, aunque sabía que no
era correcto hacer eso, abrió el ventanal
y saltó por encima del alféizar al parque
llamando a su hija para el almuerzo.
Tampoco Pierce había visto mucho a
Spofford desde su llegada, en esta época
del año Spofford estaba ocupado con su
tierra, y tenía pocas razones para bajar a
las Jambas. Y Pierce se las apañaba
solo, consciente ya de que, como recién
llegado, era objeto de cierto interés.
Había entablado una buena relación
con Beau y con las mujeres de su casa, y
en la casa de Beau había conocido, entre
otros, a Val; por lo demás parecía
probable que pronto contaría en este
pueblecito con un círculo de relaciones
más amplio que el que jamás tuviera en
la gran ciudad, donde a la larga había
llegado a convertirse en una especie de
recluso, y del cual, de todos modos, la
mayor parte de las personas que le
interesaban habían escapado una por
una, como a la larga lo hiciera también
él.
Como lo hiciera también él. Un
sábado estaba sentado en un sillón
mullido junto a su ventana abierta,
aspirando la fragancia de las lilas (las
pesadas ramas cargadas de flores de un
arbusto grande y añoso caían a plomo
sobre la cerca de madera y alambre que
separaba el terreno de su edificio del de
sus vecinos) y escuchando el canto de
los pájaros. Mientras esperaba que Val
lo llamase desde la puerta, porque iría
con ella y Beau a jugar nada menos que
al cróquet, escribía en su registro:
«La persistencia del pensamiento
mágico en este vecindario es
extraordinaria. Mi vecino Beau me
explicaba ayer todo lo concerniente a
los distintos caracteres planetarios que
pueden tener las personas; mercurial,
jovial, saturnino, marcial, etc. Y cómo
atraer las influencias planetarias
benéficas a fin de contrarrestar las
maléficas. Talismanes. Sellos. Y no lo
está obteniendo de ninguna búsqueda
erudita, de ningún libro antiguo, le es
naturalmente accesible. Son sin embargo
las mismas fórmulas que por sus propios
medios elaboró Marcilio Reino
quinientos años atrás. ¿Cómo?».
Se puso el lápiz entre los dientes
como la daga de un pirata y se levantó
con esfuerzo; fue a la estantería de la
izquierda, buscó entre los libros, sacó
uno y lo fue hojeando mientras se dejaba
caer de nuevo en el sillón.
«Val —escribió— es nuestra
astróloga, y al parecer un personaje
sumamente importante en estos
aledaños, como debió de serlo el
médico-astrólogo o la mujer experta en
hechizos y otras artes en cualquier aldea
isabelina. El otro día, estuvo explicando
en La Cueva de las Roscarlas
cualidades o los contenidos de las doce
casas del Horóscopo. Yo le pregunté
cómo había llegado a las descripciones
que posee; no tenía ninguna respuesta; ha
estudiado, dice, pero lo que ha
estudiado parece ser más que nada
revistas; y ha meditado y sentido —
experiencia, dice ella, más que
cualquier otra cosa—; pero he aquí que
sus descripciones coinciden con las de
Robert Fludd en su Astrología de
alrededor de 1620».
Abrió el libro que había puesto en el
brazo del sillón para copiar de él.
«Val dice que Vita es la vida, la
personalidad psicológica y física. Fludd
dice: vida, personalidad, aspecto físico,
e infancia. Lucrumes posesiones,
dinero, ocupaciones, dice Val; Fludd
dice bienes, riquezas y casa (pero Val
dice que también es inicios, primeros
pasos, lo que uno hace con lo que recibe
en Vita). Fratres, dice Val, no significa
tan sólo hermanos y hermanas, significa
relaciones familiares y comunicaciones
de toda especie; y más aún, también es
amistad: tu círculo, en fin. Fludd dice —
había perdido el renglón y tuvo que
buscarlo— hermanos y hermanas,
amistad, fe, y religión, y viajes».
Bueno, tal vez no tan exactamente
idénticos como él había imaginado.
¿Cómo era que entraban los viajes bajo
Fratres? Siguiendo la lista, Pietas, en la
casa novena, figuraba como «travesía»
en la descripción de Fludd. ¿Había
alguna diferencia entre «viajes» y
«travesías»? Mors, la casa ocho, había
dicho Val, no es tan sólo muerte, es
llegar a ver la vida desde la perspectiva
más vasta, la perspectiva cósmica. La
descripción de Fludd decía: «muerte,
trabajo, tristeza, enfermedades
heredadas, años postreros». En general
las descripciones de Val eran más
simpáticas que las del mago del siglo
XVII, más meliorativas, siempre
concibiendo las dificultades y los
obstáculos como crecimiento y lucha en
un plano más elevado.
Pero ¿por qué, al fin y al cabo, las
casas tenían esas características y no
otras? ¿Y por qué en ese orden? Val
podía explicarlas como una serie, una
expansión acumulativa a partir de la
infancia y de las preocupaciones
personales, a través de la socialización
y la familia, hacia la conciencia
cósmica, una historia en doce capítulos:
pero no era eso lo que Pierce
preguntaba. Cualquier secuencia de doce
nociones podía, probablemente, ser
interpretada de manera satisfactoria,
sobre todo de ese modo esotérico,
anagógico; pero eso no las explicaba.
Se lo había preguntado a Val en La
Cueva de las Roscas: ¿por qué la
Muerte aparece en la casa octava y no
en la última? ¿Por qué la octava y no la
séptima o la novena? ¿Y Lucrurn
merecía en verdad su sitio
inmediatamente después de Vita? ¿Y por
qué las doce culminaban no en la
expansión más sublime, o en el más
tenebroso de los finales, sino en Carcer,
la Prisión?
Beau Brachman había estado
escuchando aquella discusión con una
sonrisita irónica, como quien sabe más y
calla, mientras Pierce hacía preguntas y
Val formulaba nociones riéndose de su
propia torpeza para hilvanar
razonamientos lógicos.
—Carcer —dijo Val—, sufrimiento.
¿Sí? Y miedo y restricción; pero el
destino individual es ver, y llegar a ver
eso.
—¿Ver qué?
—Que tu destino individual, en este
momento, es algo que tienes que
abandonar, del que tienes que salir en la
muerte para unirte con el universo. Es
comprender eso. —Miró a Beau—.
¿Correcto?
Pero Beau no decía nada, tan sólo
sonreía, y Pierce había empezado a
sospechar que esa sonrisa no era más
que la forma de su boca, la curva de sus
delicados labios de sátiro, nada que
reflejase su mirada o su pensamiento.
En fin, ¿y qué era lo que ponía Fludd
en la última casa? «Enemigos ocultos,
impostores, personas celosas, malos
pensamientos, grandes animales».
¿Grandes animales?
Pierce tuvo una inspiración súbita.
Se abrió de golpe en su mente como un
capullo, y al instante comenzó a echar
pétalos, a desplegarse como una flor en
cámara lenta, mientras buscaba a tientas
el lápiz que había dejado sobre la mesa.
«Organiza el libro de acuerdo con
las doce casas —escribió—, cada casa
un capítulo o una secuencia. En algún
momento cuenta la historia de cómo
surgieron las doce casas, de cómo su
significado fue cambiando con el correr
del tiempo, pero reserva esto para más
tarde; deja que el lector medite, ¿Vita?
¿Lucrum? ¿Qué es todo eso?, etc.». Oyó
que abajo alguien abría la puerta de
entrada. «En Vita, narra cómo llegaste a
esta investigación. Barr. Infancia. Etc.».
—Hola, guapo. —La voz ronca de
Val llegó desde el pie de la escalera.
—Está bien, ya voy.
Su lápiz revoloteó por encima de la
página. Lucrum, hum. Pero Fratres la
compañía de pensadores, historiadores,
magos, entonces y ahora. Y el viaje de
Bruno. Se levantó, dejando a un lado el
diario pero todavía escribiendo.
En Mors, a las tres cuartas partes
del camino, Bruno sería quemado. Pero
después su legado —Ægypto, la
infinitud— se expandiría a través de
Pietas, Regnum, Benefacta.
Carcer al final. Carcer. Los nueve
años de Bruno en una celda pequeña
como el baño de Pierce. Nueve años
para retractarse, y nunca lo hizo.
¿Por qué al final nos encarcelan?
Bajó unos peldaños, taconeando,
volvió a subir para buscar su tabaco,
cerillas, las gafas de sol que había
adquirido en Bella Vista el verano
anterior. Y volvió a salir y bajar hasta
donde Val, los brazos en jarras, lo
esperaba con simulada impaciencia. No
echó llave a la puerta, no la había
cerrado con llave desde que llegara a
este pueblecito; en un instante había roto
con diez años de hábitos urbanos como
si nunca hubiese vivido en la ciudad y
ya nunca más fuera a recuperarlos.

Como algunas partidas del torneo


estival de cróquet se disputaban en los
patios traseros de las casas de campo
del norte, rocosos, llenos de tocones y
juguetes extraviados, el juego había
adquirido un carácter especial, y hasta
algunas reglas propias; una especie de
cróquet de obstáculos en el que algunos
jugadores descollaban, Spofford entre
ellos. Pero en la mesa de billar que era
el parque de Arcadia, el cróquet se
jugaba de acuerdo con una geometría
más estricta; los participantes eran en
general personas de cierta edad y los
jugadores más jóvenes se sentían un
poco intimidados por la albura del
atuendo de Boney, por la jarra de
limonada y la bandeja de plata con
galletitas que llevaba la señora Pisky,
Pierce, apeándose del escarabajo de
Val, y viendo la partida más allá de los
rosales ya en su apogeo, aperaba casi
que le pondrían en las manos un
flamenco, para que hiciera rodar erizos
bajo los arcos de un juego de naipes.
Rosie Rasmussen lo vio cruzar el
parque en compañía de Beau y de Val,
un hombre alto y feo que vestía una
camisa de punto y sostenía con extraña
delicadeza la diminuta colilla de un
cigarrillo. Sabía quién era porque
Spofford y Val se lo habían descrito,
pero era la primera vez que lo veía; el
hombre nuevo del condado.
Y Pierce la vio a ella, adoptando una
pose, mazo en mano, ofreciéndole a él, a
Beau, y a Val, el parque en derredor, las
flores y el día. Una mujer alta y esbelta,
jovial, con una mata de rizado pelo rojo
y ese upo de facciones bien delineadas,
un tanto caballunas, que le permitirían
conservar muchos años su
lozaníajuvenil. No su tipo, sin embargo.
La vio cargar el mazo al hombro y
cruzar el parque en dirección a él. Un
súbito estallido de risas y apenadas
protestas entre los jugadores vestidos de
blanco, ya cercanos al poste; Val soltó
su risotada festiva; Rosie y Pierce se
estrecharon la mano.
—Hola. Yo soy Rosie Rasmussen.
—Pierce Moffett.
—Eso es —dijo ella, como si él
hubiese acertado al decir su nombre—.
Bienvenido a las Lejanas.
Val saludó con un hola a las
personas que conocía, y en seguida
empezó a cuchichear al oído de Beau
sus historias. Rosie señaló el campo de
cróquet.
—¿Juegas a esto? —le preguntó.
—Hum —respondió él—, bueno he
jugado una o dos veces. Ni siquiera
estoy seguro de conocer las reglas.
—Yo te enseñaré —dijo Rosie—.
No pueden ser más simples.
Caminaron en dirección al poste.
Pierce alzó los ojos hacia las grises
alturas de Arcadia, los aleros profundos
y excesivamente ornamentados y la
amplia terraza, con su mobiliario de
mimbre haciendo juego. Había, sabía él,
muchas casas viejas de esa misma edad
y de esas dimensiones, acurrucadas en
las colinas y los valles de las Lejanas,
residencias de verano finiseculares,
modestas en aquel entonces, hoy en día
fabulosas. El verano anterior, durante un
paseo, Spofford le había señalado en
algún lugar el camino que conducía a
una casa grande que pertenecía dijo al
tío de su Rosie. En algún lugar. Con el
tiempo, pensó Pierce, la geografía del
condado acabaría por acomodarse en su
mente, con sus arcos, sus postes, los
senderos que la entrecruzaban.
—Así que fue Spofford quien te
indujo a venir a vivir aquí, ¿no? —
preguntó Rosie.
—Algo así —dijo Pierce—. En gran
parte. Y la suerte. ¿Conoces a Spofford?
—Y muy bien —dijo ella,
sonriendo, bajando los ojos hacia la
pelota que estaba golpeteando para
ponerla en su lugar—. ¿Y qué tal te sabe
la nueva vida?
Pierce, con las suaves brisas de
mayo en el pelo y la camisa, con las
colinas verde chartreuse y las
cambiantes nubes a la vista, pensó un
momento antes de responder.
—Te diré una cosa —dijo—. Si yo
hubiera formulado tres deseos pensaría
que uno de ellos me ha sido otorgado, el
de haberme traído a este lugar, el de
haberme sacado de la ciudad.
Rosie se rió de la tonta
extravagancia de la idea.
—Bueno, pero te quedan dos más.
—De ésos —dijo Pierce—, yo sé
cómo ocuparme.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Le resumió
brevemente sus teorías y conclusiones
en materia de deseos, los preparativos
que había hecho, las trampas que había
previsto.
—Caramba, lo tienes todo bien
calculado.
—Por supuesto —dijo Pierce—.
Hay que estar preparado.
—¿Y qué te hace pensar que
necesitas prepararte? Quiero decir, ¿qué
vas a hacer para obtener esos deseos?
—No estoy seguro de que haya que
hacer algo —dijo Pierce—. Ni de que
haya que merecerlos. Te son ofrecidos.
Sale tu número. Compras una vieja
lámpara en un puesto en una feria. El pez
mágico pica tu anzuelo.
—¿De veras?
—Claro. Las posibilidades son
escasas, lo reconozco, pero aun así ¿por
qué no tomarse la molestia de estar
preparado? Lo mismo que esos cupones
de las revistas que siempre mandas para
ganar un premio, aunque la posibilidad
sea una en millones.
—Yo nunca los mando —dijo Rosie.
—Bueno, en realidad yo tampoco —
dijo Pierce.
La cara se le arrugó en una sonrisa
asimétrica. Rosie se echó a reír,
intrigada por su fantástica y divertida
seriedad. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta,
cuarenta? Manos grandes, notó; grandes
pies.
—Muy bien, empiezas en la estaca
—dijo, señalándosela—. ¿Qué color
quieres ser?
—Me es indiferente.
—Spofford me dijo que estabas
escribiendo un libro.
—Es lo que intento hacer.
—¿Y te lo pagan?
—No mucho. Algo.
—Pues qué bien. ¿Y de qué trata?
Pierce repasó rápidamente las varias
descripciones que había imaginado para
cada tipo de interlocutor.
—De magia e historia —dijo—. De
la magia en la historia, y además de la
historia de la magia, los magos.
—Hum. Interesante. Historia. ¿Y de
cuándo?
—Bueno, el Renacimiento y un poco
después. La época de Shakespeare.
—Los magos de aquel entonces.
Hum —dijo Rosie—. ¿Como John Dee?
La miró sorprendido.
—Bueno sí —dijo—, entre otros. Y
¿cómo es que conoces ese nombre?
—He leído una novela acerca de él.
¿Eres historiador?
—Enseñaba historia —dijo Pierce,
no queriendo atribuirse esa más
importante jerarquía—. ¿Qué novela?
—Una novela histórica. —Se rió de
la obviedad de la respuesta—. Por
supuesto. De Fellowes Kraft Vivía cerca
de aquí, y escribió esos libros.
Como la de un relámpago, la luz del
entendimiento había empezado a cruzar
por el rostro de Pierce, una comprensión
inmensa, que iba mucho más allá del
mero hecho de saber de dónde conocía
ella al viejo doctor Dee. Rosie recordó
súbitamente haber divisado a alguien
parecido a él en su última visita a la
biblioteca.
—Sí, nuestro famoso escritor local.
Su casa está en Stonykill.
—Pues mira por donde —dijo
Pierce.
—¿Has oído hablar de él? En
realidad, no era tan famoso.
—Creo que he leído casi todos sus
libros. Hace mucho tiempo.
—¡Oh! —dijo Rosie mirando a
Pierce mientras experimentaba una
sensación muy semejante a la que tenía
cuando concebía un cuadro: la sensación
de que una cantidad de cosas diversas se
combinaban y amalgamaban en una
imagen plásticamente representable—.
¿Hay alguna posibilidad de que
necesites un trabajo? Un trabajo
temporal, y de pocas horas, quiero decir.
—Yo… —dijo Pierce.
—¿Y es verdad que eras profesor de
una universidad en los cursos
superiores?
Pierce le resumió su curriculum.
—Oye —dijo ella—. Espérame
aquí, ¿quieres? Un segundo.
Él le indicó con un gesto que no
tenía prisa por ir a ningún otro sitio. La
vio alejarse a pasos lentos, a través del
prado, abstraída, detenerse casi de
golpe, más abstraída aún, y luego,
resuelta, avanzar rápidamente hacia un
grupo de jugadores vestidos de blanco.
Pierce trató de practicar unos golpes
y luego se apoyó en el mazo, lleno de
vida en la plenitud del día. Ahora, de
aquellas flores amarillas que a su
llegada a las Lejanas había visto en su
momento de eclosión, no quedaba
ninguna: una mata que crecía cerca del
camino de entrada sólo conservaba
algunas hojas verdes y en el suelo, en la
base, una lluvia de pétalos caídos.
Entretanto las lilas, blancas y malvas
habían florecido, y también ellas
empezaban a marchitarse; pero ahora en
los rosales los pimpollos se abrían
exuberantes. Y era suyo, todo suyo, sí,
para él todo ese despliegue.
Por primera vez en años y años no
se lo estaba perdiendo, por primera vez
¿desde cuándo? Desde los patios
ajardinados y los claustros de Noate,
por lo menos.
Su terruño y también el de Fellowes
Kraft; y si aquello era en cierto modo un
augurio, debía suponer que era un buen
augurio, aunque aún no estaba habituado
a considerar su vida en esos términos.
El calor de la simple alegría era todo
cuanto de momento podía sentir y de lo
único que estaba seguro era de su
asombro.
Un trabajo. Vio a Rosie ir hacia él, a
paso rápido, el rostro radiante.
—Boney piensa que es una idea
realmente fantástica —dijo, tomando a
Pierce por el brazo—. Y también
resultará fantástica para ti, lo sé.
Acompáñame a verlo.
—¿Boney?
—Boney Rasmussen. El dueño de
esta casa.
—Tu padre.
—Mi tío.
—Ajá.
—Quizá los tíos ricos abundaran por
estos contornos, como en las viejas
novelas.
—¿Y el trabajo?
—Bueno, escucha —dijo ella—.
Ante todo, si quieres, hazme un favor. Se
trata de Fellowes Kraft. Habrá un
trabajo en eso estoy segura.
—Ajá.
Iban en dirección a un hombre frágil,
encorvado, y al parecer muy viejo, que
los esperaba apoyado en su mazo al lado
de la limonada.
—Dios. Qué alivio haberte
encontrado —dijo Rosie.
—¿Sí?
El viejo, a lo lejos, levantó la mano
a guisa de saludo, y Pierce alzó la suya
mientras cruzaba el terciopelo del
prado, sintiendo al mismo tiempo que
trasponía el umbral de un pórtico
invisible: un pórtico del cual, una vez
traspuesto, no habría retorno. No sabía
por qué, ni hacia dónde iba, pero sabía
que era así, porque era una sensación
que ya había experimentado antes.
Cuatro
La primera vez que Rosie la había
visto, en marzo, viento y lluvia, se sintió
hostilizada, rechazada; era como la casa
de un ermitaño o de un hechicero,
solitaria en un collado boscoso, al final
de un largo camino de entrada de tierra,
casi una carretera, que zigzagueaba a
través de campos desnudos y
pedregosos. Y era además una de esas
casas que, a la mirada de ciertos ojos,
cierta noche parecen tener una cara: los
ojos encapotados de un par de ventanas
con postigos cerrados, una a cada lado
de la nariz y la boca de una puerta y su
montante, una barbilla de peldaños
curvos, unos mostachos de hirsuta
balsamina. Rosie recordó una frase del
poema «El reino del sueño de la
muerte», del que ésta parecía ser la
atalaya o la cabaña del guardián. Yen el
fondo, más allá de los pinos oscuros que
gesticulaban impenetrables se alzaban
las colinas.
Cuando Pierce la vio por primera
vez, el tiempo había cambiado, y era
simplemente una casita falso Tudor,
estuco, ladrillo y ladera, más bien poco
convincente; los aleros eran profundos,
redondeados como si fueran de paja, —
pero en realidad eran de tejas de papel
alquitranado; las chimeneas rosa viejo,
los numerosos sombreretes, las ventanas
de parteluz y los rosales trepadores en
emparrados, todo ello decía 1920 y no
1520. Los pinos, sin embargo, allá en
los fondos siempre en sombra, y los ojos
de la casa todavía ciegos.
Lo que Pierce tenía que hacer era
entrar en esa casa con Rosie y ver lo que
podría ver; hacer una evaluación
general, o algo así, Rosie no estaba
demasiado segura, pero sí lo estaba de
no tener ni la competencia necesaria ni
el deseo de hacerlo todo sola. Ése era el
favor. Poner en orden lo que
encontraran, catalogarlo quizá, decidir
si vender o no los libros y el resto de las
cosas, si valían la pena —ése era el
trabajo. Si él estaba dispuesto a hacerlo.
—Mientras haya luz de día —dijo
Rosie—. Sólo para echar un vistazo.
Y así, al atardecer (finalizado, con
Pierce a duras penas último, el partido
de cróquet) treparon a la Bison con un
par de botellas de cerveza rescatadas de
las ofrendas para la fiesta, y partieron a
toda marcha; Val los despedía a gritos
con comentarios irónicos, Rosie
saludaba a todos agitando los brazos, y
los perros, en el compartimento trasero,
ladraban triunfantes.
—Lo he ido postergando y
postergando durante tanto tiempo —dijo
Rosie, cobijando las botellas entre sus
muslos—. ¿De veras no tenías ningún
otro plan?
—Ninguno —dijo Pierce. El enorme
vehículo rodaba con estruendo cuesta
abajo, ocupando como siempre más de
la mitad que le correspondía de la
carretera—. ¿No es lo habitual tener un
espejo para mirar atrás? —Señaló un
grumo de pegamento en el parabrisas,
donde no había espejo alguno.
—Ya te habituarás a nuestras rarezas
—dijo Rosie. Le sonrió de soslayo—.
¿Así que piensas quedarte? ¿No?
¿Establecerte aquí, eh? Casarte tal vez.
—Ja, ja —dijo él—. ¿Tú estás
casada?
—No —dijo ella, no del todo
sincera.
Había decidido no volver a
mencionar a Spofford. No porque la
hubiera ofendido el hecho de que, al fin,
no apareciera para jugar al cróquet, ni
llamara para justificarse. No.
Simplemente había decidido que no lo
haría. Ninguna razón. Ningún plan.
—Fue una historia más bien triste,
supongo —dijo, mientras atravesaban el
pueblo de Stonykill—. Boney dice que,
al final, se había quedado casi
completamente sordo. Y muy pobre. Era
un hombrecito animoso y en realidad
nunca se vino del todo abajo, pero el
brillo de su traje de luces empezó a
desgastarse. Así es como yo imagino las
cosas.
—Hum —dijo Pierce, viendo pasar
Stonykill: un centro industrial, casi
despoblado, una fábrica en ruinas,
muros sin techo, perforados por
ventanas ojivales que, con el detalle
gótico de la chimenea y la torre del
reloj, sugerían una ruinosa abadía,
también poco convincente.
—Solía bajar a pie hasta el pueblo a
encargar sus provisiones —dijo Rosie,
señalando un almacén de ramos
generales—. Y a comprar una botella y
los periódicos. Con Scotty.
—¿Scotty?
—El perro. —Había salido de la
carretera y ahora subían una cuesta
empinada—. Lo más triste fue cuando se
le murió el perro. Casi lo mata también
a él, de pena. Creo que eso fue lo más
triste que le sucedió en su vida. Quizá
cuando su madre… ¡Oh! Ay, ay. —Había
apretado a fondo el servofreno, lanzando
a Pierce contra el tablero. Estirando el
cuello, para atisbar entre las cabezas de
los perros, que también se habían
precipitado hacia adelante, retrocedió
en medio de una lluvia de pedregullo,
hasta el ancho portón de aluminio
asegurado a viejos pilares de piedra que
cerraba la entrada—. Me pasé un poco.
Pero aquí estamos.
No había podido encontrar la llave
del candado del portón, de modo que
tuvieron que ir andando hasta la casa
por el largo sendero polvoriento. En
vuelo hacia los pinos, graznaban los
grajos. El curso del oriplata atardecer
de verano —tiempo de aprovechamiento
de luz solar— parecía haberse detenido
como si fuese a durar eternamente.
—¿Quieres ver la tumba de Scotty?
—preguntó ella—. Está por aquí, en el
fondo.
—Creía que nunca habías estado
aquí.
—Vine una vez. Miré por las
ventanas. Pero no me atreví a entrar.
Rodearon la casa, silenciosa y
atenta, hasta llegar a los fondos, porque
la llave de que Rosie disponía era la de
la puerta de la cocina, una puerta de dos
batientes horizontales, con una arcada
redonda.
—Oye, no sabes cuánto te lo
agradezco —dijo, luchando con la
cerradura herrumbrada.
—No te preocupes —dijo él—. Es
interesante. Y estoy seguro de que
encontraré algún favor para pedirte a
cambio.
—Cuando quieras —dijo ella, y la
llave giró.
—Clases de conducir. —No era su
tipo, no. Pero al menos, no estaba
casada y no era la novia de su único
amigo en el condado.
—Seguro —dijo ella—. Puedes
conducir a la vuelta. —Abrió la puerta,
y entraron en la helada cocina—. Bueno
—dijo Rosie, cuando hubo cerrado la
puerta. Sintió el impulso de tomar la
mano de Pierce, una seguridad en el
silencio—. Bueno.
La casa, cerrada durante tanto
tiempo a cal y canto, olía a moho, a la
guarida de un animal salvaje, y la débil
luz que se filtraba por las ventanas
emplomadas la hacía parecerse aún más
a una caverna. Un solterón había vivido
aquí, un solterón en tiempos puntilloso
en su cuidado personal y el de su
entorno pero que había acabado por
dejarse estar, acostumbrándose, con el
tiempo, a la desidia, y a la larga incapaz
siquiera de percibirla. El mobiliario era
de buena calidad, y bien elegido, pero
estaba sucio y un poco deteriorado, una
lámpara reparada con esparadrapo, un
paraguas invertido para sostener un
cenicero al lado del gran sillón. El
animal que aquí tuvo su guarida se había
apoltronado en ese sillón que aún
conservaba su forma; esa huella pálida
en la alfombra, desde el sillón hasta el
Magnavox y el bargueño de los licores,
había sido trazada por sus pies
empantuflados. En presencia de toda esa
intimidad, Pierce se sintió casi un
intruso.
—Libros —dijo Rosie.
Los había por todas partes, libros en
altas estanterías, libros apilados en los
rincones, encima de las sillas y al lado
de ellas, libros abiertos sobre otros
libros abiertos; atlas, enciclopedias,
novelas con cubiertas de colores
brillantes, grandes álbumes de arte de
papel satinado. Pierce eligió el sendero
de menor resistencia, el que abriera
Kraft por entre las islas y arrecifes de
libros, hacia un gabinete de cristal que
contenía más libros.
Lo abrió con una llave que estaba en
la cerradura.
—Deberíamos ser sistemáticos,
supongo —dijo—. Más sistemáticos.
Varias de las cosas contenidas en
esta vitrina estaban cuidadosamente
envueltas en esas bolsas de plástico en
que se guardan las reliquias. Una de
ellas parecía contener las páginas de un
manuscrito medieval. Una etiqueta
mecanografiada rezaba pica trix. Pierce
cerró la puerta, súbitamente intimidado;
los libros más queridos de un hombre.
—Bueno —dijo Rosie. La
aprehensión que la había sobrecogido al
entrar la había abandonado; empezaba a
sentirse curiosamente a gusto aquí, en la
casa de aquel hombre extraño, con este
desconocido. El ver a Pierce tocando
los libros de la vitrina le había hecho
pensar que acababa de presentar a dos
hombres que no podían ser otra cosa que
amigos—. ¿Quieres curiosear un poco
por aquí abajo? Yo iré arriba.
—De acuerdo.
Durante un rato permaneció a solas
en la salita. Había quemaduras de
cigarrillo —pero ¿por qué?—, a todo lo
largo del antepecho de la ventana, junto
a la mecedora. La casa entera parecía
oscurecida por el humo, como esas
cabañas comunales de los mohawk. Se
dio vuelta. El sendero tomaba ese
rumbo, a través del diseño asimétrico y
excéntrico que el arquitecto había
esperado resultara pintoresco, y
conducía a un cuarto pequeño,
sorprendentemente pequeño, en los
fondos de la casa, cuyo uso parecía
obvio, y en cuyo umbral Pierce se
detuvo aún más intimidado que antes.
Estaba atestado como un gallinero, y
equipado con calculada minucia. Apenas
si había sitio suficiente para el
escritorio, ni siquiera un escritorio sino
una ancha superficie empotrada, no con
mucha eficiencia, debajo de las ventanas
de parteluz. Y entre ventana y ventana,
algunos altos anaqueles; y dos gabinetes
de acero gris, con unos rótulos que a
Pierce le resultaron ininteligibles. Había
un viejo calentador eléctrico, un
cenicero de pie, de vestíbulo de hotel,
una lámpara de oficina con brazo
extensible, que podía alargarse para
iluminar esa Remington negra.
Allí se habría sentado él; a través de
esas ventanas contemplaría el día. Se
calaría las gafas que, por ser demasiado
vanidoso, no usaba en otros sitios,
encendería el decimotercer cigarrillo
del día, y lo dejaría en el cenicero…
Pondría en la máquina una hoja de
papel… Una hoja de este papel: aquí, al
alcance de la mano, había una caja de
una resma de ese ordinario papel
amarillo que sin duda utilizaba para los
primeros borradores. Esfinge. Pierce la
abrió. La tapa se adhirió a la base a
causa del vacío creado por el tirón;
estaba casi llena de papel, pero no de
papel en blanco.
Eran un texto mecanografiado,
páginas sin numerar, pero aparentemente
consecutivas, el borrador de una novela.
Con ambas manos, como quien saca un
pastel del horno, o un bebé de su cuna,
Pierce levantó la pila y la depositó
sobre el escritorio. Fuera de la casa, en
el anochecer, un perro ladró. ¿Scotty?
No había una portada pero la
primera página tenía algo que acaso
fuera un epígrafe:

Descubro que soy el Caballero


Parsifal.
Parsifal descubre que su gesta en
busca del Grial es la gesta en busca del
Grial de todos los hombres. En ese
instante el Grial está naciendo, fruto
de un laborioso parto en todo el mundo
al mismo tiempo. Con un inmenso
quejido el mundo despierta por un
momento de su letargo, para expulsar
el Grial como una piedra; todo ha
terminado; Parsifal olvida lo que al
partir se proponía hacer, yo olvido que
soy Parsifal, el mundo gira otra vez y
vuelve a dormirse, y yo desaparezco.

