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zabeth Schumann".
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La editora
26/09/2020
Vanesa O' Toole
O' Toole, Vanesa Lourdes
Siete días para Elizabeth Schumann / Vanesa Lourdes O' Toole. ­ 1a ed . ­ Ciudad
Autónoma de Buenos Aires: Thelema, 2018.
152 p.; 23 x 15 cm.

ISBN 978­987­4002­25­9

1. Literatura Fantástica. I. Título.


CDD A863

Editorial Thelema
thelemaeditorial@gmail.com

Corrección: María Fernanda Bertonatti


Tapa: Gretel Lusky
Diseño de tapa y logos: Ruben Risso

www.vanesaotoole.com
www.facebook.com/sietediasparaelizabethschumann

Todos los derechos reservados.


Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

Este libro no puede reproducirse total o parcialmente, por ningún medio conocido o
por conocerse, así como tampoco se permite su almacenamiento, alquiler, transmisión
o transformación en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico, magne­
tofónico, mecánico, fotocopia y/o digitalización sin el expreso conocimiento, por escri­
to, de la autora.

Su infracción está penada por la ley 11.724 y 25.446.

Los hechos y/o personajes de la presente publicación son ficticios, cualquier seme­
janza con la realidad es pura casualidad.
La mujer que escribió esta historia
se la dedica a la niña que se atrevió a soñarla.
En el comienzo de los tiempos,
los seres humanos eran dobles
y tres eran sus sexos:
femenino, masculino y andrógino.
Mas un día, los dioses castigaron a la humanidad,
dividiendo sus cuerpos. A partir de entonces,
aquellos seres antes completos debieron buscar
la llave para acceder al reino de lo Eterno,
que solo sería posible cuando
las dos mitades originales se encontrasen.
PRELUDE

Medianoche.
La luna brillaba en su máximo esplendor mientras
las últimas hojas de los árboles de invierno caían, de­
soladas, tras un manto de neblina. El vendaval arre­
ciaba afuera del auditorio y los nubarrones mutaban
sus formas fantasmales a gran velocidad.
El frío helaba los rostros de aquellos que serían
parte de la velada. El espectáculo comenzaría puntual,
dando lugar a la magia de la música clásica.
En el interior, un semicírculo de butacas y de pal­
cos. El público se ubicaba bajo una inmensa cúpula
cristalina, destinada a deleitarlo con el desfile de las
estrellas en plena oscuridad.
El oboe dio el la y los demás instrumentos se unie­
ron en busca de la afinación perfecta. El silencio llegó
a mis oídos; momento de hacer mi aparición. A pesar
de mi semblante siempre sereno, los nervios nunca
me abandonaban.
Un pesado telón púrpura se abrió por encima de la
escalinata. La luz hizo foco sobre mí y el aplauso se
propagó por la sala entera. Peldaño a peldaño, traté de
mantener la calma.
Nadie vio mis manos temblar al alzar mi largo ves­
tido rojo ni mucho menos, al sostener con destreza el
violín y el arco. Una vez más, disfruté de cada instan­
te, de cada detalle.

Siete días para Elizabeth Schumann | 11


Vanesa O' Toole

El maestro caminó detrás de mí, testigo de mi dedi­


cación al instrumento.
Mi vida entera la compartía con la música; aquellas
cuatro cuerdas que me ataban a este mundo, a la vez,
me conectaban a las vibraciones del Universo. Me
convertí en un medio para transmitir las más hermo­
sas melodías; como intérprete de las musas y de la
historia, mi misión era mantener vivas las partituras
nacidas en tiempos vetustos.
Al llegar al pie del escenario, saludé a la orquesta.
Luego miré a la platea; sonriente, regalé una reveren­
cia. Sin público, no hay arte que se vanaglorie de divi­
no. Si nadie se emociona en cada sinfonía, con la
sutileza de una nota o el dramatismo de un silencio, la
música deja de tener sentido.
El maestro se ubicó en la tarima mientras yo aco­
modaba mi largo cabello castaño; necesitaba calzarme
con comodidad el instrumento. Cuando sostuvo en al­
to la batuta, planté los pies en la madera, enraizándo­
los de forma imaginaria con la Tierra. Nos miramos,
respirando juntos.
Compases al aire marcaron el tempo. Las flautas se
aventuraron en una lenta melodía introductoria, sir­
viendo de preludio a mi solo. Llené de Aire los pulmo­
nes y dosifiqué la energía en un sol ligado que dio vida
a la más maravillosa creación de Max Bruch, su Con­
cierto para Violín Número 1 en sol menor.
Una serie de apasionadas notas imploraban la
complicidad de los demás instrumentos. La orquesta
respondió suave; contesté con una escalinata de ne­
gras que aplaqué en un sonido pianissimo y vibrado.
El conjunto se expresó una vez más, con una ar­
diente melodía que oscilaba en intensidades, articula­
ciones y matices.
Perdí la realidad en los minutos que duraba la par­
titura; sentí que la música me transportaba al lejano
romanticismo de la pieza.

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Durante el adagio, sentí el peso de las estrellas por
encima de la cúpula. Como vestigios de tiempos arcai­
cos, siempre me recordaron lo insignificantes que so­
mos frente a la magnificencia del Universo; fueron
ellas las primeras en gritarme que nacimos eremitas y
eremitas hemos de partir.
El finale se acercaba. El tercer movimiento de la
pieza, un allegro energico que avanzaba con fuoco para
abstraerme del trágico destino que me aguardaba.
No escuché la cúpula quebrarse ante el rayo.
No percibí la lluvia de cristales cubriendo a la or­
questa en un torrente de su propia sangre.
Tampoco imaginé que el final era el principio ni que
las estrellas me reclamaban.
Mi nombre es Elizabeth Schumann. Tenía dieci­
nueve años cuando la muerte vino a buscarme.

Siete días para Elizabeth Schumann | 13


DÍA PRIMERO
­ andante moderato ­
E
— lizabeth...
Desconocía aquella voz. Suave, profunda; su forma
de llamarme evocaba la sutileza de un padre desper­
tando a un niño pequeño.
Abrí los ojos; la luz me encegueció. Con gran es­
fuerzo, distinguí al ser que se encontraba frente a mí.
Lo primero que capté fue su mirada azulina.
—Recuerda... —extendió la mano, alcanzando la
mía y la luminosidad se esfumó ante el contacto.
Mi vista se adaptó a la noche fría y penetrante. Las
nubes cambiaron de estado transformándose en una
extensa plataforma de hielo. Apoyé los pies desnudos,
mas no sentí frío ni tampoco resbalé, como temía.
Una puerta hizo aparición, atrayéndome como un
imán. Inmensa; pesada; infinita… Me sentí insignifi­
cante frente a los dos batientes de alrededor de cinco
metros que se elevaban cual colosos de bronce. Me re­
cordó a la Puerta del Paraíso, del escultor y orfebre
Lorenzo Ghiberti. Solo que, en vez de retratar escenas
del Antiguo Testamento, evocaba momentos de mi vi­
da. Al acariciar el relieve con la punta de los dedos,
los sucesos entraron en movimiento.
Reconocí mi niñez junto a un padre que malgastaba
su dinero en la bebida. Sus malos tratos convirtieron
mi doliente infancia en un infierno del que en vano
intenté escapar. Odiaba a mi padre, pero más me de­
testaba a mí misma por no haberlo enfrentado como
hubiera querido.

Siete días para Elizabeth Schumann | 17


Vanesa O' Toole

Su voz aún resonaba en mis oídos, mientras mero­


deaba por la casa con la botella casi vacía.
—Ven aquí, pequeña inútil... No me obligues a en­
contrarte...
Encerrada en el interior de algún armario, suplica­
ba al cielo para que me tornara invisible, pero lágri­
mas y rezos resultaban ineficaces.
Recordé la vez que —instantes antes de sacarme
con violencia de mi escondite— dos destellos azules se
encendieron frente a mi alma atormentada; el rostro
aniñado esbozaba una sonrisa compasiva.
—Esto también pasará... —susurró.
No comprendí a qué se refería. Sin embargo, cada
vez que mi padre atentaba contra mí, el ángel volvía.
—Esto también pasará... —repetía.
Pero no pasaba.
Me acompañó en la tristeza, en el encierro involun­
tario, en las noches de penumbra, en los días grises
que apalearon mi crecer. Quizás era un producto de
mi mente perturbada o de la ferviente necesidad de
una mano protectora. O tal vez la realidad no era
aquella que sacudía el día a día sino otra, a la que me
evadía junto a él. Su nombre era secreto, pero lo evo­
caba cada vez con más frecuencia. Y él siempre
acudía. Llegué a creer, con temprana ingenuidad, que
él también me necesitaba.
La tarde en que llegó la carta de admisión a las is­
las, sentí la libertad acariciarse con las manos. Y me
fui sin decir nada, sin empacar siquiera. Era la opor­
tunidad de convertirme en quien estaba destinada a
ser, de volverme coherente conmigo misma y de abo­
carme, por primera vez y para siempre, a mi verdade­
ra voluntad. Mi padre quedó atrás, oculto junto a mi
pasado. Nunca más supe de él.
Fue en La Capital donde conocí el mágico sonido de
mi instrumento. A partir de entonces, concentré mi
vida en el estudio de la Alta Magia y de la música. De­

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diqué interminables horas a los conciertos en el audi­
torio de Lemuria, donde me instalé para consagrarme
junto a mi bienamado y necesario violín.
Y casi sin querer, sabiéndome al fin libre de triste­
zas y de abusos terrenales, abandoné a mi ángel. Dejé
de lado su nombre, sus ojos, el sonido de su voz...
Asesiné en mi mente a aquel capaz de acompañarme
en la soledad extrema, al único con la habilidad de
serenarme y de quererme a pesar de mí misma. Sin
darme cuenta, lo desterré de mi vida y le di sepultura
en el olvido.
Una lágrima rodó por mi mejilla. La escena plas­
mada en el bronce me atravesó por completo. En ella,
mi ángel observaba desde lejos, mientras yo le daba la
espalda, indiferente. No era un ángel cualquiera, sino
el mío. Mi guardián, mi consejero, mi verdadero y
único amigo.
—¿Lo recuerdas?
—Ahora sí.
El ser luminoso apareció ante mí. Su ondeado ca­
bello castaño danzaba con la brisa; llevaba una túnica
violácea por encima de los pies descalzos, que levita­
ban en punta. A cada lado, dos pares de alas resplan­
decían en un lúcido plumaje. En la mano izquierda
ensalzaba un cetro de oro.
—¿Quién eres? —Efímeros destellos acudieron a mi
mente. El concierto, el auditorio… El momento en que
mi vida parecía tocar fin mientras alguien me arras­
traba con premura a un plano desconocido. En la
incertidumbre, recordé haberlo increpado y él me lo
había dicho—: Metatrón.
—El primero y último de los arcángeles. —Inte­
rrumpió con serenidad—. Como Canciller del Cielo, he
venido a acompañarte.
¿Cielo? Aquella palabra se clavó como un puñal en
mi pecho. Temblé ante la revelación.
¿Estaba muerta?

Siete días para Elizabeth Schumann | 19


Vanesa O' Toole

El alarido sonó como el grito de guerra de una fiera


salvaje reclamando lo que le pertenecía.
Un rayo cayó abriendo un abismo entre el ángel y
yo; el hielo a nuestros pies comenzó a quebrarse.
—¡Elizabeth! ¡Debes tener fe!
Sus garras afiladas me tomaron por sorpresa,
elevándome en el Aire. Presa del pánico, eché una mi­
rada a quien osaba arrebatarme: cuerpo de sátiro, pe­
chos femeninos y tres cabezas que abrían sus fauces,
amenazantes. La del medio, humana y con colmillos
excesivos; a la izquierda, la de un toro con morro per­
forado; y a la derecha, la fisonomía de un macho
cabrío. Las tres llevaban cornamentas y me miraban
con refulgentes ojos verdes, queriendo devorarme.
—¡METATRÓN!
El demonio batió sus inmensas alas y me dejó caer
al precipicio.
—Esto también pasará... —intenté pensar en la
caída. Pero por más esperanza que guardara, era evi­
dente que no pasaba.

Impacté contra un suelo impregnado en sudor y


sangre. Dolorida, me puse de pie dispuesta a correr.
El demonio llegó hasta mí en un vuelo amainado y
sus patas se clavaron en la tierra. Quedamos frente a
frente, observándonos; la diferencia de estaturas era
notoria. Permanecí inmersa en una bocanada de mie­
do, mientras él esbozaba una sonrisa aterradora.
—Tanto tiempo... —resonó su cavernosa voz en el
recinto—. Podría decir que te extrañaba. —Me estudió
con sus tres pares de ojos—. ¿Me recuerdas?
Lo miré asustada; no tenía idea de quién era ni por
qué me acechaba.
—En absoluto.

20
El revés de su mano sacudió mi rostro con violen­
cia. Luego me levantó por el cuello, poniendo mi mira­
da a la altura de sus ojos humanos.
—¿Te ayudo a hacer memoria? —Su cola de diablo
me enroscó con la ferocidad de una boa constrictora.
No soporté el sufrimiento; sentí que se me quebra­
ban uno a uno los huesos, aunque era imposible. El
dolor se asemejaba al que experimenta una persona
con síndrome de miembro fantasma. Sin embargo, la
agonía era producto de mi mente; en aquel plano, lo
físico no existía.
—¡Sé valiente, Elizabeth! ¡Asmodeo se alimenta del
terror y la desconfianza! —La voz retumbó con autori­
dad—. ¡Enfrenta tus temores! ¡Nadie más que tú pue­
de luchar contra él y vencerlo!
—¡NO PUEDO! —Brotó de mis entrañas el senti­
miento desmedido mientras las lágrimas escapaban
sin permiso.
—¡Puedes y debes! ¡TÚ LO CREASTE!
El metal impactó contra el piso y un desgarrador
aullido emergió de las gargantas del demonio. La pre­
sión fue cediendo y me sentí libre de nuevo.
Al buscar con la mirada, me sorprendió la figura del
arcángel Miguel, Comandante en Jefe de los Ejércitos
Celestiales. El cabello rubio le caía por debajo de los
hombros, ensalzando sus ojos azules en un rostro du­
ro de tez bronceada. Vestía una armadura bruñida en
oro y un manto rojizo con ornamentos en dorado.
—Ten valor y nada será imposible. —Desplegó las
imponentes alas y preparó la espada para embestir al
enemigo. La sangre brotó y las tres cabezas recién
cortadas se perdieron en la podredumbre. Entonces
comprendí que aquel sitio era el campo de una batalla
imperecedera entre ángeles y demonios. —La puerta
ya no es segura… —soltó el arcángel, observando có­
mo el caído comenzaba a regenerarse. Con rapidez me
ofreció la mano—. Debemos irnos.

Siete días para Elizabeth Schumann | 21


Vanesa O' Toole

—¿A dónde?
Sin más, me alzó en sus brazos y emprendimos
vuelo a lo desconocido.

