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está reprobando bioquímica y sólo hay una persona que puede

ayudarla:

Es el mejor tutor del campus, y si Penny quiere mantener sus calificaciones

y su cordura, lo necesita. Después de todo,

que sus calificaciones estuvieron en juego. Y mucho menos Penny.

El único problema es que .

Sus ojos verdes y su pelo oscuro desordenado la hacen olvidar todo y soñar
despierta. Ni siquiera importa que Atlas pueda ser un imbécil grosero y
arrogante que la saca de quicio.

Pero está bien.

Por el bien de sus calificaciones y de su frágil mente, Penny puede aprender


a concentrarse. Y está en camino de hacerlo, hasta que Atlas le hace una

propuesta:
Es hermoso.
Es lo primero que pienso cuando abro los ojos.
Creo que es porque tiene una cara simétrica. Cada línea, cada ángulo está tan
artística y cuidadosamente acomodado. No hay desequilibrio de rasgos. Sus dos
pómulos tienen exactamente la misma altura, esculpidos con el mismo filo. Sus dos
ojos se curvan en las esquinas exactamente de la misma manera y en el mismo grado.
Incluso sus pestañas parecen idénticamente rizadas.
―Eres hermoso ―me encuentro diciendo.
Al oír mis palabras, baja la mirada.
―Oye, estás despierta. ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?
Hay preocupación en sus ojos; puedo verlo claramente. Y creo que hay motivos
para preocuparse. Lo sé, aunque me cuesta recordar por qué.
Pero ahora mismo no me preocupa eso.
Me estoy concentrando en otra cosa. Concretamente, sus ojos.
Son tan verdes.
Los ojos más verdes que he visto alguna vez.
Y se lo digo.
―Tienes los ojos verdes.
Al oír esto, frunce el cejo.
―¿Recuerdas dónde estás? ¿Recuerdas lo que pasó?
Lamiéndome los labios secos, alzo la mano y trato de alisar esos surcos de su
frente con mis dedos. Creo que sus ojos se encienden cuando lo hago. El verde se vuelve
más verde, más intenso.
Más hermoso.
Como él.
―Creo que nunca había visto unos ojos tan verdes en mi vida ―susurro,
ignorando todo excepto a él.
Algo pasa por esos ojos entonces, por toda su cara, por sus rasgos afilados. No sé
qué es, pero está ahí y me hace moverme. Me hace querer acercarme a él, que es cuando
me doy cuenta de que no puedo.
Porque ya estoy cerca de él. Súper cerca.
De hecho, mi mejilla está apoyada en su pecho. Todo mi costado está presionado
contra su pecho, en realidad.
Y eso es porque estoy en sus brazos.
Me está cargando.
Más que eso, está caminando mientras me carga. Me está llevando a algún sitio.
―¿A d-dónde me llevas? ―le pregunto a este extraño.
Aunque no parece un extraño en absoluto. Creo que lo he visto en alguna parte.
Pero no recuerdo dónde. Por alguna razón, no puedo recordar muchas cosas.
Mi pregunta aclara esa cosa en sus ojos, sus rasgos, esa cosa misteriosa, y ahora
aparece todo serio, severo y grave. De alguna manera, todo negocios. Aunque no tengo
forma de saber qué aspecto tiene cuando no es todo negocios.
―Al centro de salud ―dice, con frialdad y cortado, sus ojos se apartan de mí por
un segundo para, supongo, mirar por dónde va―. Te desmayaste. En clase. Creo que
tuviste un ataque de pánico ―Entonces me mira―. Pero ahora estás bien, ¿okay? Te
tengo. Voy a cuidar de ti.
Va a cuidar de mí.
¿Pero por qué? ¿Quién es él?
―¿Quién eres? ―repito las palabras en voz alta, frunciendo el cejo hacia él. ¿No
debería tener más miedo?
De él.
Sólo que no lo tengo, y cuando él me recorre con su mirada verde, estudiando mi
rostro, siento una sensación de... calma, y seguridad, que nunca había sentido.
Su mandíbula, que noto que es ancha y cuadrada y también simétrica, se mueve
de un lado a otro. Como si no estuviera contento con mi pregunta.
―No sabes quién soy.
Entonces me siento mal.
Siento que debería saber quién es él, mi socorrista.
―No, lo siento.
Su mandíbula se aprieta otra vez y dice:
―Está bien. Atlas. Me llamo Atlas. ―Cuando parece que sigo sin recordarlo, esa
mandíbula se aprieta más antes de recortar―: Soy tu MA.
MA.
Yo no...
Oh, mierda.
Así es como lo conozco. Es el maestro auxiliar . Mis ojos se ensanchan.
―Bioquímica.
No responde, simplemente sigue mirando hacia adelante y caminando,
llevándome a través de lo que ahora sé que es el pasillo principal, flanqueado a ambos
lados por aulas.
Estuve en una de ellas, creo que no hace ni quince minutos.
Estaba allí y el maestro me entregó mi examen y vi mi nota y ay, Dios mío.
Ay, Dios mío.
El miedo, el pánico, la desesperación. La sensación de estar atrapada en una caja.
Todo vuelve corriendo, de golpe.
Y creo que él ―Atlas― puede verlo en mi cara porque me dice con voz
tranquilizadora:
―Ya estás bien. Estás a salvo.
Me aferro a su camiseta, al tipo que ni siquiera recordaba hasta hace un par de
minutos.
―Tengo miedo.
Su mandíbula se tensa otra vez, pero extrañamente creo que es por mi miedo. Es
porque no le gusta que tenga miedo, y en el siguiente segundo, me da la razón cuando
procede a hacerme sentir sus palabras de antes, segura, bien, apretando sus brazos a
alrededor de mí y pegándome aún más a su cuerpo. Su cuerpo cálido, acogedor y
musculoso.
―Lo sé ―murmura―, pero no tienes que estarlo.
Aprieto aún más su camisa.
―Por favor, no me dejes, ¿okay?
Siento que su pecho se mueve y sus brazos se tensan aún más.
―No lo haré.
Sonrío entonces y sus ojos se vuelven los más brillantes en los últimos cinco
minutos que lo conozco.
Finalmente, cierro los ojos y froto mi mejilla contra ese acogedor y cálido pecho.
Porque él no me dejará.
Atlas.
Ritmo cardíaco elevado.
Respiración rápida. Palmas sudorosas. Un revoloteo en mi estómago. Una
agitación, en realidad, que no desaparece.
Si no lo supiera, diría que estoy teniendo un ataque de pánico.
Pero no es así.
En el último año, he aprendido a distinguir la diferencia. Entre un ataque de
pánico y... esto.
Esta reacción química, a falta de una frase mejor.
En realidad, déjenme retirar eso.
Es una frase perfecta para lo que me está pasando.
Una reacción química. Que está teniendo lugar en mi cerebro en este mismo
instante y está afectando a mi cuerpo de forma drástica. Mi cerebro está liberando
cantidades copiosas de sustancias químicas como la vasopresina, la dopamina y la
oxitocina que están disparando mis receptores neuronales que, a su vez, me están
haciendo sentir así.
Además de hacerme sentir también placer y euforia.
Es una combinación loca que no le desearía a nadie, y mucho menos a mí misma.
No tengo tiempo para estas cosas. Para estas reacciones químicas y sus efectos
secundarios.
Pero no puedo evitarlo.
No puedo evitar que mi cerebro y, por tanto, mi cuerpo, reaccionen de forma
extraña cuando lo veo.
Maldita sea.
En cualquier caso, debería dejar de asustarme como si fuera la primera vez que
me pasa y hacer lo que he venido a hacer. Quiero decir, aparte de asistir a esta doble
clase de bioquímica. La pinche y estúpida bioquímica, la perdición de toda mi
existencia.
Okay, Penny. Puedes hacerlo.
Puedes hacerlo.
Al menos, mi terapeuta lo cree. También cree que necesito hacerlo. Pedir ayuda,
es decir.
Cree que debo romper las barreras y aprender a pedir ayuda. No hay que
avergonzarse de pedir ayuda, Penny, dice.
Y, además, mira lo que pasó la última vez cuando no lo hice.
Así que sí.
Tomo una respiración honda y empiezo a bajar las escaleras del auditorio, mis
pasos suenan inusualmente fuertes. Lo cual sé que es sólo mi ansiedad y no es real.
Porque llevo puestos unos malditos chucks y el suelo es de cemento.
Aun así, me encojo y sigo encogiéndome a cada paso.
También estoy moviendo mi anillo de ansiedad que llevo en el pulgar. Es un
diminuto anillo de plata con cuentas aún más diminutas enhebradas. Y siempre que
me siento abrumada, uso uno de mis dedos para mover las cuentas, para calmarme.
Es como una banda elástica que te pones en la muñeca y la haces sonar contra tu piel
para romper tus patrones de pensamiento.
Normalmente funciona al 100, pero hoy no.
Hoy, nada funciona.
No puedo dejar de encogerme y, cuando llego al final de las escaleras, me encojo
tanto que tropiezo.
Genial. Simplemente genial, Penny.
Pero está bien.
Porque consigo encontrar el equilibrio enseguida. Y como la sala está más o
menos vacía porque la mayoría de los alumnos ya se han ido, nadie ha visto mi pequeño
tropiezo. Lo cual es estupendo.
Lo que es aún más genial es que él no lo vio.
El tipo por el que ocurrió en primer lugar.
Atlas West.
El MA. Mi tipo de reacción química.
Bueno, no es mío.
Nunca lo fue, nunca lo será.
No es que quiera que lo sea, pero, aun así.
Porque como dije, no tengo tiempo para estas cosas. Tengo metas. Tengo
ambiciones. Soy estudiante de pre medicina. Necesito ir a la escuela de medicina. Tengo
el MCAT. Necesito superarlos. Necesito convertirme en la mejor médico que pueda ser
y...
Okay me estoy saliendo del tema.
En fin, la razón por la que no captó mi casi caída es porque está mirando otra
cosa: un cuaderno. Y ese cuaderno pertenece a una chica. Y esa chica está de pie frente
a él, inclinada sobre ese cuaderno mientras le dice que realmente no le entendió a la
tarea de hoy.
Lo cual es totalmente creíble.
Yo tampoco entendí la tarea de hoy.
Para mi desgracia, soy pésima en bioquímica, y siempre ha sido un punto de
conflicto para mí. Así que entiendo de dónde viene.
Pero tampoco puedo negar que siento algo pesado sentado en mi pecho. Pero no
se debe a mi ansiedad o al pánico. Esta opresión no tiene que ver con mi cerebro, sino
con mi corazón.
Esta opresión se debe a los celos.
Y no estoy nada orgullosa de ello.
No estoy tan orgullosa de ello que estoy revisando la distancia entre ellos y
reflexionando sobre si ella debería estar tan cerca de él. Si debería inclinarse así sobre
su cuaderno y si debería tocarle el brazo mientras le explica su situación.
Él es un MA, por el amor de Dios.
Tiene que haber algo de profesionalidad. Un poco de decoro. Lo que ella ignora
totalmente cuando dice:
―¿Quieres comer conmigo? Y podemos hablar de esto.
Ante esto, casi ―casi― alzo la voz y digo un fuerte no.
Él no va a ir con ella.
De ninguna manera.
No se lo voy a permitir. Tiene que hablar conmigo. Conmigo.
Quiero decir, sobre bioquímica.
Pero él se me adelanta. Porque cierra el cuaderno de golpe y la mira.
―No almuerzo con estudiantes.
Santos cielos.
Su voz.
¿Por qué? ¿Por qué su voz es tan... profunda y sexy?
Tan calmante. Tan relajante.
Como una dosis de tranquilizante. Ralentiza mi corazón. Me calma los nervios.
Me dan ganas de grabarlo para escucharlo mientras me duermo por la noche. O
cuando pienso que estoy perdiendo el control de mis pensamientos.
No es justo.
Que lo que tiene el poder de calmarme no sea una medicina, sino un tipo.
Un tipo con ojos verdes y pelo oscuro.
Que no almuerza con los estudiantes.
Porque no sería profesional.
El mero hecho de que no lo haga, de que se mantenga alejado de nosotros los
estudiantes ―a pesar de ser sólo un par de años mayor, un senior para nuestros
estudiantes de segundo año― lo hace aún más irresistible para las chicas.
Como lo demuestra lo que ella dice a continuación.
―Vamos, podemos comer un sándwich o algo así.
Él le lanza una mirada plana y vacía, ofreciéndole otra vez su cuaderno.
―¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?
Ella mira el cuaderno por un segundo antes de tomarlo de él y decir:
―Será un almuerzo rápido, lo prometo.
―No hago almuerzos rápidos.
―Pero yo...
―Y tú tampoco deberías ―Él habla por encima de ella, mirándola de arriba a
abajo, de forma súper rápida y despectiva―. Creo que deberías tener un almuerzo largo
y comer algo más que un sándwich. Lo necesitas. Y de paso, intenta leer y tomar notas
sobre lo que acabamos de hablar.
Con eso, la desestima y se da la vuelta para recoger sus propias cosas del
escritorio detrás de él.
Guao.
Así que es verdad.
Es cierto que es un maldito imbécil. Que su profesionalidad, la mayoría de las
veces, roza lo grosero y la arrogancia.
He escuchado historias sobre eso, ves. Sobre su supuesta mamonería. He oído
que puede ser extremadamente grosero cuando quiere. Puede cortarte con sus
comentarios secos y una mirada fría y mezquina.
Lo que hace que todo mi enamoramiento de él sea aún más absurdo.
Me siento mal por ella ahora, cuando hace dos minutos estaba celosa. Como una
idiota. Incluso doy un paso hacia ella, con la esperanza de captar su atención y lanzarle
una pequeña sonrisa de ánimo o algo similar para que se tranquilice. Pero no me da la
oportunidad. Agachando la cabeza, se va a toda prisa y nos quedamos solos.
Él y yo. Lo que significa que es mi turno.
Para hablar con él.
Ay.
¿Por qué estoy haciendo esto otra vez? ¿Por qué no puedo irme como acaba de
hacer esa chica?
Ah, cierto. Porque mi terapeuta lo dijo.
La odio. Debería despedirla.
Quiero decir, ella trabaja para mí. ¿No debería intentar hacerme la vida más fácil
en lugar de hacerme hablar con este pendejo?
Por primera vez, nada menos.
Okay, bien.
Estoy mintiendo.
No será la primera vez que hable con él.
He hablado con él antes. Hace un año.
El día que tuve mi episodio.
Pero no voy a contar eso. Porque A: fue una circunstancia tan extraordinaria, y
yo estaba tan completamente fuera de sí que apenas se puede calificar como una
conversación; y B: prefiero olvidarlo y fingir que nunca sucedió.
Así que esto es difícil.
Muy, muy difícil.
Aun así, me aclaro la garganta y digo:
―Eh, ¿disculpa? ―Lo estoy temiendo.
Estoy temiendo el momento en que él se voltee y me mire. Junto con anticiparlo
como una idiota loca.
Pero no debería haberme molestado con ninguna de esas cosas porque ese
momento nunca llega.
No se da la vuelta. Ni siquiera deja lo que está haciendo, metiendo papeles y
documentos en su bolsa de cuero.
Así que esta vez lo digo más alto.
―¿Disculpa?
Nada.
No pasa nada.
No puedo creerlo.
No puedo creer que no haya escuchado eso. Y que siga empacando sin detenerse.
Oh, por Dios, ¿está haciendo esto a propósito?
Lo está haciendo a propósito, ¿no?
Es imposible que no haya oído eso.
―¡Oye!
Esta vez mi voz es tan fuerte que resuena en el auditorio vacío, haciéndome una
mueca. No era mi intención que fuera tan fuerte, pero está bien.
Porque finalmente se detiene.
Sus movimientos se detienen y se queda quieto.
Bien.
Pero entonces, detecto un movimiento. Una ligera flexión, una tensión de sus
músculos. Sus dedos empuñándose alrededor de los papeles, seguido de un largo
suspiro que ondula sus hombros hacia arriba y hacia abajo.
No sé qué significa.
Esa tensión en su cuerpo y esa inhalación profunda.
Pero creo que me ofende ligeramente.
Pero antes de que pueda procesar todo esto, se da la vuelta para mirarme y con
una voz áspera, la más áspera que he escuchado de él, pregunta:
―¿Qué?
Hace que mi corazón se acelere. Incluso más que antes.
Me hace pensar en sus palabras de hace un año.
Te tengo...
Eso es lo que me dijo mientras me llevaba en brazos, caminando por el pasillo.
Ahora le miro los brazos, tensos y con los bultos de sus músculos claramente visibles
incluso a través de las mangas de su camisa gris oscura.
Creo que los he tocado.
He sentido su fuerza. He sentido lo cálidos y seguros que son. Y...
―¿Qué quieres? ―pregunta otra vez, sacándome de mis pensamientos.
Mis estúpidos pensamientos.
―Te llamé tres veces ―digo, frunciendo el cejo.
―Y aquí estoy.
Entrecierro los ojos hacia él.
―¿Me estabas ignorando?
―Oh, bien ―dice con sorna―. Creía que no se estaba notando. ―Casi jadeo.
Pero entonces me detengo porque no quiero mostrarle ninguna debilidad. En
cambio, le digo:
―Si crees que me voy a ir tan fácilmente, estás muy equivocado. No me voy a ir
a ninguna parte.
Su mandíbula se tensa al igual que lo hizo su cuerpo en cuanto lo llamé.
―¿Y qué haría falta para que te fueras? ¿Una crema contra los hongos, tal vez?
Okay, odio a este tipo.
Lo odio.
Jodidamente lo odio.
Y soy tan jodidamente estúpida por haber albergado algún tipo de atracción hacia
él. Quiero decir, tengo que ser una idiota para que me guste este tipo grosero y odioso.
El tipo que de alguna manera me ayudó hace un año. En el peor día de mi vida.
Es tan difícil reconciliar a ese tipo con este. El que está aquí de pie, mirándome
con tanta altanería. Con tal arrogancia e irritación, como si yo estuviera por debajo
de él.
Pero como sea.
Como dije, no me iré tan fácilmente.
