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26/09/2020
Vanesa O' Toole
O' Toole, Vanesa Lourdes
Siete días para Elizabeth Schumann / Vanesa Lourdes O' Toole. 1a ed . Ciudad
Autónoma de Buenos Aires: Thelema, 2018.
152 p.; 23 x 15 cm.
ISBN 9789874002259
Editorial Thelema
thelemaeditorial@gmail.com
www.vanesaotoole.com
www.facebook.com/sietediasparaelizabethschumann
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o transformación en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico, magne
tofónico, mecánico, fotocopia y/o digitalización sin el expreso conocimiento, por escri
to, de la autora.
Los hechos y/o personajes de la presente publicación son ficticios, cualquier seme
janza con la realidad es pura casualidad.
La mujer que escribió esta historia
se la dedica a la niña que se atrevió a soñarla.
En el comienzo de los tiempos,
los seres humanos eran dobles
y tres eran sus sexos:
femenino, masculino y andrógino.
Mas un día, los dioses castigaron a la humanidad,
dividiendo sus cuerpos. A partir de entonces,
aquellos seres antes completos debieron buscar
la llave para acceder al reino de lo Eterno,
que solo sería posible cuando
las dos mitades originales se encontrasen.
PRELUDE
Medianoche.
La luna brillaba en su máximo esplendor mientras
las últimas hojas de los árboles de invierno caían, de
soladas, tras un manto de neblina. El vendaval arre
ciaba afuera del auditorio y los nubarrones mutaban
sus formas fantasmales a gran velocidad.
El frío helaba los rostros de aquellos que serían
parte de la velada. El espectáculo comenzaría puntual,
dando lugar a la magia de la música clásica.
En el interior, un semicírculo de butacas y de pal
cos. El público se ubicaba bajo una inmensa cúpula
cristalina, destinada a deleitarlo con el desfile de las
estrellas en plena oscuridad.
El oboe dio el la y los demás instrumentos se unie
ron en busca de la afinación perfecta. El silencio llegó
a mis oídos; momento de hacer mi aparición. A pesar
de mi semblante siempre sereno, los nervios nunca
me abandonaban.
Un pesado telón púrpura se abrió por encima de la
escalinata. La luz hizo foco sobre mí y el aplauso se
propagó por la sala entera. Peldaño a peldaño, traté de
mantener la calma.
Nadie vio mis manos temblar al alzar mi largo ves
tido rojo ni mucho menos, al sostener con destreza el
violín y el arco. Una vez más, disfruté de cada instan
te, de cada detalle.
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Durante el adagio, sentí el peso de las estrellas por
encima de la cúpula. Como vestigios de tiempos arcai
cos, siempre me recordaron lo insignificantes que so
mos frente a la magnificencia del Universo; fueron
ellas las primeras en gritarme que nacimos eremitas y
eremitas hemos de partir.
El finale se acercaba. El tercer movimiento de la
pieza, un allegro energico que avanzaba con fuoco para
abstraerme del trágico destino que me aguardaba.
No escuché la cúpula quebrarse ante el rayo.
No percibí la lluvia de cristales cubriendo a la or
questa en un torrente de su propia sangre.
Tampoco imaginé que el final era el principio ni que
las estrellas me reclamaban.
Mi nombre es Elizabeth Schumann. Tenía dieci
nueve años cuando la muerte vino a buscarme.
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diqué interminables horas a los conciertos en el audi
torio de Lemuria, donde me instalé para consagrarme
junto a mi bienamado y necesario violín.
Y casi sin querer, sabiéndome al fin libre de triste
zas y de abusos terrenales, abandoné a mi ángel. Dejé
de lado su nombre, sus ojos, el sonido de su voz...
Asesiné en mi mente a aquel capaz de acompañarme
en la soledad extrema, al único con la habilidad de
serenarme y de quererme a pesar de mí misma. Sin
darme cuenta, lo desterré de mi vida y le di sepultura
en el olvido.
Una lágrima rodó por mi mejilla. La escena plas
mada en el bronce me atravesó por completo. En ella,
mi ángel observaba desde lejos, mientras yo le daba la
espalda, indiferente. No era un ángel cualquiera, sino
el mío. Mi guardián, mi consejero, mi verdadero y
único amigo.
—¿Lo recuerdas?
—Ahora sí.
El ser luminoso apareció ante mí. Su ondeado ca
bello castaño danzaba con la brisa; llevaba una túnica
violácea por encima de los pies descalzos, que levita
ban en punta. A cada lado, dos pares de alas resplan
decían en un lúcido plumaje. En la mano izquierda
ensalzaba un cetro de oro.
—¿Quién eres? —Efímeros destellos acudieron a mi
mente. El concierto, el auditorio… El momento en que
mi vida parecía tocar fin mientras alguien me arras
traba con premura a un plano desconocido. En la
incertidumbre, recordé haberlo increpado y él me lo
había dicho—: Metatrón.
—El primero y último de los arcángeles. —Inte
rrumpió con serenidad—. Como Canciller del Cielo, he
venido a acompañarte.
¿Cielo? Aquella palabra se clavó como un puñal en
mi pecho. Temblé ante la revelación.
¿Estaba muerta?
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El revés de su mano sacudió mi rostro con violen
cia. Luego me levantó por el cuello, poniendo mi mira
da a la altura de sus ojos humanos.
—¿Te ayudo a hacer memoria? —Su cola de diablo
me enroscó con la ferocidad de una boa constrictora.
No soporté el sufrimiento; sentí que se me quebra
ban uno a uno los huesos, aunque era imposible. El
dolor se asemejaba al que experimenta una persona
con síndrome de miembro fantasma. Sin embargo, la
agonía era producto de mi mente; en aquel plano, lo
físico no existía.
—¡Sé valiente, Elizabeth! ¡Asmodeo se alimenta del
terror y la desconfianza! —La voz retumbó con autori
dad—. ¡Enfrenta tus temores! ¡Nadie más que tú pue
de luchar contra él y vencerlo!
—¡NO PUEDO! —Brotó de mis entrañas el senti
miento desmedido mientras las lágrimas escapaban
sin permiso.
—¡Puedes y debes! ¡TÚ LO CREASTE!
El metal impactó contra el piso y un desgarrador
aullido emergió de las gargantas del demonio. La pre
sión fue cediendo y me sentí libre de nuevo.
Al buscar con la mirada, me sorprendió la figura del
arcángel Miguel, Comandante en Jefe de los Ejércitos
Celestiales. El cabello rubio le caía por debajo de los
hombros, ensalzando sus ojos azules en un rostro du
ro de tez bronceada. Vestía una armadura bruñida en
oro y un manto rojizo con ornamentos en dorado.
