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dogmatismo
UNA APROXIMACIÓN A LA
FILOSOFÍA DE KANT
Cuidado de edición
Sandra Oceja
Diseño
Jorge Lépez Vela
Ilustración de portada
Ernesto Guevara
Formación y preprensa
Alejandro Quiroz
Impresión
Manuel Mandujano
Cuauhtémoc Huerta
Agradecimientos 7
Introducción 9
Experiencia y tiempo 63
1. Tiempo y movimiento 67
2. La noción trascendental del tiempo 81
3. Espacio y tiempo 91
Bibliografía 299
Agradecimientos
7
Introducción
9
Este libro surge de las notas escritas durante la preparación de ese
curso. Con el paso de los años sistematicé algunos de esos apuntes para
entregarlos a los estudiantes como instrumentos de trabajo. Sigo conside-
rando que la pretensión de aportar alguna novedad sobre el tema repre-
senta un síntoma de ingenuidad, o ignorancia. A pesar de ello, lo que en
la actualidad me mueve a publicar este texto, faltando a mi promesa, es
suponer que se trata de una manera de aproximarse a esta filosofía; que
quizá tenga cierta utilidad, ya que la dinámica didáctica de la clase me
impuso el compromiso de cumplir con dos exigencias difíciles de conju-
gar: claridad y hacer patente la complejidad de los temas que en ella se
abordan. Es evidente que juzgar sobre si he cumplido con el objetivo, o
si he caído en la ingenuidad que yo mismo he cuestionado, corresponde a
sus posibles lectores. Por lo pronto, voy a exponer algunos supuestos que
subyacen a mi interpretación para facilitar la lectura de estas notas.
En primer lugar he tratado de evitar dos errores que he visto con
bastante frecuencia, especialmente en el medio académico, que es al
que pertenezco. El primero consiste en transformar a Kant en un monu-
mento de bronce y, con ello, convertirse en una especie de representante
de su sistema, que tiene la obligación de defenderlo de toda crítica. Es
la actitud de quienes podemos calificar como sus “fans”. En contraste,
me parece que el mejor homenaje que podemos hacer a sus aportaciones
consiste en seguir al pie de la letra su consigna de superar la culpable in-
capacidad de no pensar por cuenta propia. La segunda confusión provie-
ne de aquellos que consideran posible cuestionar su posición, pero sin
realizar el enorme esfuerzo de adentrarse a su sistema bajo el imperativo
hermenéutico de buscar su mejor versión. Un ejemplo caricaturesco de
este desatino se encuentra en aquellos que, siguiendo a Friedrich Hegel,
sostienen que la posición kantiana es formalista y que ello es suficien-
te para considerarla “superada”. Sería necesario recordar que el propio
Hegel sostenía que desde fuera todo es criticable pero al mismo tiempo
nada es criticable.
10
Para eludir esos errores creo que me ha servido ver a Kant como
un filósofo “entre dos aguas” que marca ante todo un punto de parti-
da. Por un lado su Revolución Copernicana abre diversos senderos que
conducen a la filosofía contemporánea. Sin embargo, por el otro lado,
permanece atrapado en algunos de los supuestos de lo que se ha llama-
do filosofía de la conciencia; esto es, aquella posición hegemónica en
el periodo que va de Nicolás de Cusa a David Hume. Me parece que
esta posición intermedia es la fuente de gran parte de las dificultades
y oscuridades con las cuales nos topamos en su lectura. Para mitigar el
desagrado que provocan estos obstáculos, he tratado de resaltar el placer
que produce contemplar la labor de un pensador que se esfuerza en abrir
nuevas perspectivas, aunque no siempre lo logre. Sobre esto considero
correctas las observaciones de Johann Georg Hamman y Johann Gott-
fried Herder respecto a que no abordar de manera explícita y amplia el
tema del lenguaje, le impide a Kant adquirir los recursos para expresar
de una manera más clara la novedad de su pensamiento. Por ejemplo,
esa ausencia da cuenta de la oscuridad en que permanece el estatus de
las condiciones transcendentales de la experiencia.
En ese sentido, la recomendación que me hizo el profesor Friedrich
Kambartel, de leer el libro escrito por Erik Stenius (1997) sobre el Trac-
tatus de Ludwig Wittgenstein, ha sido fundamental para el desarrollo de
mi interpretación. En el último capítulo se hace una comparación entre
Kant y Wittgenstein, bajo la tesis de que el análisis lógico del lenguaje
del Tractatus puede verse como una forma de deducción trascendental,
en la que se buscan los elementos a priori de los lenguajes significati-
vos.1 Aunque considero que la posición kantiana se encuentra más cer-
ca de las Investigaciones filosóficas (el lenguaje no pinta el mundo, lo
crea), la tesis de Stenius me ha servido para leer a Kant como un filósofo
1
Consultar bibliografía. Recientemente me he encontrado otra interpretación
del Tractatus, desde una perspectiva kantiana, escrita por Michael Morris:
Wittgenstein and the Tractatus, London, Routledge, 2008.
11
vivo, ya que lo transforma en un importante interlocutor de muchos
problemas de la filosofía actual. Por otra parte, la mencionada tesis tam-
bién me ha servido para sacar un mayor provecho a dos interpretaciones
clásicas: las realizadas por Martin Heidegger y Ernst Cassirer.
El resultado de todo ello es una interpretación que he denominado,
si utilizo un término de la metodología histórica, presentista. Esta es útil
porque no pierde de vista el contexto particular en que se desarrolla su
argumentación (la polémica entre racionalistas y empiristas) y acentúa
la lectura desde el presente filosófico. Sin duda se trata de una estrategia
llena de riesgos; sin embargo, lejos de desmotivarme se ha convertido
en un atractivo porque propicia un acercamiento polémico. Soy de la
opinión de que el deber del profesor de filosofía no se limita a transmitir
la información de los grandes sistemas filosóficos, sino que se trata ante
todo de utilizarlos como recursos en la compleja y difícil tarea de propi-
ciar la adquisición de la habilidad de reflexionar de manera autónoma.
El efecto más visible de la estrategia presentista se puede apreciar en
el capítulo sobre el tema de la conciencia. Existe un amplio acuerdo res-
pecto a que Kant nos ofrece una crítica a la concepción tradicional, en la
cual, como dirá más tarde Gilbert Ryle (2000), se pone en tela de juicio
la creencia en el fantasma dentro de la máquina (la sustancia pensante).
Sin embargo, ese acuerdo desaparece cuando se trata de establecer la
alternativa que propone la filosofía kantiana. Esto ha dado lugar a una
amplia polémica. Por mi parte, he optado por no adentrarme en ella,
y he asumido que no existe esa alternativa por la razón que señalaron
Hamman y Herder. Por eso, he preferido esbozar, a partir de Kant, un
camino que nos conduce al surgimiento y consolidación de la noción
de intersubjetividad, con la cual es posible desarrollar una caracteriza-
ción no sustancialista de la conciencia. Para ello he revisado, de manera
breve, la posición de tres de sus sucesores: Johann G. Fichte, Friedrich
Hegel y Martin Heidegger. Este camino nos deja en el umbral de las
filosofías recientes de la mente y el lenguaje.
12
La perspectiva que se obtiene mediante el uso de la estrategia pre-
sentista me ha permitido también una mejor comprensión de la noción
central de juicio sintético a priori. Sin embargo, esto se debe a una
razón distinta a la del caso anterior: si ante el problema de la caracteriza-
ción de la conciencia, las críticas destacan una ausencia en la reflexión
kantiana, frente a la caracterización de los juicios sintéticos a priori, lo
que percibo, en gran parte de las críticas, es una confusión importante.
Como acertadamente advierte Willard V. O. Quine en su famoso artí-
culo “Dos dogmas del empirismo” (2002), los orígenes de la distinción
entre lo analítico y lo sintético se encuentran en la ontología aristotélica,
en donde se asume que es posible diferenciar con cierta nitidez entre lo
esencial y lo contingente de los objetos. El objetivo de Quine es hacer
patente, en contra de ese tradicional supuesto, que esa diferenciación
no se sustenta en un criterio claro, con lo cual se cuestiona de manera
radical la añeja metafísica sustancialista.
Resulta asombroso que Quine no percibiera que el objetivo de
Kant es sustentar que la distinción entre lo analítico y lo sintético
no se fundamenta ontológicamente (en la manera en que las cosas
son), sino en la manera que tenemos de hablar de los objetos. El
giro antidogmático de la reflexión kantiana consiste en destacar
que no está justificado considerar que existe o que puede llegar a
existir una relación isomorfa entre la estructura del lenguaje y la
estructura del mundo, y esto lo aproxima a lo que serán las críti-
cas que realiza Quine. Según este último no es posible hacer una
distinción nítida entre el componente fáctico y el lingüístico; por
su parte, Kant sostiene que, si bien esta distinción no aparece de
manera inmediata, un análisis cuidadoso del papel que juega la
cópula en los juicios nos permite acceder a esa información. En lo
que coinciden ambos autores de manera más amplia es en el ataque
al segundo dogma: la noción de que existen significados ideales
que reflejan las cosas en sí mismas. Los dos asumen que vemos el
13
mundo a través del lenguaje y que este no actúa de manera pasiva,
a la manera de un espejo.2
Ahora bien, la estrategia presentista de ninguna manera implica ha-
cer a un lado la relación de Kant con los filósofos anteriores a él; por
el contrario, se trata de ver esos vínculos desde otro ángulo. De hecho,
debo confesar que no llegué a una comprensión satisfactoria de la “Es-
tética trascendental” hasta que no leí con cierto cuidado el libro cuarto
de la Física de Aristóteles: en contra de sus presupuestos ontológicos se
plantea, en este último texto, que la única manera de superar las para-
dojas que aparecen (cuando se trata de determinar el tiempo) es asumir
que el tiempo no remite a una sustancia ni atributo, tampoco a una re-
lación entre las cosas en sí mismas, sino a la relación entre un mundo
en constante cambio y la conciencia, la cual establece un parámetro fijo
(el ahora), externo al movimiento, que hace posible medirlo y, a partir
de ello, incluso otorgarle un sentido cualitativo: el tiempo es número del
movimiento según el antes y después.3
Una vez que Aristóteles llega a esta conclusión reitera que el ser del
tiempo le sigue pareciendo extraño. Esto se debe a dos razones: 1) Él ha
dicho que el sentido básico del ser es el de sustancia, pero en la conclu-
sión de su argumentación se advierte que la realidad de la temporalidad
no implica ninguna sustancia. 2) Al sostener que es la conciencia la
que establece el parámetro fijo (el ahora), para mediar el movimiento,
parecería que dicha conclusión no puede explicar los juicios objetivos
de la ciencia sobre el tiempo, es decir, que lo hemos convertido en un
fenómeno subjetivo. Por eso, en un segundo momento, Aristóteles se
2
La explicación de esta aproximación entre Kant y Quine, que puede resultar
asombrosa o extraña para muchos, se encuentra a lo largo del primer capítu-
lo, especialmente en su tercer apartado.
3
Hegel sintetiza dicha caracterización cuando sostiene que el tiempo es
devenir intuido. Véase Enciclopedia de las ciencias filosóficas [1830], 2017,
España, Abada Editores, parágrafo 258.
14
dedica a buscar algo en el universo que se encuentre fijo; por ejemplo,
las estrellas del séptimo cielo. Esto daría un criterio de objetividad a los
juicios sobre el tiempo y permitiría recuperar el aspecto sustancial, lo
que daría la prioridad ontológica a lo constante sobre lo variable. Esta
es la estrategia que se mantiene, con variaciones en el contenido, hasta
Isaac Newton.
En contraste con esa amplia tradición, Kant propone que podemos
conservar la caracterización del tiempo como una relación entre la con-
ciencia y la realidad en continuo movimiento, sin negar la objetividad
de los juicios científicos, si advertimos que esa objetividad no consiste
en la descripción de las cosas como son en sí mismas, sino en las reglas
que utilizamos en esas descripciones. Hume ya advertía que la caracte-
rización de algo como convencional no quiere decir que sea arbitrario.
La institución del reloj es una convención y, como tal, las escalas que
utilizamos para medir el movimiento, así como los significados cuali-
tativos que asociamos a aquel, pueden variar. Pero lo necesario se halla
en la relación entre el movimiento, al que se encuentra sometido todo en
el mundo, y la presencia de un parámetro fijo que establece la concien-
cia. Alguien puede afirmar que la película duró mucho; es un juicio de
percepción, es decir, subjetivo. Sin embargo, esa misma persona puede
decir que la película duró tres horas: con esto emite un juicio de expe-
riencia, cuya objetividad proviene de la institución del reloj. Al igual
que en la teoría de la relatividad, en la propuesta kantiana lo que se nie-
ga es la existencia de un parámetro de medición absoluto, esto es, de un
parámetro ajeno o independiente a los marcos de referencia establecidos
por los sujetos.
Con gran agudeza Heidegger destaca que Kant, al ubicar el tiempo
como la clave para descifrar la experiencia y, por lo tanto, el proceso de
conocimiento, cuestiona radical e implícitamente la tesis que ha sido he-
gemónica en la reflexión filosófica tradicional: el sentido primordial del
ser es la sustancia. Desde la perspectiva kantiana el sentido primordial
15
del ser es “simplemente la posición de una cosa” (KrV, A 598),4 si se en-
tiende por posición el formar parte de la representación; es decir, el ser
no es un ente (objeto), sino una relación: la relación entre la conciencia
y el fenómeno (lo que aparece en la experiencia), lo cual nos remite al
uso óntico del ser (S es) y a partir de ella la relación entre el sujeto y
predicado, en donde la cópula remite a la síntesis temporal realizada por
el sujeto, esto es, el sentido lógico del término ser (S es P).
En contra de la metafísica sustancialista, Kant afirma que si bien la
categoría de sustancia (entendida como algo que es constante, perma-
nente) es un elemento indispensable para emitir juicios sobre el deve-
nir del mundo, esto no quiere decir que las sustancias existan; en otras
palabras, para Kant el único uso legítimo del término sustancia es el
uso lógico (sujeto de predicaciones), mientras que el uso ontológico
no se encuentra justificado. Por ello también sostiene que la existencia
de cualquier cosa, incluido Dios, no puede ser probado solo en térmi-
nos conceptuales, como pretende el argumento ontológico, sino que,
en todos los casos, se requiere acudir a la relación primaria entre la
conciencia y el fenómeno (la existencia no es un predicado). Tesis que
se encuentra ya en su pequeño trabajo Los sueños de un visionario ex-
plicados por los sueños de la metafísica.
Aunque la transformación de la antigua noción de ser tiene múltiples
consecuencias, en estas reflexiones me voy a centrar en el efecto anti-
4
KrV (Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1984. Existen otras
ediciones en castellano referidas en la bibliografía). Si bien he optado por la
publicación de Alfaguara, en relación con las citas de la KrV, es pertinente
aclarar que me he atrevido a precisar las traducciones de algunos términos sin
ninguna intención más que de acercarme a la forma en que los adecuamos en
México (por supuesto, siempre apegado a las convenciones internacionales).
Asimismo, en muy pocos casos, cuando lo he considerado necesario, me he
arriesgado a reemplazar el sustantivo “hombre” por el de “ser humano”, ya
que lo estimo menos excluyente. Tales cambios aparecen entre corchetes, por
lo que se podrán cotejar con las ediciónes utilizadas.
16
dogmático que esto tiene. Al describir la experiencia como una relación
dinámica, en la cual los únicos elementos constantes (incluidos los fines)
son recursos que introduce la razón para poder pensar el devenir, queda
excluido todo conocimiento absoluto. Si bien se mantiene la exigencia
de una adecuación entre el concepto y su objeto, esta adquiere el sentido
de una aspiración que sirve únicamente para orientar la reflexión.
17
¿Qué significa juicio sintético a priori?
19
cinco, añado al número 7, una a una, (según la imagen de la mano)
las unidades que previamente he reunido para formar el número 5, y
de esta forma veo surgir el número 12. (B 15-16)
20
es el resultado de una falsa concepción de lo que es la experiencia, el
conocimiento, la mente, etcétera. Dicho de otra manera, Kant sabe que
hablar de juicios sintéticos a priori solo adquiere sentido como parte de
una revolución filosófica a la que denominó Copernicana.
Pero también es ineludible admitir que Kant, en la exposición inicial
del tema, no expresa de manera clara esa conexión entre la noción de
juicio sintético a priori y la nueva forma de describir los problemas filo-
sóficos. Prueba de ello es que en los manuales de filosofía generalmente
se dice que la Revolución Copernicana consiste en cambiar el punto de
partida de la reflexión filosófica, es decir, que ya no se encuentra en el
objeto, sino en el sujeto. Esto no es preciso, pues esa transformación
se inicia con Nicolás De Cusa y se sistematiza en la filosofía de René
Descartes. Si bien Kant admite la importancia de ese cambio, al mismo
tiempo sostiene que no basta trasladar el énfasis del objeto al sujeto,
sino que es preciso cuestionar esa añeja dicotomía. Aunque partimos de
la conciencia, esta no puede ser entendida como una entidad diferencia-
da del mundo en que se encuentra. La experiencia no es el resultado de
la relación entre dos tipos de sustancias distintas, sino un proceso con-
tinuo que mantiene la unidad de lo objetivo y lo subjetivo. De hecho, la
diferenciación entre estas dos dimensiones es el resultado de un proceso
de abstracción. Lejos de seguir el sendero cartesiano, Kant condensa su
esfuerzo teórico en salir de este.
Es importante advertir desde el comienzo que, aunque Kant inicia
esa revolución, está muy lejos de llevarla a su cumplimiento porque
no logra superar plenamente los presupuestos de lo que se ha lla-
mado filosofía de la conciencia. Esta oscilación entre el pasado y el
futuro es también fuente de una gran cantidad de ambigüedades y
confusiones. Basta observar que en muchos pasajes sigue hablando
de lo interno y lo externo, como si fueran dos mundos separados,
independientes. En la KrV encontramos un apartado titulado “Re-
futación del idealismo”. Aparentemente se trata, al igual que en la
21
teoría cartesiana, de buscar un argumento que pruebe la existencia
del mundo exterior. Si hacemos caso a esta primera impresión, todo
el apartado resulta problemático porque es discutible la presencia de
un argumento que resulte convincente.
Si ubicamos ese apartado dentro del contexto argumentativo, nos
damos cuenta de que no se trata de encontrar un argumento que re-
suelva el problema, sino de hacer ver que se trata de un falso dilema,
el cual debemos disolver cambiando los presupuestos de esa filosofía
de la conciencia. El problema de la existencia del mundo exterior se
hace plausible cuando le damos prioridad o aislamos el uso teórico de
la razón; ¿cómo salimos del mundo mental para establecer un contacto
fiable con el mundo de los objetos externos, ya que los sentidos con fre-
cuencia nos engañan? Este planteamiento tradicional desaparece cuan-
do le damos prioridad al uso práctico de la razón. En primer lugar, la
certeza en la existencia del mundo exterior no es, ni puede ser, resultado
de un argumento, sino de la relación práctica que establecemos con él.
El uso teórico de la razón depende de los datos que suministra su uso
práctico. Además, debemos agregar que la existencia de cualquier cosa
no se prueba argumentativamente (la existencia no es un predicado):
es a través de la intuición, la cual no puede aislarse de la dimensión
práctica. Esto último es el punto central de su crítica a Leibniz y a todo
el racionalismo.
En segundo lugar, la mente no es una sustancia que pueda existir con
independencia del mundo. Lo que podemos decir de la mente, basados
en la experiencia, es decir, sin hacer metafísica, es que se trata de una
actividad. Esa actividad consiste en sintetizar (organizar, estructurar,
dar sentido) la pluralidad de intuiciones que aparecen en la experiencia.
“La experiencia interna es, pues, simplemente mediata y sólo es posible
a través de la experiencia externa” (B 277). Como se puede apreciar, la
intención de Kant consiste, como diría Wittgenstein, en disolver proble-
mas gracias a nuevas descripciones más adecuadas.
22
El primer paso para comprender la noción de juicios sintéticos a
priori es no perder de vista que esta solo adquiere sentido bajo nuevos
presupuestos. Cuando hablamos de juicios sintéticos a priori no esta-
mos en el nivel de la lógica formal tradicional, sino en el ámbito de una
nueva disciplina denominada lógica trascendental. No es una lógica que
pretenda rivalizar con la tradicional; se trata de un cambio de nivel, de
una especie de metalógica, o de una reflexión filosófica que busca las
condiciones que hacen posible la lógica. Mientras la lógica aristotélica
se basa en los juicios de la forma S es P, el tema de la lógica trascen-
dental es la pregunta sobre la manera en que se realiza la síntesis entre
el sujeto y el predicado (la pregunta por el ser en su sentido de cópula).
Kant encuentra en ese nivel que las categorías son distintas funciones
que le dan un sentido objetivo a la predicación.
Vale la pena destacar que si bien Kant se equivoca al decir que la
lógica ha llegado a su culminación, el nivel donde él se sitúa es, precisa-
mente, donde se desarrollará la lógica matemática. Kant y Gottlob Frege
realizan el mismo cambio de nivel, pero con dos perspectivas distintas.
Frege centra su atención en un nuevo desarrollo de la lógica; en cambio,
el tema central de Kant tiene un carácter epistemológico. En la KrV se
dice que la lógica pura (formal) hace abstracción de todas las condiciones
bajo las cuales actúa nuestro entendimiento; en contraste, la lógica tras-
cendental se pregunta por la justificación (epistemológica) de las leyes del
entendimiento. Por ejemplo, a un profesor de lógica le basta con afirmar
que el principio de identidad (A = A) es evidente; por el contrario, desde la
perspectiva kantiana no existe tal evidencia, ya que, en la medida en que
la lógica tiene un carácter normativo, ese principio es a priori, es decir, no
se justifica en la experiencia. Entonces, ¿cómo se justifica?
Ante ese campo problemático adquiere sentido la noción de juicio
sintético a priori, porque con ella se afirma que esas proposiciones tie-
nen su génesis en la experiencia (son sintéticas), pero se justifican en la
manera en que opera el entendimiento (son a priori). Aunque todavía no
23
está fundamentada esta respuesta, su atractivo inicial consiste en rom-
per con un viejo dilema de la filosofía, quizá el más viejo: al negar su
justificación empírica no nos veremos obligados a postular la existencia
de un mundo extraño en el que habitan los universales, sean descritos
como ideas (Platón) o como funciones (Leibniz, Bolzano, Frege); tam-
poco tendremos que apelar a un conocimiento innato, ni a misteriosas
formas de intuición. Para lograr que esta respuesta adquiera solidez, se
requiere transformar muchos supuestos tradicionales. Por el momento,
mi objetivo simplemente es ubicar la problemática en su nuevo contexto.
24
último representa la primera verdad de razón, de la que se derivan to-
das las demás. Como indica el propio Leibniz la justificación de este
tipo de verdades no requiere acudir a la experiencia, sino a un análisis
conceptual; es decir, son analíticas y, por lo tanto, a priori. El ejemplo
paradigmático son las matemáticas.
En contraste con lo anterior, las verdades de hecho son sintéticas: el
predicado no está contenido, desde el punto de vista de un análisis finito
(el único que podemos realizar los seres humanos), en el sujeto. Su jus-
tificación se encuentra en la experiencia, por lo tanto, son a posteriori,
y como tales no son necesarias.6 Estas verdades se fundamentan en el
principio de razón suficiente, cuya formulación habitual es “nada hay
sin razón” (Nihil est sine ratione). Existe una primera interpretación de
este principio, que podemos calificar como débil, según la cual todo lo
que sucede tiene una causa (no hay milagros) y el conocimiento consiste
en buscarla.