―Puedes guardar tu crema de hongos para el futuro. Estoy bastante segura de
que tendrás muchas ocasiones miserables para usarla ―le digo, levantando la barbilla,
y sus ojos verdes brillan―. No voy a ir a ninguna parte hasta que hable contigo.
Me mira fijamente un par de veces antes de apoyar la cadera en la mesa, como si
se estuviera acomodando.
―Pues habla.
Aprieto los puños.
Grosero. Tan jodidamente grosero.
Por un segundo, contemplo la posibilidad de darle un puñetazo en la mandíbula.
Su sexy mandíbula cuadrada y con barba. O tal vez atacar sus brillantes ojos verdes,
arañándolos, o ir a por su pelo oscuro que siempre luce tan bonito y elegantemente
despeinado.
Pero no voy a hacer nada de eso.
No voy a reducirme a la violencia por su culpa.
Lamiéndome los labios, suelto las palabras más repugnantes.
―Necesito un favor.
Odio. Odio. Odio.
Apenas puedo contener la mueca de mi cara, y apuesto a que él puede verlo. No es
que reaccione a ello. Sus rasgos son tan cuidadosamente inexpresivos y arrogantes
como siempre. Aunque diré que sus ojos están más atentos que antes cuando pregunta:
―¿Qué favor?
Sólo dilo.
El caso es que no se me da bien pedir ayuda. No se me da bien depender de los
demás.
Sobre todo, porque nadie en mi familia ha tenido que depender de nadie.
Nadie en mi familia ha tenido que pedir favores o ayuda para pequeñas cosas.
Porque vengo de una familia de líderes y pioneros.
Mi papá es el director de medicina en esta misma escuela. Mi mamá es la principal
investigadora de una empresa farmacéutica que trabaja en la inmunoterapia de
vanguardia contra el cáncer. Mi hermana mayor es médico, cirujana cardiovascular,
que también trabaja en un ensayo clínico de un nuevo tipo de marcapasos. Mi hermano
mayor es oncólogo y jefe de departamento.
Y luego estoy yo.
Que está de pie aquí, frente a este tipo grosero pero magnífico, pidiendo un favor.
Porque no puedo aprobar una estúpida clase de bioquímica sin ayuda.
Pero eso no es nada nuevo.
Siempre, siempre he estado por debajo de las expectativas de mi familia y sus
logros estelares.
Trago saliva y me atrevo a dar el paso.
―Necesito que me des clases particulares.
Finalmente, he captado su atención.
Ahora, junto con sus ojos, todo su cuerpo está en alerta mientras me observa con
algo más que arrogancia.
―Que te dé clases particulares.
―Sí.
―¿Por qué?
―Porque yo...
Sé lo que tengo que decir aquí. Soy consciente de las palabras que debería
pronunciar, pero son muy difíciles. En realidad, son más difíciles de decir de lo que
imaginaba.
Probablemente porque él es un idiota.
―¿Porque tú qué? ―insiste, sus ojos van de un lado a otro en los míos.
Aprieto los dientes.
¿Por qué no puede ser más amable?
¿Por qué tiene que mirarme con ojos tan penetrantes?
¿Por qué mi corazón revolotea como un pájaro drogado con dopamina, incluso
cuando lo sé mejor?
―Porque lo necesito ―digo finalmente―. Y es algo que ya sabes.
Quiero decir, él es el MA; está al tanto de mis pésimas calificaciones.
―Porque estás reprobando―murmura.
Mi cuerpo se encoge ante sus palabras, se calienta. Y tengo que, tengo que, ir por
mi anillo de ansiedad. Tengo que hacer girar las cuentas, rápida, repetida y
obsesivamente para calmarme.
Pero eso se vuelve un poco más difícil de lograr porque él mira hacia abajo.
Sus ojos se dirigen a mis manos nerviosas y lo asimila, mi hábito ansioso y
obsesivo. Y en el momento en que lo hace, echo hacia atrás mis brazos. Le oculto los
dedos.
Él levanta los ojos y, antes de que pueda decir algo o comentar lo que ha visto, le
suelto:
―Sí. ―Aunque no puedo evitar añadir―: Aunque no tenías que decirlo así.
Pasa sus ojos por mis rasgos, haciendo que me sonroje, lo que no me gusta, antes
de decir:
―¿De qué otra forma quieres que lo diga?
―Un poco amablemente, tal vez ―le digo―. En lugar de ser tan... grosero al
respecto.
Sigue estudiándome antes de murmurar:
―Entendido. ―Un suspiro, y luego―: Ahora, si no hay nada más, me gustaría
irme. Amablemente.
Empieza a darse la vuelta y yo le digo:
―¿Qué haces? No puedes irte. No hemos terminado de hablar.
―Sí, lo hemos hecho.
―No, no hemos terminado. ―Doy un paso hacia él―. ¿Estás tratando de hacer
esto difícil a propósito? Te acabo de decir que necesito que me des clases particulares
y―
―No voy a darte clases particulares ―dice, agarrando su bolsa de mensajero y
preparándose para salir.
―¿Por qué no? ―pregunto, enfurecida.
Me lanza una última mirada.
―Buena suerte.
Eso es todo.
Es todo lo que dice antes de empezar a caminar y yo me quedo ahí, viéndolo salir.
Observo sus largos pasos, sus zancadas en realidad, su espalda ancha, su fuerte
antebrazo agarrando su pesada bolsa de mensajería.
Lo miro y lo observo con asombro hasta que desaparece de mi vista.
Eso me saca de mi estupor y salgo detrás él.
Lo veo navegar por el pasillo atestado de gente con una confianza que aún me
resulta irresistible. Camina con tanta autoridad, con tanto poder. Como si no pudiera
evitar exudar fuerza porque hay mucha dentro de él.
Tanta que es capaz de mantener un promedio de 4,0 en sus calificaciones, todo
listo para entrar en la escuela de medicina de Harvard con una beca, y de cargar en
brazos a una chica después de que ésta haya sufrido un ataque de pánico.
Sí, Atlas West es algo famoso por ser un genio en el campus y yo corro detrás de
él porque sé que no hay nadie mejor que él para darme clases particulares.
Y por eso se lo pedí y por eso cuando lo alcanzo, estiro la mano y le agarro la
manga.
Haciendo que se detenga.
Por no hablar de traer sus ojos a mí.
A mis manos específicamente, mis dedos donde se aferran a su camisa. Mi piel
se calienta bajo su mirada y, a pesar de todo, froto mis nudillos contra sus músculos.
Como para... recordarlo.
Recordar estos mismos brazos cargándome.
Para asegurarme de que no imagino su fuerza, su calor.
Su seguridad.
Él me mira hacer eso, frotar mis nudillos, y estoy tan avergonzada que hablo sólo
para arrebatarle su atención.
―¿Por qué no puedes ser mi tutor?
Levanta la vista.
―Hay muchos otros tutores en el campus.
―Sí, pero te quiero a ti.
Me sonrojo nada más decirlo y su mirada capta mi vergüenza mientras pregunta:
―Sí, ¿por qué?
―Porque eres el mejor ―logro decir.
Extrañamente, mi respuesta no le agrada.
―Suéltame.
―No hasta que digas que sí.
―No voy a decir que sí.
―¿Por qué no? Das clases particulares a otros estudiantes. ¿Qué hay de malo en
ser mi tutor?
Mierda.
No debí haber preguntado eso.
Sólo salió de mi boca.
En verdad, hay muchas cosas malas con ser mi tutor. Hay muchas cosas malas
conmigo.
Okay, entonces me entiendo y me acepto. Por muy duro que haya sido para mí.
Acepto que lo que pasó el año pasado no fue mi culpa. Lo que hice y cómo me
comporté y cómo me derrumbé, todas esas cosas no tienen nada que ver conmigo per
se. Tienen que ver con mi enfermedad.
Mi enfermedad mental.
La cual sufro.
Pero.
No todos piensan eso. Por eso, después del último año, la gente se mantiene
alejada de mí. No me hablan ni me miran. No me incluyen en las cosas excepto cuando
es obligatorio, como en los laboratorios o en los proyectos de grupo. Pero pensé...
Pensé que él sería diferente.
Te tengo...
Esa es otra razón por la que ―por mucho que no quisiera hacer esto en primer
lugar― se lo pedí a él en lugar de a otra persona.
Sintiéndome estúpidamente abatida, le suelto la camisa y doy un paso atrás.
―Está bien. No tienes que... ―Agacho la cabeza, apartando la vista de su intensa
mirada―. No tienes que responder a eso. De todos modos, era un plan estúpido. Yo―
―Quiero algo ―dice, cortándome.
Su mandíbula está flexionándose mientras me mira fijamente. No sé por qué,
pero tengo la sensación de que el motivo no es muy agradable. Aun así, no puedo evitar
preguntar:
―¿Quieres algo?
―A cambio de darte clases particulares.
Mis ojos se ensanchan entonces.
―Ah, sí. Claro, sí. Lo que quieras.
Su exhalación es larga y audible.
―Mañana a las siete, entonces.
No puedo evitarlo; se me escapa una sonrisa. Una sonrisa de alivio. Incluso una
sonrisa de felicidad. Y digo con entusiasmo:
―Okay.
Él estudia mi sonrisa y un músculo salta en su mejilla.
―Nos vemos en Valentino's.
―En Valentino's.
―Si llegas más de cinco minutos tarde, me voy de allí.
―Pero... ―Hago una pausa, ahora completamente confundida―. ¿Estás seguro
de que es en Valentino's? Quiero decir, ¿no será como, ruidoso?
Valentino es un restaurante italiano muy popular y, como está cerca del campus,
siempre está lleno de estudiantes ruidosos y bulliciosos. Es una elección tan extraña
para reunirse a estudiar.
―Es un restaurante ―responde, con una voz intensa, tan intensa como sus
ojos―. Así que supongo que sí.
―Pero entonces... ―Sacudo la cabeza―. ¿Cómo... cómo vamos a estudiar?
Ante esto, él mantiene su silencio por más tiempo. Probablemente porque mueve
la mandíbula de un lado a otro. Como si estuviera contemplando algo.
Entonces―: No vamos a estudiar.
Parpadeo.
―¿Qué?
Suspira entonces, lenta pero ruidosamente, expandiendo su pecho. Creo que ha
llegado a la conclusión de lo que sea que estaba contemplando antes. Porque da un paso
hacia mí, su cuerpo se inclina ligeramente sobre mí.
Observo sus labios mientras habla.
―Vamos a cenar.
―C-cenar.
―Sí ―dice con voz ronca.
Me relamo los labios mientras sigo observando los suyos.
―No lo entiendo.
―Me darás lo que quiera, ¿sí? ―Hace una pausa y luego dice―: Esto es lo que
quiero. A cambio de darte clases particulares.
En esto, tengo que levantar la vista. Tengo que prestarle atención de verdad, a lo
que está diciendo. Porque es imposible que diga lo que está diciendo.
¿Verdad?
―¿Quieres cenar conmigo? ―pregunto, aún más confundida que antes.
―Sí.
―Pero creí... creí que no comías con alumnos ―digo, eligiendo lo más flojo para
expresar cuando podría haber dicho tantas otras cosas.
Un ligero ceño aparece entre sus cejas al oír mis palabras, como si acabara de
recordar eso, su sagrada regla de profesionalidad. Luego sus ojos bajan a mis labios y
murmura:
―Sí, yo también lo pensé.
Siento un cosquilleo en los labios cuando digo―: Yo...
Levanta la vista y me interrumpe.
―Y mi nombre no es 'hey' ni 'disculpa'.
El corazón me da un salto en el pecho.
―¿Qué?
―Como parecías creer. Antes.
Frunzo el cejo, pensando en lo de antes, cuando intenté llamar su atención.
―Por supuesto, lo sé. Sé cómo te llamas.
―Entonces, ¿cuál es?
―¿Qué?
―Mi nombre.
―¿Quieres que diga tu nombre?
―Sí.
―Esto es ridículo ―digo sin aliento, porque parece que no puedo encontrar
ninguna explicación de por qué eso suena tan sexy.
Que quiera que diga su nombre.
―Dilo ―me ordena en voz baja, muy baja.
―Atlas ―suelto.
Sus ojos brillan de satisfacción y sus labios se alzan en una sonrisa muy pequeña
y ladeada.
―Bien. Recuérdalo para mañana.
―Penny.
Una voz llama mi nombre y sé que debería responder, pero mis labios no se abren.
―Penny.
Mi nombre otra vez, pero con una voz diferente, más asustada. Definitivamente,
debería decir algo; sé que estoy preocupando a la gente. Sobre todo, porque hoy fue un
día tan importante para mí y la gente que intenta llamar mi atención lo sabe.
Pero no puedo.
No puedo apartar la vista de la pared amarilla pálida que estoy mirando.
Pero un segundo después, mi visión se llena con un par de ojos azules.
―Penny, ey. ¿Estás bien? Háblanos.
Es mi amiga y compañera de cuarto, Renn. Como siempre, se impacienta y se
interpone entre la pared y yo.
Lo cual le agradezco mucho.
Porque ahora mi trance está roto y puedo responder.
―Sí. Estoy bien ―Luego―. Creo.
La preocupación de Renn aumenta.
―¿Qué pasó? ¿Hizo algo?
―¿Deberíamos llamar a Ruth? ―pregunta mi otra amiga, Willow―. Creo que
deberíamos llamar a Ruth.
―Okay, voy a llamar a Ruth. Y le voy a decir que esto fue una mala idea. Como
ya he expresado muchas veces.
Es Violet, mi tercera amiga.
Para alguien que no ha tenido muchas amigas ―nunca tuve tiempo para ello
porque siempre estaba ocupada estudiando, poniéndome al nivel de los logros y
expectativas de mi familia y quedándome corta―, ahora sí que tengo muchas.
Bueno, tengo tres: Renn, Willow y Violet, y no sólo son las únicas amigas que he
tenido, sino también las mejores que he tenido. Es cierto que no tengo ninguna otra
comparación, pero a pesar de mi escaso conocimiento en las amistades, sigo pensando
que no mucha gente disfruta de la cercanía que tenemos nosotras.
Miro a Violet, que está sentada en la mesa de centro con el celular apretado en las
manos, lista para llamar a mi terapeuta, Ruth, y le digo:
―Está bien. Estoy bien. No pasó nada. Quiero decir... no quiero hablar con Ruth
de ello. Ahora mismo no.
Sus ojos marrones se abren ligeramente.
―Así que sí pasó algo.
Willow, que está sentada a mi lado en el sofá, me aprieta el hombro.
―¿Qué pasó? ¿Hizo algo? No me lo imagino haciendo algo.
Renn, que estaba de rodillas frente a mí, se vuelve a sentar sobre sus talones y
frunce los labios.
―Bueno, nunca se sabe con estos estúpidos universitarios. Pueden ser unos
pendejos inmaduros.
A Renn le gustan los chicos mayores. Piensa que son más maduros, inteligentes
y sofisticados, y, por lo tanto, más de su agrado. Lo llama ‘Daddy Issues’ y parece muy
orgullosa de ello. Dirigiéndose a mí, pregunta:
―¿Entonces? ¿Qué hizo ¿Tenemos que ir allí y patearle?
A pesar de ello, sonrío ligeramente.
―No. No hizo nada. Estuvo bien. Accedió.
Los ojos de Willow se amplían de felicidad.
―¡Woo! Es una gran noticia.
Violet, que ha estado en contra de este plan desde el principio, desde que se lo
conté hace un par de semanas, suspira aliviada y guarda su teléfono.
―¿De verdad?
Esta vez, mi sonrisa es mayor.
―Sí.
―Oh, gracias a Dios ―dice, presionando una mano en su pecho―. Estoy tan
contenta. He estado tan preocupada. Realmente no pensé que esto fuera una buena
idea.
Willow se gira hacia ella y bromea:
―Todas lo sabemos.
Renn asiente.
―Sip. Nos lo dijiste. Más de quince veces como en cuatro o cinco formas
diferentes.
Violet arruga la nariz.
―Basta. Sólo sé lo difícil que es hablar con gente nueva. La forma en que te
miran. Y tienes que sonreír todo el tiempo y parecer tranquila y relajada. Arg. Me
asusta cabrón.
¿Ven?
Esto es cercanía.
Estas chicas saben cada pensamiento en mi cabeza, como yo sé todos los
pensamientos en las suyas. Y creo que la razón de eso es donde nos conocimos.
Hace poco más de un año, todas nuestras vidas implosionaron de manera que nos
llevaron a un lugar oscuro y desolado llamado Hospital Psiquiátrico Heartstone en
Nueva Jersey. No hace falta decir que un psiquiátrico no es el típico lugar de encuentro.
No vas allí para pasar el rato o para hacer amigos. Vas allí porque el mundo de afuera
es demasiado para lidiar con él. Así que te envían al interior para que aprendas a
sobrellevarlo.
Yo, por mi parte, no tenía intención de ir nunca al Interior.
A todos los efectos, yo estaba sana. Sí, no era tan fabulosa ni tenía tanto éxito
como mi familia ―para mi pesar y el de ellos―, pero no tenía nada malo desde el
punto de vista médico.
O eso creía.
Hasta mi episodio.
E incluso entonces, no se me había ocurrido que acabaría en un psiquiátrico por
ello. No hasta que mis padres me dieron la noticia. Mi reacción instantánea había sido
decir que no. Pero ambos parecían tan decididos e incómodos, tan asqueados por el
hecho de tener un hijo que había tenido un episodio tan público, que no expresé mi
protesta.
Además, mi episodio fue muy público.
Sucedió donde paso la mayor parte del tiempo: en la universidad. En un aula llena
de estudiantes que lo vieron todo. Así que fue más fácil ceder y no enfrentarme a esas
mismas personas que habían presenciado mi crisis.
De todos modos, a pesar de mi reticencia inicial a ir, me alegro de haberlo hecho.
No sólo me hizo tomar conciencia de mi propio ser, sino que también me dio tres
amigas para toda la vida. Una de las cuales vive ahora conmigo.
Que dice:
―Todavía no puedo soportar cuando dices la palabra con C. Quiero decir, ¿nuestra
tímida Vi?
Violet estrecha los ojos hacia Renn.
―Cállate.
Willow se ríe entre dientes y señala a Renn.