Este texto era atribuido, al pie


(mediante un rápido trazo a lápiz, como
una idea tardía o una ocurrencia
repentina) a Novalis. A Pierce le
parecía extraño. Levantó la reseca hoja
amarilla, frágil, los cantos ya parduscos.
La segunda página se titulaba «Prólogo
en el Cielo», y las primeras palabras
eran las siguientes:
Había ángeles en el cristal, dos
cuatro seis, entrando uno detrás de
otro siempre sitio para uno más; se
cogían del brazo o enlazaban las
manos por detrás de la espalda y
miraban a los dos mortales que los
observaban. Todos iban vestidos de
verde y ostentaban lazos o guirnaldas
de flores y hojas verdes en las sueltas
cabelleras; en los ojos el resplandor de
una extraña alegría, y los nombres de
todos ellos comenzaban con la letra A.

Arriba, una puerta se cerró con un


ruido sordo, y Pierce levantó la cabeza,
los pies de Rosie cruzaban y recruzaban
la habitación de la planta alta,
fisgoneando, Pierce ojeó rápidamente
unas páginas más del voluminoso
montón y encontró el capítulo uno:
Hubo una vez un tiempo en el que el
mundo no era como nosotros hoy lo
conocemos. Tenía una historia diferente
y un futuro diferente. Y también
diferentes eran las leyes que lo
gobernaban…
Al pie de esa página había un
nombre y una fecha que Pierce conocía;
y una vivencia de su infancia volvió a
él, cuándo, dónde, esa suave oleada de
memoria física, innominada, que un olor
o un sonido pueden despertar.
Acercó la dura silla de Fellowes
Kraft y se sentó en ella; apoyo el codo
sobre el escritorio y la mejilla en la
palma de la mano, y empezó a leer.
Cinco
Hubo una vez un tiempo en el que el
mundo no era como nosotros hoy lo
conocemos, un tiempo en el que
funcionaba de una manera diferente;
tenía una historia diferente y un futuro
diferente. Su carne y sus huesos mismos,
las leyes físicas que lo gobernaban, eran
distintas que las que nosotros
conocemos.
Cada vez que el mundo transita de lo
que ha sido a lo que habrá de ser,
adquiriendo así un pasado diferente y un
diferente futuro, hay un brevísimo
instante en el que todos los universos
posibles, toda posible extensión del Ser
en el espacio y en el tiempo, están
detenidos en suspenso ante el umbral del
devenir, antes de que todos, salvo uno
de ellos, vuelvan una vez más a la
inexistencia; y el mundo es como es, y
no como era, y todos los que en él
habitan olvidan que pudo ser, o ha sido
alguna vez distinto de como es ahora.
Y en el instante mismo en que el
mundo transita de lo-que-ha-sido a lo-
que-habrá-de-ser, y todas las
posibilidades aparecen por un momento
apenas a la luz y a ninguna de ellas se ha
elegido aún, todas las otras cesuras de
tiempo similares (porque ha habido
varias) pueden también tornarse
visibles: tal como los meandros del
camino ascendente de montaña, de
pronto, pueden tornársele oíbles a
alguien que la escala, en el mismo
momento en que su automóvil se
balancea distante en el ápice de la curva
que está tomando, y ve de dónde ha
venido, y divisa allá abajo, a lo lejos, un
sedán azul que también va ascendiendo.
Ésta es la historia de uno de esos
momentos, y de aquellos hombres y
mujeres y otros que lo reconocieron.
Ahora ellos están muertos, o dormidos,
o no figuran en la historia que el mundo
ha llegado a tener; y ese momento
aparece, a nuestros ojos, muy distinto de
como lo veían ellos. Yo abro hoy un
libro, una historia de aquellos tiempos, y
lo que me dice no me sorprende. Por
muy equivocada que haya sido la
concepción que ellos tenían de su mundo
(y al parecer incluso delirante, pues lo
poblaban de dioses y de monstruos, de
comarcas inexistentes con historias
imaginarias, de metales, plantas y
animales fantásticos, dotados de poderes
también imaginarios), en realidad
habitaron en el mismo mundo en el que
habito yo: tenía estos animales y estas
plantas que yo conozco, este sol y estas
estrellas, y no otros.
Y sin embargo, entre las páginas de
mi libro de historia, en sus intersticios,
atisbo yo la sombra de otra historia y de
otro mundo, simétrico a él, y a la vez tan
diferente de él como el sueño lo es de la
vigilia.
Este mundo; esta historia.

En el año 1564, un joven


napolitano de la antigua ciudad de
Nola, cometiendo el gran error de su
vida, ingresó en el monasterio
dominico de San Domenico Maggiore,
en Nápoles. No fue, claro está, una
decisión puramente suya; como su
padre era un soldado en retiro, sin
tierras ni fortuna, y el muchacho era
brillante, (eso decía el cura de la
parroquia) y un tanto díscolo, en
verdad, no quedaba para él otro
camino que la iglesia. Pero la de los
dominicos, pese a ser la orden más
grande y poderosa del reino de
Nápoles, no era la orden adecuada
para este muchacho. Tal vez, si hubiese
entrado en una orden más modesta,
menos poderosa, alguna industriosa
congregación de franciscanos menores,
o la más tolerante de los benedictinos,
o incluso en un monasterio de clausura
capuchino, se le habría permitido
disfrutar de la paz necesaria para
soñar sus sueños. De haber escogido la
Compañía de Jesús, los jesuitas
habrían encontrado la forma de
aprovechar, para sus propios fines, su
soberbia, sus extrañas dotes y hasta su
repugnancia por la cristiandad; la
Compañía habría sabido cómo hacerlo.

Pero los dominicos, esa orden de


frailes predicadores, que se había
arrogado la misión de mantener puras la
Iglesia y sus doctrinas; los dominicos
que, haciendo un juego de palabras, se
daban a sí mismos el nombre de Domini
canes, las jaurías del Señor, lebreles
blanquinegros ansiosos por cercar y
abatir a su presa, la herejía, no, no era la
orden adecuada para encarcelar al joven
Filippo Bruno, quien recibió el nombre
de Giordano cuando vistió el hábito
blanco y negro. La orden no alentaba el
pensamiento independiente; jamás
habría de perdonar que el joven nolano
les volviera la espalda para llevar por
el mundo sus herejías; y al final, lo
tendrían para siempre en su poder,
amarrado a una pira, en Roma.
Mas allí está, por ahora, en el
monasterio de San Domenico,
recorriendo a paso lento la nave diestra
de la iglesia, esquivando a holgazanes y
sicarios, interrumpiendo encuentros de
amor furtivos. En cada capilla lateral se
detiene, en cada nicho de estatua, cada
sección arquitectónica, y permanece,
largo rato, delante de ella, largo rato,
pensativo, antes de pasar a la siguiente.
Pero ¿qué está haciendo?
Está memorizando pieza por pieza la
iglesia de San Domenico, a fin de
utilizarla como depósito o archivo
secreto para recordar otras cosas.
Más de cien años atrás habíase
iniciado la confección de libros por
medio de la nueva ars artificialiter
scribendi, el arte de escribir
artificialmente, la imprenta. Miles de
libros han sido impresos ya. Pero en los
grandes monasterios de los dominicos la
era del escriba, la era del manuscrito, la
era de la memoria no ha terminado aún.
No cesan de aparecer manuales
impresos sobre la forma de predicar
sermones, breviarios y libros de
homilías, y exégesis de las Escrituras
para uso de los sacerdotes, pero la
orden de los Frailes Predicadores
continúa iniciando a sus novicios en los
misterios de las artes de la memoria,
antiguas como el pensamiento.
Elige un edificio público espacioso
e intrincado —una iglesia, por ejemplo
— y apréndelo de memoria, cada altar
lateral, cada capilla, cada nicho para
estatua y cada ojiva. Marca cada quinta
parte de ese ámbito, en tu imaginación,
con una mano; marca cada décima parte
de ese espacio con una X. Tu casa de la
memoria ya está preparada. Para usarla,
para recordar, por ejemplo, el contenido
de un sermón que has de pronunciar, o
un manuscrito de derecho canónico, o el
breviario de un confesor, con los
pecados y sus correspondientes castigos,
debes proyectar en tu mente imágenes
vividas que representen las distintas
ideas que deseas recordar. Aristóteles
dice claramente, y Santo Tomás lo
reitera, que las similitudes corporales
estimulan la memoria más fácilmente
que las nociones desnudas. De tal modo,
si tu sermón versa sobre los Siete
Pecados Capitales, encárnalos en
personajes horrendos y malvados que
muestren los signos distintivos de su
condición (de la boca de la envidia sale,
en vez de lengua, una víbora repugnante;
los ojos de la cólera lanzan llamaradas
rojas, y está armada hasta los dientes). A
continuación sitúa a tus personajes en
los lugares que les corresponden, en
orden, alrededor de la iglesia o la plaza
o el palacio que tienes en la memoria, y
a medida que hables, cada uno de ellos,
por turno, te exhortará. Ahora habla de
mí, ahora habla de mí.
Así fue cómo los escolásticos
elaboraron y enriquecieron un recurso
retórico mencionado brevemente por
Cicerón y Quintiliano; y en la época en
que el Hermano Giordano se dedicaba a
aprender de memoria la iglesia de San
Domenico, ni siquiera sus espacios
infinitamente desplegables resultaban
suficientes para contener lo que él
quería recordar. La patrística, la
teología moral, los summulae logicales,
la hagiografía, el contenido de
compendios, enciclopedias y bestiarios,
la misma historia en mil versiones
diferentes: la pasión frailera de
coleccionar, disecar, dividir y
multiplicar nociones, llenaban a rebosar
las catedrales de la memoria, del mismo
modo que las de piedra desbordaban de
gárgolas, santos de cristal, pasiones,
pilas de bautismo, tumbas y Juicios
Finales.
Y cuanto más se acrecentaba la
cantidad de cosas para memorizar, más
se expandían, dividían y multiplicaban
los medios para evocarlas. El Hermano
Giordano aprendía de memoria nuevas
reglas de memoria. Memorizó un
sistema para recordar no tan sólo
nociones e ideas, sino las palabras
mismas del texto, sustituyendo unas
palabras por otras: así, la imagen mental
de una ciudad (Roma) le recuerda al
orador que a continuación debe hablar
del amor (amor); más aún: había reglas
para recordar, no las palabras, sino las
letras de las palabras, una imagen para
cada letra, cierta similitud corporal; de
modo que la palabra Nola estaba
constituida en la mente del nolano por un
arco, una piedra de molino, una azada y
un compás; y la palabra indivisibilitate,
por un revoltijo de trastos viejos en un
desván. Giordano descubrió que podía
hacer esos trucos con facilidad;
compuso un alfabeto de pájaros, ánsar,
el ganso para la A, bubo, el búho, para
la B, y así sucesivamente; y lo elaboró
hasta que pudo conseguir que la frase In
principio eral Verbum revoloteara y se
posara sobre sus hombros como una
bandada de pájaros. La única dificultad
con que tropezó fue la de cómo expulsar
las cosas que antes pusiera en cada sido,
y liberar la iglesia de San Domenico
Maggiore de sus pájaros, azadas, palas,
escaleras, figuras alegóricas con
serpientes por lenguas, capitanes
gesticulantes, anclas, espadas, santos y
bestias.
—¿Es lícito, entonces, cuando ya no
te quedan sitios que llenar, construir
nuevos sitios en la imaginación,
adosados a aquellos otros?
—Lo es, Frater Jordanus, si
procedes de forma correcta. Debes
imaginar una línea que corra de oeste a
este, y sobre ella erigirás torres
imaginarías, para utilizarlas como casas
de memoria. Las torres pueden
multiplicarse tantas veces como tú
quieras, si las modificas, si las haces
girar hacia este lado y el otro,
persursum, deorsum, anteorsum,
dextrorsum, sinistrorsum… —Las
manos del hermano instructor torneaban
y hacían rotar una torre imaginaría.
—Sí —dijo Giordano—. Sí.
—Pero eso sí —dijo el hermano
instructor alzando un dedo—: sólo
deberás usar esas torres para ejercitar y
fortalecer la memoria. ¿Has oído? No
para recordar. ¿Me escuchas, frater
Jordanus?
Mas ya una línea de torres
imaginarías había comenzado a
extenderse hacia el oeste, desde la
puerta de San Domenico: torres muy
semejantes a las que el Hermano
Giordano recordaba de su infancia
nolana. Cada año, en Nola, para honrar
al patrono de la ciudad, San Paulino, en
su fiesta onomástica, las diversas
cofradías construían y desplegaban altas
torres de madera y batán y lona,
llamadas guglie: construcciones de
numerosos pisos, con balcones y
cúpulas, provistas de ventanas y
aberturas grandes y pequeñas, que
mostraban escenas de la vida del santo o
de la Pasión, o de romances, o de la
vida de la Virgen. Pintadas por dentro y
por fuera, esas guglie estaban
recamadas de querubines rosados,
estrellas, zodíacos, emblemas, exhortos,
cruces y rosarios, perros y gatos. El día
de San Paulino, las guglie se exhibían a
la multitud, y luego —el momento más
maravilloso— cada guglie era
levantada en andas por treinta jóvenes
robustos, quienes no sólo las paseaban
por las calles Populosas y engalanadas,
sino que, al llegar a la plaza de la
iglesia, las hacían bailar. Los
mocetones, gruñendo y alentándose a
gritos los uno a los otros, las hacían
inclinarse, saludar, girar y girar al
compás de la música: danzar una con
otra en medio de la gente que danzaba en
torno de ellas, mientras las escenas
delirantes aparecían y desaparecían de
las ventanas y puertas, mientras las
torres giraban, y daban vueltas a derecha
y a izquierda saludando, inclinándose,
persursum, deorsum, dextrorsum,
sinistrorsum.
Y sin embargo —solía pensar Bruno,
viendo por el estrecho ventanuco de su
celda una pálida franja de anochecer,
una sola estrella encendida— ni siquiera
una línea infinita de guglie que corriera
de este a oeste y que cambiara
constantemente alcanzaría para contener
todo cuanto él había visto y pensado en
su corta vida, que a él se le antojaba tan
infinitamente larga como si nunca
hubiera tenido un comienzo. Ni aún cada
una de las hojas cuya sombra lo rozara,
ni cada una de las uvas que había
triturado contra su paladar; ni cada
piedra, cada voz, estrella, perro, rosa.
Sólo memorizando el universo entero,
sólo plasmándolas en un universo de
imágenes, podrían recordarse todas las
cosas del universo.
—¿Es lícito utilizar los espacios del
firmamento, quiero decir, el zodíaco y
sus casas, las mansiones de la luna, para
los fines de la memoria? ¿Y las
imágenes de las estrellas como imágenes
para recordar las cosas?
—No lo es, Frater Jordanus.
—Pero Cicerón, en su segunda
retórica, dice que en tiempos remotos…
—No es lícito, frater Jordanus.
Expandir y ejercitar la memoria
mediante artificios es una noble tarea;
buscar ayuda en las estrellas no es para
los de tu condición. Tú no comprendes
ni a Cicerón ni a las estrellas. Y por este
pero cumplirás penitencia de rodillas,
una larga penitencia.
Además de aprender a escribir
interiormente con imágenes, de la forma
por la que eran famosos los dominicos,
el Hermano Giordano también aprendió
a escribir con pluma y tinta; a escribir
con una ágil y menuda letra de copista,
un latín frailuno, no rozado por el
umanismo, un latín aprendido en los
libros que le daban para leer. Leyó a
Alberto Magno y leyó a Santo Tomás,
los grandes doctores eruditos de su
orden; adosó su propia catedral interiora
la catedral, dividida en ábside, nave,
coro, partes y partes de partes, de la
Summa theologica de Santo Tomás.
Gracias a Tomás conoció a aquel a
quien Tomás llamaba simplemente el
Filósofo, Aristóteles. Aristóteles: un
cúmulo de manuscritos pringosos por el
uso, copiados y recopiados, glosados e
interpolados y que se habían vuelto casi
ininteligibles debido a la acrescencia de
pequeños errores.
Todas las cosas buscan las esferas
que les son propias. Lo que es pesado,
como las piedras y la tierra, busca el
centro del universo, que es lo más
pesado; las cosas más ligeras, como el
aire y el mego, saltan hacia arriba, hacia
sus esferas, que son más ligeras.
La esfera más recóndita y pesada es
la tierra, y le sigue la esfera del agua,
que asciende como rocío y desciende
como lluvia. Las siguientes son las
esferas del aire y el fuego, y a
continuación, la esfera de la luna. Todo
cambio, toda decadencia y corrupción,
todo nacimiento y muerte, tiene lugar en
las esferas de los elementos, debajo de
la esfera de la luna; más allá de la luna
se extienden las regiones inmutables.
Aquello que no sufre cambio alguno es
más perfecto que lo que está sujeto a
cambio; los planetas son materia
perfecta, incomparable a nada que
nosotros conozcamos, engarzados en
perfectas esferas de cristal que al girar
marcan el tiempo. Estas siete esferas se
hallan contenidas dentro de una octava,
la esfera de cristal, en cuyo interior
están engastadas las estrellas. Y ésta, a
su vez, está contenida dentro de la esfera
suprema, la esfera que al girar hace
girar todas las demás: la Primum
Mobile, a su vez movida por el dedo de
Dios. Porque nada se mueve a menos
que alguien lo mueva.
Mejilla en mano, en la biblioteca,
rodeado por los frailes, que cabeceaban
somnolientos, el Hermano Giordano,
como un hombre que construye un barco
dentro de una botella, ensamblaba en su
interior los cielos y la tierra de
Aristóteles. Se supone que el tiempo es
el movimiento de la Esfera porque los
movimientos son medidos por ella y el
tiempo es medido por este movimiento.
¿Cómo? En torno de él, los hermanos
bisbiseaban, leyendo sus libros, una
docena de voces leyendo una docena de
textos, zumbando como avispas
estúpidas. Esto explica también el
dicho popular de que los asuntos
humanos forman un circulo y que hay
un círculo en todas las demás cosas
que tienen un movimiento natural y
nacen y mueren.
Bruno suspiró, un sabor plomizo en
su mente como el del bochornoso día de
verano. ¿Por qué es mejor la
inmutabilidad que el cambio? La vida es
cambio, y la vida es mejor que la
muerte. El fluido de esferas perfectas
era semejante al mundo que muestran los
pintores, en el cual simulan que a unas
pocas leguas por encima de las
montañas pasa una luna semejante a un
melón, y como chispas, pasan las
estrellas y que por encima de ellas Dios
se inclina, a través de las esferas, para
escudriñar. Era un universo demasiado
pequeño, demasiado precario; un arcón
vado, con precintos de hierro.
Pero había otros libros.
Como tantas otras bibliotecas
monásticas, la de San Domenico era una
especie de basural de los escritos de un
milenio; nadie sabía todo lo que el
monasterio contenía, ni qué había sido
de todo cuanto los monjes copiaran,
compraran, escribieran, comentaran,
desecharan y coleccionaran en el correr
de los siglos. El viejo bibliotecario,
Fra’ Benedetto, guardaba en su cabeza
un largo catálogo, que podía recordar
porque lo había compuesto en rima; pero
había libros que no figuraban en él,
porque no rimaban. Había un Palacio de
la Memoria en el cual todas las
categorías de libros, y todas las
subdivisiones de esas categorías tenían
un sitio, pero hacía tiempo que había
sido llenado hasta el tope, y clausurado
y abandonado. Había también un
inventario escrito en el cual se
registraba cada libro adquirido; y si uno
sabía cuándo había sido adquirido el
libro, podía hallarlo en él. A menos,
claro está, que hubiera sido
encuadernado junto con otro, o con otros
varios; pues, de ordinario, sólo el
incipit del primero figuraba en el
catálogo. Los otros se perdían.
De este modo, dentro de la
biblioteca, que Fra’ Benedetto, el prior y
el abad conocían, había crecido otra
biblioteca que quienes leían de ella no
catalogaban y no querían que se
catalogase. Fra’ Benedetto sabía que
poseía la Summa theologiae de Alberto
Magno y su libro Del Sueño y la Vigilia,
ignoraba que tenía el Libro de los
secretos de Alberto Magno y su Tratado
sobre la alquimia. Pero Fra’ Giordano
lo sabía. Fra’ Benedetto sabía que
poseía la Esfera de Sacrobosco, porque
toda institución erudita debía tenerla,
era el texto universal de la astronomía
aristotélica. Tenía de ella varias copias
manuscritas, así como algunos textos
impresos. No sabía que, junto con uno
de los manuscritos, se hallaba el
Comentario sobre la Esfera, de Ceceo
de Ascoli, a quien la Iglesia había
quemado por hereje unos doscientos
años atrás.
Él no lo sabía, pero Fra’ Giordano
sí. Fra’ Giordano leyó el comentario de
Ceceo encerrado en la letrina,
paladeándolo como si se tratara de un
vino de ambrosía. Las estrellas alteran
los cuatro elementos, y a través de los
elementos nuestros cuerpos y a través de
nuestros cuerpos nuestras almas: en las
estrellas están dadas las Razones del
Mundo; y el horóscopo de Jesús fue
trazado a su nacimiento por Dios, afín
de que sufriera el destino que tuvo. Bajo
ciertas constelaciones y conjunciones
propicias, nacen hombres divinos,
Moisés, Simón el Mago, Merlín, Hermes
el Tres-Veces-Grande (Giordano leía
esta diversidad de nombres con un
intenso estremecimiento de asombro;
¡que pudieran figurar, en una misma lista
como personas de igual condición!).
Infinidad de espíritus, buenos y malos,
llenan los cielos en constante
movimiento, cruzando el zodíaco en
todas direcciones; los fundadores de las
nuevas religiones nacen de ellos, de los
íncubos y súcubos que habitan en los
coluros, las franjas que separan los
solsticios de los equinoccios.
Esas esferas perfectas contendrían,
al parecer, una atareada muchedumbre.
En la biblioteca, el Hermano
Giordano leía los libros que un doctor
en Teología debía leer; leía a los
Padres, leía a Gerónimo, y a Ambrosio y
a San Agustín y a Tomás de Aquino; los
mascaba y los rumiaba como come
papel una cabra, y los excretaba en
examenes y recitationes.
En la letrina, leyó a Ceceo. Leyó el
libro de Salomón sobre las Sombras de
las Ideas. Leyó a Marsilio Ficino, De
vita coelitis comparando, sobre cómo
atraer a la tierra la vida de los cielos
por medio de talismanes y
encantamientos. La letrina era la
biblioteca secreta de San Domenico; allí
los libros eran leídos y pasados de mano
en mano, allí eran escondidos, allí eran
canjeados por otros. Giordano era su
bibliotecario. Conocía y recordaba cada
libro, qué sitio ocupaba en los anaqueles
de Fra’ Benedetto, quiénes lo habían
pedido y qué contenían. En su vasto y
creciente Palacio de la Memoria, el
Firmamento entero en miniatura no
ocupaba casi ningún lugar.
Sus hermanos se maravillaban de la
memoria de Giordano y murmuraban en
secreto sobre cómo la habría adquirido;
Giordano los dejaba murmurar. Adictos
a las habladurías y a las salchichas,
nunca se atreverían a utilizar las
estrellas. Pero Giordano sí.
Mientras tanto, el enorme sol ardía
en el cielo azul, azul: los cruceros de
placer y algunos galeones de guerra se
deslizaban por la bahía, la bahía de azur
moteada por las crestas plateadas de las
pequeñas olas. El virrey español
(porque el reino de Nápoles era una
posesión de la corona española)
paseaba por la ciudad vestido de negro
español, en su calesín negro; si en su
camino se cruzaba con el Santo
Sacramento llevado por las calles para
un enfermo o un moribundo, el virrey se
apeaba y se unía a la procesión,
siguiéndola humildemente hasta su
destino. Año tras año la sangre
coagulada de San Genaro, que se
conservaba en la catedral, se licuaba y
fluía, como recién derramada, en el día
de su fiesta onomástica; y el pueblo y
los sacerdotes y el cardenal y el virrey
lloraban y gemían a gritos, o contenían
la respiración llenos de un temor
reverente. Algunos años la sangre
tardaba en licuarse y el populacho,
apiñado en la catedral, se ponía
irascible y se armaba alguna gresca.
Siempre había tumultos; siempre
estaban los pobres, hacinados en las
altas casas cerradas de los arrabales
portuarios, en los angostos callejones
repletos de basura, donde los niños
crecían como la mala hierba,
descuidados, salvajes y numerosos.
Mendigaban con persistencia, robaban
con astucia; se reían por igual de los
pulcinelle en los tablados cercanos a la
Piazza del Castello y de los
extravagantes adioses de un bandolero, a
punto de ser ahorcado en la Piazza del
Mercato. Durante el día, los mendigos
yacían desnudos en los muelles; por la
noche, las pescaderas bailaban la
tarantela en los lisos tejados de las
cabañas que circundaban la bahía, a la
luz de la luna.
La luna arrancaba de la tierra
lágrimas húmedas, atrayéndolas hada
arriba, en virtud de su propia naturaleza,
también en virtud de su acción, en los
pantanos de los estuarios del río y en las
fosas marinas, se generaban sapos,
cangrejos y caracolas. En las noches de
luna llena, los perros de toda la ciudad
alzaban hacia ella el morro y aullaban.
Y cuando su estrella, Sirio, aparecía con
el sol, enloquecían, y los matadores de
perros salían entonces a capturarlos.
En los bosques de árboles muertos,
en las vísceras de los perros muertos,
generábanse gusanos; de las entrañas de
los leones muertos nacían abejas, o eso
se decía, aunque pocos eran los que
habían visto un león muerto. Las crines
de los caballos al caer en un abrevadero
se transformaban en serpientes, y de
tanto en tanto podía verse alguna en el
comienzo de la mutación: una crin que
empezaba a sacudirse sinuosamente en
medio de otras, que aún flotaban quietas.
El sol resplandecía, y los heliotropos,
en el jardín del Pizzofalcone, alzaban
los rostros hacia él; y en el bestiario del
virrey, el león vivo rugía haciendo
alarde de su fuerza y su orgullo. La luna
atraía a las ranas, el sol atraía a los
heliotropos; la piedra imán atraía al
hierro, y Saturno en ascendente
tironeaba sin piedad del cerebro del
hombre melancólico.
Todo estaba vivo, todo vivo, desde
el fondo del mar y a través del aire hasta
la bóveda del cielo, las estrellas
alteraban los cuatro elementos, y los
elementos el cuerpo, y el cuerpo el
alma. El Hermano Giordano cantó su
primera misa en Campagna, en la iglesia
de San Bartolomeo, recitando el Hoc est
enim corpus meum inclinado sobre la
redonda hogaza que sostenía entre los
dedos ungidos, y al calor de su aliento
también el Pan estaba vivo. Los herejes
del norte decían que no, que no estaba
vivo, mas era obvio que sí lo estaba: al
tragarlo, sintió cómo le calentaba el
pecho el aliento de vida de su pequeña
llama. Claro que estaba vivo, porque no
había nada que no lo estuviera.
Así creció el nolano, de mancebo a
hombre, de sacerdote a teólogo; así las
estrellas alteraban el mundo cambiante;
así la memoria que él se construyera se
fue llenando de tesoros, demasiados
tesoros, incalculables, pero suyos, todos
suyos. Y en las noches de Capítulo,
después de la cena, el Hermano
Giordano maravillaba a sus cofrades
con proezas que parecían más que
humanas. Les hacía leer en voz alta
versos de Dante, elegidos al azar, aquí y
allá, en uno u otro canto; y después, a la
noche siguiente, los recitaba todos en el
orden en que le fueran leídos o de atrás
para delante o empezando desde la
mitad. Les pedía que nombraran objetos
humildes, frutos, utensilios, animales o
prendas de vestir; con el correr de los
meses y los años la lista llegó a incluir
centenares y centenares de objetos, y sin
embargo él podía recordarla íntegra, o
cualquier porción de ella, en cualquier
orden, comenzando por cualquier parte:
los hermanos (que habían tomado nota
de todos), seguían la lista con la mirada
mientras Giordano, las manos cruzadas
sobre el regazo, los ojos ligeramente
bizcos, nombraba cada objeto, como si
lo paladeara, deleitándose mientras lo
recibía de la mano del bondadoso que
asomado a la ventana de su torre se
inclinaba para proponer: azada, pala,
compás; perro, rosa, piedra.
Su fama cundía. En un comienzo,
sólo entre los dominicos, orgullosos de
esa antigua arte a cuya custodia y
práctica debían en gran medida su
renombre; pero más tarde también en el
mundo entero. La fama de Giordano
llegó a oídos de la Academia
Secretorum Naturae, la Escuela de los
Secretos de la Naturaleza, y del insigne
mago de Nápoles que la presidía:
Gianbattista della Porta.
Cuando tenía apenas quince años,
este Della Porta había publicado una
enorme enciclopedia de magia natural;
luego había caído en desgracia con la
Iglesia, Pablo IV había puesto los ojos
en él, y las cosas hubieran podido
acabar mal; a la larga fue exonerado,
pero ahora, con firmeza, mantenía la
mirada por debajo de la esfera lunar y
practicaba tan sólo la más blanca de las
magias blancas y oía misa a diario, por
si acaso.
Era un hombre feo, de cara perruna y
cabeza de huevo, oscuro de tez y de
expresión brutal; una gruesa vena le latía
en la sien. En compensación, su voz era
dulce y melodiosa, y sus modales
exquisitos. Con extrema afabilidad guió
al joven monje, receloso y tenso de
timidez, a través de los salones públicos
de la Academia, decorada con alegorías
de las ciencias, hasta una cámara
privada donde, a la hora de la cena, los
académicos se reclinaban a la antigua
usanza, vestidos con túnicas blancas y
hojas de vid en los cabellos.
Ellos no se rieron, ni lo miraron
boquiabiertos mientras el nolano
ejecutaba sus proezas; lo observaron
pensativos e hicieron preguntas, y lo
sometieron a pruebas difíciles. Uno de
ellos había preparado una lista de largas
palabras sin sentido, casi idénticas
—veriami, veriavi, vemivari, amiava
—, treinta o más. Giordano las dividió
en partes, y encontró para cada parte una
clave visual: pájaros (avi), amantes
(ami), un libro de verdades (veri), un
manojo de tallos (rami); y luego, las
manos cruzadas sobre el regazo, los ojos
bizcos perdidos en la lejanía (porque las
escenas que fraguara con las claves
desfilaban ahora ante su ojo interno), las
recitó una por una, y de nuevo, y de
distinta forma. Una muchacha ofrecía a
su amante una paloma blanca en una
jaula de varillas, y el joven la vendía
por un libro. Y todo ello acontecía en la
Piazza de la Iglesia de Nola, en el
bochornoso mes de agosto; podía ver la
mirada tímida de la muchacha, oler el
cuero resquebrajado del libro, sentir
bajo sus dedos los rápidos latidos del
corazón del pájaro: años más tarde
soñaría a veces con estas figuras y las
escenas que componían, la muchacha, el
pájaro, el mancebo, el libro, las
varillas. Hizo todo cuanto le pidieron, y
más aún —sonriendo al final,
inclinándose hacia adelante para ver el
asombro en sus rostros—; y más tarde,
cuando los comensales se hubieron
retirado y él quedó frente a una copa de
vino, en compañía del horrible mago,
habló de cómo hacía lo que hacía.
—Lugares, e imágenes proyectadas
en ellos. Sí —dijo Della Porta, quien
había escrito una breve Ars
reminiscendi que contenía todas las
reglas usuales.
—Sí —dijo Fra’ Giordano—. La
iglesia de San Domenico Maggiore, y
los claustros, y la plaza frente a ella,
pero eso no es suficiente.
—Pueden usarse lugares
imaginarios.
—Sí, yo lo hago.
—Y pueden usarse en ellos
imágenes tomadas de nuestros pintores.
De Miguel Ángel. Rafael. Los divinos.
Imágenes del bien y del mal. De la
fortaleza, la virtud, la pasión. Vivifican
la imaginación.
Fra’ Giordano, que no había visto
esas pinturas, no dijo nada, pero ya los
meros nombres evocaban pinturas en su
mente y hasta encontraba en ella una
pared donde colgarlas.
—También uso los astros —dijo—.
Las doce casas. Y sus moradores. Son
ayudas poderosas.
Las pupilas de Della Porta se
contrajeron.
—Eso podría ser lícito —dijo con
cautela.
—Pero no son suficientes —dijo
Giordano—. Incluso ahora, las figuras a
veces se vuelven confusas para mí.
Demasiado escasas para realizar tantas
cosas, para desempeñar tantos papeles.
Como una comedia para la que faltan
actores, y los mismos aparecen una y
otra y otra vez, con diferente ropaje y
peluca diferente.
—Podéis usar las imágenes de
Ægypto —dijo Della Porta,
abrazándose las rodillas con las manos
peludas y alzando los ojos—. Los
jeroglíficos.
—Jeroglíficos…
—Eso es licitó. Hasta ahí es lícito,
por lo menos.
El monje lo miraba con tanta fijeza
que Della Porta se sintió casi obligado a
continuar. En su sabiduría, ellos, los
egipcianos, creaban imágenes
multiformes, un hombre con cabeza de
perro, un babuino con alas; Mas no eran
tan estúpidos como para adorar tales
monstruosidades. No. En sus imágenes
ocultaban verdades que sólo los sabios
podrían descubrir. El babuino es el
Hombre, el Mono de la Naturaleza, el
que reproduce por imitación los efectos
de la Naturaleza, pero cuyas alas lo
transportan por encima del plano
material, a medida que su mente
atraviesa las apariencias.
El monje, los ojos siempre fijos en
él, callaba.
—Una mosca —dijo Della Porta—.
Significa insolencia. Porque por más
que uno la ahuyente, siempre vuelve.
¿Os dais cuenta? Y con esas imágenes,
eslabonándolas, ellos crearon un
lenguaje. Un lenguaje no de palabras,
sino de similitudes corporales, como las
imágenes de nuestra memoria. ¿Lo
entendéis? En ese libro de Horapollo
hay siete docenas de ellas explicadas.
Jeroglíficos.
La biblioteca de San Domenico no
tenía el libro de Horapollo, o Fra’
Giordano ignoraba que lo tuviera.
Sentía, en lo más profundo de su ser, lo
había sentido desde que Della Porta
hablara de los jeroglíficos, un ansia
insondable, misteriosa.
—¿Qué otros libros? —preguntó.
El mago se apartó ligeramente del
monje, que se inclinaba hacia él con una
intensidad que a Della Porta le
desagradaba.
—Leed a Hermes —dijo—. Hermes,
quien dio a Ægypto sus leyes y sus
letras. Se hace tarde, mi joven amigo.
—Marsilio Ficino —dijo Giordano
—. Él tradujo las obras de ese Hermes.
—Sí.
—También Marsilio conocía las
imágenes. ¿Fue Hermes quien lo
instruyó? Las imágenes de las estrellas,
para atraer hacia él su poder.
—Eso no es lícito —dijo el mago,
poniéndose súbitamente de pie.
—Él las forjaba tan sólo en su
mente.
—No es lícito, y es peligroso —dijo
el mago, y tomando a Fra’ Giordano por
el hombro lo levantó de la silla y lo
condujo hacia la puerta de la estancia.
—Pero… —dijo Giordano.
—Vuestra memoria es un don de
Dios —dijo Della Porta, casi en un
susurro al oído del monje, mientras,
tomándolo de un brazo, lo conducía
hacia la salida—. Vuestra memoria es un
don de Dios, y la habéis perfeccionado
prodigiosamente por medio de las artes
naturales. Daos por satisfecho.
—Pero las estrellas —dijo
Giordano—. Ceceo dice…
Dos lacayos habían abierto la puerta
de dos batientes que daba a la Piazza.
Della Porta empujó a Giordano al
exterior.
—A Ceceo lo quemaron en la
hoguera —dijo—. ¿Me oís? A Ceceo lo
quemaron. Buenas noches. Dios os
guarde.

