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—Por aquí, querida —dijo Hylla.

Y Annabeth se dejó llevar hacia los jardines llenos de


cascadas. C. C. me tomó del brazo y me guió hacia la pared de los espejos. —Verás, Percy…
Para liberar tu potencial necesitas mucha ayuda; ahora bien, el primer paso es admitir que no
estás contento con tu actual forma de ser. Me moví nervioso ante el espejo. No soportaba
tener que pensar en mi aspecto: por ejemplo, en el primer grano que me había salido en la
nariz a principios de curso, o en mis dos incisivos, que no estaban nivelados a la perfección, o
en mi pelo, que nunca permanecía en su sitio y tenía tendencia a dispararse hacia cualquier
lado. La voz de C. C. me hacía pensar en todas esas cosas, como si me estuviera observando al
microscopio. Y mi ropa no era guay. Eso ya lo sabía. «¿Qué más da?», pensaba una parte de mí
mismo. Pero allí de pie, frente al espejo de C. C, resultaba difícil ver en mí algo positivo. —
Bueno, bueno —dijo C. C. en tono de consuelo—. ¿Qué te parece si probamos… esto?
Chasqueó los dedos y sobre el espejo se desplegó una cortina azul celeste. Tenía un brillo
tembloroso, como el tapiz del telar. —¿Qué ves? —preguntó. Miré el paño azul, sin saber a
qué se refería. —No sé… Entonces hubo un cambio de colores. Me vi a mí mismo en una
especie de reflejo, pero no era un reflejo. Temblando en medio de aquel paño se veía una
versión superguay de Percy Jackson, con ropa adecuada y una sonrisa de confianza. Los dientes
perfectamente alineados, ni un solo grano, un bronceado ideal, más atlético, quizá tres o
cuatro centímetros más alto. Era yo, pero sin ningún defecto. —¡Uau! —logré decir. —¿Te
gusta así? —preguntó C. C.—. ¿O probamos un tipo diferente…? —No; así está bien. Esto es…
increíble. ¿De veras puede…? —Puedo ofrecerte un tratamiento completo —me aseguró C. C.
—¿Cuál es el truco? ¿Tengo que seguir una dieta especial? —Oh, es muy fácil. Mucha fruta
fresca, un programa ligero de ejercicios y, desde luego… esto. Se acercó al mueble bar y llenó
un vaso de agua. Luego abrió un paquete de algo efervescente y vertió en el vaso un polvo
rojo. La mezcla adquirió un resplandor momentáneo. Cuando se desvaneció, la bebida tenía el
aspecto de un batido de fresa. —Uno de éstos equivale a una comida completa —dijo C. C.—.
Te garantizo que verás los resultados de inmediato. —¿Cómo es posible? Ella se echó a reír. —
¿Para qué hacer preguntas? Quiero decir, ¿no deseas convertirte sin más en tu «yo» perfecto?
No lograba acallar una sensación de sospecha. —¿Por qué no hay chicos en este balneario? —
Ah, pero sí los hay —me aseguró—. Los conocerás muy pronto. Tú prueba el combinado y
verás. Miré el paño azul y aquel reflejo mío que no era yo. —Mira, Percy —me reprendió C. C.
—, la parte más difícil del proceso es dejar de querer controlarlo todo. Tienes que decidirte:
¿te vas a fiar de tu criterio sobre cómo deberías ser, o te vas a fiar del mío? Tenía la garganta
seca. Me oí decir: —Del suyo. Ella sonrió y me tendió el vaso. Y yo me lo llevé a los labios.
Tenía el sabor que era de esperar por su aspecto: como un batido de fresa. Casi de inmediato,
una cálida sensación me inundó las tripas: una sensación placentera, al principio; luego
dolorosa y ardiente, abrasadora, como si el combinado estuviera a punto de hervir en mi
interior. Me doblé y dejé caer el vaso

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