En apariencia, con la distinción entre estos dos tipos de verdades
(con sus respectivos principios), Leibniz asume la diferenciación entre
validez lógica (ausencia de contradicción) y verdad empírica. Sin em-
bargo, digo que se trata de una apariencia porque todo su esfuerzo teóri-
co se dirige a superar dicha diferenciación y a reducir los dos principios
a uno solo. En efecto, conforme avanzamos en la lectura de los textos de
este filosofo advertimos que él no se conforma con la interpretación dé-
bil del principio de razón suficiente, sino que apela a una interpretación
fuerte, según la cual todo lo que sucede no solo tiene una causa, sino que
sucede de manera necesaria (negación de la contingencia). Esto lo lleva
6
“La validez de la observación no va más allá de la realidad misma de los he-
chos. No nos ofrece, por tanto, más que una agrupación de casos concretos,
de cuya acumulación, por muy grande y extensa que ésta sea, no podremos
nunca derivar una regla necesaria”. Ernst Cassirer, El problema del conoci-
miento en la filosofía y en las ciencias modernas, vol. ii, libro 4, capítulo 2,
México, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 71.
25
a concluir que las verdades de hecho son, en realidad, también verdades
de razón y, como tales, son necesarias. Si la lógica nos dice que todo
enunciado analítico es verdadero, Leibniz agrega que todo enunciado
verdadero es analítico. Tesis que representa el núcleo de su filosofía. La
interpretación fuerte del principio de razón suficiente se expresa de la
siguiente manera: “Todo predicado está contenido fundamentalmente
en su sujeto; todo tiene una razón (Grund) y, en esa medida, esta funda-
mentado (begründet)”.7
Expliquemos esto mediante ejemplos. La proposición “César cruzó
el Rubicón” denota un suceso histórico, un hecho particular y contin-
gente. Sin embargo, Leibniz sostiene que si tuviéramos una capacidad
de análisis infinito de los atributos de César, esto es, que era un arribista
muy ambicioso, el cual se había distinguido por su astucia, audacia,
capacidad de sorprender, etcétera, nos daríamos cuenta de que César,
necesariamente, tenía que cruzar el Rubicón. En el caso de la narración
mítica del Génesis, de la doctrina cristiana, el pecado de Adán y Eva
aparece como un acontecimiento contingente, propiciado por un factor
externo (la serpiente de la tentación). Aquí no se necesita un proceso
de análisis infinito, basta con advertir que los seres humanos, gracias al
lenguaje, tienen la capacidad de actuar por la representación de la ley y,
con ello, adquieren la capacidad de transgredirla. La noción de pecado
original no significa un delito de nuestros míticos ancestros que debe ser
pagado por todos sus descendientes. Lo que se plantea es que el fenóme-
no del pecado es lo que nos humaniza. Desde este punto de vista, Adán
y Eva tenían necesariamente que probar el fruto del árbol del conoci-
miento. El pecado (mal moral) es parte de la armonía preestablecida. El
propio Leibniz ofrece otro ejemplo:
7
La formulación la tomo del texto de Otto Saame, El principio de razón en
Leibniz, Barcelona, Laia, 1987, p. 44.
26
Ahora bien, ¿qué contradicción habría en que Spinoza hubiera muerto
en Leyden? ¿La naturaleza habría sido menos perfecta, menos sabia
y menos poderosa? […] Es cierto que no habría contradicción en la
suposición de que Spinoza hubiera muerto en Leyden y no en la Haya;
no habría nada tan posible: la cosa era, pues, indiferente respecto del
poder de Dios. Pero no hay que imaginarse que algún suceso, por
pequeño que sea, pueda ser concebido como indiferente respecto a
su sabiduría y a su bondad. Jesucristo ha dicho divinamente bien que
todo está contado, hasta los cabellos de nuestra cabeza.8
8
Gottfried Leibniz, Ensayos, § 64. Sobre este tema consulta el libro de Martin
Heidegger, Principios metafísicos de la lógica, Madrid, Síntesis, 2009: “La
noción completa o perfecta de sustancia singular envuelve todos sus predi-
cados pasados, presentes y futuros” (Gottfried Leibniz, Primae veritates;
Cout. 520), citado por Martin Heidegger, p. 85.
27
adquiere un carácter cualitativo porque el conocimiento empírico no
puede ir más allá de la confusa multiplicidad de los hechos y, por ello,
de él no se puede derivar una regla necesaria. Las funciones que hacen
posible la unificación y organización de la diversidad de datos empíri-
cos es un conocimiento innato.
9
Gottfried Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento, Madrid, Edicio-
nes Akal, 2016, i, 1, § 4. Revisar la polémica Locke-Leibniz en torno a las
ideas innatas nos otorga importantes recursos para comprender la argumen-
tación de Kant en la KrV.
10
“Y como la razón común a estas verdades particulares se encuentra en el
espíritu de todos los [seres humanos], queda claro que es necesario que las
28
En contra de esta posición racionalista, Christian August Crusius
sostenía que quienes buscan el criterio de verdad solamente en su coin-
cidencia interna, esto es, en su coherencia, acaban perdiendo de vista
todo el contenido material del ser, pues se centran exclusivamente en
las relaciones conceptuales. Por eso agrega que el conocimiento empí-
rico no es solo el elemento que posibilita actualizar las funciones que
se encuentran a priori, de manera virtual, en el entendimiento, sino que
la experiencia aporta un elemento indispensable: empezando por el co-
nocimiento de la existencia. Kant retoma esta tesis y la utiliza contra
uno de los pilares de la tradición racionalista: la prueba ontológica de
la existencia de Dios, a la cual denomina argumento cartesiano, aunque
sabemos que proviene de San Anselmo. Existen diversas formulaciones
de este argumento, pero utilizo la más simple:
a) Dios es perfecto.
b) La perfección implica la existencia.
c) Por tanto, Dios es (existe).
29
que en la conclusión tiene un sentido existencial; es decir, denota una
entidad situada en la experiencia. Dicho de otra manera, no podemos
transitar de juicios con la forma S es P a un juicio de la forma S es. La
existencia no es ningún atributo o determinación de las cosas (como
se dice en la actualidad: “La existencia no es un predicado”). Al ser
cuestionada la validez del argumento ontológico, el racionalismo queda
sin el elemento que sustenta la creencia en la supuesta coordinación o
adecuación entre la estructura lógica y la realidad, a saber: Dios. Decir
que el lenguaje y los hechos comparten una forma lógica se convierte en
un dogma. Como dirá más tarde Friedrich Nietzsche, creemos en Dios,
porque creemos en la gramática; esto es, asumimos de manera injusti-
ficada que las relaciones gramaticales representan o coinciden con las
relaciones entre los hechos.
Contrario a Leibniz, Kant afirma que la distinción entre sensibilidad
y entendimiento es, ante todo, cualitativa porque la sensibilidad aporta
un elemento esencial al conocimiento, el cual es irreductible a concep-
tos. A través de la sensibilidad no solo conocemos la existencia de algo
sino también un sistema de relaciones espacio-temporales. El famoso
ejemplo de la diferencia entre el guante izquierdo y el derecho apunta a
ese aspecto del conocimiento que trasciende a la dimensión conceptual.
Ahora bien, aunque Kant está interesado en resaltar la diferencia entre
sensibilidad y entendimiento, pues se trata de una pieza fundamental de
su crítica al racionalismo, al mismo tiempo, de manera continua subra-
ya su unidad. Esa diferenciación tiene un carácter analítico, abstracto,
pero empíricamente son dos funciones unificadas. En la intuición ya
se encuentra actuando el entendimiento, lo cual significa que siempre
percibimos el mundo a través del lenguaje. El lenguaje no son unos an-
teojos que podamos quitarnos para intuir las cosas en sí mismas. Buscar
datos sensibles libres de conceptos o de teoría es un error surgido de
confundir una distinción analítica con una diferencia real.
30
El mérito de la interpretación de Heidegger consiste en destacar que
la imaginación, esa desconocida raíz común, mantiene la unidad entre
sensibilidad y entendimiento. La imaginación es la mediación entre am-
bos. Aquí se entiende mediación como una actividad que crea y mantie-
ne su unidad, no como un punto medio externo a los extremos. La tesis
epistemológica asociada a la noción de juicios sintéticos a priori es que
todo conocimiento implica necesariamente esa unidad mediada entre
sensibilidad y entendimiento.
Armado con esta tesis, Kant dirige su ataque al bastión más fuerte de
la posición racionalista: el conocimiento matemático. Para evitar con-
fusiones lo primero que debemos destacar es que Kant no niega la auto-
nomía del conocimiento matemático, es decir, que sus enunciados no se
justifican mediante la intuición, sino únicamente a través de otros enun-
ciados matemáticos: “Las matemáticas ofrecen el más brillante ejem-
plo de una razón que consigue ampliarse por sí misma, sin ayuda de la
11
“La filosofía de Leibniz y Wolf ha introducido, pues, un punto de vista
completamente equivocado en todas las investigaciones sobre la naturaleza
y sobre el origen de nuestro conocimiento al considerar la diferencia entre
la sensibilidad y lo intelectual como puramente lógica, siendo así que es
evidentemente trascendental” (A 44). Desde la perspectiva trascendental
se observa que si bien sensibilidad y entendimiento remiten a funciones
distintas, el conocimiento implica su unificación.
31
experiencia” (A 712). De acuerdo con esto, Kant coincide con Leibniz
respecto a que, desde el punto de vista de la lógica formal, los enuncia-
dos matemáticos son analíticos. Sin embargo, desde la perspectiva de la
lógica trascendental, es el único ámbito donde tiene sentido hablar de
juicios sintéticos a priori. Es importante destacar que las matemáticas
son un conocimiento porque en ellas también existe una referencia a la
experiencia, es decir, en ellas también se cumple la exigencia epistemo-
lógica de establecer un vínculo entre sensibilidad y entendimiento.
Así, pues, aun siendo posibles a priori, todos los conceptos, y con
ellos todos los principios, se refieren a intuiciones empíricas, es de-
cir, a datos de una experiencia posible. De no ser así, carecen de
toda validez objetiva y se reducen a un juego de la imaginación o del
entendimiento con sus respectivas representaciones. Por ejemplo,
tomemos simplemente los conceptos de las matemáticas comenzan-
do por sus intuiciones puras: el espacio tiene tres dimensiones, entre
dos puntos sólo puede haber una recta, etc. Aunque todos estos prin-
cipios y la representación del objeto del que esa ciencia se ocupa se
producen enteramente a priori en [la mente], nada significarían si
no pudiéramos mostrar su significación en los fenómenos (objetos
empíricos). El concepto aislado tiene que ser, pues, convertido en
sensible, es decir, ha de serle presentado en la intuición el objeto co-
rrespondiente, ya que, de faltar este requisito, el concepto quedaría
privado de sentido (según se dice), esto es, privado de significación.
(A 239, B 298)
32
geometría a la intuición del espacio. Por lo tanto, si bien el conocimiento
matemático es a priori, esto es, se justifica en la propia razón (sin acudir
a la experiencia), al mismo tiempo se origina en la intuición y, por ello,
puede ser aplicado al conocimiento empírico. El razonamiento matemá-
tico puede caer en un vértigo dialéctico, y tratar de aplicar sus conceptos
a objetos que trascienden la experiencia, como sucede en las reflexiones
de Nicolás de Cusa sobre Dios y su existencia, pero en este caso no hay
conocimiento en sentido estricto, porque este último implica necesaria-
mente una coordinación entre sensibilidad y entendimiento.
La tesis respecto a que el conocimiento matemático, aunque se jus-
tifica racionalmente (a priori), tiene su génesis en el aspecto formal de
la intuición (sintético), Kant la pretende justificar mediante ese curioso
constructivismo que se aprecia en el citado texto, en el cual aparece el
ejemplo de 7 + 5 = 12. Como hemos dicho, esta estrategia es confusa
porque puede dar lugar a pensar que se trata de una descripción psicoló-
gica (así pensamos cuando hablamos de cantidades) o, peor aún, como
sucede con Bolzano, a pensar que los números surgen mediante una
inferencia inductiva y que, por lo tanto, en ella se encuentra también su
justificación. Para evitar este tipo de confusiones se requiere tener pre-
sente la siguiente definición: “Construir un concepto significa presentar
la intuición a priori que le corresponde” (A 713, B 742). Esto quiere
decir que el entendimiento matemático se obtiene por construcción de
los conceptos, por lo que no puede justificarse de manera empírica. Sin
embargo, se trata de conocimiento y no de mera especulación (como su-
cede con las reflexiones de Emanuel Swedenborg sobre la Jerusalén do-
rada) porque está ligado a una intuición. En este caso no es la intuición
de un objeto particular, sino de las condiciones universales y necesarias
de la experiencia (espacio y tiempo).
Esto se puede explicar de manera sencilla con los axiomas que pro-
ponen Richard Dedekind y Giuseppe Peano en sus intentos de formali-
zar la aritmética:
33
1. n es un número.
2. El sucesor de un número es un número.
3. No hay dos números que tengan el mismo sucesor.
4. n no es sucesor de ningún número.
12
Adición: 1) n’ = es sucesor de n, 2) x + 0 = 0 y 3) x + y’= (x + y).
34
tesis empirista expresada de una manera radical: “No hay duda alguna de
que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia” (B 1). La
clave para comprender el alcance de esta tesis es advertir que presupone
una nueva descripción de la experiencia, la cual no es el resultado del
encuentro entre dos entidades diferenciadas (sujeto y objeto), sino que su
punto de partida es la unión activa de ellas.13 Para ver el alcance de esa
nueva descripción se requiere adentrarnos en el segundo frente.
13
El inicio de la primera edición de la KrV es más claro respecto a esta nueva
descripción de la experiencia: “La experiencia es, sin ninguna duda, el
primer producto de nuestro entendimiento al elaborar éste la materia bruta
de las impresiones sensibles”. (A 1)
35
No podemos culpar del todo a los intérpretes que han visto en la filo-
sofía kantiana un innatismo implícito. Sin negar la ambigüedad presente
en muchos de sus textos, si queremos comprender su postura, debemos
cumplir con una exigencia hermenéutica básica; esto es, situarlos en el
contexto global de su filosofía. Cuando alguien se declara a favor de la
existencia de un conocimiento innato asume, de manera ineludible, una
concepción sustancialista de la mente. Sin embargo, Kant rechaza ta-
jantemente esa concepción compartida por los representantes del racio-
nalismo. Basta recordar su crítica a Descartes, que se encuentra en los
“Paralogismos de la razón pura” (KrV): de la evidencia “pienso, luego
existo”, no es posible concluir que soy una sustancia pensante. Lo único
que puede derivarse de manera válida es que la mente es una actividad.
De hecho, como veremos más adelante, en la argumentación kantiana
no se acepta el sentido ontológico de la noción de sustancia; para él solo
es aceptable su uso gramatical; es decir, sujeto de predicados.
Como es conocido, el programa de la tradición empirista consiste en
demostrar que todas las ideas tienen su origen en la experiencia y que
dicho análisis genético representa, al mismo tiempo, su justificación. Es
cierto que sus representantes logran cumplir gran parte de ese progra-
ma. Sin embargo, también es sabido que enfrentan enormes dificultades
ante algunos conceptos básicos. Por ejemplo, la idea de infinito, la cual
dio lugar a una de las discusiones más amplias en la filosofía moderna.
Locke afirma que la idea de infinito es el resultado de ir agregando a
una determinada magnitud de espacio o tiempo otras magnitudes: como
sucede al marino que, para medir la profundidad de las aguas por las que
su barco navega, lanza por la borda una cuerda con nudos espaciados
de manera regular. Cuando llega a alta mar, y la cuerda ya no alcanza
el fondo, nuestro marinero comienza a agregar nudos mentalmente. De
este modo, tenemos que la noción de infinito se caracteriza como una
idea representativa, aunque se admite que tiene la cualidad de vaga y
confusa. Sin embargo, más adelante, el propio Locke advierte que esta
36
descripción no da cuenta de dicho concepto en toda su amplitud, y agre-
ga la siguiente observación: “Ningún límite corpóreo —nos explica—,
ninguna pared de diamante puede retener al alma en sus progresos de la
extensión y del espacio […]. Por tanto, dondequiera que el alma se sitúe
imaginariamente, ya sea dentro del cuerpo o alejada de él, nunca podrá
descubrir un límite en la representación uniforme del espacio”.14
De acuerdo con esta observación, Kant percibe que el proceso de
agregar una magnitud a otra, ya presupone la noción de infinito; como
afirma en su “Estética trascendental” (KrV) toda magnitud determinada
(quantitas) es un límite del espacio y del tiempo únicos (quantum) y,
además, que ello remite a una actividad espontánea de la mente, basada
en la regla de la sucesión (uno más). Esto nos indica que para entender
la noción de infinito tenemos que dejar a un lado el sentido literal del
término reflexión, utilizado por Locke, como mero reflejo que da lugar
a imágenes, las cuales reproducen pasivamente lo dado. Incluso, ni si-
quiera se puede decir que la reflexión se limita a combinar y separar las
impresiones sensibles.
En este punto nos vemos obligados a recuperar el aspecto fuerte
de la tradición racionalista, el cual está vinculado con la exigencia
de matematizar el objeto de estudio, propia de la ciencia moderna,
a saber: la reflexión es creadora de un orden, y esa actividad se en-
cuentra desde la intuición. Ahora bien, para evitar el amplio pan-
tano metafísico en el que queda atascada la tradición racionalista,
se requiere suprimir el presupuesto de que ese orden, creado por la
mente, debe corresponder o adecuarse a un orden que subyace a las
cosas en sí mismas. Nada nos garantiza que existe una forma lógica,
que sea común a la gramática y a los hechos, considerados con in-
dependencia de la manera en que se los percibe.15 Para aclarar esta
14
John Locke, An Essay Concerning Human Understanding, 1689 (dated
1690), ii, 17, § 4. Citado en El problema, ii, 5, 3, p. 208.
15
Este presupuesto es la base de la metafísica aristotélica para la cual, si en
37
tesis, volvamos al tema de la caracterización de los números. Sobre
esto Locke dice:
38
relacionada, de alguna manera, a la experiencia de la pluralidad de los
entes constituyentes del mundo, pero ello, en sí mismo, no explica su
aparición. De ninguna manera la noción de unidad es una idea simple,
porque ella implica la compleja actividad de la razón.
Aunque la comprensión amplia de la definición kantiana de lo mate-
mático requiere adentrarse mucho más en la lectura de la KrV, podemos
adelantar algunos aspectos básicos de la definición del número para esta-
blecer el contraste con Locke. Kant distingue entre los conceptos empíri-
cos y las categorías. Mientras los primeros remiten a entidades que apa-
recen en la experiencia (perro, puerta, manzana, ser humano, etcétera),
las segundas no, ya que se trata de conceptos de segundo orden, es decir,
son conceptos que sirven para formar conceptos (por eso son los géneros
supremos o primeras divisiones del ser). El contenido de las categorías
remite a las funciones que hacen posible sintetizar intuiciones para acce-
der, mediante un proceso de abstracción, a los conceptos. Esto plantea de
inmediato una grave dificultad, ya que, de acuerdo a su tesis, solo puede
haber conocimiento si existe una mediación entre sensibilidad y entendi-
miento, pero en el caso de las categorías parece que esa mediación se ha
perdido o no existe. Kant describe este problema de la siguiente manera:
39
Según Kant, la mediación entre las intuiciones y los conceptos se da
a través de un tercer elemento al que denomina esquema, el cual es un
producto de la imaginación y, como tal, tiene un aspecto sensible y otro
intelectual. El esquema no es una imagen (mental), ya que esta solo es
sensible y se refiere siempre a un objeto singular; por ejemplo, tengo la
imagen de mi perro Matías; en cambio, el esquema, en tanto tiene un
aspecto intelectual, me remite a una regla que me permite distinguir un
objeto de la experiencia como perro. Dicho de otra manera, el esque-
ma reúne aquellos atributos que, de acuerdo con nuestro lenguaje, debe
reunir un objeto para ser considerado un perro. El esquema puede con-
vertirse en una imagen esquematizada: sería algo así como la imagen
de algo que tiene cabeza, tronco, cuatro patas, una cola, etcétera. Otro
ejemplo de una imagen esquematizada es aquella que encontramos en
un buen de numero de baños públicos, las cuales hacen posible distin-
guir el de damas y el de caballeros.
Si en los conceptos empíricos es relativamente sencillo encontrar
su esquema, esto no sucede con las categorías, pues, como hemos di-
cho, no remiten a nada dado en la sensación. Kant sostiene que la
mediación entre la sensibilidad y la categoría se logra agregando la
determinación trascendental del tiempo (categoría + tiempo = esque-
ma trascendental). La categoría cantidad no remite a nada que apa-
rezca en la intuición, pero si a ella le agrego tiempo, lo que tengo es
una magnitud (cantidad determinada / quantitas) que se extiende en
el tiempo. Es decir, lo que tenemos es una regla de sucesión (agregar
uno más), que es justo lo que nos dicen los axiomas de Dedekin y
Peano: 1) n es un número, 2) el sucesor de un número es otro número.
Por tanto, el número es el esquema trascendental de la categoría de
cantidad. “El esquema puro de la magnitud (quantitas), entendida
como concepto del entendimiento, es, en cambio, el número, el cual
constituye una representación que comprende la sucesiva adición de
unidades homogéneas”. (A 142)
40
A partir de la regla que contiene el esquema trascendental de la ca-
tegoría de cantidad se puede crear una imagen esquematizada que se-
ría una sucesión de puntos (…..), lo que hace que ellos se conviertan
en una representación de un número; los puntos en sí mismos no son
números. En este caso, el número cinco es la regla de sucesión (agre-
gar uno más) que introduce el entendimiento. Quizá la reconstrucción
condensada que he realizado de la definición kantiana de número pueda
resultar todavía oscura; sin embargo, en este momento, lo importante es
simplemente retener que para Kant, a diferencia de Locke, el número
no es una idea o imagen, sino que su origen se encuentra en una regla
del entendimiento (un esquema), la cual puede convertirse en una ima-
gen esquematizada. El número no es algo que se obtiene a través de la
inducción, sino mediante una construcción racional. De hecho, cuando
pensamos en números muy grandes resulta muy difícil acceder a esa
imagen esquematizada; además, con el gran desarrollo que ha experi-
mentado el conocimiento matemático, actualmente numerosas áreas de
este han perdido contacto inmediato con intuiciones o imágenes, y ello
está justificado.
Acudamos a otro ejemplo que nos permita precisar la distinción en-
tre la tradición empirista y el idealismo trascendental. Una de las pri-
meras características de la filosofía de Hume es la congruencia y ra-
dicalidad con la que asume el proyecto empirista. Cuando analiza la
importante noción de causalidad afirma que la observación únicamente
nos permite establecer la existencia de las relaciones de contigüidad y
sucesión. Pero, como él mismo admite, estas dos relaciones no agotan
el sentido de causalidad, ya que el aspecto básico de esta remite a una
conexión necesaria: “Hace falta una conexión necesaria. Y esta relación
tiene mucho más importancia que cualquiera de las dos mencionadas”.17
17
David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editorial Tecnos,
1992, p. 136, 77.
41
Desde su perspectiva la creencia en una conexión necesaria es resultado
del hábito o de la costumbre, esto es, de un proceso de inducción que se
extrapola bajo el supuesto, no justificado, de una continuidad entre el
pasado y el futuro. Porque la inducción por sí misma no posee la fuerza
lógica para asegurar la existencia de un vínculo necesario.
42
hábito o costumbre. Como podemos apreciar en el texto citado anterior-
mente (A 137-138), Kant caracteriza a la causalidad como una categoría,
la cual no puede ser intuida por los sentidos, ni hallarse contenida en los
fenómenos; no obstante, representa una regla (función) que requiere la
mente para sintetizar la diversidad empírica. La clave se encuentra en
que, como regla del entendimiento, no tiene un carácter descriptivo, sino
prescriptivo. La razón exige buscar conexiones necesarias, en esto acier-
tan los racionalistas. Pero hay que darles la razón a los empiristas cuando
sostienen que de la observación nunca podrá concluirse su existencia.