El sol ascendía sobre un firmamento violáceo, en­


salzando con su aura las flores cristalinas. Vegetación
de distintas especies, colores y texturas adornaban un
jardín de aroma formidable. En la cercanía, un arroyo
de aguas cálidas nos regalaba un sonido adormecedor.
Los pájaros cantaban libres, mientras animales salva­
jes convivían en paz con los domésticos. Y en medio de
la escena, un gigantesco roble milenario, cual testigo
del paso de las ánimas por aquel inhóspito rincón del
tiempo y del espacio.
A lo lejos, cuatro figuras avanzaban lentas. No hizo
falta que Miguel me hablara de ellas; sabía quiénes
eran. La emoción desbordó mis mejillas. Los arcánge­
les me envolvieron en miradas repletas de ternura.
—Es un gusto conocerte. —El primero en saludar­
me fue Gabriel, el ángel de la Revelación. Su cabello
ensortijado caía en rubias ondas por encima de los
hombros, enalteciendo su mirada azul marina. Poseía
una belleza andrógina. Sus alas permanecían escon­
didas tras una túnica blanca y anaranjada.
—Al fin nos encontramos… —otra voz, cálida, dul­
ce, agradable, emergió como un manantial en una ar­
moniosa conjunción de sonidos. El arcángel Rafael,
guardián del Árbol de la Vida del Jardín del Edén, me
honraba con su presencia. De tez rosada y ojos eléc­
tricos, vestía una larga túnica esmeralda y llevaba un
cayado en su mano derecha. Su largo cabello castaño
caía suelto hasta la cintura y sus alas eran pequeñas.
—El ángel de la Curación —agregué. Adoraba las
historias que se contaban acerca de él. Su sonrisa in­
maculada otorgó un verde más profundo al árbol que

22
nos secundaba y supe entonces que nos encontrába­
mos en el jardín que tenía a su cuidado.
Por último, el más radiante de los cinco. Cualquiera
lo habría considerado el más hermoso. El rostro cetri­
no resaltaba su mirada añil mientras sus rizos colora­
dos caían atados en una cola de caballo. La larga capa
roja escondía la espada que con seguridad blandiría
en forma de rayo y sus alas teñidas de fuego flamea­
ban con la pasión de una indomable hoguera.
—El arcángel Uriel, intérprete de las profecías,
príncipe de la Luz... —me maravillé.
—Por comentarios como ese, es que peca de presu­
mido —bromeó Metatron, uniéndose al grupo. Al notar
mi preocupación por su brazo inmovilizado, agregó—.
Rafael ha hecho un buen trabajo.
Los arcángeles se miraron y fue Gabriel quien tomó
la iniciativa. No había tiempo que perder.
—Presta atención, Elizabeth... —Y prosiguió en tono
catedrático—. El ser humano encarna en la Tierra pa­
ra encontrar la evolución espiritual de su alma. Nace,
crece, se desarrolla y muere. En el trayecto de la vida,
está llamado a aprender, a amar, a inmortalizarse en
la creación y en la procreación. Y sin embargo, su na­
turaleza cósmica no termina de realizarse en su tota­
lidad. Por tal motivo, muere gran cantidad de veces
dejando ciclos abiertos que deberá cerrar en sus pró­
ximas vidas.
—Algunos le dicen karma —se unió Uriel—. Yo pre­
fiero llamarle deuda terrenal...
—Que debe saldarse antes de la última vida que el
Todo le otorga a cada ser humano —completó Rafael.
Me extrañé al escucharlos. Si bien creía en la reen­
carnación, jamás pensé que había un límite de exis­
tencias.
Gabriel retomó la explicación.
—Cuando un mortal reencarna por última vez con
deudas terrenales, los ángeles debemos intervenir.

Siete días para Elizabeth Schumann | 23


Vanesa O' Toole

Nuestra misión es ayudarlo a saldar las deudas. Si lo


logramos, podrá cumplir su eternidad en el Cielo. Pero
no es lo que habitualmente sucede...
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Temí la respuesta.
—Esta es tu última vida, Elizabeth. —Metatrón es­
bozó una sonrisa triste—. Y aún tienes varias deudas
que pagar.
—¿La creación de Asmodeo, por ejemplo?
Se miraron entre ellos. Había más por decir; ya en­
contrarían el momento indicado para cada revelación.
—Asmodeo es uno de los efectos de tu vida oscura.
Los demás fueron resueltos —habló Miguel.
—¿Vida oscura?
—Una vida pasada donde te dedicaste a labores
maléficas. Con la hechicería invocaste a Asmodeo, le
diste forma, creíste que él estaría a disposición tuya
cuando en realidad tú eras su esclava. Ahora es él
quien te acecha y no dejará de hacerlo hasta que
cumplas la promesa de entregarle tu alma...
No podía creer semejante pasado. Pero acaso, ¿no
venimos al mundo para aprender? Enmendar mis
errores era el acto necesario para evolucionar.
—¿Cómo puedo remediarlo?
Los ojos de Uriel flamearon en una llamarada azul;
le costaba continuar.
—No podrás hacerlo sola.
Me dirigí a Metatrón, buscando respuestas.
—¿Quién me ayudará? —La mirada del arcángel me
traspasó por completo; recién entonces comprendí por
qué me hizo recordarlo—. Rochel. —Mis ojos se hu­
medecieron y una lágrima rodó por mi mejilla—. Mi
ángel guardián.
Metatrón me tomó de las manos.
—Es prisionero de Asmodeo —soltó con suavidad
para que no doliera tanto.

24
—Por mi culpa. —Así y todo, dolía saber que mi in­
diferencia lo había sentenciado—. Voy a liberarlo.
Se miraron complacidos.
—Invoca a Asmodeo —ordenó Miguel—. Él te con­
ducirá a tu guardián. —Y me aconsejó—. No temas; el
miedo es el gran devorador de los hombres y el ali­
mento preferido de los demonios.
—No lo haré.
Estaba aterrada pero no me rendiría. Respiré pro­
fundo, puse la mente en blanco y, de repente…

Me sentí sola.
Y no era la primera vez.
Más allá de rodearme de compañeros y amigos, con
los años aprendí que es uno quien está en soledad
consigo mismo y que es uno quien carga con el peso
de la propia alma.
No sé cuándo dejé de invocar a mi guardián; cuán­
do perdí la costumbre de hablarle por las noches;
cuándo imaginé que era una invención en vez de creer
que en verdad existía. Solo sé que lo alejé de mi vida y
lo maté de indiferencia.
Nunca me pesó tanto el eremismo como en este
momento.
—No estás sola. —Miguel apareció detrás de mí.
Agradecida, sonreí, y juntos emprendimos la bús­
queda de Rochel.
Infinitas escaleras se encumbraban en distintas di­
recciones, decorando el interior de un caserón antiguo
y húmedo. Candelabros encendidos con llamaradas de
hielo decoraban aquel sitio semiabandonado.
Subimos y bajamos escalones que no conducían a
ningún sitio; corredores repletos de puertas nos en­
frentaban con espíritus malignos que solo deseaban
molestar. Distintos alaridos se escuchaban tras las

Siete días para Elizabeth Schumann | 25


Vanesa O' Toole

paredes de piedra y una risa macabra se burlaba de


nuestra suerte. No obstante, ningún obstáculo que­
braba mi voluntad. Llegaríamos a destino —lo sabía—,
gracias a Miguel.
Era fuerte y bello. El mando arreciaba su porte,
mas nunca presumía. Su sola presencia me brindaba
una fortaleza única, dándome la seguridad que por mí
misma jamás hubiera tenido.
Así y todo, estábamos perdidos. El sitio, laberíntico,
parecía un macabro diseño del artesano Dédalo. Me
sentí una de las catorce víctimas que serviría de ali­
mento al Minotauro; en este caso, a mi demonio per­
sonal...
—¡¡¡ASMODEO!!! —Grité desde lo profundo de mi
esencia. Necesitaba verlo; no toleraba pensar más en
el sufrimiento de Rochel.
Pero a mi grito, su risa respondía.
Una imagen acudió a mi mente, como una foto­
grafía monocromática que se instaló sin permiso. Una
mujer pálida, de mirada gélida...
—Tus recuerdos afloran —Miguel no se mostraba
sorprendido—. Conócete a ti misma, Estrella... —El te­
cho estalló y los escombros nos separaron. Desde el
otro lado, el arcángel me alentaba—. ¡Recuerda quién
eres, Elizabeth, y qué es lo que estás buscando!
—¡¡¡NO ME DEJES!!!
Asmodeo hizo su aparición con un porte aún más
temible y poderoso. Con un alarido, el caserón tembló
por entero y las paredes se desarmaron; sus restos le­
vitaron hacia un cielo invisible mientras un muro de
fuego se elevaba para evitar cualquier escape.
—Esto también pasará... —me repetí.
Distintos demonios se sumaron al encuentro. A pe­
sar de mantenerme fuerte, sus ataques me obligaron,
casi de forma instintiva, a echar a correr. Pero los re­
cuerdos acudieron otra vez, paralizándome. Diferentes
voces susurraban frases y fórmulas que me con­

26
fundían mientras el suelo amenazaba con abrirse a
mis pies. Si retrocedía, me precipitaría en el abismo;
si me quedaba quieta, caería. No tenía idea de qué
debía hacer. La duda estaba por enloquecerme.
—Es preciso llegar o perecer... —Una voz harto co­
nocida resonó en mis oídos. Entonces, recordé. Si en
verdad estaba muerta, ¿qué podía perder?
Miré a Asmodeo, desafiante, y corrí hacia él, sin
importar lo que dejaba atrás. Al alcanzar el límite en­
tre el suelo y el vacío, salté.
El demonio imitó mis movimientos y nos encontra­
mos en el Aire. Nuestros cuerpos colisionaron y caí­
mos con violencia en su territorio. Los demás diablos
festejaron la hazaña, burlándose de mi derrota. Fue
entonces que Asmodeo me tomó por el cuello y me le­
vantó sin piedad, apretando.
—Ya no me interesa tu alma —escupió—; quiero la
fórmula para despertar a los príncipes demonios. Ha­
bla o vagarás sin rumbo por toda la eternidad...
Me asustaba y sus manos herían mi esencia, pero
en verdad no reconocía, entre tantas memorias, la
forma de invocar diablos como había hecho con él.
—¿No hablarás? —Disfrutaba al lacerarme. Recordé
a mi padre en sus estados de borrachera. Lloré de im­
potencia, pero me mantuve firme—. Se me ocurre algo
mejor... —me soltó y dejó caer. Tosí. El aire que no
necesitaba me faltaba—. ¿Y si lo lastimo a él?
De repente, lo escuché. Mi ángel cantaba para olvi­
dar sus penas, al igual que cuando me ayudaba con
las mías. Pero en esta ocasión, su vibrato ahogaba lá­
grimas infinitas.
Conservaba el aspecto de un niño pequeño. El ca­
bello negro le caía largo sobre un pálido rostro de ojos
azules. Vestía el mismo pijama en escala de grises con
el que me visitaba por las noches para ayudarme a
conciliar el sueño. Desplegó sin querer las alas y una
pluma voló hacia mí, dibujando figuras en el Aire. Al

Siete días para Elizabeth Schumann | 27


Vanesa O' Toole

atraparla, noté que su blancura mutaba a un azaba­


che opaco, oprimido. Rochel era un ángel de alas ne­
gras atrapado en una prisión que se alimentaba de su
luz. Con la mirada vacía, su rostro aún era bello e in­
maculado.
Me odié por haberlo echado a tal suerte.
—Rochel... —lo llamé con suavidad.
Alzó la mirada, desconfiado, pero al descubrirme,
una enorme sonrisa se dibujó en su rostro y las lágri­
mas rodaron por sus mejillas.
Asmodeo me hizo a un lado y trepó a la jaula como
un animal al acecho. Con un golpe seco, atravesó los
barrotes y lo tomó por el cabello.
—¡No lo lastimes! —Las súplicas eran una deliciosa
melodía para sus oídos.
Mi guardián no emitía sonido; se dejaba golpear y
humillar como si lo mereciera.
Me sentí mareada; mi mente estaba siendo invadida
por visiones del pasado, extrañas, inconexas, difíciles
de interpretar. Fórmulas, hechizos, sabiduría... Todo
estaba dentro de mi cabeza.
—¿Sigues sin hablar? —Asmodeo esbozó una son­
risa maléfica—. Quieres verlo agonizar, es eso. Que se
haga entonces tu verdadera voluntad, Estrella... —Y
con un coletazo lo empujó hacia mis pies.
Nada pude hacer. Un diablo me sostuvo, obligándo­
me a mirar. Asmodeo se acercó por detrás de Rochel.
Extendió los brazos a los costados y, con un violento
impulso, hundió las garras en su espalda. Sin un ápi­
ce de piedad, extirpó las alas de la carne; la sangre
coloreaba el suelo de pecado.
Rochel temblaba de dolor. Sin embargo, escondía la
mirada para evitarme el sufrimiento.
Mis lágrimas no dejaban de caer. Todo era mi cul­
pa; lo que había sufrido y lo que estaba por soportar
también. Había sido débil, insegura, desconfiada...
No más.

28
Busqué en lo recóndito de mi mente. Solo debía
pronunciar la fórmula en voz alta, una vez más, como
en oscuros tiempos remotos.
—La tienes, puedo sentirlo. Habla, ¡AHORA! —As­
modeo amenazó con cortar el cuello a mi guardián.
—Hay momentos en que es preferible callar. Y es de
sabios poder reconocerlos.
Confundido, Asmodeo avanzó hacia mí para gol­
pearme; sus manos no lograron moverse. Estaba pa­
ralizado y, por más esfuerzos que hiciera, el mandato
de mi mente lo obligó a comprender que mis deseos
eran solo míos y que nadie, ni siquiera un príncipe
demonio, sería capaz de atentar contra ellos.
—Elizabeth, rápido, acude a lo diáfano, lo traslúci­
do... —Rochel habló en un débil susurro—. Utiliza tu
fuerza de tu voluntad...
El diablo que me tenía apresada ardió de repente en
su propia esencia. Ya libre de ataduras, avancé hacia
la cárcel que se volvió cenizas. Sus restos se evapora­
ron a mi paso, porque yo así lo quería.
Al llegar a Rochel, lo envolví en un abrazo poster­
gado; juntos nos desvanecimos en el tiempo y el espa­
cio. El demonio había quedado atrás, mas la batalla
final aún estaba por librarse.
Por suerte, ya no estaba sola.

