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Capítulo 13 Annabeth intenta volver a nado Por fin había encontrado algo en lo que era bueno

de verdad. El Vengador de la Reina Ana respondía a todas mis órdenes. Yo sabía qué cabos
tensar, qué velas izar y en qué dirección navegar. Avanzábamos entre las olas a unos diez
nudos, según calculé. Y lo bueno es que incluso comprendía qué velocidad era ésa. Para un
barco de vela, bastante rápido. Todo parecía perfecto: el viento a favor, las olas rompiendo
contra la proa… Pero ahora que nos encontrábamos fuera de peligro, sólo conseguía pensar en
lo mucho que echaba de menos a Tyson y en la inquietante situación de Grover. Tampoco
conseguía quitarme de la cabeza mi estúpida manera de complicar las cosas en la isla de Circe.
De no ser por Annabeth, todavía sería un pequeño roedor agazapado en aquella jaula junto a
un puñado de piratas peludos. Pensé en lo que Circe me había dicho: «¿Lo ves, Percy? Has
liberado tu verdadero ser.» Aún me sentía cambiado. No sólo porque tenía un repentino deseo
de comer lechuga, sino que, además, me notaba asustadizo, como si el instinto de un animalito
despavorido formase ahora parte de mí. O quizá siempre había estado allí. Aquello era lo que
me preocupaba de verdad. Navegamos toda la noche. Annabeth intentó echarme una mano
en el puesto de mando, pero navegar no era lo suyo. Tras unas cuantas horas de balanceo, su
cara se puso de color guacamole y bajó a tumbarse en una hamaca. Yo observaba el horizonte.
Divisé monstruos más de una vez. Vi un penacho de agua tan alto como un rascacielos
elevándose a la luz de la luna. Luego una hilera de púas verdes se deslizó entre las olas: un
reptil, o algo así, de unos treinta metros de largo. No tenía muchas ganas de averiguarlo.
También llegué a ver nereidas, los brillantes espíritus femeninos del agua. Les hice señas, pero
desaparecieron en las profundidades, dejándome con la duda de si me habían visto o no. Poco
después de medianoche, Annabeth subió a cubierta. Precisamente en aquel momento
pasábamos junto a una isla con un volcán humeante. El agua en torno a la orilla burbujeaba y
despedía vapor. —Una de las fraguas de Hefesto —dijo Annabeth—. Donde construye sus
monstruos de metal. —¿Como los toros de bronce? Ella asintió. —Da un rodeo. Y ponte a una
buena distancia. No necesité que me lo repitiera. Nos alejamos de la isla y muy pronto no fue
más que un borrón de neblina roja a popa. Miré a Annabeth. —El motivo de que odies tanto a
los cíclopes… o sea, la historia de cómo murió Thalia de verdad… Cuéntame, ¿qué ocurrió?
Apenas veía su expresión en la oscuridad. —Está bien. Tal vez tengas derecho a saberlo —dijo
por fin—. Aquella noche, mientras Grover nos llevaba al campamento, se confundió y tomó
varios desvíos equivocados. ¿Recuerdas que te lo contó una vez? Asentí. —Bueno, pues el peor
de esos desvíos nos llevó a la guarida de un cíclope en Brooklyn. —¿Cíclopes en Brooklyn? —
pregunté. —No podrías creer la cantidad de cíclopes que hay, pero ésa no es la cuestión. Aquel
cíclope nos tendió una trampa; logró que nos separásemos en el laberinto de pasillos de una
vieja casa de la zona de Flatbush. Además, era capaz de imitar la voz de cualquiera, Percy. Igual
que Tyson a bordo del Princesa Andrómeda. Uno a uno, nos hizo caer en la trampa. Thalia
creyó que corría a salvar a Luke

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