Cuando la ciencia habla de leyes, de manera implícita, afirma la
existencia de una conexión necesaria, lo que es un elemento esencial
de la explicación. No podemos comprender lo que es una explicación
si no entendemos lo que es una conexión necesaria; es decir, si redu-
cimos la causalidad a un hábito o costumbre, como sucede en la des-
cripción psicologista de Hume. Sin embargo, nunca se tiene certeza de
ello en la experiencia. Se trata de una pretensión y, como tal, tiene que
ser contrastada continuamente con los hechos. La clave de la actividad
científica consiste en someterse a las elevadas exigencias de la razón y,
al mismo tiempo, no perder de vista los límites de nuestra capacidad de
conocimiento. Como decía Theodor Adorno, debemos buscar la verdad,
sabiendo que nunca podremos alcanzar la certeza de tenerla.
Si no perdemos de vista el sentido normativo del principio de ra-
zón suficiente, es posible advertir que los análisis de Hume y de Kant
pueden ser compatibles, ya que se mueven en niveles distintos. El jui-
cio “Todo tiene una causa” es sintético a priori. Es sintético porque se
puede admitir que la génesis de la categoría de causalidad se encuentra
relacionada con las regularidades de las que nos habla Hume y, además,
porque su uso solo es admisible para aplicarlo a la experiencia. Pero, al
mismo tiempo, es a priori, ya que, como admitió Hume, la idea de una
conexión necesaria no proviene ni puede ser justificada en la experien-
cia. Kant destaca que la necesidad, inherente al concepto de causa, no se
43
sustenta solo en un hábito, sino que es una exigencia de la razón, la cual
da su sentido a la actividad de explicar, que, a su vez, es un elemento
indispensable en el proceso de constitución del orden empírico. Precisa-
mente, el cuantificador universal (todo fenómeno) indica que se refiere
a las condiciones de posibilidad de la experiencia.
De esta manera, tenemos por una parte la exigencia racional del prin-
cipio de razón suficiente y, por otra, las explicaciones que ofrecen las
ciencias empíricas, así como el uso cotidiano del término causalidad.
Aunque las segundas nunca cumplen plenamente con la exigencia de la
razón, su sentido proviene de que mantienen una referencia a ella; por
ejemplo, al decir que el asesinato de Francisco Fernando en la ciudad de
Sarajevo, del entonces Imperio austrohúngaro, fue la causa de la Primera
Guerra Mundial, estamos muy lejos de plantear una conexión necesaria
entre esos fenómenos; sería algo así como: “Siempre que se asesine a un
príncipe heredero en Sarajevo se desatará una guerra mundial”. Sin em-
bargo, tampoco se dice que entre estos dos acontecimientos existe una
simple relación de sucesión, sino que entre ellos es posible localizar una co-
nexión que abre el camino a explicar el horror que se vivió a partir de 1914.
Parecería que eso nos aproxima de nuevo a la tesis de Leibniz res-
pecto a que si tuviéramos una capacidad de análisis infinito encontra-
ríamos una conexión necesaria entre dichos acontecimientos históricos,
o sobre cualquier otra verdad de hecho. No obstante, en contra de la
posición de este representante del racionalismo, Kant destaca que no
tenemos esa capacidad y que tampoco podemos alcanzarla. Por eso, no
estamos autorizados a pasar de la exigencia lógica, de buscar una co-
nexión necesaria, al plano ontológico para decir que existe ese tipo de
conexión entre los fenómenos empíricos; por lo tanto, tampoco estamos
autorizados a negar la contingencia que experimentamos en el mundo
sublunar que habitamos. Precisamente, el objetivo central de la KrV
consiste en poner límites ante las elevadas exigencias de la razón para
evitar el adentrarnos en el vasto océano metafísico.
44
2. El juicio sintético a priori desde una perspectiva actual
45
incluso en la propia KrV. Aunque no niego el valor de esta tarea, me pa-
rece que por sí misma no nos lleva muy lejos. Considero más fructífero
relacionar los textos kantianos con el desarrollo de la concepción filo-
sófica del lenguaje para percibir lo que aportan los primeros al segundo.
A diferencia de la filosofía kantiana, la tradición empirista realiza
un análisis explícito del lenguaje. Pienso, especialmente, en dos textos
fundamentales: el Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil, de Thomas Hobbes, y Ensayo sobre el entendimien-
to humano, de John Locke. En ambos encontramos una concepción del
lenguaje muy cercana a la que describe Wittgenstein al comienzo de sus
Investigaciones filosóficas (1988):
19
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Grijalbo,
1988, i, 1, p. 17. Sobre este tema se puede consultar el libro de Ian Hacking,
¿Por qué el lenguaje importa a la filosofía?, Buenos Aires, Editorial Suda-
mericana, 1979; en especial el capítulo: “El apogeo de las ideas”.
46
puede poseer un aspecto objetivo, en tanto representa un objeto; 20 en
términos de Locke: La idea es el objeto del acto pensar. Para Hobbes
las ideas son el efecto del movimiento que ejercen los objetos sobre
nuestros sentidos, aunque Locke ofrece una descripción más compleja
de la génesis de las ideas, ya que estas también pueden provenir de la
reflexión (lo cual, como veremos más adelante es muy importante), pero
básicamente coincide con el primero respecto a que el fundamento de
todas ellas se encuentra en la experiencia.
Solo después de la descripción y clasificación de la diversidad de las
ideas, ambos se adentran en el tema del lenguaje, lo cual hace patente la
concepción que tienen de este: es un medio para retener y expresar las
ideas. Hobbes dice que el uso de las palabras consiste en transformar el
discurso mental (la sucesión de ideas que se da en nuestra mente) en un
discurso verbal (la sucesión de palabras), con el objetivo de registrar y
recordar las ideas, así como para comunicarlas. Por su parte, Locke afir-
ma que el uso de las palabras consiste en ser las señales sensibles de las
ideas. Paradójicamente, aunque ambos autores se oponen al dualismo
cartesiano, en su teoría del lenguaje lo reproducen, pues la palabra, en-
tendida como signo, tiene un aspecto mental (su significado constituido
por la idea) y un aspecto material (su significante).
De acuerdo con ello, el lenguaje cumple una función nemotécnica (re-
tener las ideas) y una función comunicativa. Pero en realidad no se expli-
ca esta segunda, ya que podemos preguntar lo siguiente: ¿cómo es posible
que cuando el emisor de un mensaje emite una palabra su idea coincida
con la del receptor? Locke admite que las palabras significan, ante todo,
las ideas de quien las usa; por eso, de inmediato plantea lo siguiente:
20
“[N]o llamo ideas simplemente a las imágenes pintadas en la fantasía... sino
a todo lo que hay en nuestro espíritu cuando concebimos una cosa”. René
Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Madrid,
Alfaguara, 1977, nota 16, p. 432 (en carta a Mersenne de 1641). Ver tam-
bién “Meditación tercera”.
47
Pero aunque las palabras, según las usan los [seres humanos], sola-
mente pueden significar propia e inmediatamente las ideas que están
en la mente de quien habla, sin embargo, hacen en su pensamiento
una secreta referencia a otras dos cosas. Primero, suponen que sus
palabras son también señales de las ideas de otros [humanos] con
quienes sostienen comunicación, porque de lo contrario, hablarían
en vano […]. En segundo lugar, porque como los [humanos] no
quieren que se piense que hablan meramente de sus imaginaciones,
sino de las cosas como realmente son, por eso suponen con frecuen-
cia que sus palabras también significan la realidad de las cosas.21
21
John Locke, Ensayo, iii, 1, §§ 4 y 5.
48
filosófica, la cual será adoptada por los representantes del idealismo ale-
mán: la prioridad del uso práctico de la razón. Esto implica tres cosas:
49
flexión. Kant diría que todos los fenómenos son el resultado del vínculo
indisoluble entre sensación y reflexión, donde ambas dimensiones tie-
nen un carácter activo, productivo. Quizá sea más preciso decir que la
sensación es activa porque se encuentra unida a la reflexión.
Expliquemos esto mediante un ejemplo cartesiano: prendo una vela,
y después de un cierto tiempo la percibo de nuevo y digo: “La vela se
consumió”. Con ello presupongo un marco espacio temporal. Pero espa-
cio y tiempo no son entes, sino el resultado de la relación entre el sujeto
y el objeto (esto lo analizaremos con detalle en el próximo capítulo).
Al mismo tiempo, dicha afirmación implica que hay algo constante (la
vela) y algo variable (sus atributos o accidentes). Dentro de la tradición
empirista se advirtió que en esta situación no tengo la intuición de nada
constante, ya que la vela se ha transformado radicalmente. ¿De dónde
proviene, entonces, esa idea? Los empiristas acuden a la actividad de
asociación y combinación de la reflexión (explicación psicologista); sin
embargo, parece que no advierten que esas actividades presuponen la
idea de unidad (cuando digo que la reflexión unifica, presupongo ya la
unidad). La respuesta de Kant es que la idea de sustancia (aquello que
es constante) es una categoría. Esto quiere decir que se trata de una exi-
gencia lógica (trascendental) que nos permite hablar sobre la realidad
cambiante de los objetos.
Pensemos por un momento que desechamos la noción de sustan-
cia; la consecuencia sería que no podríamos afirmar que “La vela se
consumió”, porque si abstraemos la actividad reflexiva, lo que tenemos
únicamente son dos estados de cosas diferentes. De acuerdo con Aristó-
teles, la categoría de sustancia tiene dos sentidos: uno lógico, es decir,
sujeto de predicaciones, y otro ontológico, el cual remite a ese supuesto
sustrato constante que da unidad al objeto (esencia o quididad). Frente a
ello, Kant afirma que el único sentido legítimo es el lógico y que de este
no es posible pasar al nivel ontológico. La distinción entre sustancia y
accidentes corresponde a la distinción gramatical entre sujeto y predi-
50
cados: a la manera en que hablamos del mundo, aunque de ello no es
posible inferir que esa es la estructura que tienen las cosas en sí mismas.
Kant se enfrenta radicalmente al dogma de que la estructura de la gra-
mática y la estructura del mundo coinciden o pueden llegar a coincidir.
Hace algunos años (1961), Stenius, en el último capítulo de su análi-
sis sobre el Tractatus de Wittgenstein, estableció una sugerente relación
entre este autor y Kant. En el siguiente texto se expresa de manera sin-
tética su tesis central:
51
lenguaje no pinta el mundo, sino que lo crea; evidentemente, no en un
sentido material, sino en el sentido de su capacidad de generar un orden
que nos hace posible pensar en él.
Hecha la aclaración, podemos retomar la propuesta de Stenius y
afirmar que los juicios sintéticos a priori se refieren a esas condicio-
nes que hacen posible la experiencia, las cuales se encuentra en el
lenguaje. Estas permiten que nuestros juicios adquieran un sentido
objetivo, ya que esas condiciones trascendentales son comunes a todo
sujeto que utiliza el lenguaje. Cuando Kant sostiene que las condicio-
nes trascendentales (espacio, tiempo y categorías) son anteriores a la
experiencia, la tesis no tiene un sentido temporal, sino lógico. Desde
un punto de vista genético tales condiciones, como el lenguaje en ge-
neral, son productos de la actividad humana. Por lo tanto, tienen un
carácter sintético por su origen y su aplicación (su uso legítimo es al
interior de la experiencia). Pero, al mismo tiempo, son a priori porque
se justifican en la razón, esto es, en la manera en que compartimos
los seres humanos el hablar sobre el mundo. Cuando decimos “Todo
tiene una causa” (“Nada es sin razón”), no quiere decir que podamos
concluir que todo en el mundo tiene una causa y que, por lo tanto,
podamos asumir que existe una armonía, o que vivimos en el mejor de
los mundos posibles, donde se da una identidad entre lo racional y lo
real. Simplemente, se dice que el principio de razón suficiente es una
condición necesaria para buscar y dar explicaciones.
Con lo expuesto hasta ahora estamos en condiciones para aproxi-
marnos a uno de los temas más complejos y debatidos de la KrV: la
distinción analítico-sintético. A partir de la publicación del artículo de
Quine “Dos dogmas del empirismo” (2002) dicho tema se convirtió en
un punto de partida, casi obligatorio, de toda crítica al texto kantiano.
Quine inicia su argumentación destacando que la manera de presentar
esa distinción por parte de Kant es muy confusa, lo que, como he apun-
tado ya, me parece cierto. Precisamente su estrategia argumentativa se
52
dirige a demostrar que, lejos de ser una diferenciación evidente, todos
los intentos de establecer con claridad el criterio en que se fundamenta
no son concluyentes. Mediante esa estrategia hace patente que la noción
de analiticidad se encuentra vinculada con otros términos que tampoco
son claros: significado, sinonimia, necesidad, etcétera. Se trata de un
trabajo magistral de análisis filosófico, que, además, asume una pos-
tura antidogmática, porque nunca afirma que es imposible acceder a
una explicación aceptable sobre la mencionada distinción; simplemente
destaca que las explicaciones ofrecidas no son satisfactorias.
Ante eso, lo primero que debemos advertir es que no se trata de un
dogma exclusivo del empirismo, sino de un elemento compartido por
casi toda la tradición filosófica. El propio Quine señala que el origen
de la distinción analítico-sintético se encuentra relacionada con la tesis
aristotélica respecto a que los objetos se encuentran constituidos por la
unión de esencia y accidentes.
23
Willard Quine, “Dos dogmas del empirismo”, Desde un punto de vista
lógico, Barcelona, Ediciones Paidós, 2002, p. 63.
53
tipo, ya que la noción de sinonimia, al igual que la de analiticidad, re-
quiere de una aclaración. Esto es cierto, pero debemos recordar que para
gran parte de la tradición filosófica sí existía esa explicación a partir de
la ontología aristotélica. El enunciado Dios es perfecto se consideraba un
enunciado analítico porque la esencia de Dios es la perfección, por lo tan-
to, Dios y ente perfecto se asumen como sinónimos. Ello era la base de la
teoría de la definición (género próximo, diferencia específica), así como
de la clasificación de las definiciones en reales y nominales.
Pero justo es esto último lo que Kant cuestiona de manera radical.
Para él la distinción entre analítico y sintético no depende de las cosas
en sí mismas, de la diferencia ontológica entre esencia y accidentes, sino
de la manera que tenemos de conceptualizar los objetos. Desde el pun-
to de vista de la lógica formal, las matemáticas son analíticas; sin em-
bargo, desde la perspectiva de la lógica trascendental, con su dimensión
epistemológica, son sintéticas. ¿Qué son realmente las matemáticas? La
respuesta es que depende de la posición que se asuma. Dicho de una ma-
nera tradicional, todas las definiciones son nominales, ya que la diferencia
entre lo esencial y lo accidental depende de la manera de hablar de los ob-
jetos (del esquema conceptual que utilizo). Al finalizar su análisis crítico,
del llamado primer dogma del empirismo, Quine sostiene lo siguiente:
54
trazarse una [frontera] entre enunciados analíticos y enunciados sin-
téticos. La convicción de que esa línea debe ser trazada es un dogma
nada empírico de los empiristas, un metafísico artículo de fe.24
24
Ibid., p. 80.
55
diciones trascendentales permanece como algo misterioso. No es que
Wittgenstein y Quine sean kantianos, sino que sus análisis del lenguaje
ofrecen las herramientas conceptuales para quitarle el velo de misterio
que envuelve a las condiciones trascendentales.
Me parece que una manera de ofrecer una caracterización más
precisa de la noción de juicio sintético a priori es generar un breve
contrapunto entre la propuesta kantiana y la teoría tradicional del
juicio, la cual, como apunta Quine, remite a la filosofía aristoté-
lica. Para Kant, el conocimiento implica una síntesis entre lo que
recibimos mediante las impresiones y lo que nuestra propia facultad
de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a
partir de sí misma (B 1). Dicha síntesis se expresa mediante juicios
predicativos simples (S es P), aquello que Aristóteles denominó ora-
ciones apofánticas, en las que tiene lugar la atribución, y es en ellas
a su vez donde radica la verdad o falsedad. De inmediato, Kant agre-
ga a esto que la aportación de la mente no es algo que se distingue a
primera vista, sino que se requiere de un prolongado ejercicio para
llegar a distinguirla. En efecto, pensemos en un ejemplo simple: en
el juicio “El perro es negro”, los conceptos que forman el sujeto y
el predicado son empíricos, es decir, remiten en última instancia a
las impresiones sensibles y, en ese nivel, supuestamente, el sujeto
asume un papel pasivo.
Parece, entonces, que la aportación de la mente debe buscarse
en el tercer elemento básico de las oraciones apofánticas, esto es,
en el verbo. Según Aristóteles, lo específico del verbo no es signi-
ficar algo, sino cosignificar la síntesis sujeto-predicado y, con ella,
el tiempo (la síntesis temporal). Cuando esa conexión corresponde o
se adecua a la relación entre las cosas, el juicio es verdadero; de lo
contrario, es falso.
Posteriormente, Aristóteles distingue dos formas de síntesis, la pri-
mera puede describirse como estar en un sujeto, mientras que la segun-
56
da como decirse del sujeto (el ser de sujeto).25 En el primer caso se trata
de una relación entre sustancia y accidente (relación intercategorial) y
en el segundo de un análisis de la sustancia (relación intracategorial).
Dicho en los términos que ahora nos interesa, en el primer caso tene-
mos un juicio sintético y en el segundo un juicio analítico. Aristóteles
advierte que en la relación intracategorial, propia de los juicios ana-
líticos, la cosignificación del tiempo propia de la cópula se pierde; es
decir, llegamos a una verdad eterna. La verdad de la síntesis inherente
al juicio “Dios es perfecto” no depende del tiempo. Este juicio puede
sustituirse por una frase nominal, en la que implícitamente la cópula
es sustituida por la igualdad (Dios = ente perfecto). A partir de esto, se
otorga una prioridad a la relación de analiticidad en el sentido de ofre-
cer un conocimiento superior, pues carece de consignificatio temporis.
Esta observación aristotélica es la que entusiasma a Leibniz y lo lleva
a proponerse mostrar que toda síntesis (verdadera) de manera explícita
o implícita presupone, en realidad, un análisis. En una carta dirigida a
Antoine Arnauld, en junio de 1686, afirma:
57
la prioridad reside ahora en los juicios sintéticos. Todo juicio analítico
presupone un juicio sintético.
58
ca al volar y se imagina que podría volar mejor y más rápido sin esa
resistencia.27
Lo mismo le sucede a un maestro de lógica que puede decirle a sus
alumnos que el principio de identidad es algo evidente y, posteriormente,
dar una clase magnífica. En efecto, en la expresión A = A ha desaparecido
el verbo y con este la cosignificación temporal, lo cual motivó a Leibniz
a creer que nos encontramos ante la verdad de razón suprema. Hume ad-
virtió que dicho principio no es evidente y que todo intento de superar el
dogmatismo, para buscar una justificación de este, nos remite a una acti-
vidad de síntesis del sujeto. Kant agrega que esa síntesis no puede expli-
carse en términos psicológicos, es decir, no es una justificación empírica,
sino lógica.28 La razón construye la identidad del sujeto y de los objetos
de la experiencia, lo cual implica que se trata de una condición universal y
necesaria de la experiencia.29 Kant coincide con Leibniz respecto a que se
trata del principio básico de la razón, pero a diferencia de él, rechaza que
tenga un sentido ontológico, que la identidad del sujeto y de los objetos
sea algo dado. Se trata de una condición necesaria de nuestro conoci-
miento, que nos permite hablar de un mundo en continua transformación
(recordemos una vez más: “La vela se consumió”).
27
“De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los sentidos, por im-
poner límites tan estrechos al entendimiento. Platón se atrevió a ir más allá
de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas
de las ideas”. (KrV, B 9)
28
Sobre la génesis y justificación tendremos que hablar de manera más amplia
cuando se aborde el tema de las categorías y su relación con la autoconciencia.
29
“La investigación trascendental no atañe, por lo tanto, como la aristotélica
(realizada en las categorías), a las predicaciones posibles del ente, sino al
cómo y el qué de su cognoscibilidad, es decir, a las predicaciones posibles
para un ser finito como el ser humano: el hecho de que tal conocimiento sea
posible y de cómo lo sea […] los juicios sintéticos a priori no son la des-
cripción de objetos o entidades, sino la definición formal de qué significa
conocer para nosotros”. Teorías, p. 55.
59
Una vez reconocida la prioridad de la actividad sintética, es menes-
ter distinguir dos tipos de ella: la síntesis a posteriori y la a priori. La
primera se sustenta en la experiencia y, lo más importante, se refiere a
objetos que aparecen en esta. En cambio, la segunda no se refiere direc-
tamente a los objetos de la experiencia, sino a la manera de establecer
el vínculo entre ellos, a las distintas funciones que enlazan el sujeto y
el predicado. Es fundamental destacar que estos dos tipos de síntesis
se encuentran, por lo tanto, en niveles distintos y por eso no existe una
oposición entre ellas. Kant sostiene que el conocimiento exige su unión;
de ahí la distinción entre juicios de percepción y juicios de experiencia.
En los primeros solo existe una síntesis a posteriori: el sujeto compara
las percepciones y las enlaza de acuerdo a su conciencia particular (per-
cibo una sucesión entre A y B), mientras que en los juicios de experien-
cia operan las dos formas de síntesis, lo cual se manifiesta mediante una
regla que le da objetividad (A es causa de B).
30
Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de
poder presentarse como ciencia (edición bilingüe), Madrid, Istmo,
1999, § 22. Antes de continuar vale la pena hacer una breve observación
sobre este texto, ya que Kant habla de una conciencia en general. ¿Qué
es eso? Si no se hace explícito el tema del lenguaje, el término perma-
nece en la oscuridad y se corre el riesgo de recaer en la peor versión de
las metafísicas sustancialistas. Sin embargo, Kant nos deja en esa oscu-
ridad. Ahora bien, hacer explícito el tema de lenguaje no es suficiente
para eludir dicho riesgo, pensemos en Hegel. Desde nuestra estrategia
60
Voy a recurrir a un ejemplo de la estética con la intención de pro-
vocación. Si digo “x me gusta”, se trata de un juicio de percepción; me
refiero al efecto placentero que tiene la intuición de x en mi conciencia.
En cambio, al afirmar “x es bello” establezco una conexión entre x y
la belleza; es decir, se introduce una pretensión de objetividad; es un
juicio de experiencia que busca trascender mi subjetividad particular.
Cualquier individuo que intuya x, debe percibir ese atributo y, por lo
tanto, sentir el placer estético. De inmediato aparece el problema del
criterio que justifica racionalmente el vincular x y belleza. Aquí se abre
la amplia polémica sobre el gusto, que Kant analiza en la Crítica del
Juicio. Si bien podemos localizar ciertos criterios que me permiten dis-
tinguir entre juicios estéticos mejor o peor fundados, nunca tendremos
una certeza. Ello parecería justificar la superioridad del conocimiento
científico sobre el saber estético. Pero tengamos cuidado con este punto.
Cuando en una explicación científica se apela a una ley no debemos
perder de vista que la conexión necesaria la introduce el entendimiento.
Sin duda se trata de sustentar esa pretensión racional en una base em-
pírica lo más amplia posible, como debería suceder también en el saber
estético, pero tampoco podemos acceder a una certeza. Siempre existirá
una inadecuación entre la pretensión de universalidad y necesidad, im-
plícita en las categorías, y el hecho de que como seres finitos estamos
situados en un contexto particular. La solución que ofrece Kant al pro-
blema del conocimiento, mediante la noción de juicio sintético a priori,
supone la distinción entre el objeto de la experiencia y la cosa en sí, ya
que se admite que el conocimiento nunca podrá agotar la complejidad
de la realidad. Además, en las representaciones es la conciencia la que
genera el orden que les subyace. Sin duda esto generó y genera una gran
61
insatisfacción. Pero todo intento realizado hasta ahora para suprimir la
cosignificación temporal de la síntesis, o de acceder a un juicio analítico
que funcione como principio supremo, conduce al dogmatismo. Esto es
lo que advierte Kant en la “Dialéctica trascendental” de la KrV.