—Ten valor y nada será imposible. —Desplegó las
imponentes alas y preparó la espada para embestir al
enemigo. La sangre brotó y las tres cabezas recién
cortadas se perdieron en la podredumbre. Entonces
comprendí que aquel sitio era el campo de una batalla
imperecedera entre ángeles y demonios. —La puerta
ya no es segura… —soltó el arcángel, observando có
mo el caído comenzaba a regenerarse. Con rapidez me
ofreció la mano—. Debemos irnos.
—¿A dónde?
Sin más, me alzó en sus brazos y emprendimos
vuelo a lo desconocido.
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nos secundaba y supe entonces que nos encontrába
mos en el jardín que tenía a su cuidado.
Por último, el más radiante de los cinco. Cualquiera
lo habría considerado el más hermoso. El rostro cetri
no resaltaba su mirada añil mientras sus rizos colora
dos caían atados en una cola de caballo. La larga capa
roja escondía la espada que con seguridad blandiría
en forma de rayo y sus alas teñidas de fuego flamea
ban con la pasión de una indomable hoguera.
—El arcángel Uriel, intérprete de las profecías,
príncipe de la Luz... —me maravillé.
—Por comentarios como ese, es que peca de presu
mido —bromeó Metatron, uniéndose al grupo. Al notar
mi preocupación por su brazo inmovilizado, agregó—.
Rafael ha hecho un buen trabajo.
Los arcángeles se miraron y fue Gabriel quien tomó
la iniciativa. No había tiempo que perder.
—Presta atención, Elizabeth... —Y prosiguió en tono
catedrático—. El ser humano encarna en la Tierra pa
ra encontrar la evolución espiritual de su alma. Nace,
crece, se desarrolla y muere. En el trayecto de la vida,
está llamado a aprender, a amar, a inmortalizarse en
la creación y en la procreación. Y sin embargo, su na
turaleza cósmica no termina de realizarse en su tota
lidad. Por tal motivo, muere gran cantidad de veces
dejando ciclos abiertos que deberá cerrar en sus pró
ximas vidas.
—Algunos le dicen karma —se unió Uriel—. Yo pre
fiero llamarle deuda terrenal...
—Que debe saldarse antes de la última vida que el
Todo le otorga a cada ser humano —completó Rafael.
Me extrañé al escucharlos. Si bien creía en la reen
carnación, jamás pensé que había un límite de exis
tencias.
Gabriel retomó la explicación.
—Cuando un mortal reencarna por última vez con
deudas terrenales, los ángeles debemos intervenir.
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—Por mi culpa. —Así y todo, dolía saber que mi in
diferencia lo había sentenciado—. Voy a liberarlo.
Se miraron complacidos.
—Invoca a Asmodeo —ordenó Miguel—. Él te con
ducirá a tu guardián. —Y me aconsejó—. No temas; el
miedo es el gran devorador de los hombres y el ali
mento preferido de los demonios.
—No lo haré.
Estaba aterrada pero no me rendiría. Respiré pro
fundo, puse la mente en blanco y, de repente…
Me sentí sola.
Y no era la primera vez.
Más allá de rodearme de compañeros y amigos, con
los años aprendí que es uno quien está en soledad
consigo mismo y que es uno quien carga con el peso
de la propia alma.
No sé cuándo dejé de invocar a mi guardián; cuán
do perdí la costumbre de hablarle por las noches;
cuándo imaginé que era una invención en vez de creer
que en verdad existía. Solo sé que lo alejé de mi vida y
lo maté de indiferencia.
Nunca me pesó tanto el eremismo como en este
momento.
—No estás sola. —Miguel apareció detrás de mí.
Agradecida, sonreí, y juntos emprendimos la bús
queda de Rochel.
Infinitas escaleras se encumbraban en distintas di
recciones, decorando el interior de un caserón antiguo
y húmedo. Candelabros encendidos con llamaradas de
hielo decoraban aquel sitio semiabandonado.
Subimos y bajamos escalones que no conducían a
ningún sitio; corredores repletos de puertas nos en
frentaban con espíritus malignos que solo deseaban
molestar. Distintos alaridos se escuchaban tras las
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fundían mientras el suelo amenazaba con abrirse a
mis pies. Si retrocedía, me precipitaría en el abismo;
si me quedaba quieta, caería. No tenía idea de qué
debía hacer. La duda estaba por enloquecerme.
—Es preciso llegar o perecer... —Una voz harto co
nocida resonó en mis oídos. Entonces, recordé. Si en
verdad estaba muerta, ¿qué podía perder?
Miré a Asmodeo, desafiante, y corrí hacia él, sin
importar lo que dejaba atrás. Al alcanzar el límite en
tre el suelo y el vacío, salté.
El demonio imitó mis movimientos y nos encontra
mos en el Aire. Nuestros cuerpos colisionaron y caí
mos con violencia en su territorio. Los demás diablos
festejaron la hazaña, burlándose de mi derrota. Fue
entonces que Asmodeo me tomó por el cuello y me le
vantó sin piedad, apretando.
—Ya no me interesa tu alma —escupió—; quiero la
fórmula para despertar a los príncipes demonios. Ha
bla o vagarás sin rumbo por toda la eternidad...
Me asustaba y sus manos herían mi esencia, pero
en verdad no reconocía, entre tantas memorias, la
forma de invocar diablos como había hecho con él.
—¿No hablarás? —Disfrutaba al lacerarme. Recordé
a mi padre en sus estados de borrachera. Lloré de im
potencia, pero me mantuve firme—. Se me ocurre algo
mejor... —me soltó y dejó caer. Tosí. El aire que no
necesitaba me faltaba—. ¿Y si lo lastimo a él?
De repente, lo escuché. Mi ángel cantaba para olvi
dar sus penas, al igual que cuando me ayudaba con
las mías. Pero en esta ocasión, su vibrato ahogaba lá
grimas infinitas.
Conservaba el aspecto de un niño pequeño. El ca
bello negro le caía largo sobre un pálido rostro de ojos
azules. Vestía el mismo pijama en escala de grises con
el que me visitaba por las noches para ayudarme a
conciliar el sueño. Desplegó sin querer las alas y una
pluma voló hacia mí, dibujando figuras en el Aire. Al
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Busqué en lo recóndito de mi mente. Solo debía
pronunciar la fórmula en voz alta, una vez más, como
en oscuros tiempos remotos.
—La tienes, puedo sentirlo. Habla, ¡AHORA! —As
modeo amenazó con cortar el cuello a mi guardián.
—Hay momentos en que es preferible callar. Y es de
sabios poder reconocerlos.
Confundido, Asmodeo avanzó hacia mí para gol
pearme; sus manos no lograron moverse. Estaba pa
ralizado y, por más esfuerzos que hiciera, el mandato
de mi mente lo obligó a comprender que mis deseos
eran solo míos y que nadie, ni siquiera un príncipe
demonio, sería capaz de atentar contra ellos.