*
Pero ¿por qué era ilícito dejar atrás
lo acaecido, y avanzar hacia las causas?
Una vez que hayas instalado a Venus en
tu mente para representar el Amor —
Venus con su paloma y su rama verde—,
el Amor iluminará tu espíritu con su
propio resplandor, porque Venus es
amor; sitúala en su propio signo de
Virgo y el Amor se derramará a través
de todas las esferas, cálido, vivo,
vivificante, el Amor por dentro y por
fuera.
La magia natural, como era la de
Della Porta, permitía discernir a Venus
en aquellas cosas del mundo más
impregnadas de sus cualidades: sus
esmeraldas, sus prímulas, sus palomas;
sus perfumes, hierbas, colores, sonidos.
Venus y el venusismo se expandían por
el universo, una cualidad semejante a
una luz o a un aroma; los hombres
doctos y los sabios, y los hacedores de
milagros, sabían cómo rastrearla y cómo
utilizarla, y ello era lícito. Pero tallar —
en tu mente o en una esmeralda— una
imagen de Venus, paloma, rama verde,
pechos lozanos; o cantar en su propio
modo lidio un canto de alabanza a
Venus; o quemar delante de tu imagen un
manojo de su romero… peligroso. ¿Ypor
qué?
¿Por qué? preguntaba Bruno a la
nada, enarcadas las honestas cejas,
extendidas las palmas y razonable. Pero
él sabía por qué.
Crear una imagen, o un símbolo;
recitar un encantamiento; pronunciar un
nombre: no era simplemente, aunque se
hiciera con habilidad, manipular las
cosas de la tierra. Era dirigirse a una
persona, a una inteligencia; pues sólo
una persona podía comprender tales
cosas. Era invocar a los seres que
habitan más allá de las estrellas, a esas
criaturas incontables y arteras que,
según decía Ceceo, acechaban desde
allá. Invocarlas equivaldría a poner a
aquel que lo intentara en peligro mortal.
Haz, por medio de tus cánticos, que
Venus repare en ti, que abra los ojos
almendrados y sonría, y podrá
consumirte. La Iglesia no estaba ya tan
convencida como antaño de que las
poderosas criaturas que pueblan las
esferas fueran todas demonios. Podían
ser ángeles o demonios, ni buenos ni
malos. Pero estaba segura de que
requerir sus favores era idolatría, y que
intentar conjurarlas y doblegarlas era
locura.
Ésa era la respuesta. Bruno lo sabía,
pero no le importaba.
Había empezado a congregar en
torno de él a un grupo de monjes, más
jóvenes, o más exaltados, una
hermandad de devotos y acólitos a
quienes todo el mundo llamaba sus
giordanisti, como si Giordano fuera el
jefe de una gavilla de bandoleros. Se
sentaban alrededor de él, y hablaban en
voz alta, y decían cosas extravagantes o,
en silencio, escuchaban disertar al
nolano; hacían recados para él, se
metían en dificultades junto con él,
difundían su fama. Cuando Giordano
provocó la ira del prior con su decisión
de limpiar de imágenes su celda,
estatuas de yeso, rosarios bendecidos,
madonnas, y conservar tan sólo un
crucifijo, los giordanisti hicieron, o
hablaron de hacer, la misma cosa. El
prior, incapaz de comprenden sospechó
que Giordano profesaba herejías
nórdicas, luteranismo, iconoclasia; pero
los giordanisti, mejor informados, se
reían. Giordano acosó al bibliotecario, e
hizo que también los giordanisti lo
acosaran para que adquiriese los libros
de Hermes que Marsilio Ficino había
traducido; pero Benedetto no quiso ni
oír hablar de ello. Idolatría. Paganismo.
¿Pero acaso Tomás de Aquino y
Lactancio no habían alabado a Hermes?
¿No decían que había predicado un Dios
único y vaticinado la encarnación?
Benedetto hacía oídos sordos.
Cuando sus monjes partían de viaje,
Giordano les daba listas de libros para
buscar, y a veces los conseguían,
prestados, comprados o robados:
Horapollo, sobre los jeroglíficos,
Iámblico, acerca de los misterios de
Ægypto, El asno de oro, de Apuleyo.
Yen la letrina, cierto día de invierno, un
joven hermano, temblando de angustia o
de frío, o de ambas cosas, sacó de bajo
su hábito y entregó a Giordano un grueso
manuscrito cosido, sin cubierta ni
encuadernación, escrito con una letra
menuda e intrincada y llena de
abreviaturas.
—El Picatrix —dijo el muchacho
—. Es un gran pecado.
—Será mí pecado. Dámelo.
¡El Picatrix! El más negro de los
libros negros de la Antigüedad; sobre
las intenciones del que fuera
sorprendido estudiándolo no podía
caber ninguna duda; no había manera de
que un doctor en teología pudiera
defenderse, como hubiera podido
hacerlo si lo sorprendieran con
Horapollo e incluso con Apuleyo.
Conservar ese libro era una locura y
Giordano no lo conservó mucho tiempo;
cada página que memorizaba era rota en
pedacitos y destruida para siempre.
El hombre es un mundo pequeño en
el que se reflejan el vasto mundo y los
cielos; por medio de su mens el hombre
sabio puede elevarse más allá de las
estrellas, así lo dice Hermes el Tres-
Veces-Grande.
El espíritu desciende de la materia
primordial que es Dios, y penetra en la
materia terrenal, donde reside; las
diferentes formas que adopta la materia
reflejan la naturaleza del spiritus que ha
entrado en ella. El mago es aquel que
puede captar y guiar el influjo del
spiritus, y por lo tanto hacer, con la
materia, lo que él desea. ¿Cómo?
Creando talismanes, como lo
sugiriera Marsilio: sólo aquí, en este
texto, había instrucciones precisas, qué
materiales había que emplear, qué hora
del día era la más propicia, qué día del
mes, qué mes del calendario zodiacal;
qué encantamientos, qué invocaciones y
luces había que usar; qué perfumes y
cantos atraerían mejora las Razones del
Mundo, los Semhamaforos, puro
espíritu, que llenan el universo. Había
largas listas de imágenes que podían
usarse en los talismanes, y el Hermano
Giordano, que no tenía los materiales
para construirlos, ni el plomo para
Saturno, ni el estaño para Júpiter, podía
de todos modos proyectarlas,
interiormente, y para siempre.
Una imagen de Saturno: la figura de
un hombre, vestido de negro, erguido
sobre un dragón, que sostiene una hoz en
la mano derecha y una lanza en la
izquierda.
Una imagen de Júpiter: la figura de
un hombre con cara de león y pies de
pájaro, montado en un dragón con siete
cabezas, sosteniendo una flecha con la
mano derecha.
Mejores aún, y más potentes, eran
las largas listas de imágenes de los
treinta y seis dioses del Tiempo,
innominados, vividos, acerca de los
cuales Giordano había leído en Orígenes
y en las alusiones de Horapollo: Los
horoscopi, los dioses de las horas
conocidos en Ægypto, y olvidados o
ignorados por las edades posteriores. Se
les daba también el nombre de decanos,
porque cada uno regía diez grados del
zodíaco, tres decanos para cada uno de
los doce signos. Las imágenes de los
treinta y seis, decía el Picatrix, habían
sido forjadas por el propio Hermes, del
mismo modo que había creado los
jeroglíficos y la lengua de Ægypto;
Giordano casi no necesitó
memorizarlos, saltaban de la tupida
página a su cerebro y allí ocupaban sus
sitios, allí donde siempre pertenecieron,
aunque él no lo había sabido.

Primer decano de Aries: un hombre


enorme de piel oscura con los ojos
rojos, vestido de blanco y con una
espada en la mano.

Segundo decano: una mujer vestida


de verde a la que le falta una pierna.

Tercer decano: un hombre vestido


de rojo que sostiene una esfera
dorada…
Bruno se embebía de este cónclave
fantástico como de un alimento, como de
un licor ardiente, y casi tan pronto como
penetraban en él, empezaba a soñar con
ellos y sus poderes. ¿Quién era, quién,
ese Hermes que los había descubierto?
Entre los caldeos hay perfectísimos
maestros en este arte y ellos afirman que
Hermes fue el primero en construir
imágenes de las cuales se servía para
regular el curso del Nilo en previsión de
los movimientos lunares. Este hombre
construyó, asimismo, un templo
dedicado al Sol y conocía el modo de
ocultarse a la vista de todos, de tal
forma que nadie pudiese verlo a pesar
de que se hallara en él. Por otra parte,
también fue él quien construyó en
Ægypto oriental una Ciudad de doce
millas de longitud, dentro de la cual
erigió un castillo con cuatro puertas en
cada uno de sus cuatro lados. Sobre la
puerta oriental colocó la figura de un
Águila; sobre la puerta occidental, la
figura de un Toro; sobre la puerta sur, la
figura de un León; y sobre la puerta
norte, la figura de un Perro. Dentro de
tales imágenes introdujo espíritus
parlantes, de tal forma que nadie podía
pasar a través de las puertas de la
Ciudad sin recabar su permiso. Plantó
árboles en la Ciudad y en medio de
todos ellos crecía uno de proporciones
enormes que producía los frutos de toda
generación. En la parte más alta del
castillo hizo alzar una torre de treinta
codos de altura sobre la cual colocó un
faro cuyo color cambiaba cada día
durante el transcurso de la semana, para
volver a empezar el ciclo con el primero
de los colores, y que servía para
iluminar la Ciudad. Cerca de la Ciudad
existían abundantes aguas muy ricas en
peces de diversas especies. Alrededor
de la villa colocó imágenes cinceladas y
las dispuso de tal forma que, gracias a
sus poderes, los habitantes pudieran
conservarse virtuosos y alejados de todo
mal y pecado. El nombre de la Ciudad
era Adocentyn.
El nombre de la ciudad era
Adocentyn.
Pierce empujó hacia atrás la silla
rodante y, con la página (¡Adocentyn!)
todavía en la mano, salió de la
habitación. Luego volvió a entrar y la
puso de nuevo en su sitio. Volvió a salir,
se perdió en la maraña de la casita,
entró en una segunda sala idéntica a la
primera y, en un momento de confusión,
pensó que sólo había imaginado esa
biblioteca acristalada con su llave y su
contenido, porque no se la veía por
ninguna parte; se orientó; entró en la
primera sala, abrió la biblioteca, y sacó
de ella el sobre de plástico rotulado
PICATRIX.
Era absurdo pero el corazón le latía
con violencia; las gruesas páginas de
pergamino que sacó de un tirón,
cubiertas de arriba abajo de dobles
columnas manuscritas, contenían un texto
en letras negras, ininteligibles para él,
latín frailero abreviado o cifrado,
supuso. Volvió a guardarlo en la vitrina,
la cerró con llave y cruzó la casa hasta
el vestíbulo y la escalera, llamando a
Rosie.
—Aquí arriba.
—He encontrado algo —dijo él,
mientras subía la escalera—. ¿Rosie?
Hacia el fondo de un corredor, en lo
alto de la escalera, un corredor con
paredes cubiertas de aguafuertes
enmarcados, personas lugares y cosas,
en tal profusión que el empapelado
descolorido era casi invisible detrás de
ellos. Llegó a la puerta de una alcoba.
Ella estaba de espaldas, en la
penumbra, en el aire enrarecido, las
celosías bajas hacían noche en la
habitación, una alcoba ajena. Pierce se
sintió repentinamente atrapado en las
redes de una terrible paradoja, un
equívoco, un enigma, un palindrome.
Rosie se volvió; la escasa luz que había
en la habitación se concentró en sus
ojos.
—Sábanas de satén —dijo,
señalando con su botella la gran cama
—. Compruébalo.
Seis
—Es una novela —le dijo Pierce a
Boney Rasmussen—. Inconclusa, creo;
termina, al parecer, con una serie de
apuntes e ideas para escenas ulteriores.
—¿Ya lo ha leído todo? —El día
lluvioso, fuera de la biblioteca, era tan
plateado, el centelleo del nuevo verdor
tan diverso, que creaba en el interior una
penumbra vaga, y Boney, detrás de su
escritorio, resultaba difícil de ver.
—No —dijo Pierce—. No. Apenas
lo he empezado. Pero no quisimos
moverlo. —Como un corpus delicti—.
Así que interrumpí la lectura ayer
cuando cayó la noche. Boney guardó
silencio.
—Rosie está segurísima de que no
es un borrador de alguna de las que él ya
había publicado. Es totalmente nueva.
Boney seguía callado.
—Es… —empezó a decir Pierce, y
se detuvo; no estaba seguro de que
debiera hacer la declaración, o la
revelación, que se proponía hacer, o
revelar, en el momento de entrar en el
estudio; pero al fin dijo—: En realidad,
es un hallazgo muy extraño, muy
sorprendente, y una rarísima
coincidencia. —Luego él también
guardó silencio, y los dos
permanecieron sentados, en medio del
tic y el tac de las gotas de lluvia, como
bajo un sortilegio, Boney absorto en
pensamientos que Pierce no podía
imaginar, y él mismo sin poder salir del
inmenso asombro que le causaba lo que
le estaba aconteciendo. Adocentyn.
—Yo —dijo, por fin—, estoy
preparando un libro.
—Rosie me lo ha dicho.
—Bueno, lo curioso del caso —
prosiguió— es que las cosas y las
personas de este libro son cosas y
personajes sobre los que he estado
pensando y estudiando durante largo
tiempo, aunque desde un punto de vista
totalmente distinto. El doctor John Dee,
por ejemplo, el matemático inglés.
Giordano Bruno.
—Él ya antes había escrito sobre
ellos.
—Sí, pero no de esta misma manera.
—¿Qué manera?
Pierce cruzó las piernas y se tomó
las rodillas con los dedos entrelazados.
—Este libro comienza —dijo— con
John Dee conversando con los ángeles.
Bueno, y en verdad, Dee dejó
abundantes testimonios sobre las
supuestas sesiones que celebraba con
una persona llamada Talbot o Kelly,
quien pretendía ver ángeles en una
especie de bola de cristal. Bien. Sólo
que en este libro de Kraft, los ve
realmente, y habla con ellos.
Boney continuaba inmóvil. Pero
Pierce había empezado a percibir en él
un interés creciente.
—Luego viene un capítulo sobre
Bruno —dijo Pierce—. Y todos los
datos biográficos son correctos, creo, y
también el entorno. Sólo las razones de
cuanto acontece no son las mismas que
daríamos hoy.
—¿No?
—No.
—¿Y qué razones, entonces?
—Es como si —dijo Pierce—.
Como si en este libro hubiera ángeles,
pero no leyes de la física; como si la
teurgia pudiera actuar, y ganar batallas;
y también la oración. Y la magia.
—Magia —dijo Boney.
—Está Glastonbury en este libro —
dijo Pierce—. Y un Grial. El libro
podría tratar de un Grial, oculto de
alguna manera en la historia.
Pasando al azar las páginas, con la
misma horrorizada fascinación que
sentiría tal vez si le fuera dado hojear la
historia de su vida futura, había atisbado
el nombre de Kepler, y el de Brahe;
había vislumbrado reyes, papas y
emperadores, batallas famosas,
castillos, puertos y tratados: pero
también había visto la Ciudad del Sol, y
a los hermanos de la Rosa; el Hombre
Rojo y el León Verde; el Ángel Madimi,
la Muerte del Beso, un gólem, una varita
mágica, doce mínimos del mejor oro en
el fondo del cráter.
—¿Y su libro? —preguntó Boney—.
¿Igual?
—No, no es igual. Éste es de
ficción. El mío no.
—Pero trata de las mismas cosas, de
ese mismo período.
—Sí.
Y acaso no fuera tan diferente, no, no
tan diferente. El de Kraft iba a ser el
vino puro, sin diluir: nada de sutilezas
de matización, nada de no-se-diría-que,
ni un solo hace-pensar, nada de como-si.
Nada. Sólo ese extraordinario teatrillo
colorido de la ahistoria.
—Entonces habrá podido ver —dijo
Boney, con voz pausada— si hay en ese
libro algo sobre un elixir. No medicinal,
exactamente, pero…
—Conozco el concepto —dijo
Pierce.
—¿Algo acerca de eso?
Pierce meneó la cabeza.
—No hasta ahora.
Boney se levantó, y apoyándose con
los nudillos para ayudarse en el borde
de su escritorio, fue hasta la ventana.
—Sandy sabía mucho —dijo—.
Bromeaba sin cesar, y uno nunca sabía
cuándo hablaba en serio. Sabía tantas
cosas que uno estaba seguro de que
siempre, por detrás de las bromas, había
algo, algo que él sabía. Pero no lo decía.
»Decía. Solía decir: Mira, si alguna
vez, en otros tiempos, el mundo hubiera
sido un lugar distinto del que es ahora.
El mundo entero, quiero decir; todo;
bueno, es difícil de expresar; de tal
forma que funcionara de una manera
diferente, no como lo hace ahora.
Pierce contuvo el aliento para poder
oír la vieja voz gastada.
—Yen algún lugar de este mundo
nuevo que es el nuestro —prosiguió
Boney— quedaran, comoquiera, donde
fuera, algunos pequeños fragmentos de
ese mundo perdido. Algunos fragmentos
que conserven un algo del poder que
antes tuvieron, en los tiempos en que las
cosas eran diferentes. Una joya, por
ejemplo, un elixir.
Se volvió para mirar a Pierce y le
sonrió. El Monstruo Fabuloso. Así lo
había llamado Rosie.
—¿No sería extraordinario?, solía
decir. Si fuera así, ¿no sería algo
extraordinario?
—Hay cosas como ésas —dijo
Pierce—. Cuernos de unicornios. Gemas
mágicas. Sirenas momificadas.
—Sandy solía decir: cosas que no
sobrevivieron al cambio. Pero en algún
lugar, en alguna parte, quedar algo
podría. Oculto, ¿se da cuenta? O no
oculto, sólo inadvertido; oculto a ojos
vistas. Una piedra. Un polvo. Un elixir
de vida. —Al estar de pie su figura se
había hundido levemente (o eso le
pareció a Pierce) como si la columna
vertebral se le estuviera derritiendo
poco a poco—. Hablaba en broma,
supongo. Estoy seguro. Y sin embargo,
una vez, en las Montañas Gigantes…
No dijo nada más. Al fin, Boney se
apartó de la ventana y trepó de nuevo a
su sillón.
—¿Es un buen libro, entonces?
—Apenas he empezado a leerlo. Los
primeros capítulos. Bruno. John Dee en
Glastonbury. Supongo que Dee y Bruno
acabarán por conocerse. Dudo que lo
hicieran, pero sin duda hubieran podido.
—Tal vez usted debiera terminarlo
—dijo Boney—. Terminar de escribirlo,
quiero decir.
—Jajá —dijo Pierce—. No es mi
cuerda.
Boney reflexionó.
—O preparar la edición. Para una
posible publicación.
—Estoy seguro de que, por lo
menos, me gustará leerlo.
—También a mí me gustaría, pero
ahora eso está un poco fuera de mi
alcance —dijo Boney—. Y no estoy
seguro de que lo reconocería si lo viera
allí. Pero usted… Usted…
Por la puerta abierta entró,
rebotando, una pelota de goma, una
pelota grande a franjas blancas y rojas, y
estrellas blancas sobre un fondo azul.
Rebotó dos veces, rodó y se detuvo,
vivida, sobre la alfombra.
—¿Tiene algún título? —preguntó
Boney.
—No hay ninguna portada —dijo
Pierce.
Él creía saber, sin embargo, qué
título habría pensado ponerle el autor,
qué título, como editor, estaría tentado
de ponerle. Pensó; no sólo hay más de
una historia del mundo, una para cada
uno de nosotros, los que la estudiamos;
hay más de una para cada uno de
nosotros, hay tantas como deseemos o
necesitemos, tantas como nuestras
mentes y nuestros corazones insaciables
puedan concebir.
Rosie asomó la cabeza por la puerta.
—¿Listo? —preguntó.