Es evidente que no he pretendido ofrecer una definición, en sentido
clásico (género próximo y diferencia específica), de juicio sintético a
priori; tampoco busco una descripción que agote el campo problemá-
tico vinculado con dicha noción. Se trata únicamente de dar algunos
elementos que permitan avanzar en la lectura de su obra fundamental.
62
Experiencia y tiempo
63
lo que la cosa es, y por los variables accidentes o atributos. De acuerdo
con esta descripción, en la cual los objetos ya son entidades dadas con
independencia de la conciencia, lo primero es el análisis para descom-
ponerlos en sus componentes y, posteriormente, reconstituirlos en un
proceso de síntesis.
Siguiendo la aguda observación de Hume, Kant destaca que la exis-
tencia de sustancias no es algo que está justificado de manera empírica;
por el contrario, la experiencia nos indica que todo se encuentra some-
tido al cambio, a la transformación. La gran confianza en la existencia
de sustancias proviene de la creencia, que tampoco se encuentra justi-
ficada, de que hay una relación isomorfa entre el lenguaje y el mundo
para que aquel pueda pintar o describir a este. Frente a dichos supuestos
ontológicos, Kant prefiere atenerse estrictamente a la experiencia, y en
ella lo que se da es una pluralidad de datos en continua transformación.
Para hablar de esos datos empíricos se requiere introducir un elemento
constante o, para decirlo de otra manera, tenemos que recurrir al princi-
pio de identidad (A = A), pero este no se extrae de los objetos, sino que
es introducido por el sujeto para hacer posible la síntesis, la organiza-
ción, de esos datos.
64
Kant sostiene que la explicación tradicional sobre el juicio en ge-
neral como una relación entre dos conceptos resulta insatisfactoria,
entre otras cosas, porque no se explica con precisión en qué consiste
esa relación (B 140). Aristóteles ya había advertido que la cópula,
constituida por el verbo, cosignifica una síntesis temporal, la cual re-
mite al contexto en el cual el sujeto emite el juicio. La tesis kantiana
estriba en afirmar que ese proceso de síntesis implica una serie de
funciones que conforman las reglas (como tales tienen un sentido nor-
mativo) de ese proceso de síntesis, las cuales son comunes a todos los
seres racionales; hoy diríamos que son comunes a todo lenguaje signi-
ficativo. Por ejemplo, la categoría de sustancia, entendida como sujeto
de predicaciones, introduce la unidad entendida como sustrato o con-
junto vacío que sintetizan los predicados, lo que conforma el objeto de
la experiencia. Dichas reglas son aquello que permite transformar los
juicios subjetivos de percepción en juicios objetivos de experiencia. A
los elementos implícitos en las reglas (espacio, tiempo y categorías)
es a lo que se denomina condiciones trascendentales de la experiencia,
cuya justificación no se encuentra en los objetos, sino en la manera en
que pensamos (hablamos) de ellos.
Hay que agregar que la unidad de la conciencia, implícita en cada
una de las reglas, tampoco remite a una misteriosa sustancia pensan-
te, ya que se trata de un producto empírico. Aunque desde un punto
de vista lógico la unidad de la conciencia tiene prioridad, es decir, se
encuentra ya implícita en la unidad de los objetos; desde un punto de
vista genético esa unidad de la conciencia es también resultado de la ac-
tividad sintetizadora. Esta tesis kantiana la comprende muy bien Fichte
cuando califica la conciencia como Tathandlung, que podemos traducir
como “hecho-acción”; término con el cual se busca expresar que para
la perspectiva trascendental la conciencia es acción y solamente acción,
ni siquiera se puede denominar “ser activo”, ya que esto implica algo
subsistente, dotado de actividad.
65
Sin duda esta condensada descripción de la teoría kantiana de la ex-
periencia resulta difícil de comprender, entre otras cuestiones, porque
parece contradecir el realismo ingenuo, implícito en el uso cotidiano del
lenguaje. Para entenderla de manera adecuada se requiere abandonar
los supuestos de la metafísica sustancialista y pensar en términos de
relaciones activas. Me parece que para adquirir esa capacidad el mejor
camino es empezar por analizar la noción de tiempo, la cual se encuen-
tra vinculada de manera indisoluble a la experiencia. Precisamente, las
dificultades que han enfrentado los filósofos para definir el tiempo, así
como las paradojas que emergen en su análisis, son la consecuencia de
pensarlo como sustancia, es decir, como una cosa. Aristóteles ya había
advertido que para superar las paradojas del tiempo es necesario pensar-
lo como una relación entre el movimiento de la realidad y la conciencia
que lo percibe (el tiempo como número del movimiento).
Sin embargo, al haber establecido que el ser por excelencia es la
sustancia, Aristóteles no se encuentra satisfecho con la conclusión de
su análisis, pues considera que lo lleva a sostener que el ser del tiempo
es algo oscuro y difícil de entender. Por ejemplo, desde su perspectiva,
considerar el tiempo como movimiento percibido no permite explicar su
medida objetiva, pues esa medida dependería de la conciencia particular
de cada sujeto. Por esto, plantea que la solución se halla en buscar algo
en el mundo que se encuentre fijo y de esa manera dar cuenta de su me-
dida objetiva. Este es el camino que tomó gran parte de la física, hasta
la teoría clásica de Newton, en donde una fórmula matemática permite
acceder al supuesto tiempo absoluto. Si bien Newton ya admite que no
es posible encontrar nada fijo en la experiencia, que sirva de parámetro
para medir el tiempo, mantiene la tesis de que debe existir de alguna
manera algo fijo que cumpla esa función.
La posición de Kant consiste en recuperar la conclusión del análisis
aristotélico, pero agrega que el parámetro que permite medir de manera
objetiva el movimiento no depende de una conciencia particular, sino
66
de las condiciones trascendentales comunes a todas ellas. En este caso
es el principio de identidad (A = A), tomado como el ahora que define la
frontera entre el pasado y el futuro. De ahí la distinción entre el juicio
de percepción, “La clase duró mucho (o poco)”, y el juicio de experien-
cia, “La clase duró dos horas”. En este último tipo de juicio existe una
regla común, que se expresa en la institución del reloj. Por eso sostiene
que el tiempo tiene realidad empírica (el movimiento al que se encuen-
tran sometidos los objetos del mundo) e idealidad trascendental, la regla
social que se utiliza para cuantificarlo.31 Sin embargo, al no existir un
análisis explícito del lenguaje, el carácter de ese principio trascendental
permanece oscuro, como propiedad de una supuesta conciencia general
o, quizá sea mejor decir, como una propiedad compartida por toda con-
ciencia racional.
1. Tiempo y movimiento
67
el otro para dar lugar a la sucesión. ¿Cuándo se da dicha desaparición
de cada instante? No puede desaparecer en sí mismo pero tampoco en
el siguiente, pues eso nos llevaría a la coexistencia de los instantes que
hemos comenzado por negar.
Aquí se puede agregar el argumento de San Agustín, muy próximo al
que hemos expuesto. El instante no puede tener extensión porque se dividi-
ría en un pasado y un futuro, lo cuales, como hemos dicho, no son. Pero una
cosa que carece de extensión, carece también de realidad. Aristóteles, por
otro lado, continúa su reflexión destacando que también resulta imposible
considerar el ahora como algo permanente, porque al ser un límite entre el
pasado y el futuro, debe tener un inicio y un final. Además, hablar de un
ahora permanente conduce a pensar en cosas absurdas, como el considerar
que un acontecimiento de hace diez mil años es simultáneo con uno actual
o, para decirlo de otra manera, que nada sería anterior o posterior a nada.
Al no poder pensar el tiempo como una simple sucesión de “ahoras”,
ni como un ahora permanente, se tendría que aceptar que el presente no
es parte del tiempo; en el caso de cualquier cosa divisible es necesa-
rio mientras existan todas o algunas de sus partes. El tiempo parece no
cumplir con este requisito básico, ya que el pasado y el futuro no son y
el presente se manifiesta como algo que no es parte de él, o como algo
que carece de extensión. Asumir que el tiempo no existe nos conduce así
mismo a un absurdo (aunque algunos han sostenido esta tesis) porque
implica negar el aspecto fundamental de la experiencia. En la búsqueda
de una solución al enigma que encierra las tradicionales paradojas del
tiempo, Aristóteles empieza por examinar la difundida creencia de que
el tiempo es un peculiar movimiento. Sin embargo, en contra de la iden-
tificación de tiempo y movimiento, que ha llegado a ser parte del sentido
común, él esgrime dos argumentos:
68
aducir que aunque no percibamos nada que se mueve, el tiempo
sigue transcurriendo, es decir, se mueve. ¿Pero qué es lo que se
mueve? Si respondemos que es la conciencia, parece que redu-
cimos el tiempo a un fenómeno subjetivo, lo cual contradice la
experiencia.
B) Todo movimiento o cambio puede ser más rápido o más lento,
pero el tiempo no. Porque “rápido” o “lento” se definen por el
tiempo, pero el tiempo no puede definirse por el mismo tiempo
porque nada es medida de sí mismo. Podemos expresarlo de una
manera más próxima a los argumentos trascendentales de Kant:
Todo movimiento posee una velocidad pero la escala de veloci-
dad presupone ya la noción de tiempo.
32
Aristóteles, Física, Madrid, Gredos, 2008, 219a30.
69
tudes continuas33 y, como tales, pueden ser divididas en un antes y un
después. El vincular el movimiento y el tiempo a través de la noción
de magnitud ha propiciado que muchos intérpretes (por ejemplo, Søren
Kierkegaard y Henri Bergson) critiquen la posición aristotélica por es-
pacializar el tiempo. Considero que esto no es así; por el contrario, a
pesar de que en la representación del tiempo es ineludible acudir a su es-
pacialización, en ella se hace patente que no es posible reducir el tiempo
al espacio. Pensemos en una línea que vincula dos puntos:
A• -------------- •B
A• -------------- •B
t1 t2
70
a) Siempre percibimos el tiempo junto al movimiento. Por consi-
guiente, el tiempo es un movimiento o algo que pertenece al
movimiento. Pero, puesto que no es un movimiento (ver los ar-
gumentos arriba expuestos), tendrá que ser algo perteneciente al
movimiento.
b) Lo que tienen en común el tiempo y el movimiento es la diferen-
ciación anterior-posterior.
c) Cuando consideramos el ahora o el instante en sí mismo, parece
ser ajeno al tiempo; sin embargo, al relacionarlo con la diferen-
ciación mencionada, común al tiempo y al movimiento, encon-
tramos que el ahora o el instante es aquello que la hace posible
(el ahora crea la frontera entre el pasado y el futuro).
d) Por tanto, el tiempo remite a un parámetro exterior al movimien-
to, el ahora o el instante, el cual hace posible diferenciar entre
lo anterior y lo posterior, y con ello crear las condiciones para
numerar (medir) el movimiento. “Porque el tiempo es justamen-
te esto: número del movimiento según el antes y el después”.35
71
dato básico de la experiencia no es la supuesta realidad de la sustancia,
sino la relación que constituye el tiempo.37
Caracterizar al tiempo como una relación hace posible superar las
tradicionales paradojas. Aristóteles sostiene: “El ahora es en un senti-
do el mismo, en otro no es lo mismo”.38 En efecto, el ahora entendido
como parámetro externo al movimiento, que hace posible diferenciar
entre lo anterior y lo posterior, es siempre el mismo, es constante.
Sin embargo, el contenido de ese ahora (el movimiento) es cambiante
(ahora a, ahora b, ahora c… ahora n39). Lo más importante es asu-
mir que el tiempo es objetivo (realidad empírica), pues nos remite al
movimiento al que están sometidas todas las cosas, pero también es
subjetivo (idealidad trascendental) porque es la conciencia quien esta-
blece el ahora como parámetro constante del movimiento, lo que hace
posible distinguir lo anterior y lo posterior para medirlo. Si el tiempo
es número del movimiento, según el antes y el después, se requiere de
una conciencia que lo numere.
72
antes y un después en el movimiento, y el tiempo sería éstos en
tanto que numerables.40
40
Física, 223a20-25.
73
tre sí: el tiempo delimita un movimiento al ser el número de ese
movimiento, y un movimiento delimita al tiempo […] medimos un
movimiento por el tiempo y el tiempo por un movimiento.41
74
de ello, existe la posibilidad de corregir matemáticamente esa irregula-
ridad, y con esto se salvaría la propuesta de Aristóteles, tan criticado, en
otros aspectos, por el mismo Newton. De esta manera, Newton introdu-
ce su conocida distinción entre el tiempo relativo (vulgar, aparente) y el
tiempo absoluto.
El propio Newton advierte que el tiempo absoluto es una construc-
ción matemática, la cual permite establecer un parámetro para medir los
movimientos. Al igual que Aristóteles, Newton asume que el tiempo es
número del movimiento, pero también sostiene que la conciencia se basa
en una realidad independiente de ella; es decir, lo que hace la conciencia
es simplemente relacionar el movimiento con algo que se encuentra en
reposo. De hecho, cuando el tiempo absoluto es caracterizado por New-
ton, se aprecia que se mantiene dentro de los supuestos de la metafísica
sustancialista, ya que atribuye al tiempo absoluto un estatuto ontológico
ajeno a la conciencia que numera. Incluso se podría decir que se aproxi-
ma a Platón, quien entendía el tiempo como una imagen de la eternidad
(el tiempo es la manera en que los seres finitos perciben la eternidad).
Algunos intérpretes han considerado que esta postura newtoniana es un
efecto de la influencia de Isaac Barrow, el cual consideraba que el espacio
absoluto manifiesta la omnipresencia de Dios (el sensorium Dei / la piel
de Dios). En relación con los problemas implícitos en la mecánica clásica,
años más tarde Hans Reichenbach afirma lo siguiente:
75
este modo caemos en un razonamiento en círculo. Para conocer el
tiempo uniforme tenemos que conocer las leyes de la mecánica, y
para conocer estas leyes tenemos que conocer el tiempo uniforme.
Hay solamente un medio de librarse de este círculo: considerar
el problema del tiempo uniforme no como una cosa de conocimien-
to, sino de definición.44
44
Hans Reichenbach, La filosofía científica, México, fce, 1973, p. 155.
76
Pero por debajo de esta diversidad existe algo que, si bien también se po-
dría calificar de convencional, al mismo tiempo es universal y necesario
(recordemos lo que decía Hume: el que algo sea convencional no quiere
decir que sea arbitrario); me refiero a la relación entre el ahora y el mo-
vimiento. Para Kant esta relación remite a una categoría, es decir, a una
función universal y necesaria. En este caso es la categoría de sustancia,
entendida como la función entre algo constante (sustancia) y algo variable
(accidentes), sin perder de vista que para Kant, a diferencia de Aristóteles,
dicha función no tiene un significado ontológico (no se refiere a las cosas
en sí mismas), sino únicamente un sentido lógico trascendental.
Por otra parte, el aspecto constante de dicha función (la noción de
sustancia) representa el fundamento del principio de identidad (A = A),
lo cual es la base de todo concepto (sujeto de predicaciones). Para Kant,
este principio no se infiere a partir de la experiencia de los objetos, sino
que remite a la identidad yo = yo. Pero este “yo”, a diferencia de Des-
cartes, no denota una sustancia, un alma, sino que remite a una activi-
dad: precisamente a la actividad de síntesis o unificación. Si bien Kant
coincide con Hume respecto a que la identidad personal es un producto
de la experiencia, a diferencia del filósofo escocés, destaca que ese pro-
ceso de unificación (reunir la multiplicidad de experiencias gracias a la
memoria) presupone, en términos lógicos, la idea de unidad. El princi-
pio de identidad, sustentado en la identidad (yo = yo) y con este la tem-
poralidad, es no solo una condición universal y necesaria sino también
la condición suprema de la experiencia. Este argumento conduce a Kant
a decir: “El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto
es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno”. (A 33)45
45
Cabe apuntar que Hegel retoma esta representación del tiempo (y del espa-
cio): “El tiempo es, como el espacio, una forma pura de la sensibilidad o
del intuir; [son ambos] lo sensible no-sensible […]. El tiempo es el mismo
principio que el yo = yo de la autoconciencia pura, pero es el yo o el con-
cepto puro todavía en su total exterioridad y abstracción, es decir, como el
77
Esta caracterización del tiempo ha propiciado que muchos intérpre-
tes la califiquen como una concepción subjetiva. Esto es falso, y para
demostrarlo vale la pena hacer una breve comparación con la teoría
del tiempo que me parece más próxima a lo que podemos llamar una
concepción subjetiva. Agustín de Hipona define el tiempo como una
distensión del alma (distentio animi / “Veo, pues, que el tiempo es una
especie de distensión”), en la cual el pasado es la memoria, el futuro la
expectativa y el presente la atención.
78
mueve; una ilusión emanada inevitablemente de nuestra finitud porque
desde la perspectiva divina todo se encuentra en el presente (eternidad).
Uno de los objetivos centrales de la argumentación kantiana es hacer
patente que todo intento de situarse o pensar en la perspectiva divi-
na conduce a un dogmatismo, propio de la metafísica tradicional. Para
Kant, el conocimiento del ser no se puede desligar de la experiencia y
esta se encuentra constituida por la indisoluble relación entre lo objetivo
y lo subjetivo, cuya cópula o unión siempre cosignifica el tiempo. Dicho
de otra manera, el ser por excelencia no es la sustancia, sino la relación
entre lo objetivo y lo subjetivo (prioridad de la síntesis sobre el análisis)
limitada o enmarcada en el tiempo. Como se ve, no tiene sentido decir
que la concepción kantiana del tiempo es subjetiva. Su descripción de la
temporalidad implica una dimensión objetiva (realidad empírica), esto
es, un mundo en movimiento y una dimensión subjetiva (idealidad tras-
cendental) constituida por la conciencia que, al definir el ahora, con in-
dependencia de la escala que utilice, crea las condiciones para numerar
y, en general, para hablar de ese mundo cambiante.47
Aunque la concepción kantiana del tiempo no es subjetiva, sí es
relativa, ya que implica que no existe un ahora o parámetro absoluto
para medir el tiempo. En su momento esto causó un enorme escándalo
y para muchos significó la superioridad de la mecánica clásica en rela-
ción con las especulaciones de este profesor de filosofía que cae en el
relativismo tan temido por Aristóteles y Newton. Sin embargo, pasado
un considerable tiempo, Albert Einstein, en su crítica a la mecánica
clásica, planteó algo muy cercano a la propuesta kantiana. Ahora no
deseo, ni puedo, adentrarme a la complejidad de la teoría de la rela-
tividad, simplemente acudo a un experimento mental, propuesto por
47
Años más tarde Heidegger dirá: Ser es tiempo; es decir, la relación entre
un mundo sometido al devenir y ya no una conciencia, sino una estructura
intersubjetiva que tiene como base el lenguaje, esto es, el famoso ser-en-
el-mundo.
79
el propio Einstein, que encontramos en numerosos textos de difusión
científica.
Supongamos un tren que viaja a una muy elevada velocidad, el cual
pasa por un andén, en cuyos extremos se encuentran dos fuentes lumi-
nosas que se prenden cuando la mitad del tren coincide con el punto
medio del andén. Pensemos, además, en dos individuos, uno situado en
medio de este y otro montado en el tren. Mientras que el primer indivi-
duo percibe que las luces se prenden de manera simultánea, el segundo
lo percibirá como una sucesión: primero verá la luz que se encuentra en
la dirección del tren y posteriormente la que deja atrás. Lo que indica
este experimento simple es que el tiempo no es una variable indepen-
diente, ya que se define en relación con la velocidad del sistema que se
toma como referencia. Alguien ha dicho que en la teoría de la relativi-
dad no se cuestiona lo que Newton llamó tiempo absoluto, sino conside-
ra que dicho tiempo es algo que fluye con independencia del marco de
referencia establecido por el sujeto. Pero seguir hablando de un tiempo
absoluto, que contrasta con un tiempo relativo, me parece confuso. Es
preferible decir que el tiempo remite a una relación entre el movimiento
y algo que se encuentra en reposo, o en movimiento uniforme, y esto úl-
timo, aunque es un elemento necesario, se trata de una definición dentro
de un marco de referencia particular.
80
2. La noción trascendental del tiempo
Desde sus Principios formales del mundo sensible y del inteligible (di-
sertación de 1770), Kant ya advertía que el tiempo no es sustancia, no
es accidente, ni es una relación entre las cosas en sí mismas. De ahí
concluye que el tiempo es una intuición pura y necesaria que hace po-
sible coordinar entre sí todo lo sensible según un cierto orden; es decir,
se trata de una relación entre el sujeto y los objetos en movimiento. La
noción de intuición pura no indica una modalidad de intuición distinta
de la empírica, sino que es la forma de esta:
81
es justificar esa caracterización de la temporalidad y cuestionar tanto la
posición empirista como a la racionalista.
82
3. En esa necesidad a priori del tiempo se basa igualmente la posibi-
lidad de formular principios apodícticos sobre las relaciones tem-
porales o axiomas del tiempo en general. De cierta manera, esta
tesis es una especificación de la anterior. Kant ofrece el ejemplo
de un axioma del tiempo: tiempos diferentes no son simultáneos,
sino sucesivos. De inmediato agrega que su carácter universal
y necesario indica que no puede extraerse de la experiencia. En
este punto resulta extraño que Kant no remita al conocimiento
de la aritmética, ya que a pesar de que este no se justifica en la
experiencia (mediante una intuición) tiene en la universalidad y
necesidad del tiempo su fundamento.48 Quizá ello se debe a que
eso sería parte de lo que él denomina la exposición trascendental,
esto es, la explicación de cómo a partir de un principio universal
y necesario se puede comprender la posibilidad de otros conoci-
mientos sintéticos a priori.
4. El tiempo no es un concepto discursivo, sino una intuición a priori.
Mientras que cualquier concepto empírico, como representación
general, presupone la síntesis de una diversidad, el tiempo remite a
una unidad. Cualquier cantidad de tiempo determinado (quantitas)
presupone el tiempo como unidad (quantum), y tiempos diferentes
son solo partes de un mismo tiempo (esto apoya lo dicho en el
punto 1). Si digo “La clase duró dos horas”, lo que hago es esta-
blecer dos límites (el comienzo y el final) al interior de la unidad
temporal. Locke pensaba que la idea de infinito (temporal) era el
resultado de sumar unidades temporales discretas. Pero ello no es
posible porque tendríamos que afirmar que a una unidad de tiempo
le sigue después otra; es decir, que se presupone el tiempo. En tan-
to unidad, el tiempo remite a una intuición.49
48
“La aritmética construye ella misma sus conceptos de números mediante la
adición sucesiva de las unidades en el tiempo”. Prolegómenos, § 10.
49
“La infinitud del tiempo quiere decir simplemente que cada magnitud tem-
poral determinada sólo es posible introduciendo limitaciones en un tiempo
único que sirve de base. La originaria representación tiempo debe estar,
83
Como se puede apreciar, uno de los aspectos en los que más insiste
Kant es que el tiempo no es un concepto, sino una intuición pura (forma
de la intuición empírica). Esto se debe a que dicha tesis representa la
base de su crítica al racionalismo. Como ya hemos señalado, la físi-
ca moderna advierte que en la experiencia no es posible encontrar un
movimiento uniforme, ni algo que sea fijo o inmóvil, para sustentar la
objetividad de la medida del tiempo. Ante eso, Newton sostiene que el
tiempo absoluto (el parámetro para medir el movimiento) si bien no es
visible en la experiencia, es algo objetivo, es algo que existe con inde-
pendencia de la manera en que percibimos la naturaleza. Motivado por
el propio Newton, cuando afirma que se accede a ese supuesto tiempo
absoluto a través de una fórmula matemática, pero en contra de él, Lei-
bniz sostiene que ese tiempo no es algo que existe con independencia
de la conciencia, sino que es producido por ella. El entendimiento crea
el concepto de movimiento uniforme para medir aquellos movimien-
tos empíricos que no cumplen con la exigencia de uniformidad. Como
acertadamente plantea Cassirer: Leibniz convierte en algo “inteligible”
lo que para Newton era algo absoluto.50
pues, dada como ilimitada. Pero cuando las mismas partes y cada magnitud
de un objeto sólo pueden representarse por medio de limitaciones, entonces
la representación entera no puede estar dada mediante conceptos (ya que
éstos contienen sólo representaciones parciales), sino que debe basarse en
una intuición inmediata”. (A 32, B 48)
50
El problema, ii, 6, 2, p. 403.