—Elizabeth, rápido, acude a lo diáfano, lo traslúci
do... —Rochel habló en un débil susurro—. Utiliza tu
fuerza de tu voluntad...
El diablo que me tenía apresada ardió de repente en
su propia esencia. Ya libre de ataduras, avancé hacia
la cárcel que se volvió cenizas. Sus restos se evapora
ron a mi paso, porque yo así lo quería.
Al llegar a Rochel, lo envolví en un abrazo poster
gado; juntos nos desvanecimos en el tiempo y el espa
cio. El demonio había quedado atrás, mas la batalla
final aún estaba por librarse.
Por suerte, ya no estaba sola.
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—¿Cuánto tiempo pasó? —Imaginé haber perdido
una eternidad, mas mi ángel me tranquilizó.
«Un día».
¿Era motivo para mantener la calma? En seis días
moriría y ¡tenía diecinueve años, cielo santo!
—Debo regresar.
«¿A la Tierra? ¿Para qué?». Rochel no salía de su
asombro. Teniendo la promesa de perpetuarme en el
Universo, ¿por qué inmiscuirme entre los vivos? «Tie
nes miedo a lo desconocido, Elizabeth, es todo. Aquí
hasta el Aire te pertenece... Quédate con nosotros; te
ayudaremos con tu propósito».
No supe qué contestar. Tenía miedo, era cierto. No
estaba preparada para afrontar la realidad. Pensé en
mis amigos, en mis compañeros de senda; en cómo
decirles que no lloraran por mi ausencia.
Era tan difícil de asimilar...
—¿Cómo entraré a mi castillo?
«Será al final, junto a tu alma gemela».
Ningún cometido se tornaba más arduo para una
eremita. Un insólito vacío se expandió dentro de mí.
Jamás añoré encontrar al ser que me complemen
tara. ¿Quién inventó la falacia de un otro capaz de lle
nar la ausencia de nosotros mismos? Me creía por
demás entera y, sin embargo, me vi en la obligación de
cumplir una misión carente de sentido.
A lo lejos, una presencia oscura me observaba;
montaba un Pegaso que se mantenía en el Aire en un
constante aleteo. No pude distinguir sus rasgos, pero
sentí que me acechaba como fiel memoria de la muer
te. Al saberse descubierta, la sombra se desvaneció
dejando tras de sí una estela de tristeza.
Me abracé a mi ángel.
—Dime qué hacer y lo haré —solté.
Anhelaba un camino llano mas mi intuición tem
blaba, silenciosa.
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«¿Qué ves?».
Agudizando la vista, me observé.
—Le temo.
«¿A qué?».
—A ella... —desconocí mi reflejo. Ya no guardaba
una mirada dócil, soñadora. Mi cabello era distinto,
más oscuro, enmarañado, desprolijo. El temple, duro
como la piedra, difícil de interpretar. Y los rasgos…
«¿Te reconoces en ella?».
—No.
«Mírate mejor».
Los ojos emitieron un destello de profunda oscuri
dad; temblé ante mi propia esencia.
Allí estaba, de rodillas, a la vera del arroyo, en
juagándose el rostro para quitar los restos de una su
ciedad que llevaba días. No era más que yo y, sin
embargo, cuánto le temía...
«¿Qué estás haciendo aquí?»
—Escapo. —No era mi voz ni mi contestación.
«¿Te persiguen?». Rochel no mostraba sorpresa.
—Bien conoces la respuesta.
«Quiero oírla de tus labios».
—¿También vas a burlarte? ¿Por qué no me matas
de una vez y terminamos con esta farsa? ¡HAZLO
AHORA SI TE ATREVES! —Desnudé mi pecho a la es
pera de un puñal invisible—. ¡VAMOS, HIERE!
Pero nada me amenazaba. Las copas de los árboles
continuaban danzando y los pájaros cantaban anun
ciando la caída de la noche. Agudicé los sentidos para
conectarme con la Naturaleza. Estaba sola. Nadie me
buscaba; nadie intentaba asesinarme. Me puse de pie
y busqué aquella voz que solo oía en mi cabeza.
¿Quién era? ¿Y por qué me torturaba?
«Tranquila. No voy a lastimarte».
—Y sin embargo lo harás. —Me envolví en una capa
de telas raídas, dejándome caer en el colchón de hojas
secas y ajadas.
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La esfera luminosa brilló una vez más delante de
mí. Su color azulado me recordaba la mirada transpa
rente de los ángeles.
«Confío en que lo harás».
Se iluminó por última vez y desapareció.
—¿Rochel? —Mi voz se perdió en aquel bosque con
sumido en llamas—. ¡¡¡ROCHEL!!!
Silencio. Me vi estancada en aquel sitio; una nimie
dad etérea en un universo conspirando en mi contra.
Jamás sentí angustia semejante. En la extrema sole
dad, me supe cerca de Estrella.
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—Es Estrella quien debe aceptarse; solo así cam
biará su destino y, por consiguiente, el tuyo.
—Es imposible que me vea, que me perciba siquie
ra... —recordé la escena en el bosque.
Las dominaciones se alinearon para despedirse.
—Lo harás bien, Elizabeth.
—Confiamos en ti.
—Es hora de que tú también lo hagas.
Entonces, ¿lo haría sola? ¿Pero si acababan de
ofrecerme ayuda?
Sus túnicas se camuflaron con la luz solar, desva
neciendo en lentitud las largas y delgadas figuras.
—¿Qué debo hacer para vencer a Asmodeo?
Una dominación pospuso su partida.
—En tu corazón está la fórmula que te liberará de
él para siempre. Pero una cosa debes saber —se puso
firme—. Si lo matas, tu alma quedará manchada y ya
no podremos salvarte, ¿entiendes?
Un nudo ahogó mi garganta.
El aroma a lirios se esfumó junto al paisaje que nos
albergaba. Una vez más, debía hacer frente a la deso
lación.
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que lo azotaba. Y así lo hice pero, al envolverlo entre
mis brazos, mi alma traspasó su cuerpo.
¿Acaso es posible abrazar un recuerdo?
Posó sus ojos en los míos.
—Stella...
Sentí un escalofrío al saberme nombrada.
—¿Estrella? —El inquisidor se acercó interesado,
sin percatarse de mi presencia—. ¿Está aquí? Confie
sa de una vez. ¿Quién es esa mujer?
Un nuevo tirón de soga lo hizo estremecer. Fran
cesco no soportó la carga emocional y, avergonzado de
sí mismo, se quebró en llanto.
—Mi esposa.
La clepsidra marcó el fin del tiempo estipulado.
—Confiesas entonces que Stella Cammarata es
también tu esposa...
Francesco levantó la cabeza, sonriendo.
—Lo confieso.
El inquisidor se puso de pie, solemne.
—Francesco Vitellaro, por confesar el pecado de bi
gamia, se te condena a...