―Es porque la hemos corrompido.
Sonriendo, Renn se dirige a Vi.
―Y de nada.
Violet pone los ojos en blanco.
―No hace falta que te sientas orgullosa. Siempre he estado corrompida.
Lo que no sabíamos antes.
Violet siempre ha sido la más callada entre nosotras. De hecho, durante mucho
tiempo, no hablaba en Heartstone. Se sentaba allí en silencio, lejos de todas las
multitudes y conversaciones, y miraba fijamente al espacio. Esto se debía
principalmente a las cosas que habían sucedido para llevarla a Heartstone: un gran y
doloroso escándalo en su ciudad. Eso se puso tan mal y la afectó tanto que empezó a
tener ataques de pánico.
Lo que también es la razón por la que estaba más asustada de que yo hiciera esto
hoy.
Porque yo, más o menos, comparto su diagnóstico.
Mientras Violet sufre de Trastorno de Pánico, yo sufro de Trastorno de Ansiedad
Generalizada. Aunque, según la Asociación Americana de Psiquiatría, estamos en
categorías distintas de trastornos de ansiedad, compartimos muchos de los mismos
síntomas.
Una vez que pasa el momento de ligereza, los tres pares de ojos se mueven hacia
mí expectantes.
Violet me pregunta:
―¿Y? ¿Nos lo vas a contar?
―Bueno, lo hice. Se acabó. Así que ya está ―digo, sintiéndome de repente
orgullosa de mí misma.
Llevaba un par de semanas muy estresada, desde que Ruth me encomendó la
tarea. Lo fui posponiendo hasta que decidí simplemente... dar el paso.
Willow sonríe alegremente.
―Porque eres una estrella del rock y una guerrera.g
Sus palabras, como siempre, son alegres e inspiradoras. Todo lo contrario de lo
que ella padece, Trastorno Depresivo Mayor. Llegó a Heartstone después de que
intentara suicidarse en su decimoctavo cumpleaños. Como yo, al principio odiaba estar
allí. También odiaba su enfermedad, se sentía profundamente avergonzada por ella.
Pero poco a poco, Heartstone se la ganó y se aceptó a sí misma, a su enfermedad. Y
ahora lucha contra ella todos los días.
―Entonces, ¿cuál es el problema? ―pregunta Renn―. ¿Por qué has estado
sentada ahí, mirando a la pared como un zombi desde que volviste?
Cierto.
Pues, volví de la universidad hace una hora y sí, he estado sentada aquí, mirando
a la pared todo este tiempo. Y como nadie entiende mejor el significado de dar espacio
que mis amigas, me han estado esperando.
Pero creo que tengo que contarlo.
Respiro hondo y con determinación, formando puños.
―Pues, dijo que sí ―Creo―, pero había una condición.
Willow frunce el cejo.
―¿Qué condición?
Clavo las uñas en las palmas de mis manos.
―Dijo que quería algo a cambio de ser mi tutor.
―¿Qué? ―pregunta―. ¿Qué quería?
Cenar.
Quería ―quiere― cenar.
Mi corazón martillea en mi pecho al pensarlo. Mi estómago se revuelve. Tengo
que abrir la boca para respirar porque de repente no hay suficiente aire en la
habitación.
Violet se inclina hacia mí.
―Penny, ¿qué quería?
―Cenar ―grazno.
Renn pregunta―: ¿Qué?
―En un restaurante. Un pequeño local italiano junto a la escuela.
―Okay, espera un segundo ―dice Willow―. Le pediste que te diera clases
particulares y dijo que sí. Pero luego dijo que quería algo a cambio de darte clases
particulares.
Asiento.
―Sí.
―Y ese algo es cenar contigo en un restaurante.
―Ajá. M-mañana.
Los ojos de Renn se ensanchan.
―¿Y qué dijiste?
Su nombre.
Dije su nombre.
Porque él me lo pidió.
Dios.
Me pidió ―no, me ordenó― que dijera su nombre. Y entonces lo dije y sentí que
iba a explotar.
Sentí que podría decir su nombre para siempre.
Atlas.
Atlas. Atlas. Atlas.
Me lamo los labios resecos.
―Dije que creía que él no comía con estudiantes.
Renn está confundida.
―¿Eh?
Sacudiendo la cabeza, intento explicarlo mejor.
―Es el MA. Es extremadamente profesional. Todos lo saben. Es decir, las chicas
siempre están coqueteando con él. De hecho, hubo una chica antes que yo que quiso
almorzar con él, pero él se negó. Muy groseramente, debo añadir. Pero luego me pidió
que lo viera en Valentino's para cenar. Así que no... ―Vuelvo a fruncir el cejo―. No lo
entendí. No lo entiendo. ¿Por qué querría cenar conmigo? ¿Por qué querría eso a cambio
de ser mi tutor?
No tiene sentido.
No lo tiene para nada.
Y entonces me siento erguida, toda alerta, porque se me ocurre algo.
―Oh, por Dios, ¿creen que mintió?
―¿Mintió sobre qué? ―pregunta Willow.
La miro a los ojos grises.
―Sobre lo de ser mi tutor.
―¿Qué?
Me quedo con la boca abierta.
―Lo hizo, ¿verdad? Mintió. No quiere ser mi tutor. No quería ser mi tutor ―les
digo―. Fue muy reacio. Y otra vez, grosero. Al principio dijo que no, y por supuesto
intenté convencerlo. Y al final me dijo que quería algo a cambio.
Sacudiendo la cabeza, finalmente me dejo caer contra el sofá.
―Por eso. Por eso dijo lo de la cena. Porque sabe lo escandaloso que es. Cenar
conmigo. Porque no sólo soy una estudiante, sino que también soy...
La chica loca.
Soy la chica que perdió la cabeza el año pasado, terminó en un psiquiátrico, y que
se sienta sola en un rincón porque nadie quiere tener nada que ver conmigo.
De hecho, él lo sabe mejor, ¿no?
Me cargó en brazos después de mi episodio. Me aferré a él, a su cuerpo. Le dije
que tenía miedo, y él me dijo que me tenía.
Así que, él sabe.
El problema conmigo.
―¿Tú también eres qué, Penny? ―pregunta Renn cuando me quedo callada,
perdida en mis pensamientos.
Trago saliva.
―Eh, nada. Sólo eso. Su alumna.
No saben nada de Atlas. Sobre cómo me ayudó, me llevó al centro de salud donde
procedieron a llamar a mi familia, a conseguirme la ayuda médica que necesitaba.
Durante todo eso, él se quedó.
Se quedó a mi lado; habló con la gente; me trajo agua, algo de comer porque pensó
que necesitaba rehidratarme y tener algo de sustento.
Estuvo allí. Hasta el final.
Hasta que mi papá vino de su propia reunión en el otro lado del campus. Hasta
que me llevó al hospital.
Y luego lo vi meses después.
En la misma clase.
No he dejado de observarlo desde entonces. No he dejado de pensar en él.
Bueno, eso no es cierto.
No he dejado de pensar en él desde el momento en que abrí los ojos en sus brazos.
Pero como dije, mis amigas no lo saben.
No hay nada que saber realmente.
Es todo una tontería e inútil. Mi flechazo por él, esta atracción.
Todo se puede explicar en términos científicos. Él estuvo ahí durante un gran
trauma de mi vida y por eso me aferré a él. Además, es guapo e inteligente, súper listo
y sexy. Por supuesto que mi cerebro libera sustancias químicas cuando lo veo.
No es gran cosa.
Sí, Penny. Sigue diciéndote eso.
Mis amigas no se creen mi respuesta pobre. Me miran interrogativamente y, para
distraerlas, digo:
―No voy a ir.
Renn rompe el silencio primero.
―¿Qué?
―Estaba mintiendo. Quiere que no vaya ―le digo, porque eso tiene sentido.
Él intentaba asustarme con esa invitación a cenar. Realmente no quiere cenar
conmigo. Todo esto es un juego porque no lo dejaría en paz.
―No creo que eso sea cierto ―dice Willow.
Levanto las manos.
―Bueno, ¿qué otra razón podría haber entonces? ¿Por qué me invitaría a cenar?
Una estudiante.
Una estudiante loca.
No digo eso, por supuesto. Pero es cierto.
Quiero decir, no es que haya hablado conmigo desde entonces. O incluso se haya
acercado a mí o haya reconocido de alguna manera lo que pasó entre nosotros. Por lo
que estoy muy agradecida; preferiría olvidar ese día tan vergonzoso. Pero, aun así.
―¿De verdad no se te ocurre ninguna otra razón para que te invite a cenar? ―
pregunta Vi.
―Eh. No.
―Ay, por Dios ―casi gime Renn, sacudiendo la cabeza―. Esto es Cooper otra vez.
―¿Qué?
Cooper fue mi compañero de laboratorio el semestre pasado, y a Renn se le metió
en la cabeza que tenía algo por mí. Incluso ella llegó a enviarle mis fotos subidas de
tono un día; la historia es larga: habíamos salido de compras y me había comprado
una bonita lencería por insistencia de Renn ―sabía que no debía hacerlo― y cuando
la modelé para ella, tomó fotos y le envió un mensaje desde mi teléfono.
Me sentí muy avergonzada.
Hasta hoy, no puedo mirar a Cooper a los ojos.
―Esto no es Cooper ―digo con firmeza.
Renn pone los ojos en blanco.
―Eres tan despistada.
―No, no lo soy ―le digo―. No todos los hombres están detrás de mí. Nadie quiere
ni siquiera hablar conmigo, ¿okay?
―Eso es porque todos son idiotas ―casi espeta Willow, enojada por mí.
―Exactamente ―dice Vi―. Pero él no lo es.
―Es decir, mira su historial estelar ―contribuye Renn―. Dices que, con sus
calificaciones y su genio, tiene todo listo para ir a Harvard. Con una beca. Ah, y es el
mejor tutor del campus.
―Sip ―Willow asiente―. Y estos no son ni siquiera los puntos más importantes
que lo hacen inteligente.
Termina levantando las cejas y mirándome fijamente, y no puedo evitar
preguntar:
―¿Cuál es el punto más importante, entonces?
―Que te pidió salir en una cita ―explica Willow.
Me quedo inmóvil durante uno o dos segundos.
Incluso más que eso, creo.
Una cita.
Esto es una cita.
Me pidió salir en una cita.
He estado tan adormecida desde que me lo pidió que nunca se me ocurrió. Ni
siquiera se me pasó por la cabeza. Pero entonces...
No.
Esto no puede ser una cita.
Quiero decir, puedo ver por qué pensarían eso. Fui a él para una sesión de tutoría,
pero me invitó a cenar en su lugar. Es el tipo de historia que le cuentas a la gente,
sobre cómo empezó todo, su épica historia de amor.
Pero mis amigas no saben toda la verdad. Sobre ese día. Sobre él. Porque nunca
les conté.
Pero yo lo sé.
Y esto no puede ser una cita.
¿Verdad?
Verdad.
Mi frágil cerebro no puede soportar la esperanza. Simplemente no puede.
Así que tomo una respiración honda y le digo a Willow:
―No. No es una cita. Confía en mí.
―Pero ¿por qué c―
―Confía en mi palabra, ¿okay? ―digo, debatiendo si debería contarles todo, pero
luego pensando que es demasiado ahora mismo; ya he tenido suficiente estrés por un
día. En lugar de eso, digo―: Además, tú crees que todos se gustan.
―Yo no pienso eso ―protesta Willow, haciéndose hacia atrás.
Violet se ríe entre dientes.
―Definitivamente sí. Últimamente siempre estás formando parejas.
Sip.
El mes pasado, a Willow se le metió en la cabeza que Ruth ―que también es su
terapeuta; de hecho, Willow fue quien me remitió a Ruth― necesita encontrar un
hombre para ella. Y Willow tenía al hombre perfecto para Ruth listo para llevar.
Pero me alegro de que la hayamos convencido de que no. No sólo no es profesional
involucrarse en la vida amorosa de tu terapeuta, sino que el hombre que eligió ―el
contador de la librería donde ella trabaja― resultó estar como que enamorado de la
propia Willow. Así que, un desastre a punto de ocurrir.
Pero supongo que esto es lo que pasa cuando uno mismo está enamorado. Lo ves
todo a través de tus anteojos del color del amor. Y Willow está enamorada. Dios, a lo
grande.
Tanto que se casó con el hombre que ama el año pasado, durante sus vacaciones
de Navidad en la universidad.
Simon Blackwood.
O, mejor dicho, el Dr. Simon Blackwood. Nuestro psiquiatra en Heartstone.
No voy a mentir, estaba un poco en contra de su relación al principio. No lo
encontraba muy romántico, una paciente enamorándose de su psiquiatra. De hecho,
yo misma estaba bastante enojada con el Dr. Blackwood. Pensé que se estaba
aprovechando de Willow y de su condición. Además, hay una cosa llamada
transferencia que ocurre entre un psiquiatra y un paciente cuando se acercan de
forma inapropiada. Se alimentan el uno del otro de forma insana y tóxica.
Así que pensé que era ciencia.
La cosa que uso para explicar mi encaprichamiento.
Pero luego, con el tiempo los vi juntos. Vi cómo Willow no necesitaba que el Dr.
Blackwood la completara o la arreglara; sabía que estaba completa por sí sola, sólo un
poco diferente al resto del mundo. Y el Dr. Blackwood no utilizaba su amor para
alimentar su complejo de mesías, sino que la amaba y la quería por lo que era. Y mi
amiga lo hacía feliz.
Y por eso me subí a bordo.
Renn se voltea hacia Violet.
―Como si tú fueras mejor. ―Entonces se voltea hacia nosotros―. Violet cree
que ha encontrado una pareja para Brian.
Brian es el mejor amigo de Violet de la preparatoria. Y en un tiempo, Brian estaba
enamorado de Vi, que no tenía idea de sus sentimientos. Tal vez porque sus propios
sentimientos estaban atados en otro lugar.
En el papá de Brian, nada menos.
Sí, bastante escandaloso. Al menos según el pueblo en el que vivía. Este fue el
escándalo ―el hecho de que le gustara el papá de su mejor amigo― que finalmente la
envió a Heartstone, toda rota y traumatizada por el juicio y la censura de la gente.
Incluso el juicio de Brian.
Ahora está mucho mejor. Gracias a su estancia en Heartstone y a su propio
esfuerzo y compromiso para trabajar en su salud mental. Pero esa no es la única
razón. La otra razón es el papá de Brian, Graham Edwards, o el Sr. Edwards, como
solíamos llamarlo durante mucho tiempo.
Violet también lo llamaba Sr. Edwards, pero ahora es sólo Graham.
Su Graham.
El hombre del que está enamorada y el que le corresponde.
A pesar de Brian y de todos los demás obstáculos, se juntaron el año pasado y
ahora ella vive en Colorado con él. Lo cual es bueno porque no creo que me guste mucho
su ciudad, el lugar que la hizo sentir miserable por gustarle un hombre mayor que
ella. Lo único que odio de que viva tan lejos es que no podemos juntarnos tan a menudo
como nos gustaría.
Pero nos visita, como ahora, cuando puede.
Willow jadea ante la información de Renn.
―Oh, por Dios, ¿en serio? ¿Quién? ―A Violet le brillan los ojos y reprime una
enorme sonrisa. Siempre se ha sentido mal por no conocer los sentimientos de Brian
y por albergar su flechazo por su papá sin decírselo. Aunque ahora están bien ―Brian
entró en razón―, ella sigue sintiéndose culpable, y al igual que Willow, que ve
historias de amor potenciales en todas partes, Violet las ve para Brian.
―Esta chica que conocí en nuestro club de lectura ―dice, su sonrisa se libera―.
No sólo tiene un gran gusto por los libros, también le gusta el rock vintage como a mí.
―A Violet le gusta mucho la música; siempre lleva audífonos―. Además, es muy bonita
y simpática. Fue la primera persona que me habló cuando me uní al estúpido club. Arg.
¿Por qué los terapeutas quieren que hagas cosas que no quieres hacer? ―se lamenta,
antes de decir―: Pero, de todos modos, creo que a Brian le gustaría mucho.
―Sí, pero ella vive en Colorado y Brian está en California ―le recuerda Renn.
Lo que hace que Violet arrugue un poco la nariz.
―Lo sé. Lo he estado pensando, pero Brian viene de visita a menudo y creo que
está pensando en trasladarse a una universidad de Colorado. Sé que a Graham le
encantaría que se mudara allí. Así que tal vez, ¿sabes? Tal vez esto podría ser. Pienso
positivamente.
Le sonrío en señal de solidaridad; a los guerreros de la ansiedad nos resulta difícil
ser positivos. Somos más bien del tipo catastrofista.
―Bien. Eso me gusta.
Willow, que al estar en el espectro de la depresión también tiene dificultades para
ser positiva, asiente.
―Si te gusta para Brian, seguro que es genial. Además, un poco de distancia no
importa.
Renn nos mira a las tres como si estuviéramos locas.
―¿Es en serio? Las relaciones a distancia son lo peor. ―Se dirige a Violet―. Si
realmente te gusta esta chica, no la juntarás con Brian. La distancia es... demasiado
dolorosa. Es el drama innecesario que nadie necesita.
Todas nos ponemos serias rápidamente. Willow más que ninguna de nosotras
porque fue ella la que dijo ‘distancia’.
Nunca decimos esa palabra cerca de Renn. No es que ella tenga una relación a
distancia, ni ninguna relación en absoluto, pero, aun así.
Es complicado.
Y el nombre de esa complicación es Tristan.
Que también es algo que no decimos cerca de ella, su nombre.
Porque sólo la afecta.
Porque está enamorada de él. No es que lo haya admitido, pero lo intuimos.
Todos lo conocimos en Heartstone. Al igual que nosotros, era uno de los pacientes
de allí y enseguida supimos que estaba interesado en ella. Pero ella siempre ha negado
su interés en él. Incluso después de que todos saliéramos.
No estoy muy segura de cuál es la razón de su negación.
Pero todos hemos adivinado que es que Tristan no vive por aquí.
Quiero decir, él es de Nueva York y tiene un gran departamento en la ciudad, en
una de esas zonas muy elegantes, Chelsea para ser exactos.