—No voy a entrar contigo por ahora


—le dijo a Pierce, mientras enfilaban
hacia Stonykill.
—¿No?
—No, tengo que violar otro
domicilio. Y algunos recados. Te dejaré
allí y volveré.
Bajo la lluvia, Stonykill parecía
abatida, indefensa, desdichada.
Alguien de pie junto a las bombas de
gasolina de la pequeña tienda, bajo el
toldo un tanto vencido, secaba las gotas
de lluvia de sus gafas.
—De todos modos —dijo Rosie—,
tú sabes lo que estás buscando.
Yo no lo sé.
—Tal vez sí —dijo Pierce—, tal vez
no.
La camioneta se deslizó y se detuvo
delante del cercado portón del camino
de entrada; por un momento
permanecieron los dos en silencio,
mirando a través de los cristales
moteados por la lluvia, la casa cerrada,
el oscuro pinar.
—¿Sabes? —dijo Rosie—. En su
autobiografía, Kraft dice que quería
escribir un último libro. —¿Sí?
—Dice: un libro que antes de
terminarlo, yo pudiera morir.
—¿Y cuándo —preguntó Pierce—,
cuándo fue que murió?
—Hace unos seis años, creo.
Alrededor de 1970.
—Oh. Hum.
—¿Por qué?
—Por nada, en realidad. Sólo estaba
pensando en este libro, en su gestación.
Supongo que habrá trabajado en él
durante algún tiempo. Y luego lo
abandonó. Sólo pensaba, nada más.
Rosie extrajo de su llavero la llave
de la cocina de Kraft y la entregó a
Pierce; Pierce abrió la gran puerta de la
furgoneta y sacó el paraguas negro que
había hecho reír a Rosie cuando lo vio
con él; y Pierce, después de replicarle
que lo extraño era que nadie usara
paraguas en aquel lugar, había echado a
correr bajo la lluvia a cabeza
descubierta, una cuestión de orgullo al
parecer.
—Hasta luego.
—No tardaré —dijo Rosie.
El paraguas se abrió de golpe.
—Automático —dijo Pierce.
Lo vio saltar con sus piernas largas
por encima del portón y avanzar por el
sendero esquivando los charcos. Con su
impermeable de ciudad arrugado y
deslucido.
Ayer hubiera podido tenerlo, allí,
sobre las sábanas de satén de Fellowes
Kraft; pero, por alguna razón, él parecía
demasiado azorado para participar. Y
Rosie no había forzado la situación.
Miró para atrás lo mejor que pudo,
luego al frente, y dio una amplia y torpe
vuelta en U.
—Hasta luego, Pierce.
Lo que le había pasado era que, al
estar allí con él en la penumbra de la
alcoba, se había dado cuenta, de
repente, de que no se acordaba de por
qué una hacía esas cosas, seducir a la
gente, meterse entre sus calzoncillos. Lo
había olvidado; se había borrado de su
memoria. Así que desistió.
No obstante, aún podía tenerlo,
claro. No fue una ola cálida, sino una
frialdad pavorosa lo que la recorrió de
sólo pensarlo; había abierto el grifo
equivocado.
La casa en la que había vivido con
Mike quedaba del otro lado del extenso
municipio de Stonykill, el sector más
nuevo: una serie de amplias terrazas sin
árboles, a merced de los vientos, sobre
las cuales se edificaban casas de dos
plantas y media, todas iguales excepto
que algunas eran como imágenes en
espejo de las otras, invertidas de
izquierda a derecha; y otras con el frente
mirando al fondo, para crear una ilusión
de variedad. Lo cual las hacía parecer, a
los ojos de Rosie, caprichosamente
dispuestas, como al azar, dispersas en la
ladera de la colina, con sus
esperanzados abedules jóvenes apenas
amarrados al suelo. Como si ninguna
supiera que se estaban construyendo
otras alrededor. Las calles que serpean
entre esas casas se llaman Abeto,
Ciclamor y Acebo; pero al barrio mismo
siempre lo han llamado, tal vez en
memoria de alguna aldea hoy
desaparecida, Labrador.
Rosie se acercó a la casa a paso
lento, pronta para volverse atrás si había
un coche o coches en el camino de
entrada. No los había. Se había
acostumbrado, cosa que siempre se
reprochaba, a entrar en la casa sólo
cuando Mike estaba ausente, para buscar
algo que ella o Sam necesitaban, cosas
que nunca había recuperado, cosas cuya
entrega o restitución no quería negociar
con Mike. Al principio había creído que
nada de eso era importante, pero ahora
de vez en cuando, al filo de los meses,
recordaba esto, o descubría que
necesitaba aquello, y la imagen de la
cosa se le aparecía en el lugar preciso
en que se hallaba en la casa de
Stonykill; entonces, furtivamente, iba a
buscarla.
Aunque, a decir verdad, esas visitas
no eran tan furtivas; ella siempre subía
por la escalera del garaje, y esa puerta
nunca estaba cerrada con llave.
Se preguntó si Mike notaría el
saqueo. Nunca lo mencionó.
Luego de aparcar en la calle
Ciclamor, sacó del bolsillo su pequeña
lista. Había una piedra dura en su pecho,
el frío plomo que le pesara en él todo el
día; en realidad toda la primavera.

Espejo r. v.
Ratones/globos
Pelikan
PAC

Se había apañado sin el espejo


retrovisor durante nueve meses, pero
pronto tendría que llevar la camioneta a
la inspección, y no estaba segura de
sortear el examen sin él. Su pluma
Pelikan de dibujo (podía verla) se
hallaba sobre el alféizar de la ventana
del mirador, detrás de la TV; había
estado escribiendo cartas con ella el año
anterior, una noche de verano.
Volvió a guardar la lista en el
bolsillo. El libro sobre la familia de
ratones que se va de viaje en globo:
había tardado en comprender qué quería
decir Sam con eso de lobo-gatón, hasta
que recordó ese libro de cuentos que
nunca fuera devuelto, dado por perdido,
y ya pagado, a la biblioteca. Extraño que
Sam se acordara de él después de tanto
tiempo; sin duda a causa del festival
aerostático que se realizaría mañana en
Skytop; y de la ridícula promesa que
Mike le hiciera a Sam, en los últimos
tiempos le prometía cualquier cosa. Un
paseo en globo. En todo caso, tenía que
rescatar el libro. Tenía que hacerlo.
Las píldoras anticonceptivas, una
provisión para tres meses que había
conseguido el día antes de abandonar a
Mike y esta casa, estaban en el botiquín
al lado del lavabo, donde también se
hallaba el talco para bebé, las doce
cajas de pañuelos de papel que Mike
había sustraído de Los Leños, el popurrí
de flores secas y hierbas aromáticas que
preparaba el herbolario de las Jambas.
Allí estarían todavía, estaba segura.
Mike vivía en aquella casa como una
ardilla o como un cavernícola, una
criatura incapaz de pensar cómo podía
alterar sus circunstancias para volverlas
a su favor. Nada en la casa había
cambiado desde el otro verano; en su
última irrupción, su viejo camisón
seguía colgado de la puerta del armario.
También las píldoras estarían aún allí.
Rosie había dejado de tomarlas al mes
siguiente de mudarse; ahora pensaba que
debía volver a ellas, y las pequeñas
motas rosadas eran espantosamente
caras, y además necesitaría una nueva
receta si no recuperaba estas que ya
había pagado; y mientras titubeaba en el
húmedo garaje que olía a cemento, no
pudo recordar para qué las quería.
Allí, en el garaje estaba el triciclo
de Sam, que a veces viajaba con ella y a
veces quedaba en la casa; y la bicicleta
de Mike, de diez velocidades, no tan
utilizada ahora como lo fuera en las
llanuras de Indiana. El cuerpo de
ciclista que él, en un tiempo, había
tenido, muslos gruesos y espalda
combada, le complacía más a él que a
ella. La piedra fría pesaba detrás de su
esternón. El rastrillo para el Otoño; la
cortadora de césped para el verano; la
pala para la nieve de los inviernos.
Rosie no recordaba ya por qué había
sentido esa necesidad imperiosa de
alejarse de todo esto, porqué se había
metido en tantas dificultades para cortar
esos vínculos; no lo recordaba, como
tampoco podía recordar por qué razón,
en un tiempo, había hecho todo lo
posible por crearlos.
Trabajos de amor perdidos.
Había olvidado el porqué, como si
le hubieran extirpado el corazón, y con
él todo cuanto ella sabía acerca de esas
cosas. ¿Qué hace que las personas se
amen las unas a las otras? ¿Por qué se
toman ese trabajo? ¿Por qué los hijos
aman a sus padres y los padres a los
hijos? ¿Por qué los hombres aman a sus
esposas y las mujeres a los hombres?
¿Qué quería decir eso de: me saca de
quicio, pero igual lo quiero?
Ella debió de saberlo alguna vez.
Porque el amor la había inducido a
hacer montones de cosas y a crearse un
sinfín de problemas. Lo había sabido en
un tiempo, casi recordaba que alguna
vea lo supo; recordaba haberse llevado
bien con Mike y con Sam, y que ese
llevarse bien se nutría de amor; amor,
ése era el requisito para llevarse bien.
En un tiempo ella lo había sabido y
ahora no; y el hecho de no saberlo
parecía indicar que, en realidad, ni ella
ni nadie lo sabía, que todo el mundo lo
fingía, lo forzaba, incluso Spofford,
incluso Sam; y para qué tomarse todo
ese trabajo. En el sitio que antes
ocupara su corazón sólo quedaban un
olvido helado y una oscura ignorancia.
Y a esa puerta llamaban ahora esas
cosas cotidianas, esos utensilios y
juguetes inocentes; su perro Nada, el
nombre de la piedra en su pecho.
Nadie podía vivir mucho tiempo de
esa manera, desde luego; no se podía
vivir en semejante ignorancia; tendría
que recordar, alguna vez; estaba segura
de que lo haría, porque aún le quedaba
camino por recorrer, el crecimiento de
Sam, la muerte de Boney y la de su
madre, y finalmente la suya propia: y no
podía pasar por aquello si no recordaba
el porqué de todo ese trabajo.
Lo recordaría. Estaba segura de que
lo recordaría. Seguro que lo recordarás,
se dijo a sí misma y se dio una palmada
en el pecho: claro que si.
Al pie de la escalera que subía hasta
la cocina, un tramo de peldaños sin
pasamanos y de madera desnuda que aún
mostraba las marcas de la carpintería, se
detuvo, indecisa; como con la certeza de
que algo le ocurriría en la escalera, un
accidente, o de que la puerta,
contrariamente a lo habitual, estaría
cerrada. Permaneció allí largo rato
mirando hacia arriba, y luego volvió a
salir a la tibia lluvia primaveral.
—¿Y qué tal van las cosas? —le
preguntó a Pierce, desde la puerta del
estudio de Fellowes Kraft, mientras se
secaba las mejillas—. ¿En qué anda
Bruno?
—En camino para ver al Papa —
dijo Pierce.
Siete
Dos postillones de llamativa
vestimenta abrían la marcha del
carruaje, que avanzaba zarandeándose
por los malos caminos de las afueras de
Nápoles. Los carreteros los injuriaban, y
los campesinos se descubrían y se
persignaban. Y el fraile de hábito blanco
y negro, sentado frente a él, en un latín
con acento romano, le salmodiaba el
consabido ritual de la visita, cuánto
tiempo debía permanecer con el Papa
Sanctissimus lo llamaba, como con
afectuosa indulgencia, qué debía hacer y
decir Giordano, a quiénes debía hablar y
a quiénes no.
Sanctissimus os presentará su anillo,
y vos sólo deberéis acercaros a él, mas
no besarlo. El anillo de Pedro se
desgastaría hasta convertirse en nada si
todos aquellos que acuden a ver al
Sanctissimus posaran sus labios en él.
Sanctissimus os recibirá por la tarde
entre Nonas y Vísperas, después de su
colación. Su comida es frugalísima. Es
tan abstemio como piadoso. Deberéis
dirigiros a él en voz alta y clara, pues Su
oído ya no es lo que era…
El carruaje se detuvo en los
monasterios dominicos de Gaeta y
Latina, los caballos exhaustos y
sudorosos; en el calor sofocante,
Giordano permaneció largo tiempo
despierto, hilvanando los tramos ya
cumplidos de su viaje, el más largo de
su vida, y añadiendo los lugares,
caminos, santuarios, iglesias y palacios
que había visto a las moradas
napolitanas de su memoria: nuevos
rayos de la rueda del mundo que había
construido, centrados en la iglesia de
San Domenico. No había amanecido
aún, cuando volvieron a ponerse en
marcha, para viajar en las horas frescas
del día, y antes de que los bandoleros —
eso decía el fraile que lo acompañaba—
se despertasen.
La fama de Giordano se había
difundido hasta el más vasto círculo que
se pudiera imaginar: más dilatado, en
todo caso, que el que los monjes de
Nápoles podían imaginar. Cuando el
abad fue a su celda para decirle que el
Papa había oído hablar del joven de la
memoria prodigiosa, que deseaba saber
más, y que enviaba un carruaje desde
Roma para que lo condujera al
Vaticano, su voz se había convertido en
un murmullo de admiración y
solemnidad.
El primer pensamiento de Giordano
había recaído, sin razón, en Ceceo de
Ascoli. Había pensado; le hablaré de
Ceceo. Le diré: si lo que Ceceo dijo
acerca de las estrellas es verdad, si el
universo es como él pensaba que era, no
pudo ser un hereje ¿no? La verdad jamás
podrá ser herejía. Se cometió un error
con él; era evidente que, de uno u otro
modo, se había cometido un terrible
error.
El carruaje se deslizaba veloz por la
antigua Vía Apia, mientras el fraile
cabeceaba de sueño y los ojos de
Giordano devoraban las tumbas, las
ruinas, las iglesias a lo largo de esa
carretera increíblemente recta y
pavimentada. El carruaje entró por la
puerta de San Sebastiano y, dejando
atrás las gigantescas ruinas de los baños
y los circos se zambulló en el populoso
corazón de Roma. En el puente del
Tíber, el fraile le señaló el Castel
Sant’Angelo, que fuera edificado para
servir de mausoleo al emperador
Adriano, convertido ahora en la atalaya
y las mazmorras del papado. Un ángel
con una espada se erguía en lo alto,
móvil en la rutilante claridad del
mediodía.
Ni siquiera a las puertas del Palacio
Vaticano se detuvo el carruaje, siguió
camino para hacer alto sólo al llegar a
un jardín de piedra dorada y verdes
álamos, manantiales y galerías y
silencio.
—Venid —dijo el fraile—. Lavaos y
reponed fuerzas. Sanctissimus está
tomando su colación.
A partir de ese día, aquel jardín (era
el Cortile del Balvedere que hiciera
construir Julio II) significaría Jardín
para Giordano Bruno. Aquel tramo de
escaleras significaría Escaleras. Estas
stantze en las que ahora entraba, de un
brillo sombrío en el día radiante, eran
las antecámaras y cámaras de una mente,
una mente pensante, memoriosa.
—Estas son las stanze que pintó
Raffaello. He aquí «El triunfo de la
Iglesia». San Pedro, San Esteban.
Aquino, de nuestra orden. Seguidme.
—¿Y quiénes son éstos?
—Filósofos. Mirad con mayor
detenimiento. ¿No veis allí a Platón, con
su barba, a Aristóteles, a Pitágoras?
Seguidme.
El fraile tironeó de la manga de
Giordano, pero el joven monje,
maravillado, se demoraba. La
muchedumbre pintada en las escaleras
de ese edificio frío, aquellos hombres
de largas túnicas que portaban tablillas,
parecían inquietos o parpadeaban,
miraban a Giordano, sonreían, y
tornaban a su quietud y a su plática.
El fraile lo dejó al cuidado de otros
dominicos, secretarios de los cardenales
dominicos del círculo más íntimo del
Papa. Éstos miraban a Giordano de
arriba abajo, y le hacían preguntas. Y
Giordano empezaba a comprender por
qué lo habían traído aquí.
Alrededor del trono de Pedro, los
celos y recelos que tienden a enardecer
y a dividir a los más diligentes
servidores de Cristo eran, por entonces,
de una desusada violencia, y Giordano
no sería sino un mísero peón en el
ajedrez de influencias y prestigio que se
jugaba, bajo cuerda, entre los
Dominicanes y la negra Compañía de
Jesús. La fama de que gozaban los
jesuitas obedecía, en gran medida, al
hecho de que hubieran adoptado,
dondequiera que fuesen, el Nuevo Saber,
y hubieran puesto al servicio de la
Iglesia sus éxitos y hallazgos en todas
sus universidades y academias. Los
dominicos querían hacer gala de algún
saber que les fuera propio, y recordar a
Pío, que al fin y al cabo era también un
dominico (aunque no siempre parecía
tan consciente de ello como debiera),
que sus lebreles blanquinegros
custodiaban un tesoro tan precioso como
cualquier Nuevo Saber: el arte de la
memoria, que a tan alto grado de
perfección llevara la orden. Al
Sanctissimus le divertiría comprobar la
agilidad que ese arte había conferido a
la mente de un dominico. Y se instruiría
en él, además.
Una vez que Giordano se hubo
aseado y alimentado el cardenal Rebiba
lo condujo de regreso a las stanze de
Raffaello, y lo presentó a la diminuta
pasa de uva que era Pío V, Vicario de
Cristo sobre la faz de la Tierra. Allí
vivía Él, en aquellas estancias, bajo
esas pinturas, rodeado de estos monjes.
Estaba sentado en una silla entre
almohadones. Era tan pequeño que Sus
chinelas de raso blanco no llegaban al
suelo, y un monje se apresuró a deslizar
un escabel debajo de ellas.
Giordano mostró sus habilidades.
Recitó el salmo Fundamenta en hebreo,
después de oírlo leer en voz alta, una
sola vez; nombró cada tumba de la Vía
Apia, en el orden en que las viera pasar.
Intentó el juego de amiavi-amaveri-
veravama, pero Sanctissimus no pudo
comprender en qué consistía y tuvo que
abandonarlo prontamente.
—De jóvenes, Nos estudiamos este
arte —díjole el Papa a Rebiba, quien
asintió alentadoramente. Ya Giordano
—: Hoy en día no Nos es en absoluto
necesario. Ya veis que aquí, a Nuestro
alrededor, hay multitud de secretarios
que recuerdan para Nos todo cuanto Nos
necesitamos recordar. Tal vez, algún día,
vos seréis uno de ellos.
Sacudió la cabeza, sonriendo con
dulzura, y dijo:
—Continuad.
El artista de la memoria, interrogado
por Rebiba, casi mudo de timidez,
olvidado de Ceceo, hizo una reseña de
su práctica en el arte, de cómo había
construido sus palacios y proyectado las
imágenes que usaba para recordar; nada
dijo acerca de las estrellas ni de los
horóscopo pero explicó cómo podían
ser utilizados los jeroglíficos de
Ægypto, esos signos inventados por
Hermes.
—¿Es éste aquel Hermes que dio a
los egipcianos sus leyes y sus letras? —
inquirió el Papa.
—Lo es —respondió Giordano.
—¿Y aquel que en sus escritos
hablaba de un Verbo divino; Hijo de
Dios, creador del mundo, pese a que
vivió muchas generaciones antes de
Nuestro Salvador?
—Yo no he leído sus obras —dijo
Giordano.
—Venid a ver —dijo Sanctissimus
—. Venid conmigo.
Seguido por Rebiba y un enjambre
de monjes, el Papa se encaminó a la más
espaciosa de las stanze, la Stanza della
Segnatura, donde acostumbraba firmar
los decretos de la corte eclesiástica, y
se detuvo con Giordano al pie de la
pintura de la encolumnada basílica,
Platón, luz de sol, verdad.
—Mirad allá arriba —dijo el Papa
—, al lado del hombre con el diagrama,
que es Pitágoras. ¿Quién es el que viste
de blanco?
—No lo sé —dijo Giordano.
—Nadie lo sabe —dijo el Papa—.
He ahí Platón, Pitágoras. Epicuro (que
está en el infierno) con su corona de
hojas de vid. ¿Podría ser éste Hermes,
el de blanco?
Giordano alzó los ojos hacia el
personaje que el Papa le señalaba.
—No lo sé —dijo.
El Papa echó a andar a través de la
atestada estancia, habitada por los
insignes muertos, y Giordano lo siguió.
—Ptolomeo —dijo Él, señalando—.
Con una corona, pues fue rey en Ægypto.
¿No fue también ese Hermes un rey en
Ægypto? Y mirad allí: Homero. Y
Virgilio. Mas ¿quiénes son aquéllos?
Éstos, con armadura.
El cardenal Rebiba los observaba
con amargura y asombro, el viejecito y
el monje que, con su cuello de toro y su
rígida apostura más parecía un
bandolero o un luchador que un filósofo.
Los veía estudiar esas figuras que a él
mismo nunca le despertaran ninguna
curiosidad. Ya la tarde se hacía noche, y
había tomado un curso inútil para sus
designios: el napolitano, en vez de
deslumbrar con su arte, estaba
proclamando su ignorancia.
—Aquí, en estas estancias Nos
habitamos —dijo Sanctissimus—.
También ellos. Nos ignoramos quiénes
son, y qué pudo traerlos hasta aquí.
Bien.
Extendió la mano del anillo, y
Giordano se prosternó; y como le fuera
instruido, aproximó los labios a la
piedra que lucía en su dedo, mas no la
besó, al tiempo que el Papa la retiraba.
—Ahora Nos debemos tornar a
Nuestros quehaceres. ¿Hay algo que
podáis necesitar? Pedidlo a Nos.
—Desearía —dijo Giordano— leer
los escritos de ese Hermes.
—¿Es lícito? —dijo el Papa, y se
volvió hacia Rebiba—. ¿Lo es?
Rebiba, ruborizándose, hizo un gesto
ambiguo.
—Si es lícito —dijo el Papa—,
podéis. Id abajo; en Nuestra biblioteca
Nos tenemos incontables libros.
Hermes, et hoc genus omne.
Dispuesto ya a retirarse, el Papa dio
media vuelta, alzó la mano y un
secretario voló hacia él.
—El Index librorum prohibiíorum
—dijo, mientras el secretario escribía
—. Es necesario revisarlo. Nos
ordenaremos una congregatio de
Nuestros cardenales. Deben deliberar
acerca de esto. Se han cometido
demasiadas negligencias.
Abandonó la estancia, dejando de
rodillas a Giordano y los otros, y al
ruborizado Rebiba indinado en profunda
reverencia.
—Id —dijo Rebiba a Giordano—.
La biblioteca está abajo. Habéis
resultado peor que inútil.
En pos de Rebiba, cuando salió,
como atrapados en el furioso crujido de
la seda de sus púrpuras, marchó el resto
de los sacerdotes, secretarios, guardias
y sirvientes que habían llenado las
habitaciones. Sólo quedó uno, de pie
junto a la puerta del fondo, un muchacho
joven y sonriente en quien Giordano no
reparara antes, de rubios cabellos, los
brazos cruzados sobre el pecho. Sin
palabras, encorvando un dedo, indicó a
Giordano que lo siguiera. Bajó con paso
grácil la estrecha escalerilla, que al
cabo de un largo rato desembocó en una
serie de habitaciones en desuso, todas
pintadas, vacías e iluminadas por la
claridad del día.
—Mirad —dijo el muchacho—,
mirad esa pared, debajo del zodíaco.
¿Quién sostiene el libro? Hermes.
Giordano miró. Una esfera armillar
que representaba el Firmamento flotaba
por encima de la cabeza de un hombre
de rostro afable que platicaba con otros,
egipcianos, tal vez, en un jardín.
—Pinturrichio lo pintó —dijo el
muchacho—. Venid. Veréis de nuevo a
Hermes en la última estancia. —
Cruzaron varias cámaras, una de
apóstoles reconocibles al instante por
los emblemas que ostentaban, las llaves
de Pedro, el libro de Mateo, la cruz de
Andrés; y una de Artes —Astrología y
Medicina, y Geometría y Gramática—,
todas ellas representadas allí casi del
mismo modo en que lo estaban en las
salas del palacio de la memoria que
Giordano llevaba en su mente—. ¿A
quién veis allí? —dijo el muchacho
conduciendo a Giordano hacia la última
estancia—. ¿Quién está en esa pared?
—Mercurio —dijo Giordano.
—Que también es Hermes.
Un hombre joven, con el mismo
rostro afable que el del que había visto
bajo el firmamento armillar: con una
cimitarra estaba derribando una figura
grotesca a la que le crecían ojos no sólo
en la cabeza sino en todo el cuerpo, en
los pómulos, los brazos, los muslos.
Detrás de los dos, una plácida vaca
miraba la escena: lo. Transformada en
vaca por Juno, fue puesta bajo la
custodia de Argos, el de los mil ojos,
pero Argos fue asesinado por Mercurio,
e lo huyó Ægypto.
—Mirad —dijo el muchacho—.
Ægypto.
Alo largo de los frisos, todo
alrededor de la estancia, veíanse
pirámides, toros, jeroglíficos, Isis,
Osiris.
—Fue Alejandro Sexto quien ordenó
construir estas habitaciones —dijo el
joven—. Su signo era el Toro; estudió la
magia; conoció a Marsilio, y lo amó.
También amaba las riquezas. Fue un
hombre muy malvado.
Sus ojos claros, risueños, guiaron a
Giordano hacia otra pared, una rema en
su trono, no Nuestra Señora; un profeta
de larga barba, a un lado del trono, y el
mismo hombre de rostro fuerte y afable,
del otro lado, pensativo, sonriendo
vagamente.
—La reina Isis —dijo el muchacho
—. Que en un tiempo fue Io. Y
Mercurio, que bajó a Ægypto y dio a los
egipcianos sus leyes y sus letras. El otro
hombre es Moisés, que también vivió
por entonces.
—Sí —dijo Giordano. Miró los ojos
claros, sabios y soñadores de Mercurio
en el cuadro, y luego los claros ojos
risueños del muchacho rubio, y un
extraño escalofrío le recorrió la
espalda.
—Venid —dijo el mancebo—.
Abajo.
Entraron en una capilla pequeñísima
y desharrapada y al final de un tramo de
escaleras en caracol desembocaron en
una cámara cuyo olor Giordano
reconoció al instante. Libros.
—La llaman la Floreria. Sentaos.
Había una ancha mesa vieja y
rayada, sobre la cual se proyectaba la
luz de una ventana alta; y delante de ella,
un banco. Giordano se sentó.

Con el paso de los años, poco en


verdad recordaría Giordano de lo que
hiciera en ese lugar, ni aun cuántos días
había permanecido. Le llevaban comida,
de tanto en tanto, hasta su mesa; le
tendieron un jergón, en un corredor,
entre pilas de libros que esperaban para
ser encuadernados, y allí dormía algunas
veces. Y el mancebo sonriente iba y
venía y ponía libros delante de él, y los
retiraba y traía más. Era él también
quien le traía los platos de comida y
quien le tiraba del pelo cuando
Giordano se quedaba dormido sobre las
páginas abiertas.
¿Había habido otros allí? Los hubo
sin duda, otros, eruditos, bibliotecarios,
estudiantes saqueando inocentemente los
tesoros del Papa: algunos de los rostros
que, desde entonces, su imaginación
atribuiría a los interlocutores de los
diálogos de Hermes, el Tres Veces
Grande, han de haber sido los de los
lectores que allí había visto pero no
podía recordar. Lo único que recordaba
era lo que había leído.
Eran grandes volúmenes en infolio,
casi centenarios, la versión latina
realizada por Marsilio Reino, de los
originales griegos (traducidos a su vez
del egipcio): encuadernados en blanco y
oro, impresos en una clara y sonriente
tipografía romana. Pimander Hermetis
Trismegisti. Comenzó por el reverente
comentario de Ficino:

En la época en que nació Moisés,


florecía Atlas
el astrólogo, hermano del físico
Prometeo y tío materno
de Mercurio el viejo, cuyo sobrino
fue Mercurio Trismegisto.

Leyó cómo Pimander, la Mente de


Dios, se presentó ante este Mercurio-
Hermes y le explicó los orígenes del
universo: y era un relato curiosamente
semejante al de Moisés en el Génesis,
pero a la vez distinto, pues en él el
Hombre no era plasmado con arcilla
sino que existía antes que todas las
cosas, era a la vez hijo y hermano de la
Mente Divina, y partícipe de su poder
creador, partícipe, con los siete arcontes
—los planetas— de la naturaleza
celestial. De hecho, un Dios también él,
hasta que, al enamorarse de la Creación
que ayudara a modelar, el Hombre cayó,
y mezcló su sustancia con la materia de
la Naturaleza: y se tornó terrenal,
esclavo del amor y del sueño, y
sometido al Heimarmene y a las
Esferas.
Ya las alturas deberá retornar a
través de esas Esferas, tomando de cada
uno de los siete arcontes los poderes
que perdiera en su caída, y abandonando
las sucesivas envolturas de materia que
lo cubrieran; hasta que, llegado a la
esfera ogdoádica, recobre su verdadera
naturaleza y entone himnos de alabanza a
su Padre:

Santo es Dios, Padre de todas las


cosas, anterior al primer principio;
Santo es Dios, y santos son sus
designios, que sus diversas Potestades
ejecutan;
Santo eres Tú, de quien la
Naturaleza toda es imagen… Tú, de
quien nada pueden decir las palabras,
ni lengua alguna puede mentar, de
quien tan sólo el silencio puede dar
testimonio, acepta ofrendas puras de
palabras de un corazón y un alma que
a Ti se elevan.

¿Qué clase de viaje era ése, cómo se


hacía, cómo se adquirían los poderes
necesarios para que un hombre, o su
espíritu, pudiera llegar tan lejos?
Giordano leyó las palabras de Pimander
dedicadas a Hermes:

Todos los seres están en Dios, pero


no como cosas colocadas en un
determinado lugar, como tampoco lo
están en la facultad incorpórea de la
representación juzga esto basándote en
tu experiencia. Pide a tu alma que se
traslade a la India, que atraviese el
océano, y lo conseguirás en un
momento. Pídele que vuele hasta el
cielo y verás cómo no tiene necesidad
de alas ni ningún obstáculo se cruzará
en su camino. Y si quieres dar la vuelta
al universo para contemplar qué hay
más allá —en el caso de que exista
algo más allá del mundo—, puedes
hacerlo.
Observa, pues, cuál es tu poder y la
velocidad que posees. Así es cómo
debes concebir a Dios. Todo aquello
que es, Él lo condene en sí mismo como
pensamiento, el mundo, él mismo, el
Todo. Por lo tanto, si no te haces igual
a Dios, no podrás comprenderlo, ya
que toda cosa sólo es inteligible por
otra similar a ella.
Elévate hasta alcanzar una
grandeza por encima de toda medida,
libérate de tu cuerpo de un salto, pasa
por encima de todo tiempo, hasta la
Eternidad y entonces comprenderás a
Dios. Convéncete de que nada es
imposible para ti, piensa que eres
inmortal y que estás en condiciones de
comprenderlo todo, todas las artes,
todas las ciencias, la naturaleza de
todo ser viviente. Asciende hasta
situarte por encima de la más alta
cumbre, desciende por debajo de la
profundidad más abismal. Experimenta
en tu interior todas las sensaciones de
aquello que ha sido creado, del fuego y
del agua, de lo húmedo y lo seco, lo
frío y lo caliente, imaginando que estás
en todas partes, sobre la tierra, en el
mar, en las guaridas de los animales.
Imagínate que aún no has nacido, que
te encuentras en el seno materno, que
eres adolescente, que estás viejo,
muerto, más allá de la muerte. Si
consigues abarcar con tu pensamiento
todas las cosas en su conjunto,
tiempos, espacios, sustancias,
cualidades, cantidades, podrás
comprender a Dios.

Todo, todo lo contenido en el


interior de la mente pensante, al igual
que todas las cosas que Bruno había
visto o hecho en su vida, todas las
herramientas, pájaros, prendas de vestir,
potes y cacharros en las listas de los
hermanos de Nápoles, todo estaba
contenido —separado, hallable,
discernible— dentro del circular
palacio de memoria de su cráneo. Él
sabía. Sabía.

No digas más que Dios es invisible.