—¡Fue su culpa! ¡Vendió su alma al diablo para
enamorarme!
—¿Estás diciendo que tu esposa ha cometido actos
de brujería?
—Lo siento, Stella... —me dijo Francesco, bajando
la mirada—. Te hubiera amado sin necesidad de ama
rrarme. Hubiese sido cuestión de tiempo, pero tenías
tanto miedo a la soledad que optaste por la opción
más rápida.
—¿A quién habláis? ¿Acaso el espíritu de Estrella
está en este recinto? —El inquisidor perdió la calma
característica—. ¡VADE RETRO, HECHICERA!
No había tiempo; debía hablar con Francesco allí
mismo. Si podía verme, también me escucharía.
«Necesito encontrarla», dije de manera mental.
Francesco sonrió.
—Ya lo hiciste.
Recordé nuestro encuentro en el bosque de abetos y
de repente comprendí: el tiempo había jugado conmi
go. Aquella escena no era parte del pasado sino del
futuro, luego de la confesión de su marido.
«¿Sabías que esto pasaría?»
—¡LLÉVENSELO! ¡Pronto, a las galeras!
El verdugo desató al acusado y lo tomó del brazo
sano; luego lo dirigió a su lenta condena a muerte.
«Necesito respuestas».
—Sé paciente, Stella…
«¿Quién eres?»
—Tu alma gemela. —Se congeló mi esencia en un
sollozo. Sin querer, lo había encontrado—. Búscame
en tu tiempo; no hay otra manera.
—¡Remarás hasta morir!
Y así se lo llevaron, a la rastra, mientras la espe
ranza se escapaba como agua entre mis manos.
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Las copas de los árboles danzaban mientras los pá
jaros anunciaban la caída de la noche. Estrella agu
dizó los sentidos, alerta.
«No voy a lastimarte».
—Sí que lo harás. —Se envolvió en una capa de te
las raídas, dejándose caer en las hojas ajadas.
«Estrella...»
Su rostro palideció. El odio se volvió una llamarada
que abrasaría el bosque entero; en aquel acto invo
luntario, sentenció su destino.
—¡Fuera de mis pensamientos! —El batir de alas
acusó recibo de su grito. Mi voz seguía atosigándola
cuando necesitaba silencio—. ¡Que te vayas, he dicho!
¡DÉJAME TRANQUILA!
Un torbellino de ramas la amarró con violencia y el
príncipe demonio brotó de las entrañas de la tierra.
Recién entonces comprendí que nunca me había ha
blado a mí, sino a Asmodeo.
El diablo lanzó un conjuro para atrapar mi alma;
con un hechizo verbal, Estrella creó un campo ener
gético que nos mantuvo a salvo.
«Gracias».
—Francesco dijo que vendrías.
Asmodeo rompió la protección y le asestó un golpe
en el pecho. Estrella cayó; le costaba respirar y sus
lágrimas brotaban sin permiso.
Levité hacia ella; su sufrimiento me hería.
—Ayúdame, por favor…
La humareda se erguía a lo alto, oficiando de señal
a los inquisidores.
La acaricié con una mano diáfana; podía sentirme,
lo intuía. No sabía qué hacer para que el demonio de
sapareciera de nuestras vidas.
De repente recordé las palabras de Francesco: la
verdadera sabiduría consiste en la unión de las cuali
dades del antagonismo.
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La vieja sonrió y tomó a la bebé en brazos. Mientras
canturreaba una canción de cuna, Stella levantó la
canasta y juntas atravesaron el bosque.
—A partir de ahora, te llamarás Estrella.
A lo lejos, la casa de sus padres ardía, sin pertur
barle a Stella Cammarata lo fuerte que gritaban.
«Recurre a tus recuerdos, Estrella. Todo lo que te
haya enseñado Filippa lo necesitaremos».
La mente de mi vida pasada mostró sus andadas
por el bosque, mientras innumerables soles y lunas la
veían crecer. Una voz interna la invitaba a liberar a los
demonios que aguardaban su ayuda. Por varios años
intentó aplacar las voces, hasta que cedió a la tenta
ción. Enamorarse de Francesco fue su calvario y el in
contenible deseo de tenerlo la llevó —equívocamente—
a liberar a Asmodeo.
—Un favor por otro. —Le dijo el príncipe demonio,
pero hubo un solo beneficiado.
Asmodeo asesinó a Filippa. La mujer —que contaba
ya con ciento cuarenta y siete años—, se negó a ayu
dar a Estrella a liberarlo. Con determinadas fuerzas
no era conveniente hacer pactos, pero su discípula no
supo escuchar el sabio consejo de la bruja.
Suelto en nuestro mundo, Asmodeo vagó por dis
tintos planos sembrando odio en la humanidad. No
fue casual que la inquisición llegara a Sicilia. El de
monio se inmiscuyó en la mente del pueblo, disper
sando el caos que tanto le entretenía.
En su recuerdo, Estrella caminó hasta un fogón y
habló con fluidez en un idioma ancestral. Dentro de
un círculo esotérico —visible solo para ojos aptos—, el
príncipe demonio ascendió y besó los pies de su ama
en señal de agradecimiento. Estrella sonreía; pensaba
que el diablo estaba a disposición suya cuando en
verdad era todo lo contrario.
—¡Aprovecha a matarlo, Elizabeth!
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Desapareció de mi vista; solo escuchaba su voz.
—¡No, suéltenme!
«¡¡¡Estrella!!!»
—¡Déjenme! ¡Elizabeth, ayúdame!
Volé hasta el bosque de abetos. No solo yo había
dado con Estrella: también los inquisidores.
—Elizabeth es tu futuro.
Fue entonces que mi vida pasada comprendió y sus
ojos se humedecieron.
La luz se apagó y dio lugar a otros dos destellos.
—Confía en ti y tus esfuerzos serán logrados. Sé
amiga de tu alma; no la condenes a vagar en soledad.
—Debes dejar el pasado atrás y perdonarte. Solo así
liberarás tu alma y dejarás que Elizabeth sea libre. Sé
buena contigo, Estrella; acéptate tal cual eres.
El dolor físico ya no existía; el alma de Estrella es
capaba al fin de su cárcel temporal.
—Me acepto… —soltó mientras desencarnaba por
completo—. Acepto mi luz y mi sombra. No culpo a los
demás por mis errores; soy la única responsable de
mis actos. —Luego me regaló una mirada inquisido
ra—. Acéptate tú también, Elizabeth. No sabes cuánta
paz hay en la aceptación.
Su alma se fundió con la mía y me sentí libre de
presiones. Stella Cammarata ya no estaba en aquel
cuerpo calcinado, sino conmigo.
La calma se esfumó cuando todo se tornó negro.