Pero casi no vive allí porque viaja mucho. Por trabajo.
Está en una banda.
Una banda muy prometedora que ha ido adquiriendo mucha fama en los últimos
meses. De hecho, el otro día escuché su canción en la radio. Se llaman Dopamina y él
es el cantante principal.
Tristan Archer.
Así que sí. Renn se ha enamorado inadvertidamente de una estrella de rock
―ninguna de nosotras sabía que lo era cuando estábamos juntas en Heartstone― que
va camino de hacerse súper famoso. Y cada vez que pasa por la ciudad, Renn lo ve.
O, mejor dicho, él viene a ver a Renn.
No estoy segura de lo que ocurre entre ellos porque Renn nunca nos lo cuenta.
Pero puedo decir que ella lo ha visto cuando llega a casa, toda apagada y triste. Cuando
apenas me mira, y mucho menos habla. Y cuando ve programas de cocina durante toda
la noche, tratando de torturarse con sus antiguos hábitos alimenticios; Renn sufre de
anorexia, y ha entrado y salido de pabellones psiquiátricos toda su vida.
Le pongo la mano en el hombro.
―Lo siento. No lo haremos.
Willow se inclina hacia delante.
―Sí, no estaba pensando.
―Y si crees que es una mala idea, no le presentaré a Brian ―enmienda Violet―.
Quiero decir, no hay garantía de que él se mude a Colorado, y ella no necesita la
angustia. Él tampoco.
La cara de Renn se cae ligeramente y sus hombros se hunden.
―Soy una idiota ―Agarra la mano de Violet―. No tienes que hacer eso. Es que...
como dije, soy una idiota ―Entonces se gira hacia nosotras, Willow y yo―. No hace
falta que sean tan amables conmigo. Puedo manejarme sola. Además, no hay nada que
manejar realmente. Siento haber perdido la cabeza allí.
―Tienes permitido perder la cabeza delante de nosotros ―dice Willow―. Para
eso están los amigos. Pero realmente creo que deberías hablar de―
―No ―dice Renn con decisión―. No hay necesidad de hablar.
Todas nos miramos antes de que me adelante y cambie de tema, apartando la
atención de Renn y llevándola hacia mí; sé sobre guardar secretos y no querer hablar
de ciertas cosas.
―No voy a ir.
Mi repetida postura de no ir cambia efectivamente el ambiente, y ahora mis
amigas se apartan del tema de Renn y Tristan.
―¿Qué? ―dice Willow.
Violet dice, en el mismo tono que Willow,
―¿Hablas en serio? Tienes que ir.
Renn me lanza una mirada de agradecimiento durante un segundo, totalmente
sobre mí, antes de fruncir el cejo.
―Sí, tienes que hacerlo. Ese tipo siente algo por ti. Y ninguna compañera mía
rechazaría una cita con un tipo qué está bueno.
La miro.
―¿Cómo sabes que está bueno?
―Porque cuando nos contaste tu plan para hablar con él, estuviste sonrojada
todo el tiempo. De hecho, te estás sonrojando ahora mismo.
Mi mano vuela hasta mi mejilla.
―No lo estoy.
―Em, sí ―dice Renn y Willow y Violet asienten, dándole la razón―. Lo que
también significa que no sólo sé que él siente algo por ti, sino que también sé que tú
sientes algo por él ―Hace una pausa y luego dice―: Lo que no ocurría con Cooper. Así
que supongo que tenías razón. Esta no es una situación Cooper para nada. ―Levanta
las cejas―. Esta es una situación de Atlas y Penny.
Willow se ríe.
―Una situación de amor de Atlas y Penny.
―No, espera ―Violet salta, sonriendo―. La situación de la química de Atlas y
Penny.
Las tres amigas ―amigas idiotas― estallan en carcajadas y, por encima del
estruendo, las corrijo.
―Ni siquiera es la asignatura correcta, ¿okay? Es bioquímica. Y no voy a ir.
Voy a ir.
O, mejor dicho, estoy aquí.
En Valentino's.
Cuando hace veinticuatro horas, no tenía ningún deseo de ir.
Bueno, eso no es cierto.
Sí tenía el deseo, supongo.
Di vueltas en la cama toda la noche, pensando en ello, esperando y deseando,
aunque me había prometido que no lo haría.
Que mi frágil cerebro no soporta enredarse en falsas esperanzas.
Por no hablar de que tengo otros objetivos. Otras cosas en las que tengo que
centrarme.
Pero Dios.
Dios.
Quiero centrarme en él. Quiero dejarme llevar y no preocuparme por mis
calificaciones todo el tiempo. Sólo quiero... vivir. Disfrutar de mis cursos, aprender y
divertirme.
Nunca me he divertido. Nunca me he permitido divertirme.
Y pensé, en las primeras horas del amanecer mientras estaba acostada en mi
cama, que esto podría ser.
Esta posible cita.
Y, además, no soy rival para mis amigas. Especialmente cuando las tres se unen
contra mí.
Entonces, después de todo eso, esta mañana, el Dr. Blackwood vino a recoger a
Willow después de nuestra pequeña pijamada juntas. No sólo llegó temprano, mucho
antes de la hora que habían decidido que Willow regresara, sino que además no debía
estar allí. Se suponía que iba a enviar su coche a recoger a Willow.
Pero en lugar de eso vino él.
Y cuando Willow le preguntó, toda sorprendida y preocupada, qué hacía allí y si
todo estaba bien, él dijo, en voz baja que sólo escuché porque lo estaba intentando
desvergonzadamente:
―No.
Willow le puso las manos en el pecho.
―¿Qué pasa?
Juro que me sonrojé por la forma en que la miraba fijamente mientras gruñía:
―No estabas donde debías estar.
―¿Qué?
―Conmigo.
Ante esto, Willow también se sonrojó y mis mejillas ardían, así que aparté la
mirada.
El señor Edwards, o más bien Graham, tampoco se quedó atrás. Sólo treinta
minutos después, estaba allí en nuestra puerta, recogiendo a Violet. Ni siquiera le dio
la oportunidad de preguntar si algo estaba bien, simplemente gruñó:
―Nos vamos.
Eso fue suficiente para que Violet se pusiera toda tímida y roja.
Y no voy a mentir, estaba celosa. Tanto de Willow como de Violet.
De lo amadas que son, de lo adoradas y admiradas, de lo apoyadas y aceptadas por
lo que son.
Me dio este dolor en el pecho, en la panza, al pensar en sus vidas.
Mientras pensaba en él.
Mirándome como el Dr. Blackwood mira a Willow y Graham mira a Violet.
Así que sí, estoy aquí.
Pero voy retrasada.
Y él había dicho que no esperaría más de cinco minutos.
Pero lo está.
Esperándome, quiero decir.
No lo hice a propósito. Es que estaba muy nerviosa, y seguía cambiando de opinión
junto con mi ropa cada cinco minutos, así que perdí completamente la noción del
tiempo. Pero ahora estoy aquí y puedo verlo, sentado en el fondo, con sus ojos verdes
en la puerta.
Y, por lo tanto, en mí.
Se llamean ligeramente, muy ligeramente, cuando me ve. Su mandíbula, que creo
que estaba tensa mientras me esperaba, se flexiona y se afloja cuando empiezo a
caminar hacia él. Y en el momento en que lo hago, se endereza en su asiento y yo trago
saliva.
Al ver que sus ojos se han alejado de los míos y que ahora, en este mismo instante,
aprecian el resto de mí.
Mi cuerpo. Mi ropa.
Mi ropa, tan inusual.
Llevo un vestido, de color verde oscuro ―más oscuro que sus ojos―, sin mangas
y más ceñido de lo que me hubiera gustado; se ciñe a mi cuerpo a la perfección, cayendo
y fluyendo sobre mis escasas curvas.
Creo que nunca me he puesto un vestido así; no suelo ser una persona de vestidos.
Me gustan más unos jeans, una camiseta o una sudadera. Y por eso, es la primera vez
que me ve con uno.
Y lo está haciendo, me está mirando fijamente, lenta y deliberadamente.
Lo está haciendo de una manera que nadie ha hecho antes.
Nunca me habían mirado así.
De alguna manera, consigo llegar hasta él sin tropezar ni caerme de cara, aunque
las piernas me tiemblan fuerte. Y tal vez por eso, por el hecho de que todavía me está
apreciando y su mirada acalorada está haciendo que mis latidos se aceleren, es por lo
que suelto:
―Este no es mi vestido.
Ante mi voz y mi repentina declaración, Atlas levanta la vista, sus ojos parecen
tan verdes y vivos.
―Este no es tu vestido.
No sé por qué dije eso. Me siento tan tonta ahora. Pero había que decir algo y eso
fue lo primero que me vino a la cabeza y lo mantengo.
―No. Es de mi amiga. ―Pero de todos los vestidos que me mostró mi amiga Renn,
elegí este porque era el más parecido al tono de tus ojos―. Yo no... ―Aprieto con el
puño la suave tela de mi vestido, o más bien del vestido de Renn―. Uso ropa como
esta.
Sus ojos se clavan en los míos.
―Lo sé.
―Creo que los vestidos son estúpidos ―declaro, de forma muy parecida a mi
declaración anterior.
―¿Sí? ¿Cómo es eso?
―Son incómodos. Y apretados y... ―respondo, sin saber lo que estoy diciendo ni
cuál es mi objetivo final.
Se queda callado un par de veces, y un rubor recorre mis mejillas. Y él, por
supuesto, se da cuenta y dice:
―¿Y qué?
―Suelen ponerte en evidencia ―respondo.
Sus ojos se vuelven aún más intensos que antes, si es que se puede.
―Lo hacen. ―Voy a responderle, pero entonces baja la mirada. Me mira
exactamente igual que antes, todo despacio, observando todas y cada una de mis partes
en este vestido verde intenso antes de acercarse a mi cara y decir―: Pero no puedo
decir que odie mirar.
―Eso es―
―Entonces, ¿por qué te lo pones? ―pregunta por encima de mí.
―¿Qué?
―El vestido ―Y luego―: Si te pone en evidencia.
Para ti.
El rubor de mi cara se intensifica en cuanto pienso eso.
Pero es verdad.
Renn insistió en prepararme para la cena, y cuando empezó a buscar en mi clóset
para elegir un conjunto para mí, le dije que su selección de ropa es mejor que la mía.
Lo cual le encantó escuchar, y luego procedió a mostrarme todas las cosas que tenía.
Y elegí este porque me recordaba a sus ojos.
Así que sí, como una idiota, me puse este vestido por él.
Pero miento:
―Porque mi amiga me hizo hacerlo.
―¿Y por qué iba a hacer eso? ―pregunta, observándome atentamente, con
atención.
―Porque quiere morir en mis manos ―bromeo. ―Y porque...
Sus labios se contraen ligeramente.
―¿Porque qué?
―Y porque... ―Reflexiono sobre si debo o no decir mis siguientes palabras. Pero
luego―: Porque ella cree que es una cita.
Maldita sea, Penny.
Maldita sea.
¿Por qué?
¿Por qué diría eso?
En realidad, sé por qué. Porque me muero por saberlo.
Porque quiero que lo sea.
Y lo deseo tanto que he tirado la cautela al viento y miren, cometí un error
desastroso porque sus facciones se han tensado ante mis palabras. Y así, antes de que
pueda decir algo que aplaste toda la esperanza de mi pecho, intento disimularlo.
―No estoy diciendo que lo sea. Porque yo―
―Siéntate.
Su orden rompe mis pensamientos y estoy tan nerviosa que hago lo que me dice.
Antes de darme cuenta de que eso fue un poco mandón.
―¿Siempre eres tan prepotente? ―pregunto, levantando la barbilla hacia él.
―Básicamente ―dice, moviéndose en su asiento, como si finalmente se
acomodara. Noto que sus hombros, super anchos con su camisa negra, se relajan
ligeramente.
―No me gusta recibir órdenes. Para que lo sepas. Ya que vas a ser mi tutor y todo
eso.
Mis palabras hacen que sus labios vuelvan a contraerse mientras se reclina en
su asiento, desperezándose, expandiéndose, haciéndose aún más grande y ancho. Más
masculino.
―Ya te acostumbrarás.
―No estoy tan segura. Yo―
―Y todavía no he aceptado ser tu tutor.
―¿Qué?
―Veremos cómo va esta noche.
―¿Estás bromeando? ―Entrecierro los ojos hacia él―. Ese era todo el trato.
―¿Qué trato?
Mis ojos se entrecierran aún más y los suyos brillan de diversión.
―El trato de que me dieras clases particulares. Te pregunté qué querías a cambio
de darme clases particulares y dijiste que una cena.
Todavía estoy un poco confundida en cuanto a por qué.
Por ejemplo, por qué querría cenar con una chica como yo, pero los términos
eran claros.
Se encoge de hombros, sus esculturales hombros suben y bajan de forma
jodidamente sexy.
―Tal vez mentí.
Me echo hacia atrás y me quedo con la boca abierta.
―No puedo creerlo. No puedo... ―Cierro la boca antes de decir―: Me voy.
Pero antes de que pueda moverme ni un centímetro, dice:
―Relájate. ―Lo miro con desconfianza y me explica―: Estaba bromeando. Era
una broma. No tengo la costumbre de faltar a mi palabra.
Lo miro fijamente en silencio.
―¿Sólo tienes la costumbre de ser un pendejo?
La diversión en sus ojos brilla más que antes y repite:
―Básicamente.
―Sabes, creo que ya no quiero que me des clases particulares.
―Oh, quieres que te dé clases particulares ―dice.
―¿Y por qué?
―Porque soy el mejor ―afirma simplemente, con arrogancia.
―Y tan humilde.
―Sí, eso también.
No puedo evitar perder toda mi ira hacia él y me acomodo en mi asiento. Y antes
de que pueda pensar demasiado en ello, digo:
―Esperaste.
―¿Qué?
Agacho la mirada un segundo antes de decir:
―A mí. Llegué tarde y... dijiste que no esperarías más de cinco minutos.
―Sé lo que dije ―murmura, sus ojos extrañamente intensos.
Tanto que quiero apartar la mirada de él, pero no puedo. Porque, de alguna
manera, no me deja ir. Me mantiene cautiva con su mirada verde.
―No lo hice a propósito ―le digo.
―Entonces, ¿por qué?
Me lamo los labios.
―Estaba... estaba nerviosa. Seguía cambiando de opinión.
―Acerca de venir aquí.
―Sí ―admito, mis mejillas arden bajo su escrutinio―. Quiero decir, no... no
entiendo por qué querías esto ―hago una pausa aquí antes de continuar―, a cambio
de ser mi tutor. Pero, de todos modos, gracias por esperar.
Me doy una patada en la cabeza por decir esto.
Especialmente después de lo de la casi cita que solté nada más llegar.
Pero no pude resistirme. Todavía no sé qué quiere de mí, y odio estar a ciegas.
No es que tenga planes de sacarme de allí. Porque me mira fijamente durante
unos segundos, con su mirada profunda e intensa que hace que me retuerza y me
ruborice, antes de murmurar:
―Su pollo a la parmesana es increíble.
―¿Qué?
―Creo que te gustaría.
―¿La comida, quieres decir? ―pregunto pobremente.
No estoy segura de qué le hace gracia, pero sus labios se contraen y sus ojos
brillan.
―Sí, Penelope, me refiero a la comida.
El corazón me da un vuelco cuando dice mi nombre. No es raro que la gente me
llame Penelope. Mucha gente lo hace. Mis padres, mis profesores, gente que no me
conoce mucho. Que son básicamente todos, excepto mis tres mejores amigas, que me
llaman Penny.
Pero de él, suena diferente, y murmuro:
―Pollo a la parmesana suena bien.
Desvío la mirada cuando sus labios crispados se estiran aún más y sonríe.
Sólo ligeramente, pero está ahí y es hermosa. Y yo soy una idiota torpe.
Justo entonces, el mesero aparece en nuestra mesa y Atlas hace la orden. Y por
alguna razón, mi nerviosismo aumenta. Como si pedir la comida hubiera hecho todo
esto aún más real.
Voy a cenar con Atlas.
La cena que él quería tener. Conmigo.
Y por supuesto, cuando me pongo nerviosa, mis dedos empiezan a juguetear con
mi anillo de ansiedad.
―¿Qué es eso?
Aparto la mirada de mi anillo para encontrarlo mirándolo como ayer. Y como
ayer, bajo la mano a mi regazo, ocultándola de sus preciosos ojos.
―Nada.
Su mandíbula se aprieta ante mi movimiento, mi mentira, y por un segundo, creo
que se siente herido por mis acciones. Que haya decidido ocultarme de él.
Pero ¿por qué iba a importarle?
En cualquier caso, aun así, enmendo.
―Bueno, es... ―Suspiro, mis dedos trabajan doblemente en mover las pequeñas
cuentas―. Es un anillo de ansiedad.
Su expresión se vuelve alerta.
―Un anillo de ansiedad.
Trago saliva. No estoy segura de querer compartir esto con él. El propósito detrás
de esto. Quiero decir, se explica por sí mismo, pero, aun así.
Mi enfermedad no es un secreto, por supuesto. Y definitivamente no para él. Pero
¿realmente quiero ir allí con él?
Entonces se me ocurre que tal vez debería.
Tal vez debería dejar de fingir que no tenemos una historia y sacarlo todo a la
luz.
Tal vez si le explico todo, si le describo mi enfermedad, todo esto terminará.
Estará tan disgustado que se irá, y esta tonta esperanza que estoy albergando
llegará a su fin.
Porque realmente, ¿cómo no va a ser así?
Quiero decir, mírenme. Ni siquiera puedo hablar con él sin la ayuda de mi anillo
de ansiedad. Ni siquiera puedo saber si esto es una cita o no.
Estoy tan fuera de mi liga aquí. Es mejor salvarme a mí misma y a mi cordura,
y simplemente centrarme en mis calificaciones.
Así que levanto la vista con una determinación renovada y levanto la mano. Hago
sonar las cuentas con los dedos mientras digo:
―Se supone que te ayuda a distraerte. De tu ansiedad. Romper tus patrones de
pensamiento constantes y sin pausa. Para que no... para que mis pensamientos no me
abrumen. Y no tenga otra crisis. Como la tuve antes.