La caricia empujó mi rostro adormilado. Desperté


en el jardín de los arcángeles, rodeada de flores y aro­
mas extravagantes. Un relincho reclamó mi atención.
El caballo me miraba con penetrantes ojos azules que
resaltaban en un pelaje azabache, brillante, majes­
tuoso e indomable.
Extendí la mano y acaricié su rostro; dos inmensas
alas nacieron a los costados de su lomo. Me encontra­
ba frente a la criatura más bella que había vislumbra­

Siete días para Elizabeth Schumann | 29


Vanesa O' Toole

do jamás. Sin dudar lo monté y, aferrándome a sus


crines, emprendimos vuelo por encima de un colchón
etéreo. Sorteamos lagunas celestiales y traspasamos
los siete colores del arcoíris. Los pájaros nos jugaban
carreras y las nubes se cruzaban en nuestro camino,
atravesando nuestra esencia. A lo lejos, divisé un cas­
tillo. Hacia allí me dirigió... ¿Cuál sería su nombre?
«Rochel». Su voz resonó en mi interior y la emoción
inundó mi mirada.
—¿Cómo es posible? Yo misma vi cuando Asmodeo
arrancó tus alas. Y tu aspecto... Eres…
«Los guardianes adoptamos la forma más amable
para presentarnos ante nuestros protegidos. Por eso
cuando eras niña, me mostraba como un par. Sé lo
mucho que te gustan los seres mitológicos, por eso…».
—Lo siento tanto. —Las lágrimas caían mientras lo
abrazaba—. Perdóname por haberte olvidado, por per­
mitir que Asmodeo...
«Shhh...», me calló con dulzura. «Mira...».
Rochel sobrevoló cercano al castillo y lo observamos
en silencio. Los muros de cristal se alzaban herméti­
cos en una fortaleza impenetrable. La puerta que me
mostró Metatrón tomó su respectivo lugar, al frente, y
se tornó del mismo material.
«Es tuyo; representa tu vida, tus anhelos. Es el sitio
para tu morada final».
—Entonces es cierto. Estoy muerta.
La voz de Rochel resonó, sombría.
«No aún». Y me contó aquello que desconocía. Una
disputa entre consagrados hizo estallar la cúpula del
auditorio que nos albergaba. Pocos sobrevivimos. Mi
cuerpo se encontraba en el hospital de Lemuria, su­
mido en un estado de sueño profundo. Mis órganos
estaban dañados; solo me mantenía con vida la gracia
de Rafael. El Concejo Angélico me dio siete días más
de vida para cumplir mi misión.

30
—¿Cuánto tiempo pasó? —Imaginé haber perdido
una eternidad, mas mi ángel me tranquilizó.
«Un día».
¿Era motivo para mantener la calma? En seis días
moriría y ¡tenía diecinueve años, cielo santo!
—Debo regresar.
«¿A la Tierra? ¿Para qué?». Rochel no salía de su
asombro. Teniendo la promesa de perpetuarme en el
Universo, ¿por qué inmiscuirme entre los vivos? «Tie­
nes miedo a lo desconocido, Elizabeth, es todo. Aquí
hasta el Aire te pertenece... Quédate con nosotros; te
ayudaremos con tu propósito».
No supe qué contestar. Tenía miedo, era cierto. No
estaba preparada para afrontar la realidad. Pensé en
mis amigos, en mis compañeros de senda; en cómo
decirles que no lloraran por mi ausencia.
Era tan difícil de asimilar...
—¿Cómo entraré a mi castillo?
«Será al final, junto a tu alma gemela».
Ningún cometido se tornaba más arduo para una
eremita. Un insólito vacío se expandió dentro de mí.
Jamás añoré encontrar al ser que me complemen­
tara. ¿Quién inventó la falacia de un otro capaz de lle­
nar la ausencia de nosotros mismos? Me creía por
demás entera y, sin embargo, me vi en la obligación de
cumplir una misión carente de sentido.
A lo lejos, una presencia oscura me observaba;
montaba un Pegaso que se mantenía en el Aire en un
constante aleteo. No pude distinguir sus rasgos, pero
sentí que me acechaba como fiel memoria de la muer­
te. Al saberse descubierta, la sombra se desvaneció
dejando tras de sí una estela de tristeza.
Me abracé a mi ángel.
—Dime qué hacer y lo haré —solté.
Anhelaba un camino llano mas mi intuición tem­
blaba, silenciosa.

Siete días para Elizabeth Schumann | 31


DÍA SEGUNDO
­ da capo al fine ­
A medias.
Un proyecto personal. Una tarea. Un viaje planeado
y sin concretar. La oportunidad de una segunda cita…
Gran parte de nuestra vida dejamos asuntos sin
terminar. Pensando que tendremos el tiempo suficien­
te para cerrar nuestros propósitos, no nos damos
cuenta de que se nos va de las manos con una veloci­
dad escandalosa.
A veces la muerte nos sorprende antes de lo previs­
to; a veces es la propia vida la que nos queda a me­
dias. Lo cierto es que aquello que dejamos inconcluso
nos persigue en una o varias existencias y es necesa­
rio darle un cierre definitivo para poder continuar.
Asmodeo era mi asunto pendiente; debí haberlo en­
cerrado o ni siquiera haberlo creado. ¿Por qué lo dejé
libre? ¿Qué detuvo mi impulso de enclaustrarlo?
Quizás el miedo al fracaso o, peor aún, el temor al
éxito. ¿En qué clase de consagrada me hubiese con­
vertido evocando demonios a mi antojo?
Mi ángel se limitaba a observarme. Luego, habló en
mi mente:
«El primer paso es encerrar a Asmodeo y para ello,
viajarás al pasado».
—De manera astral…
«El cordón de plata que une tu alma a tu cuerpo
está debilitado. De hecho, Rafael vela porque no se
rompa antes de tiempo».
Vanesa O' Toole

Posé mi vista a la altura del horizonte. La imagen


de mi inexistente vestido ondeó con la brisa. En ese
momento comprendí por qué repetimos que el Univer­
so es mental y que somos un pensamiento en la mente
del Todo.
—¿Cómo haré para encerrarlo?
El Pegaso apoyó la cabeza en el suelo, con las patas
delanteras a los costados. Parecía disfrutar el tacto de
la flora húmeda debajo de su pelaje.
«Persigue el sonido de mi voz y verás».

La esfera luminosa se adentró en el benévolo paisa­


je. El sonido jugaba conmigo. La voz encapsulada se
volvía nítida si me mantenía cerca; sentía paz en ella,
me ayudaba a conservarme serena. No obstante, se
alejaba en una danza zigzagueante, amenazando mi
sumiso intento de no perderla. Lo que más temía era
que se fuera de una vez y para siempre, dejándome
estancada y perenne.
«Cierra los ojos, Elizabeth. Proyecta en tu interior
los sonidos del silencio».
Al hacerlo, capté en mi espíritu el nítido mensaje
del viento. Inmensos árboles buscaban el abrigo de los
últimos rayos de la tarde. Las ramas se alzaban sobre
mi cabeza en un estridente y enérgico vaivén. La voz
de los abetos se manifestaba a través del Aire, comu­
nicándose con todo ser viviente capaz de oír su can­
ción. Los pájaros coreaban a diferentes ritmos,
mientras que el arroyo invitaba a los arbustos más
osados a beber de su lecho.
La Naturaleza habla cuando uno se detiene a oír.
«Ve hacia el agua».
Levité por encima de las hojas caídas y me arrodillé
en el borde; la corriente me servía de espejo.

36
«¿Qué ves?».
Agudizando la vista, me observé.
—Le temo.
«¿A qué?».
—A ella... —desconocí mi reflejo. Ya no guardaba
una mirada dócil, soñadora. Mi cabello era distinto,
más oscuro, enmarañado, desprolijo. El temple, duro
como la piedra, difícil de interpretar. Y los rasgos…
«¿Te reconoces en ella?».
—No.
«Mírate mejor».
Los ojos emitieron un destello de profunda oscuri­
dad; temblé ante mi propia esencia.
Allí estaba, de rodillas, a la vera del arroyo, en­
juagándose el rostro para quitar los restos de una su­
ciedad que llevaba días. No era más que yo y, sin
embargo, cuánto le temía...
«¿Qué estás haciendo aquí?»
—Escapo. —No era mi voz ni mi contestación.
«¿Te persiguen?». Rochel no mostraba sorpresa.
—Bien conoces la respuesta.
«Quiero oírla de tus labios».
—¿También vas a burlarte? ¿Por qué no me matas
de una vez y terminamos con esta farsa? ¡HAZLO
AHORA SI TE ATREVES! —Desnudé mi pecho a la es­
pera de un puñal invisible—. ¡VAMOS, HIERE!
Pero nada me amenazaba. Las copas de los árboles
continuaban danzando y los pájaros cantaban anun­
ciando la caída de la noche. Agudicé los sentidos para
conectarme con la Naturaleza. Estaba sola. Nadie me
buscaba; nadie intentaba asesinarme. Me puse de pie
y busqué aquella voz que solo oía en mi cabeza.
¿Quién era? ¿Y por qué me torturaba?
«Tranquila. No voy a lastimarte».
—Y sin embargo lo harás. —Me envolví en una capa
de telas raídas, dejándome caer en el colchón de hojas
secas y ajadas.

Siete días para Elizabeth Schumann | 37


Vanesa O' Toole

«Estoy aquí para cuidarte».


—Ya no tengo salvación. —Por un momento creí re­
conocer la esfera luminosa que brillaba a lo alto del
firmamento. Se alejaba, como todo lo que amaba en
esta vida—. Debo irme.
«Espera. Aún no...».
—Déjame en paz.
«Por favor, Estrella...».
Mi rostro palideció al escuchar aquel nombre. El
odio se volvió una llamarada interna. Abrasaría el
bosque entero; no debía quedar testigo del exabrupto.
«Lo siento. No quise...».
—¡Fuera de mis pensamientos! —Un batir de alas
acusó recibo de mi grito. Tomé mi cabeza para evitar
que otro ser terrorífico se colase. Así y todo, la voz se­
guía atosigándome cuando necesitaba silencio—. ¡Que
te vayas, he dicho! ¡DÉJAME TRANQUILA!
La corteza del abeto más cercano crepitó y una lla­
marada azul se extendió desde su copa hacia las es­
pecies más cercanas. El fuego cobró vida y se la quitó
a las arboledas más bajas; el humo lanzó la señal a
quienes buscaban purificarme.
Eché a correr, pero la voz no desistía.
«¡ELIZABETH!».
Una sensación de mareo me detuvo; cientos de re­
cuerdos invadían mi cabeza mientras el bosque de
abetos ardía tras de mí. De repente, vi a mi propio
cuerpo introducirse en la maleza, alejándose del peli­
gro. Estrella se había ido y yo aún permanecía de pie,
aturdida por lo que sin querer había provocado.
«Estás de vuelta», mi ángel estaba preocupado.
—Fue extraño... —confesé—. Jamás sentí angustia
semejante. No entiendo por qué tanto dolor y enojo.
«A eso hemos venido: a comprender. Y a ayudarla
en su camino a la liberación».
—Creí que encerraríamos a Asmodeo.

38
La esfera luminosa brilló una vez más delante de
mí. Su color azulado me recordaba la mirada transpa­
rente de los ángeles.
«Confío en que lo harás».
Se iluminó por última vez y desapareció.
—¿Rochel? —Mi voz se perdió en aquel bosque con­
sumido en llamas—. ¡¡¡ROCHEL!!!
Silencio. Me vi estancada en aquel sitio; una nimie­
dad etérea en un universo conspirando en mi contra.
Jamás sentí angustia semejante. En la extrema sole­
dad, me supe cerca de Estrella.

El bosque de pináceas quedó atrás.


El día se hizo noche y la noche, día. No sé cuántos
soles ni cuántas lunas me alumbraron. Perdida en el
silencio, tampoco pude distinguir si el tiempo corría
hacia delante o hacia atrás.
Atrapada en aquel plano paralelo, mi alma atravesó
incontables cuerpos; la gente, sumida en sus queha­
ceres cotidianos, ni siquiera lo notaba. Una lágrima
rodó por mi mejilla y se transformó en rocío. Caí de
rodillas ante mi desgracia y lloré sin consuelo, mien­
tras las veloces figuras transitaban a mi alrededor,
como si ellas fuesen los fantasmas y no yo.
El tiempo siguió corriendo y el llanto no solucionó
nada. Hundirme en la tristeza solo me estancaba. Por
eso decidí guardar mis lágrimas y observar.
El lenguaje era incomprensible; intuí una raíz ro­
mance en su sonido dulce y cantado. Más adelante
descifré un dialecto italiano.
Recordé las clases de Botánica Oculta. Mi tarea co­
munitaria había sido en el vivero, por lo que debí es­
tudiar la flora de todo el continente. Reconocí así los
abetos del Nebrodi, endémicos de la tierra siciliana.

Siete días para Elizabeth Schumann | 39


Vanesa O' Toole

Sicilia. Estrella vivía en la isla. Y habiendo desper­


tado a un demonio, creí comprender al fin en qué mo­
mento de la historia me encontraba.
Me cobijé en la copa de un árbol y pensé en mi án­
gel. Lo busqué en mi memoria, como si aquel acto pu­
diese traerlo a mí como cuando era niña.
Un cántico divino sonó. ¿Acaso Rochel...?
No, no era él.
Tres voces seductoras clamaban mi presencia.
El instinto me llevó a cruzar un paisaje montañoso,
ladeado por el verde intenso de la primavera. Más tar­
de aparecieron los amarillos de un florido valle que
guardaba en su interior al templo de Segesta. Quizás
por saberme tan cerca del mar percibí el eco de las
olas rompiendo en la orilla. Tal vez por haberme visto
entre las flores sentí un inesperado perfume a lirios...
Las figuras celestiales me esperaban entre las co­
lumnas. Una me miró de soslayo y sonrió. Las demás
me observaron con detenimiento y hablaron entre sí.
Vestían túnicas verdosas adornadas por inconta­
bles joyas y sus alas eran de un blanco semejante a la
tiza. Lucían el cabello claro y ondeado, y sus ojos eran
tan azules como los de todos los ángeles que conocí.
—Los coros te prestaremos ayuda —uno de los án­
geles habló, aliviando mi corazón—. Nosotros, en re­
presentación de las dominaciones, velamos por los
pormenores de la ley de causa y efecto, y resolvemos
los conflictos ocasionados por los humanos para
mantener el Universo en armonía.
—Debes lograr que Estrella se perdone a sí misma
—habló otro—. Si confías, lo lograrás.
Entonces, ¿el problema no era Asmodeo?
—Estrella aborrece su vida y cree que la muerte le
dará la oportunidad de volver a empezar —siguió el
tercero—. Pero su alma cargará con el peso karmático
de sus errores. Por eso, la debes liberar del sufrimien­
to. —Las dudas no se disipaban.

40
—Es Estrella quien debe aceptarse; solo así cam­
biará su destino y, por consiguiente, el tuyo.
—Es imposible que me vea, que me perciba siquie­
ra... —recordé la escena en el bosque.
Las dominaciones se alinearon para despedirse.
—Lo harás bien, Elizabeth.
—Confiamos en ti.
—Es hora de que tú también lo hagas.
Entonces, ¿lo haría sola? ¿Pero si acababan de
ofrecerme ayuda?
Sus túnicas se camuflaron con la luz solar, desva­
neciendo en lentitud las largas y delgadas figuras.
—¿Qué debo hacer para vencer a Asmodeo?
Una dominación pospuso su partida.
—En tu corazón está la fórmula que te liberará de
él para siempre. Pero una cosa debes saber —se puso
firme—. Si lo matas, tu alma quedará manchada y ya
no podremos salvarte, ¿entiendes?
Un nudo ahogó mi garganta.
El aroma a lirios se esfumó junto al paisaje que nos
albergaba. Una vez más, debía hacer frente a la deso­
lación.