No hables así, porque ¿qué hay de más
manifiesto que Dios? Él ha creado
todo, sólo para que tú puedas verlo a
través de sus criaturas; es el poder
milagroso de Dios manifestarse en
cada ser. Nada es invisible, ni siquiera
las cosas incorpóreas. La mente se
hace visible en el acto de pensar; Dios,
en el acto de crear.

Giordano leía, el corazón le


palpitaba lento y fuerte. Leía con la
apacible seguridad y la intensa
satisfacción de un niño que mama el
alimento que sabe necesario. Él había
estado en lo cierto, en lo cierto, en lo
cierto desde el principio.
Hermes, convertido en sacerdote y
rey, enseñaba a otros lo que la Mente le
enseñara. Ahí estaban los diálogos con
su hijo Tat, y otro, extenso, entre él y su
discípulo Asclepio, a quien explicaba la
ya íntegramente formulada religión de
Ægypto y su culto. Dios dispensa vida a
todas las cosas por la intercesión de las
estrellas; ha creado un segundo Dios, el
sol, un intermediario a través de quien la
luz divina se derrama sobre todas las
cosas; y a continuación los Horóscopos
sobre los cuales Giordano ya había
leído, los decanos responsables de la
persistencia a través de la infinita
diversidad y del cambio incesante, de
las Razones del Mundo; cambiando ellas
mismas de forma, sin cesar, cual las
imágenes talismánicas de Picatrix, pero
persistiendo de todos modos. Y el
nombre del Dios principal de estos
dioses era Pantomorfo u «omniformo».
Giordano reía a carcajadas.

Y hay además otros dioses cuyos


poderes y funciones están distribuidos
entre todas las cosas que existen…
El libro de Asclepio narraba cómo
los sacerdotes de Ægypto podían hacer
descender demonios de las estrellas, y
obligarlos a alojarse en las estatuas
zoomórficas de piedra que los
sacerdotes hicieran construir y a través
de las cuales hablaban, profetizaban y
revelaban secretos. También sabían
aquellos sacerdotes cómo la divinidad
impregnaba el mundo inferior, qué
animales y plantas eran regidos por qué
estrellas, qué olores, piedras, qué
música los demonios no podían resistir.
Todo ese saber ahora perdido, todo
aquel cielo-tierra omniforme, perdido;
como si la esfera armillar con la que
Pinturrichio había aureolado las cabezas
de Hermes y de los egipcianos hubiera
sido pulverizada, diseminada; y sólo sus
ruinas aparecieran ahora al azar para
desconcierto de esta tardía Edad de
Bronce, sobreviviendo sólo en rumores,
cuentos corruptos, brujerías, fragmentos.
Picatrix.
Mas ¿cómo perdido, por qué, por
qué perdido?

Llegará un tiempo en el que se


pondrá de manifiesto que los honores
rendidos a la divinidad piadosamente y
a través de asiduas prácticas por los
egipcianos han sido en vano. Los
dioses, dejando la tierra, volverán al
cielo y abandonarán Ægypto. Esta
tierra, en un tiempo patria de la
religión, se verá privada de sus dioses
y sumida en un estado de indigencia.
Los extranjeros se volcarán sobre este
país, y no sólo ya no se preocuparán
más de la observancia de los ritos
religiosos, sino que, cosa aún más
penosa, tales prácticas caerán bajo el
rigor de falsas leyes que, con la
amenaza de castigos, prohibirán a todo
hombre cualquier acto de piedad o de
culto dirigido a los dioses. Entonces,
esta santísima tierra, patria de los
templos y de los santuarios, se cubrirá
de tumbas y muertos. Oh Ægypto,
Ægypto, tan sólo quedarán fábulas de
tu religión, y tus hijos, con el paso del
tiempo, olvidarán tus creencias. Nada
sobrevivirá para guardar memoria de
tus piadosas obras, salvo las palabras
esculpidas en la piedra.

Giordano leía y lloraba al leer. Él


sabía, cómo había perecido la antigua
religión; él sabía qué extranjeros habían
llegado allí para suplantar sus
devociones. Cuando todos los antiguos
dioses huyeran para ocultar sus cabezas,
cuando las mujeres lloraban la muerte
del dios Pan. Cuando el Cristo cuyos
colores vestía Giordano, y de quien era
soldado, los expulsara a todos, a todos
excepto él mismo y a su Padre y a la
emanación de los dos, que completan la
Trinidad. Una maraña de triple
Divinidad, demasiado celosa para
aceptar cualquier misterio que no fuese
su propio misterio.
¿Te hace llorar Asclepio? Cosas
mucho peores habrán de acontecer.
Cuando esto suceda los hombres por
hastío dejarán de pensar que el mundo
es digno de su respeto y adoración. Éste
es el más grande de todos los bienes,
esta totalidad que es de todo lo mejor,
tanto del pasado como del futuro,
correrá el riesgo de perecen los
hombres lo considerarán como una carga
inútil y lo despreciarán, esta
incomparable obra de Dios, esta
gloriosa estructura, una creación
construida por una infinita diversidad de
formas… se preferirá la oscuridad a la
luz, la muerte a la vida y nadie elevará
ya la mirada a los cielos… Los dioses
se separarán de los hombrea —¡qué
tristeza!— y sólo quedarán los ángeles
del mal… Entonces la tierra perderá su
equilibrio, el mar no sostendrá los
navíos, el cielo no estará cuajado de
estrellas… Los frutos de la tierra se
pudrirán, el suelo dejará de ser fértil, el
aire mismo se impregnará de una densa
tristeza. Así será la vejez del mundo.
¡Sí! Los ojos velados por las
lágrimas, la nariz moqueando, la frente
apoyada en su mano, Giordano apenas
distinguía las palabras. No. Ellos no
habían sido desterrados; habían partido
por voluntad propia, asqueados por
aquellos advenedizos que escarnecían y
abominaban de su sabiduría y sus
poderes, esos dones gratuitos
concedidos a los hombres, que ahora les
habían sido arrebatados. Mas, si por
voluntad propia habíanse marchado, un
día, entonces, podían retornar; podían
ser inducidos a retornar. ¡Sí, ellos
regresarían!
Éste será el renacer del mundo; un
renacimiento de todas las cosas buenas,
una santa y solemne restauración de todo
el vasto mundo, impuesta al correr del
tiempo… por la voluntad de Dios.
Y mientras leía, los veía volver. Los
hombres semejantes a dioses, o los
dioses semejantes a hombres, que son
los genuinos herederos y partícipes del
poder restaurador de Dios; veía el aire
túrgido despejarse, veía huir las
criaturas de la noche, romper el alba.
Y si ese tiempo había estado por
llegar durante todos estos siglos pasados
¿por qué no podía estar llegando ahora,
ahora mismo? Ahora que ese antiguo
saber había sido devuelto al hombre, y
moldeado en estas letras, impreso en
estas páginas. ¿Por qué no ahora?
—Ahora —dijo una voz dulce a sus
espaldas, y el muchacho que le había
traído el libro, se sentó a su lado en el
banco—. Ahora escuchad con atención y
no os alarméis.
Bruno apoyó la mano sobre la
página, para marcar el renglón, para
detener por un momento el saber que de
ella fluía.
—¿Qué pasa?
—Hay noticias de Nápoles. Se ha
iniciado un proceso contra vos en el
Santo Oficio. No volváis.
—¿Cómo sabéis vos eso?
—Vais a ser procesado por herejía.
Ya ha sido notificado al Santo Oficio de
aquí. Ciento treinta artículos de herejía.
—Nada podrá probarse.
—¿Alguna vez olvidasteis libros en
la letrina? —dijo el muchacho, como a
la ventura.
Giordano se echó a reír.
—Han encontrado escritos en la
letrina —dijo el muchacho—. Erasmo.
Los comentarios sobre Jerónimo.
—¿Erasmo? ¿Nada más terrible?
—Escuchad —dijo el muchacho—.
Ellos han preparado esto con tiempo y
astucia. Será duro para vos. Lo tienen
todo dispuesto, el interrogatorio, los
testigos, la prueba.
—Ellos son hombres —dijo Bruno
—. Ellos razonan, escucharán. Deberán
escuchar.
—Creedme, Hermano. No podéis
volver.
En la fría y alta estancia no quedaba
nadie más que Bruno y el rubio joven
que aún sonreía, las manos cruzadas
displicentemente sobre el regazo. Una
llama encendió la seca yesca del
corazón de Bruno, y éste ardió de dolor.
—El Papa —dijo—. Hablaré con él.
Él dijo que yo, Él… Él…
El rostro del muchacho no se inmutó.
Se limitó a esperar que Bruno callase su
balbuceo desesperanzado. Luego dijo:
—Quedaos aquí hasta que
oscurezca, luego salid por esa puerta, la
pequeña puerta del fondo. Seguid por el
corredor, subid la escalera, allí me
reuniré con vos.
Se levantó.
—Al anochecer —dijo; y sonrió a
Bruno, una sonrisa de complicidad,
como por una travesura que él y
Giordano compartieran; sólo que
Giordano no la conocía, y los cortos
vellos de la nuca se le erizaron, y el
escroto se le puso tenso. El muchacho
dio media vuelta, y salió.
Giordano volvió a mirar la página,
donde aún descansaba su mano. La larga
luz de la tarde empezaba a abandonar la
estancia.
Ese día, los dioses que antaño
gobernaban sobre la tierra serán
restaurados e instalados en una ciudad
situada en los confines de Ægypto, una
ciudad orientada según la dirección del
sol poniente, y sobre la que se
precipitará, por tierra y por mar, la
totalidad de la raza de los mortales.
Leyó hasta que no pudo distinguir Isa
palabras. Para entonces, había leído ya
todo cuanto en su vida leería de este
texto, y la noche había caído. Se levantó.
Pensó: mañana es seis de agosto, la
Transfiguración. Cruzó la larga sala
abovedada, dejó atrás las mesas de los
eruditos alineadas al pie de las ventanas
azul noche y abrió la puerta pequeña y
pesada.
En la oscuridad, sus pies buscaron a
tientas los empinados escalones; llegó al
rellano, donde una lámpara ardía,
iluminando el recodo. El muchacho
rubio estaba sentado en un escalón, y lo
esperaba. Tenía un hatillo sobre el
regazo.
—Quitaos ese hábito —dijo en voz
baja—, y poneos estas ropas.
Bruno miró al muchacho, y luego el
atado que le tendía.
—¿Qué?
—De prisa —dijo el joven—. Daos
prisa.
Por un instante la piedra maciza
pareció oscilar bajo sus pies, como si el
edificio estuviera desmoronándose.
Temblando ligeramente se quitó el
hábito blanco y negro y las bastas
prendas interiores. El atado contenía
calzas, botas, jubón, camisa, todo dentro
de una capa. El muchacho permanecía
sentado en el peldaño superior, barbilla
en mano, y observaba al monje debatirse
con esas prendas desconocidas, tratando
de anudar las puntas con dedos
temblorosos. La capa, por último, larga
y con capucha. Yun cinto con una
faltriquera, y una pequeña daga. La
faltriquera era pesada.
—Escuchad —dijo el muchacho,
incorporándose—. Ahora escuchad y
recordad cuanto os diga.
Hablaba con voz dulce y clara,
cruzando un dedo índice contra el otro
cuando mencionaba un nombre, o
levantándolo admonitor. Trazó el
itinerario de Giordano, las calles y
portales y suburbios, los caminos del
norte, los pueblos y ciudades; Giordano,
vestido con ropas ajenas, lo oía todo, y
no lo olvidaría.
—Un doctor y su familia, allí —dijo
el muchacho—. Preguntadles, ellos
saben. Ellos os ayudarán.
—Mas cómo, cómo…
El joven sonrió y dijo;
—También ellos son giordanisti. A
su manera.
Por un momento se rió viendo a
Giordano sin su hábito, le asentó la capa
sobre los hombros, levantó la lámpara y,
a su lumbre, encabezó la marcha por una
escalera de caracol, hasta un corredor
estrecho y por él hasta una puerta de dos
batientes.
—Ahora —dijo.
Apoyó la lámpara en el suelo; asió
las argollas de la puerta, las hizo girar y
la puerta se abrió. Giordano Bruno se
encontró frente a una plazoleta
empedrada y desierta; una fuente
gorgoteaba en el centro; vio antorchas a
lo lejos en un callejón, y oyó risas
estridentes. El aire de la noche en su
rostro. La libertad. Por un momento,
permaneció inmóvil, mirando.
—Idos —dijo el muchacho.
—Pero. Pero.
—Fuera —dijo el muchacho, y
apoyó su bota blanda contra el trasero
encalzonado de Bruno y lo empujó; y las
puertas se cerraron ruidosas detrás de
él.
Ocho
No era un mundo pequeño: era
inmenso, como ensanchado hasta la
desmesura por los pasos infinitesimales
de un hombre que anduviera a pie, o por
un hombre a lomo de mula, o llevado en
una litera, o incluso a horcajadas de un
caballo veloz. El largo camino
proseguía interminable, una huella a
veces borrosa, casi perdida en pantanos
o montañas, pero que al fin volvía
siempre a aparecer. ¿De qué lado queda
Viterbo? ¿Siena? Otro río que vadear, un
bosque para cruzar (los ojos abiertos de
par en par, mirando a uno y otro lado,
los nudillos cerrados sobre la
empuñadura de la daga) siempre una
nueva ciudad amurallada adonde ir;
Siena, Vitello, Cecino; a un fatigado
caminante se le antoja la misma ciudad,
repetida una y otra vez, como ese único
grabado diminuto que en las geografías
significa indistintamente Nüremberg,
Wittemburg, París, Colonia: una cúpula,
otra cúpula, un castillo, una voluta de
humo, un pórtico, un pequeño viajero
aturdido y maravillado.
Fue hacia el norte al principio, todos
los herejes italianos iban al norte; en el
último de sus hitos romanos anudó el
primero de sus hitos toscanos, en el
último de sus hitos toscanos el primero
de los genoveses. Seguía las
instrucciones que le dieran e iba
pasando así de una a otra casa de
familia, de un refugio al siguiente, nunca
sin ayuda, y sin que lo asombrara en
demasía su buena fortuna: nunca había
sabido cómo era el mundo más allá de
Nola y de Nápoles, y no lo sorprendía
hallar en él los generosos benefactores
que encontraba.
Caminaba durante días y días para
ahorrar su dinero, y las nuevas calzas
que vestía le rozaban los muslos hasta
casi hacerlo llorar de irritación y dolor.
Lo único que hicieron los monjes a
favor del mundo alguna vez, fue inventar
una vestimenta razonable para el
hombre, y nadie salvo ellos la usaba.
No se atrevió a tomar un barco, y
someterse al escrutinio de los aduaneros
hasta que llegó a la nueva ciudad de
Livorno: porque Livorno era puerto
libre, y todas las nacionalidades
gozaban allí de plena libertad. Giordano
bajó a través de la ciudad hasta los
muelles, mirando a uno y otro lado,
maravillándose de los frontispicios
pintados de las casas que exhibían las
victorias de San Stefano sobre los
turcos, los episodios sucediéndose de la
fachada de una casa a la siguiente.
Un puerto libre. Libre. En sus
tiendas y candelerías, los judíos ejercían
su comercio sin la infamante insignia
amarilla; a la hora del cénit, un hombre
tocado con un turbante se asomaba a un
pequeño minarete y entonaba una larga
oración ininteligible: pues hasta a los
otomanos se les permitía tener una
mezquita para sus fieles. Pero en el
mercado los capitanes de barco de
numerosas naciones se reunían a
regatear el precio de los galeotes que
allí se exhibían para la venta; porque
Livorno era también el gran mercado de
esclavos del mundo cristiano y, al paso
de Bruno, moros, negros, turcos,
griegos, una humanidad bárbara y
tumultuosa (algunos durmiendo, otros
gimiendo en sus cadenas) era comprada
y vendida. Siguiendo el mapa mental que
le había trazado el rubio joven del
Vaticano, dio con el muelle preciso,
pronunció el nombre indicado y, casi
incapaz de no llorar a gritos de
asombro, de júbilo y temor, fue
conducido a una larga y estrecha faluca
que estaba a punto de hacerse a la mar:
Avanti, signor. Avanti.
La faluca remontó, veloz, la costa,
haciendo frecuentes escalas para cargar
y descargar una infinita variedad de
mercancías, cascos de aceites y vino,
muebles, fardos de lienzo, sacas de
cartas, pasajeros, una jaula de
arrullantes palomas. (Años después, en
la cárcel, Bruno pasaría a veces el
tiempo tratando de reconstruir la lista
completa, los cascos, las cajas, la gente,
los puertos). Los quejumbrosos galeotes
parecían idiotizados por el ritmo de sus
remos, cegados por el sol; a mediodía,
la nave hizo escala en un puerto sin
nombre, y los remeros se durmieron en
sus puestos, a la sombra de las velas
latinas; sus cuerpos, de colores
diversos, brillaban de sudor.
Giordano Bruno, nolano, apoyó la
cabeza sobre su morral, y no durmió.
Genova, una ciudad de palacios e
iglesias, orgullosa y alegre. Subió desde
el puerto, a lo largo de avenidas
flanqueadas de palacios, palacios a
medio construir, o reconstruidos a
medias, distintos todos. Iba tomando las
calles, las derechas e izquierdas que
guardaba en la memoria; encontró un
portal abovedado que daba a los
jardines de un palazzo, cruzó una
geométrica plaza de juegos, avanzó entre
filas de oscuras bestias de topiario
(centauro, esfinge) hasta una gruta donde
canturreaba el agua; allí encontró al
hombre a quien lo habían encomendado,
el dueño de esos jardines, que estaba
supervisando la instalación de una obra
hidráulica en el interior de la gruta.
A este hombre le dijo la frase que
había aprendido de memoria, una breve
cortesía sin sentido, pero extraña. El
rostro del hombre no se inmutó, pero
tendió su mano a Bruno.
—Sí —dijo—. Sí. Ya veo.
Bienvenido.
Condujo a Bruno por el interior de
la húmeda y fría caracola de la gruta,
recamada de piedras relucientes,
trocitos de espejo, conchillas, cristales.
Una estatua de plomo había sido
instalada en lo alto del estanque de
mármol; los obreros trajinaban con los
tubos que entraban y salían de ella, pero
el dios no reparaba en ellos, sólo
miraba a Giordano desde su altura, las
arqueadas cejas desdeñosas y sapientes,
cruzadas las patas de macho cabrío.
—Pan —dijo el jardinero.
—Sí.
—Y con el agua, que sube por estas
tuberías y que circula por aquí, y luego
por aquí, Pan hará sonar sus flautas. La
siringa.
Miró intensamente a Bruno con
aquellos ojos cenicientos, claros en su
curtido rostro de hortelano.
—Magia naturalis, —dijo,
sonriendo como su Pan.
—Sí —dijo Bruno.
Los artesanos abrieron los grifos; un
aullido espectral resonó en la gruta.
Bruno se estremeció. El acuatecto le
tomó la muñeca, V Bruno vio que
llevaba en la recia mano morena un
anillo de oro, un anillo de sello con una
curiosa figura grabada.
—Ahora, venid —dijo—. Venid a
mi albergue y decidme qué necesitáis.

Durante algunos días fue alojado y


alimentado en Genova; luego fue
confiado a la familia de un doctor, en la
ciudad genovesa de Noli, y se consiguió
para él un puesto en la pequeña y
desastrada accademia, pronunciando
conferencias para que instruyera a quien
deseara escucharlo sobre la Esfera de
Sacrobosco.
—¿Habéis viajado mucho? —
preguntóle durante la cena el doctor que
lo había acogido.
—No.
—Ah.
El doctor le alcanzó el vino.
—Debería decir sí —dijo Giordano
—. He viajado infinitamente. En mi
mente.
—Ajá —dijo el doctor, sin una
sonrisa—. En vuestra mente.
Sus clases de astronomía al
principio eran más bien elementales,
geometría esférica, los coluros y
ecuadores, Giordano no se sentía
demasiado a gusto con esos temas.
Luego empezó a explayarse sobre
Ceceo, y el número y el nivel de quienes
asistían a escucharlo se elevó, su fama
cundía. Sólo unos pocos meses habían
pasado, cuando el doctor fue a verlo en
su pequeña alcoba, y le dijo que sería
mejor que prosiguiera su viaje.
—¿Por qué?
—El viajar enriquece —dijo el
doctor—. El viajar no sólo con la mente.
—Pero.
—Habéis llamado la atención —dijo
el doctor—. Nuestra pequeña ciudad no
suele caer bajo la mirada del Santo
Oficio, mas vos habéis atraído su
atención.
—Sólo he dicho la verdad —dijo
Giordano, poniéndose de pie—. La
verdad.
El doctor alzó una mano para
serenarlo.
—Será mejor que partáis después de
que se haya puesto la luna. A esa hora
vendré a despertaros.
Otra vez un patio dormido, otra vez
un morral lleno de pan, una bolsa con
dinero, un libro. La noche. Una frontera
que cruzar. Era un mundo plagado de
peligros; y a todos ellos se hallaba
expuesto un joven peregrino, con un
hábito de monje en el morral y una
cabeza rebosante de ideas, no habituado
a callar.
No podía ir hacia el sur. Y en el
norte, en el español reino de Milán, la
Inquisición estaba en plena actividad, y
el soldado español, el tercio, montaba
guardia —sonriente y muy
probablemente ebrio— en todos los
caminos que Giordano podía tomar.
Giordano había conocido al tercio toda
su vida; se había reído de él en las
commedie de su antigua ciudad: el
Capitano Sangre-y-Fuego; El
Cocodrilo, el eterno soldado
pendenciero, arrogante y colérico, sólo
leal a un honor hispano incomprensible
para el resto del mundo y a una Iglesia
Católica cuyos preceptos morales Bruno
desdeñaba. Matar, a los herejes —y a
sus servidores e hijos, si fuera
necesario, y los bueyes y gansos para su
subsistencia— era la razón de la vida
del tercio; y además de eso, beber, y
mentir, y desfogarse con las mujeres.
Las muchachas milanesas no salían de
sus casas, cerradas a cal y canto, ni
siquiera para ir a la misa.
De modo que el signar Bruno (con
la nueva espada en el flanco) se
encaminó hacia el oeste, bordeando las
fronteras milanesas, y llegó a Turín, en
el reino de Saboya: que era tan
Habsburgo como Milán, pero al menos
no español, habiendo caído bajo el
dominio del Sacro Imperio Romano
cuando el viejo rey Carlos partiera en
dos su vasta herencia, mitad para Felipe
de España, mitad para Maximiliano de
Austria. En Turín, Giordano enseñó
gramática Latina a los niños, hasta que
no pudo soportarlo más; entonces
empacó sus libros, sus papeles, su
hábito, y adelantándose un paso a los
padres que le habían pagado las clases
por anticipado, consiguió una plaza en
un carguero que transportaba madera
alpina y que se dirigía, aguas abajo,
hacia el Po. El Po iba al este hacia
Venecia. Y allí fue Bruno.

Se hubiera dicho que en aquellos


años medio mundo estaba de mudanza,
puesto en fuga por el otro medio. De
escaque en escaque, los tercios cruzaban
y recruzaban el tablero de ajedrez de las
posesiones de los Habsburgo,
acantonándose en las casas de familia de
Nápoles y Milán; saqueando los
almacenes de los mercaderes
protestantes de Amberes (que
empacaban sus bienes en baúles y huían
rumbo a Amsterdam y Ginebra);
reclutados por la Armada y embarcados
con destino al Nuevo Mundo,
asesinando indios, que no tenían alma, y
buscando El Dorado en Guinea y Brasil;
combatiendo con los turcos en
Transilvania y Creta, manteniendo
abiertas las puertas de un corredor
hispano desde Sicilia hasta el Báltico,
poniendo en fuga como a liebres a los
pobladores de todo lugar por donde
pasaban.
Pero había otros ejércitos en marcha
que tampoco reconocían fronteras, ni las
geográficas ni las del corazón humano;
fuerzas que, del mismo modo, no
admitían ningún compromiso; no podían
ni siquiera concebirlo.
—Salen de Ginebra con libros
ocultos en el doble fondo de sus arcones
—dijo el pasajero enjuto sentado junto a
Giordano sobre los troncos—. Llegan
auna ciudad y nunca se dan a conocer.
Son mercaderes, agentes, orfebres,
impresores. Empiezan por atraer a los
otros con una prédica secreta: un padre
de familia que trae consigo a su esposa,
a sus hijos, a sus sirvientes. De esta
forma se establecen numerosas
congregaciones pequeñas como las
celdas de las abejas, conectadas entre sí
pero aisladas una de otra, si una es
descubierta y desmantelada, no tiene
importancia: las demás se mantienen
intactas. Sólo conocen los nombres de
quienes conviven con ellos, de modo
que en la tortura no pueden arrancarles
los nombres de otros. Y así van
medrando en secreto, como gusanos en
el corazón de un fruto, hasta que un día
son suficientemente numerosos; entonces
salen a la luz, el fruto estalla para
mostrar la bullente masa que contiene.
La ciudad cae en su poder. Exactamente
así.
—¿Cómo es que sabéis tanto acerca
de ellos? —le preguntó Giordano,
irritado.
—En Francia —respondió el
hombre enjuto— los hugonotes, que es
otro de los nombres que ellos usan,
están ahora debatiendo si se justifica
que los creyentes den muerte a un
monarca que los oprime. Matar a un
monarca. ¿Y por qué no al Papa,
entonces? ¿Y por qué no, otra vez, al
propio Jesucristo?
—Hura —dijo Giordano.
Fingió dormir. Las riberas,
tumultuosas de gentes y carruajes,
pasaban a su vera, o él a la vera de
ellas. Más tarde vio al hombre enjuto
sacar de entre sus ropas y abrir un libro
negro, que Giordano reconoció; sus
labios se movían al leer, y su mano, de
tanto en tanto, trazaba una cruz sobre su
pecho.
Eran soldados, sí, y también en
movimiento: la Compañía de Jesús,
soldados leales a ninguna corona, a
ningún obispo, a ningún territorio;
tampoco ellos, como los ginebrinos,
creían que la Iglesia de Cristo pudiera
ser divisible, y en todo resquicio, desde
Escocia hasta Macao, allí estaban ellos.
Ellos eran capaces de apuñalar a un
monarca, Giordano estaba seguro: o de
pagar a alguien para que lo apuñalara.
Eran capaces, sí. Ya lo habían hecho.
En Venecia volvió a encontrar
ayuda: un nombre que conocía lo
condujo a otro nombre, y ése a un
erudito, que tenía un cuarto disponible.
Allí había una academia, donde él
podría enseñar, dinero para libros.
Disertó sobre el Ars memoriae e
hizo correr la voz de que había huido de
un monasterio dominico; su orden
gozaba desde antiguo de la fama de
dominar las poderosas artes de la
memoria. A sus estudiantes de la
academia les parecía —como les
parecería a muchos otros en adelante—
que poseía un secreto que podía
impartir, un secreto que le había costado
no poco conocer, si ellos estaban
dispuestos a escucharlo en silencio y
con paciencia. Atraía vastos auditorios,
no siempre favorables. Perdió —
abandonó, repudió, en contados
momentos maravillosos— su antigua
virginidad, a bordo de una góndola
entoldada que se mecía sobre el
Adriático, una noche de otoño.
Sus poderes continuaban creciendo.
Si le ofrecían una moneda falsa —no un
ducado de plata, sino vidrio fundido
plateado con mercurio— sus dedos
reconocían la diferencia. Mercurio,
tramposo y ladrón, locuaz y risueño, su
propio Hermes, su contacto quemaba; la
plata, el metal de la luna, era líquido y
frío. Si recurría a Venus, si soplaba
sobre Venus en su interior como quien
aviva una brasa, eran otros sus poderes:
las mujeres se volvían para mirarlo, los
hombres le cedían el paso, no había en
él titubeo alguno cuando era preciso
musitar palabras en una oreja pequeña y
rosada, a la hora de quitarse las
máscaras, negra y festoneada la de ella,
blanca y narilarga la suya.
(Descubrió, después de tales
batallas, mientras yacía, sosegado y
radiante al lado de una mujer dormida,
que algo se liberaba dentro de él.
Durante unos minutos o una hora,
percibió el contenido apretado de su
conciencia en movimiento: fluían a la
par lo semejante con lo semejante, fila
sobre fila, como los distintos
escuadrones de un ejército, caballería e
infantería, artillería, piqueros, fusileros:
cada cuerpo con sus llamativos birretes
y guerreras, todos al mando de los
distintos capitanes que él les asignara,
las Razones del Mundo; y como general,
el dios Omniformo. Y pensaba entonces:
existe en el universo una sola cosa, y esa
cosa es el Devenir. El interminable,
intemporal e incesante Devenir, la
generación infinita ramificándose de las
ideas que habitan en la mente de Dios y
proyectando esas brillantes sombras
movedizas en su propia alma —y
coloreadas, todas coloreadas, porque si
en su alma las sombras no eran
coloreadas, entonces, nada lo es—. En
un agrazo veneciano, la última noche de
la festividad del Redentore, escuchando
la suave respiración junto a él y el
distante rumor de las juergas.
Observando las pulsaciones en su
interior y el centelleo de las crestas de
plata de las pequeñas olas del mar en su
incesante Devenir).
Venecia, bajo la lluvia, navegaba en
sus inmensas lagunas cual un Arca de
Noé (así la describió en un soneto)
transportando a bordo todas las
especies, una pareja de cada una.
Venecia era indulgente: aquí un hombre
podía vivir, y pensar. En los tenderetes
de libros que rodeaban la picaza San
Marco, en medio de los tiznados
almanaques y libros de profecías,
panfletos y novelle, descubría obras que
conocía de nombre desde hacía mucho
tiempo, pero que nunca había visto en
forma de libro. Iámblico sobre los
Misterios. Agrippa, De occulta
philosophia. Aquí estaban los delirantes
himnos de Orfeo al Sol, que se cantaban
en la joven edad del mundo. Allí estaba
el Ars magna de Ramón Llull, un arte de
la memoria semejante al suyo, mas no
idéntico al suyo; lo observó con interés,
las ramificaciones de sus árboles, las
escaleras ascendentes, las ruedas dentro
de ruedas.
¿Quiénes estaban publicando
nuevamente todas esas cosas? ¿Cómo
sabían que él las necesitaba? ¿Por qué
veía libros como éstos en las imprentas
y en los anaqueles de los generosos
doctores y eruditos que le daban
albergue? Alzó los ojos de la página
para ver al librero, acodado sobre el
dorso de su arcón de libros, las mejillas
entre las manos, sonriéndole. Llevaba en
el dedo una sortija de oro, una sortija
con el mismo curioso grabado que el
jardinero de Genova:

Viendo a Bruno desconcertado y


vacilante, el librero puso delante de él
un grueso volumen impreso en
Alemania, cosido pero no encuadernado,
protegido por cubiertas de pergamino.
Lo abrió en la página de la portada.
—Cosmografía —dijo el librero.
El libro era De la revolución, de los
orbes celestes, y su autor era Nicolás
Copérnico, de Polonia.
Copérnico. Ése era otro nombre que
Giordano conocía, un personaje
ridiculizado en las aulas de su escuela
napolitana, el hombre que para explicar
los movimientos celestes había puesto a
la sólida Tierra a girar y tambalearse
alrededor de las esferas. A Giordano se
le había antojado un personaje casi
imaginario, pero aquí estaba su libro.
Nüremberg, A.D. 1547. Dedicado al
Papa. Giordano empezó a volver las
grandes páginas.