Espero que muestre alguna reacción a ello.
A mi crisis.
Pero no lo hace. Sigue mirándome, como si esperara que dijera algo más, así que
lo hago.
―Que, como todos saben, me envió a Heartstone. Un psiquiátrico en Nueva
Jersey. No quería ir, por supuesto. Salió de la nada. Mi colapso. He tenido ansiedad
severa antes, pero ¿quién no la tiene? Siempre oímos a la gente hablar de ello, ¿verdad?
Oh, estoy ansioso por esto y estoy preocupado por aquello y eso es normal, ¿no?
Sacudo la cabeza.
―No, no lo es. No es normal. No para mí. Porque en Heartstone me diagnosticaron
un trastorno de ansiedad. Es peor de lo que parece. Explica todo lo que he estado
sintiendo todos estos años, incluso toda mi vida. Explica mis sentimientos de
ineptitud, por qué a veces me siento tan deprimida, tan baja. Por qué me tomo todo
tan en serio. Por qué no puedo dejar de tomarme todo tan en serio. Por qué pienso que
todo es el fin del mundo. Y aunque me esfuerzo, lo hago todo bien, algo estoy haciendo
mal. Porque hay algo que está mal en mí. Porque me falta algo. Algo fundamental. Que
otras personas tienen, pero yo no.
―También explica por qué me comí ese libro ―Amplío mis ojos ante él―. Me
comí un libro, ¿recuerdas? ¿Qué locura es esa? ¿Y por qué? Porque obtuve una F. Pero,
aun así. ¿Y qué? Es sólo una calificación. Por supuesto, nadie en mi familia ha obtenido
una C en nada. Todos han tenido mucho éxito en todo lo que han hecho. Y yo siempre
tuve problemas y por eso siempre me miraron como si fuera una extraña. Y ahora me
miran como si fuera un extraterrestre. Que no soy del todo de este mundo. Nunca
dicen nada. No lo expresan verbalmente. Incluso me sonríen y me preguntan por mi
día y demás. Pero me miran como si no supieran qué hacer conmigo. Siempre me han
mirado así. Ahora, saben la razón. Es porque estoy loca. Estoy mal de la cabeza. Pero
está bien porque ahora lo saben. Ahora el misterio está resuelto y pueden estar
tranquilos. Su curiosidad científica está apaciguada. Así que por si no lo sabías, lo cual
es imposible porque estuviste allí ese día, estás cenando con una loca. Y ni siquiera sé
por qué. No entiendo por qué alguien querría eso.
Especialmente después de que me viste ese día.
El día en que tuve mi primer ataque de pánico.
El maestro nos devolvió las calificaciones y yo sabía que no lo había hecho bien.
Pero la enorme F en el trabajo seguía siendo un gran shock. He tenido mis dificultades,
pero nunca había reprobado una asignatura. Ni siquiera bioquímica. Y de repente, algo
se sentó en mi pecho.
Algo me estaba ahogando. Algo que era fuerte y frío, pero también caliente porque
estaba sudando como loca.
También temblando.
Y no sabía qué hacer.
Empecé a arrancar páginas del libro, haciéndolas bola en mi mano,
desgarrándolas. No era mi intención meterme esos pedazos de papel en la boca, pero
un sonido agudo estaba empezando a surgir de algún lugar de mi interior. Un sonido
de asfixia, y eso me dio mucho miedo, aún más miedo.
Así que, para callarme, para dejar de actuar como una loca desquiciada, me metí
un papel hecho bola en la boca. También apreté mi puño en ella.
Y entonces creo que me desmayé.
Porque lo siguiente que recuerdo es... a él.
El tipo sentado frente a mí. Con la mandíbula apretada y los ojos brillantes. Sus
hombros, que se habían aflojado y relajado cuando me senté, están rígidos ahora. Su
pecho, también. Sus manos sobre la mesa son puños, furiosos y con los nudillos
sobresalientes.
Bien.
Tal vez se está replanteando todo esto.
Que es exactamente lo que yo quería.
Y por eso no debería darme ganas de llorar. No debería hacerme querer sollozar y
gritar y decirle que estoy mintiendo.
Porque no estoy mintiendo.
Esta es mi vida.
Así es como vivo de un día para otro. No hay medicación para ello, ni anillo mágico
contra la ansiedad, ni pabellón psiquiátrico. Siempre seré así. Nadie puede curarme.
Lo único que tengo son algunas herramientas y medicación para manejarlo. Pero viviré
con mi mente rota el resto de mi vida.
Y ahora él lo sabe.
Estoy esperando a que se levante y se vaya. Estoy esperando a que mis esperanzas
se desvanezcan para poder cerrar este encaprichamiento de una vez por todas.
Pero no se va a ninguna parte.
Se queda sentado, con la mirada fija y el cuerpo rígido. Entonces:
―Heartstone. ¿Ese es el nombre?
Tengo la garganta seca, así que trago saliva.
―Sí.
―¿Cuánto tiempo estuviste allí?
―Diez semanas.
Entrecierra los ojos.
―Tal vez no fue suficiente.
―¿Qué?
―O son ellos ―continúa, con su mandíbula moviéndose de un lado a otro―, los
que no hicieron bien su trabajo, o eres tú. Que no aprendió nada de ellos. Y como
Heartstone es bastante conocido en lo que respecta a las salas de psiquiatría, voy a
adivinar y decir que eres tú. Lo que significa que probablemente deberías volver a
Heartstone y no salir hasta que te metan en la cabeza que tener un ataque de pánico
no es locura. Tener un ataque de pánico es un síntoma de una condición psiquiátrica
mayor. Como el trastorno de ansiedad. Que tú padeces, ¿correcto? Como la diabetes. Y
como la diabetes, que la gente necesita inyecciones perpetuas para controlarla, no hay
cura para ella. Así que estás atrapado con ella por el resto de tu vida. Eso es el trastorno
de ansiedad. Lo que no es locura. No estás jodida de la cabeza, ni has perdido la cabeza.
O como quieras llamarlo ―Sus ojos recorren mi cara―. Lo único que hace es que
tengas mala suerte. E incluso eso depende de la perspectiva.
―Yo no―
―Eres estudiante de medicina, ¿sí? ―pregunta, cortándome.
―Sí.
―Probablemente quieres ir a la escuela de medicina. La mejor escuela de
medicina, supongo. Y luego, probablemente quieres ser la mejor médico que puedas
ser. ¿No es así?
Me retuerzo en mi asiento, incómodo.
―Sí. Qué...
―Tal vez deberías tener cuidado con llamar locos a tus pacientes ―dice
cortante―. Se ofenden con eso.
―No me estoy llamando loca. Pero otras personas pueden―
―Bueno, otras personas pueden ser idiotas.
Abro la boca para replicar, pero luego me doy cuenta de que no tengo nada que
decir. Lo cual es muy poco habitual en mí. Siempre tengo cosas que decir. Siempre
tengo opiniones que exponer y observaciones que compartir. A pesar de mis escasas
aptitudes personales, no soy precisamente una persona tímida cuando se trata de
mantener una discusión académica o un debate.
Pero aquí estoy perdida.
Tal vez porque la discusión que estamos manteniendo es personal. Y tal vez
porque nunca lo he visto así.
En el último año que lo conozco, o más bien lo he visto de lejos, lo he visto todo
tranquilo y profesional, a veces irritado, pero nunca enojado, y definitivamente nunca
así de enojado. Donde sus ojos disparan fuego y un músculo salta en su mejilla.
Aun así, lo intento. Decir algo.
Vuelvo a abrir la boca, pero el mesero llega con nuestra comida y el momento se
rompe.
De hecho, toda la velada se rompe.
Todo el ambiente está arruinado.
Tanto es así que durante el resto de la cena no nos dirigimos la palabra. Atlas ni
siquiera me mira y yo lo miro demasiado. Estudio sus movimientos sin ton ni son
mientras come. La forma en que agarra el tenedor, envolviendo sus dedos alrededor
de él de forma envolvente. No hay nada delicado en ello. Es extremadamente masculino
y de alguna manera autoritario.
La forma en que mastica, moviendo su mandíbula cuadrada, también parece
autoritaria.
No sé cómo explicarlo, pero lo único que sé es que hace algo en mí.
Me afecta.
Como él me afecta a mí.
Como sus palabras me afectaron hace un momento.
Tan potentes. Tan feroces y violentas.
Tan hermosas.
Todo por mí. En mi nombre.
Me defendió. De mí misma, y nunca hubiera imaginado, ni en mis sueños más
salvajes, que él haría eso.
Que estaría de mi lado.
Este tipo magnífico, grosero y, aun así, de alguna manera seguro.
Pronto, la cena llega a su fin y Atlas pide la cuenta. Saco mi tarjeta del bolso, pero
cuando voy a ponerla en la mesa, levanta los ojos y gruñe:
―No.
Sólo eso. Una sola palabra.
Lo único que me ha dicho después de cómo arruiné las cosas estúpidamente.
Vuelvo a poner mi tarjeta en su sitio y voy a decir algo sobre nuestra conversación
anterior, pero una vez que la cuenta está pagada, Atlas se levanta y, con la misma voz
gruñona, dice:
―Vamos. Te acompaño de vuelta.
Me levanto y lo sigo fuera del restaurante, mis ojos puestos en su tensa figura.
En sus hombros rígidos, en los puños que mete en los bolsillos de sus jeans.
Y sé ―simplemente sé― que no volveremos a hacer esto.
Sea lo que sea, no va a volver a pasar.
Me hace entrar en pánico.
No del tipo que se produce por mi enfermedad, no. Este pánico es diferente. Este
pánico es más bien desesperación. Una profunda tristeza que se origina en el centro
de mi cuerpo, más que en mi cerebro enfermo.
Y sigue aumentando y aumentando, este dolor, esta desesperación, mientras
caminamos bajo el cielo otoñal que se oscurece. Sólo después de diez minutos, cuando
llegamos al edificio de mi departamento, se me ocurre que él sabía dónde vivo. Nunca
preguntó por la dirección. Simplemente sabía a dónde iba.
―¿Cómo es que...?
Dejo de hablar cuando por fin se gira hacia mí. Sus ojos brillan bajo el cielo que
se oscurece cuando dice:
―Puedo hacerlo mañana. A las seis. Nos vemos en la biblioteca.
―La tutoría ―digo, más para mí que para otra cosa, porque me había olvidado
de ella por unos momentos.
Me había olvidado de mi objetivo inicial y, sinceramente, ahora que lo recuerdo,
no parece importarme.
Es extrañamente liberador.
No preocuparse por las calificaciones. O sea, sé que necesito ayuda, pero pensar
en ello y preocuparme cada segundo de cada día es tan agotador.
Sus labios se levantan a un lado en una sonrisa hueca.
―Un trato es un trato. ―Me mira fijamente durante uno o dos segundos antes
de decir―: Hasta mañana.
Sus palabras, casi una repetición de lo que dijo ayer sobre la cena, suenan
apagadas. Planas y sin tono. Y cuando da un paso atrás, le digo:
―Nunca dije gracias.
Mis palabras suenan desesperadas, una súplica para que se quede.
Que me hable. Que me deje hablar.
―¿Qué?
Respiro hondo antes de continuar; me cuesta, pero tampoco puedo no decirlo, no
después de lo de hoy.
―Por... ayudarme aquel día.
Ese día.
Sabe de qué estoy hablando.
Puedo verlo en su cara, una onda recorre sus rasgos al oír mis palabras, sus ojos
se entrecierran, centrándose en mí aún más.
―No recuerdo mucho de ese día ―continúo―. Excepto que tenía mucho pánico
y me sentía tan... desquiciada. Más que de costumbre. Supongo que me había estado
preparando para ello. Toda mi vida, ya sabes. Ese día la presa se rompió y
simplemente... no supe cómo detenerme. Era como si me viera a mí misma desde lejos.
Era consciente de tantas cosas, y, sin embargo, tantas cosas eran un borrón. Pero, de
todos modos, recuerdo que sentí que la gente había empezado a mirarme, y supongo
que eso me asustó tanto que me desmayé. Y entonces me acuerdo de ti.
Lo miro a la cara. Una cara que he estudiado un millón de veces desde lejos.
Sus gruesas pestañas, su nariz recta. Su mandíbula cuadrada que ahora mismo
tiene barba. Que siempre parece tan fuerte, y de alguna manera, tan obstinada.
―Te recuerdo cargándome por el pasillo ―digo, tragando saliva―. Te sentías tan
fuerte. Tus brazos. Por primera vez en mi vida, pensé que... estoy centrada. Que estoy
tranquila. Que no estoy dando vueltas y vueltas. Que puedo descansar un rato y que
las cosas no se desmoronan. Y cuando me miraste, pensé que eras lo más... Eras lo
más hermoso que había visto. Tus ojos ―Sacudo la cabeza―. Nunca tuve la
oportunidad de darte las gracias. Por ayudarme. Por llevarme al centro de salud, por...
―Otra respiración honda―. Por hablarme. Por tranquilizarme.
Te tengo...
Todo mi cuerpo se estremece al recordar sus palabras.
Al recordar sus brazos, su voz. Su tranquila autoridad, su presencia.
Y pensar que nunca le había prestado atención antes de ese día. Es decir, sabía
quién era e incluso yo, con mi cerebro híper concentrado y ansioso, podía admitir que
era extremadamente atractivo.
Pero eso era todo.
Eso era todo lo que era capaz de procesar.
Pero ya no.
Ahora que mi mente está relativamente despejada y que estoy relativamente
mejor de lo que he estado toda mi vida, puedo ver. Puedo admirar.
Puedo soñar.
Miro al suelo, con los ojos escocidos por las lágrimas.
―Así que, gracias. Realmente significó mucho para mí. Nunca lo olvidaré. Tu
amabilidad y... Estuve tan mal esta noche. Fui tan... soy tan mala en esto. Gracias por
esperarme. Y por la cena y por aceptar ser mi tutor, aunque sé que no querías. Todos
dicen que eres grosero y lo eres, pero también eres tan bueno y...
Me trago las palabras cuando lo siento a él, su mano, en mi cara. Su mano grande,
cálida y rasposa, con la que me hace levantar la vista.
Sólo tengo un segundo para notar que sus rasgos tienen una dureza, una
intensidad, una ferocidad, antes de que su boca esté sobre la mía.
Su boca envuelve la mía.
Tan cálida, húmeda y gruesa.
Pasó tan de repente que no me da tiempo a reaccionar, sólo a aferrarme a él. Sólo
abrir mi boca bajo la suya. Y cuando esa mano suya sobre mi cara se desliza hacia
arriba y se entierra en mi pelo, acercándome a su cuerpo, me doy cuenta de que, de
todos modos, no podría haber habido otra reacción.
No podría no haber abierto la boca bajo él.
No podría no haber movido la boca para devolverle el beso.
Dios, le estoy devolviendo el beso.
Porque él me está besando. Él me besó primero.
Y es... es maravilloso.
Es jodidamente maravilloso.
Su boca sobre mí. Su lengua en mí. Sus dedos moviendo mi cara hacia un lado
para que pueda profundizar.
Lo que es aún más maravilloso.
Porque entonces yo también puedo probarlo. Puedo asomar mi lengua y deslizarla
contra la suya. Y cuando lo pruebo, su sabor picante, consigo acercarlo también.
Mis manos se agarran a sus hombros y juro que mis dedos exhalan un suspiro.
Se han estado muriendo por tocarlo desde la primera vez.
Se han estado muriendo por sentir su fuerza, su calor.
Su potencia muscular.
En realidad, todo mi cuerpo se ha estado muriendo por sentirlo y ahora lo hace.
Lo estoy haciendo.
Estoy pegada a su frente. Mi pecho está presionado contra sus costillas y mi
vientre está aplastado contra su pelvis, y nunca me he sentido más acalorada, más
viva o necesitada.
No puedo creer que esté necesitada.
Ni siquiera pensé que alguien pudiera estar tan necesitado.
Tanto que empiezo a frotarme contra él. Empiezo a arrastrar mis pechos, por
escasos que sean, contra los duros planos de su pecho, y juro que se contraen, sus
músculos. Cuando presiono aún más mi vientre contra el suyo, sus abdominales se
ahuecan.
Incluso sus dedos en mi pelo se tensan. Sus labios en los míos se vuelven más
urgentes.
En un punto dado, creo que incluso me muerde, tirando de mi labio inferior hacia
su boca y hundiendo sus dientes. Y es tan maravilloso, lo más maravilloso que me ha
pasado desde que empezó a besarme, que gimo.
Me aferro más a él y mis dedos se clavan en sus hombros.
Pero entonces, todo se detiene.
Porque él lo rompe.
El beso.
Tan bruscamente como lo había empezado, y mis ojos se abren de golpe. Tardo
unos segundos en orientarme, en aclarar mi visión y en centrarme en él.
En sus ojos verdes, sus labios húmedos y separados.
En su precioso y simétrico rostro.
Voy a preguntarle por qué se detuvo, pero él dice ronco:
―¿Cómo me llamo?
―¿Qué?
Sus dedos se flexionan en mi pelo suelto y, en respuesta, los míos agarran sus
hombros con más fuerza.
―Dilo.
―Atlas ―susurro, sintiendo que una corriente recorre mi cuerpo, apretando
todo lo que hay dentro de mí.
Sus ojos se posan en mi hormigueante e hinchada boca durante un segundo antes
de levantar la vista y decir:
―No fue una amabilidad.
Frunzo el cejo con confusión. Pero no se explica.
En cambio, hace algo horrible: me suelta.
Quita las manos de mi pelo y se aleja, dejándome con el cuello torcido y el cuerpo
frío. Y entonces, se va y yo repito sus últimas palabras en mi cabeza: No fue una
amabilidad.
El corazón me baja por el pecho y me golpea el vientre cuando me doy cuenta de
que lo dijo en referencia a mi declaración anterior: No olvidaré su amabilidad.
Su pelo castaño claro fue lo primero en lo que me fijé el día que la vi.
Lo cual es extraño porque no había nada inusual en su pelo castaño y liso. Salvo
que se lo colocaba detrás de la oreja y jugaba con las puntas mientras estaba sentada
en el pupitre, en algún lugar del centro, esperando a que llegara el maestro.