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—¡No quiero! Sufre. Es mi culpa. —De repente, vi
vencié lo peor—. ¡No puede ser! ¡YA NO RESPIRA!
«Ha cumplido su destino, Elizabeth».
—Pero la necesito… La elegí para aprender de ella.
¿Así va a abandonarme? ¿Sin haberme conocido?
«Acabas de recibir la primera lección».
—Ahora hay demasiada luz; me lastima. Hace frío.
Ese hombre que me sostiene me altera. ¡Me pega! No
voy a llorar… No voy a…
Lloré.
«Bienvenida una vez más a este mundo, Elizabeth.
Esta será tu última vida; ya sabes que te irás a los
diecinueve años. Te traje por un motivo».
Rochel me trasladó a la casa que quería borrar de
mi memoria. La pared a medio pintar, la silla rota, mi
cuarto de pocos juguetes, el armario que me servía de
guarida, mi padre llamándome en su borrachera...
Abrió la puerta de un tirón y me tomó del brazo.
Sin que pudiera resistirme, me sentó en su rodilla. La
angustia se ahogó una vez más en mi garganta; la
niñez y su tormento regresaron sin permiso.
—¿Por qué te escondes, pequeña inútil? —Su alien
to a alcohol barato volvió a asquearme—. ¿Te gusta
provocarme, es eso?
«Esto también pasará».
Enfoqué la mirada en el rincón donde los ojos de mi
ángel se encendieron, amistosos.
Pero aquello no pasaba. Ni me volvía invisible, ni
Rochel podía rescatarme, ni la mano de mi padre de
jaba de acariciarme sin permiso. Nada pasaba.
Jamás pasaría.
«Aún lo odias, ¿verdad?»
—Con todo mi ser.
«No sabía lo que hacía, Elizabeth».
Mi silencio hablaba.
«Deja que el odio se vaya. Perdónalo y perdónate; no
eres culpable de sus aberraciones».
—No puedo.
«Si te sirve de consuelo, regresará a la Tierra hasta
pagar su deuda terrenal. Pero tú no tienes tiempo. Li
beraste el corazón de Estrella; ahora libera el tuyo».
—Gracias a él me refugié en mi mundo interno y
encontré paz en la soledad. Gracias a él me alejé de
todo y de todos. No me pidas que lo perdone. Ni si
quiera puedo perdonarme a mí misma.
«¿Sientes culpa?»
—Lo elegí como padre...
«Estás cargando culpas que no te corresponden».
—Pesan demasiado.
«Las dominaciones no solo vinieron a liberar a Es
trella. Si quieres encontrar a tu alma gemela, debes
perdonarte, Elizabeth. De otra forma, la sombra que te
envuelve volverá para destruirte».
La opresión en mi pecho no me permitía dejar el
pasado atrás. Simplemente, no podía. Y sin embargo,
necesitaba continuar mi camino.
—Está bien; lo haré.
Mentí.
No me creyó, pero tampoco se le dio por insistir.
«Avancemos. Ahora tienes diecinueve años. Se aca
ba de quebrar la cúpula del auditorio».
La misma esfera luminosa que me guio al pasado se
hizo presente; sentí tranquilidad al verla.
«Aprendiste lo esencial de cada vida, pero no com
prendiste la verdad del amor. Añoraste simplezas que
no pudiste alcanzar. ¿Sabes de lo que hablo?»
—Ser dos para convertirse en tres... —recordé la
máxima de la Alta Magia que me llevó más de una vez
a replantearme mi senda.
«Te recluiste en el eremismo. Es hora de que empie
ces a vibrar con el binario».
Cubierto por vidrios rotos, mi cuerpo yacía en el
escenario del auditorio. El violín ensangrentado esta
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ba tirado a metros de mí. El arco, por la mitad, soltó
las cerdas que volaban con el viento nocturno.
Rota; así me sentía. Igual que mi instrumento.
—¿Crees que encontraré a mi alma gemela?
Bajo las estrellas, me sentí insignificante. Qué difí
cil resultaba aceptar mi destino y entregarme al final
que me reclamaba.
«Lo harás».
Regresamos al escenario que me vio partir. El casti
llo se alzaba a lo lejos mientras una sombra oscura
observaba mis movimientos.
—Si en verdad voy a encontrarla, necesito volver.
«¿A tu cuerpo? Eres infinita ahora; no me pidas que
te limite». El Pegaso batió las alas y voló por encima de
las nubes, tomando distancia.
Me mantuve firme en mis convicciones.
—Sé muy bien que el cuerpo es una cárcel para el
alma, pero lo necesito —argumenté—. ¿De qué vale
encontrar a mi alma gemela si ni siquiera puedo fun
dirme en un abrazo, sentir su perfume, percibir el la
tido de su corazón?
«Aún no lo entiendes».
—Lo entiendo a la perfección.
La muerte —injusta, sorpresiva—, estaba a punto
de arrebatarme el tiempo para crecer y descubrirme. Y
a lo lejos, ese maldito castillo me recordaba la misión
que cada vez me resultaba más difícil de cumplir.
Las dudas invadieron mi semblante.
—Necesito estar sola.
Rochel me observó con pena.
«Como quieras», dijo y se desvaneció.
La soledad me cercó en un manto de opresión, que
la sombra colocó sobre mis hombros.
—¿Qué quieres?
—Puedo darte lo que necesitas.
Temblé.
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DÍA TERCERO
con carácter
Al abrir los ojos, vi el cielo raso; el bienestar de un
colchón aplacaba mi estadía. A los costados no había
vidrios desperdigados; tampoco llevaba el vestido que
elegí para el concierto. Una bata de hospital cubría mi
desnudez.
Me incorporé de un salto. Me encontraba en una
sala de colores tenues y paredes compactas. Recordé
entonces que, luego del accidente, mi cuerpo perma
necía en coma en el hospital de Lemuria.
Debía verificarlo.
Mis pies descalzos acariciaron el suelo. Me dirigí
hacia la ventana, esperando ver los mecanismos en el
aire y los relojes de la isla. Pero no, solo vi un pasillo
interno. Enfoqué la vista en la imagen que me devolvía
el vidrio: sin marcas ni heridas ni sangre...
Nada, como si la trágica noche del concierto no hu
biese existido.
¿Y si todo fue la pesadilla de una mente desvaria
da? ¿Si solo luché por despertar de una parálisis de
sueño? ¿Qué tan real era la realidad? ¿Y si en verdad
no estaba destinada a morir y me quedaba una vida
entera por delante?
Necesitaba respuestas.
Caminé hacia la puerta. Antes de salir, observé a
ambos lados. El pasillo, extenso, interminable, con
ventanales goteando en un ambiente abrumador.
Afuera, la lluvia. Y allí mismo, decenas de puertas ce
rradas en distintas formas, texturas, tamaños y colo
res.