84
de los movimientos disformes siempre se los puede relacionar con
movimientos uniformes inteligibles y prever por este medio lo que
sucederá por diferentes movimientos unidos unos junto a otros, Y
en este sentido el tiempo es la medida del movimiento, es decir, el
movimiento uniforme es la medida del movimiento disforme.51
51
Nuevos ensayos, ii, 14, § 16. El énfasis es de mi parte.
52
Ibid., ii, 14, § 26.
85
ante todo, intuición y, por tanto, es inseparable de los movimientos em-
píricos. Tanto Newton como Leibniz se mantienen en los presupuestos
de la metafísica sustancialista: para ellos el tiempo en sentido estricto o
verdadero (tiempo absoluto, movimiento uniforme) es el parámetro con
que medimos. En cambio para Kant el tiempo es la relación entre los
movimientos y el parámetro para medirlos.
86
falta es una regla objetiva para medirlo. El parámetro para hacerlo se
crea, como había advertido Aristóteles, en la conciencia del sujeto que
define un ahora y, al hacerlo, establece la distinción entre lo anterior y
lo posterior. Con ello tenemos la relación entre algo que permanece, el
ahora, y algo que cambia, los contenidos de ese ahora. A partir de esa
intuición, en la que se sustenta la regla de sucesión, la aritmética crea,
o construye su conocimiento, sin que ello implique que los enunciados
de la aritmética se justifican en la intuición. Simplemente decimos que
esa intuición es su punto de partida y que si perdemos de vista esto
convertimos a los números en misteriosas entidades de las que no po-
demos explicar por qué se aplican al conocimiento empírico. De hecho,
el desarrollo del conocimiento aritmético presupone la intervención del
entendimiento, mucho más allá de la mera intuición, y es de donde se
extrae la regla (la institución social del reloj) que nos permite emitir el
juicio de experiencia “La clase duró dos horas”. El carácter universal
y necesario del conocimiento aritmético se explica porque es, precisa-
mente, una construcción a partir de la intuición pura del tiempo.
En la crítica al empirismo encontramos dos tesis fundamentales de la
filosofía kantiana: 1) La sensibilidad pierde su carácter exclusivamente
receptivo, pasivo; desde el primer momento ya hay una actividad de
síntesis. Esto es lo que representa el ahora como frontera entre lo ante-
rior y lo posterior. 2) No existe una diferencia real entre sensibilidad y
entendimiento, se trata de una mera distinción analítica. Precisamente,
uno de los objetivos de la KrV es mostrar cómo es posible esa unión, es
decir, cómo se vinculan intuiciones y conceptos a través de la mediación
de la imaginación. Sobre esto Cassirer observa lo siguiente:
87
concepto superior y común de la síntesis; existe, por tanto, desde el
primer momento, una unidad superior, que abarca los dos términos
de la antítesis y determina su mutua posición.53
Por tanto, hemos querido decir que toda nuestra intuición no es sino la
representación de una aparición, que las cosas de nuestra intuición no
son en sí mismas tal como la intuimos, ni sus relaciones están hechas
en sí mismas tal como nos aparecen, y que, si suprimiéramos nuestro
sujeto o simplemente la constitución subjetiva de los sentidos en gene-
ral, desaparecería toda la constitución, todas las relaciones en el espacio
y el tiempo, incluso el espacio y el tiempo, y, como apariciones estas
no pueden existir en sí mismas, sino tan solo en nosotros. (A 42, B 59)
53
El problema, ii, 7, 3, p. 644.
88
El texto elegido por Gabriel es acertado porque sintetiza con clari-
dad la tesis kantiana. Veamos qué nos dice este joven filósofo alemán:
89
el Big Bang y muchos otros fenómenos pasados de los que hablan los
científicos. Sin embargo, lo que no existía es su medida.
Si ubicamos esos fenómenos temporalmente, por ejemplo, mil millo-
nes de años antes de la aparición de los seres humanos, se debe a que
se trata del conocimiento (representación), el cual es inseparable de la
temporalidad. Recordemos que vemos el mundo a través del lenguaje y
en este, a partir de la intuición del movimiento, la temporalidad surge
como un quantum (unidad infinita) con base en una sencilla regla: uno
más. Este uno más puede ser uno más adelante o uno más atrás. De esta
manera, podemos ubicar cualquier fenómeno: aquellos que preceden a
la aparición de nuestra especie y aquellos que sucederán después de su
desaparición. Al pensar de manera sustancialista, lo que hace Gabriel es
reducir el tiempo al movimiento, de ahí la aparición de todas las para-
dojas que menciona. El tiempo, en tanto relación, no puede ser, como él
interpreta a Kant, únicamente subjetivo, esto es, solo un fenómeno de la
conciencia. El tiempo es objetivo, tiene realidad empírica, ya que remite
al movimiento pero al mismo tiempo es subjetivo, tiene idealidad tras-
cendental, en tanto implica también la regla de su medida, la institución
social del reloj. Mientras no entendamos la noción de experiencia como
esa relación primaria entre lo objetivo y lo subjetivo no podremos enten-
der una palabra de Kant o, peor aún, estamos condenados a desarrollar
interpretaciones erróneas bajo el manto de una profundidad inexistente.
La observación de un alumno manifestaba ese mismo embrujo sus-
tancialista, pero de una manera más silvestre: al escuchar la tesis kan-
tiana se puso muy contento porque pensó que era factible, mediante un
gran esfuerzo, dejar de intuir el movimiento o, por lo menos, dejar de
medirlo y así convertirnos en seres inmortales. Mi respuesta consistió
en hacerle ver que, por desgracia, el tiempo no mata a nadie. Lo que nos
mata es el movimiento de entropía al que estamos sometidos de manera
ineludible todos los organismos. El tiempo lo que propicia es la adquisi-
ción de conciencia, especialmente cuando la juventud quedó muy atrás.
90
3. Espacio y tiempo
55
Gottfried Martin, Immanuel Kant, Berlin, Walter de Gruyter & Co Verlag,
1969, p. 15.
91
[...]
El espacio es el orden del coexistir, esto es, el orden de existir de
los entes simultáneos.56
56
Gottfried Leibniz, Escritos filosóficos, Madrid, Antonio Machado Libros,
2003, pp. 397, 654 y 664, respectivamente.
57
Nuevos ensayos, ii, 13, § 17. “Y de esta manera, no es una sustancia en ma-
yor medida de cuanto lo es el tiempo y, si tiene partes [aunque sea infinito],
no podría ser Dios. Es una relación, un orden, no sólo entre los existentes,
sino incluso entre los posibles como si estos existieran. Pero su verdad y
realidad está basada en Dios, como todas las verdades eternas”. ii, 13, § 17.
92
Kant recupera la tesis respecto a que el espacio es el orden del
coexistir. Pero en contra de Leibniz se propone demostrar que asumir
el espacio como una representación no implica necesariamente con-
vertirlo en algo subjetivo y que para sustentarlo como algo objetivo
tampoco se requiere apelar a una entidad trascendente o externa a la
representación. “Sólo podemos, pues, hablar del espacio, del ser ex-
tenso, etc. desde el punto de vista humano” (A 26). Podemos decir
que, en contra de la tradición filosófica, Kant busca diferenciar cla-
ramente entre lo trascendente y lo trascendental. Mientras lo primero
nos remite a un elemento externo a la experiencia, lo segundo remite
a las condiciones de posibilidad de la experiencia. De esta manera,
cuando decimos que el espacio remite a una relación trascendental
significa una relación entre el sujeto que percibe y la multiplicidad de
intuiciones; esto es, una representación cuyo fundamento, aquello que
la hace objetiva, es inmanente a esta. Se trata de una relación que es,
a la vez, rationalis y trascendentalis. Con ello el espacio y el tiempo
dejan de ser objetos, que se tratan de conocer, para convertirse en fun-
ciones que hacen posible el conocimiento.
58
El problema, ii, 7, 3, p. 639.
93
ciencia que establece las propiedades del espacio sintéticamente y, no
obstante, a priori” (B 40).59 Veamos en qué sentido se habla de la obje-
tividad de dichas relaciones. Los Elementos de Euclides tienen una es-
tructura axiomática, lo cual motivó, casi desde un principio, una amplia
polémica. Para unos, los axiomas son proposiciones que no pueden ser
demostradas; en cambio, para otros, son demostrables como los teore-
mas. En el contexto de la filosofía moderna, Leibniz asume la segunda
posición incentivado por la creencia de que todas las propiedades del
espacio euclidiano son necesarias.
Sin embargo, en 1730 el matemático Giovanni Saccheri trató de
demostrar el muy debatido quinto axioma mediante una reducción al
absurdo. Para ello tomó como punto de partida el supuesto de que la
suma de los ángulos de un cuadrado es menor que cuatro rectos, con la
esperanza de llegar a una contradicción y así, indirectamente, probar el
axioma de las paralelas. Para su sorpresa desarrolló un sistema libre de
contradicción; es decir, una geometría no euclidiana. Uno de sus pri-
meros defensores fue el matemático, amigo de Kant, Johann Heinrich
Lambert, quien muy probablemente le dio a conocer la noción de es-
pacio cuatridimensional. En una de sus primeras obras, Pensamientos
sobre la estimación verdadera de las fuerzas naturales, Kant mismo
59
“La matemática pura y, especialmente, la geometría pura, puede tener reali-
dad objetiva sólo con la condición de que se refiera solamente a objetos de
los sentidos, con respecto a los cuales, empero, está establecido el principio
de que nuestra representación sensible nunca es una representación de las
cosas en sí mismas, sino solamente del modo como éstas se nos aparecen.
De aquí se sigue que las proposiciones de la geometría no son determi-
naciones de una mera criatura de nuestra fantasía poética, que por tanto
no podrían ser referidas con seguridad a objetos reales; sino que valen de
modo necesario para el espacio y por tanto también para todo lo que pueda
encontrarse en el espacio, porque el espacio no es otra cosa que la forma de
todos los fenómenos externos, forma sólo bajo la cual nos pueden ser dados
objetos de los sentidos”. Prolegómenos, § 13.
94
hizo patente que la demostración de la necesidad del espacio tridimen-
sional que ofrece Leibniz en la Teodicea es falsa. A pesar de ello, Kant
confiesa que le cuesta mucho trabajo imaginar geometrías no euclidia-
nas, aunque asume la necesidad de abrirse a ellas. Cabe señalar, como
apunta Martin, que Leonard Nelson, Wilhelm Meinecke y Paul Nartop
han mostrado que la admisión de geometrías no euclidianas partiendo
de los supuestos kantianos no solo es posible sino también necesaria.60
Cuando Kant afirma que los juicios de la geometría son sintéticos a
priori, de manera implícita asume la concepción axiomática clásica y, con
ello, la posibilidad lógica de diferentes formas del orden espacial. Para
Leibniz la proposición la suma de los ángulos de un triángulo es igual a
dos rectos es analítica, en la medida en que supuestamente el predicado
(igual a dos rectos) se encuentra unido de manera necesaria al sujeto (la
suma de los ángulos), por lo que se puede probar solo por el principio de
no contradicción. En cambio, Kant sostiene que dependiendo del con-
tenido de los axiomas también se puede decir que dicha suma es menor
que dos rectos (la geometría de Bolyai-Lobatscheski) o que es mayor que
dos rectos (la geometría de Riemann), lo cual implica que no existe esa
conexión necesaria entre sujeto y predicado como creía Leibniz y que, por
tanto, su prueba requiere más que el principio de no contradicción.
Las proposiciones de la geometría remiten por un lado a la intuición
y, paralelamente, a la espontaneidad del entendimiento, que construye
el orden espacial. La clave en este punto es no dejar de ver que si bien
el conocimiento exige la unidad de estos dos aspectos, al mismo tiempo
sensibilidad y entendimiento mantienen su especificidad, por lo que la
60
Immanuel Kant, p. 21 (obras referidas por Gottfried Martin: Leonard Nel-
son, Bemerkungen über die nicht-euklidische Geometrie und den Ursprung
der mathematischen Gewißheit; Wilhelm Meinecke, Die Bedeutung der
Nicht-Euklidischen Geometrie in ihrem Verhältnis zu Kants Theorie der
mathematischen Erkenntnis, y Paul Nartop, Die logischen Grundlagen der
exakten Wissenschaften).
95
creatividad del segundo no se encuentra limitado por la primera.61 El
problema reside en que Kant, al no poder imaginarse las geometrías no
euclidianas, pensaba que estas, si bien son lógicamente posibles, no son
construibles, es decir, no pueden remitir a la intuición, lo que las reduce
a ser entidades de la razón. Creencia que puede ser corregida acudiendo
a los actuales textos de geometría, que hacen patente la compatibilidad
de las geometrías no clásicas con la intuición.
En la exposición del tiempo he tratado de ceñirme al método de ex-
posición sintético, propio de la KrV, pero, para evitar repeticiones, en
la aproximación al espacio, he tratado de aproximarme al método ana-
lítico de los Prolegómenos. Sin embargo, por razones pedagógicas, me
parece necesario volver ahora a la exposición metafísica del concepto
de espacio, esto es, a la representación clara de lo que pertenece a dicho
concepto, en cuanto dado a priori. Así como el tiempo es movimiento
percibido, podemos afirmar ahora que el espacio es diversidad percibi-
da.62 En el sentido común se dice que las cosas se encuentran enfrente
de mí o fuera de mí, que las cosas ocupan un lugar distinto del que
ocupa el sujeto que las percibe. Pero la noción de lugar presupone la
de espacio, ya que “lugar” significa un ámbito del espacio localizado
61
“La espontaneidad del pensar geométrico se manifiesta por primera vez en
este aspecto de la síntesis basado en el carácter axiomático de la geometría
[…]. Por ejemplo, la axiomática de Hilbert comienza diciendo: ‘Imagine-
mos tres sistemas distintos de cosas’, y luego los axiomas atribuyen a esas
cosas libremente pensadas propiedades libremente puestas. Por esta razón,
el concepto triángulo es compatible tanto con el concepto suma de ángulos
igual a dos rectos, como con los conceptos suma de ángulos mayor que dos
rectos y suma de ángulos menor que dos rectos. La espontaneidad del pen-
sar ya se manifiesta en esta libertad que impera en el planteo inicial, pero
también en la construcción axiomática ulterior.” Immanuel Kant, p. 23.
62
“El espacio inteligible es la representación formal del sujeto, en la medi-
da en que éste es afectado por cosas externas”. Immanuel Kant, Transi-
ción de los principios metafísicos de la ciencia natural a la física (Opus
postumum), Barcelona, Editorial Anthropos, 1991, xxii, 525.
96
mediante su relación con otras cosas (el yo aquí, la cosa allá). A ese sis-
tema de relaciones que hace posible localizar el lugar es a lo que Kant
llama espacio; pensemos en los términos que utilizamos para referirnos
a él: arriba, abajo, a la derecha e izquierda, etcétera. Lo que nos enseña
la geometría es que la forma de ese sistema de relaciones puede variar,
pues esto depende de la creatividad del entendimiento y sus conceptos,
pero en todos los casos se presupone ese sistema en términos intuitivos.
97
porque parece conducirnos a las tradicionales dificultades para concep-
tualizar el espacio. En los primeros capítulos del libro iv de la Física (el
mismo en que se aborda el tema del tiempo), Aristóteles advierte que
aquellos que sostienen la existencia del vacío, admiten también la exis-
tencia del lugar, ya que el vacío sería un lugar desprovisto de cuerpos; es
decir, el lugar y el espacio terminan por ser sustancializados.
63
Física, 208b25 y 209a30-35, respectivamente.
98
Analítica de los conceptos
99
1. Reflexión y formación de conceptos
64
“A todo objeto lo conocemos solamente por predicados que enunciamos
o pensamos de él. Antes de eso, lo que se encuentra en nosotros como
representación es sólo materia, pero no conocimiento. Por eso, un objeto
es tan sólo un algo en general, que pensamos mediante ciertos predicados
que forman su concepto”. Immanuel Kant, Lógica. Un manual de lecciones,
Madrid, Ediciones Akal, 2000, Reflexión 4634.
100
entendimiento”. Kant habla de tres actus lógicos del entendimiento,65
mediante los cuales se generan los conceptos:
Ante todo destaca que los tres actos lógicos del entendimiento se en-
marcan en el contraste entre la diversidad de las intuiciones, vinculadas
en un orden espacio temporal, y la unidad de la conciencia. Como vere-
mos un poco más adelante esto representa una cuestión fundamental de
este proceso. Pero, por el momento, podemos mantenernos en el aspecto
más evidente o superficial y acudir a un ejemplo del propio Kant. Imagi-
nemos que vemos un pino, un sauce y un tilo. Comparándolos encuen-
tro, de manera inmediata, una multiplicidad de diferencias entre ellos.
A continuación reflexionaré acerca de lo que podrían tener en común,
y encuentro que, a pesar de las diferencias, son objetos que poseen un
tronco, ramas y hojas. Puedo abstraer las diferencias y, de esto modo,
accedo al concepto de árbol.
Cabe destacar que a diferencia de la descripción que podemos cali-
ficar de atomista de la experiencia, Kant se inclina por una perspectiva
holística. Así como no tenemos intuiciones aisladas, sino que ellas apa-
recen relacionadas en un orden espacio temporal, en la formación de
conceptos se da un vínculo entre ellos que hace posible su definición.
Kant retoma el principio de Spinoza, toda determinación es negación,
y habla, junto al juicio afirmativo (S es P) y el juicio negativo (S no es P),
65
Ibid., 1, Observ. 1, § 6.
101
del juicio infinito (S es no P). Con ello se plantea que la definición de un
concepto se da tanto por las determinaciones que le son propias, como
por su relación con los otros conceptos. El lenguaje no es una simple
colección de nominaciones aisladas, como lo describen Hobbes y Locke,
sino un sistema.
Como hemos señalado, el proceso de formación de conceptos co-
mienza con la comparación de los contenidos que nos ofrece el amplio
espectro de intuiciones, donde es posible localizar diferencias y seme-
janzas. De inmediato, Kant agrega que todo juicio y toda comparación
requieren de una reflexión, a la cual define de la siguiente manera:
102
pero también las diferencias) y a los intereses del sujeto. La reflexión es
una forma de deliberación y esta se caracteriza por implicar un cierto
grado de libertad del sujeto.
Kant se opone a lo que podemos llamar realismo dogmático, el cual
consiste en creer que el mundo se encuentra constituido por objetos ya
determinados, con independencia de los conceptos que son utilizados
para referirse a ellos, y que, por tanto, solo cabe una descripción verda-
dera de ellos. Por el contrario, cuando introduce la noción de cosa en
sí, él asume que un objeto puede describirse de diferentes maneras.66 El
hecho de que la reflexión busca transitar de la diversidad de la aprehen-
sión a la unidad del concepto indica que se trata de una actividad ligada
a la imaginación, porque ella representa la mediación entre ambas facul-
tades. “Ahora bien, lo que conecta lo diverso de la intuición sensible es
la imaginación, la cual depende del entendimiento en lo que se refiere
a la unidad de su síntesis intelectual, mientras que depende de la sensi-
bilidad en lo que se refiere a la diversidad de la aprehensión” (B 164).
Pero la imaginación no se limita a reproducir las imágenes, sino que ella
también es espontaneidad, es decir, tiene un carácter productivo.
Al vincular el proceso de formación de conceptos a la flexibilidad pro-
pia de la imaginación en su actividad reflexiva, Kant se abre a la diversi-
dad de esquemas conceptuales y además, de manera implícita, cuestiona
un viejo presupuesto de la epistemología. Tradicionalmente se asume que
66
En otro lugar he señalado que Kant y Quine coinciden en la imposibili-
dad de separar los aspectos fáctico y lingüístico. Sobre esto también cabe
remitir a la sugerencia que hace Hilary Putnam sobre una manera de leer
a Kant: “El internalismo no niega que haya inputs experienciales en el co-
nocimiento; el conocimiento no es un relato que no tenga otra constricción
que la coherencia interna; lo que niega es que existan inputs que no estén
configurados en alguna medida por nuestros conceptos, por el vocabulario
que utilizamos para dar cuenta de ellos y para describirlos, o inputs que
admitan una sola descripción, independiente de toda opción conceptual”.
Razón, verdad e historia, Madrid, Editorial Tecnos, 1988. p. 64.
103
la objetividad consiste en la descripción de las cosas como son en sí mis-
mas, por lo que la verdad, esto es, la adecuación entre el enunciado y los
hechos, se erige en la noción primaria. En cambio, al admitir la posibili-
dad de una pluralidad de descripciones, Kant de ninguna manera renuncia
a la noción de verdad como adecuación, pero la subordina al tema de la
objetividad, el cual remite ahora a las reglas que deben guiar el proceso
reflexivo y que deben ser reconocidas como válidas por todo sujeto ra-
cional.67 En los Prolegómenos esto se plantea en términos de la conocida
distinción entre juicios de percepción y juicios de experiencia.
En los juicios de percepción el enlace entre las representaciones
únicamente expresa la asociación que hace su portador, de acuerdo a
su estado variable. En los juicios de experiencia la asociación entre
representaciones se sustenta en una regla susceptible de ser asumida
como válida por cualquier sujeto que se refiera a ese mismo objeto;
en términos kantianos, “las enlazo” en una conciencia en general. Un
ejemplo simple sería la diferencia entre decir “Tengo frío” y afirmar
“La temperatura del cuarto es de diecinueve grados”.68 De acuerdo con
este planteamiento el objetivo es encontrar y explicar aquellas reglas
de la reflexión que le otorgan su carácter objetivo. Desde la perspectiva
67
“Validez objetiva y validez universal necesaria (para todos) son, por tanto,
conceptos intercambiables; y aunque no conocemos el objeto en sí, sin em-
bargo, cuando consideramos que un juicio es válido para todos y por tanto
necesario, entendemos precisamente con ello la validez objetiva”. Prolegó-
menos, § 19.
68
El editor y traductor de los Prolegómenos, Mario Caimi, comenta que en el
idioma castellano la distinción entre estos dos tipos de juicios se relaciona
con la distinción entre ser y estar: “‘la habitación es caliente’ enuncia algo
acerca de la naturaleza de la habitación; es una proposición que pertenece
a una descripción objetiva de la habitación, de alcance intersubjetivo […].
En cambio, la proposición ‘la habitación está caliente’ no pretende enunciar
ninguna propiedad de la habitación misma, sino más bien dice el efecto que
la percepción de la habitación produce en mi peculiar estado perceptivo”.
pp. 151 y 152.
104
que hemos seguido en esta reconstrucción, lo primero que hace Kant es
introducir la distinción entre reflexión lógica y reflexión trascendental
(B 317-319). La reflexión lógica consiste en la simple comparación de
las representaciones, sin tomar en cuenta la facultad cognoscitiva en la
que se sustentan; es decir, considera que todas las representaciones son
homogéneas. En contraste, la reflexión trascendental toma en conside-
ración la facultad cognoscitiva de la que provienen y, además, utiliza
conceptos comparativos, que hacen posible distinguir diversas formas
de relación. La capacidad de diferenciar tipos de representación y for-
mas de comparación crea las bases de un pensamiento objetivo.
105
forma parte de la crítica a las posiciones racionalistas y empiristas. La
tesis kantiana es que los representantes de ambas posiciones tendían a
mantenerse en una reflexión lógica, lo cual tuvo como consecuencia el
que Leibniz intelectualizara los fenómenos, mientras que Locke sensi-
bilizara los conceptos del entendimiento, es decir, que no los conside-
rara más que como conceptos de reflexión empíricos y, por tanto, ais-
lados. Kant sostiene que la reflexión trascendental requiere diferenciar
entre las funciones de la sensibilidad y el entendimiento, pero, al mismo
tiempo, afirma que no debemos perder de vista su unidad, ya que el
conocimiento exige que ambas actúen conjuntamente.