Saturno, la primera de las estrellas


errantes, completa su ciclo en treinta
años. La sigue Júpiter, que cumple una
revolución duodecenial. Luego Marte,
que da una vuelta entera cada dos
años. El cuarto lugar (como hemos
dicho) lo ocupa la revolución anual de
la Tierra, que lleva consigo, como
epiciclo, el círculo orbital de la Luna.

Bruno había empezado a


experimentar una sensación muy extraña.
Era como si a medida que leía las
posiciones que Copérnico atribuía a
cada planeta, esos mismos planetas de la
esfera celeste que él guardaba en su
interior (y sus dioses y espíritus
tutelares) fueran abriendo los ojos y
desplazándose a los sitios que les
correspondían. Y luego la Tierra y
cuanto ella contenía, desplazándose a su
vez.

En el quinto lugar Venus, que


completa su revolución en siete meses y
medio. El sexto y último lugar lo ocupa
Mercurio, que da una vuelta entera en
ochenta y ocho días. Pero en el centro
de todo descansa el Sol.

Como si, obedeciendo a una señal,


todas las guglie de su sistema
memorístico se hubieran erguido y
puesto en movimiento —un movimiento
que siempre habían tenido
potencialmente, un movimiento sin el
cual estarían dormidas o detenidas como
un reloj sin cuerda—. Giordano se echó
a reír. Desde la picaza centelleante, más
allá de la arcada, una bandada de
palomas se remontó en vuelo, flameando
repentinamente como una bandera
agitada por el viento: la visión de la
plaza se desmenuzó en un instante en mil
partículas volátiles, cuerpos flotantes
lanzados a través de la oscura arcada,
de nuevo hacia la luz, incitando a otros a
volar.
Alas. Se ha remontado el vuelo.
¿Y si fuera así? ¿Y si realmente
fuera así?
—Copérnico dice —susurró el
librero—, dice que no es un nuevo saber
lo que ha descubierto. Es un saber
antiguo que él ha vuelto a sacar a la luz.
Pitágoras. Zoroastro. Ægypto. Eso dice.

Y quién colocaría la lámpara de


éste, el más magnífico de los templos,
en cualquier otro lugar, quién podría
encontrar mejor sitio para ella que allí
desde donde puede iluminar a un
mismo tiempo todo cuanto existe. Es
por ello que algunos, no sin razón, la
han llamado la Linterna del Mundo,
otros la Mente, otros el Timonel. Y
Trismegisto la llama «Dios visible».
El librero había apoyado
suavemente las manos sobre el libro,
para retirarlo, pero Giordano se resistía
a devolverlo.
—No tengo dinero ahora —dijo—.
Pero.
—Sin dinero no hay Cosmografía.
Giordano le dio el nombre y la
dirección de la casa donde se alojaba.
—Enviadlo allí —dijo—. Os será
pagado, os lo prometo, os…
El librero sonrió.
—Conozco al hombre —dijo—.
Llevádselo. Con mis respetos. Lo
cargaré en su cuenta.
Soltó el libro.
¿Qué glifo era ese que usaba?
Giordano llevó consigo a Copérnico
por las calles lluviosas, abrigándolo
bajo su capa como si fuera un bebé.
En la primavera supo que la
Inquisición veneciana, tan lenta para
actuar, había puesto al fin sus ojos en él.
Los espías habían denunciado sus clases
y sus alardes. El librero de la piazza
cerró su tienda. Para entonces, el viejo
hábito dominico de Giordano constituía
un disfraz mejor que las calzas y la
espada de signore; de modo que el
doctor le cortó el pelo, lo instaló en su
propia góndola, en el muelle, y le deseó
suerte. Hacia el este, sólo los turcos.
Frater Jordanus cobijó las manos en las
mangas y partió una vez más rumbo al
oeste.
—Pierce —dijo Rosie—. Tengo que
irme.

Pierce, agigantado, fantasmal en el


estudio minúsculo de Kraft, dio una
media vuelta en la silla giratoria, como
alguien sorprendido en falta.
—¿Ya?
—Tengo bocas que alimentar —dijo
ella. Él la miraba fijo, aunque tal vez sin
verla. Apoyada en el quicio de la puerta,
abrazando un montón de papeles de
Kraft, cartas de tiempos pasados para
que Boney las examinara, Rosie se
preguntó si sería una expresión como
ésa la que ella tenía cuando le
interrumpían de golpe en las lecturas
con que se evadía. Ese aire ausente,
desolado, ciego.
—¿De acuerdo?
—¿Cómo?
—Si estás cerca de un punto y aparte
o algo así —dijo ella—. Pronto.
—Sí —dijo él—. Sí. —Y reanudó la
lectura. Una pequeña pila de hojas a su
izquierda, una grande a su derecha.
Apoyó la barbilla en el hueco de la
mano y suspiró.
—Ha dejado de llover —dijo Rosie.
Mientras Pierce leía, su antiguo
profesor Frank Walker Barr, en Noate,
de pie delante de su seminario para
estudiantes del último curso de Historia
de la Historia, sin interrumpir su
disertación, abría las ventanas del aula;
porque la lluvia que había cesado en las
Lejanas había cesado también aquí y el
sol resplandecía.
—¿Qué es, entonces, lo que otorga
sentido a los relatos históricos? —
preguntó por última vez en el semestre
—. ¿Cuál es la diferencia entre una
historia y un mero recuento de hechos,
nombres y acontecimientos? —Había
cogido del rincón la larga vara de roble
con un gancho de bronce en el extremo y
ahora lo insertaba en las arandelas de
bronce expresamente dispuestas en el
marco de las ventanas para hacerlas
bajar. Muchos recordaban a sus
maestros de la escuela primaria
ocupados en la misma operación en
aulas pretéritas, y observaban a Barr
con interés.
»Lo que podríamos hacer, para
concluir —prosiguió Barr—, es tratar
de imaginar cómo emerge el sentido en
otros tipos de relatos o narraciones. —
El gancho se insertó en el agujero de la
última ventana que miraba al oeste—. A
mí me parece que lo que otorga un
sentido a los cuentos populares o a las
leyendas (estamos pensando en algo así
como Nibelungen lied o la Mort
d’Arthur), no es tanto el desarrollo
lógico como la repetición temática, las
mismas ideas o acontecimientos, o
incluso los mismos objetos, recurriendo,
en distintas circunstancias; o diferentes
objetos, en circunstancias similares.
La ventana que trataba de bajar
volvió a abrirse, dando paso a una
multitud de brisas que habían estado
pujando por entrar.
—Un héroe se pone en camino —
dijo Barr, sin volverse hacia sus
alumnos, de frente al patio deslumbrante
y al aire—. En busca de un tesoro, o
para liberar a su amada, o para tomar
posesión de un castillo o encontrar un
jardín. Cada incidente, cada aventura
que le sale al paso en su gesta, es el
tesoro o la bienamada, el castillo o el
jardín, repetidos en diferentes formas,
como un juego de cajas chinas, cada una
de ellas sin embargo igual de grande o
no más pequeña que todas las demás.
Las historias intercaladas que le hacen
escuchar sólo le narran de otra manera
su propia historia. Esta pauta continúa
hasta que emerge una especie de certeza,
una seguridad de que la historia ha sido
relatada el suficiente número de veces
como para que parezca al fin que ha sido
realmente narrada. Y en los antiguos
romances, a menudo la historia se
interrumpe precisamente entonces o pasa
a otros temas.
»Trama, desarrollo lógico,
conclusiones preparadas por
introducciones, o implícitas en las
premisas de una historia, el desenlace
lógico como vehículo del significado,
todo cuanto es posterior, no
necesariamente posterior en el tiempo,
sino que pertenece a una especie
posterior y más sofisticada de literatura.
Hay ejemplos interesantes de obras
intermedias, como The Faerie Queene,
obras que postulan una trama titánica,
una simetría de estructura casi
matemática, y nunca la concluyen: no
necesitan concluirla nunca, porque son
en lo profundo obras de la antigua
especie, y el modelo ya ha emergido en
ellas a satisfacción, el sabor ya está allí.
»Ahora bien ¿tiene todo esto alguna
utilidad para nosotros? ¿Es el sentido,
en la historia, algo así como la solución
de una ecuación, o un sabor repetido?
¿Ha de ser resuelto, o saboreado?
Giró hasta quedar de frente a ellos.
—¿Es todo esto una parábola? ¿No
habré hecho yo otra cosa que repetir
nuestro seminario, de distinta manera?
El aire del aula había sido
desplazado ahora por las brisas
saturadas de junio, cualquier cosa que
fuesen, algo más pesado que el calor, el
olor o el vapor. Era el último día de
clase.
—¿No? —dijo, observando las
caras apacibles, ya ausentes, y tampoco
eso era de extrañar—. ¿Sí? ¿No? ¿Tal
vez?
Nueve
Al alejarse de Turín hacia el oeste y
el norte, los caminos se encaramaban en
las montañas, trepando rápidamente en
dirección a los pasos del Pequeño San
Bernardo y el monte Cenis; y desde la
Piazza del Castello se desovillaba,
cuesta arriba, una interminable caravana
de carretas, carretones, mulas y
hombres, que transportaban correo,
noticias, joyas y dinero en metálico
(bien escondidos en las alforjas, o
cosidos a los forros de los jubones de
los mercaderes, no declarados en las
posadas y aduanas), y artículos de lujo
del comercio levantino y asiático, lo
suficientemente valiosos para que el
cruce de frontera resultara rentable:
plumas de avestruz, drogas, sedas,
orfebrería. Los proscritos, los fugitivos
y los espías, los frailes y la gente del
pueblo, cruzaban los Alpes a pie; los
señores eran transportados en literas,
protegidos por un séquito de rechinante
soldadesca.
El camino elegido, rumbo a la alta
Saboya, subía en exuberantes praderas
consteladas de flores y se internaba por
fin en una floresta de oscuros abetos; a
la vera de ríos ahora turbulentos y
peligrosos; entre amenazantes barrancos
donde aún se hundía la nieve. Nieve:
Giordano recogió un puñado y se lo
llevó a los labios. Oyó que alguien
decía que, por beber continuamente el
agua del deshielo, los nativos de
aquellas montañas —los hombres
fornidos y retacones y las mujeres de
largos brazos, cuyas cabañas se
sostenían a duras penas en las puntas de
los riscos, cuyas ovejas danzaban de
escarpa en escarpa— contraían a
menudo esa enfermedad repugnante, el
bocio.
Giordano suponía que esas montañas
debían de ser también la morada de las
brujas, las brujas que con tan implacable
ferocidad perseguían sus hermanos
dominicos; las historias de los
cazadores de brujas, de sus riesgos y sus
triunfos, era la comidilla de los
conventos dominicos. En el fondo de
esas profundas quebradas, tal vez; en
aquellas negras bocas de cavernas; en
aquellas chozas, bajo esos techos
cómicamente cubiertos de espesa nieve,
un soplo del humo oscuro de sus
chimeneas. Pensó que acaso debiera ir
en su busca, y convivir con ellas.
Levantar vientos, y volar. Un viento
áspero y racheado se levantó en ese
instante, y algunos copos de nieve
revolotearon en él como si fueran
ascuas.
Esa misma noche, en la fría celda
para huéspedes que le asignaron en un
hospicio dominico del Val Susa,
permaneció despierto hasta casi el
amanecer, entre Maitines y Prima,
recordando Nola.
El Hermano Teófilo le había dicho
que la Tierra no era plana como un
plato, sino redonda como una naranja;
parecía natural que Teófilo supiera esto,
redondo como él mismo era. Giordano
lo escuchaba; observaba cómo el fraile
dibujaba, con la punta carbonizada de
una vara, el círculo del mundo y los
contornos de las tierras que había en él,
un mappamundi, y con eso le bastaba.
Teófilo no sabía que el mundo redondo
que Giordano había concebido al
instante, y al que había asentido cuando
Teófilo lo dibujaba, era una esfera
hueca, y contenía las tierras y las gentes,
las montañas y los ríos y el aire, del
mismo modo que una naranja contiene su
pulpa; a los ojos del niño, lo que Teófilo
había dibujado no era otra cosa que la
superficie exterior, moteada como un
huevo de perdiz, la visión que Dios
tenía. Dentro estaba la tierra que
nosotros vemos. En la mitad inferior se
extendían los campos y los viñedos, las
montañas trepaban por las paredes
curvas; el cielo era el interior de la
cúpula, en el que estaban engarzados el
sol y las estrellas.
Bruno reía, recordando; enlazó las
manos por detrás de la cabeza.
Cuando Teófilo comprendió por fin
qué clase de mundo había imaginado
Giordano, comenzó la batalla. El mundo
de Giordano era tan redondo como el de
Teófilo, y parecía más lógico; era a su
entender tan obvio, tan real, que tardó
algún tiempo en darse cuenta de por qué
se reía Teófilo, y por qué luego se
sulfuraba; y cuando por fin lo
comprendió, las dificultades le
parecieron abrumadoras: ¿qué retenía
dentro de la corteza la luz y el aire?
¿Cómo podíamos vivir nosotros
suspendidos en la nada? ¿Por qué la
gente de las antípodas no se caía y
seguía cayendo eternamente? Era
absurdo.
Entonces, un día glorioso, cuando
comía una naranja entre los despojos
invernales del jardín, dio vuelta —una
sensación como de nudillos que crujen o
de ojos que bizquean recorrió todo su
ser—, dio vuelta al mundo, de dentro
hacia fuera, como la corteza de la
naranja que estaba mondando; y las
montañas todas y los ríos, los viñedos y
las alquerías y las iglesias, se dieron
vuelta con él. El sol y las estrellas
volaron a lo alto, para llenar la nada en
que habitaba Dios. El mundo estaba
fuera de sí mismo. El mundo era
redondo.
Suavemente, a través del hospicio de
Susa la grave campana resonó llamando
a Prima.
Aquello, esa sensación del mundo
volviéndose de dentro hacia fuera, como
la corteza de una naranja, era lo que
había experimentado aquel día, de pie
bajo la lluvia, en Venecia, frente al
tenderete del librero de la extraña
sortija: eso era lo que le había hecho
reír.
Si él ponía en movimiento el centro
del universo ¿qué sucedía entonces con
su circunferencia? Si volvía las esferas
exteriores hacia dentro ¿qué sucedía con
las esferas? En el centro del antiguo
Universo había estado la Tierra, en el
centro de la Tierra él, en su centro las
esferas celestiales que él había
construido dentro de él, en el centro de
éstas…
Si daba vuelta de dentro hacia fuera
al pequeño universo que había
construido en su interior ¿qué sucedería
entonces con el que estaba fuera de él?
Oyó las sandalias del postulante,
cuya tarea consistía en despertar a los
monjes para la oración. Las sandalias se
aproximaron a su celda, el postulante
llamó a su puerta y siguió camino,
golpeando en cada puerta: Oremus,
fratres.
Todavía nevaba en el aire
primaveral cuando la caravana a la que
Giordano se había incorporado reanudó
su ascenso a través de Novalese, hasta
el monte Genis. Los viajeros que
descendían de la cumbre se deslizaban
en trineos, un fornido marron tirando
adelante con una correa en bandolera, y
otro atrás con un bastón alpino para
timonear; por el resbaladizo sendero
volaban los trineos, los marrones
estoicos, los extranjeros envueltos en
pieles con los ojos dilatados de terror.
Durante todo el día la nieve siguió
desmadejándose desde las cumbres; los
carretones, empantanados, empezaban a
obstruir la senda, las pequeñas mulas
tercas hundidas en la nieve hasta las
corvas. Giordano, aterrorizado y
exultante, sentía diluirse en ella sus
sentidos.
La caravana hizo por fin un alto en
una aldea de carreteros a corta distancia
del Paso. Expertamente, los aldeanos
hicieron sitio entre ellos para todos los
viajeros, cada recoveco podía alojar a
un durmiente; los animales fueron
encerrados en los establos y los
carretones cubiertos con lonas.
Giordano pagó un alto precio por un
tazón de leche, pan y una parcela de
jergón relleno de crujientes hojas de
haya, no lejos de donde ardía el fuego.
Era noche aún, cuando despertó en
medio de los roncadores. La posada era
una cueva sin luz. Giordano salió con
dificultad de la pila en la que estaba
escondido, y recogió de un tirón una
manta de pieles; la envolvió alrededor
de su cuerpo por encima de su hábito de
monje y —esquivando, contorneando y a
veces pisando a perros y niños que
dormían en el suelo— encontró una
puerta para salir.
El aire era prodigioso, tan sereno
como si fuera un puro cristal, corrosivo
en su nariz y su garganta. La tormenta
había pasado y el cielo estaba claro,
más claro de lo que él había imaginado
que pudiera estar: era como estar
levitando en las alturas, lejos de la
tierra, y dentro de la esfera del aire
mismo. Su aliento cálido flotaba delante
de su rostro en una nubécula. Se ciñó al
cuerpo la sotana y dos pieles, y salió al
patio; sus pies envueltos en harapos
dejaban tras de él agujeros negros como
charcas en la nieve a la luz de las
estrellas.
Pero si Copérnico tenía razón ¿había
en verdad una esfera de aire flotando
por encima de la Tierra? La antigua
Tierra de Aristóteles, negra, espesa y
degradada, amontonada en el fondo de la
creación dentro de esferas más puras de
agua, aire, fuego. Todo cuanto era más
ligero —chispas, almas— se elevaba.
Pero Copérnico decía que la Tierra
misma se elevaba, más ligera que el
aire, y salía a navegar, entonces, ¿hacia
qué lado es arriba?
El corazón no le cabía en el pecho.
En el cielo sin luna, las estrellas y los
planetas miraban hacia abajo, o
desviaban la mirada, y brillaban.
Brillaban. Ahí estaba la gran silla de
Casiopea. La Lira. El Dragón. La Osa,
de pie sobre su cola, mirando hacia la
estrella Boreal alrededor de la cual
giraban los cielos. Sólo que no giraban.
La octava esfera de estrellas sólo
parecía girar porque la tierra daba una
vuelta entera una vez al día girando
sobre su dedo gordo como un
arlecchino.
Tal vez no hubiera una octava esfera.
Con un sonido de no-ser, una especie
de inspiración profunda que reverberó
en un tintineo de cristales, la octava
esfera dejó de existir. Las estrellas,
liberadas, se alejaron veloces de la
tierra, y unas de otras; las más pequeñas
(que se alejaban más veloces aún) tal
vez no fueran más pequeñas: sólo
estarían más distantes. ¡Sí! Y acaso
habría —¡tenía que haber!— otras
demasiado lejanas para que se las
pudiera siquiera divisar.
Su corazón, henchido de la fría luz
de las estrellas, parecía a punto de
estallar. La Vía Láctea, ese polvo que
parecía de nieve, podía no ser más que
otras estrellas, demasiado lejanas para
que el ojo pudiera distinguir una de otra,
así como la bruma azul de un viñedo
lejano, no es sino la totalidad de los
henchidos pámpanos de la uva vistos a
la vez a la distancia. Pero ¿a qué
distancia?
¿Qué podía demarcar el límite?
¿Qué razón podía haber para que no
fueran infinitas?
Infinitas, decía Lucrecio, quien no
pudo imaginar ninguna razón. Un círculo
decía El Cusano: un círculo cuyo centro
está en todas partes, y su circunferencia
en ninguna.
No. El Cusano sólo había dicho eso
respecto de Dios. Era él, Giordano
Bruno, quien lo decía ahora de la
creación de Dios, la sombra de Dios que
era el Universo. Porque si las estrellas
no eran infinitas, Dios no era Dios.
Para él, la mirada vuelta hacíalo
alto, no sólo era claro, tan claro como el
aire de la noche; era obvio, como si lo
hubiese sabido siempre, y nunca lo
hubiera expresado en voz alta. Infinito.
Sentía que esa infinitud llamaba a las
puertas de su corazón y de sus ojos, y
que otra infinitud le respondía dentro de
él, porque si el universo exterior era
infinito, también debía de serlo el
alojado en su interior. Infinito. Movió
los pies helados en la nieve, y regresó al
hostal. Los pequeños póneys coceaban
en sus corrales, resoplando nubes
blancas, las hirsutas melenas
empolvadas de escarcha. En las
ventanas del hostal titilaban las bujías, y
un humo sarroso salpicado de chispas se
elevaba desde la chimenea; alguien se
reía en el interior. Despertaos.
El paso de montaña no quedaba
lejos de la aldea. El cielo apenas
empezaba a palidecer, las estrellas más
tenues, o las más lejanas, habían
desaparecido ya cuando la caravana
comenzó a ascender, bamboleándose por
el sendero que conducía a la cima. Las
inmensas manchas de oscuridad sin
estrellas a ambos lados del camino no
eran cielo, sino las montañas, que se
perfilaban, repentinamente claras como
si despertaran de un sueño y se
levantaran. Entre ellas, en el azur, se
encendieron los luceros del alba.
Mercurio. Venus. Empapado hasta las
rodillas de nieve derretida, Giordano
trepaba hacia ellas.
También la Tierra era una estrella
como lo eran ellas, y los seres brillantes
que las habitaban, no era una piedra lo
que veían al mirarla sino otra estrella
como ellas, rutilante a la luz del sol.
Giordano las saludó: Hermano.
Hermana. Un canturreo extraño,
insonoro, parecía llenar sus oídos y todo
su ser, como si el alba misma quisiera
despuntar con una música continua,
irreversible. La estrella que Bruno
tripulaba derivaba sin ton ni son en
dirección al sol, con todos a bordo, los
imperturbables carreteros enanos, las
sillas, los anímales y hombres; Bruno
reía, reía del impulso que había sentido
de dejarse caer y aferrarse con manos y
rodillas a la esfera, surcando el
firmamento como una exhalación.
Infinitas.
Te haces igual a las estrellas si
sabes que tu madre Tierra también es
una estrella; te elevas a través de las
esferas, no abandonando la tierra, sino
navegándola: sabiendo que ella navega.
En las blancas y erguidas cabezas de
los picos brillaba el sol, pero la nieve
del Paso todavía era azul. A Giordano le
habían enseñado que en las montañas
más altas el aire es eternamente sereno,
pero aquí los vientos del amanecer
zarandeaban los pliegues de sus túnicas,
y desde las cimas rutilantes, celajes de
nieve flameaban lentamente, como
banderas. Cada pico tenía su nombre, y
el jadeante carretero que trepaba al lado
de Giordano los nombraba,
señalándolos. Ellos también navegaban.
Fuera de la vista del amanecer, la
caravana se deslizaba y tambaleaba a
través de la rugiente garganta del Paso y
cruzándose con una multitud que
avanzaba en sentido contrario, a
empujones como en un callejón de
ciudad. Luego desembocaron en un
pedriscal, un sendero en brusca
pendiente. Habían cruzado la cordillera.
El cielo era inmenso y azul, pero las
lejanas comarcas que Bruno
contemplaba se veían aún dormidas y
serenas, montañas replegadas una sobre
otra, el resto de sus vidas. El sendero
que conducía a ellas —el corazón le
subió a la boca al discernirlo—
atravesaba las laderas de las montañas
zigzagueando como un látigo; allá abajo,
lejos, muy lejos, se divisaban los
recodos que aún tendrían que sortear, y
los viajeros que ascendían penosamente.
A lo largo de la uña del sendero de plata
que bordeaba el precipicio, un pastor
hacía pasar en fila sus ovejas una por
una.
La Tierra giró, viró como un
trirreme, de proa hacia el este; y el sol
salió, centella gigantesca, Dios visible.
Bruno, paralizado de estupor, con aquel
canturreo en sus oídos, el corazón en la