—El mundo es una eterna dualidad. Lo que está


arriba es como lo que está abajo y lo que está abajo es
como lo que está arriba. —Una voz masculina pareció
dirigirse a mí. Pero era imposible; ningún ser humano
podía notar mi presencia—. El blanco le debe su exis­
tencia al negro; la vida presupone la muerte; la plenitud
está enamorada del vacío. —Sí. Se dirigía a mí. Quedé
enmudecida; al principio creí que se trataba de otro
ángel, pero no, era tan mortal como yo—. La verdade­
ra sabiduría consiste en la unión de las cualidades del
antagonismo.
—¿Quién eres?

Siete días para Elizabeth Schumann | 41


Vanesa O' Toole

Su voz me trasladó a un sitio colmado de oscuri­


dad; el sonido reverberaba entre paredes de piedra.
—Francesco Vitellaro. —La respuesta no surgió de
sus labios, sino de otros que lo llamaron con un in­
confundible acento español—. ¿Habéis abandonado
esa ridícula huelga de hambre? —El hombre miró los
restos de arroz y dátiles en el rincón—. Vale, mucha­
cho, que aún estás en condiciones de confesar...
«¿Confesar?»
El sitio se iluminó; había más personas allí.
—Ya conocéis las reglas. Si algo os ocurre durante
los próximos treinta minutos, nada se le imputará a la
Corona, sino a vos. —El inquisidor tomó una clepsidra
para medir el suministro del tormento y, con una mi­
rada, dio la señal para iniciar la tortura.
La cuerda colgaba del travesaño y ataba las muñe­
cas de Francesco. El verdugo tiró y el grito paralizó mi
alma. ¿Quién era aquel que pretendía aconsejarme en
su peor momento? ¿Y por qué me dolía tanto su des­
gracia, como si me atravesara en carne propia?
—Confiesa. —El inquisidor habló con la calma de
quien domina una fiera.
Francesco se retorcía; el hombro izquierdo parecía
dislocado, pero el verdugo no mermaba el martirio.
—Confiesa. ¿Quién es Arabela Cammarata? —Le­
vantó la mano y el verdugo se detuvo.
—Mi esposa.
Mi corazón se estrujó sin motivo aparente.
—La madre de tus hijos.
—Arabela es inocente. Está libre de culpa.
—La mujer es una santa pero... ¿vos? —El inquisi­
dor esperó la confesión que no llegó—. Habla, mucha­
cho. Confiesa tu pecado.
Francesco se llamó a silencio, por lo que el verdugo
retomó la tortura.
No la soporté. Sentí la imperiosa necesidad de so­
correrlo, de ayudarlo a escapar de ese trágico destino

42
que lo azotaba. Y así lo hice pero, al envolverlo entre
mis brazos, mi alma traspasó su cuerpo.
¿Acaso es posible abrazar un recuerdo?
Posó sus ojos en los míos.
—Stella...
Sentí un escalofrío al saberme nombrada.
—¿Estrella? —El inquisidor se acercó interesado,
sin percatarse de mi presencia—. ¿Está aquí? Confie­
sa de una vez. ¿Quién es esa mujer?
Un nuevo tirón de soga lo hizo estremecer. Fran­
cesco no soportó la carga emocional y, avergonzado de
sí mismo, se quebró en llanto.
—Mi esposa.
La clepsidra marcó el fin del tiempo estipulado.
—Confiesas entonces que Stella Cammarata es
también tu esposa...
Francesco levantó la cabeza, sonriendo.
—Lo confieso.
El inquisidor se puso de pie, solemne.
—Francesco Vitellaro, por confesar el pecado de bi­
gamia, se te condena a...
—¡Fue su culpa! ¡Vendió su alma al diablo para
enamorarme!
—¿Estás diciendo que tu esposa ha cometido actos
de brujería?
—Lo siento, Stella... —me dijo Francesco, bajando
la mirada—. Te hubiera amado sin necesidad de ama­
rrarme. Hubiese sido cuestión de tiempo, pero tenías
tanto miedo a la soledad que optaste por la opción
más rápida.
—¿A quién habláis? ¿Acaso el espíritu de Estrella
está en este recinto? —El inquisidor perdió la calma
característica—. ¡VADE RETRO, HECHICERA!
No había tiempo; debía hablar con Francesco allí
mismo. Si podía verme, también me escucharía.
«Necesito encontrarla», dije de manera mental.
Francesco sonrió.

Siete días para Elizabeth Schumann | 43


Vanesa O' Toole

—Ya lo hiciste.
Recordé nuestro encuentro en el bosque de abetos y
de repente comprendí: el tiempo había jugado conmi­
go. Aquella escena no era parte del pasado sino del
futuro, luego de la confesión de su marido.
«¿Sabías que esto pasaría?»
—¡LLÉVENSELO! ¡Pronto, a las galeras!
El verdugo desató al acusado y lo tomó del brazo
sano; luego lo dirigió a su lenta condena a muerte.
«Necesito respuestas».
—Sé paciente, Stella…
«¿Quién eres?»
—Tu alma gemela. —Se congeló mi esencia en un
sollozo. Sin querer, lo había encontrado—. Búscame
en tu tiempo; no hay otra manera.
—¡Remarás hasta morir!
Y así se lo llevaron, a la rastra, mientras la espe­
ranza se escapaba como agua entre mis manos.

De rodillas, a la vera del arroyo, Estrella se enjua­


gaba el rostro para quitarse los restos de una sucie­
dad que llevaba días. No era más que yo y sin embar­
go, cuánto le temía...
Asomé en su reflejo. El agua le devolvió una mirada
dócil, soñadora, distinta a la que acostumbraba. Mi
cabello también lucía diferente; brillante, lacio, salu­
dable. Mi temple le resultaba difícil de interpretar; una
muralla parecía separarnos.
«¿Me reconoces?», susurré en sus pensamientos.
—No.
«Mírame mejor».
Dio un paso atrás.
—¿Por qué no me matas de una vez y terminamos
con esta farsa? ¡HAZLO SI TE ATREVES! —Desnudó
su pecho a la espera de un puñal invisible—. ¡HIERE!

44
Las copas de los árboles danzaban mientras los pá­
jaros anunciaban la caída de la noche. Estrella agu­
dizó los sentidos, alerta.
«No voy a lastimarte».
—Sí que lo harás. —Se envolvió en una capa de te­
las raídas, dejándose caer en las hojas ajadas.
«Estrella...»
Su rostro palideció. El odio se volvió una llamarada
que abrasaría el bosque entero; en aquel acto invo­
luntario, sentenció su destino.
—¡Fuera de mis pensamientos! —El batir de alas
acusó recibo de su grito. Mi voz seguía atosigándola
cuando necesitaba silencio—. ¡Que te vayas, he dicho!
¡DÉJAME TRANQUILA!
Un torbellino de ramas la amarró con violencia y el
príncipe demonio brotó de las entrañas de la tierra.
Recién entonces comprendí que nunca me había ha­
blado a mí, sino a Asmodeo.
El diablo lanzó un conjuro para atrapar mi alma;
con un hechizo verbal, Estrella creó un campo ener­
gético que nos mantuvo a salvo.
«Gracias».
—Francesco dijo que vendrías.
Asmodeo rompió la protección y le asestó un golpe
en el pecho. Estrella cayó; le costaba respirar y sus
lágrimas brotaban sin permiso.
Levité hacia ella; su sufrimiento me hería.
—Ayúdame, por favor…
La humareda se erguía a lo alto, oficiando de señal
a los inquisidores.
La acaricié con una mano diáfana; podía sentirme,
lo intuía. No sabía qué hacer para que el demonio de­
sapareciera de nuestras vidas.
De repente recordé las palabras de Francesco: la
verdadera sabiduría consiste en la unión de las cuali­
dades del antagonismo.

Siete días para Elizabeth Schumann | 45


Vanesa O' Toole

Todo cobró sentido. Estrella y yo debíamos fundir­


nos en el equilibrio del saber.
«Deja que mi espíritu se albergue en tu cuerpo. Sé
una conmigo».
—¿Destruiremos así a Asmodeo?
«No es necesario llegar a tanto».
La corteza del abeto más cercano crepitó y una lla­
marada azul se extendió desde su copa hacia las es­
pecies más cercanas. El fuego cobró vida y se la quitó
a las arboledas más bajas.
Asmodeo retrucó con un zarpazo, pero esta vez fui
más rápida y lo inmovilicé en el tiempo.
«No nos limitaremos al plano físico», le dije a mi vi­
da pasada. «El campo de batalla estará en tu mente y
las armas serán tu imaginación y mi voluntad".

—¿Te sientes mal, mi niña? —La pequeña, sucia y


descalza, levantó un hombro en señal de no importar­
le. Contaba con siete años—. Ya lo olvidarás…
Levantó la vista a las estrellas y quedó embelesada
con la magnificencia del firmamento. Señaló la luna
en cuarto menguante.
—Así que te atraen los astros… —la vieja acomodó
en su canasta las hierbas recolectadas—. Puedo en­
señarte sobre ellos si lo deseas. —Mostró una sonrisa
con pocos dientes—. ¿Trajiste lo que te pedí? —La
niña señaló a lo lejos un árbol; sus raíces estaban cu­
biertas con una manta raída—. Muéstramelo.
Allí se dirigieron. La mayor quitó la frazada con
suavidad, temiendo lo peor. Por suerte, unos ojos vi­
varachos se abrieron para saludarla con ternura.
—Su nombre es Arabela. —Su hermana no era más
que una bebé—. También hice lo otro…
—Me enorgullece que seas mi discípula.

46
La vieja sonrió y tomó a la bebé en brazos. Mientras
canturreaba una canción de cuna, Stella levantó la
canasta y juntas atravesaron el bosque.
—A partir de ahora, te llamarás Estrella.
A lo lejos, la casa de sus padres ardía, sin pertur­
barle a Stella Cammarata lo fuerte que gritaban.
«Recurre a tus recuerdos, Estrella. Todo lo que te
haya enseñado Filippa lo necesitaremos».
La mente de mi vida pasada mostró sus andadas
por el bosque, mientras innumerables soles y lunas la
veían crecer. Una voz interna la invitaba a liberar a los
demonios que aguardaban su ayuda. Por varios años
intentó aplacar las voces, hasta que cedió a la tenta­
ción. Enamorarse de Francesco fue su calvario y el in­
contenible deseo de tenerlo la llevó —equívocamente—
a liberar a Asmodeo.
—Un favor por otro. —Le dijo el príncipe demonio,
pero hubo un solo beneficiado.
Asmodeo asesinó a Filippa. La mujer —que contaba
ya con ciento cuarenta y siete años—, se negó a ayu­
dar a Estrella a liberarlo. Con determinadas fuerzas
no era conveniente hacer pactos, pero su discípula no
supo escuchar el sabio consejo de la bruja.
Suelto en nuestro mundo, Asmodeo vagó por dis­
tintos planos sembrando odio en la humanidad. No
fue casual que la inquisición llegara a Sicilia. El de­
monio se inmiscuyó en la mente del pueblo, disper­
sando el caos que tanto le entretenía.
En su recuerdo, Estrella caminó hasta un fogón y
habló con fluidez en un idioma ancestral. Dentro de
un círculo esotérico —visible solo para ojos aptos—, el
príncipe demonio ascendió y besó los pies de su ama
en señal de agradecimiento. Estrella sonreía; pensaba
que el diablo estaba a disposición suya cuando en
verdad era todo lo contrario.
—¡Aprovecha a matarlo, Elizabeth!

Siete días para Elizabeth Schumann | 47


Vanesa O' Toole

«Si lo mato me volveré a la oscuridad y no hay


tiempo para remediarlo».
—Entonces lo haré yo.
Estrella no entendía de razones; debía actuar antes
de que ella lo hiciera.
El oleaje del Tirreno se hizo presente frente a las
dos. En su estado de inmovilidad, trasladé a Asmodeo
a metros de la orilla y lo liberé.
El demonio corrió hacia nosotras por encima del
agua; esbozaba una sonrisa de triunfo.
Estrella quiso enfrentarlo pero no pudo; la inmóvil
ahora era ella.
—¡¿Qué haces?!
«Confía».
Levité hacia él y me sumergí en las aguas cristali­
nas. Atravesé la marea por debajo y emergí tras él,
empuñando una poderosa guadaña. Al igual que Mi­
guel, corté las tres cabezas al demonio. Mientras se
adentraban hacia el fondo del mar, sus tres pares de
ojos me observaban con furia contenida.
Solo le había quitado tiempo. Si quería ganar la
guerra, debía apurar la batalla.
«¡Estrella, crea con tu mente una prisión!»
Mi vida pasada se sintió libre de acción y extendió
los brazos. Por encima del agua, una celda de luz se
formó alrededor del cuerpo de Asmodeo. Los barrotes
se tornaron en paredes macizas; los alaridos del prín­
cipe demonio brotaron de las cabezas inútilmente re­
generadas, perdiéndose para siempre.
Usé lo diáfano para crear las cadenas que rodearon
la tumba de piedra. Entonces, el bloque se hundió
hacia el fondo del mar, donde tentáculos mortíferos se
lo llevaron a una profundidad abisal.
«Ahora estamos seguras».
Estrella me miró, agradecida.
—Elizabeth, yo…

48
Desapareció de mi vista; solo escuchaba su voz.
—¡No, suéltenme!
«¡¡¡Estrella!!!»
—¡Déjenme! ¡Elizabeth, ayúdame!
Volé hasta el bosque de abetos. No solo yo había
dado con Estrella: también los inquisidores.

El auto da fe terminó en escándalo.


Estrella desfiló cargando una hoja de palmera en
una mano y una vela en la otra. No era la única que
procesaba en las calles de la ciudad con la promesa de
redimir sus pecados. Junto a ella había hombres y
mujeres acusados de brujería, y otros sentenciados
por ser luteranos, judíos o musulmanes. Aquella as­
querosa escena parecía la única manera de salvarse.
No toleró la imposición del cristianismo como fe ni
que el castigo a sus pecados fuese el secuestro de sus
bienes por parte del Estado. Escupió el San Benito
que llevaba por obligación para ser perdonada; luego
rio y blasfemó contra la iglesia. Los inquisidores la lle­
varon entonces al Piano di Sant' Erasmo y, en medio
de maldiciones, la maniataron en la hoguera.
—¡Maten a la bruja! —clamó el pueblo—. ¡Mátenla!
La desolación llegó, impregnada de resentimiento.
«Estoy a tu lado», le susurré.
—Lo sé. —Las consecuencias de sus actos la lleva­
ban a expiar las culpas, mientras las flamas de la pira
afloraban a sus pies.
Una luz de inmensa belleza se hizo presente para
distraerla de la agonía.
—Reconcíliate contigo misma —habló la domina­
ción—. Los errores son para aprender, no para juzgar­
te. Acéptate; solo así cambiarás tu futuro.
—Mi futuro muere conmigo.