En el apéndice titulado “La anfibología de los conceptos de reflexión”
(B 316), Kant hace una breve pero importante observación: “Esta reflexión
trascendental es un deber del que no puede librarse nadie que quiera formu-
lar juicios a priori sobre las cosas” (A 263). Si diferenciar tipos de reflexión
y formas de comparación sienta las bases de la objetividad, cumplir con esa
elevada exigencia requiere más elementos, los cuales tienen que localizarse
profundizando en el análisis de esta actividad. Para ello podemos acudir a
las distinciones que en la Crítica del Juicio se utilizan de manera amplia:
juicio determinante y juicio reflexionante. Veamos dos definiciones:
69
Immanuel Kant, Primera introducción a la «Crítica del Juicio», Madrid,
Visor, 1987, p. 49.
106
las cuales solamente puede subsumirse en lo general), es determi-
nante. Pero si sólo es dado lo particular, sobre el cual él debe en-
contrar lo universal, entonces el Juicio es solamente reflexionante.70
70
Immanuel Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Editorial Tecnos, pp. 89 y 90.
107
jerarquía que había planteado la metafísica. En efecto, tradicionalmente
se asumía la prioridad genética y ontológica de lo perfecto, para después
derivar lo menos perfecto. Se trata de la llamada Gran Cadena del Ser, que
tiene su expresión paradigmática en la filosofía de Plotino. Lo que pro-
puso Darwin fue invertir este presupuesto y, además, utilizar un lenguaje
más cercano a la observación. Se trata de tomar como punto de partida lo
más simple para después aumentar el grado de complejidad.
Una vez realizada dicha inversión, el problema es encontrar un prin-
cipio que permita explicar el proceso evolutivo. En el tercer capítulo de
su texto fundamental, El origen de las especies (1859), Darwin afirma
que la teoría económica de Thomas Malthus lo inspiró para proponer la
lucha por la existencia como uno de los factores más importantes de la
evolución. Cuando presentó su teoría a la Royal Society, gran parte de sus
miembros respondieron que se trataba de una narración muy ingeniosa,
pero que le faltaba la solidez de una auténtica explicación científica. Por
una parte, los distinguidos miembros de la academia tenían razón; por
otra, se equivocaron al no percibir que la descripción darwiniana abría un
camino de investigación muy fructífero, como se ha demostrado hasta la
fecha. En la actualidad, la teoría de la evolución es mucho más compleja
de lo que en su momento Darwin presentó; sin embargo, es la reflexión de
este quien abrió la posibilidad de ese gran desarrollo.
Dicho a posteriori, parece que acceder a los frutos de la reflexión es
relativamente fácil. Pero se requiere de un conocimiento directo de esa
actividad para percibir la dificultad que encierra. Precisamente, la com-
plejidad de la actividad reflexiva, la cual trasciende por mucho cual-
quier manual de metodología, es lo que hace muy costosa la formación
de científicos, así como de filósofos y artistas.71 Aunque Kant admite
la presencia de una cierta capacidad reflexiva en los animales, sostiene
71
“Queda así claro que, si bien el entendimiento puede ser enseñado y equipa-
do con reglas, el Juicio es un talento peculiar que sólo puede ser ejercitado,
no enseñado”. (A 133, B 172)
108
que es el desenvolvimiento de esa facultad, ligada a la imaginación, lo
que nos humaniza.
La reflexión requiere de principios que permitan orientar su com-
pleja actividad. El primero de ellos es asumir que a partir de cualquier
conjunto de intuiciones es posible acceder a un concepto, ya que sin
ese presupuesto la reflexión se realizaría azarosa y ciegamente. Ligado
de manera estrecha a este primer principio se encuentra otro que po-
demos calificar de teleológico (conformidad a un fin), el cual consiste
en introducir el presupuesto de la existencia de un orden. Si Leibniz
consideraba que era posible demostrar la existencia de ese orden, Hume
sostenía que se trata de una creencia que solo tiene una base psicológi-
ca; en contraste con ellos, Kant afirma que se trata de un presupuesto,
pero que tiene un carácter trascendental, es decir, que es un elemento
necesario para el buen funcionamiento de la actividad reflexiva en su
esfuerzo por acceder a la síntesis conceptual. Podemos decir que Kant
recupera la noción aristotélica de causa final, pero le otorga únicamente
un carácter heurístico.
72
Crítica del Juicio, § 10. Salvi Turró ofrece una reconstrucción clara de
esta definición: “Según la definición kantiana de fin, decimos que F es fin
respecto del objeto O si y sólo si 1) F es una reconstrucción conceptual y
si 2) sin F no se daría O, es decir, cuando el concepto F es causa del objeto
109
Mientras Aristóteles considera que la teleología tiene un carácter onto-
lógico, lo cual presupone que existe un orden, con independencia de la ma-
nera en que lo conocemos, para Kant la teleología es solo el recurso central
de la reflexión; la realizamos como si existiera un orden, y al hacerlo nues-
tra primera pretensión no es la verdad (adecuación a los hechos), sino la
reducción de la complejidad (inherente a la multiplicidad de intuiciones)
con el objetivo de crear un modelo que permita orientarnos, posteriormen-
te, en la investigación empírica. Si bien esta forma en que la reflexión
opera se encuentra en toda actividad científica, me parece que es en las
ciencias sociales donde se hace más evidente (aunque, sin duda, la biología
es un caso muy interesante). Pensemos en las llamadas historias naturales
o conjeturales que proliferaron en el siglo xviii o en los tipos ideales de los
que se habla en la sociología de Max Weber.
Cuando Adam Smith, por ejemplo, presenta su modelo de desarro-
llo social (el paso de la sociedades rudas a las civilizadas) no habla
de ninguna sociedad en particular; se trata simplemente de un modelo
dinámico, abstracto, que hace posible reducir la enorme complejidad
del desenvolvimiento histórico y, gracias a ello, permite plantear, en
hipótesis, conexiones causales entre los fenómenos (el incremento en
la productividad social es un efecto de la división del trabajo y esta, a
su vez, se encuentra ligada al desenvolvimiento del mercado, etcéte-
ra). Armados con estos modelos, nos podemos adentrar en la investiga-
ción empírica, en la cual, evidentemente, tendrán que ser modificados,
ampliados, transformados o, incluso, desechados.73 Con esto, podemos
110
aproximarnos de nuevo a la complejidad empírica y formular explica-
ciones, en las que aparece, ahora sí, una pretensión de verdad con un
grado de justificación variable.
Los productos de la teleología reflexiva tienen, de manera ineludi-
ble, un carácter contingente. Por ejemplo, puedo narrar la historia de la
humanidad en términos de progreso, pero también se puede desarrollar
una narración de esta como un proceso de decadencia. Ambas narracio-
nes tienen un sustento empírico muy amplio sin que podamos establecer
que una de ellas es verdadera y la otra falsa. Para llegar a una conclusión
definitiva tendríamos que trascender la temporalidad histórica y eso,
como seres finitos, nos está vedado, aunque Hegel pensó que no era así.
Lo importante en este punto es advertir que el recurso teleológico de
la reflexión, en la medida en que está dirigido a la diversidad empírica,
no podrá conducir a la universalidad y necesidad que busca Kant. Sin
embargo, en la medida en que la crítica de la razón tiene un carácter
puro, es decir, que se abstrae esa diversidad empírica, para pensar en la
reflexión en sí misma, se abre esa posibilidad. La lógica trascendental
busca analizar la reflexión, al poner entre paréntesis su dimensión sen-
sible, para centrarnos en la dimensión ligada al entendimiento. Recor-
demos que la reflexión se encuentra vinculada a la imaginación y esta,
como mediación, tiene esas dos dimensiones. Se trata de buscar aquellos
elementos que son necesarios y universales para la actividad reflexiva.
Pensar, en general, y reflexionar, en particular, son actividades ligadas
a la facultad de juzgar. El juicio, a su vez, sintetiza las representaciones:
“Entiendo por síntesis, en su sentido más amplio, el acto de reunir dife-
rentes representaciones y de entender su variedad en un único conoci-
miento” (B 103). En la lógica tradicional se plantea que el verbo ser co-
significa esa síntesis (cópula), de ahí que el juicio S es P se convierta en la
111
forma canónica. Por su parte Kant resalta, al igual que Aristóteles, que el
ser se dice de muchas maneras, es decir, que tiene distintos significados,
lo cual desde su perspectiva significa que remiten a las diversas formas
de síntesis, a las que calificará como síntesis pura, ya que abstraemos su
contenido para centrarnos en su aspecto formal. Voy a citar un amplio
pasaje de la KrV porque me parece que resume la manera en que Kant
introduce las categorías entendidas como conceptos (puros), que si bien
tienen su génesis en la reflexión, al denotar las distintas funciones lógicas
del juicio, no el contenido empírico, se erigen en entidades necesarias
para que el entendimiento pueda determinar los objetos:
112
En este texto se explica con claridad por qué se vincula la tabla de los
juicios a la tabla de las categorías. Si el juicio es lo que permite sintetizar
la diversidad de representaciones de la intuición en la unidad conceptual
del entendimiento, entonces los distintos tipos de juicios nos ofrecen el
camino para encontrar las distintas modalidades de síntesis pura. Kant
considera que, a diferencia de Aristóteles, él ha establecido un método
para localizar las categorías. En este punto se abre una amplia polémica,
la cual continúa hasta nuestros días; en esta podemos distinguir dos gran-
des temas: el primero es establecer si la tabla de los juicios que se presenta
en la KrV es completa. Sobre esto tiendo a pensar que en la argumenta-
ción kantiana se impone el afán arquitectónico sobre el análisis empírico
de la diversidad de juicios. El segundo sería que, a pesar de aceptar el
método kantiano, todavía podríamos discutir si en esa multiplicidad de
categorías se da una jerarquía y, gracias a eso, reducir su número.
Sobre lo anterior, pienso que las dos categorías fundamentales co-
rresponden a lo que Leibniz calificó como los dos principios de la razón
(principio de identidad y el principio de razón suficiente). De esta ma-
nera, tenemos la categoría de unidad como paradigma de lo que Kant
llama categorías matemáticas, esto es, categorías que indican las con-
diciones para hacer juicios sobre objetos y la categoría de causalidad
como paradigma de las categorías dinámicas, es decir, las que indican
cómo un objeto se encuentra determinado en relación con los otros. Sin
embargo, no me encuentro capacitado para llegar a una conclusión que
pueda justificar con grado de solidez suficiente. Por tanto, como en otros
puntos, dejo abierta esta discusión.
También queda claro en el texto que las categorías son lo que podemos
llamar conceptos de segundo orden, ya que no remiten directamente a
objetos de la experiencia, sino que son conceptos que nos permiten forjar
conceptos, de ahí que cumplan con la calificación de géneros supremos,
esto es, de determinaciones presentes en todos los conceptos (las catego-
rías son conceptos de un objeto en general). Las categorías, como concep-
113
tos puros a priori, representan las condiciones de una experiencia posible;
en ellas se sustenta el sistema de los principios del entendimiento puro
(juicios sintéticos a priori), que define la objetividad del conocimiento:
“las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen,
a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia y
por ello poseen validez objetiva en un juicio sintético a priori” (A 158).
Son ellas las que marcan el paso desde el proceso de reflexión a la acción
de determinación, por parte del entendimiento.
El haber iniciado esta reconstrucción por la Capacidad del Juicio
(Urteilskraft), siguiendo la sugerencia de Hölderlin, permite aclarar el
carácter de esas categorías. Su génesis se encuentra en el proceso re-
flexivo y, por tanto, son también producto de la experiencia (todo cono-
cimiento comienza con la experiencia), es decir, no tienen nada que ver
con la noción de ideas innatas. Sin embargo, a diferencia de los concep-
tos empíricos, no son el resultado de una inferencia inductiva, por lo que
no se justifican en la experiencia, sino en la manera en que pensamos;
son el contenido trascendental que introduce el entendimiento, como
reglas, en su actividad sintetizadora. Por eso, en términos lógicos, las
categorías, en tanto condiciones de una experiencia posible, la prece-
den.74 Las categorías por sí mismas no son conocimiento alguno, se trata
de formas del pensamiento destinadas a convertir en conocimiento las
intuiciones dadas (consultar B 288).
Para acceder a una comprensión más precisa veamos brevemente el
caso de la categoría que ha jugado un papel central en la historia de la
filosofía; me refiero, por supuesto, a la categoría de sustancia. Como he-
mos mencionado, Aristóteles sostiene que el ser (algo que es) se dice de
74
Creo que ayudaría a la comprensión de la argumentación si distinguimos
entre experiencia, en un sentido amplio, como cuando decimos que todo
conocimiento comienza con la experiencia, y experiencia, en sentido estric-
to, que remite a conocimiento objetivo, como cuando distinguimos entre
juicios de percepción y juicios de experiencia.
114
muchas maneras, pero su sentido primario es el de sustancia, entendida
como aquello que es permanente en las cosas cambiantes; lo que existe
por sí mismo y no por otra cosa,75 por tanto, es el sustrato de los acciden-
tes, aquello que les da su soporte. En la filosofía aristotélica la categoría
tiene un sentido ontológico, ya que se refiere a la esencia, aquello que
los escolásticos denominaron la quididad (aquello por lo que una cosa
es lo que es); así como un sentido lógico o gramatical: se trata del sujeto
de las predicaciones. El gran presupuesto es que la estructura gramatical
(lógica) coincide o se adecua a la estructura de las cosas en particular y
a la estructura del mundo en general.
A pesar de la radicalidad de su duda, Descartes nunca cuestiona el
significado tradicional de la categoría de sustancia; por el contrario, es
el centro en el cual gira toda su reflexión filosófica. Hume desarrolla una
crítica sistemática al resaltar que el concepto de sustancia no tiene una
justificación empírica, sino que se trata de lo que podemos denominar un
producto mental. Aunque Kant coincide con Hume, al mismo tiempo sos-
tiene que su justificación, en tanto categoría, se encuentra en la reflexión
sometida al imperativo de síntesis del entendimiento. De la misma ma-
nera que no podría existir el tiempo sin el contraste entre el movimiento
y el ahora, entendido como parámetro constante o en reposo, tampoco
podríamos pensar (juzgar) sobre el mundo sometido al devenir si el en-
tendimiento no introdujera la categoría de sustancia, entendida como algo
que permanece. Cuando decimos “La vela se consumió” asumimos que a
pesar de la radical transformación de sus atributos hay algo que permane-
75
“Entidad [sustancia], la así llamada con más propiedad, más primariamente
y en más alto grado, es aquella que, ni se dice de un sujeto, ni está en un su-
jeto, v.g.: el hombre individual o el caballo individual […]. Todas las demás
cosas, o bien se dicen de las entidades primarias como de sus sujetos, o bien
están en ellas como en sus sujetos”. Aristóteles, Tratados de lógica (Ór-
ganon) I. Categorías - Tópicos - Sobre las refutaciones sofísticas, Madrid,
Gredos, 2000, Cat., 2a11-19.
115
ce. Esto último es algo que introduce la conciencia para dar unidad a los
procesos y, de esta manera, poder conceptualizarlos.
La categoría de sustancia pierde su sentido ontológico para retomar
solamente su sentido gramatical: sujeto de las predicaciones. Dicho de
una manera simple, en la formación de conceptos presuponemos una sus-
tancia como un sustrato o un conjunto vacío, al que agregamos, mediante
el juicio, determinaciones. Con esto se establece que el concepto no se
define ni por la unidad sustancial, ni por la diversidad de sus determina-
ciones, consideradas de manera aislada, sino por la unidad de la plurali-
dad. Además, se asume que el sentido primordial o básico del ser no es
la sustancia, entendida como entidad, sino la relación. De hecho, cuando
Kant habla de la sustancia la sitúa en las categorías dinámicas, aquellas
que se refieren a las relaciones, en términos de inherencia y subsistencia
(substantia et accidens). El verbo ser, al cosignificar la síntesis temporal
de sujeto y predicado, de manera implícita, remite también a la relación
entre la diversidad empírica y la unidad de la conciencia; esto, como ve-
remos más adelante, es la clave de la deducción trascendental.
116
como diría Hegel, movimiento percibido. Pero lo constante, a su vez,
no denota una entidad dada, sino que es un producto de la actividad
sintetizadora del entendimiento en la propia experiencia. Por esto Kant
establece como principio básico que la síntesis precede siempre al análi-
sis. Tanto la unidad de la conciencia como la unidad del objeto son pro-
ductos de la actividad sintetizadora que desarrolla el entendimiento en
la experiencia. Cabe advertir que en el texto recién citado se advierte el
gran peso de la metafísica sustancialista, respaldada por el uso cotidiano
del lenguaje, ya que en este Kant identifica el tiempo con lo permanente,
lo no transitorio, cuando tendría que decir que el tiempo es la relación
entre lo permanente, el ahora, y el contenido empírico y cambiante del
ahora. Me parece que la lucha contra ese poderoso embrujo del lenguaje
es una de las principales fuentes de las ambigüedades y dificultades que
encontramos a lo largo del texto kantiano; sin embargo, también nos
permite apreciar el esfuerzo titánico de la argumentación que se desa-
rrolla en esta obra pionera.
2. La deducción trascendental
117
se ha localizado algo en la percepción que sea constante o permanente,
sino que se trata de una condición universal y necesaria para pensar la
realidad en continua transformación. Podemos decir que las categorías
expresan las determinaciones que el contenido fenoménico ha de tener
para valer como objeto y, en esa medida, son elementos que comparten
las distintas descripciones. Las categorías son “conceptos de un objeto
en general mediante el cual la intuición de éste es con[s]iderada como
determinada en relación con una de las funciones lógicas”. (B 128)
En los términos de los Prolegómenos, las categorías son las que ha-
cen posible transitar de los juicios de percepción a los juicios de expe-
riencia, debido a que introducen las normas para sintetizar las intuicio-
nes, las cuales son comunes a todo sujeto racional, o como se plantearía
en la actualidad, las categorías poseen una validez intersubjetiva.
118
no del conocimiento inmediato del objeto (pues este conocimiento
es imposible), sino meramente de la condición de la validez uni-
versal de los juicios empíricos, la cual, como se ha dicho, jamás se
funda en las condiciones empíricas ni, en general, en condiciones
sensibles, sino en un concepto puro del entendimiento.76
119
tica. Pero si se asume que percibimos el mundo a través del lenguaje y
este no es medio neutral o transparente, sino que en él la espontaneidad
o actividad del entendimiento hace posible la determinación del objeto
de la experiencia, entonces lo primero es establecer la objetividad como
condición necesaria para que un enunciado sea susceptible de ser verda-
dero o falso. De acuerdo con esto, el punto de partida se encuentra en la
dimensión pragmática, donde se establece el acuerdo que nos permite re-
ferirnos a los objetos. Desgraciadamente, Kant no lo plantea en términos
de un giro pragmático, sino a partir de una perspectiva tradicional que le
conduce a la idea de un yo trascendental.77
La primera versión de la deducción trascendental (A) tiene un carác-
ter que podemos llamar psicologista. Incluso me parece que gran parte
de esta podría haber sido firmada por Hume. En ella se distinguen, en
el proceso de formación de los conceptos, tres operaciones de síntesis:
aprehensión, reproducción y reconocimiento. Estas remiten a la intui-
ción, la imaginación y el entendimiento, respectivamente.
Toda síntesis de aprehensión en la intuición se da en un tiempo de-
terminado, ya que el tiempo es la condición a priori de la sensibilidad.
Cuando percibimos un objeto en diferentes tiempos, en cada uno de
ellos tenemos una impresión sensible, pero no decimos que hemos in-
77
Esta idea será utilizada por Heidegger cuando plantea su teoría de la verdad
como apertura del mundo. Cada lenguaje abre distintos mundos, cabe señalar
que con ello no se cuestiona la noción de verdad como correspondencia;
la tesis consiste en afirmar que el acuerdo implícito en el lenguaje es una
condición de la verdad. Sobre esto Wittgenstein dice: “«¿Dices, pues, que
la concordancia de los [seres humanos] decide lo que es verdadero y lo que
es falso?» —Verdadero y falso es lo que los [seres humanos] dicen; y los
[seres humanos] concuerdan en el lenguaje. Ésta no es una concordancia de
opiniones, sino de forma de vida”. Investigaciones, § 241. “A la comprensión
por medio del lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las definicio-
nes, sino también (por extraño que esto pueda sonar) una concordancia en los
juicios. Esto parece abolir la lógica; pero no lo hace”. Ibid., § 242.
120
tuido diferentes objetos, sino que es el mismo objeto: cuando llego a la
universidad en automóvil veo el costado del edificio donde doy clase;
posteriormente al aproximarme caminando a este percibo su fachada;
luego, al entrar, advierto lo que podemos llamar su estructura, esto es,
el lugar en que se sitúan las escaleras y los pasillos que conducen a los
diferentes salones; al cruzar una de esas puertas tengo la visión del salón
de clases que me corresponde. En este lapso no digo que percibo cosas
distintas, sino que he percibido el edificio B.
Cada síntesis de la aprehensión se reproduce, gracias a la actividad
de la imaginación, en los siguientes tiempos del proceso. De esta ma-
nera se combinan las distintas aprehensiones, para constituir la unidad
que hace posible el reconocimiento, gracias al concepto utilizado por el
entendimiento. Si denomino Ix a cada aprehensión, tx al tiempo en que
cada una de ellas se da y + a la reproducción, la síntesis en su conjunto
puede ser representada de la siguiente manera:
t1 : I1
t2 : I2 + I1
t3 : I3 + I2 + I1
t4 : I4 + I3 + I2 +I1
…..
tn : In … + I4 + I3 + I2 + I1 ⇒ Reconocimiento
121
condición necesaria, porque pensar y conocer un objeto son cosas distin-
tas; las categorías nos permiten pensar el objeto, pero el conocimiento
exige volver a la intuición para establecer el contraste entre la unidad
conceptual y la multiplicidad empírica. Esto último es importante ya que
ese constante contraste imprime su dinámica a los conceptos empíricos.
Una vez que se analiza la complejidad de la síntesis (aprehensión,
reproducción y reconocimiento) se transita, según la primera edición
de la KrV, de la deducción subjetiva a la deducción objetiva. Hemos
visto que, a diferencia del realismo dogmático, para Kant el objeto no
es algo dado, sino algo que se produce a través de la unidad sintética
de la multiplicidad de la intuición. En otras palabras, ser un objeto
significa ser algo determinado por un concepto. Cuando digo “Veo el
edificio B de la universidad” no refiere a una aprehensión particular,
sino a la diversidad de aprehensiones unificadas por el concepto, el
cual introduce, de manera implícita, la regla de su síntesis (una o va-
rias de las categorías).
Si el modo de representación propio del entendimiento es el con-
cepto, su operación distintiva es el juicio, cuya cópula cosignifica pre-
cisamente la síntesis temporal. Recordemos que el tiempo remite a la
relación entre el movimiento y la conciencia que lo percibe, la cual in-
troduce el ahora que sirve como parámetro externo y constante para uni-
ficar sus diversos momentos (regla de sucesión). De la misma manera,
la unidad del objeto presupone la unidad de la conciencia, ya que esta
sintetiza sus determinaciones.
122
formaría un todo, ya que carecería de una unidad que sólo la con-
ciencia puede suministrar. (A 103)78
123
jetividad de la experiencia, no es una realidad dada, sino que esa unidad
se constituye a través de la propia experiencia. Basados en esta última,
lo único que podemos afirmar de la mente (Gemüt) es que se trata de
una actividad y que esa actividad puede caracterizarse, básicamente,
como síntesis de la diversidad empírica. Por eso, no en términos tras-
cendentales, o de validez, sino genéticos, se puede decir que la actividad
de síntesis genera la unidad de los objetos (su determinación mediante
conceptos) y también la unidad de la conciencia, o que la unidad de la
conciencia es producto de su propia actividad. Cabe decir que en esta
caracterización de la conciencia confluyen dos principios básicos que
subyacen a la argumentación kantiana: 1) La relación como significado
básico o primario del ser y 2) la prioridad de la síntesis sobre el análi-
sis. Por otra parte dicha caracterización será retomada por Fichte, como
punto de partida de sus propias reflexiones filosóficas, y propone para
denominar a la conciencia un término extraño pero muy preciso, que ya
mencioné antes: Tathandlung; su traducción literal es “hecho-acción”.