No sé qué me atrajo de ella en primer lugar. Ya estaba encabronado por el hecho
de que me habían asignado trabajar con un nuevo maestro que no me agradaba mucho
y que insistía en que, como su auxiliar, asistiera a todas sus clases. Tal vez porque no
se suponía que fuera un MA cuando sólo era un junior. Pero hicieron una excepción
por mis calificaciones. Aun así, era jodidamente molesto, estar sentado en las clases.
Como si no tuviera nada mejor que hacer con mi tiempo. Y encima, el pendejo del
profesor llegaba tarde.
Sin embargo, durante esos pocos segundos, mi irritación pasó a un segundo plano
gracias a ella.
La vi elegir su asiento. Le llevó mucho tiempo. Pasó por un montón de opciones
antes de decidirse por uno que estuviera lo suficientemente alejada de la gente, pero
lo suficientemente cerca de la parte delantera.
Y luego, se pasó los siguientes diez o quince minutos, hasta que llegó el profesor,
inquieta. Jugando con su pelo, pasando las páginas de su cuaderno, mirando su mesa
o a la pared y evitaba cuidadosamente cualquier contacto visual.
A lo largo de las siguientes semanas, me di cuenta de que era así como actuaba.
Distante, sola y alejada de la gente.
Algo así como yo en ese sentido.
Penelope Clarke.
Me enteré de su nombre unos días después, junto con algunas otras cosas sobre
ella. Es la hija de nuestro director de medicina. Es estudiante de medicina. Era pésima
en bioquímica, pero su química orgánica era fuerte. También era buena en física, y
también en biología. Sus calificaciones eran excelentes, y serían excelentes si no fuera
por la bioquímica.
Siempre prestaba atención en clase, siempre entregaba las tareas a tiempo,
siempre tomaba notas. Quería aprender, su expresión siempre era seria y sus ojos
siempre estaban puestos en el maestro, o en mí si lo sustituía. A diferencia de tantos
otros pendejos con los que tuve que lidiar en el pasado.
También supe que pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la biblioteca: por
las mañanas, por las tardes, incluso los fines de semana. Siempre toma la mesa junto
a las ventanas que dan al patio. Lleva jugo de naranja con ella a todas partes y no suele
tener ni puta idea de lo que pasa alrededor de ella porque siempre tiene la nariz metida
en un libro.
Porque si lo supiera, sabría que alguien la observa.
Alguien conoce sus pequeños hábitos, sus pequeños tics.
Alguien como yo.
Un puto pendejo estúpido.
Un puto baboso pendejo estúpido. Que la besó.
No, en realidad lo que hice fue atacar su puta boca. Porque como un puto baboso
pendejo estúpido, no pude detenerme. No pude reunir suficiente fuerza, suficiente
decencia para alejarme de ella como debería haberlo hecho.
La cena era una cosa ―aunque, ¿en qué coño estaba pensando cuando lo propuse
ayer?― pero besarla es todo un nivel diferente de jodido.
Es una estudiante a la que tengo que dar clases mañana. Es una estudiante cuyos
trabajos he leído y cuyos exámenes he calificado.
Y que ni siquiera recordaba mi nombre hasta que se lo recordé ―otra vez― ayer.
No voy a mentir. Me encabronó.
Que no dijera mi nombre ayer. Me encabronó aún más que antes.
Ese día.
Cuando se desmayó y me dio un puto susto y se despertó preguntando quién era
yo. Después de estar en esa puta clase cada semana durante meses.
Pero está bien.
Lo que no estaba bien era que yo no tenía ni idea de que ella había estado luchando
tanto. Sabía que la bioquímica no era su mejor asignatura, pero nunca esperé que
reprobara. Nunca esperé que se derrumbara cuando lo hizo.
A pesar de toda mi vigilancia, no estuve muy atento, ¿verdad?
Y me enorgullezco de ser detallista. Así es como he logrado estar al tanto de mis
clases; así es como he logrado para aprobar mis EAEM.
Pero por alguna razón cuando se trata de ella, actúo como un puto niño
imprudente.
Así que pueden contar con una cosa: ahora la voy a ayudar.
Le voy a dar clases particulares cabrón para que nunca más tenga miedo de la
bioquímica. Para que no tenga que volver a pasar por lo que pasó.
Para que nunca tenga que volver a ese lugar. Al menos, no por algo tan trivial
como la bioquímica.
Yo sabía de su estancia en Heartstone.
Por supuesto que lo sabía.
Era lo único de lo que se hablaba, y quería darles un puñetazo a todos y cada uno
de ellos cuando hablaban de ella como si fuera una loca que necesitaba ser encerrada.
Ella no está jodidamente loca.
Es inteligente, valiente y fuerte.
Y que conste que la habría ayudado, aunque no se hubiera presentado en el puto
restaurante; ni siquiera esperaba que lo hiciera después de cómo reaccionó ayer. La
habría ayudado incluso si no se hubiera ofrecido a darme algo a cambio para empezar.
Sólo lo hice para ser un pendejo.
Porque soy eso. Soy un pendejo. Soy un pendejo mezquino que quería vengarse de
ella por no recordar mi nombre ayer.
Hice bien en decirle que no. Al principio, quiero decir. Debí haber mantenido esa
decisión y dejarla encontrar otro tutor. Pero entonces, ella me miró con esos ojos y...
Sus putos ojos.
Su puto cabello.
Ella.
Maldita sea.
¿Qué tiene que me afecta tanto? Que hace que mi pecho se apriete y pese. Que me
hace ser tan jodidamente protector y al mismo tiempo olvidar toda la decencia básica
y convertirme en este incontrolado imbécil que va por ahí atacando la boca de la gente.
Bueno, su boca.
Sus preciosos y carnosos labios que sigue mordiendo cuando está nerviosa.
Buen trabajo, pendejo. Violando su boca de esa manera.
Quiero decir, debería captar la indirecta, ¿no?
Ella no está interesada.
Lo cual es como debería ser.
En primer lugar, es una estudiante; no me relaciono con estudiantes que están
en la clase en la que soy MA. Además, ahora voy a ser su tutor. En segundo lugar, tengo
cosas que hacer. Tengo mi propia carga lectiva, mis propias clases. Además, el año que
viene me voy a la escuela de medicina.
Tengo que pensar en eso.
Mi futuro.
Algo por lo que he trabajado muy duro.
No tengo por qué perder el tiempo con una chica de pelo castaño claro y grandes
ojos marrones que, por alguna razón, me vuelve jodidamente loco con sus tics
nerviosos y sus sonrisas tímidas.
Aun así, doy marcha atrás.
Me dirijo hacia su edificio de departamentos después de haberme despedido
apenas de ella.
¿Qué puedo decir? También soy un acosador.
Pero sólo porque la seguí a su casa un par de veces justo después de que volviera
de Heartstone, con la esperanza de asegurarme de que estaba bien. Y en cuanto la vi
pasar por esa puerta de cristal con un montón de timbres en el lateral, me fui.
Pero esta noche no me iré.
Estoy de pie frente a su edificio, observándola como un rarito. Me pregunto si
debería pulsar uno de esos timbres y hablar con ella, asegurarme de que está bien
después de cómo... cómo forcé mi beso en ella.
Ella es frágil, hombre. Ella es tan jodidamente frágil y tú eres un imbécil.
Estoy a punto de hacer eso cuando noto un movimiento en una de las ventanas
del segundo piso. Mis pies se detienen cuando me doy cuenta de que es ella.
Penelope.
Joder, hasta su nombre es hermoso.
Tan hermoso como ella.
Y ahora mismo, en este momento, creo ―sé― que nunca he visto a nadie más
hermosa que ella.
Porque se está riendo.
Ha echado la cabeza hacia atrás, con su pelo castaño claro recogido en un moño
desordenado, y su pequeño y apretado cuerpo se estremece de alegría. Formo puños al
recordar lo suave que era. Su piel, su pelo.
Sus labios.
Nunca la había visto así. Riendo con abandono, tan despreocupadamente.
Nunca la había visto tan relajada, tan jodidamente feliz.
Cuando está en clase, siempre está nerviosa, inquieta. Como si no pudiera esperar
a salir de allí.
Y mientras estoy parado aquí, observándola a través de su ventana, decido que
seré condenado si le causo más problemas, más dolor.
Profesional.
Eso es lo que voy a ser.
Nada de invitaciones inútiles a cenar; nada de tocarla. Definitivamente no la
besaré.
La dejaré en paz y le enseñaré puta bioquímica para que nunca más tenga miedo.
―¿Puedo hablar contigo un segundo?
Levanta la vista al oír mis palabras y sus penetrantes ojos verdes se fijan en mí.
Debo de estar hecha un desastre; el pelo desparramado por la cara, las mejillas
rojas, los ojos también rojos por la falta de sueño.
Además, creo que tengo los labios... hinchados.
Por el beso de anoche.
Creo que su beso ―su beso consumidor, robador de aliento― ha cambiado mis
labios para siempre. Creo que siempre sentiré un hormigueo en ellos. Siempre seré
consciente de lo... necesitados que pueden ser.
Igual que yo anoche.
Tan novedoso y extraño.
Pero, sobre todo, tan maravilloso.
Aunque nada de lo que me mira ahora es maravilloso. Me está mirando de forma
plana, sin emoción, cuando anoche sus ojos estaban brillantes y líquidos.
Probablemente porque interrumpí su sesión de tutoría en la biblioteca. Mi cita
con él es justo después, pero no podía esperar más.
―Ahora no ―dice cortante, volviendo a los libros de texto abiertos frente a él en
la mesa.
Hay una chica sentada a su lado que sigue mirándome y le lanzo una sonrisa
incómoda antes de protestar:
―No puede esperar.
Atlas levanta sus ojos otra vez.
―Tendrá que hacerlo. Estoy ocupado.
Vuelve a su libro de texto y, mientras la chica sigue mirándome, suelto:
―Oh, por Dios, ¿por qué eres tan idiota? Sólo háblame.
La chica sonríe con complicidad y, esta vez, cuando le dedico una sonrisa, es
menos incómoda porque lo entiende; él puede ser un imbécil cuando quiere. Él no lo
hace, por supuesto, porque sus rasgos son tan planos como siempre. Finalmente se
endereza, poniéndose más alto y ancho en su asiento, su mandíbula se tensa mientras
me mira fijamente.
―Estoy bien. Pueden tomarse su tiempo y hablar ―dice la chica, agarrando el
libro de texto y deslizándolo hacia ella.
Otra vez, le lanzo una sonrisa genuina antes de alzar las cejas hacia él.
―¿Y bien?
Ante esto, su pecho se mueve en una respiración aguda, y se levanta.
―Ven conmigo.
Con eso, se da la vuelta y sale de la zona común, dirigiéndose hacia la parte de
atrás, probablemente a una de las salas privadas donde la gente va si quiere más
tranquilidad o para hacer grupos de estudio.
Bien.
Lo que tengo que hablar con él necesita privacidad, y no me iré hasta que hayamos
hablado de ello.
Elige una sala vacía al azar, me abre la puerta y me indica que entre antes de
entrar él. En cuanto cierra la puerta, me doy la vuelta y suelto:
―¿Era una cita?
―¿Qué? ―pregunta, de pie junto a la puerta, sus manos hechas puños.
―Anoche ―digo, con el corazón latiéndome en el pecho―. ¿Fue una cita? Sus ojos
van y vienen entre los míos mientras se toma su tiempo.
―No.
―¿Qué? ―Retrocedo, confundida―. Yo no...
―¿Ya terminamos? Tengo que volver.
Doy un paso hacia él.
―Para nada. No hemos terminado.
Su mandíbula se aprieta. Luego, suspirando bruscamente, cruza los brazos sobre
el pecho y pregunta:
―¿Qué más te gustaría discutir?
Le miro con incredulidad.
―El hecho de que estás mintiendo.
Sus ojos se entrecierran.
―Mintiendo.
Levanto la barbilla.
―Sí.
―¿Cómo lo supones?
Sí, Penny, ¿cómo lo supones?
Es una pregunta válida.
No soy conocida por mis habilidades interpersonales ni por la capacidad de
resolver los misterios de las emociones o la etiqueta humanas. Pero ya es suficiente.
Necesito saber.
Lo que fue anoche.
La cena. El beso.
Su “no fue una amabilidad”.
Necesito que me diga todo eso. Porque lo he repasado mil veces desde anoche.
Incluso hice participar a Renn a riesgo de que se volviera completamente loca con
estos detalles. Hemos hablado por FaceTime con Willow y Vi, y ellas ―nosotras, en
realidad― tenemos una teoría.
Y necesito que la confirme.
Por primera vez en mi vida, estoy intentando algo diferente. Estoy probando algo
nuevo y que da miedo, y es ponerme en evidencia. Lo que me hace darme cuenta de que
estudiar y centrarme en las calificaciones, incluso siendo súper dura conmigo misma,
es mucho más fácil.
Mucho. Más fácil.
Pero bueno, Ruth siempre dice que el cambio es difícil. Que las cosas que valen la
pena son siempre difíciles.
―Porque no soy idiota ―le digo en respuesta a su pregunta, con las palmas de
las manos sudando―. Porque me llevaste a cenar. Pagaste por ello. Me acompañaste a
casa. Y luego me besaste. Eso es una cita de manual.
Sus ojos verdes finalmente brillan con algo ante la mención de nuestro beso, y
sujeta:
―Bueno, si no eres idiota y ya sabes la respuesta, entonces ¿por qué me lo estás
preguntando?
―Porque quiero que lo admitas. Admite que fue una cita.
Sé que lo estoy encabronando. Se le nota en la cara. En sus ojos brillantes, pero
mala suerte. No puede llevarme a cenar, besarme y no decirme la verdad.
―No fue una cita ―dice finalmente, su voz tensa.
―¿En serio?
―Sí ―dice a través de dientes apretados―. ¿O olvidaste lo que pasó antes de la
supuesta cita?
Enfatiza cita como si fuera una mala palabra, una palabra repulsiva y ahora estoy
aún más confundida.
―¿Qué?
Su pecho vuelve a moverse bruscamente y su voz se vuelve aún más tensa.
―Era un trato. Tú vas a cenar conmigo y yo acepto ser tu tutor. De acuerdo, no
es mi mejor momento. No es profesional en absoluto, pero el hecho es que: te
extorsioné por una cena. Fue una extorsión. No una cita. Aprende a conocer la
diferencia ―Entonces despliega los brazos―. Ahora, ¿terminamos ya o no?
―¿Por qué? ―pregunto cuando parece que está listo para irse.
―¿Por qué, qué?
―¿Por qué me extorsionaste con una cita? ―pregunto, casi perdiendo todo mi
coraje, pero aguantando, sin embargo; haré esto, aunque me mate. Que es muy posible
que lo haga.
Otro suspiro agudo e impaciente.
―Porque soy un pendejo y me gusta incomodar a la gente.
―Okay, concuerdo con eso. Eres un pendejo ―digo y sus ojos se entrecierran
otra vez―. Pero también eres un mentiroso. Como ya te dije.
―Yo―
―¿Por qué me besaste entonces?
Su mandíbula hace un tic. Entonces:
―Remítase a mi respuesta anterior.
Esta vez estrecho los ojos.
―Me besaste para ser un pendejo.
―Sí ―dice―. Además, no fue un beso.
Lo miro con incredulidad.
―¿Perdón?
―No lo fue.
Sacudo la cabeza.
―¿Qué crees que soy, estúpida? ¿Crees que no sé cosas? ¿Crees que no sé lo que es
una cita o lo que es un beso?
Su mandíbula se flexiona un poco más. De hecho, una vena aparece en su sien,
latiendo y pulsando mientras dice:
―No lo sabes. Si crees que lo que te hice fue un beso.
―¿Qué fue entonces?
Esa vena salta en su sien.
―Fue un ataque.
Parpadeo.
―¿Qué?
Esta vez lo oigo suspirar, largo y tendido.
―Mira, no debí haber hecho eso. No debí haberte sonsacado. No debí haberte
invitado a cenar. Definitivamente no debí haberte besado. Estuvo mal. Todo ello. Nada
profesional. Eres un estudiante en una de mis clases. Voy a ser tu tutor. Así no es
como me comporto y no voy a volver a comportarme así. Yo... ―Otro suspiro―. Me
disculpo, ¿de acuerdo? Ahora quiero que lo olvides y sigas adelante. No va a volver a
suceder. Tienes mi palabra. Vamos a estudiar. Te enseñaré todo lo que necesitas saber
para superar tus exámenes y eso es todo. Estás a salvo conmigo, ¿okay? Te tengo.
Te tengo.
Dice mucho eso, ¿no?
Y si cree que voy a dejar que se vaya después de eso ―lo que parece dispuesto a
hacer otra vez―, entonces está loco.
Digo, en voz alta y clara:
―Te devolví el beso.
―¿Qué?
Pensé que sería difícil decirlo. Decir algo tan íntimo.
Pero no lo es.
Es extrañamente liberador.
A pesar de que esto no es como me imaginaba que iba a ser nuestra conversación.
No imaginé que él sería tan difícil, tan resistente.
Tan punzante. Tan pendejo.
Pero entonces, en sus propias palabras, es un pendejo. Todos saben que es un
pendejo.
Pero me doy cuenta de que es un buen tipo de pendejo.
El tipo de pendejo que lo es por las razones correctas.
Con el que estoy a salvo.
Porque me tiene.
Calor se extiende por mi pecho como lo hizo aquel día cuando estaba en sus
brazos, y digo:
―Anoche. Cuando me besaste.
Sus fosas nasales se ensanchan.
―Te devolví el beso.
Su mirada desciende hasta mis labios y, de alguna manera, soy aún más
consciente de ellos, mientras dice:
―Tuviste que hacerlo.
―¿Tenía que hacerlo? ―pregunto, mirando fijamente sus labios entonces.
―No te dejé otra opción ―dice, su voz baja y ronca, con los ojos todavía puestos
en mis labios―. Cuando me deje ir encima de ti de esa manera.
Trago saliva, recordando la forma en la que se me vino encima. Todo de forma
repentina y gloriosa.