Siete días para Elizabeth Schumann | 49


Vanesa O' Toole

—Elizabeth es tu futuro.
Fue entonces que mi vida pasada comprendió y sus
ojos se humedecieron.
La luz se apagó y dio lugar a otros dos destellos.
—Confía en ti y tus esfuerzos serán logrados. Sé
amiga de tu alma; no la condenes a vagar en soledad.
—Debes dejar el pasado atrás y perdonarte. Solo así
liberarás tu alma y dejarás que Elizabeth sea libre. Sé
buena contigo, Estrella; acéptate tal cual eres.
El dolor físico ya no existía; el alma de Estrella es­
capaba al fin de su cárcel temporal.
—Me acepto… —soltó mientras desencarnaba por
completo—. Acepto mi luz y mi sombra. No culpo a los
demás por mis errores; soy la única responsable de
mis actos. —Luego me regaló una mirada inquisido­
ra—. Acéptate tú también, Elizabeth. No sabes cuánta
paz hay en la aceptación.
Su alma se fundió con la mía y me sentí libre de
presiones. Stella Cammarata ya no estaba en aquel
cuerpo calcinado, sino conmigo.
La calma se esfumó cuando todo se tornó negro.

«¿En dónde estás?»


La voz de Rochel resonó en mi mente.
—Creo saberlo. —Mis ojos se acostumbraron a la
negrura—. Aquí el tiempo no existe; entre el Todo y la
Nada, mi alma busca dónde encarnar.
«Ya elegiste a tu madre».
—Es bella. De cabellos castaños y ojos miel; quiero
parecerme a ella... Está triste; nadie sabe que estoy en
su vientre. Tiene miedo de que me rechacen, pero no
permitirá que me lastimen.
«Adelantémonos hasta…».
—No. No quiero nacer.
«Ambas morirán si no lo haces».

50
—¡No quiero! Sufre. Es mi culpa. —De repente, vi­
vencié lo peor—. ¡No puede ser! ¡YA NO RESPIRA!
«Ha cumplido su destino, Elizabeth».
—Pero la necesito… La elegí para aprender de ella.
¿Así va a abandonarme? ¿Sin haberme conocido?
«Acabas de recibir la primera lección».
—Ahora hay demasiada luz; me lastima. Hace frío.
Ese hombre que me sostiene me altera. ¡Me pega! No
voy a llorar… No voy a…
Lloré.
«Bienvenida una vez más a este mundo, Elizabeth.
Esta será tu última vida; ya sabes que te irás a los
diecinueve años. Te traje por un motivo».
Rochel me trasladó a la casa que quería borrar de
mi memoria. La pared a medio pintar, la silla rota, mi
cuarto de pocos juguetes, el armario que me servía de
guarida, mi padre llamándome en su borrachera...
Abrió la puerta de un tirón y me tomó del brazo.
Sin que pudiera resistirme, me sentó en su rodilla. La
angustia se ahogó una vez más en mi garganta; la
niñez y su tormento regresaron sin permiso.
—¿Por qué te escondes, pequeña inútil? —Su alien­
to a alcohol barato volvió a asquearme—. ¿Te gusta
provocarme, es eso?
«Esto también pasará».
Enfoqué la mirada en el rincón donde los ojos de mi
ángel se encendieron, amistosos.
Pero aquello no pasaba. Ni me volvía invisible, ni
Rochel podía rescatarme, ni la mano de mi padre de­
jaba de acariciarme sin permiso. Nada pasaba.
Jamás pasaría.
«Aún lo odias, ¿verdad?»
—Con todo mi ser.
«No sabía lo que hacía, Elizabeth».
Mi silencio hablaba.
«Deja que el odio se vaya. Perdónalo y perdónate; no
eres culpable de sus aberraciones».

Siete días para Elizabeth Schumann | 51


Vanesa O' Toole

—No puedo.
«Si te sirve de consuelo, regresará a la Tierra hasta
pagar su deuda terrenal. Pero tú no tienes tiempo. Li­
beraste el corazón de Estrella; ahora libera el tuyo».
—Gracias a él me refugié en mi mundo interno y
encontré paz en la soledad. Gracias a él me alejé de
todo y de todos. No me pidas que lo perdone. Ni si­
quiera puedo perdonarme a mí misma.
«¿Sientes culpa?»
—Lo elegí como padre...
«Estás cargando culpas que no te corresponden».
—Pesan demasiado.
«Las dominaciones no solo vinieron a liberar a Es­
trella. Si quieres encontrar a tu alma gemela, debes
perdonarte, Elizabeth. De otra forma, la sombra que te
envuelve volverá para destruirte».
La opresión en mi pecho no me permitía dejar el
pasado atrás. Simplemente, no podía. Y sin embargo,
necesitaba continuar mi camino.
—Está bien; lo haré.
Mentí.
No me creyó, pero tampoco se le dio por insistir.
«Avancemos. Ahora tienes diecinueve años. Se aca­
ba de quebrar la cúpula del auditorio».
La misma esfera luminosa que me guio al pasado se
hizo presente; sentí tranquilidad al verla.
«Aprendiste lo esencial de cada vida, pero no com­
prendiste la verdad del amor. Añoraste simplezas que
no pudiste alcanzar. ¿Sabes de lo que hablo?»
—Ser dos para convertirse en tres... —recordé la
máxima de la Alta Magia que me llevó más de una vez
a replantearme mi senda.
«Te recluiste en el eremismo. Es hora de que empie­
ces a vibrar con el binario».
Cubierto por vidrios rotos, mi cuerpo yacía en el
escenario del auditorio. El violín ensangrentado esta­

52
ba tirado a metros de mí. El arco, por la mitad, soltó
las cerdas que volaban con el viento nocturno.
Rota; así me sentía. Igual que mi instrumento.
—¿Crees que encontraré a mi alma gemela?
Bajo las estrellas, me sentí insignificante. Qué difí­
cil resultaba aceptar mi destino y entregarme al final
que me reclamaba.
«Lo harás».
Regresamos al escenario que me vio partir. El casti­
llo se alzaba a lo lejos mientras una sombra oscura
observaba mis movimientos.
—Si en verdad voy a encontrarla, necesito volver.
«¿A tu cuerpo? Eres infinita ahora; no me pidas que
te limite». El Pegaso batió las alas y voló por encima de
las nubes, tomando distancia.
Me mantuve firme en mis convicciones.
—Sé muy bien que el cuerpo es una cárcel para el
alma, pero lo necesito —argumenté—. ¿De qué vale
encontrar a mi alma gemela si ni siquiera puedo fun­
dirme en un abrazo, sentir su perfume, percibir el la­
tido de su corazón?
«Aún no lo entiendes».
—Lo entiendo a la perfección.
La muerte —injusta, sorpresiva—, estaba a punto
de arrebatarme el tiempo para crecer y descubrirme. Y
a lo lejos, ese maldito castillo me recordaba la misión
que cada vez me resultaba más difícil de cumplir.
Las dudas invadieron mi semblante.
—Necesito estar sola.
Rochel me observó con pena.
«Como quieras», dijo y se desvaneció.
La soledad me cercó en un manto de opresión, que
la sombra colocó sobre mis hombros.
—¿Qué quieres?
—Puedo darte lo que necesitas.
Temblé.

Siete días para Elizabeth Schumann | 53


Vanesa O' Toole

—¿A cambio de qué?


—Pronto lo sabrás. —Percibí en su voz la mueca de
una sonrisa.
—Me asustas.
—No veo el motivo. —Su mano cubrió mi boca y
una sensación de ahogo me oprimió los sentidos.
Sentí al Cosmos danzar a mi alrededor—. Si aguardas
soñando, solo resta despertar...

54
DÍA TERCERO
­ con carácter ­
Al abrir los ojos, vi el cielo raso; el bienestar de un
colchón aplacaba mi estadía. A los costados no había
vidrios desperdigados; tampoco llevaba el vestido que
elegí para el concierto. Una bata de hospital cubría mi
desnudez.
Me incorporé de un salto. Me encontraba en una
sala de colores tenues y paredes compactas. Recordé
entonces que, luego del accidente, mi cuerpo perma­
necía en coma en el hospital de Lemuria.
Debía verificarlo.
Mis pies descalzos acariciaron el suelo. Me dirigí
hacia la ventana, esperando ver los mecanismos en el
aire y los relojes de la isla. Pero no, solo vi un pasillo
interno. Enfoqué la vista en la imagen que me devolvía
el vidrio: sin marcas ni heridas ni sangre...
Nada, como si la trágica noche del concierto no hu­
biese existido.
¿Y si todo fue la pesadilla de una mente desvaria­
da? ¿Si solo luché por despertar de una parálisis de
sueño? ¿Qué tan real era la realidad? ¿Y si en verdad
no estaba destinada a morir y me quedaba una vida
entera por delante?
Necesitaba respuestas.
Caminé hacia la puerta. Antes de salir, observé a
ambos lados. El pasillo, extenso, interminable, con
ventanales goteando en un ambiente abrumador.
Afuera, la lluvia. Y allí mismo, decenas de puertas ce­
rradas en distintas formas, texturas, tamaños y colo­
res.

Siete días para Elizabeth Schumann | 57


Vanesa O' Toole

La cabeza me daba vueltas. Estaba sola, aturdida,


sin saber si estaba muerta, viva, si tenía una misión
que cumplir o si todo era producto de mi imaginación.
Me acerqué a otra ventana y partí el vidrio con el
codo. La sangre brotó a borbotones. Dolía, señal de
que estaba viva.
El cielo se iluminó intermitente pero no por efecto
natural. Una explosión externa retumbó en el nosoco­
mio, sacudiendo el suelo y las paredes. Escuché a lo
lejos lo que interpreté como fuegos artificiales, pero
ningún efecto visual acompañaba el sonido que no se
detenía.
Divisé entonces una sala abierta; la única ilumina­
da. Me dirigí allí lo más rápido que pude. Estaba
vacía. Entré con sigilo, expectante. Sobre una mesa vi
correspondencia desparramada; en el cesto de basura,
papeles desechados. Tomé uno y lo leí. Incrédula,
busqué otro que me sacara del desconcierto. Luego
otro y otro. Y otro más…
Todos estaban firmados por un tal Dr. Eckhardt
Schwartz. Según sus propias palabras, me encontraba
en Nüremberg, Alemania. De manera extraordinaria,
me hallaba atrapada entre los bombardeos de la se­
gunda guerra mundial.
El sonido de unos pasos denotó la presencia; el
médico asomó a la sala.
—¿Me buscabas?
En sus ojos reconocí la mirada de Francesco.

Dio varias vueltas a la gasa y mi codo dejó de san­


grar. Apretó y cortó el excedente. Ni siquiera me miró
mientras trabajaba; yo, por el contrario, no le quitaba
la vista de encima.
Sentados frente a frente, el silencio se podía palpar.
Mi mente era un torbellino de preguntas. Había en­

58
contrado a mi alma gemela pero —una vez más—, el
destino se reía de nosotros.
—¿Cómo llegaste aquí? —Aún sin mirarme, buscó
más heridas en el otro brazo. Estaba entera.
—¿Es usted el Dr. Schwartz?
—Leíste mi correspondencia… —sonrió como si
aquello se tratase de una picardía—. ¿Qué más sabes
de mí y de mis intereses?
Me sonrojé. Había sido atrevida, era cierto. Pero,
¿cómo explicarle?
—Me perdí, es todo.
—¿En tiempos de guerra? —Me sorprendí ante la
pregunta. Retrucó—. ¿Cómo puede una alemana per­
derse en su propia tierra?
No supe qué contestar.
—Vengo de afuera.
—Eres espía.
—No, yo solo…
Me tomó por el rostro y examinó mis ojos temero­
sos. Por primera vez, sumergió su mirada en la mía.
Se detuvo más de lo debido.
—Deberías regresar por donde viniste. No es seguro
este lugar. —Se puso de pie y se dirigió hacia la ven­
tana. La noche ocultaba el peligro.
Caminé hacia él, sigilosa.
—Eckhardt… —por instinto tomé su mano; él no se
resistió. Juntos miramos a la lejanía—. Yo soy…
—Sabía que llegarías.
Mi corazón galopó inquieto. Jamás experimenté tal
sensación, al menos en esta vida.
El calor de sus manos abrigaba mi cuerpo; añoraba
fundirme en su abrazo hasta que la muerte viniese a
buscarnos. El aroma de su piel me resultaba una de­
licia. Y sin embargo…
—Solo tengo...
—Cinco días, contando este. —Quedé anonadada.
¿Qué tanto sabía de mí y de mi misión? Continuó con

Siete días para Elizabeth Schumann| 59


Vanesa O' Toole

la mirada perdida—. Hace tiempo que te espero; re­


presentas para mí la muerte misma. Me encantaría
acompañarte en la eternidad, pero no estoy listo aún.
Me sobrepuse al nudo en la garganta.
—¿Porque pertenecemos a tiempos distintos?
—No, Elizabeth. —Ya no me sorprendió que supiera
mi nombre—. Porque tú te encaminas hacia la luz
mientras mi destino es...
El estallido sonó y el establecimiento tembló; las
paredes comenzaron a quebrarse y los pisos a rom­
perse. Eckhardt me tomó entre sus brazos, aferrándo­
se al único momento que compartiría conmigo.
—¿Sabías que la bomba caería? —Entre lágrimas,
sentí que aquella sería nuestra separación definitiva.
—Espérame en el final.
Y mientras el techo caía sobre nosotros, Eckhardt
me sujetó contra su cuerpo y me besó como en una
despedida. Me sentí desfallecer; no por el amor que
me prometía sino por todo aquello que jamás tendría­
mos. Nuestro destino era encontrarnos… y morir.
El calor de sus labios se apagó. Sus manos se en­
tumecieron y sentí el frío de una estatua.
El tiempo se detuvo.
—¡Corre, Elizabeth! ¡No lo sostendré por mucho
más! —Una voz femenina brotó desde una punta del
salón—. ¡Entra en alguna de las puertas; debes regre­
sar a 1998!
—¿Y Eckhardt?
—Él muere aquí. Está escrito en las estrellas.
—¿Y tú…?
Interrumpió casi con violencia.
—¡Que te vayas, niña! ¡Ya nos reencontraremos!
Aún perpleja, salí al pasillo y atravesé la primera
puerta que encontré entreabierta.
Lo último que vi fue a la mujer bajando los brazos
y, con ello, el techo cayendo sobre mi alma gemela.
Pero no todo salió tal lo planeado. Si Eckhardt debía

60
morir allí, alguien se robó su destino. Un ser oscuro
que lo introdujo en un pórtico, salvándolo de la catás­
trofe o condenándolo para siempre.
—¡Maldición! —Oí gritar a la fémina.
No pude ver más. Una fuerza superior me introdujo
en la oscuridad y la puerta se cerró detrás de mí.

La muñeca de porcelana descansaba en un baúl


abierto. Me emocioné al reconocer mis antiguos ju­
guetes. Reconocí entre las sombras mi habitación.
Halos de luz se colaron por la ventana, iluminando
mis peluches preferidos. Abracé con fuerza a un osito.
El espejo que se encontraba frente a la cama me de­
volvió el reflejo de una pequeña de siete años. La
puerta me había regresado a la infancia.
—Elizabeth... —una figura refulgente se mostró al
costado de la niña. A mi lado no había nada—. Las
virtudes velamos por ti y porque tu misión sea cum­
plida.
No me sorprendió su presencia, aunque sí su for­
ma. Era como si la luz simulase una figura solo para
que yo pudiese comprender su existencia. Amorfo, in­
definido, volátil. Incluso sus inmensas alas se en­
cendían y apagaban, con tensión eléctrica.
—La incertidumbre es inevitable.
—Y natural —interrumpió—. En el camino a la
Eternidad encontramos obstáculos que nos invitan a
flaquear pero, ¿sabes qué nos empuja hacia adelante,
qué nos levanta después de cada caída?
—Creí que era Rochel.
Sentí que sonreía.
—Es tu fe —continuó—. Sé agradecida, muchacha;
no todos los humanos reciben ayuda de los ángeles.
Hay que creer para poder ver.