Veamos ahora una breve reconstrucción de los dos argumentos que
se desarrollan en “La relación del entendimiento con los objetos en
general y la posibilidad de conocerlos a priori” (A 115). El primero
parte de la apercepción pura y el segundo comienza, en cambio, por
lo empírico.
124
1.3) Esa unidad sintética presupone o incluye una síntesis, la que tam-
bién tiene que ser a priori. La unidad trascendental de la aper-
cepción se relaciona, pues, con la síntesis pura de la imaginación
como una condición a priori que permite combinar la diversidad
del conocimiento (síntesis productiva de la imaginación).
1.4) En relación con la síntesis de la imaginación, la unidad de la
apercepción es el entendimiento; en relación con la síntesis
trascendental de la imaginación, esa misma unidad es el enten-
dimiento puro. Por consiguiente, el entendimiento puro es un
principio formal y sintético de todas las experiencias gracias
a las categorías y a que los fenómenos se hallan en relación
necesaria con ese mismo entendimiento.
125
2.4) A su vez, el fundamento objetivo del reconocimiento (la determina-
ción del fenómeno como objeto de la experiencia), en la medida en
que se refiere solo a la forma de dicha experiencia, es posible gracias
a las categorías. La facultad de estas reglas es el entendimiento.
2.5) Por tanto, la unidad de apercepción es la condición de posibili-
dad o el fundamento trascendental que explica la necesaria re-
gularidad de todos los fenómenos contenidos en la experiencia.
Esa regularidad remite al entendimiento puro que, gracias a las
categorías, establece la ley de unidad sintética de todos los fenó-
menos en lo que se refiere al aspecto formal de la experiencia.
126
existir tienen ese carácter formal; por ejemplo A = A. Pero no pueden
existir certezas respecto al contenido, ni nada que se parezca a un saber
absoluto, es decir, un saber donde se pierda el carácter temporal de la
síntesis inherente a los juicios. Todo saber es un producto humano y
como tal implica un límite. Precisamente, cuando Kant habla de la cosa
en sí, de manera implícita asume que el saber no agota el ser y, por tanto,
que la crítica representa una exigencia permanente. Me parece que se
trata de una visión de la ciencia más cercana a su historia que aquella
que desarrollaron algunos filósofos. Las críticas al supuesto formalismo
kantiano, se tornan, de manera inmediata, en sospechosas de un afán
dogmático, que aspira a trascender la perspectiva humana. Heidegger
acierta al sostener que una de las aportaciones de Kant es vincular de
manera indisoluble el conocimiento al tiempo y, en esa medida, a la
finitud humana.
La interpretación de Heidegger lo conduce a considerar que la primera
versión de la deducción trascendental es superior a la segunda porque al
resaltar el papel de la imaginación como mediación se hace patente que,
si bien sensibilidad y entendimiento poseen distintas funciones, son una
unidad.80 Con esto, además, queda patente ese vínculo entre conocimien-
to y temporalidad en referencia a la apercepción trascendental. Podemos
agregar que dicha versión se coordina mejor con la línea argumentativa
que hemos seguido en esta reconstrucción. Sin embargo, no creo adecua-
127
do preguntarse cuál de las dos versiones es mejor, sino reconocer simple-
mente que se trata de argumentaciones distintas y que la segunda versión
es más próxima a la manera en que usualmente utiliza Kant en sus obras.
Recordar el tema de la identidad personal en Hume ayuda a comprender
el planteamiento que Kant realiza en la segunda edición.
Hume observa que en la experiencia nunca se encuentra algo inva-
riable y continuo, todo lo que intuimos es “un haz o colección de per-
cepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible
y están en un perpetuo flujo y movimiento”.81 Por lo que en el nivel
empírico no se encuentra la identidad de un objeto a través del tiempo.
Dicha identidad es el resultado de diversas operaciones que realiza la
imaginación, pero no es algo que podamos observar. De esta manera,
cuestiona la noción de sustancia tradicional.82 Eso es exactamente lo
que sucede en el caso de la identidad personal; no se percibe una entidad
invariable y continua que constituya el yo o la mente.
81
Véase Tratado, p. 356, 252.
82
“Dejando a un lado la cuestión de ¿qué puede ser o no ser? por la de ¿qué
es realmente?, ruego a los filósofos que pretenden que tenemos una idea de
la sustancia de nuestras mentes que me indiquen la impresión que la produ-
ce y que me digan claramente de qué manera esta impresión actúa y de qué
objeto se deriva”. David Hume, Hume, Madrid, 2012, 4, p. 233.
128
[…] Y si mis percepciones fueran suprimidas por la muerte y
no pudiese ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar, después de
la disolución de mi cuerpo, mi yo resultaría totalmente aniquilado,
y no puedo concebir qué más se requiere para hacer de mí una per-
fecta nada.83
83
Ibid., 2, pp. 355-356 y 3, pp. 251-252, respectivamente.
129
pura o apercepción originaria (el yo como condición trascendental de la
experiencia). El principio de la unidad sintética de la apercepción es el
principio supremo de todo uso del entendimiento.
130
cópula del juicio no solo establece una relación entre los conceptos, sino
también, en tanto cosignifica la síntesis temporal, implica la referencia a
la unidad de la conciencia. Ahora bien, para que esa síntesis adquiera un
sentido objetivo, esto es, que se transforme en conocimiento, se requiere
del uso de las categorías. Si digo “Cuando sostengo un cuerpo siento la
presión del peso”, emito un juicio de percepción en el que no existe una
conexión necesaria entre los conceptos de cuerpo y peso. En cambio, si
afirmo “Los cuerpos son pesados”, aplico las categorías para crear una
unidad objetiva entre ellos, esto es, sostengo que el peso es un atributo
de los cuerpos y que ello puede ser percibido por cualquiera. Entonces,
las categorías, aunque por sí solas no constituyen conocimiento alguno,
en tanto formas del pensamiento, introducen una regularidad que hace
posible convertir a las intuiciones en conocimientos. La función sinte-
tizadora y reguladora de las categorías hace referencia a la unidad de la
conciencia como principio lógico.
131
6) Por tanto, las categorías son condiciones de posibilidad de la ex-
periencia. “No podemos pensar un objeto sino mediante catego-
rías ni podemos conocer ningún objeto pensado sino a través de
intuiciones que correspondan a esos conceptos”. (B 165)84
132
encuentra una regla de identificación, por lo que puede aplicarse a una
diversidad de objetos. A esto Kant lo denomina esquema y, en este caso,
nos referimos a esquemas empíricos.
El esquema representa la mediación entre el objeto y el concepto.
Como es frecuente, Kant ofrece un ejemplo confuso: el concepto empí-
rico de plato (Teller) guarda homogeneidad con el concepto puramente
geométrico de círculo. El problema es que dicho término es ambiguo;
de acuerdo al diccionario de la lengua alemana “plato” (Teller) puede
entenderse como sinónimo de disco, en ese caso, el juicio “El plato
es circular o redondo” es analítico y no explica con precisión la tesis
kantiana. Pero, como es más frecuente, “plato” puede entenderse como
el objeto que es utilizado para poner comida. En este caso el juicio es
sintético, pero la determinación elegida no es una buena regla de identi-
ficación, ya que, como sabemos, pueden existir platos con distintas for-
mas. Como sucede en los casos de los instrumentos (Zeug) es preferible
destacar aquellas determinaciones ligadas a sus funciones.
Sin embargo, en este tema, la confusión puede resultar de utilidad
porque hace patente que los conceptos se encuentran en continua co-
rrección, conforme se amplía la comparación entre los conceptos y los
objetos, ya que permite ir precisando aquellas determinaciones que re-
sultan fundamentales o básicas para detallar la regla de reconocimiento.
Pensemos, por ejemplo, en las determinaciones que usaban los alqui-
mistas medievales para definir el oro y las que usa la química actual.
Por otra parte, permite apreciar, en contra del realismo ingenuo, o dog-
mático, que aquello que consideramos esencial de un objeto depende
tanto del grado de conocimiento alcanzado, así como de la manera de
conceptualizar los objetos.
A pesar de eso, lo más adecuado para comprender el tema de esque-
matismo es, como hacen diversos comentaristas, acudir a un caso más
simple: cuando comparo varios animales y destaco las determinaciones
de cuadrúpedo con cola, pelo y bigotes, accedo al concepto de gato. Esto
133
nos da una regla elemental de identificación que puede convertirse en una
imagen esquematizada, muy próxima a los dibujos infantiles de dichos
animales. Pensemos también en las imágenes que encontramos, como
esquemas, en las puertas de los sanitarios de hombres y mujeres. Cabe
señalar que esto abre un campo de reflexión muy amplio que tiene que
ver con la relación entre metáforas y conceptos que destacó Nietzsche y,
posteriormente, ampliamente investigado por Hans Blumenberg.85
Con los conceptos puros del entendimiento, al carecer de contenido
extraído de la experiencia, no es posible construir un esquema empírico
que les permita una semejanza con los fenómenos a los que son apli-
cados. Pero Kant insiste en que se requiere esa mediación para superar
la heterogeneidad que existe entre los fenómenos y las categorías. Su
propuesta para resolver esta dificultad consiste en destacar que las ca-
tegorías, como expresión conceptual de la síntesis temporal, implícita
en la cópula del juicio, encuentran en el tiempo el recurso para estable-
cer la mediación con los fenómenos que ellas posibilitan conceptua-
lizar; a esto lo denomina esquema trascendental, cuya fórmula sería:
categoría + tiempo = esquema trascendental.
85
Hans Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Editorial
Trotta, 2003.
134
El esquema trascendental, como regla para la producción de imágenes
(esquematizadas), de acuerdo a las categorías, hace posible la subsunción
de los fenómenos a estas últimas, a través de los conceptos empíricos y gra-
cias al tiempo, el cual representa la mediación entre la diversidad empírica
y los conceptos puros del entendimiento. Cuando se emite un juicio, por
ejemplo, “El gato está en la cocina” o “La vela se consumió en tres horas”,
la síntesis realizada por el uso de estos conceptos empíricos presupone el
contraste entre algo constante, que como sustrato funciona como elemento
de unificación, y las determinaciones sometidas al cambio. La introducción
de ese sustrato constante (el sujeto de las predicaciones) no se justifica en
el contenido empírico, sino que representa una condición universal y ne-
cesaria para determinar los objetos en su continua transformación. Los es-
quemas trascendentales son determinaciones del tiempo, que hacen posible
establecer reglas a priori para el proceso de síntesis conceptual.86
135
La deducción trascendental demostró que las categorías son las condi-
ciones universales de la objetividad del pensamiento, lo cual es un requi-
sito necesario para sustentar la pretensión de verdad de nuestros juicios.
Ahora, en el esquematismo se hace patente la manera en que esas catego-
rías pueden ser aplicadas a la determinación de los fenómenos y, de esa
manera, dar el paso de la objetividad a la verdad.87 Al ser el tiempo la me-
diación entre las categorías y los fenómenos y que implica una relación
entre la conciencia (el ahora constante) y la realidad en movimiento, se
asume que la verdad no puede entenderse como una imagen recibida por
la conciencia de manera pasiva (la idea de verdad del realismo ingenuo),
sino que la verdad implica un esquema, en el que la adecuación se da
entre el contenido empírico y las reglas del entendimiento.
Las categorías consideradas en sí mismas tienen una significación, la
cual se refiere al aspecto meramente lógico de la unificación de las re-
presentaciones. “Si prescindo, pues, de los esquemas, las categorías se
reducen a simples funciones intelectuales relativas a conceptos, pero no
representan ningún objeto” (B 187). A pesar de no representar ningún ob-
jeto, se pueden crear esquemas trascendentales al agregar el tiempo a las
funciones categoriales. Por ejemplo, si a las categorías agrupadas bajo el
concepto de cantidad le sumamos el tiempo, lo que tenemos es la noción
de magnitud, entendida como una cantidad que se desplaza hacia delante,
y cuya expresión es la regla de sucesión. El esquema trascendental es, pre-
cisamente, una sucesión de puntos (……..) a los que llamamos números.
87
“Todos nuestros conocimientos residen en la experiencia posible tomada en
su conjunto, y la verdad trascendental, que precede a toda verdad empírica
y la hace posible, consiste en la relación general con esa experiencia” (B
185). Tengo la impresión de que hablar de la verdad trascendental resul-
ta confuso y que es preferible decir que las condiciones trascendentales
(espacio, tiempo y categorías) crean las condiciones objetivas que hacen
posible la verdad. Por otra parte, hablar de verdad empírica es una especie
de pleonasmo, ¿existen acaso otro tipo de verdades?
136
Como vemos, los números surgen a partir de la experiencia, en su sentido
amplio, pero no se justifican en ella, ya que no remiten a un objeto, es de-
cir, no emanan de un proceso de abstracción a partir de la intuición, sino
que se sustentan en la función intelectual que expresa la regla de sucesión
(el sucesor de un número es un número). El hecho de que los números in-
corporen el tiempo, esto es, el aspecto formal y universal de la experiencia,
da razón de su uso en el conocimiento. El conocimiento matemático es una
construcción racional, pero su dimensión temporal establece una media-
ción con el nivel empírico. De hecho, la matematización de su objeto de
estudio es aquello que da su gran impulso a la ciencia moderna.
Lo mismo sucede con las categorías agrupadas bajo el concepto de
cualidad si les agregamos la variable tiempo. Lo que tenemos en este
caso es también una sucesión de puntos, pero ahora situados en dife-
rentes niveles; es a esto a lo que llamamos grado. En los termómetros
hallamos la expresión instrumental más clara de su esquema trascen-
dental. Tanto el significado propio de las categorías como los esquemas
en general despiertan la ilusión de que ambos elementos pueden ser
aplicados más allá de la experiencia. Sin embargo, Kant deja muy claro
que ese uso no es legítimo, en lo que se refiere al conocimiento. Cuando
abordemos el tema de la metafísica, volveremos a este problema.
Diversos intérpretes han subrayado la importancia del breve capítulo
sobre el esquematismo. En efecto, antes de este predomina en la KrV una
perspectiva que podemos denominar estática o anatómica, mientras que en
el apartado señalado se ofrece una visión dinámica o fisiológica. Esto per-
mite superar los residuos de la metafísica sustancialista que propicia el uso
del término facultad para referirse a la sensibilidad y el entendimiento; se
puede pensar entonces de manera relacional, que es la dirección correcta a
la que nos conduce la argumentación kantiana. Sensibilidad y entendimien-
to no son dos entidades que se relacionen a posteriori, de manera externa,
sino que son dos funciones (receptiva y activa), cuya unificación se explica
a través del término imaginación (facultad de las imágenes), la famosa raíz
137
común. Por eso no da en el blanco la crítica que dirige Arthur Schopenhauer
a este aspecto de la filosofía kantiana. Si Kant se esfuerza en distinguir,
en términos analíticos, sensibilidad y entendimiento es para cuestionar la
manera en que plantearon su relación empiristas y racionalistas. El conoci-
miento no puede reducirse al análisis conceptual, pero tampoco al aspecto
meramente receptivo. En contra de la tradición, su objetivo es hacer patente
que en toda imagen se conjugan la receptividad y la espontaneidad.
Al explicar la manera en que las categorías se aplican a los fenóme-
nos para determinarlos como objetos, el esquematismo, implícitamente,
también justifica la tesis de que las categorías representan las condiciones
formales de la experiencia (juicios de experiencia). “Entonces afirmamos:
las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen,
a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia y
por ello poseen validez objetiva en un juicio sintético a priori” (A 158).
El siguiente paso de Kant es, a partir de las categorías esquematizadas,
derivar el sistema de todos los principios del entendimiento puro, esto
es, los principios que definen las condiciones formales de la experiencia
y, por tanto, de todo objeto que aparece en ella. Todos ellos son juicios
sintéticos a priori, ya que se refieren, precisamente, a las reglas de síntesis
implícitas en las categorías que, como hemos dicho, representan la me-
diación entre la multiplicidad de la intuición y la unidad de la conciencia.
Kant empieza por recuperar una aportación central de Leibniz al re-
conocer el principio de no contradicción como principio universal de
todo conocimiento. Pero de inmediato introduce dos observaciones. Pri-
mero afirma que si bien se trata de una conditio sine qua non de todo
conocimiento (los juicios que no cumplen con dicho principio carecen
de toda significación), tiene un carácter meramente negativo, ya que
determina la objetividad, pero no la verdad del conocimiento.88 En se-
88
El hecho de que ningún conocimiento pueda oponerse a él sin autonegarse
hace del principio una conditio sine qua non del conocimiento, pero no la
base que determina su verdad.
138
gundo lugar, Kant advierte que se trata solo del principio supremo del
conocimiento analítico y como tal, en contra de lo que dice Leibniz, no
puede ser el principio supremo en general, ya que presupone un proceso
de síntesis. La identidad de un objeto no es algo dado, sino el resultado
de la síntesis realizada por el entendimiento.89 Por tanto, el principio
supremo es aquel que se refiere a todos los juicios sintéticos; su formu-
lación es la siguiente: “todo objeto se halla sometido a las condiciones
necesarias de la unidad que sintetiza en una experiencia posible lo di-
verso de la intuición”. (A 158)
Una vez establecido este principio, Kant observa que la tabla de las
categorías nos conduce a la tabla de los principios, ya que esta última no
es otra cosa que las reglas del uso objetivo de aquellas. Al igual que las
categorías, Kant distingue entre principios matemáticos y dinámicos;
los primeros tienen una certeza intuitiva; en cambio, los segundos se
sustentan en una certeza discursiva. Los primeros son los axiomas de la
intuición y las anticipaciones de la percepción. El principio de los axio-
mas de la intuición es: “todas las intuiciones son magnitudes extensi-
vas” (B 202). Lo que se plantea es que si todos los fenómenos contienen
una intuición en el espacio y en el tiempo, tienen, por tanto, que tener
necesariamente una extensión. A diferencia de la “Estética trascenden-
tal”, en la cual se plantea la prioridad del espacio y del tiempo como
quantum (unidad), aquí se habla de la manera en que comprendemos lo
intuido, y se afirma que toda extensión se entiende como una construc-
ción regulada (síntesis de la diversidad). Aunque de este principio no es
posible deducir, en términos lógicos, los axiomas de la aritmética y la
geometría, es la condición de posibilidad de este tipo de conocimiento.
El principio de las anticipaciones de la percepción se formula de la
siguiente manera: En todos los fenómenos, lo real que sea un objeto de
89
Se podría decir que el principio de no contradicción tiene una prioridad
lógica, pero no epistemológica.
139
la sensación posee magnitud intensiva, es decir, un grado. Así como
el anterior principio se vincula con las categorías de cantidad, este se
refiere a las categorías de cualidad. Ello significa que los fenómenos no
solo son intuidos en el espacio y el tiempo (extensión) sino también con
un cierto grado de intensidad, y esta también debe comprenderse dentro
del contexto de una escala continua. Lo que se sostiene con estos dos
primeros principios es, por tanto, que en la intuición opera una síntesis
regulada que crea un orden. La extensión y el grado de cada fenómeno
particular es algo que solo puede establecerse a posteriori, pero el que
cualquier fenómeno debe tener una extensión y un grado determinado,
y que ellos se comprenden siempre como parte de una escala continua,
es lo que puede afirmarse a priori.
Los principios dinámicos son las analogías de la experiencia y
los postulados del pensamiento empírico. Estos tienen, como los
anteriores, una formulación general, pero a diferencia de ellos, se
expresan posteriormente en triadas; es decir, tenemos seis principios
dinámicos. La formulación del principio general de las analogías de
la percepción es; “la experiencia sólo es posible mediante la repre-
sentación de una necesaria conexión de las percepciones” (B 218).
Me parece que la prueba de este principio condensa con claridad
la tesis nuclear de la perspectiva trascendental que desarrolla Kant;
veamos el comienzo de dicho texto:
140
Las percepciones en sí mismas se agrupan de manera contingente,
por lo que la representación de una conexión necesaria entre ellas de-
pende del entendimiento que, al introducir la necesidad de esos engar-
ces, hace posible un orden. Por ejemplo, si desciendo de una montaña
hacia un refugio, lo primero que veo es el techo de la cabaña, posterior-
mente sus paredes y por último su basamento; sin embargo, sé que el te-
cho no es el primer elemento de esa construcción, sino que su existencia
depende primero del basamento y después de sus paredes. Gracias a las
analogías, fundamentadas en el entendimiento, podemos convertir a
la sucesión temporal subjetiva en una sucesión temporal objetiva. Justo
esto es lo que faltó en el análisis aristotélico del tiempo, ya que la regla
que otorga objetividad a la sucesión temporal (la institución del reloj)
no es algo que pueda extraerse de las percepciones, sino que es generada
por el entendimiento.
De nuevo, podemos acudir al tema de la causalidad (lo que ofrecen
las percepciones): como destacó Hume, es sucesión y contigüidad, pero
de ninguna manera una conexión necesaria; esta es un aporte del entendi-
miento, y Kant agrega ahora que se trata de una regla que posee un carác-
ter regulador, no constitutivo, que solo tiene un uso legítimo empírico. La
explicación exige una conexión necesaria, pero nunca podremos acceder
a la certeza de que exista, por lo que se requiere su continuo contraste con
la experiencia. En tanto que las analogías de la experiencia se refieren a la
síntesis temporal implícita en los juicios, sus tres subprincipios se refieren
a la permanencia, la sucesión y la simultaneidad:
141
Tengo la impresión de que a estas alturas es claro que Kant utiliza
la noción de sustancia no en un sentido ontológico, sino en su sentido
gramatical (sujeto de las predicaciones), ya que la correcta comprensión
del cambio requiere presuponer algo constante, pero esto no autoriza a
considerar la existencia de sustancias. “Consiguientemente, la perma-
nencia es una condición necesaria sin la cual no podríamos determinar
los fenómenos como cosas u objetos en una experiencia posible” (A 189).
De hecho, la primera analogía da a entender que todos los fenómenos se
encuentran en una continua transformación. La segunda analogía intro-
duce el presupuesto de que esas transformaciones se encuentran someti-
das a una regla. Me parece que también es claro que dicho principio re-
gulativo es un requisito necesario para desarrollar el conocimiento. Por
eso, Kant afirma que el entendimiento es la condición a priori, gracias a
la unidad de apercepción, de la posibilidad de determinar la continuidad
temporal, mediante la serie de causas y efectos. Sustancia, causalidad y
acción recíproca son las condiciones universales y necesarias que hacen
posible la unidad temporal implícita en la experiencia.
142
plícita una crítica radical a la posición de Leibniz, en tanto ellos hacen
patente que todo conocimiento requiere de la comunidad de sensibilidad
y entendimiento, sometida, de manera irremediable, a la temporalidad.
143
el sustento de la crítica al argumento ontológico,90 utilizado por los ra-
cionalistas como prueba central de la existencia de Dios. De acuerdo a
dicho postulado el paso de la posibilidad a la realidad es algo que de-
pende de la sensibilidad. Solo es posible considerar algo real, si puede
ser verificado mediante la experiencia. El tercer postulado agrega que lo
necesario no se encuentra en el contenido del conocimiento, sino única-
mente en las condiciones de la experiencia.
90
“No podemos encontrar en el mero concepto de una cosa el distintivo de su
existencia, pues, aun en el caso de que el concepto sea tan completo, que no le
falte nada en absoluto de lo requerido para pensar una cosa en todas sus deter-
minaciones internas, la existencia no tiene nada que ver con todo eso”. (A 225)
91
Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina, México, fce, 1948, p. 241.