―Y me aferré a ti ―susurro, todavía un poco incrédula de ser yo quien diga estas
cosas y de lo jodidamente increíble que es decirlas―. Incluso me aferré a ti. A tus
hombros. Podría haberte alejado.
Él también traga, sus ojos se mueven desde mis labios y viajan hacia abajo.
Viajando a mi pecho, a mi vientre. Viajando hasta los dedos de mis pies.
―No podrías haberlo hecho ―murmura.
―¿Por qué no?
Sus ojos se mueven hacia arriba y hacia arriba, pasando por mi pecho agitado,
mi boca, todo el camino hasta mis ojos.
―Soy más fuerte que tú. Más... amenazante. Más decidido.
Mis dedos se aferran a mis costados y me pregunto por qué todo esto suena tan
delicioso cuando sé que me habría ofendido si fuera otra persona.
Pero es él.
Atlas.
El tipo que me hace sentir segura con sus fuertes brazos y su tamaño
amenazante.
―¿Decidido? ―pregunto.
Se lame los labios.
―Para besarte.
Pierdo el aliento por un segundo. Luego―: Pero yo―
―¿Lo ves? ―me interrumpe, sus ojos graves―. Tenías que devolverme el beso.
No podías apartarme o detenerme en ese momento. Fue un error. Fue un puto crimen.
Y no volverá a ocurrir. No lo permitiré. Así que―
―¿Qué harías si te besara? ―pregunto, interrumpiéndolo para variar.
Y, oh, por Dios, es lo mejor que he dicho.
Jamás. A alguien.
Primero, es su cara. Todo asombrado. Todo magnífico en su shock.
Y luego, está mi corazón. Incluso mi mente.
Todo despierto, feliz y entusiasta.
Seguro.
Tan seguro de sí mismo que si lo besara, él no podría detenerme ni siquiera con
su amenazante tamaño. Dando un paso hacia él, le pregunto otra vez:
―¿Entonces? ¿Qué harías si te atacara? Ahora mismo.
―Penelope ―me advierte―. Jodidamente retrocede.
Sonriendo e ignorándolo completamente, recorro con la mirada su cuerpo.
Lleva una camisa azul claro, las mangas dobladas hasta los codos, la tela
extendida sobre su amplio pecho. La ligera capa de vello de sus antebrazos tiene un
aspecto delicioso, tan sexy y masculino. Además, sus muslos en esos jeans parecen
tensos y musculados.
―¿Cuándo vas siquiera al gimnasio? ―murmuro, dando un paso adelante y
mirándolo a los ojos, y me doy cuenta de que extrañé esto anoche.
Extrañé que sus ojos verdes se volvieran oscuros.
―¿Qué? ―casi espeta, posiblemente intentando sonar enojado.
Pero la aspereza de su voz arruina el efecto.
―¿Cómo es que estás tan construido? ―pregunto, dando otro paso hacia él―.
Todo lo que te he visto hacer es estar en la biblioteca, estudiando.
―Me has visto.
―Sí. ―Asiento, admitiendo que lo he observado de forma discreta―. Siempre te
sientas junto a las computadoras. Justo enfrente de esas grandes ventanas. Y tienes
un cuaderno muy grueso encuadernado en cuero. Y creo que necesitas anteojos porque
siempre estás entrecerrando los ojos hacia tus libros.
―No necesito anteojos. ―Entonces―: Estoy mirando enojado, no entrecerrando
los ojos.
―¿Mirando enojado?― Frunzo el cejo y doy otro paso hacia él―. ¿Por qué?
Ahora sólo hay un puñado de pasos entre nosotros y él baja los ojos para mirar
la distancia que nos separa.
―¿Qué coño estás haciendo? ―Levantando la vista, me ordena―: Ya te dije.
Aléjate de mí.
―No ―digo mientras sigo cerrando la distancia entre nosotros―. Pero puedes.
―¿Qué?
Levanto la barbilla.
―Hay una puerta detrás de ti. Está abierta. Puedes irte si quieres. Pero no me
voy a detener ni me voy a ir. De hecho, voy a atacarte exactamente en... ―Dos pasos
más hasta que lo alcanzo y estiro el cuello―. Dos segundos y medio.
Su ceño es grueso y oscuro.
―Esto no es profesional.
Sonrío.
―Lo sé. Y voy a admitir que es divertido. ―Entonces―: Ahora me doy cuenta de
lo que mis amigas han estado hablando todo este tiempo.
―¿Qué amigas?
Por un segundo, pienso que no debería hablarle de Heartstone, de mis amigas.
Pero entonces me doy cuenta de que es él. Es Atlas.
Puedo decírselo.
No va a reaccionar mal. Ya lo demostró anoche.
―Mis amigas de Heartstone ―respondo, y una mirada de preocupación pasa por
sus rasgos―. Nunca pensé que haría amigos allí, pero lo hice. Y son increíbles y me
han estado diciendo lo divertido que es romper las reglas y soltarse. Pero no he
escuchado. No hasta anoche.
Me está observando tan intensamente, tan cuidadosamente. Como si no quisiera
perderse nada de lo que sale de mi boca. Luego, como para sí mismo, murmura:
―¿Por eso te estabas riendo así?
―¿Riendo?
Mueve ligeramente la cabeza.
―Creo que nunca te he visto reír así. No antes de anoche. Fue... ―Sacude la
cabeza otra vez y sus ojos brillan como joyas―. Fue hermoso.
El corazón me da un vuelco.
Hermoso.
Yo no me considero así. Mi pelo castaño y rojizo, mis ojos marrones poco
imaginativos, mi cuerpo delgado con escasas curvas. Nada en mí es destacable y he
estado bien con eso. Porque hay otras cosas en las que centrarse, mis calificaciones,
mi carrera.
Y siguen estando ahí y todavía no creo que me importe cómo me ve la gente.
Pero esto es bueno.
El hecho de que él piense eso. Que para él, soy hermosa.
―¿Cuándo me reí? ―pregunto, necesitando saber.
Por un segundo parece que no lo va a decir, pero lo hace.
―Anoche. Cuando estabas en casa. Te vi reír por la ventana. Tenías el pelo ―mira
mi pelo suelto―, recogido y llevabas un pijama color durazno.
―¿Me viste a través de la ventana?
Debió de ser cuando Renn estaba intentando aligerar la situación. Acabé
contándole todo, incluso lo de aquel día del año pasado, y por supuesto, me alteré. Le
dije que todo esto estaba condenado porque ni siquiera podía saber si una cita era una
cita o no. Así que se conectó a Internet, buscó historias de citas divertidas y acabamos
navegando por los blogs durante más de una hora.
O sea, la gente tiene problemas de citas realmente extraños.
En comparación, esto no es nada.
Mi corazón, mis respiraciones, demasiado rápidas, no son nada.
O tal vez es todo.
Cada puta cosa.
―Regresé ―dice, mirándome fijamente a los ojos―. Quería asegurarme de que
estabas bien. Después ―una flexión de mandíbula―, de lo que hice. Y vi que estabas
feliz y riendo, así que me... me fui.
―No deberías haberlo hecho ―susurro, dando otro paso más hacia él.
Lo que me lleva a su pecho, mis pechos rozándolo.
Él inhala profundamente, desviando su mirada hacia mi pecho.
―Deberías dar un paso atrás. Esto es inapropiado. Soy tu tutor.
―Puedo conseguir otro tutor.
Vuelve a fruncir el cejo.
―No vas a conseguir otro tutor.
Yo también frunzo el cejo.
―¿Por qué no? Hasta hace dos días, querías que lo hiciera.
―Lo he reconsiderado.
―¿Y por qué?
―Porque soy el mejor ―me dice, casi mirándome con ira―. Y porque si alguien
va a enseñarte puta bioquímica y a borrar esa mirada ansiosa que aparece en tu cara
nada más entrar en clase, voy a ser yo.
Me permito respirar por un segundo. Absorber sus palabras en mi cerebro. En mi
piel.
Porque creo... creo que tengo mi respuesta.
Porque creo que voy a decirla.
―Te preocupas por mí ―le digo como si él no lo supiera.
Y él dice, mintiendo otra vez como si fuera a creerle esta vez:
―Me importas tanto como la siguiente persona.
Pongo mis manos en su pecho, un movimiento atrevido, pero no se siente así. Se
siente bien, especialmente cuando su pecho se flexiona y siento los latidos de su
corazón bajo mi palma.
―Te gusto.
―No.
―Tienes un ritmo cardíaco elevado.
―Eso es porque me estoy ofendiendo ―murmura―. Por la forma en que me
estás tocando. Inapropiadamente.
―Todo esto podría llegar a ser completamente apropiado. Pero tú eres el que
quiere ser mi tutor ―le digo.
―También soy tu MA.
―Sólo por este semestre.
Suspira.
―Penelope―
Me encanta que diga mi nombre, pero ahora no es el momento de dejarlo hablar.
Así que digo:
―A mí también se me eleva el ritmo cardíaco, Atlas. ―Su corazón late aún más
fuerte y presiono mi mano contra su pecho―. Cuando te veo.
―¿Qué?
Sonriendo, me apoyo en su cuerpo.
―También me sudan las palmas de las manos y mi panza revolotea.
―Tu panza revolotea.
―Sí. Creo que es por toda la dopamina que tengo en el cerebro.
Me recorre la cara con los ojos.
―O podrían ser unos tacos malos.
Sacudo la cabeza.
―Ni siquiera me gustan los tacos. Deberías recordarlo para nuestra próxima cita.
―No va a haber una próxima cita.
―Creo que la habrá. Porque toda esa dopamina en mi cerebro es por ti. Porque tú
también me gustas.
Sus ojos se encienden.
―Te gusto.
―Sí. ―Asiento con la cabeza―. Desde aquel día. Desde que me desperté en tus
brazos y vi tus ojos muy verdes ―Frunzo el cejo y continúo―: pero no pensé... no
pensé que quisieras tener algo conmigo. No pensé que... me quisieras. Debido a, ya
sabes, Heartstone y mi enfermedad y todas las cosas que están mal conmigo―
Finalmente pone sus manos en mí. Me agarra de la cintura y tira de mi torso
hacia el suyo, haciendo que me ponga al ras de su cuerpo. Con esos ojos verdes
disparando fuego, dice, declara en realidad:
―Eso es una pendejada. Eso es una puta pendejada, Penelope. No hay nada malo
en ti. Ni una sola cosa. Y no quiero volver a oírte decir eso, ¿entiendes? Nunca.
Empuño su camisa, mirándolo, felicidad estallando dentro de mi pecho.
―Me estás mirando enojado como miras a tus libros. O más bien entrecerrando
los ojos.
Sus dedos se clavan en mi cintura.
―Miro enojado a mis libros porque no puedo concentrarme. Porque me estoy
concentrando en otra cosa.
―¿En qué?
Su pecho se mueve contra el mío, rozando mis pechos.
―En ti. ―Mis ojos se ensanchan y él dice―: Siempre me siento en una de esas
mesas junto a las computadoras, justo enfrente de las ventanas, porque tú te sientas
junto a las ventanas. Estoy mucho en la biblioteca porque tú estás mucho en la
biblioteca. He pasado más tiempo en la biblioteca desde que entraste aquí que en toda
mi vida.
―Yo no―
―Eso es porque nunca prestas atención a otra cosa que no sean tus putos libros.
―Lo dice el nerd de esta universidad ―murmuro, riendo entre dientes.
Diversión y algo peligroso pasan por sus ojos.
―Sigo siendo tu tutor.
―¿Y qué?
Me aprieta la cintura.
―Así que ten cuidado con lo que me dices.
Me rio entre dientes otra vez.
―Okay. Creo que es hora de que me calle.
Mirando mis labios, dice ronco:
―Yo también lo creo.
Y finalmente, finalmente lo ataco.
Me acerco y pongo mi boca en la suya. Y sé que me devolverá el beso. Sé que
moverá sus labios contra los míos como lo hizo anoche. Incluso aunque es más grande
que yo y puede irse muy fácilmente.
Me devolverá el beso porque le gusto.
Siempre le he gustado.
Así que, segura y atrevida, introduzco mi lengua en su boca y él gime. Aprieta sus
brazos alrededor de mí y empuja su lengua dentro de mi boca.
Haciendo de este beso lo más maravilloso que he experimentado.
Tenemos mucho que hablar, comenzando con él en verdad diciendo las palabras
de que le gusto. Hasta todos los demás detalles y preocupaciones que tenía sobre la
tutoría y el hecho de ser mi MA.
Pero ahora mismo no me importan esas cosas.
Sólo me importa esto.
Él.
El hecho de que el hombre por el que he tenido un flechazo durante el último año
también ha tenido un flechazo por mí. Y estoy tan contenta de haberme arriesgado.
Salí de mi zona de confort y caí en sus brazos.
―Atlas ―jadeo, intentando llamar su atención.
Pero, por supuesto, no me la da.
O al menos, no de la manera que yo quería. En lugar de eso, al oír mi jadeo, sus
dedos se tensan aún más alrededor de mis muslos y su boca se aferra a mí con más
fuerza.
Ahí abajo.
En mi coño.
No puedo creer que usé esa palabra. Incluso en mi cabeza. No puedo creer que use
esa palabra regularmente. La digo en mi cabeza; la digo en voz alta.
Incluso se la digo a otra persona.
A él.
Que no muestra signos de frenar y oh, mi puto Dios, voy a morir. Me voy a venir,
y se lo digo, empuñando su abundante pelo oscuro y arqueándome de la silla en la que
me tiene inmovilizada.
―Me voy a...
Pero antes de que pueda decirlo, mi núcleo se aprieta y entonces, lo que iba a
advertirle está sobre mí. Y todas las palabras y pensamientos en mi cabeza se vuelven
líquidos y sin sentido.
Todo en el mundo se vuelve insensible, excepto él.
Y sus manos ásperas, su suave pelo y su cálida boca.
Que sigue moviéndose sobre mí, chupando mi clítoris, mi coño empapado,
bebiendo todos mis jugos. Y tal vez por eso no me doy cuenta cuando sale de entre mis
piernas abiertas y se levanta, sus manos que estaban agarrando mis muslos suben
hasta mi cintura y me levanta de la silla y me pone sobre la mesa.
Me levanta como si no pesara nada. Como si amara levantarme en sus brazos.
Y cuando recupero el sentido lo suficiente para mirarlo, susurro, pasando los
dedos por sus hombros y bíceps esculpidos.
―Me encanta cuando haces eso.
Sus ojos son de un verde oscuro y su boca está húmeda y hermosa mientras dice:
―¿Qué, cuando te como el coño y me inundas la boca? O cuando hago esto... ―En
‘esto’, me penetra con su gruesa verga, todo de forma repentina y sorprendente, y me
arqueo otra vez, gimiendo mientras él continúa en ese tono ronco suyo―: meterla y
hacer que me empapes la verga.
Vuelvo a gemir, con mis dedos apretando su camisa.
Tengo que hacerlo.
Sólo hay que ver la forma en que me habla.
Sólo hay que ver la forma en que me mira. Como si fuera hermosa. Como si fuera
una cosita sexy que no puede esperar a comer, lamer y chupar.
Como si le diera hambre.
Así que, por supuesto, él es la única persona a la que puedo decirle todas las cosas
sucias y deliciosas. Y ha sido así desde el principio.
Desde el día en que lo besé en la biblioteca hace un par de meses, y no me detuvo.
Sabía que no lo haría, pero, aun así.
La confirmación fue increíble.
Y la cita después de eso. También fue increíble.
Una cita apropiada y agradable a la que insistí en que me llevara justo después de
ese beso. Ni siquiera me importó que tuviéramos una sesión de tutoría programada
justo en ese momento. Quería estar con él. Quería hablar con él. Quería pasar tiempo
con él sin libros de texto y todo eso.
Eso no quiere decir que pasar tiempo con él mientras tenemos los libros de texto
esparcidos no sea divertido, pero, aun así. De hecho, de alguna manera las sesiones de
tutoría con él son aún más divertidas. Tanto es así que hemos tenido que trasladarlas
de la biblioteca a su departamento.
Como esta.
En la que me tiene agarrada, un agarre tan fuerte y posesivo. Sus dedos tirando
de mi ropa desordenada y mi pelo revuelto, mientras empieza a moverse dentro de mí,
y yo respondo a su pregunta de antes:
―Esto. Las dos cosas. Todo. Pero yo―
Tararea, frotando su nariz por arriba y por abajo de la columna de mi garganta,
inclinando sus caderas de forma que le hace frotar todos los lugares maravillosos de
mi interior, reduciéndome a un charco.
Sólo entonces, gruñe:
―¿Pero tú qué?
Aprieto mis muslos alrededor de su cintura y lo atraigo más.
―Pero yo sólo... ―Hago una pausa para gemir porque me muerde un lado del
cuello―. Sólo saqué una B.
En el examen, quiero decir.
Tuve un examen de bioquímica la semana pasada y hoy recibí mis calificaciones.
Una simple B. Algo que me habría hecho entrar en pánico e hiperventilar.
Pero no es así.
Ya no.
Estoy orgullosa de mi calificación.
Estoy orgullosa de haber estudiado, de haber dado lo mejor de mí y de haber
mejorado con respecto a antes.
Y creo que mi tutor también lo piensa.
Porque hasta ahora se estaba moviendo despacio, con pereza, entrando y saliendo
del todo, haciéndome sentir cada centímetro de su pito y Dios, es un pito grande. No
voy a mentir, me asusté un poco cuando lo vi por primera vez.
Tal vez les pasa a todas las vírgenes de veinte años, pero la visión de su gruesa
verga me asustó un poco y pensé que nunca iba a caber.
Pero lo hizo.
Lo hace.
Tan increíblemente.
De todos modos, ante mis palabras, su ritmo aumenta. Sus embestidas son cortas
y rápidas, y no sé qué es mejor, si sus largos y perezosos empujes o sus cortas e
intensas embestidas que mueven y sacuden todo mi cuerpo. Que me hacen rebotar y
me roban el aliento.
―Más ―raspa, con sus dedos en mi pecho ahora.
―¿Qué? ―pregunto, empujando mi pecho hacia arriba para darle más acceso.
Él lo agradece apretando y amasando mi carne y susurrando sobre mis labios:
―Una B más. No una B. Y esta es tu puta recompensa.