garganta, sintió su sonrisa sobre su
mejilla.
Hermes decía: hazte igual a Dios. Y
Bruno sentía también su sonrisa, como la
del Sol. Hazte igual a Dios: infinito. Y
Bruno había sido infinito mientras leía
aún esas palabras y anhelaba
comprenderlas.
La tierra ofrendaba sus valles al sol.
Los viajeros, con sus bártulos a cuestas,
las mejillas encendidas, riendo de alivio
y aprensión, iniciaron el descenso.
Había amanecido.
A la mañana siguiente, Bruno llegó
al monasterio dominico de Chambery, en
Francia: era el Hermano Teófilo cazador
de brujas de Nápoles. Mientras se
presentaba al sorprendido prior, en el
jardín del convento, bañado por el sol,
la Tierra se inclinó bruscamente hacia el
norte, y las piedras del suelo se
elevaron hasta encontrar su mirada
anochecida. Se despertó en la
enfermería, donde pasó la Semana Santa
con el ojo cubierto por un esparadrapo,
la cabeza y el corazón vacíos, silencioso
y fatigado como si él con sus propias
manos hubiera movido el sol. No podía
tomar más alimento que caldo y la
Hostia; dormía mucho y cuando dormía
soñaba con Ægypto.
Ellos estaban regresando, tal como
él los había visto regresar: estaban
regresando ahora. El nuevo sol de
Copérnico era la señal de ese retorno;
quizá Copérnico no lo supiera, pero
Giordano Bruno lo sabía y ahora lo
pregonaría como un gallo gritón en el
mundo entero. Ha amanecido.
Una vez reanudado su camino, Bruno
ya rara vez dejaría de viajar: pero
incluso cuando transitaba por las
antiguas sendas y las altas carreteras de
Europa, también caminaba por Ægypto,
entre sus templos pintados, al centelleo
de sus arenas, bajo la oscuridad azul de
sus cielos. Durmiendo y soñando,
trabajando y amando, avanzaba hacia
una ciudad edificada al este o al oeste
de Ægypto, en la región del sol naciente
o del poniente, una ciudad cuyo nombre
él conocía.
Aquellos que por doquier lo
amparaban —en París, en Wittemberg,
en Praga— aquellos giordanisti que lo
protegían, lo vestían o imprimían sus
libros; aquellos que le conseguían
entrevistas con los grandes; que lo
alimentaban; que lo escondían: parecían
a menudo, además, reconocerlo, o
recordarlo de algún otro tiempo o lugar,
o haberlo conocido alguna vez y luego
olvidado, u olvidado que era él quien
volvería y no otro: Oh sí ya sé
(tendiéndole lentamente las manos, sus
ojos indagándolo). Sí ahora os
reconozco sí sí adelante adelante.
Dejó la casa de Chambery y tan
pronto como se repuso, hastiado hasta la
locura de la pringosa estupidez de los
monjes, lo interminable de sus charlas
como rezos y de sus rezos como
chácharas. En 1579 llegó a Ginebra.
Allí obtuvo la protección de un noble
napolitano, el Márchese de Vico, quien
le rogó que por amor de Dios se quitara
esos hábitos blanquinegros, y le compró
ropas nuevas; pero Bruno desdeñó con
una chanza el calvinismo del Márchese,
en aras del cual éste había renunciado a
todos sus bienes. Se inscribió en la
Universidad bajo el nombre de Filippus,
y allí empezó a leer a los Reformistas
con una mezcla de diversión y desdén.
Qué pobreza. En un aula repleta de
autómatas que hacían tic tac, relojes
planetarios, máquinas lunares, escuchó a
un individuo escuálido como una
marioneta disertar acerca de cómo
intentaba construir una máquina, un
autómata que en su geometría
reprodujera tan exactamente el
funcionamiento del universo que, cuando
algo aconteciera en éste, un fenómeno
idéntico se produciría en el modelo,
aunque se manifestara de forma
diferente: otro universo, en realidad,
sólo que más pequeño, como la imagen
en un espejo.
Pero Giordano sabía que esa
máquina, ese modelo, ya existía: el
nombre de esa máquina era Hombre.
Los ginebrinos no simpatizaban con
él, ni él con ellos. El Márchese
intercedió en su favor cuando por
insultar al afamado teólogo Antoine de
la Faye tuvo que comparecer ante el
Consistorio Teológico, hombres
vestidos de negro, cortos de
entendederas; no fue procesado, pero sí
expulsado de la ciudad, bajó por el
Ródano. Basta ya de la Ciudad de
Calvino.
Lyon era una plaza importante en el
comercio de libros, pero allí él no podía
ganarse la vida, un viento frío parecía
estar soplando a través del mundo del
saber; o en todo caso, eso sentía
Giordano. Puso pies en polvorosa. En
Toulouse tuvo mejor suerte; fue admitido
en la Universidad (gracias a la ayuda de
buenos consejeros, y dispuesto, sólo
momentáneamente, a decir y hacer lo
que le aconsejaran) y durante un año y
medio enseñó filosofía y la Esfera.
En los meses apacibles que pasó en
el Languedoc empezó a modelar, en
forma de dioses y diosas, lo que
aprendiera hasta entonces; no sólo los
grandes dioses planetarios y sus
horoscopi, sino también dioses menores,
Pan y Vertumnio y Jano y ese otro que se
tambalea ebrio sobre su asno, Sileno. En
esos dioses menores, silenciosos y
pálidos, cuando los alineaba en su
interior como antiguas estatuas a lo
largo de una vía de Roma, practicaría la
magia aegypciana, los nutriría de sus
propias riquezas, pondría rubor en sus
mejillas y los haría hablar. ¿No había
dicho Hermes, acaso, que había dioses,
una multitud de dioses distribuidos a
través de todas las cosas que existen?
De ser así, también tendrían que estar
distribuidos en el interior de su propio
universo sombra, los pequeños dioses
del infinito devenir.
Toulouse era una ciudad hugonota y
ese año los ejércitos de la Liga Católica
avanzaban hacia sus murallas; había
tumultos en las calles y vandalismo en la
Universidad, Bruno siguió de largo.
En 1582 estaba en París, la ciudad
más grande de Europa, pero no tan
grande como para que no cupiera dentro
de los muros de su ciudad interior.
Disertó en la Universidad, polemizando
con pedantes, aristotélicos, discípulos
de Petrus Ramus; publicó por fin su
enorme libro, un Arte de la Memoria
que, a quienquiera que se atreviese a
escudriñarlo se revelaría como una obra
de magia implacable y terriblemente
poderosa: le dio incluso un título
tomado de un libro de Salomón que él
había ocultado tiempo atrás en la letrina:
De umbris idearum. De las Sombras de
las Ideas.
Ahora su universo giraba como el
otro universo, el exterior a in el mismo
universo. Así, si él decidía que algo
aconteciera mundo interior, entonces…
Bruno reía, reía, no podía parar de reír:
¿acaso no había desplazado al sol de su
esfera? No había nada imaginable que él
no pudiera hacer si se lo proponía.
El rey oyó hablar de él y lo invitó al
Louvre y abrió intrigado el libro de
Bruno sobre sus rodillas; fue agasajado
con una copa de vino con la Reina
Madre, y la Reina Madre lo reunió con
su astrólogo y hechicero, cuyo nombre
era Notre Dame o Nostradamus. Bruno
pensó que el hombre era un farsante, y
un imbécil, pero le preguntó: ¿En qué
país serán sepultados mis huesos? Y la
respuesta de Nostradamus fue: en ningún
país.
En ningún país era una buena
respuesta. Tal vez él seguiría derivando
hacia afuera, eternamente, timoneando la
tierra como si fuera un navío, no moriría
nunca.
Al final de la primavera de 1583,
como parte del séquito del nuevo
embajador de Francia en Inglaterra,
Bruno se hizo a la mar desde Calais, con
sus libros y sus sistemas, y su saber; con
una faltriquera repleta de louis d’or; con
una misión del rey grabada en su infinita
memoria. El embajador inglés en París
le escribió a Walsingham: El doctor
Jordano Bruno Nolano, profesor de
filosofía, cuya religión yo no puedo
encomiar, tiene la intención de pasar a
Inglaterra. Pero ¿qué religión era la
suya?
El navío izó velas, Bruno subió a
cubierta, el contramaestre silbó, soltaron
las amarras. Por primera vez Bruno
perdió de vista la tierra, y con ella sintió
que algo se desprendía de él, algo que
nunca más volvería a encontrar.
Dondequiera que fuese desde aquí, ya
nunca más habría de volver. Eolo
cantaba en las jarcias, una espuma
helada le salpicaba el rostro. La
tripulación trepó a los mástiles, el
capitán se durmió en su cabina, con el
vientre hinchado y a barlovento, como
las velas de su embarcación, el pequeño
navío surcaba penosamente los mares
despiadados, cargado de animales,
personas y mercancías, un guacamayo
mejicano rojo blasfemaba, furioso, en la
escotilla del castillo de proa.
—Y un fuego encendido en los
penoles —dijo el señor Talbot—. Un
fuego de San Telmo, una llama a la
derecha, una a la izquierda. Castor y
Pólux, los Gemelos.
—Spes próxima —dijo el doctor
Dee.
El ángel que les mostraba este navío
en el interior de la bola de cristal (era
una niña risueña y voluble, y se llamaba
Madimi) hizo que el vidente inclinara la
cabeza, acercándola al cristal y al navío
y al hombre aferrado con fuerza a la
proa.
—Él —dijo el señor Talbot.
—Él, sí —dijo el ángel—. Aquel de
quien os he hablado.
—¿No puede hablar más claro? —
dijo el doctor Dee—. Preguntadle.
—Aquel de quien os he hablado —
dijo el ángel Madimi—. El Jonás que el
pez escupió, el tizón que será
arrancado de la hoguera, la piedra
rechazada por los constructores, y que
será la piedra angular de la casa, la
última casa que ha quedado en pie.
Nuestro adorp, nuestro dragón volando
en el oeste, nuestro Mercurio
filosófico. Nuestro Grial de la
quintaesencia, nuestra sal cranii
humani, porque si la sal ha perdido su
sabor ¿dónde y con quesera salada?
Nuestra bella rosa. Nuestro Bruin
invernando en su madriguera. Nuestro
señor Jordán Brozan cuya religión yo
no puedo encomiar. Ha robado él fuego
de los cielos y hay esferas donde no es
querido. Y ahora viene a esta casa,
aunque él no lo sabe; él no habrá de
volver por donde ha venido; y ya nada
volverá a ser nunca como antes era.
Diez
La única manera de aquilatar la
experiencia del festival semianual
auspiciado por la Sociedad Aerostática
de las Lejanas, y que se celebra en la
Cabaña Skytop, en las alturas del monte
Merrow, es estar en pie antes del alba y
llegar a la pista de despegue lo bastante
temprano para poder presenciar las
primeras ascensiones, puesto que la
levitación de esas naves más ligeras que
el aire, improbable en el mejor de los
casos, es más posible al amanecer y al
crepúsculo, cuando la atmósfera está
todavía fresca y en calma.
Así pues, tiritando en el frío de la
madrugada, Pierce Moffett, sentado en
los escalones de su portal, esperaba que
se encendieran las luces en la casa de
enfrente y que saliera Beau Brachman,
más o menos dispuesto para esta
aventura, pero pensando en la caja gris
con las hojas de papel amarillo que
dejara sobre el escritorio de Fellowes
Kraft, en Stonykill, a varias millas de
distancia. Y que parecía irradiar en su
mente un fulgor velado, como un sol
embozado.
Quizá por haber leído tan poca
literatura de ficción en los últimos años,
nada sino aquello que describía —o al
menos pretendía describir— la realidad,
sentía ahora en su pecho esa tibieza
misteriosa, esa complacencia en alguna
región profunda de su ser que durante
largo tiempo no había conocido
satisfacción alguna; esa visión del
contenido del libro como de montañas al
amanecer perdiéndose cadena tras
cadena en una pálida lejanía, todas
nuevas, todas distintas, todas por
explorar y sin embargo a la vez ya
conocidas. Y sin embargo, qué idea tan
simple, qué metáfora; de todas, sí, la
más reveladora: que alguna vez, en
algún tiempo, el mundo fuera realmente
diferente, diferente de como es ahora.
Y Bruno, el precursor, el mensajero
del futuro, convencido de que la era por
venir traería consigo más magia, no
menos como aquellos que ahora, en la
época del propio Pierce, proclamaban el
advenimiento de la nueva era.
Bruno, mejilla en mano, sentado a la
mesa de John Dee, dibujando con un
trozo de tiza los círculos del universo
porvenir, la revolución de los orbes
celestiales. Antaño no era así, pero
ahora lo es. Y de ahora en adelante así
habrá de ser.
Dee, sin embargo. Dee, prevenido
por sus ángeles, ellos mismos
destinados a perecer, no se deja engañar,
él depondrá la varita mágica y su globo
(vacío), suponía Pierce, como Próspero
ahogará sus libros. Ahora, todo ha
terminado.
Un inmenso temblor, pero ¿por qué?,
lo sacudió y lo hizo sonreír.
¿Y si fuera verdad?
El inmenso cuerpo del tiempo se
despierta de tanto en tanto de su sueño,
mueve sus pesados miembros, los
dispone de otra manera, gruñe, y vuelve
a dormirse. Hum. Y después nada es
nunca más como ha sido.
Recordó cómo, cierta vez, en St.
Guinefort, mientras mataba el tiempo en
la sala de lectura con un volumen de la
Enciclopedia Católica, se había topado,
por casualidad, con una opinión
condenada de Orígenes, que este mundo
que nosotros conocemos, en el que Adán
pecó, el que Cristo había venido a
redimir y al que Él en la Gloria de la
batalla final retornará —a este mundo,
una vez que sea enrollado como un
pergamino, le sucederá otro en el cual
nada de todo esto volverá a acontecer; y
a ese mundo, llegado a su fin, le seguirá
otro; y así hasta el infinito— y Pierce al
leer eso, había experimentado por un
momento la más pura sensación de
alivio, una bocanada de algo semejante
a la libertad, ante la idea de que en
verdad pudiera ser así…
Que real, literal, verdaderamente
pudiera ser así. Se rió. La más grande de
todas las historias secretas, la que
contenía y explicaba todas las historias
secretas existentes, y explicaba, además,
por qué eran secretas. Lió un cigarrillo y
lo encendió, áspero al paladar en ayunas
al amanecer; y vislumbró un corolario.
Si entonces había sido uno de esos
momentos, ahora tenía que ser otro. Sí.
Y para que él pudiera sustentar esa idea,
el mundo tenía que estar precisamente
ahora otra vez en un momento de
transformación porque es únicamente en
esos momentos de cambio —cuando no
sólo aparecen a la vista todos los futuros
posibles sino también todos los posibles
pasados—, cuando los momentos de
cambio anteriores se hacen visibles, y el
tiempo despierta y se frota los ojos: Oh,
ya veo, ya recuerdo. ¿No era eso lo que
en realidad estaba diciéndole, o más
bien sugiriéndole Kraft a su lector?
Entonces fue un momento, ahora es otro.
Ahora, la década blanca acaba de
pasar; los chicos en la búsqueda, los
días en que un mundo cerrado como el
de Dante se había abierto y la Tierra
inmóvil había echado a andar, rotando
sobre su eje y girando en su órbita; y
Pierce se había encontrado en una
repentina encrucijada, cuando la noche
palidece y los vientos del alba se
levantan. Y este libro de Kraft
gestándose, página amarilla por página
amarilla, un libro que en nada se parecía
a cuantos había escrito hasta entonces.
Pierce recordó a Julie sentada en la
cama de su antiguo apartamento, el
narguile en el suelo a sus pies,
pintándose estrellas en las uñas: Tiene
muchísimo sentido.
Ahora el cielo estaba claro, y en la
fachada de la casa de Beau, en la acera
de enfrente, se habían encendido unos
recuadros de amarilla luz artificial. Un
perro ladró. La puerta enrejada de Beau
se cerró con un golpe y Pierce se
levantó de su asiento glacial. Y si fuera
así.
Julie no se caería de espaldas, no
quedaría estupefacta, si él le dijera que
el libro que estaba escribiendo para ella
iba a proclamar que era así. El libro de
Kraft era, al fin y al cabo, sólo una
novela, una metáfora; pero qué pasaría
si el suyo pudiera, en verdad, aducir
pruebas de que era así. Dios. Un mundo
más perdido que la Atlántida,
vislumbrado de nuevo bajo las aguas del
mar, reencontrado, sus tesoros descritos.
Su fortuna asegurada y también la de
Julie.
Rió de nuevo a carcajadas. Basta
por ahora, se aconsejó; sé cauto. Aún se
reía quedamente cuando entró en el patio
de Beau y sus vecinas, intrigadas, le
sonrieron.
—Hola, hola —dijo, y se dispuso a
ayudar a acomodar cestas de picnic y
niños en el coche de Beau, un amplio
Python abollado que no siempre
funcionaba.
—¿Listo? ¿Listo? —le dijo uno de
los chicos, terriblemente excitado.
—Listo —dijo Pierce subiendo al
automóvil. Le parecía curioso que
mientras él había estado fuera del mundo
de los viajes en automóvil, la naturaleza
de los carricoches hubiese cambiado.
Este no era un Nash achacoso como el
de Sam, ni un viejo De Soto veloz; este
Python era uno de esos automóviles de
línea estilizada semejantes a
depredadores de… bueno, del pasado
reciente; un coche del nuevo tipo de
coches, y sin embargo no, ya era viejo,
una chatarra, tenía ese olor a aceite
quemado y a tapicería mohosa, y hasta la
manta escocesa en el asiento de atrás.
Curioso.
Frente a la Cueva de las Roscas, a la
luz amarillenta de las farolas, había dos
o tres camionetas aparcadas, pero por lo
demás el pueblo, en silencio, parecía
extrañamente insustancial, la mañana y
el río en torno de él, tan llenos de vida,
tan reales y fragantes. Salieron por la
carretera del río Sombra e iniciaron el
ascenso; y hasta el niño sobreexcitado,
sentado en las rodillas de Pierce, se
sosegó ante la blanca exhalación del río
y los pinos fantasmales y el viento
húmedo que penetraba en el automóvil.
Pero si juera así, seguía pensando
Pierce, o tal vez sólo diciéndolo en su
corazón, si fuera así: que el mundo
pudiera ser, que haya sido en otros
tiempos distinto de como es y cuanto
más lo pensaba o lo sentía, más claro
veía —sin ninguna sorpresa— que
desde hacía mucho tiempo él había
supuesto que era así. Siempre: sí, él
nunca había creído, en verdad, que la
Historia rebosara detrás de él, en ese
mismo río de tiempo en que flotaba él,
que todas aquellas gentes y lugares y
cosas, coloreadas como los nueve
dígitos, existieron en verdad, alguna vez
en el mundo en que él vivía su propia
existencia, donde el agua corría y
maduraban las manzanas. Nunca. Fuera
lo que fuese lo que se contara a sí
mismo, o a sus alumnos o a sus
maestros, lo que en realidad buscaba en
aquellos fragmentos de tiempo pasado
que recogía y estudiaba con tanta
diligencia y cuidado era la confirmación
de esa certeza que ansiaba descubrir:
que las cosas no están obligadas a ser
como son.
El último deseo: el único deseo, en
realidad. Que las cosas pudieran ser, no
como son, sino de otra manera. No
mejores, o no mejores en todos los
sentidos; un poco más generosas, quizá,
más llenas de esto y aquello, pero en lo
esencial sólo diferentes. Nuevas. Que
yo, Pierce Moffett, pueda saber que
alguna vez el mundo había sido como
fue y que ya no es así; que yo pueda
saber que fue rehecho alguna vez y por
tanto pueda serlo una vez más, todo
nuevo, todo distinto. Entonces, tal vez,
mi corazón se liberaría al fin del peso
de esta angustia.
—Oh, mirad —dijo la mujer que iba
en el asiento del acompañante—. Oh
mirad. Allá va uno.
La niebla se había disipado y el
cielo aparecía límpido; el globo
levitaba suspendido, en el aire, no lejos
de allí, donde no había estado antes,
insolente en su improbabilidad: un globo
azul inverosímil con una franja
anaranjada, una estrella blanca y una
barquilla de mimbre llena de gente. El
Python viró bruscamente en un recodo, y
todas las cabezas dentro de él, excepto
la del conductor, se volvieron para
mirar el globo, que parecía mirarlos a su
vez desde su altura como una divinidad.
Deus ex machina.
Una llamarada brotó en él, con un
ruido que sonó como el largo suspiro de
un dragón, y el globo se elevó
suavemente en el cielo cada vez más
claro. Había amanecido.
La granja Skytop había sido, en un
tiempo, una verdadera granja; después,
durante algunos años, fue una colonia de
vacaciones, y hoy en día es un coto
privado. El pabellón principal abre
ahora sólo de tanto en tanto, para una
comida después de una partida de caza,
un festival aerostático. Está situado en
lo alto de una larga manta de prados
multicolores que se extiende hasta las
estribaciones del monte Merrow, y
abarca un amplio círculo panorámico de
las Lejanas.
Cuando llegó la tropilla de Jambas,
el aparcamiento estaba colmado, y Beau
tuvo que dejar el Python lejos del campo
de vuelo. Cruzando el parque, Pierce
reparó en la presentía del camión de
Spofford y de un pequeño Asp rojo que
se parecía muchísimo al coche con el
que había visto forcejear a Mike Mucho
y su ex esposa.
—Unas cuantas personas conocidas
por aquí —le dijo a Beau.
—Oh, claro —dijo Beau—. Claro
que sí.
Una mañana bochornosa sucedía
ahora al frío amanecer. Los aeronautas
—que habían pernoctado allí en riendas
de campaña y casas rodantes, o
albergados dentro de los remolques de
sus aeróstatos— ya estaban en pie y en
plena actividad tomando café en los
puestos ambulantes, levantando la
cremallera de sus monos, controlando
sus equipos. Algunos ya habían
despegado, otros globos empezaban a
brotar de la gramilla, tumescentes y en
lenta erección. Todo un campo de globos
aerostáticos en levitación hacía que uno
se sintiera cómicamente ingrávido, más
ligero que el aire, capaz de levitar, y el
niño que tironeaba de la mano de Pierce
saltaba ahora tratando de imitarlos.
Pierce también se rió, no pudo evitarlo,
cuando de pronto otro se levantó del
suelo, la tierra, no súbita sino
serenamente, y trotó por el aire a través
del prado.
—Me imaginé que estarías aquí —
dijo alguien a su lado mientras él,
boquiabierto, contemplaba el globo.
—Spofford —dijo Pierce—. Vi tu
camión. Eh. ¿Dónde has estado?
—Por ahí —dijo Spofford
apaciblemente.
—Bueno, caramba —dijo Pierce—,
caramba. Hubieras podido ir a
visitarme.
—Bueno. Lo mismo digo. Por lo
general estoy arriba, en casa.
—Te olvidas de que no sé conducir
—dijo Pierce.
—Ah, de veras —dijo Spofford,
mirándolo con una sonrisa más amplia
aún, como si todavía disfrutara de una
jugarreta que le hubiese hecho a Pierce
algún tiempo atrás. Le tendió un libro
que llevaba escondido detrás de la
espalda—. Te he traído esto —dijo—.
Por si te encontraba aquí. Lo dejaste el
año pasado.
Era las Soledades de Góngora, los
rebuscados poemas bucólicos que
Pierce nunca había rescatado de la
cabaña de Spofford. Tomó el libro; una
fecunda cadena de momentos pretéritos
se forjó dentro de él eslabón por
eslabón, y recordó cómo y por qué
estaba ahora aquí.
—Gracias —dijo.
—Les eché una ojeada —dijo
Spofford—. Interesante, pero abstrusos.
—Bueno —dijo Pierce—. No son
para leer; quiero decir, quiero decir…
—Uno de esos pastores había sido
soldado —prosiguió Spofford.
—¿Sí?
Spofford volvió a coger el libro y lo
abrió.
Cuando el que ves sayal fue limpio
acero.