Siete días para Elizabeth Schumann| 61


Vanesa O' Toole

La habitación se volvió otra vez sombría y cenicien­


ta. La imagen del espejo se desvaneció, reflejándome a
mis diecinueve años. Lucía la bata de hospital, los
pies descalzos y sucios; un almohadón roído ocupaba
el lugar del osito entre mis brazos.
Sentí lástima por mí; ¿en verdad creía que todo
acabaría bien?
Aquel ser tenía razón: si no confiaba en los ángeles
y en mi propio poder, jamás lograría mi objetivo.
Una escalera me convocó al piso de abajo. Peldaño
a peldaño, mis pies se impregnaron de óxido. Ya nada
importaba; la inquieta soledad colmaba el vacío de mi
pecho. Si bien la vivenciaba en carne propia, la sen­
sación no era solo mía.
Seguí camino, alerta; dejé atrás ventanales rotos
por donde se colaba el frío. Furiosos relámpagos ilu­
minaban el trayecto donde los tablones debían con­
servarse tapados.
Escombros. Caños rotos. Mugre por doquier.
Una camilla se balanceaba solitaria hasta que tomó
velocidad y chocó contra otra puerta.
—Elizabeth… —varias voces susurraron a distintos
tempos.
Me di vuelta; nadie había.
Con un chirrido, la puerta me invitó a pasar. No tu­
ve más remedio que aceptar; debía encontrar el cami­
no de regreso.

Un Cristo crucificado se alzaba en el centro de la


capilla; un órgano de clave improvisaba el fúnebre La­
crimosa, del Réquiem de Mozart.
Una a una, fueron encendiéndose las velas dis­
puestas en los muros. Elementales de Fuego se dibu­
jaban en sus pabilos, danzando y transmutando sus
formas en cada centellear.

62
Distintas esculturas me espiaban bajo túnicas
amarillentas y seres invisibles inundaban el Aire en
aspectos fantasmagóricos.
—¿Qué quieren?
Nadie respondió.
Avancé hacia el altar. Con cuidado, posé la mano
en una portilla dorada. El escalofrío caló mis huesos.
—Konrad Groß —leí.
Supe entonces que me encontraba en el Hospital
del Espíritu Santo, donde yacía su fundador.
La horda fantasmal se hizo visible. Algunos mos­
traban vendas; otros, muletas. Unos revelaban miem­
bros mutilados mientras que de los demás brotaba
sangre de lesiones aún frescas. Sus auras denotaban
oscuridad; sus esencias se arraigaban a esta Tierra a
través del rencor. Eran heridos de guerra, recuerdos
anclados a través de los años.
Les ofrecí la urna y se rieron de mi ingenuidad.
—¿De qué nos sirve un muerto —el vocero se ade­
lantó unos pasos—, si lo que queremos es hablar por
la boca de los vivos?
Temí. Yo también había implorado regresar a mi
prisión terrenal; la necesitaba para cumplir mi misión.
Pero mi cuerpo era mío, no de otro. ¿Por qué no regre­
saban a los suyos, sin necesidad de amenazarme?
Distintos objetos volaron hacia mí. Sorteándolos,
corrí hacia la salida. Estaba bloqueada.
—Sabemos quién eres —el difunto avanzaba a paso
lento, impasible, mientras yo desesperaba—; el Dr.
Schwartz no merece redención. Arderá por siempre en
el infierno; pagará por lo que hizo.
La mano feérica me alzó por el cuello; inmovilizada,
restaba esperar lo peor.
—Pudimos haber vuelto a casa, sanado, recobrado
la conciencia, escapado del bombardeo... Pero no. Tu
querido Dr. Schwartz tomó una decisión. Sedarnos.
Para no sentir dolor, decía; para atarnos a la muerte,

Siete días para Elizabeth Schumann | 63


Vanesa O' Toole

dije yo. No tenía derecho a decidir por nosotros. Nos


sedó a todos y encendió un cigarro mientras nos veía
morir. Nunca tuvo cargo de conciencia; estaba per­
suadido de haber hecho lo correcto.
Los espíritus avanzaron hacia mí. Una tras otra,
sus pútridas almas fueron atravesando mis piernas,
mis brazos, mi pecho, sin que pudiera elevar siquiera
un grito de auxilio.
—Después de asesinarnos, se dirigió a su despacho
para quitarse la vida. Pero la bomba le facilitó la tarea.
Desde entonces, vivimos en un bucle que repite las
horas de nuestra desgracia. Pero con tu llegada, todo
cambia…
Sentí sus ojos mirar a través de los míos y sus
emociones mezclarse con mis sentimientos. Sus apeti­
tos eran abominaciones que dilataban la carne desde
dentro. Con extremo dolor físico, la horda fue apo­
derándose de mi cuerpo.
—Por favor... —alcancé a decir—. Déjenme salir.
—¿Salir? —Una voz grave emergió de la oscuri­
dad—. Peleaste con tu ángel por un cuerpo y ahora,
¿exiges liberarte?
—¿Quién eres?
Cientos de imágenes corrieron por mi mente. No
eran mías. El peso karmático de todos me resultaba
insostenible. Quedaría atrapada en esa eternidad en
pena.
—Hay una forma de salvarte… —dijo entonces la
voz tan familiar. Al bajar la mirada, distinguí a la
sombra ofreciéndome la mano—. Ven conmigo, Eliza­
beth. Puedo darte otro destino.

La centella inmovilizó a la sombra. Quien me suje­


taba me soltó. Caí de rodillas, aún sintiendo las áni­
mas dentro mío.

64
—Elizabeth ya tiene un destino. —La figura fulguró
de forma indefinida; por sus alas se veía circular la
electricidad—. No eres quién para arrebatárselo.
—Fuera de aquí, Libertad. Lo que haga con ella no
incumbe a las virtudes.
—No permitiré que engañes a nadie. —Una espada
luminosa apuntó al cuello de la sombra.
—¡Esto es entre Eckhardt y nosotros! —Escupió el
líder de los espíritus—. ¡Debemos vengarnos de nues­
tro asesino! ¡Nos quedaremos con ella para que no
cumpla su misión!
La horda avanzó amenazante, mas el ángel no se
amedrentó.
—Saliendo del bucle tendrán la libertad que tanto
necesitan.
—¡Queremos su cuerpo! —Gritó otro.
—¡Es el único ser vivo en este maldito lugar! —Vo­
ciferó uno más.
—¡BASTA! —Me impuse desde el suelo—. No im­
porta cómo murieron, sino cómo van a seguir a partir
de ahora. Precisan liberar sus almas, irse de este hos­
picio. El odio los ancla porque ustedes así lo quieren.
Si solo pudieran soltar aquello que los ata…
—No son más que un recuerdo encadenado —con­
tinuó Libertad—. Permítanse soltar el pasado, para
luego reencarnar y tener una nueva oportunidad junto
a sus seres queridos.
—Será una aventura reencontrarlos en otras épo­
cas, con rostros distintos —una triste sonrisa se di­
bujó en mi semblante—. Aprovechen la oportunidad,
aún están a tiempo.
Yo ya no lo tenía.
El silencio fue momentáneo; luego el murmullo lo
interrumpió. Deliberaban entre ellos.
—Algunos tenemos varias vidas por delante… —un
ánima avanzó desde el fondo para dirigirse al ángel—.
Pero tú viniste a rescatar a Elizabeth, no a nosotros.

Siete días para Elizabeth Schumann | 65


Vanesa O' Toole

La virtud tomó forma nítida. Pude ver un azul eléc­


trico en los ojos que imploraban mi respuesta.
—Libéralos a ellos.
La sombra echó a reír, mas los espíritus, sorpren­
didos, guardaron silencio.
—Sabia decisión.
La virtud plegó las alas y las almas se desvanecie­
ron dejando tras ellas una estela de cenizas. Incluso
las que aún permanecían cautivas dentro de mi cuer­
po fueron abandonándome una a una, evaporándose
al salir. Me sentí otra vez liviana.
—¿Y ahora? —Pregunté cuando todos se habían
ido. Aún quedaba la sombra atrapada en la centella.
—Hasta aquí llega mi participación.
—No así la mía. —La sombra esbozó una maléfica
sonrisa—. Nos volveremos a encontrar, dalo por he­
cho. —Dijo y se desvaneció.
—Esa es otra batalla que deberás lidiar. —La cen­
tella implosionó ante un movimiento de mano del án­
gel—. Un paso a la vez. —Con la otra mano, destrabó
la puerta que permanecía cerrada—. Anda. Te están
esperando.

—Tardaste demasiado. —La mujer estaba parada


frente a la ventana; a su lado, un anciano en silla de
ruedas miraba la lluvia fundirse con un río interno.
—Es el río Pegnitz —ella trató de comprender mis
pensamientos—. Parte de tu misión la cumplirás en tu
país natal.
No me sorprendió el comentario. Alemania me vio
nacer, ¿por qué no habría de verme partir?
—Soy Anna. —No tenía más de veinticinco años; el
cabello le caía en suaves ondas doradas hasta la mi­
tad de la espalda. Sus brillantes ojos azules ilumina­
ban la palidez en un rostro de mejillas sonrojadas.

66
—¿Eres consagrada?
Sonrió; era fría y hermosa.
—Podría decirse.
Me acerqué con lentitud.
—¿Por qué estás aquí?
—Debo velar porque cumplas tu misión. —Y me
contó que me había conocido en Lemuria, la noche de
la tragedia. Si bien le encomendaron acompañarme,
no reveló quién ni la razón por la que aceptó.
Nos quedamos en silencio mientras los pensamien­
tos se amontonaban.
—¿Qué estoy haciendo aquí?
—Lo siento, mi niña. —El anciano habló sin mirar­
me—. Fue la única manera de alejarte de la sombra,
aunque de todas formas te siguió.
Me acerqué a él y puse mi mirada a la altura de la
suya. Lo tomé de las manos con suavidad.
—¿Usted me trajo a este hospital?
—Ahora es un asilo de ancianos… —soltó Anna,
impasible—. Mi excusa es visitarlo.
—Y la mía, fingir ochenta y siete años. —Lo que
contó a continuación me dejó perpleja—. La sombra te
persigue y lo seguirá haciendo. El destino de ambos es
enfrentarse, pero nuestro objetivo es postergar ese
momento para que puedas cumplir tu misión.
—¿Quién es?
Continuó, evadiendo mi pregunta.
—El próximo paso es rescatar a Eckhardt del demo­
nio que se lo llevó.
—Tiene a su alma cautiva. —Anna miró hacia afue­
ra, como si le doliese—. Desde entonces.
En el exterior, las nubes se abrieron mostrando una
noche estrellada.
—Pasaron más de cincuenta años. —El anciano
apretó mis manos—. Si bien ha reencarnado, su alma
está escindida y necesita de tu auxilio.

Siete días para Elizabeth Schumann | 67


Vanesa O' Toole

Esbocé una sonrisa incrédula.


—¿Usted también es consagrado? —El anciano me
miraba compasivo.
—Terminó el horario de visita. —Con la llegada de
la enfermera, el asilo cobró el movimiento cotidiano.
Otros ancianos se dirigieron a sus habitaciones,
entre diálogos fluidos y emociones diferentes.
—Es hora de irnos. —Anna se despidió de él con un
beso en la frente—. Hasta la próxima, viejo loco. No
hagas travesuras.
—Ya quisiera.
—Vamos Rafael, es hora de su baño.
¿Acaso era...?
—Adiós, Elizabeth. Te encargo mi jardín.

68
DÍA CUARTO
­ presto ­
Nos alojamos en una habitación prestada.
Anna se instaló en casa de consagrados apostados
en el continente. Ninguno hizo preguntas. Ni ellos ne­
cesitaban saber quién era, ni yo quería establecer
conversación con desconocidos.
Tomamos prestada la vestimenta del ropero; por
suerte era de nuestra talla. Elegí calzas negras y un
vestido corto en el mismo tono. Anna utilizó un par de
zapatillas para combinar con su jean y remera blanca.
Me quedaron los borceguíes cortos; los mismos que
usábamos en las islas.
Sentada delante de una mesa ratona, ella estudiaba
siete piedras diminutas dispuestas en forma de cruz.
Creyó conveniente pedir consejo a las runas, por eso
levantó la primera y habló:
—Nathiz en el pasado indica una transición. Un fi­
nal rotundo, doloroso; cargaste una cruz en tu espal­
da, pasando por un extremo sufrimiento emocional.
Pero tranquila, tanto esfuerzo será recompensado con
un futuro esperanzador. —Tomó otra—. Algiz al revés.
Un pasado oscuro que no permite ver el presente con
claridad. También se refiere a una presencia femenina
muy fuerte, oscura, con un trágico final. —Me estudió
con la mirada—. ¿Es tu vida pasada?
—Ya está solucionado.
—Perfecto. —Levantó una tercera piedra—. Mannaz
al revés. Desencuentros, engaños, conflictos que lle­
van a enfrentamientos… Todo lo que viviste ayer.
—Haberlo sabido antes...

Siete días para Elizabeth Schumann | 71


Vanesa O' Toole

—Hubiese sido útil. —Y mostró una nueva runa—.


Geor no solo procura armonía; también simboliza el
acompañamiento de un ser superior.
—Seguro se refiere a Rafael.
—Me inclinaría más por tu guardián —me miró in­
teresada—. Hablamos de protección absoluta.
Pensé en Rochel. Necesitaba su abrazo.
—Te ayudaré a encontrarlo —sonrió—. Pero siga­
mos; es necesario prever esta semana.
Agradecí sincera. No sabía quién era pero, siendo
consagrada, sentí otra clase de seguridad. Su aura me
inspiraba confianza.
—Dime más.
Tomó una quinta piedra y la observó complacida.
Asentía mientras hablaba.
—Encontrarás lo que buscas.
—A mi alma gemela… —ya la había hallado en dife­
rentes circunstancias, mas necesitaba su presencia en
esta vida.
—No lo digo yo, sino Kano —y me mostró la runa al
derecho—. Pero cuidado, tampoco será el encuentro
concreto: se tratará de un acercamiento. Ahora —dio
vuelta la sexta runa y la tomó con delicadeza, sope­
sando las imágenes que venían a su mente.
—Habla. Sin preámbulos.
Suspiró.
—El juicio final… —soltó al fin—. Gebo anuncia que
tomarás una decisión crucial. En base a lo que con­
cluyas, cumplirás tu misión o no.
El silencio fue profundo.
—Quiero saber cómo termina.
—Yo también —tomó la última. Luego de interpre­
tarla, estuvo a punto de hablar. Pero se mordió los la­
bios y la guardó—. Será mejor que conozcas la
respuesta por ti misma.
Tenía razón. La lectura de runas era solo una
orientación. El verdadero camino lo haría yo.