¿Ven?
Está orgulloso y tiene razón.
Esta es mi recompensa.
He trabajado duro y me merezco esto.
Me merezco que su boca envuelva la mía y me merezco esta sensación de
escalofrío que recorre mi cuerpo, mi coño, cuando empieza a besarme así.
Cuando empieza a comerme los labios como acaba de comerme el coño.
Cuando salimos a tomar aire, susurro, jadeando:
―También me encanta esto.
Sus ojos parecen alertas y a la vez drogados cuando dice:
―Bien. Porque en dos segundos y medio voy a darte la vuelta y a doblarte sobre
la mesa.
Me muerdo el labio ante sus palabras, ante el recuerdo de las palabras que le dije
en la biblioteca aquel día.
―¿Por qué?
En lugar de responderme, hace lo que acaba de decir que haría. Se separa de mí,
me levanta, me baja y me hace girar, doblándome sobre la mesa, sobre los cuadernos
abiertos.
Agarro uno de ellos, apretando y arrugando el papel, y miro hacia atrás:
―Atlas, yo―
Corta mis palabras entrando otra vez en mí. Sólo que esta vez es mucho más
profundo y se siente mucho más grande. Mi columna vertebral se arquea en respuesta
y él baja hacia mí, cubriendo mi espalda con su pecho jadeante.
―Porque no creo que debamos perder el tiempo ―dice ronco, respondiendo a mi
pregunta de antes, sus empujes cortos y rápidos otra vez―. Creo que deberíamos
volver a ello.
―¿V-volver a qué?
Me agarra el pelo con el puño, su pito sigue moviéndose dentro de mí, mientras
susurra:
―Estudiar.
―¿Qué?
―Porque quiero que saques una A la próxima vez ―gruñe, tirando de mi pelo,
estirando mi cuello. Ese estiramiento se traduce en un apretón en mi coño y él gruñe,
con su otra mano apretando mi cintura. Grito su nombre, haciéndolo gruñir otra vez,
antes de que continúe―: ¿Y sabes por qué quiero que saques una A, Penelope?
―¿Por qué?
Espera el transcurso de tres empujes. Los tres golpes que me llevan tan, tan cerca
del límite. Que me llevan justo allí donde quiero caer, donde quiero volar y no puedo
esperar.
No puedo esperar a que me empuje desde este acantilado para poder desplegar mis
alas.
Pero no lo hace.
Vuelve a los empujes lentos y perezosos mientras esa mano en mi cintura se
mueve. Manosea y aprieta mis muslos, mi culo, antes de bajar al pliegue.
Entre mi culo.
Y no es que todo lo que hace cuando llega allí, entre mis nalgas, es subir y bajar
la longitud, no. Se centra en mi agujero y lo rodea con su pulgar. Lenta y
metódicamente.
Incluso hipnóticamente.
Porque por mucho que su pulgar me asuste, no puedo evitar mojarme.
No puedo evitar jadear y girar la cabeza hacia un lado para mirarlo con los ojos
muy abiertos.
Sus labios se estiran por un lado mientras dice:
―Porque quiero esto. ―Para enfatizar lo que quiere decir, ejerce presión sobre
él, mi agujero, con su pulgar, como si quisiera entrar. Me tenso y sus labios se estiran
aún más―. Quiero entrar aquí, Penelope.
Mi canal tiene espasmos.
―¿Quieres mi c-culo?
―Joder, sí ―dice ronco, mirándome de vuelta―. Quiero tu culo. Quiero follarlo
como me estoy follando tu coño. Quiero follarlo y destrozarlo y hacer que te vengas
mientras me lo follo. Mientras lo destrozo.
Sus palabras me hacen girar la cabeza de un lado a otro sobre su hombro.
―Pero creo... creo que me va a doler.
Él gime ante mis palabras y su suave ritmo se tambalea. Pero se recupera
rápidamente y dice:
―Sí, dolerá. Dolerá mucho. Dolerá porque soy muy grande y tu agujero es muy
pequeño. Me dolerá el pito y te dolerá el culo. Pero no más de lo que puedas soportar.
No más de lo que podamos soportar.
Gimo, mi coño mojándose ante sus gráficas palabras.
―Tengo miedo.
Me besa el pelo.
―Lo sé, bebé ―Su pulgar en mi culo, empujando más fuerte―. Pero te tengo.
Ni siquiera tengo que pensar en ello después de eso.
Después de las palabras que acaba de decir.
Sé que me tiene.
Sé que me cuidará. Me cuidó cuando tuvimos sexo la primera vez, no hace mucho
tiempo, y me ha cuidado cada vez desde entonces. Y sé que también tendrá cuidado con
esto. Así que es una respuesta fácil para mí cuando me pregunta:
―¿Lo harás, Penelope? ¿Serás una buena chica y te concentrarás y estudiarás
mucho?
―Sí.
―¿Sí? ¿Sacarás una A para que pueda follarte el culo?
―Dios, sí.
Haré cualquier cosa. Cualquier cosa ahora mismo. Lo que él quiera que haga. Y
así, cuando me dice que me concentre en el cuaderno que tengo al lado, lo hago. Cuando
me dice que lea el párrafo en voz alta, también lo hago. Leo las ecuaciones, las
soluciones, los diagramas, todo.
Y cuando me dice que me venga, también lo hago.
Es así de fácil con él.
Tan fácil.
Nunca pensé que las cosas serían fáciles para una chica como yo. Incluso antes
de ser diagnosticada, sabía que era diferente. Era una extraña.
Quiero decir, todavía lo soy. Para mis otros compañeros de clase, para mis padres
que no están contentos con que salga con un chico. Piensan que me va a desconcentrar
de mis estudios cuando apenas estoy logrando las cosas.
Pero no me importa.
Atlas me hace sentir apreciada.
Atesorada.
Con él, pertenezco.
Especialmente cuando me baña de besos en el pelo, en el costado de la cara.
Cuando me da la vuelta y me pone otra vez sobre la mesa. Y esta vez, cuando paso mis
dedos por sus bíceps, susurro:
―Me encanta lo fuerte que eres. Eso es lo que quería decir.
Acomodándose entre mis muslos, hunde sus dedos en mi pelo y me mira.
―¿Qué?
Sigo acariciando sus brazos; resulta que los ha construido y esculpido en el
gimnasio. Cuando no está pasando su tiempo conmigo o estudiando, está en el
gimnasio. Dice que le ayuda a concentrarse.
―Antes ―explico―. Cuando me cargaste y me pusiste sobre la mesa.
Tararea, sus labios rozan los míos.
―Me encanta cuando me cargas ―digo―. Me encantó aquel primer día.
―Y ni siquiera sabías mi nombre ―gruñe, sus dedos cada vez más apretados en
mi pelo.
Me muerdo el labio.
Todavía se irrita por eso. Que no me acordara de su nombre. Que después, cuando
le pedí que me diera clases particulares, nunca lo llamara por su nombre.
―Lo sabía ―le digo como siempre le digo―. También sabía tu nombre aquel día.
En el aula. Sólo estaba...
―¿Sólo qué?
―Demasiado tímida para decirlo ―susurro, sonrojada.
Lo cual es ridículo considerando lo que acabamos de hacer. Lo que acabo de
aceptar.
Empuña mi pelo y tira de mi cabeza hacia atrás. Mi canal tiene espasmos con las
réplicas de mi orgasmo.
―Dilo entonces.
―Atlas ―susurro y luego, porque soy idiota, tal vez, añado―: Te amo.
Se pone rígido.
Oh, joder.
Joder, joder, joder.
¿Qué hice?
¿Qué coño hice?
Estúpida, estúpida chica.
Sólo hemos estado saliendo un par de meses. De hecho, incluso menos que eso.
Después del beso en la biblioteca, Atlas seguía dudando durante el siguiente par de
semanas. Él seguía pensando que no era profesional, pero yo era inflexible.
Algo que nunca pensé que sería.
Pero me estaba arriesgando. Estaba haciendo algo por mí misma por primera vez.
Así que seguí con ello hasta que cedió; sabía que quería hacerlo. Y así empezamos a
salir oficialmente.
Ahora lo he arruinado, ¿no?
Usando la palabra con A.
―No lo dije en serio ―suelto cuando todo lo que hace es mirarme fijamente con
sus preciosos ojos verdes.
Pero al oír mis palabras, esos ojos se estrechan.
―¿Qué?
―Q-quiero decir, es... ―Trago saliva, apretando las mangas de su camisa―. No
debí haber dicho eso. Yo no... Es demasiado pronto, lo sé. Sólo llevamos unas semanas
saliendo. Y sí, el sexo es bueno. Dios, el sexo es jodidamente fenomenal. Ni siquiera
sabía que el sexo podía ser tan bueno, pero... ―Paso saliva otra vez―. Entiendo que
es demasiado pronto. Además, ni siquiera sabemos qué nos depara el futuro. Bueno,
me refiero a que lo sabemos para ti. Como que terminarás en Harvard y serás un
doctor increíble. Y a mí aún me quedan como dos años más y... lo entiendo. Te juro que
no estoy siendo una reciente no-virgen despistada en este momento.
―Una reciente no-virgen despistada.
Me sonrojo más.
―Ya sabes, una chica pierde su virginidad y se emociona por ello, cree que está
enamorada y todo eso. No estoy siendo eso ahora mismo ―Aunque mis mejillas están
sonrojadas, levanto la barbilla para dar a entender que estoy decidida―. No soy eso.
Puedo controlarme.
Toda la neblina sexual ha desaparecido de su cara ahora.
Gran trabajo, Penny.
Sus rasgos se han endurecido, su mandíbula se tensa mientras repite:
―Puedes controlarte.
―Sí ―digo, prometiéndome a mí misma que lo haré―. Puedo hacerlo.
No voy a estropearlo poniéndome cursi. Aunque cada vez que tenemos sexo, todo
lo que quiero hacer es declararle mi amor.
Es inmaduro, ¿no? De niña.
Admito que tengo cero experiencia en lo que se refiere a citas y sexo, pero incluso
yo sé ―puedo sentirlo― que nuestro sexo es intenso. Demasiado intenso a veces.
Este deseo que tenemos el uno por el otro es una locura.
Es pura química.
Eso no significa que debamos empezar a gritar nuestro amor mutuo. El amor
tarda en construirse, ¿no es así?
Me mira fijamente durante unos segundos. Luego―: Tú puedes.
―Sí. Totalmente. Puedo controlarme.
Sólo que tengo cero confianza en mis habilidades para controlarme. Porque la
cosa es que soy cursi. Y soy niña, y estoy enamorada de él.
Pero hago todo lo posible por mantener la boca cerrada y una expresión neutra
mientras él sigue mirándome fijamente con ojos duros y su mandíbula no deja de
flexionarse con ira. Entonces, resopla:
―Bueno, bien. Jodidamente me alegra.
Antes de que pueda reaccionar a eso, se aleja.
Incluso se aparta de mí, caminando por la habitación, arreglándose la ropa,
pasándose los dedos por el pelo. El corazón me late en el pecho, se retuerce y late con
fuerza, y salto de la mesa y me bajo el vestido. He empezado a usar vestidos a nuestras
sesiones de tutoría; fácil acceso.
―Atlas ―Me acerco a él, que está de pie junto a la ventana―. ¿Qué pasa?
Cuando toco su espalda, sus músculos se flexionan y se da la vuelta.
―Nada. Volvamos a ello.
Presiono mi mano en su pecho.
―No, dime. ¿Qué pasa? ¿Qué di... qué dije?
Me mira, sus ojos brillan.
―Nada, aparentemente.
―Pero pensé... Te juro que no lo dije en serio. Por favor―
―Sí, jodidamente lo entendí.
Empuño su camisa.
―Entonces, ¿qué...?
―Mira, no tengo tiempo para esto, ¿de acuerdo? ―Se pasa los dedos por el pelo
otra vez―. Tengo mi propio examen. Así que terminemos con tu mierda para que yo
pueda volver a la mía.
Dios, puede ser tan idiota a veces. Incluso ahora.
Pero nunca tuve miedo de su rudeza. No entonces y definitivamente no ahora.
Apretando los dientes, digo:
―No. No hasta que me digas qué pasa.
Su pecho se mueve bajo mi puño.
―Penelope, déjame―
―No, no puedes ponerte en plan pendejo ahora. ―Hablo por encima de él, yendo
al grano―. No puedes dejarme fuera. Especialmente cuando he sido tan considerada y
madura en todo este asunto.
Sus cejas se juntan.
―Considerada.
Sí.
Mentí sobre mis sentimientos para priorizar los suyos. Aunque no se lo voy a
decir.
―Tuve un desliz, ¿okay? No estoy bien versada en las etiquetas de las citas. Cometí
un error y lo asumí. Y me disculpé. Lo menos que podrías hacer es decirme cuál es tu
problema.
―Mi problema ―casi retumba―, es que sabes manejarte.
―¿Qué?
―Puedes, ¿no? ―Ahora se inclina sobre mí, cerniéndose―. Porque
aparentemente es demasiado pronto. Porque aparentemente, sólo hemos estado
saliendo durante unas semanas. Porque aparentemente, Penelope, no has estado
prestando puta atención, ¿verdad?
Mi pecho se estrella contra el suyo mientras respiro y jadeo.
―¿Atención a qué?
Se ríe con dureza.
―A nada.
Lo miro a los ojos, verdes y tormentosos.
Y es entonces cuando me doy cuenta.
Me doy cuenta de lo que está diciendo y, oh, Dios, ahora soy una idiota. Antes no.
―No es demasiado pronto, ¿verdad?
Sus fosas nasales se ensanchan.
―No, no lo es.
Me lamo los labios.
―Llevas dos años observándome.
Su pecho se expande en un largo suspiro.
―Así es.
―Tú también me deseas desde hace el mismo tiempo.
―Sí.
―Y me lo dijiste.
Otro largo suspiro.
―Sí.
Lo hizo.
Numerosas veces.
Bueno, no con tantas palabras, pero pude deducirlo.
Unos días después de que empezáramos a salir oficialmente, le pregunté cómo
sabía dónde vivía. Y me confesó que me había seguido a casa un par de veces justo
después de que yo volviera de Heartstone. También me dijo ―después de insistir
mucho― que se fijó en mí el primer día de nuestra clase el año pasado. Por no hablar
de que me observaba en la biblioteca.
Ah, y su irritación por el hecho de que no me acordara de su nombre a pesar de
que lo hacía.
Me lo contó todo. También me lo ha mostrado todo.
Tal vez por eso todo ha sido tan fácil con él. Tal vez por eso me sentí tan segura
aquel día en sus brazos.
Tal vez por eso me enamoré de él sólo así.
Sin embargo, en mi nerviosismo, de alguna manera lo olvidé.
Olvidé que, aunque lo he deseado durante mucho tiempo, él me ha deseado durante
más tiempo aún. Y así, esta vez lo digo con toda la confianza.
―Te amo.
Emociones recorren sus rasgos, pero él permanece en silencio.
Me acerco aún más a él.
―Sé que es demasiado pronto. Sólo llevamos unas semanas saliendo. Pero no me
importa. No me importa si estoy siendo una niña o ñoña.
―O una reciente no-virgen despistada.
―Sí. No me importa nada de eso. La verdad es que creo que me gusta.
―Ser despistada, querrás decir.
Sonrío.
―No. Ser una no-virgen. Nadando en todas las hormonas y la química.
―Estirando la mano, beso su mandíbula―. Y el amor.
Se estremece y forma un puño de mi pelo.
―Amor.
―Ajá.
―Más vale que esta vez lo digas en serio.
―Lo digo en serio. ―Enrollo mis brazos alrededor de su cuello―. Supongo que
todavía me asustan mis propias emociones. Y puede que me lleve mucho, mucho
tiempo superarlo. Pero sé que no debo tener miedo contigo.
Sus dedos se flexionan en mi pelo.
―No tienes que.
―Tú cuidarás de mí.
―Joder, sí, lo haré.
―¿Incluso si estás en Harvard? ―pregunto, sin poder evitarlo.
Está claro que he pensado mucho en esto, en él yéndose y yo quedándome atrás.
Su otro brazo se desliza alrededor de mi cintura y me aprieta contra él.
―Sí, desde Harvard. ―Me aprieta―. He esperado mucho tiempo, ¿entiendes?
Mucho puto tiempo, Penelope. Nunca pensé que estaría aquí. Que estarías aquí.
Conmigo. Nunca pensé que llegaría a tocarte, a besarte. Estar contigo. Cuidar de ti.
―Eso es porque eres demasiado noble.
Lo es.
Quiero decir, ¿a quién le importa si es mi MA? Definitivamente a mí no.
Se ríe suavemente.
―Sí, pero también soy un pendejo cuando quiero.
Yo también me río.
―Bien. Me alegro de que lo seas.
―Así que no te voy a dejar ir ―dice, con la voz baja y la mirada intensa―. No
voy a dejar que te alejes de mí, ni que huyas, ni que imagines escenarios jodidos sobre
el futuro o sobre que es demasiado pronto. Nada es demasiado pronto, ¿verdad? No
entre tú y yo.
Me arden los ojos.
―Okay.
―Eres mía. Y yo soy tuyo. Y ya es hora de que te des cuenta de que eso va a seguir
siendo así.
―Okay.
Otro apretón de su brazo, pero sólo más fuerte que antes.
―Así que más vale que lo digas en serio cuando digas que me amas.
―Te amo ―digo al pie de sus palabras, sin pensarlo, sin vacilación o miedo.
Él puede leerlo todo en mi cara porque su cuerpo se relaja y sus partes en un
suspiro.
―Bien. Porque yo también jodidamente te amo.
Y entonces nos atacamos al mismo tiempo y sellamos nuestro amor con un beso.
No estoy segura de lo que va a pasar en el futuro. Cuando se vaya a la escuela de
medicina y cuando estemos a kilómetros y kilómetros de distancia. Pero sé una cosa:
que me mantendrá a salvo.
Que podré sentir sus brazos alrededor de mí como lo hago ahora.
Porque él es mío y yo soy suya.
Mi chico de reacción química.
Atlas.
Chemical Romance (Heartstone #3.5) by Saffron A. Kent | Goodreads

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