—¿Lo he entendido bien?


—Supongo.
—Combatió una vez en una batalla,
en esa misma montaña por la que ahora
guía al náufrago, ¿no? Una vez, mucho
tiempo antes. Mira:

Yacen ahora, y sus desnudas


piedras
visten piadosas yedras;
que a ruinas y a estragos
sabe el tiempo hacer verdes
halagos.
Devolvió el libro.
—Interesante —dijo. Sus ojos se
entrecerraron contra la luz del sol, la
mirada perdida mas allá de las Lejanas
—. Recuerdo lo rápido que reapareció
la jungla.
—Hum. —Pierce se puso el libro
bajo el brazo un poco avergonzado,
avergonzado de que su antiguo alumno
pudiera encontrar verdadera sustancia
en la palabra escrita, por mucho que el
autor hubiera preferido que no se la
buscara.
Avanzaron juntos a través del gentío
apiñado en los contornos del campo,
donde casi todos los globos estaban ya
inflados y dispuestos, una heráldica de
losanges, burelas, chevrones y escudos
de colores estridentes, como pabellones
de caballeros apostados en el campo del
torneo, enorme sin embargo, estandarte,
jinete y cabalgadura todo en uno.
—Es curioso —dijo Pierce.
Retribuyó, agitando la mano, el saludo
de un hombre moreno, de pantalón corto;
un abogado, pensó, a quien había
conocido jugando al cróquet—. Al
principio, cuando vine a vivir aquí, temí
que no hubiera muchas personas para
conocer. Supuse que haría frecuentes
viajes a la ciudad para, para…
—Ir de juerga.
—Para distraerme. Y sin embargo no
lo he hecho. Y ahora que estoy
conociendo gente, veo que en realidad
hay montones. Y gente buena además.
Interesante. Cada día conozco más. Me
sorprende.
—Sí. —Spofford levantó su mano
morena y la agitó saludando a alguien.
—Y mira ahora —dijo Pierce—,
este campo se está llenando de personas
que ya he conocido o que por lo menos
he visto. Las mismas. Creo que ya me
han presentado a una quinta parte, y a
muchos otros los conozco de vista.
—Uhu.
—Pronto se me acabarán. No son
infinitos como en la ciudad; pronto los
habré conocido a todos.
—Ja —dijo Spofford—. Espera
hasta que te hayas casado con una o dos,
y hayas tenido hijos con otra, y que la
madre de tus hijos sea la amante del
antiguo marido de tu ex esposa. Etc.
Entonces habrás acabado con ellos y
será hora de que te vayas con la música
a otra parte.
—¿Sí?
—Bueno, es que no te quedará
mucho margen para maniobrar —dijo
Spofford—. Ellos creen saberlo todo de
ti, y lo que ellos han decidido que eres,
eso tendrás que ser. Pueblo chico
¿sabes?
Pierce creía saberlo. El pueblo en el
que había crecido era, en muchos
aspectos, mucho más pequeño que
cualquiera de los de esta región, más
pequeño por estar más alejado, en
tiempo y espacio, de la Posibilidad.
Allá el carácter era destino: el borracho
del pueblo, el implacable dueño de la
mina y su hijo degenerado, el predicador
hipócrita y el médico bondadoso. Y las
simples fábulas morales representadas
una y otra vez por este escueto elenco,
como una película. De exhibición
continua.
Esta mañana, sin embargo, aquí en
las Lejanas, no le parecía que esa
especie de determinismo de pueblo
chico pudiera tener una incidencia tan
negativa, tan desafortunada. Claro que él
había escapado de allí lo antes posible y
se había lanzado al ancho mundo en
busca de espacio para crecer y aire para
respirar; y sin embargo en la ciudad no
había hecho más que languidecer, no
había crecido sino que se había
encogido hasta caer, con el tiempo, en
una extraña forma de invisibilidad. Casi
ninguna de las personas que conociera
allí, conocía a ninguna otra que él
hubiera conocido, y de este modo, a
cada nueva relación, Pierce podía
presentar una personalidad distinta y
parcial, un carácter ad hoc
especialmente adaptado a las
circunstancias (bar, librería, Brooklyn),
pero demasiado frágil como para
soportar a más de una sola persona por
vez, o dos a lo sumo. Una cierta
libertad, esa cambiante vida de dandy,
pero una libertad inconsistente,
insustancial.
Ahora, las cosas serían diferentes.
Durante mucho tiempo había vivido en
solitario, como una bola de billar, pese
a las carambolas de eso que llaman
amor; pero tal vez ahora pudiera
empezar entablar vínculos reales. Tal
vez. De qué naturaleza, no podía
saberlo: porque no dependería de él.
Quienquiera que él llegara a ser, con el
correr del tiempo, a los ojos de estas
gentes, cualquiera que fuese el
exemplum que la comedia comunal
requiriese de él, y él pudiera encarnar
de manera plausible, ellos participarían
en la decisión.
Un papel que representar. De
acuerdo. Muy bien.
—Allí —le dijo a Spofford—, por
ejemplo, de pie junto a la cesta de ese
globo, está Mike Mucho.
Spofford miró en esa dirección.
—Es cierto. Bueno, en realidad no
me lo han presentado, pero lo conozco,
sé quién es. —Y alguien con quien
Pierce ya había tenido encuentros, en
más de un sentido. Q.E.D. Una tibieza
misteriosamente fraternal le subió al
pecho—. Y allí con él está su esposa,
Rosie.
La cabeza de Spofford giró
bruscamente hacia el globo negro y acto
seguido de nuevo hacia Pierce.
—No, no es ella.
—¿No?
—No.
—Entonces debe de ser la otra —
dijo Pierce—. Pero se parece
muchísimo a su esposa.
—No. Para nada —dijo Spofford.
Bueno, ella estaba lejos y además
había que hacer concesiones, pensó
Pierce, a los ojos del amor. A los suyos,
se parecía muchísimo a Rosie Mucho.
—Se llama Ryder, Rose Ryder —
dijo Spofford.
¿Ryder también era Rose? Un
nombre popular en estos contornos; con
ésta eran tres que conocía. Las rosas
florecían en abundancia en este suelo.
—Ella y yo —dijo Spofford—
tuvimos un asuntito hace bastante
tiempo, hace mucho tiempo. Y mira
ahora.
Mike ayudaba a Rose Ryder a subir
a la barquilla.
—¿Te das cuenta de lo que quiero
decir? —dijo Spofford, cruzando las
manos en la espalda, y dándose vuelta
—. ¿Lo estás viendo?
Podía ser, pensó Pierce, que Mike
Mucho fuera otro como él: sólo una
mujer, la misma mujer con diferentes
disfraces, bajo distintos nombres y en el
caso de Mike, casi el mismo nombre.
—Y allí, además —dijo, señalando
en otra dirección, hacia el prado—. Otro
ejemplo.
—Sí —dijo Spofford.
—Esa mujer es mi nueva jefe —dijo
Pierce—. Y también se llama Rosie.
—Rosalind —dijo Spofford—. Sí,
me he enterado. Estás trabajando para la
Fundación.
—¿Lo sabías?
Rosie Rasmussen los saludó a los
dos con la mano; iba en pos de una niña
de dos o tres años que parecía llevada
por una prisa loca.
—La conoces, supongo.
—Sí —dijo Spofford—. Os
presenté. ¿No? Tal vez no con ese
nombre. —Empezó a volverla cabeza en
dirección al globo negro, en el campo de
vuelo detrás de él, pero pareció cambiar
de idea—. Sé que te he hablado de ella,
mis planes y todo. Rosie, Rosie Mucho.
—Echó a correr a través del prado hacia
donde la niña de los rizos de oro
trepaba penosamente. Pierce no lo
siguió. Giró en parte la cabeza en
dirección a la Rose que estaba detrás de
él, Ryder; pero cambiando de idea, la
volvió nuevamente hacia la Rosie que
tenía delante.
—Está un poquito chiflada —le dijo
Rosie a Spofford. Los dos, al unísono
alcanzaron a Sam. La niña, atrapada
hasta las rodillas por las matas
espinosas, se agitaba con desesperación.
—Papi no se va a ir sin ti, cariño, no
te aflijas —le dijo Rosie.
Spofford, sonriendo, alzó a la
llorosa Sam hasta sus hombros, desde
donde ella continuó tendiendo
histriónicamente los brazos hacia su
padre.
—¿Así que vas a dar un paseo en
globo, eh, Sam? —le preguntó.
—Es increíble —dijo Rosie—. No
puede pensar en ninguna otra cosa. Yo
estaría cagada de miedo.
Spofford soltó una carcajada, que
tuvo el efecto de calmar a Sam.
—Oye —dijo, entonces—. Perdona
lo del torneo.
—No importa, está bien. —Pierce
Moffett, solemne, la saludó agitando una
mano desde la ladera de la colina—. ¿Y
cuál es ese famoso proyecto? Dijiste que
tenías un proyecto.
—Tiene que ver con las ovejas —
dijo Spofford—. Te lo explicaré más
tarde. He hablado con Boney. Le ha
parecido bien.
Cuando Rosie llegó al lado de
Pierce, él, con las manos hundidas en
los bolsillos, mirándola con extrañeza,
parecía aún más aturdido que el otro día
en la habitación de Kraft.
—Hola —lo saludó—. Todavía no
conoces a mi hija Sam ¿verdad?
Samantha. Di hola, cariño. Oh, no te
pongas a llorar otra vez.
Pierce miró a Sam, a bordo de
Spofford. Tal vez el estar aturdido era su
modo de ser o su humor habitual: daba
la impresión de alguien que se despierta
en una cama que no es la suya y se
pregunta cómo ha llegado allí. Una cama
agradable, un cuarto desconocido. Un
aire casi enternecedor.
—Y qué —dijo ella—. ¿Volvemos
mañana? ¿A casa del viejo Kraft?
Pierce se limitaba a estudiarla como
si estuviera sordo; al cabo dijo:
—Sí. Sí. Si puedo.
—He hablado un poco más con
Boney —dijo Rosie—. Está muy
interesado, sabes, en… lo que escás
haciendo.
—Eso me pareció —dijo Pierce.
—Dice que deberías pedir una
subvención. De la Fundación
Rasmussen. —De pronto se sintió
ridícula, un personaje de la televisión
alterando la vida de un inocente—. Me
dijo que no te deje escapar.
—¿Ah sí?
—De veras, hay dinero en eso.
Ahora, desde el globo, impaciente
en la ladera, y tirando de los amarres,
Mike llamaba a Rosie. Spofford iba ya
en dirección a él, llevándole a su hija.
—Oye —dijo Pierce, cuando
quedaron solos—. ¿Puedo hacerte una
pregunta?
—Claro que sí. —Por un momento,
Pierce pareció indeciso, la mirada
perdida en la colina, como confundido
—. El hombre que está en el globo ¿es tu
ex marido?
—Sí, en realidad desde hoy; desde
hoy.
—¿Y la mujer que está con él en el
globo es su esposa actual?
—¿Rose? No, sólo una amiga.
—Ajá.
—Yo soy su ex y única, hasta ahora.
El gran globo negro, mucho más
grande si se miraba desde abajo su
vacío interior, se balanceó en la brisa,
como uno de esos payasos inflables que
se usan en las prácticas de boxeo; las
condiciones atmosféricas más propicias
para el vuelo habían pasado. Spofford
había entregado su hija a Mike. Y Sam,
ahora aferrada a su padre, con las manos
y las rodillas, parecía menos segura de
sus ganas de volar.
—Bien, bien —gritó el capitán, un
hombre delgado de tez curtida, con las
manos enguantadas en manoplas, como
un maquinista de los viejos tiempos.
Organizó a los espectadores, inclusive a
Pierce y a Spofford, los altos, en una
tripulación de tierra que debía retener la
barquilla y afirmarla hasta que él diera
la orden.
—Michael —dijo Rosie—.
¿Recibiste tu carta, hoy?
—Sí.
—Yo recibí la mía. Hoy.
—Está bien, Rosie, está bien.
Con su mano enguantada, el
aeronauta tiró de la cuerda de su
quemador, como si fuera el silbato de
vapor de un barco o la campanilla de un
tranvía, pero la respuesta sonó brutal,
como un bufido. La barquilla se elevó
girando, más ligera que el aire, y al girar
dejó a la mujer llamada Rose justo
delante de donde estaba Pierce
preparado para sujetar su amarra.
—Hola. —A pesar de la hora, ella
tenía en la mano una botella de cerveza.
—Hola —dijo Pierce—. Hola Rose.
—Me he acordado de ti. Al fin.
El terrible rugido se oyó otra vez, el
globo se elevó, Pierce sujetó la amarra;
la mujer, Rose, cerró los ojos y la boca,
como si alguien la abrazara desde atrás,
y los abrió de nuevo cuando el ruido
cesó.
—La fiesta en el río —dijo ella—.
El bote.
—Sí.
—La botellita.
—Eso es.
La marca de fábrica de este globo
estaba impresa en un marbete cosido al
reborde de lona de la barquilla. Era un
Cuervo.
—Ibas a dedicarte a la cría de
ovejas. —Otra vez aquel brillo glacial
había vuelto a cubrirle los ojos, de eso
no podía caber ningún error.
—¿Vives aquí, ahora?
—En las Jambas de Blackbury. —La
barquilla había empezado a desplazarse
por el campo. Pierce y el resto de la
gente la seguían.
—Te veré por allí —dijo ella—.
Voy a menudo a la biblioteca.
—Yo también —dijo Pierce.
—¿De veras?
Él corría ahora a la par del Cuervo;
Rose lo miraba desde arriba, y se reía:
—De acuerdo —dijo.
—Adiós —gritó Rosie Rasmussen
—. Adiós, adiós. Tente fuerte.
Uno por uno, los miembros de la
tripulación de tierra fueron soltando las
amarras, los más bajos, primero, los
altos después; sin saber por qué razón
continuaron corriendo detrás del globo a
medida que éste se elevaba. El
quemador rugió. Las leyes de la física,
como en una travesura, arrebataron e
izaron de golpe, fuera del alcance, el
globo vasto y tenso.
—Al fin —dijo Rosie, casi sin
aliento. Miró a Pierce, y luego a
Spofford, y Pierce vio en su mirada algo
así como una resignación, una sombra de
miedo a la resignación, o creyó verlo.
—Creo que iré a buscar un café —
dijo Pierce.
—Me he dado cuenta de una cosa —
le dijo Spofford a Rosie, míentras
miraban el globo que se empequeñecía
al ganar altura—. Me he dado cuenta de
que una mujer que ama a un hombre lo
llama a menudo por su nombre
verdadero.
—¿Cómo?
—Mientras el resto del mundo puede
llamar a un tipo Bob o Dave, la mujer
que lo ama lo llamará Robert David.
Michael. —Seguía mirando al cielo.
—¿Y eso qué supones que quiere
decir?
—Sí tú no lo sabes —dijo Spofford
—, entonces, muy probablemente no
quiere decir nada.
—Hum. —Rosie cruzó los brazos
sobre el pecho. Podía ver que Samantha,
en la cesta de mimbre, no sacaba la
cabeza del hueco del cuello de su padre;
Mike, riendo, le tiraba de los rizos.
—¿Qué carta es ésa? —dijo
Spofford—, ésa que los dos recibisteis.
Era…
—Del juzgado. El divorcio. Dice
que ya está asentado, y que tenemos una
sentencia nisi.
—Oh. —Spofford dio un corto paso
en dirección a ella y enlazó las manos
detrás de la espalda; estudió el cielo—.
Oh.
—Sí. —Un nuevo comienzo, decía
Allan en la carta afectuosa y cortés que
había adjuntado a la notificación, pero
Rosie no tenía idea de que eso pudiera
significar un comienzo. No un final sino
un comienzo; o El Comienzo, como en
Manzanas mordidas: El comienzo
encordado como un sarcasmo, la mitad
en blanco de la última página, el resto
de su vida.
Para ella misma no parecía tan
nefasto. Podría apañarse de alguna
manera, pensó, un camello, una nave del
desierto, sin rumbo fijo. Pero para la
hija que tan irreflexivamente había
tomado a su cargo, sólo podía proyectar
un futuro imaginario, lúgubre y sin amor,
protegida o mejor dicho atendida por
una mujer que había olvidado, si alguna
vez lo supo, qué era el Amor, qué era lo
que la gente quería o necesitaba para
poder vivir; una especie de alienígena,
una Madre de Otro Mundo.
Tal vez debiera morirse. Antes de
que todos los demás se dieran cuenta,
Spofford, Boney. Sam podría entonces
venerar su memoria, recordar los
momentos felices, sin descubrir jamás su
secreto.
—Una sentencia nisi —dijo
Spofford, como paladeando la frase—.
¿Y eso es, digamos, una sentencia
definitiva?
—No exactamente. —Sin que
pareciera haberse movido, el globo
estaba ya más lejos, más pequeño aún en
la distancia.
—Es una sentencia nisi. Nisi es en
latín. Significa salvo que.
—Salvo que ¿qué?
—Salvo un montón de cosas. Salvo
nada en realidad. Es una simple
formalidad. Hay que esperar seis meses
para obtener los papeles definitivos.
Eso es todo.
—Eso me recuerda un cuento que leí
no sé dónde —dijo Spofford. Seguía
estudiando el cielo pero como si no
viera nada en él—. De un tipo a quien un
rey iba a hacerlo decapitar. Lo habían
pillado haciendo de las suyas con la
esposa del rey. Y él dice: Esperad un
minuto; si me perdonáis la vida por seis
meses, en ese lapso puedo enseñarle a
hablar a vuestro caballo. Garantizado.
Quizá, pensó Rosie, deberían subir
al coche y perseguir al globo. Podía
perderse, caerse en el Blackbury, no
volver nunca más.
—El rey dice: Por qué no. Tienes
seis meses. Y encierra al hombre en el
establo, con el caballo. En realidad es
un cuento muy viejo. Entonces la esposa
del rey va a ver al hombre y le pregunta:
¿Cómo pudiste hacer una promesa tan
descabellada? No podrás cumplirla
¿verdad? Y el hombre responde: Espera,
en seis meses pueden suceder muchas
cosas, el rey puede enfermarse y morir;
puede cambiar de parecer. Puede morir
el caballo; yo puedo morir, y a lo mejor
el caballo…
—Oh, Dios —dijo Rosie y asió el
brazo de Spofford.
Por algún capricho del aire, el globo
había descendido bruscamente antes que
el quemador lo volviera a elevar. Rosie
tuvo un arranque de furia ciega contra
ellos, por el peligro que corrían, por lo
lejos que estaban de ella.
—Perdona —dijo, reparando de
pronto con cuánta paciencia Spofford
esperaba que ella le volviera a prestar
atención—. ¿No estabas contando un
cuento?
—No tiene importancia —dijo él,
con una sonrisa.
—Perdona —repitió y las lágrimas
se le agolparon, dolorosas, en la
garganta. Quería decirle que lo
lamentaba, que en realidad todo cuanto
quería hacer era desandar el camino por
el que había venido, pero que ya no
había retorno posible; fuera lo que fuese
lo que hubiera al otro lado de esto, y
ella ni siquiera sabía si había algo al
otro lado, ésa era la única dirección que
podía tomar, y a solas.
¿Hasta dónde puede uno internarse
en un bosque? La vieja adivinanza de la
escuela primaria. La respuesta es: hasta
la mitad. A partir de allí empiezas a
salir. Pero ¿cómo sabría ella en qué
momento había llegado a la mitad?
Hasta tanto lo supiera, cada paso era
sólo más lejos: cada paso un comienzo.
—Perdona —dijo otra vez, palmeó
el recio hombro de Spofford, y desvió la
mirada.
En realidad, es más simple de este
modo, supuso Pierce, ninguna
multiplicación innecesaria de entidades.
Y sin embargo, durante mucho tiempo
seguiría sintiendo la presencia de otra,
una más por lo menos; una que no era
ninguna de aquellas dos, o que era
ambas, o una u otra con una historia
diferente. Ninguna reconsideración de
los hechos podría jamás borrarla del
todo.
La esposa de Mike y novia de
Spofford: una. La novia de Mike y
compañera de bote de Pierce: dos.
Todas las demás no eran sino la una o la
otra bajo distinto aspecto, estrellas
matutinas y vespertinas, luna llena y luna
creciente.
Debía de haberse equivocado sin
duda, al suponer que Rosie se le había
insinuado, Rosie Rasmussen, Rosie
Mucho, en la alcoba de Fellowes Kraft,
que él, que él y ella… No, una
equivocación. Era sólo su Adán que
empezaba a impacientarse; un hombre
ciego, cuyas falsas percepciones Pierce
tendría que acostumbrarse a enmendar.
Y si él, imprudente, hubiera,
hubiera… y la mujer de Spofford,
además. (¿Sería exacto eso? Era
exacto). Sintió una ardiente oleada de
cómica vergüenza, de una culpa dos
veces eludida involuntariamente y soltó
una carcajada. Si esa gente entre la cual
vivía ahora —esa gente sensata y feliz,
apacible como el día y como la pradera
— iba a seguir engañándolo de ese
modo, como artistas que cambian de
vestuario con increíble celeridad,
entonces él se había equivocado por
cierto al decirle a Spofford que pronto
los conocería a todos.
Ya era pleno día, y hacía calor.
Buscó un café, lo llevó a una mesa
cercana al tenderete de los refrescos, se
sentó debajo de un parasol a rayas, y
abrió las Soledades que Spofford le
devolviera esa mañana.
La Soledad Primera. Era del año la
estación florida. Empezaba con un
naufragio y terminaba con una boda;
como muchos buenos romances, pensó
Pierce, como más de uno de
Shakespeare.
No el suyo, sin embargo. La terrible,
asombrosa sospecha de que real,
verdaderamente pudiera ser así, se
instaló como con un golpe súbito en una
región recóndita de su ser. Era así.
Lenta, cautelosamente, cruzó las piernas,
y dejó que las páginas de las Soledades
se cerraran en abanico.
El celibato, —incluso el más
estricto celibato de corazón y de
propósitos que Pierce se había impuesto
— no significaba necesariamente
castidad. Probablemente no, pensó, no,
dada la campaña electoral que
aparentemente tenía lugar, en secreto, en
torno de él—. Alzó los ojos. Todo el
campo de vuelo —todas las naves aptas,
al menos— se habían elevado ya.
Flotaban en el aire a distancias diversas,
globos grandes y pequeños, como una
clase ilustrativa sobre la tercera
dimensión. Allá, con las siluetas
demasiado pequeñas para que se
pudiera divisarlas, flotaba el negro, el
Cuervo.
Tendría que ser muy cuidadoso, eso
era todo; conociéndose como se
conocía, sabiendo cómo era.
Había otras historias, de todos
modos, pensó. La del náufrago, el
hombre desnudo e indigente que, gracias
a su ingenio y buena voluntad, (tal vez
también a sus protectores mágicos), se
abre camino, y al cabo de numerosas
aventuras llega a ser rey del país sin rey
en que la marea lo ha depositado.
Y luego, a la larga, se hace otra vez
a la mar.
Vistas desde allá arriba, desde el
Cuervo, las gentes y las cosas de aquí
abajo también habían cobrado, con la
distancia, un aspecto ilustrativo: ese
aspecto nítido, como de juguetería, que
adquieren, cuando se los contempla
desde un avión, los automóviles, en
miniatura deslizándose en silencio, los
parques y las casas, pulcros y de
apariencia artificial. Relatividad. Rose
Ryder miró hacia abajo, las manos
ligeramente apoyadas en el mimbre
cubierto de lona, los pies apoyados
también ligeramente en la nada entre ella
y la tierra.
Había visto a Pierce alejarse del
sitio en que Rosie Mucho y Spofford
permanecían juntos, pero no qué
dirección había tomado. Pensó que lo
saludaría si lo veía mirar para arriba.
No, no lo haría.
Pierce Moffett, nombre curioso,
áspero y suave a la vez.
Sam lloraba más fuerte cada vez que
se encendía el quemador del globo,
chillando en el hueco del hombro de su
padre. Por lo demás, estaba rígida, y
Mike no conseguía que alzara la cabeza
para mirar.
—¿Ves el hospital? —dijo—. ¿Ves
dónde trabaja papi? Oh, Sam.
Si alguna vez ella fuera a tener un
hijo, si alguna vez fuera a quedar
embarazada, había decidido Rose, nunca
se lo diría al padre. Él nunca vería a la
criatura que nacería en secreto; él nunca
se enteraría de su existencia. Se
imaginaba asimismo, años más tarde,
hablando con él, el padre de la criatura,
en la mesa de un restaurante, charlando
de cualquier cosa, del pasado; y la
criatura en otra parte, jugando,
creciendo. En secreto.
El aeronauta, a su lado, encendió de
nuevo el quemador; el ruido sacudió a
Rose como un golpe, hizo que algo
profundo vibrara en su interior. La tierra
se alejaba. De acuerdo con la ciencia de
la climateria, cuyo método Rose había
aplicado a su vida, este día azul era el
primero de su nuevo año de tránsito
ascendente, hacia la meseta de los
veintiocho: y pese a las
recomendaciones de Mike, que sostenía
que la climateria no era profecía. Rose
estaba segura, segura, segurísima, de
que éste iba a ser un buen año para ella.
Un cambio para mejor. Podía sentirlo,
como la brusca certeza de la llama del
quemador, en la raíz de su ser.
—Mira, Sam, Rose no tiene miedo.
Rosie quiere verte ¿ves?
Los Leños dieron vuelta un recodo
de su montaña y desaparecieron. El tapiz
verde chartreuse de las Lejanas que,
pespunteado de plata por el Blackbury,
se prolongaba hacia el oeste y el sur, le
parecían a Rose Ryder, a la luz de la
mañana, los dedos entrelazados de un
par de manos pacientes apoyadas en el
torso de la inmensa tierra.
Aquél fue el último día de la
primavera, pues contados son en las
Lejanas los días primaverales; y a la
semana siguiente Spofford bajó con su
rebaño por los atajos y entrecortados
senderos que llevan a Arcadia.
Trashumando, ésa era la palabra en que
pensaba al andar, una palabra que había
aprendido de Pierce, un palabra que
significaba la migración de los pueblos
pastores de las tierras invernales a las
estivales tierras de pastoreo; porque
eso, o algo como eso, consideraba estar
haciendo.
El plan tenía para él varias ventajas,
y ventajas también para Boney
Rasmussen, ventajas que Spofford había
puesto ampliamente de relieve cuando
se lo expuso a Boney. Sus campos, que,
debido a los estrictos presupuestos de
los últimos años, corrían el riesgo de
convertirse en bosques, se mantendrían
cultivados y cuidados (y desde luego
fertilizados gratuitamente): «pezuñas de
oro, señor Rasmussen», había dicho
Spofford, ilustrando con sus dos índices
la invalorable manera en que las ovejas
hundían sus propias boñigas en el suelo.
Ése era el aspecto pintoresco. Yuna
parte del producto eventual, además,
cuidadosamente envuelto en papel de
carnicero, conservado en hielo seco en
los frigoríficos de Cascadia. Toda carne
es hierba.
Lo que Spofford ganaría en la
transacción, dijo, era, ante todo, campos
de pastoreo más vastos y más lozanos. Y
un granero en buenas condiciones, sus
propios establos artesanales deberían
ser derribados y reconstruidos para
alojar nuevas crías; y la ayuda
(ocasional) de Rosie, a quien —
Spofford estaba seguro— le gustaría la
actividad y la posibilidad de adiestrar a
sus dos perros antes de que fueran
demasiado viejos y perezosos para
aprender a ganarse el sustento.
—Bueno, eso desde luego tendrá
usted que preguntárselo a ella —dijo
Boney.
—Oh, eso pienso hacer —dijo
Spofford—. Eso pienso.
En realidad, al conocer el proyecto,
Rosie no había parecido tan complacida,
ni de lejos como Sam; insinuó que tenía
mucho que hacer, y que no le gustaba
que le ofrecieran una participación que
ella no había solicitado. Pero eso a
Spofford no le había sorprendido. Hasta
lo había previsto cuando concibió el
plan, en mayo, una noche de insomnio, la
primera en que su ventana había
permanecido abierta hasta el alba.
De modo que recorrió el perímetro
de los prados traseros de Arcadia y
comprobó que los muros de roja piedra
arenisca, aunque desmoronados en
algunas partes, eran todos a prueba de
ovejas, y cercó el círculo que le
asignaran con alambre electrificado y
poco visible; y una verde mañana arrió
hasta allí a su intrigado y quejoso
rebaño, a través de un espacioso portal
esculpido (uvas y caras) que ya nadie
utilizaba. Spofford había conseguido un
trabajo en el norte, la carpintería de una
hilera de casas de veraneo a orillas del
lago Níquel, y pasaría cada mañana y
cada anochecer cerca de la entrada de
Boney; no le costaría nada echar una
ojeada y controlar.
Las ovejas no tardaron en
tranquilizarse. La hierba era dulce bajo
los robles de Arcadia, serenos también,
cada árbol en su estanque de sombra,
una multitud de solemnes eminencias
irguiéndose a respetuosa distancia una
de otra, Spofford, alzando la cabeza, los
contemplaba.
Para ser un verdadero pastor
clásico, le había dicho Pierce, tendrías
que comer bellotas y estar enamorado.
—Bueno, un pan hecho con bellotas
—le dijo Pierce—. Supongo que no la
nuez misma.
—Hum —dijo Spofford, seguro de
que le estaba tomando el pelo—.
Bellotas.
Las ovejas, tímidas invitadas a una
gran comilona, erraban por el prado,
también él erraba. La casa ocre y con
todos sus ángulos apareció a la vista,
arropada entre los tejos y los
rododendros; sus torres vacías, techada
de tejas onduladas rosadas y azules. Era
una de esas casas que por alguna razón
su madre llamaba siempre la casa de La
Bella Durmiente.
La casa que él mismo estaba
edificando allá arriba, en el luminoso
huerto de la montaña, sería diferente, no
una casa secreta; llana y fácil de
comprender a primera vista. Este verano
los cimientos, el terreno desbrozado,
puntuado y cercado. Tendría la luz del
largo atardecer para trabajar en ella.
Él no sabía nada del amor. Lo que la
gente entendía por «enamorarse»
siempre lo había confundido e irritado;
«echarse a volar» era lo que al parecer
querían decir. Lo que él sabía al
respecto era algo distinto, algo que
cobraba existencia poco a poco, un quid
pro quo; no dar un paso a menos que
hubiese camino suficiente donde poner
el pie, pero tomar cuanto camino
apareciese a la vista, eso era todo.
Encontró un buen árbol para
descansar a su sombra, con la casa a la
vista y allí se sentó y cruzó sus botines
de lona. Él seguiría en pie, erguido
sobre sus cuatro patas, y vería a dónde
lo conducían. Tiene que resultar. Sacó su
vieja Kohner y sopló el polvo que se
había acumulado en los intersticios,
buscando con su oído mental una
melodía.
En ese mismo momento, cuando el
sol, en su eterno periplo, cruzaba el
meridiano, Pierce Moffett, en la casa de
Fellowes Kraft en Stonykill, dio vuelta a
la última página de lo que había escrito
Kraft, sobre la pila que tenía a su
derecha y se reclinó en la dura silla
(¿cómo pudo Kraft pasar tantas horas
sentado en ella?), delante del escritorio.
Encendió un cigarrillo, pero
permaneció sentado e inmóvil con él en
la mano, mientras el humo se
desenroscaba en una cinta continua y
múltiple, como el calor que de las
entrañas le subía al pecho. Ahora sabía
que su vida entera hasta ese momento, la
religión en que había nacido, las
historias que había aprendido e
inventado y narrado, la educación que
había recibido o esquivado, los libros
de algún modo escogidos para que
leyera, su gusto por la historia y las
fechas coloreadas con que él la había
enriquecido, las drogas que había
ingerido, los pensamientos que había
pensado, todo ello lo había preparado
no para escribir Un libro, como él había
supuesto, no, sino para leer uno. Este
libro. Esto era lo que él en un tiempo
había esperado y anhelado encontrar en
cada uno de los libros que abría, que
cada libro fuera el libro que él
necesitaba, su propio libro.
Porque este libro no era diferente
del suyo, también inconcluso (ni
siquiera empezado, en realidad); en
realidad su propia vida parecía igual, el
libro no escrito, inescribible, de toda su
vida vivida, sólo que en otra edición, y
con el mismo título por añadidura. Un
título equívoco, había dicho Julie, y
difícil de clasificar.
Contempló el tambaleante montón de
páginas, todas boca abajo, leídas, pero
no concluidas para él. ¿Para qué público
—se preguntó— había pensado Kraft
que estaba escribiendo? ¿Quiénes
supuso él que querrían leer semejante
historia? Nadie tal vez y ésa es quizá la
razón por la cual permanece aún sobre
este escritorio, inconclusa, inédita, en
espera de su único lector ideal.
Porque el libro, considerado como
tal, como novela, no era por cierto un
buen libro, pensó Pierce; era un
romance filosófico, remoto y
extravagante, sin el verdadero sabor de
la vida que en realidad debió de
prevalecer en el mundo, como había
realmente acontecido si uno se refería a
este mundo, este único mundo en el cual,
metáforas aparte, todos nosotros hemos
vivido real y únicamente. Los
personajes eran fantasmas hambrientos,
sin esa saludable contundencia de la
vida misma que Pierce recordaba de
otras obras de Kraft como Manzanas
mordidas, o aquella otra sobre
Wallenstein. Las docenas de figuras
históricas, ninguna excepto las menos
significativas, hasta donde Pierce podía
juzgar, eran fabricadas, los incidentes
reales, grandes y pequeños en que ellos
en verdad participaran, reducidos todos
a un cuento de invierno, las
motivaciones imaginarias que aquí se
atribuían a sus actos; los dolores de
parto y las angustias de muerte de las
eras del mundo, las agonías de los
potentes magos, la obra de los
demonios, de las lágrimas de Cristo, de
las prepotentes estrellas.
No no no, le había dicho a Julie no,
esos rosacruces preservando secretas
sus historias, transmitiéndolas a través
de las edades codificadas en libros
secretos que significan lo contrario de lo
que dicen, trabajando para alterar la
vida de los imperios, acechando detrás
de los tronos de los reyes y los papas-
despierta: las sociedades secretas, los
masones, los illuminati, no han tenido
un poder real en la historia. ¿No te das
cuenta?, había dicho él, la verdad es
tanto más interesante: las sociedades
secretas no han tenido poder en la
historia, pero la creencia de que las
sociedades secretas han tenido poder en
la historia, sí ha tenido poder en la
historia.
Y sin embargo. Y sin embargo.
Terminar de escribirlo. Huh. A
diferencia de la Historia, las historias
necesitan finales; las páginas de notas al
final del manuscrito de Kraft llevaban la
narración más y más lejos, acumulando
más años y libros y personajes —
calculó Pierce de una ojeada— como
para llenar otros dos, otros tres
volúmenes, sin llegar a un final.
Pero Pierce podía imaginar un final;
podía, sí. Podía imaginar que después
de que hubiera tenido lugar el gran
cambio: un diluvio universal, un huracán
de diferencia que arrasara con todo el
viejo mundo, una tempestad en la que
convergieran la Guerra de los Treinta
Años, los tercios, Wallenstein, el fuego
y la espada; la Razón, Descartes, Peter
Ramus, Bacon y también la Sinrazón, las
brujas ardiendo en sus hogueras;
después de que todo hubiera sido
barrido una vez más y desaparecido en
lo irrecuperable, los hermanos
rosacruces en fuga, la Piedra, el Cáliz,
la Cruz, la Rosa, todo barrido como
hojas al viento, él podía imaginar que,
bajo un cielo fuliginoso e impenetrable
(el alba a punto de romper, pero en otra
parte; y otro tiempo que el allí y el
entonces) ellos, los héroes de esa Era,
que para entonces ya serían imaginarios,
serían reunidos uno a uno por un anciano
de barba blanca como la leche y con una
estrella en la frente. Convocados. Venid,
venid ahora, pues nuestro tiempo es
pasado. Uno a uno, desde los talleres y
las cavernas de Praga y los jardines
filosóficos de Heidelberg, desde las
celdas y los palacios de Roma y París y
Londres. Ahora todo es pasado. ¿Y a
dónde podrán ir ellos entonces? El
viento se levanta con el amanecer; ellos
suben a bordo de ese navío impaciente
en su anclaje, cuyos velámenes se están
abombando ya, el signo de Cáncer
pintado en ellas. Hacen rumbo hacia otra
parte, una ciudad blanca en el Oriente
más remoto, un país nuevamente sin
nombre. Se hacen a la mar.
Con una horrible y súbita certeza,
Pierce supo que iba a llorar.
Santo Dios, pensó, cuando el acceso
hubo pasado, Santo Dios, de qué región
de su interior le había sido arrancado
inesperadamente, como por una mano.
Se secó los ojos en los hombros de su
camisa, el izquierdo, el derecho, y miró
por la ventana del parteluz, el pecho
todavía trémulo. Allá fuera, Rosie
Rasmussen y su hija se ocupaban del
descuidado jardín de Kraft. También
Sam estaba llorando.
Por qué tengo que vivir en dos
mundos, preguntó Pierce, por qué.
Somos todos o sólo unos pocos los que
siempre vivimos en dos mundos, un
mundo fuera de nosotros, real pero
extraño, y un mundo interior que tiene
sentido y que nos arranca lágrimas de
reconocimiento cuando penetramos en
él. Se levantó. Acomodó la pila de
páginas que legara el difunto Kraft, y la
insertó de nuevo en su caja.
No era verdad. Claro que no. Porque
si este momento era un momento en que
podía ser verdad, también este momento
estaba transcurriendo velozmente; y
cuando hubiera pasado, toda esta
historia de Kraft no sólo ya no sería
posible sino que no había sido posible
jamás. No habría forma, si el mundo
continuaba girando, estas historias
contenidas una dentro de otra; una por
una se deslizaban de nuevo en la mera
ficción —el falso Egipto de Hermes, y
el falso Hermes de Bruno; el falso
Bruno de Kraft; la falsa historia del
mundo de Pierce, las puertas que una
vez se abrieran de golpe, se cerraban
también de golpe a lo largo del
corredor, que conducía hacia los siglos
coloreados.
La brecha se cerraba; quizás este
año fuera el último en que pudiera
percibírsela; este mes el último mes; y
una vez que se cerrara no habría ya
mensajero alguno a quien uno pudiera
creer. Yo sólo he escapado para
decíroslo, porque también el mensajero
sería una ficción, una idea loca, una
fantasía.
El momento del cambio, el momento
de Pierce, el momento mismo no iba a
sobrevivir al cambio, eso era todo. Se
retraía con todo lo demás en el mundo
ordinario, este único mundo, ese mundo
real que ahora retrocedería
infinitamente, todo a la vez, igual a sí
mismo.
Sí.
Salvo que, de ahora en adelante, no
a menudo pero sí de vez en cuando,
aquellos que hubiesen pasado por ese
momento podrían experimentar la aguda
sensación de que sus vidas están
partidas en dos, y de que sus infancias,
en el lejano extremo, yacen no sólo en el
pasado sino también en otro mundo: una
certeza melancólica, para la cual no
puede aducirse, ni siquiera imaginarse
prueba alguna, que las cosas contenidas
en ella, la naranja Nehi y las zapatillas
sucias, la misa cantada y el texto de
geografía y la revista de historietas, las
ciudades y los pueblos, los perros,
estrellas, piedras y rosas, no tienen
ninguna semejanza con las que condene
el mundo de hoy.
Pierce salió del estudio, atravesó la
casa oscura y emergió a la luz del
mediodía. Continua, imperceptible, a la
velocidad de un segundo por segundo, el
mundo pasaba de lo que había sido a lo
que iba a ser. Rosie se levantó el ala de
su sombrero de sol para ver a Pierce,
que salía de la casa a largos trancos, y
Sam dejó de lloran Spofford, en
Arcadia, levantó el instrumento que
sostenía en sus palmas, para tocar.
—Listo —gritó Pierce—.
Terminado.
—Nosotras también —dijo Rosie; y
levantó, para que él pudiera ver, el botín
que habían recogido en el jardín de
Kraft, grandes brazadas de flores que de
otro modo se hubieran marchitado a
solas, amapolas y rosas exuberantes,
margaritas, lirios y glicinas.

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