72
Sonó el timbre.
Anna me miró extrañada. Los dueños de casa esta­
ban fuera, por lo que se dirigió a abrir. Al rato regresó
y, tras ella, asomó con timidez un hombre alto, con el
cabello negro y despeinado. Sus ojos de color azul se
posaron sobre los míos.
—¿Me extrañaste?
Quedé atónita al reconocerlo.
—Así que este es Rochel… —Anna lo miró de arriba
abajo. Dio su aprobación con la cabeza y nos dejó
conversar a solas.

Caminar bajo la lluvia.

—Perdóname por no detenerte —comenzó Rochel—.


Debías descubrir la verdad por ti misma.

Disfrutar del amanecer.

—¿Cuál de todas? —Me asomé a la ventana. El día


seguía llorando.

Deleitarme con el cielo estrellado.

—No sabía que la sombra te seguiría ni que te lle­


varía donde Eckhardt. El trato con Rafael era regre­
sarte a tu cuerpo, en Lemuria. Pero se empecinó en
acecharte y…

¿Qué más me gustaría hacer antes de morir? Este


era el cuarto día de mi misión; tres días más y se aca­
baría todo. ¿Cómo sería desaparecer? ¿Acaso ex­
trañaría el perfume de las flores? ¿Y el sonido de mis
cuerdas? ¿Habría música allí, a donde me dirigía?

Siete días para Elizabeth Schumann | 73


Vanesa O' Toole

¿Tendría memoria de mi experiencia terrenal? ¿Mi men­


te se uniría por fin a la mente del Todo? ¿Volvería a
emocionarme? ¿Qué sería de todos a los que alguna vez
amamos? ¿Nos reencontraríamos en las estrellas? ¿Nos
reconoceríamos? ¿Nos daríamos cuenta de que…?

—Te noto dispersa.


Rochel se acercó y me abrazó por la espalda. Mira­
mos la lluvia caer, en silencio, respirando juntos.
Debía tachar aquel momento de la lista.
—Me cuesta aceptar la realidad.
—También a mí.
El perfume de su piel me extasiaba; el calor de su
cuerpo me brindaba seguridad. Me hubiese quedado
allí por siempre, protegida bajo el ala de aquel ángel
devenido en hombre que velaba por cuidarme hasta el
fin. No necesitaba a nadie más. No me interesaba en­
contrar al amor de mi vida o a mi alma gemela. Quería
quedarme allí, entre sus brazos.
De repente, la incertidumbre.
¿Y si Rochel era…?
—Es hora —interrumpió Anna. Mi guardián me
tomó de la mano y ella observó el gesto con desapro­
bación—. Tu misión es encontrar a Eckhardt.
—¿Y dónde se supone que está? —Mi pregunta no
fue amigable.
—En Múnich. —La consagrada nos invitó a seguir­
la—. Dejemos de perder el tiempo.

La teletransportación nos llevó a una calle angosta


con laterales tapiados. Las paredes de piedra forma­
ban un muro divisorio, encargado de sitiar los puntos
cardinales. ¿Sería obra de los consagrados apostados
en el continente?

74
—¿Eckhardt está aquí?
Anna y Rochel se miraron.
—Nos están esperando.
Avanzamos en silencio hasta una abertura que solo
ella pareció notar. Uno a uno fuimos ingresando a un
corredor sin fin. Innumerables brazos se movían a
través de las paredes, queriendo alcanzarnos. Apresu­
ramos el paso, escapando de sus garras.
Nerviosa, di un traspié y caí. Rochel estrechó la
mano y me levantó.
—Debemos llegar cuanto antes.
Las figuras contenidas rasgaron las grietas. Al mi­
rar atrás, vi cómo algunas atravesaban el muro y nos
buscaban, acechantes.
—¡Rápido! —Anna dirigió la huida.
Las criaturas corrían como hambrientas bestias
tras su presa. La distancia se hizo cada vez más corta.
Casi llegaban a nuestros talones cuando una puerta
se volvió visible al final del pasillo.
Al abrirse, una mujer de cabello oscuro y ojos azu­
les nos invitó a pasar. El portón se cerró, pero los ras­
guños aún eran audibles.
—Te das cuenta, ¿verdad? —La mujer se dirigió a
Anna—. Este sitio está confinado a un propósito.
—Es el punto de reunión de los demonios en la Tie­
rra —aseveró la adivinadora.
—Se está gestando una nueva guerra.
El mundo tal como lo conocíamos estaba cambian­
do —muy a pesar mío—, por la ambición de los con­
sagrados. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero me
repuse. Lo que ocurriese con la humanidad, ya no me
incumbía.
—Despierta los sentidos, Elizabeth, que tu energía
haga contacto con esta Tierra a la que aún perteneces.
Que tu cuerpo materialice el deseo de liberar el alma
de Eckhardt. —No parecía una persona corriente. Su
fortaleza era divina, angelical—. Estás en el punto es­

Siete días para Elizabeth Schumann| 75


Vanesa O' Toole

tratégico del Sur. Mi consejo es que liberes la energía


curativa para ti y para quienes te rodean. Ahora, en­
frenta tu destino. Desde aquí, oraré por tu victoria.
Aquella tan solo había sido una parada.
—¿A dónde vamos ahora?
No imaginé la respuesta.
—Al Teatro Nacional.

La estatua de José Máximo nos recibió con el brazo


en alto. Caminamos un corto trecho hasta subir unas
escalinatas. Las columnas me recordaron al templo de
Segesta, aunque su conservación era distinta. Me dis­
traje al vislumbrar las figuras en relieve que decora­
ban la pirámide superior. Una vez más me fascinaba
ante la capacidad artística del ser humano.
Al entrar, la música nos envolvió en un hechizo so­
noro. Por un instante olvidé la misión y el motivo por
el que estábamos allí. El sonido de los instrumentos
me arrastró hacia lo terrenal.
Desde niña soñé con dar un concierto en el Teatro
Nacional de Múnich. Estar allí me generaba un torbe­
llino de sensaciones. Por un lado, la emoción de pisar
aquel suelo inmaculado y, por el otro, la tristeza de
saber que el sueño de mi vida —quizás el único—, no
se cumpliría jamás.
—No te distraigas. —Rochel me tomó de la mano y
me condujo hasta un palco lateral.
Una gran cantidad de gente esperaba el es­
pectáculo. De repente, mi ángel se puso alerta frente a
uno de los palcos inferiores.
—Espérame aquí —soltó y salió disparado.
Anna lo siguió con la mirada.
—Eckhardt está cerca.
—¿Y por qué no lo buscamos? —Me puse en guar­
dia pero ella me tomó del brazo.

76
—Tranquila. —Observó con desconfianza a los cos­
tados—. No queremos arriesgarte.
Me quité su mano de encima.
—Necesito encontrarlo, Anna. Debo rescatarlo de su
propio infierno.
—¿Piensas que no lo sé?
—¡Shhh! —La mujer a mi derecha sostenía un niño
en su regazo—. Va a comenzar el espectáculo. —Sus
ojos eran de un verde que no parecía de este mundo.
El bebé estiró una mano y me regaló una sonrisa
tierna. Su mirada era igual a la de su madre.
—¿Cómo se llama?
—Leonardo.
Anna volvió a tomarme del brazo.
—Es hermoso. —Sin quitarle la vista de encima, me
sentí hechizada—. ¡Qué ojos más preciosos tiene!
—Lástima que los ángeles tienen ojos azules...
El telón se levantó.
Quedé petrificada; en el escenario, me vi a mí mis­
ma, vestida de rojo, bajando las escalinatas con el
violín en mano. Abajo me esperaba la orquesta y, arri­
ba, la cúpula… instantes antes de quebrarse.

El bucle era el espectáculo; desde el momento en


que bajaba las escalinatas, hasta el instante después
de romperse la cúpula que asestaba contra todos.
Una y otra vez.
Y otra…
Y otra más….
Visualizar el momento de mi muerte me horroriza­
ba, mas con la repetición me di cuenta de que ya no
era la muchacha con sueños quebrados. La tragedia
no había acabado conmigo; por el contrario, me había
vuelto más fuerte.

Siete días para Elizabeth Schumann | 77


Vanesa O' Toole

—¡Elizabeth! —La voz era de un príncipe demonio.


Se dirigió a mí con el bucle detrás suyo—. Murmur ha
traído desde la mítica Lemuria este maravilloso es­
pectáculo solo para homenajearte.
Otra vez el momento en que los vidrios nos atrave­
saban. De repente, noté que de mi cuerpo se des­
prendía una energía oscura, incomprensible.
—¿También creaste el bucle de Eckhardt? —Ya no
prestaba atención a lo que sucedía tras él.
—El cual te encargaste de romper.
—No sabría decir cómo.
Una vez más, en segundo plano, me vi bajando por
la escalinata.
—Con amor, mi estimada. El amor es una energía
que puede tanto crear como destruir.
El silencio previo a la ejecución de la melodía.
—¿Qué quieres de mí?
—¿De ti? Nada en absoluto —pronunció con des­
precio—. Pero tú quieres algo que le pertenece a Mur­
mur y que Murmur no está dispuesto a regalarte.
Hablaba de Eckhardt, no había dudas.
Me asomé al borde del palco y observé todas las
miradas verdes que me acechaban. Tuve miedo.
Anna apoyó su mano en mi hombro para recordar­
me que no estaba sola. Además, había príncipes
angélicos; solo debía encontrarlos. Tenía que ser va­
liente, por mí, por Eckhardt, por nuestra misión.
—¿Dónde está?
Murmur lanzó una larga y exagerada carcajada. Los
demás demonios lo acompañaron en la burla.
—¿La princesa rescatando al príncipe? —Enseguida
adoptó una actitud juguetona—. ¿Qué te parece un
intercambio?
La cúpula quebrándose de nuevo.
—No hago tratos con demonios.
—Qué terca, así nunca conseguirás novio. Y Mur­
mur que pensaba darte a este... —alzó la mano y el

78
bucle se deshizo. En su lugar, Eckhardt apareció ma­
niatado, con brazos y piernas extendidos cual hombre
de Vitruvio—. A Murmur no le gusta demasiado. Tiene
un alma oscura y su sabor es amargo. Murmur tiene
antojo de pureza y tú puedes ayudar a saciarlo.
Sentí asco.
—Nunca me tendrás.
Silencio. Luego, la carcajada resonando en todo el
recinto. Descompuesto de la risa, Murmur tardó va­
rios minutos en volver a hablar.
—Pensabas que… me refería a… qué niña más
estúpida… —cuando se compuso, su voz se volvió
grave—. Murmur las prefiere rubias.
Anna palideció.
De repente, la oscuridad total.
Lo único que sonaba era la risa del diablo y los gri­
tos de los espectadores pidiendo el próximo show.
Anna me tomó de la mano y me arrastró por un ca­
mino que ninguna de las dos veía.
—¿Adónde vamos?
—A enfrentar al maldito, ¿adónde crees?

Anna me guiaba en la negrura; con una mano me


llevaba y con la otra se sujetaba de la baranda para
que ninguna de las dos cayera. Risas burlonas se de­
jaban oír desde todos los flancos.
—¡Elizabeth! —La voz sonó desde una puerta que se
abría—. ¡Rápido, por aquí!
Entramos. La habitación era extensa y con una in­
finidad de muebles carcomidos; parecía haber estado
cerrada por siglos. Varias ánimas se hicieron visibles
para venerar nuestra presencia. Una de ellas se volvió
corpórea, mostrando un bello rostro de rasgos fuertes
y ojos azules.

Siete días para Elizabeth Schumann | 79


Vanesa O' Toole

—Has llegado al punto estratégico del Oeste, del


cual soy responsable. ¿Eres feliz?
La pregunta me desconcertó.
—¿Feliz? —Miré a mi alrededor. Los espíritus per­
manecían expectantes—. El teatro está infestado por
demonios y hay inocentes en el público. ¿Qué clase de
pregunta es esa?
La figura sonrió con tranquilidad. Lo que dijo a
continuación me heló la sangre.
—Ninguno está aquí contra su voluntad.
Todas esas personas... ¿servían a la oscuridad?
—Abre los ojos, mi niña. Cuando estuviste en el
Cielo, cercana a tu castillo, sentiste el Bien en su gra­
do más puro. Ahora, de vuelta en la Tierra, notarás
que muchas veces la humanidad actúa en nombre del
Bien sin medir las consecuencias. ¿Intuyes de lo que
hablo, Elizabeth?
Distintas imágenes vinieron a mi mente. El fanatis­
mo, la religión, la moral, la educación, el sistema de
leyes… ¿Quién tiene la potestad de decir lo que está
bien y lo que está mal? Al fin y al cabo, todos somos
humanos, similares entre nosotros y a la vez tan dis­
tintos. Lo que es bueno para uno puede volverse una
tortura para otro. Y toda causa, por mínima que sea,
tiene su efecto.
—El ser humano nace con una naturaleza. Viste la
tuya al encarnar como Estrella. Pero con las reencar­
naciones, aprendiste a controlarla, a dominarla, a es­
cuchar a tu ser interior. Las personas aquí presentes,
en cambio, tienen varias vidas para percatarse.
—Aún deben despertar...
—No es su momento, sino el tuyo. Despierta al
mundo real, Elizabeth. Conócete a ti misma y libera tu
fuerza interior. Intuye lo que vendrá, cruza el abismo
entre lo visible y lo invisible. Solo expandiendo tu
mente ganarás la batalla. —La figura me traspasó con
la mirada—. Tranquila, tu vibración de amor no se

80
volverá contra ti convertida en odio. Puedes también
con eso.
Quedé paralizada.
—¿De qué estás...?
Apoyó una mano en mi hombro.
—Te sientes sola; siempre ha sido así. El daño te lo
has hecho a ti misma. Y ahora, a punto de volver a ser
parte del Todo, te percibes más eremita que nunca.
—Lo que en verdad temo es... —decirlo en voz alta
sería como desnudar mi alma.
—Te queda poco tiempo, así que vete. Y no olvides
mirar dentro de ti; intuye...
La sala entera se desvaneció, dejándonos otra vez
en la oscuridad. Anna me tomó de la mano.
—Es hora.
Sin que pudiera verme, asentí con la cabeza. An­
siaba encontrarme con Eckhardt. No me urgía libe­
rarlo, sino saber cuáles eran mis verdaderos
sentimientos con respecto a mi alma gemela.