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contrado a mi alma gemela pero —una vez más—, el
destino se reía de nosotros.
—¿Cómo llegaste aquí? —Aún sin mirarme, buscó
más heridas en el otro brazo. Estaba entera.
—¿Es usted el Dr. Schwartz?
—Leíste mi correspondencia… —sonrió como si
aquello se tratase de una picardía—. ¿Qué más sabes
de mí y de mis intereses?
Me sonrojé. Había sido atrevida, era cierto. Pero,
¿cómo explicarle?
—Me perdí, es todo.
—¿En tiempos de guerra? —Me sorprendí ante la
pregunta. Retrucó—. ¿Cómo puede una alemana per
derse en su propia tierra?
No supe qué contestar.
—Vengo de afuera.
—Eres espía.
—No, yo solo…
Me tomó por el rostro y examinó mis ojos temero
sos. Por primera vez, sumergió su mirada en la mía.
Se detuvo más de lo debido.
—Deberías regresar por donde viniste. No es seguro
este lugar. —Se puso de pie y se dirigió hacia la ven
tana. La noche ocultaba el peligro.
Caminé hacia él, sigilosa.
—Eckhardt… —por instinto tomé su mano; él no se
resistió. Juntos miramos a la lejanía—. Yo soy…
—Sabía que llegarías.
Mi corazón galopó inquieto. Jamás experimenté tal
sensación, al menos en esta vida.
El calor de sus manos abrigaba mi cuerpo; añoraba
fundirme en su abrazo hasta que la muerte viniese a
buscarnos. El aroma de su piel me resultaba una de
licia. Y sin embargo…
—Solo tengo...
—Cinco días, contando este. —Quedé anonadada.
¿Qué tanto sabía de mí y de mi misión? Continuó con
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morir allí, alguien se robó su destino. Un ser oscuro
que lo introdujo en un pórtico, salvándolo de la catás
trofe o condenándolo para siempre.
—¡Maldición! —Oí gritar a la fémina.
No pude ver más. Una fuerza superior me introdujo
en la oscuridad y la puerta se cerró detrás de mí.
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Distintas esculturas me espiaban bajo túnicas
amarillentas y seres invisibles inundaban el Aire en
aspectos fantasmagóricos.
—¿Qué quieren?
Nadie respondió.
Avancé hacia el altar. Con cuidado, posé la mano
en una portilla dorada. El escalofrío caló mis huesos.
—Konrad Groß —leí.
Supe entonces que me encontraba en el Hospital
del Espíritu Santo, donde yacía su fundador.
La horda fantasmal se hizo visible. Algunos mos
traban vendas; otros, muletas. Unos revelaban miem
bros mutilados mientras que de los demás brotaba
sangre de lesiones aún frescas. Sus auras denotaban
oscuridad; sus esencias se arraigaban a esta Tierra a
través del rencor. Eran heridos de guerra, recuerdos
anclados a través de los años.
Les ofrecí la urna y se rieron de mi ingenuidad.
—¿De qué nos sirve un muerto —el vocero se ade
lantó unos pasos—, si lo que queremos es hablar por
la boca de los vivos?
Temí. Yo también había implorado regresar a mi
prisión terrenal; la necesitaba para cumplir mi misión.
Pero mi cuerpo era mío, no de otro. ¿Por qué no regre
saban a los suyos, sin necesidad de amenazarme?
Distintos objetos volaron hacia mí. Sorteándolos,
corrí hacia la salida. Estaba bloqueada.
—Sabemos quién eres —el difunto avanzaba a paso
lento, impasible, mientras yo desesperaba—; el Dr.
Schwartz no merece redención. Arderá por siempre en
el infierno; pagará por lo que hizo.
La mano feérica me alzó por el cuello; inmovilizada,
restaba esperar lo peor.
—Pudimos haber vuelto a casa, sanado, recobrado
la conciencia, escapado del bombardeo... Pero no. Tu
querido Dr. Schwartz tomó una decisión. Sedarnos.
Para no sentir dolor, decía; para atarnos a la muerte,
64
—Elizabeth ya tiene un destino. —La figura fulguró
de forma indefinida; por sus alas se veía circular la
electricidad—. No eres quién para arrebatárselo.
—Fuera de aquí, Libertad. Lo que haga con ella no
incumbe a las virtudes.
—No permitiré que engañes a nadie. —Una espada
luminosa apuntó al cuello de la sombra.
—¡Esto es entre Eckhardt y nosotros! —Escupió el
líder de los espíritus—. ¡Debemos vengarnos de nues
tro asesino! ¡Nos quedaremos con ella para que no
cumpla su misión!
La horda avanzó amenazante, mas el ángel no se
amedrentó.
—Saliendo del bucle tendrán la libertad que tanto
necesitan.
—¡Queremos su cuerpo! —Gritó otro.
—¡Es el único ser vivo en este maldito lugar! —Vo
ciferó uno más.
—¡BASTA! —Me impuse desde el suelo—. No im
porta cómo murieron, sino cómo van a seguir a partir
de ahora. Precisan liberar sus almas, irse de este hos
picio. El odio los ancla porque ustedes así lo quieren.
Si solo pudieran soltar aquello que los ata…
—No son más que un recuerdo encadenado —con
tinuó Libertad—. Permítanse soltar el pasado, para
luego reencarnar y tener una nueva oportunidad junto
a sus seres queridos.
—Será una aventura reencontrarlos en otras épo
cas, con rostros distintos —una triste sonrisa se di
bujó en mi semblante—. Aprovechen la oportunidad,
aún están a tiempo.
Yo ya no lo tenía.
El silencio fue momentáneo; luego el murmullo lo
interrumpió. Deliberaban entre ellos.
—Algunos tenemos varias vidas por delante… —un
ánima avanzó desde el fondo para dirigirse al ángel—.
Pero tú viniste a rescatar a Elizabeth, no a nosotros.
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—¿Eres consagrada?
Sonrió; era fría y hermosa.
—Podría decirse.
Me acerqué con lentitud.
—¿Por qué estás aquí?
—Debo velar porque cumplas tu misión. —Y me
contó que me había conocido en Lemuria, la noche de
la tragedia. Si bien le encomendaron acompañarme,
no reveló quién ni la razón por la que aceptó.
Nos quedamos en silencio mientras los pensamien
tos se amontonaban.
—¿Qué estoy haciendo aquí?
—Lo siento, mi niña. —El anciano habló sin mirar
me—. Fue la única manera de alejarte de la sombra,
aunque de todas formas te siguió.
Me acerqué a él y puse mi mirada a la altura de la
suya. Lo tomé de las manos con suavidad.
—¿Usted me trajo a este hospital?
—Ahora es un asilo de ancianos… —soltó Anna,
impasible—. Mi excusa es visitarlo.