—Por fin llegas, queridísima. —La voz se amplificó


en aquella sala de acústica perfecta—. Murmur agra­
dece tu confianza.
Tres focos se encendieron en canon. El primero ilu­
minó al demonio; el segundo a mí, y el tercero, a An­
na. Los músicos improvisaron melodías mientras el
público pedía que continuase el show.
La situación me exasperaba.
El príncipe demonio me doblaba en altura; su ca­
bello era largo y negro; la piel, carcomida, putrefacta.
Los ojos blancos con pupilas verdes...
—La gente nos aclama —hizo una reverencia y me
tomó con fuerza, girándome en un baile frenético.
Varios gritos ahogados llamaron mi atención. Un
demonio menor había cubierto la boca de Anna y la

Siete días para Elizabeth Schumann | 81


Vanesa O' Toole

enroscaba con su cola punzante. La luz cenital se


apagó de un golpe y ambos desaparecieron.
—Gracias por el regalo. —El enemigo esbozó una
sonrisa desagradable—. Ahora que estamos solos,
Murmur quiere confesarte que…
—¿Dónde está Eckhardt?
El demonio detuvo el baile y tomó distancia para
mirarme mejor.
—¿Por qué quieres encontrarlo?
—Es mi alma gemela y debo…
—¿Lo amas?
Mi corazón se detuvo.
Murmur esbozó una sonrisa que derivó en una
nueva carcajada. Luego se dirigió al público para
romper la cuarta pared. Sí, aquella era nuestra propia
pieza teatral.
—Toda historia de amor necesita un tercero en dis­
cordia. Y aquí es cuando el espectáculo se pone inte­
resante. —A partir de entonces, comenzó a actuar con
grandilocuencia—. Murmur sabe bien por qué no
puedes responder si amas o no a tu alma gemela.
—Silencio—. Dudas. —Silencio—. Y las dudas sur­
gen… —pausa—, porque no tienes idea de lo que en
verdad es el amor —platillos.
Generalizada expresión de asombro.
Permanecí de brazos cruzados, esperando que ter­
minase. Poco me importaba que un demonio me diese
consejos de amor; el tiempo se me acababa.
Murmur ni se inmutó y continuó actuando en com­
plicidad con el público.
—¿Cuál es la diferencia entre el amor y el enamo­
ramiento? —Se dirigió a mí con un susurro—. Apuesto
otra amiga tuya a que no la sabes…
—Dime dónde…
—El enamoramiento es una etapa maravillosa —in­
terrumpió—. Ustedes los humanos exacerban las
emociones, idealizan al otro, creen que las ilusiones

82
son reales y poco se dan cuenta de que están bajo el
influjo de un estado mental alterado y de incuestiona­
bles reacciones químicas.
El público rio, divertido.
Murmur se dirigió a la otra punta del escenario.
—El amor, en cambio, trae consigo la paz. El hu­
mano, domado, tranquilo, se siente en plenitud cuan­
do el sentimiento es recíproco. Ambos se protegen, se
preocupan por el bienestar común y, en algunos ca­
sos, se deciden a procrear.
El público emitió un suspiro prolongado.
Luego de un silencio, Murmur se dirigió a mí con el
dedo acusador y los ojos desorbitados.
—No encontrarás a tu verdadero amor, mi estima­
da. ¿Y sabes por qué? —Juntó aire para gritar la ver­
dad—. Porque el verdadero amor no se encuentra, ¡se
construye! Y tú, no tienes tiempo de construir ab­so­
lu­ta­men­te NA­DA.
Perdí el equilibrio.
¿Qué estaba buscando? ¿Un ser que me comple­
mentase? ¿En qué? ¿Si ni siquiera lo conocía? ¿Bas­
taba sentir que la piel se me erizaba al contacto de mi
alma gemela? ¿Se trataba de un sentimiento genuino
o solo de un enamoramiento forzado y ficticio?
—Responder esa pregunta te llevará a la verdad, mi
niña. —El demonio esbozó una sonrisa gigantesca—.
En este teatro todos escuchamos tus pensamientos y
nos encanta. ¿Pero sabes qué nos gustará aún más?
Conocer la decisión que tomes cuando te diga…
Se acercó y susurró a mi oído. Sobre la parte supe­
rior del escenario, aparecieron subtítulos que hicieron
visible su línea de diálogo:
—He aquí al ser con quien construiste una relación
de verdadero amor en esta vida. —Detrás de nosotros,
se iluminó un sector del escenario. Allí se encontraba
Rochel, maniatado. Volvió a hablar en un tono de voz
elevado—. ¿Te haces la sorprendida? Bien sabemos

Siete días para Elizabeth Schumann | 83


Vanesa O' Toole

que tienes pensamientos impuros con tu guardián —el


público rio con ganas—. Desvergonzada.
Abucheos; improperios. Jamás me sentí tan ex­
puesta, ridiculizada… y desnuda.
—¿A quién elegirás a cambio de Anna? —Me rodeó
con un brazo como si de un amigo se tratase—. ¿A tu
verdadero amor o al efímero enamoramiento?

Aquello que sentía y que trataba de ocultar se volvió


otro motivo de burla. Las risas crecían; los dedos me
acusaban. Y yo solo quería callarlos a todos y arrasar
con su asquerosa existencia.
Focalicé la energía en el plexo solar y mi voluntad
incrementó el tamaño de mi aura. Me sentí poderosa,
invencible... Y casi sin darme cuenta, pedí con todas
mis fuerzas que las abominables criaturas fuesen
destruidas en su inmundicia, que su propia sangre las
ahogara.
—Elizabeth, detente. —Rochel sonaba exhausto.
Luchaba por escapar pero, ¿cómo salir airoso de
una horda de demonios? ¿Acaso teníamos posibilidad
de ganar o solo nos quedaba entregarnos al final?
¿Por qué no luchar entonces con sus mismas armas?
¿Por qué no irnos batallando?
—Sigue deseando, mi niña. Tus palabras son una
deliciosa melodía para los oídos de Murmur… —el
maldito se relamía.
«Piensa, Elizabeth, sé consciente». La voz sonó den­
tro de mi cabeza; intuí que se trataba de otro ángel.
«Dándole sitio a deseos impuros, volverás tu alma a la
oscuridad y lo hecho ya no podrá ser deshecho. No
hay más tiempo que para liberar a Eckhardt. No per­
mitas que te enreden las mentiras».
Tenía razón.

84
Algo dentro de mí alimentaba esos deseos sombríos
y que no me era ajeno. Ya no se trataba de mi vida
pasada, sino de la actual.
Recordé el bucle que mostraba mi muerte y en las
imágenes que se repetían una y otra vez. De repente,
presté atención a la energía que se desprendía de mi
último hálito de vida. Misma forma, tamaño y segura­
mente, peso...
—¡Concéntrate, estimada! —El demonio chasqueó
los dedos—. Murmur cree que necesitas motivación.
La escenografía cambió con un ademán; la pared
del fondo se elevó y una horda de perros salvajes
gruñó esperando una señal. Del techo colgó un exten­
so capullo, en cuyo interior distinguí la figura de un
cuerpo humano o lo que quedaba de él.
—Elizabeth...
La luz se encendió sobre Eckhardt. Sus ojos vacíos
me miraban sin ver; las venas drenadas ya casi sin
sangre. El demonio reía, divertido.
—¡Pero qué conmovedor! Siente tu vibración
energética y te reconoce. ¡Digna alma gemela!
Entonces, Murmur relató cómo lo había capturado
en el hospital de Nüremberg, transportándolo hasta
nuestra era. Para él, fueron solo segundos. Para Eck­
hardt, el suplicio duró décadas.
—Cuando encerraste a mi amigo Asmodeo —con­
fesó—, Murmur juró vigilar el sufrimiento de Frances­
co. Pero al llegar a la galera, el muy maldito ya estaba
muerto. Fue así que Murmur decidió buscarlo en su
próxima vida y, para que no se le escapara, lo atrapó
en cuerpo y alma, creando un bucle del segundo antes
de su muerte. A Murmur le gusta crear infiernos per­
sonales; son su especialidad…
No podía creerlo. Eso era tan cruel.
—Déjalo ir.
—Tus deseos son…

Siete días para Elizabeth Schumann | 85


Vanesa O' Toole

—¡NO! —Enseguida me di cuenta de su juego. Si li­


beraba a Eckhardt, se llevaría a Rochel; no podía per­
mitirlo. Pero debía también rescatar a Anna.
Necesitaba una estrategia.
—Vete —soltó Eckhardt en un doloroso suspiro—.
Nada puedes hacer por mí. Ya estoy condenado.
Sus palabras surcaron mi alma. Atravesada por la
angustia, supe que haría lo que fuera por ayudarlo.
El ángel leyó mi mirada y sonrió.
—Sálvalo, Elizabeth. Cumple tu misión y sé feliz.
Mirarnos un instante me bastó para comprender.
Rochel me amaba con tanto desinterés que era capaz
de sacrificarse por mi felicidad.
La incertidumbre era extrema; me desesperaba no
saber qué hacer. Si la intención de Murmur era con­
fundirme, sin lugar a dudas, lo había logrado.

—Acciona, Elizabeth. ¡El drama es acción! —El de­


monio se exasperó ante mi falta de arrojo—. ¿Cuántos
incentivos debe darte Murmur para que al fin cierres
el trato? —A su señal, los perros emergieron de las
sombras hacia Eckhardt y Rochel.
Mi corazón palpitó, extraño; el dolor físico invadió
cada rincón de mi carne. Caí al suelo sin saber si los
gritos eran míos o de ellos. La sangre brotaba de mis
manos, de mis brazos, piernas; incluso de mi rostro.
Las dentelladas —sin tocarme— me laceraban.
—Lo sientes, ¿verdad? —Murmur habló con suavi­
dad—. Percibes las mismas sensaciones que tu alma
gemela. Eso se llama empatía.
El suelo se tiñó de rojo.
¿Acaso me uniría así a mi alma gemela? ¿Me iría
para siempre de este mundo, vencida ante el horror y
la desgracia?

86
—Resiste, Elizabeth... —Eckhardt sacaba fuerzas
de donde no tenía—. No es tu destino morir aquí. De­
bes encontrarme en mi próxima encarnación.
El demonio alzó una mano y el silencio se impuso.
—No debiste abrir la boca.
Las lágrimas surcaban mi rostro cuando me puse
de pie. Avancé hacia Eckhardt; un camino de sangre
se dibujó detrás de mí. Al llegar a él, traté de atravesar
con las manos la viscosidad que lo retenía. Nada. Ante
la desesperada insistencia, mi propia carne comenzó a
desgarrarse. Grité. Entonces, mis dedos lograron al­
canzar su piel helada. Distintas emociones me hicie­
ron perder el control. Necesité, como nunca antes,
abrazarlo, besarlo, cuidarlo. Ansié con locura fundir­
me con mi otra mitad.
En segundo plano, Rochel me llamaba. El público,
por su parte, se mantenía silencioso y expectante.
Con una fuerza sobrehumana, saqué a Eckhardt de
su tumba. Los hilos que lo mantenían vivo se fueron
desprendiendo; su existencia escapaba en cada suspi­
ro. Lo sostuve entre mis brazos y lo acuné; la muerte
vendría a buscarlo, esta vez, gracias a mí.
—Cuando Murmur me capturó, mi alma se escin­
dió. —Le costaba hablar—. Una parte encontró un
nuevo cuerpo; la otra, aún me pertenece.
—Sálvalo, Elizabeth —volví a escuchar la voz de
Rochel—. Salvar, a veces, significa liberar.
El príncipe demonio comenzó a aplaudir.
—Bien, bien, bien. Murmur quedó al descubierto.
—Avanzó hacia el límite del escenario—. Pero Murmur
te contará un secreto, mi niña. No necesitas a ningu­
no, por lo tanto, da igual si viven o mueren.
Alzó el brazo y un rayo se dirigió a Rochel. Cerré los
ojos en un acto reflejo y me aferré a Eckhardt.
El impacto no se oyó.
—Ningún ángel será herido bajo nuestro gobierno.

Siete días para Elizabeth Schumann | 87


Vanesa O' Toole

El porte me maravilló. Alto, esbelto, con rizos de


cobre, sus alas flameaban en llamaradas intermiten­
tes. Detrás de él, Rochel yacía de rodillas, liberado por
los otros príncipes angélicos. Cada cual presumía de
sus alas de arena, de nubes y de espuma de mar.
—¿Cómo osan entrometerse en los asuntos de
Murmur? —Dio otra señal de ataque a sus súbditos.
El ángel abrazó a Rochel y ambos se materializaron
junto a mí; una estela luminosa se evaporó a su paso.
—Llévatelo. ¡Ahora! —Y se hundió en un rezo que lo
envolvió en fosforescencia.
Los perros corrieron hacia él y uno a uno los venció
en una batalla individual. Encolerizado, el demonio se
teletransportó; sin piedad, lo atravesó con sus garras
a la altura del estómago. El ángel cayó de rodillas y
levantó la vista, furioso.
—Has comenzado una guerra.
A partir de entonces, todo fue confuso. El teatro co­
menzó a arder entre gritos de terror.
—¡Deben irse! —Escuché a Eckhardt.
—¡No me iré sin ti!
Rochel oró y un círculo de energía nos cubrió a los
tres. Más perros se abalanzaron hacia nosotros, pero
al impactar contra la protección, se desintegraron.
En segundo plano, los demás demonios se retorcían
en las llamaradas creadas por los príncipes angélicos.
—Mi alma debe expiarse. —Eckhardt habló con re­
signación y dureza—. Solo así podrás encontrarte con
mi reencarnación y volver a la Fuente.
Me llevó un momento comprender.
No podía salvarlo. De hacerlo, habría sido egoísta
de mi parte. Eckhardt quería morir; lo necesitaba. ¿Y
quién era yo para pasar por encima de su decisión?
Dejarlo allí me haría sentir culpable, era cierto. Pe­
ro no se trataba de mí, sino de él. Si era digna de ser
su alma gemela, por más dolor que me causara, debía
aceptar y respetar su deseo.

88
Besé su frente y lo apoyé en el suelo. El campo
energético se redujo, dejándolo fuera.
Eckhardt fue alcanzado por las llamas.
Lo último que las lágrimas me permitieron ver fue
una sonrisa de liberación.

—¡Por Dios, están bien! —Anna corrió hacia noso­


tros; los príncipes angélicos la ayudaron a escapar.
Ya en las afueras del teatro, mientras el edificio se
reducía a cenizas, Rochel caminó sin rumbo.
—¿Te vas?
Lo seguí.
—Solo me fue concedido un día en la Tierra. —Se
detuvo—. Espero te haya sido de utilidad. —Sus her­
mosos ojos azules brillaban al mirarme.
—No me dejes. —Un nudo apretó mi garganta.
El silencio gritaba.
Me envolví una vez más en su pecho y sentí su co­
razón latir cerca del mío. Hubiese deseado detener el
tiempo en aquel instante.
—Rochel, ¿y si...?
Llevó su dedo índice a mis labios.
—No debería decir esto pero... —sus ojos se hume­
decieron—. Te amo, Elizabeth. Daría lo que fuera por
ser tu otra mitad.
Se fue.
Una gota cayó del cielo y acarició mi frente. Luego
otra y otra... y otra más.
—Llueve. —Sonreí ante la ironía.
En su llanto, el cielo enmascaró mis lágrimas. Al
regresar, tacharía aquel deseo de la lista.

Siete días para Elizabeth Schumann | 89


ÍNDICE

Prelude ...................................................... 11

Día primero ................................................ 17


(andante moderato)

Día segundo ............................................... 35


(da capo al fine)

Día tercero ................................................. 57


(con carácter)

Día cuarto .................................................. 71


(presto)

Día quinto .................................................. 93


(lento)

Día sexto .................................................... 111


(a tempo)

Día séptimo ................................................ 125


(apassionato)

Finale ........................................................ 135

Jerarquías angélicas .................................. 139

Más de siete curiosidades .......................... 143


¡TE ESPERAMOS EN LA
NOVELA COMPLETA!

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