—Y la mía, fingir ochenta y siete años. —Lo que
contó a continuación me dejó perpleja—. La sombra te
persigue y lo seguirá haciendo. El destino de ambos es
enfrentarse, pero nuestro objetivo es postergar ese
momento para que puedas cumplir tu misión.
—¿Quién es?
Continuó, evadiendo mi pregunta.
—El próximo paso es rescatar a Eckhardt del demo
nio que se lo llevó.
—Tiene a su alma cautiva. —Anna miró hacia afue
ra, como si le doliese—. Desde entonces.
En el exterior, las nubes se abrieron mostrando una
noche estrellada.
—Pasaron más de cincuenta años. —El anciano
apretó mis manos—. Si bien ha reencarnado, su alma
está escindida y necesita de tu auxilio.
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DÍA CUARTO
presto
Nos alojamos en una habitación prestada.
Anna se instaló en casa de consagrados apostados
en el continente. Ninguno hizo preguntas. Ni ellos ne
cesitaban saber quién era, ni yo quería establecer
conversación con desconocidos.
Tomamos prestada la vestimenta del ropero; por
suerte era de nuestra talla. Elegí calzas negras y un
vestido corto en el mismo tono. Anna utilizó un par de
zapatillas para combinar con su jean y remera blanca.
Me quedaron los borceguíes cortos; los mismos que
usábamos en las islas.
Sentada delante de una mesa ratona, ella estudiaba
siete piedras diminutas dispuestas en forma de cruz.
Creyó conveniente pedir consejo a las runas, por eso
levantó la primera y habló:
—Nathiz en el pasado indica una transición. Un fi
nal rotundo, doloroso; cargaste una cruz en tu espal
da, pasando por un extremo sufrimiento emocional.
Pero tranquila, tanto esfuerzo será recompensado con
un futuro esperanzador. —Tomó otra—. Algiz al revés.
Un pasado oscuro que no permite ver el presente con
claridad. También se refiere a una presencia femenina
muy fuerte, oscura, con un trágico final. —Me estudió
con la mirada—. ¿Es tu vida pasada?
—Ya está solucionado.
—Perfecto. —Levantó una tercera piedra—. Mannaz
al revés. Desencuentros, engaños, conflictos que lle
van a enfrentamientos… Todo lo que viviste ayer.
—Haberlo sabido antes...
72
Sonó el timbre.
Anna me miró extrañada. Los dueños de casa esta
ban fuera, por lo que se dirigió a abrir. Al rato regresó
y, tras ella, asomó con timidez un hombre alto, con el
cabello negro y despeinado. Sus ojos de color azul se
posaron sobre los míos.
—¿Me extrañaste?
Quedé atónita al reconocerlo.
—Así que este es Rochel… —Anna lo miró de arriba
abajo. Dio su aprobación con la cabeza y nos dejó
conversar a solas.
74
—¿Eckhardt está aquí?
Anna y Rochel se miraron.
—Nos están esperando.
Avanzamos en silencio hasta una abertura que solo
ella pareció notar. Uno a uno fuimos ingresando a un
corredor sin fin. Innumerables brazos se movían a
través de las paredes, queriendo alcanzarnos. Apresu
ramos el paso, escapando de sus garras.
Nerviosa, di un traspié y caí. Rochel estrechó la
mano y me levantó.
—Debemos llegar cuanto antes.
Las figuras contenidas rasgaron las grietas. Al mi
rar atrás, vi cómo algunas atravesaban el muro y nos
buscaban, acechantes.
—¡Rápido! —Anna dirigió la huida.
Las criaturas corrían como hambrientas bestias
tras su presa. La distancia se hizo cada vez más corta.
Casi llegaban a nuestros talones cuando una puerta
se volvió visible al final del pasillo.
Al abrirse, una mujer de cabello oscuro y ojos azu
les nos invitó a pasar. El portón se cerró, pero los ras
guños aún eran audibles.
—Te das cuenta, ¿verdad? —La mujer se dirigió a
Anna—. Este sitio está confinado a un propósito.
—Es el punto de reunión de los demonios en la Tie
rra —aseveró la adivinadora.
—Se está gestando una nueva guerra.
El mundo tal como lo conocíamos estaba cambian
do —muy a pesar mío—, por la ambición de los con
sagrados. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero me
repuse. Lo que ocurriese con la humanidad, ya no me
incumbía.
—Despierta los sentidos, Elizabeth, que tu energía
haga contacto con esta Tierra a la que aún perteneces.
Que tu cuerpo materialice el deseo de liberar el alma
de Eckhardt. —No parecía una persona corriente. Su
fortaleza era divina, angelical—. Estás en el punto es
76
—Tranquila. —Observó con desconfianza a los cos
tados—. No queremos arriesgarte.
Me quité su mano de encima.
—Necesito encontrarlo, Anna. Debo rescatarlo de su
propio infierno.
—¿Piensas que no lo sé?
—¡Shhh! —La mujer a mi derecha sostenía un niño
en su regazo—. Va a comenzar el espectáculo. —Sus
ojos eran de un verde que no parecía de este mundo.
El bebé estiró una mano y me regaló una sonrisa
tierna. Su mirada era igual a la de su madre.
—¿Cómo se llama?
—Leonardo.
Anna volvió a tomarme del brazo.
—Es hermoso. —Sin quitarle la vista de encima, me
sentí hechizada—. ¡Qué ojos más preciosos tiene!
—Lástima que los ángeles tienen ojos azules...
El telón se levantó.
Quedé petrificada; en el escenario, me vi a mí mis
ma, vestida de rojo, bajando las escalinatas con el
violín en mano. Abajo me esperaba la orquesta y, arri
ba, la cúpula… instantes antes de quebrarse.
78
bucle se deshizo. En su lugar, Eckhardt apareció ma
niatado, con brazos y piernas extendidos cual hombre
de Vitruvio—. A Murmur no le gusta demasiado. Tiene
un alma oscura y su sabor es amargo. Murmur tiene
antojo de pureza y tú puedes ayudar a saciarlo.
Sentí asco.
—Nunca me tendrás.
Silencio. Luego, la carcajada resonando en todo el
recinto. Descompuesto de la risa, Murmur tardó va
rios minutos en volver a hablar.
—Pensabas que… me refería a… qué niña más
estúpida… —cuando se compuso, su voz se volvió
grave—. Murmur las prefiere rubias.
Anna palideció.
De repente, la oscuridad total.
Lo único que sonaba era la risa del diablo y los gri
tos de los espectadores pidiendo el próximo show.
Anna me tomó de la mano y me arrastró por un ca
mino que ninguna de las dos veía.
—¿Adónde vamos?
—A enfrentar al maldito, ¿adónde crees?
80
volverá contra ti convertida en odio. Puedes también
con eso.
Quedé paralizada.
—¿De qué estás...?
Apoyó una mano en mi hombro.
—Te sientes sola; siempre ha sido así. El daño te lo
has hecho a ti misma. Y ahora, a punto de volver a ser
parte del Todo, te percibes más eremita que nunca.
—Lo que en verdad temo es... —decirlo en voz alta
sería como desnudar mi alma.
—Te queda poco tiempo, así que vete. Y no olvides
mirar dentro de ti; intuye...
La sala entera se desvaneció, dejándonos otra vez
en la oscuridad. Anna me tomó de la mano.
—Es hora.
Sin que pudiera verme, asentí con la cabeza. An
siaba encontrarme con Eckhardt. No me urgía libe
rarlo, sino saber cuáles eran mis verdaderos
sentimientos con respecto a mi alma gemela.
82
son reales y poco se dan cuenta de que están bajo el
influjo de un estado mental alterado y de incuestiona
bles reacciones químicas.
El público rio, divertido.
Murmur se dirigió a la otra punta del escenario.
—El amor, en cambio, trae consigo la paz. El hu
mano, domado, tranquilo, se siente en plenitud cuan
do el sentimiento es recíproco. Ambos se protegen, se
preocupan por el bienestar común y, en algunos ca
sos, se deciden a procrear.
El público emitió un suspiro prolongado.
Luego de un silencio, Murmur se dirigió a mí con el
dedo acusador y los ojos desorbitados.
—No encontrarás a tu verdadero amor, mi estima
da. ¿Y sabes por qué? —Juntó aire para gritar la ver
dad—. Porque el verdadero amor no se encuentra, ¡se
construye! Y tú, no tienes tiempo de construir abso
lutamente NADA.
Perdí el equilibrio.
¿Qué estaba buscando? ¿Un ser que me comple
mentase? ¿En qué? ¿Si ni siquiera lo conocía? ¿Bas
taba sentir que la piel se me erizaba al contacto de mi
alma gemela? ¿Se trataba de un sentimiento genuino
o solo de un enamoramiento forzado y ficticio?
—Responder esa pregunta te llevará a la verdad, mi
niña. —El demonio esbozó una sonrisa gigantesca—.
En este teatro todos escuchamos tus pensamientos y
nos encanta. ¿Pero sabes qué nos gustará aún más?
Conocer la decisión que tomes cuando te diga…
Se acercó y susurró a mi oído. Sobre la parte supe
rior del escenario, aparecieron subtítulos que hicieron
visible su línea de diálogo:
—He aquí al ser con quien construiste una relación
de verdadero amor en esta vida. —Detrás de nosotros,
se iluminó un sector del escenario. Allí se encontraba
Rochel, maniatado. Volvió a hablar en un tono de voz
elevado—. ¿Te haces la sorprendida? Bien sabemos
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Algo dentro de mí alimentaba esos deseos sombríos
y que no me era ajeno. Ya no se trataba de mi vida
pasada, sino de la actual.
Recordé el bucle que mostraba mi muerte y en las
imágenes que se repetían una y otra vez. De repente,
presté atención a la energía que se desprendía de mi
último hálito de vida. Misma forma, tamaño y segura
mente, peso...
—¡Concéntrate, estimada! —El demonio chasqueó
los dedos—. Murmur cree que necesitas motivación.
La escenografía cambió con un ademán; la pared
del fondo se elevó y una horda de perros salvajes
gruñó esperando una señal. Del techo colgó un exten
so capullo, en cuyo interior distinguí la figura de un
cuerpo humano o lo que quedaba de él.
—Elizabeth...
La luz se encendió sobre Eckhardt. Sus ojos vacíos
me miraban sin ver; las venas drenadas ya casi sin
sangre. El demonio reía, divertido.
—¡Pero qué conmovedor! Siente tu vibración
energética y te reconoce. ¡Digna alma gemela!
Entonces, Murmur relató cómo lo había capturado
en el hospital de Nüremberg, transportándolo hasta
nuestra era. Para él, fueron solo segundos. Para Eck
hardt, el suplicio duró décadas.
—Cuando encerraste a mi amigo Asmodeo —con
fesó—, Murmur juró vigilar el sufrimiento de Frances
co. Pero al llegar a la galera, el muy maldito ya estaba
muerto. Fue así que Murmur decidió buscarlo en su
próxima vida y, para que no se le escapara, lo atrapó
en cuerpo y alma, creando un bucle del segundo antes
de su muerte. A Murmur le gusta crear infiernos per
sonales; son su especialidad…
No podía creerlo. Eso era tan cruel.
—Déjalo ir.
—Tus deseos son…
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—Resiste, Elizabeth... —Eckhardt sacaba fuerzas
de donde no tenía—. No es tu destino morir aquí. De
bes encontrarme en mi próxima encarnación.
El demonio alzó una mano y el silencio se impuso.
—No debiste abrir la boca.
Las lágrimas surcaban mi rostro cuando me puse
de pie. Avancé hacia Eckhardt; un camino de sangre
se dibujó detrás de mí. Al llegar a él, traté de atravesar
con las manos la viscosidad que lo retenía. Nada. Ante
la desesperada insistencia, mi propia carne comenzó a
desgarrarse. Grité. Entonces, mis dedos lograron al
canzar su piel helada. Distintas emociones me hicie
ron perder el control. Necesité, como nunca antes,
abrazarlo, besarlo, cuidarlo. Ansié con locura fundir
me con mi otra mitad.
En segundo plano, Rochel me llamaba. El público,
por su parte, se mantenía silencioso y expectante.
Con una fuerza sobrehumana, saqué a Eckhardt de
su tumba. Los hilos que lo mantenían vivo se fueron
desprendiendo; su existencia escapaba en cada suspi
ro. Lo sostuve entre mis brazos y lo acuné; la muerte
vendría a buscarlo, esta vez, gracias a mí.
—Cuando Murmur me capturó, mi alma se escin
dió. —Le costaba hablar—. Una parte encontró un
nuevo cuerpo; la otra, aún me pertenece.
—Sálvalo, Elizabeth —volví a escuchar la voz de
Rochel—. Salvar, a veces, significa liberar.
El príncipe demonio comenzó a aplaudir.
—Bien, bien, bien. Murmur quedó al descubierto.
—Avanzó hacia el límite del escenario—. Pero Murmur
te contará un secreto, mi niña. No necesitas a ningu
no, por lo tanto, da igual si viven o mueren.
Alzó el brazo y un rayo se dirigió a Rochel. Cerré los
ojos en un acto reflejo y me aferré a Eckhardt.
El impacto no se oyó.
—Ningún ángel será herido bajo nuestro gobierno.
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Besé su frente y lo apoyé en el suelo. El campo
energético se redujo, dejándolo fuera.
Eckhardt fue alcanzado por las llamas.
Lo último que las lágrimas me permitieron ver fue
una sonrisa de liberación.
Prelude ...................................................... 11