144
empíricos sino también de acuerdo con las condiciones a priori de la
experiencia (espacio, tiempo, categorías). El objeto de la experiencia
es siempre un objeto para nosotros (una conciencia finita). Kant plan-
tea, en términos actuales, que no tenemos la capacidad de quitarnos
la mediación del lenguaje para contemplar las cosas en sí mismas (el
lenguaje no es un medio transparente) y, por tanto, tampoco tenemos la
posibilidad de asegurar la existencia de una relación isomorfa entre la
estructura del lenguaje y la del mundo. Kant lo expresa a través de un
curioso contraste entre el conocimiento finito de los seres humanos y el
supuesto conocimiento de Dios. Aunque el ser humano construye el ob-
jeto de conocimiento, su existencia no depende de esa construcción (las
cosas existen con independencia de quien las contempla); en cambio, la
hipotética intuición originaria divina (intuitus originarius) es creadora
de la propia cosa (“Y dijo Dios: ‘¡que haya luz!’, y hubo luz”).
En tercer lugar, se reconoce que los fenómenos pueden ser descritos
de diversas maneras, dependiendo de los intereses y valores que inter-
vienen en la selección y organización de los datos empíricos (recorde-
mos el margen de libertad que encierra la deliberación). Aunque el im-
perativo de objetividad exige que esas descripciones sean compatibles,
no tenemos la posibilidad de afirmar que hemos logrado acceder a esa
compatibilidad y, menos aún, que ya no hay alternativas de descripción.
La exigencia de objetividad es un principio regulativo de la razón, que
tiene en las condiciones trascendentales su base y su punto de partida.
En cuarto lugar, se asume que nuestros modelos teóricos, por más
amplios que sean, no podrán incorporar en su seno la enorme compleji-
dad de lo real. La cientificidad de esos modelos requiere su permanente
contraste empírico y, con ello, de su corrección o, incluso, de su trans-
formación radical. En quinto lugar, consecuencia de lo dicho, se plan-
tea la necesidad de distinguir con toda claridad entre pensar y conocer,
como Kant expuso en su texto Los sueños de un visionario explicados
por los sueños de la metafísica.
145
Kant advierte que tratar de hablar de la cosa en sí, es decir, de las
cosas con independencia de las condiciones trascendentales de la expe-
riencia, conduce, de manera irremediable, al dogmatismo. Sin embargo,
sus sucesores no se sintieron satisfechos con ese límite del conocimien-
to, y les pareció la claudicación de un viejo profesor de filosofía que
prefirió mantenerse en la comodidad que ofrecen los estrechos límites
de la subjetividad. Me parece que de todos los autores inconformes con
los límites de la razón, Hegel desarrolló la crítica más sólida a la noción
de cosa en sí. Me propongo examinar brevemente si esa crítica logró
eludir el dogmatismo, propio de la metafísica tradicional. Para ello no
voy a reconstruir cada una de las críticas que dirige Hegel a Kant, sino
únicamente examinaré los presupuestos en que se sustentan esas críti-
cas. En Fe y Saber se dice lo siguiente:
92
Friedrich Hegel, Fe y saber, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 65 y 66.
146
mentación es épico. Quizá esto fue un factor que le impidió advertir que
los supuesto cortes o dicotomías kantianas no son tales, sino parte de un
proyecto de superar la metafísica sustancialista para dar lugar a un pen-
samiento de relaciones. Sin embargo, lo importante ahora es concentrar-
se en la declaración hegeliana respecto a que el único saber, en sentido
estricto, es el saber absoluto, lo cual implica asumir la posibilidad de
que el saber agote el ser o, dicho de otra manera, que se puede justificar
la identidad entre el ser y el pensar. Con esto, Hegel se aproxima a la
divina locura de Leibniz, pero a diferencia de este último, tratando de
ofrecer una respuesta a las críticas de los empiristas y del propio Kant,
sostiene que esa identidad, desde la perspectiva humana, no está dada,
sino que es construida mediante el largo proceso evolutivo de la huma-
nidad. Proceso que se describe en la Fenomenología del espíritu.
Dicha convicción lo motiva a sostener que la verdad no puede en-
contrarse en el juicio, ya que la cópula de este, al cosignificar una sín-
tesis temporal, mantiene la escisión (una relación contingente) entre
sujeto y predicado. Al igual que Leibniz, Hegel dice que la verdad no
puede expresarse como S es P, sino como S = P; igualdad que implica
trascender la contingencia temporal al localizar la necesidad de su vin-
culación. Leibniz decía que toda verdad es analítica, pero admitía que la
prueba de eso se encuentra en un análisis infinito, el cual, en la mayoría
de los casos, queda fuera del alcance de los individuos. Para superar es-
tos límites, Hegel plantea que, a pesar de la imposibilidad individual de
llevar el análisis hasta su término, este se puede alcanzar a través de una
larga historia, en la que se acumula el saber humano. Además, retoman-
do una tesis kantiana, Hegel sostiene que ello no es una tarea meramente
conceptual, lo cual conduce a lo que él denomina un “mal infinito”, sino
que el conocimiento es una construcción, esto es, el resultado del uso
práctico de la razón.
Hegel afirma que para acceder a la verdad debemos trascender el
juicio, propio del entendimiento, y acceder al ámbito de la razón, cuya
147
función es unificar los juicios mediante las inferencias. De ahí concluye
que la verdad solo se manifiesta en el silogismo, porque mientras que el
juicio aislado se basa en un momento particular, el silogismo me remite
a pensar al proceso en su conjunto. El juicio únicamente nos ofrece una
fotografía, algo estático; en cambio, el silogismo nos muestra una pelí-
cula en la cual la verdad como adecuación se revela como una verdad
como acoplamiento, esto es, como resultado de la interrelación entre los
sujetos y el objeto.
Para comprender con mayor claridad la tesis nuclear de la filosofía
hegeliana, podemos acudir a los escritos previos a la Fenomenología del
espíritu, para apreciar de dónde extrae dicha tesis. Desde el principio
de su formación, Hegel retoma la tesis kantiana de la prioridad del uso
práctico de la razón y se propone llevarla hasta sus últimas consecuen-
cias. Para ello, niega que existan en realidad dos usos de la razón. Para
él solo existe un uso que tiene su punto de partida en la relación práctica
con el mundo. Esto lo motiva a describir el conocimiento como un pro-
ceso de trabajo, lo cual significa que transformar el mundo (a través del
trabajo) es lo que nos da el conocimiento. Pero también afirma que el
conocimiento mismo es una forma de transformar el mundo.
Por eso, su siguiente paso es hacer un análisis del proceso de tra-
bajo, que implica tres elementos: 1) El propio trabajo, como actividad
teleológica; 2) el objeto del trabajo, y 3) el medio instrumental.93 Uno de
los rasgos distintivos del trabajo humano es, precisamente, el desarrollo
constante de ese medio instrumental. Hegel ve en el progreso técnico
una de las pruebas de la formación racional de la humanidad;94 Sin em-
93
El análisis hegeliano del trabajo es retomado por Marx en el capítulo v,
“Proceso de trabajo y proceso de valorización”, de El Capital. Lo menciono
porque en ese texto encontramos una exposición clara sobre el tema.
94
Para Hegel también existe un progreso moral que se hace patente, según él,
cuando se analiza la historia de los conflictos sociales, en los que se encuentra
en juego no solo una confrontación entre intereses materiales sino también una
148
bargo, además sostiene que ese medio instrumental es la mediación que
unifica lo subjetivo y lo objetivo, porque tiene que responder tanto a los
fines que persiguen los seres humanos como a la especificidad del obje-
to de trabajo. Por ejemplo, la definición de la forma que debe adquirir un
martillo, así como la materia con que debe construirse, no solo requiere
saber las intenciones del sujeto sino también las características del ob-
jeto y en lo que será utilizado. No es lo mismo un martillo para golpear
concreto que uno para usarse en lámina automotriz.
149
tida no es la dicotomía sujeto-objeto, sino la unidad creada por la media-
ción que existe entre ellos. En el caso del conocimiento, la herramienta
es el concepto; de hecho este puede considerarse la herramienta básica
pues ella es la que hace posible la continuidad del progreso técnico, así
como el uso generalizado de los instrumentos (“la subjetividad del tra-
bajo se eleva en el utensilio a una generalidad; cada uno puede imitarlo,
y trabajar del mismo modo”96). Aquí reside, a mi juicio, la aportación
más importante de la filosofía hegeliana: apuntar a la olvidada dimen-
sión intersubjetiva. Todo proceso de trabajo es, al mismo tiempo, una
interacción social, lo cual indica que el conocimiento se basa en la rela-
ción sujeto-objeto (dimensión semántica) y en la relación sujeto-sujeto
(dimensión pragmática). En una carta fechada el 4 de febrero de 1795,
Friedrich Schelling le escribió a Hegel lo siguiente:
96
El sistema, p. 122.
97
Friedrich Hegel, Escritos de juventud, Madrid, fce, 1978, p. 59. Aquí se
equivoca Schelling pues de ninguna manera Kant toma como punto de
partida un supuesto yo absoluto, esto es, sin condicionar por ningún objeto.
Recordemos lo que nos dice Kant: “La experiencia interna es, pues, simple-
mente mediata y sólo es posible a través de la experiencia externa”. (B 277)
150
la mediación conceptual. Siguiendo con la analogía entre herramienta
y concepto, Hegel resalta la importancia de que las primeras se encuen-
tren en un proceso de continúo perfeccionamiento. Esto significa que
cada vez responden mejor a las intenciones del sujeto que las utiliza,
gracias a que se amplía el conocimiento no solo del objeto sobre el que
se va a trabajar sino también de los materiales en general. Pensemos
en la amplia y compleja evolución que nos lleva del bastón plantador o
coa (palo aguzado que se usaba para abrir hoyos en la tierra) hasta los
tractores que se utilizan en las modernas agroindustrias. Precisamente,
la unidad de esa evolución es posible, no por los instrumentos particu-
lares, ya que estos al usarse se desgastan y llegan a desparecer, sino por
el concepto del que ellos son ejemplares; en el caso mencionado sería el
concepto de instrumento de labranza.
El siguiente paso de la argumentación hegeliana es afirmar que los
conceptos, como toda herramienta, de igual manera evolucionan respon-
diendo mejor a las intenciones de los sujetos y, al mismo tiempo, amplian-
do el conocimiento del objeto al que se refieren. Según esto, el concepto
no es un mero pensamiento, una representación, sino la mediación que
unifica paulatinamente el ser y el pensar, lo subjetivo y lo objetivo. Si bien
es innegable que el conocimiento humano avanza, lo que tiene que expli-
car Hegel con precisión es cómo es posible que el concepto trascienda la
representación para poder afirmar que se ha identificado con lo objetivo.
Dicha explicación es la piedra angular de su sistema.
Para Hegel es indispensable considerar el concepto en su movimiento,
en su tránsito entre la dimensión subjetiva y la objetiva. El motor de este
movimiento, aquello que hace posible su evolución, es la crítica que reali-
za la autoconciencia; es ella la que advierte que, en un cierto momento, el
aspecto subjetivo del concepto (la representación) no se adecua al aspecto
objetivo y, por eso, abre un proceso de corrección. De esta novedosa con-
cepción del concepto se desprenden tres tesis importantes: 1) El error es
parte del proceso de conocimiento, no su negación, por lo que tener miedo
151
al error es la auténtica equivocación, pues impide el desarrollo del cono-
cimiento. 2) Tanto el análisis metodológico como la crítica no pueden ser
externas al propio proceso de conocimiento, esto es, no son instrumentos
que puedan enseñarse de manera abstracta.98 3) La demostración o justifi-
cación de un concepto se encuentra en su desenvolvimiento.
En el movimiento dialéctico del concepto, aquél que lo impulsa a
salir de sí, para después retornar a sí, se hace patente que cada concepto
se encuentra relacionado con los otros; toda determinación es, al mismo
tiempo, negación. Este principio es el fundamento para superar la visión
atomística del lenguaje que habían propuesto los empiristas, lo que dio
lugar a una visión holística del mismo. Por otra parte, también se cues-
tiona de manera radical la idea de que se requiere acceder a una certeza,
la cual sirva como punto de partida; es decir, se desecha la ingenua
ilusión de una filosofía sin presupuestos. Coincidiendo con la tradición
hermenéutica, Hegel asume que es ineludible asumir presupuestos, cuya
justificación únicamente se alcanza al final del proceso.
Sin duda esto puede verse como una aportación hegeliana, en con-
traste con la concepción relativamente estática, implícita en la KrV. Si
bien Kant menciona el desarrollo de los conceptos empíricos y la gé-
nesis de las categorías, no hay un desarrollo del tema. Recordemos que
para Kant es indispensable diferenciar entre génesis y validez; a partir
de ello centra su atención en esta última. En cambio, la tesis de Hegel
es que resulta indispensable unir de nuevo génesis y validez.99 Esto nos
indica que la concepción de Hegel no se limita a plantear las ventajas
de una historia conceptual, como más tarde propuso Reinhart Kosellek,
98
Hegel considera que Kant es uno de los representantes de la visión instrumen-
talista de la metodología y la crítica; sin embargo, el propio Kant ya advertía lo
problemático de la concepción cartesiana del método. El desarrollo de la KrV
parte del conocimiento tal y como se desarrolla en el campo de las ciencias.
99
En este punto sería interesante hacer un contraste con Nietzsche, quien
utiliza la genealogía para cuestionar la creencia en la validez absoluta.
152
sin mencionar a otros, sino que considera el análisis genético como el
medio para localizar una supuesta validez absoluta.
Hegel afirma que el concepto como tal aún no está completo, sino
que debe elevarse hacia la idea, en la cual se alcanza la unidad plena
del concepto y la realidad. Es decir, mientras el concepto se encuentra
sometido al continuo tránsito entre lo subjetivo y lo objetivo, en la idea
se alcanza el reposo que da la supuesta unificación de los extremos. En
la idea se trasciende la síntesis temporal implícita en los juicios, propios
del entendimiento, y se llega a la igualdad que denota la plenitud exigi-
da por la razón (se han roto los límites de los que habla Kant). Veamos
cómo caracteriza Hegel la noción de idea en la Enciclopedia:
100
Enciclopedia, §§ 213 y 214, pp. 411, 413 y 417, respectivamente.
153
de los conceptos se encuentra su validez, asume que dicha historia tiene
una conclusión que es posible determinar. Conclusión que representa el
punto, en el cual el concepto despliega toda su potencialidad, tanto en
las intenciones del sujeto como en las determinaciones del objeto. La
dimensión subjetiva y la objetiva superan la escisión para configurar la
totalidad propia de la idea.
101
Fenomenología, p. 125.
154
ción del dogma cristiano del Dios que se hace ser humano. Recordemos
que Hegel entiende su filosofía como una teodicea.102 Pero, desde la
perspectiva filosófica, lo que interesa es la justificación racional de ese
supuesto conocimiento, ya que el propio Hegel afirma que a diferencia
de Leibniz, él sí ofrece una demostración científica.
En la KrV, Kant busca reivindicar la teleología, pero a diferencia de
la metafísica tradicional, la considera un recurso heurístico que permite
orientarse en el nivel práctico y formular hipótesis teóricas, las cua-
les posteriormente deben ser contrastadas en el nivel empírico. Kant,
al igual que gran parte de los representantes de la Ilustración, considera
que es posible dar explicaciones racionales de la historia, pero sabe que
no es posible afirmar que el propio devenir sea racional, pues ello impli-
caría trascender la temporalidad para ver la trayectoria en su conjunto.
Aunque podamos ver la historia de la humanidad como un proceso de
decadencia, Kant afirma que, por razones pragmáticas, es mejor pensar
esa historia como un progreso, pero esta perspectiva tiene un carácter
hipotético, se trata pensar como sí (als ob), ya que esa idea no se funda
en ninguna certeza. En contraste, Hegel reivindica la dimensión ontoló-
gica de la teleología, lo cual se manifiesta en el avance del concepto. A
diferencia del viejo Aristóteles, Hegel plantea que la dinámica teleoló-
gica es introducida por el trabajo humano, entendido como instrumento
divino. Dicha concepción teleológica fuerte de la historia es el funda-
mento de la tesis respecto a que la génesis del concepto es, al mismo
tiempo, su proceso de justificación, entendida (esa justificación) como
la muestra del pleno acoplamiento entre subjetividad y objetividad.
102
Sobre esta visión de la filosofía remito al conocido y accesible texto de la
introducción a las lecciones de filosofía de la historia: “Nuestra conside-
ración es, por tanto, una Teodicea, una justificación de Dios, como la que
Leibniz intentó metafísicamente, a su modo, en categorías aún abstractas e
indeterminadas”. Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la histo-
ria universal, Madrid, Alianza Editorial, 2004, p. 56.
155
Por tanto, lo que interesa localizar es el criterio en que se sustenta
Hegel para afirmar que es posible la identificación del concepto y la
cosa, del ser y el pensar, y que su lógica (el sistema de las categorías)
es, al mismo tiempo, ontología, la expresión conceptual de la estructura
del mundo. Hegel propone una radical transformación de la epistemolo-
gía, en la cual la verdad ya no se piensa como una adecuación entre dos
cosas externas (concepto y cosa), sino que, gracias a la actividad trans-
formadora de la razón, se describe como un paulatino acoplamiento
después de un largo proceso de interacción.103 A pesar de esto, la añeja
pregunta continúa: ¿cómo es posible afirmar que ese supuesto acopla-
miento ha llegado a su fin?
Cabe advertir, para eludir las críticas simplistas, que cuando Hegel
habla del saber absoluto no piensa en algo así como el conocimiento de
todos los entes existentes, sino que se trata de plantear que se ha llegado
al sistema completo de categorías, el cual nos permite conceptualizar
cualquier cosa que aparece en la experiencia. La pregunta en este punto
es la misma que le planteamos a Kant: ¿cómo saber que hemos definido
la totalidad de las categorías? La respuesta hegeliana es que la exposi-
ción de las categorías en la lógica (Ciencia de la lógica, 2011 y 2015)
conforma un sistema: partimos del ser carente de determinaciones
(ser = nada ⇒ devenir) para arribar al ser pleno de determinaciones
(esa totalidad en la que se accede a la identidad de la identidad y la
no identidad). Quizá pueda aceptarse que la coherencia de un sistema
es un síntoma de la verdad; Sin embargo, eso está muy lejos de poder
asegurar la posesión de esa verdad. De lo contrario, se estaría afirmando
que se tiene el conocimiento de un orden, cuya existencia no depende de
la experiencia; es decir, nos estaríamos adentrando en las regiones más
oscuras de la metafísica.
103
Sobre estas transformaciones consultar Martin Heidegger, “El concepto
de experiencia de Hegel (1942/43)”, Caminos de bosque, España, Alianza
Editorial, 1996, pp. 91-156.
156
El problema más importante no es el de la posibilidad de acceder a
un sistema completo de las categorías; incluso podemos conceder, en
principio, que eso es posible. El gran enigma consiste en explicar cómo
categorías emanadas de la reflexión, cuya justificación es a priori (se
halla en la manera en que opera la propia reflexión), pueden adquirir
una realidad independiente de esta, es decir, una existencia más allá de
la reflexión, o si se quiere plantear de un modo más hegeliano, debemos
preguntarnos ¿cómo saber si una categoría denota una realidad que tras-
ciende las condiciones de la experiencia humana? Pensemos en la ca-
tegoría por excelencia: la sustancia. Esta es un elemento indispensable
para pensar una realidad sometida al continuo devenir. Pero Hegel sos-
tiene que la sustancia existe con independencia de la reflexión, esto es,
que denota una esencia (real). Además agrega, contra la visión estática
de Aristóteles, que tiene el carácter de sujeto. ¡La sustancia se mueve y
lo hace al mismo ritmo que la realidad, pues ella es lo real! Aquí Hegel
recupera de Spinoza la idea de una sustancia única (Dios) que tiene al
ser y al pensar como dos de sus determinaciones, nada más que a esa
sustancia se la ve ahora sometida al devenir. La Santísima Trinidad del
dogma cristiano (Padre, Hijo y Espíritu Santo) representa los tres mo-
mentos de ese supuesto desarrollo.
¿Cómo se prueba tan significativo descubrimiento? Aunque parez-
ca mentira, Hegel apela de nuevo al argumento ontológico: el mismo
del que habla San Anselmo, Descartes, Spinoza y Leibniz, entre otros.
Hegel conoce a fondo las críticas a dicho argumento, tanto de los empi-
ristas como de Kant, pero considera que su propuesta se sitúa más allá
del alcance de estas porque su idea de Dios no remite a una realidad
trascendente, sino a una sustancia inmanente (el famoso panteísmo).
Esto parece llevarnos a un círculo vicioso: el orden del mundo es la
manifestación de la divinidad, pero es Dios quien garantiza la existencia
de ese orden. Para evitar que esta objeción se reduzca a una trivialidad,
cabe advertir que se toma en cuenta que Hegel recupera el argumento
157
platónico respecto a que ese orden no es algo que se intuye de manera
inmediata, sino que se requiere utilizar los ojos de la razón, capaces de
percibir la totalidad. Justo es lo que Kant considera imposible, y confie-
so que, por más que me esfuerzo, no entiendo cómo podemos abandonar
la caverna en que vivimos para situarnos en la perspectiva divina.
En otras ocasiones, la reivindicación del argumento ontológico me pa-
rece una petición de principio: en tanto la idea no es mera representación
(algo subjetivo), sino que implica su identidad con lo objetivo, entonces
la idea de Dios se encuentra ligada de manera necesaria a su existen-
cia. ¿Cómo podemos superar la representación (la mediación conceptual)
para poder adquirir la capacidad divina de intuir la identidad entre ser y
pensar? Dejo simplemente la pregunta para citar ahora un texto de Hegel:
104
Friedrich Hegel, Filosofía de la religión. Últimas lecciones, Madrid,
Editorial Trotta, 2018, pp. 299 y 300. En la edición de estas lecciones
de filosofía de la religión, Ricardo Ferrara, de manera acertada, agrega
en la nota 10, p. 299, la objeción que Gasendi le dirige a Descartes en la
polémica suscitada por las Meditaciones metafísicas (la cual es similar a la
insistencia del monje Gaunilón): “Y aunque digas que tanto la existencia
158
A partir de la broma kantiana de los cien táleros,105 Hegel, al igual
que Leibniz, afirma que, aunque la existencia de las cosas finitas no se
puede probar conceptualmente, esto sí es posible cuando se trata de la
existencia de Dios.
Pero entonces habría que pensar que al hablar de Dios se trata de un obje-
to de otra clase que cien táleros y distinto de cualquier otro concepto par-
ticular, representación, o como se le quiera llamar. En efecto, todo lo finito
es esto y sólo esto, a saber, que su estar ahí es distinto de su concepto.
Pero Dios ha de ser expresamente aquello que sólo puede ser «pensado
como existente», aquello cuyo concepto incluye dentro de sí al ser.106
como las demás perfecciones están incluidas en la idea del ser sumamente
perfecto estás diciendo lo que hay que probar y tomas la conclusión como
premisa”. (pp. 299 y 300)
105
“Cien táleros reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien
táleros posibles […]. Desde el punto de vista de mi situación financiera, en
cambio, cien táleros reales son más que cien táleros en el mero concepto
de los mismos”. (B 627)
106
Enciclopedia, nota al § 51, p. 205.
159
considerar que un concepto en sí mismo puede garantizar la existencia de
su referente, lo que desemboca en la confusión entre pensar y conocer.
En la nota al parágrafo 193 de la Enciclopedia107 Hegel reitera que
la manera en que utiliza el argumento ontológico es distinta a la de sus
predecesores, porque para él no se trata de probar un supuesto tránsito
de lo finito al infinito. Desde su perspectiva, si lo infinito es realmente
tal, lo finito tiene que ser, necesariamente, parte del primero. Argumento
que ya había utilizado en la figura de la conciencia desgraciada, que
encontramos en la Fenomenología: Dios no es una entidad externa al
mundo, sino su orden. Aunque este argumento puede ser utilizado para
cuestionar la idea tradicional de Dios, no logra superar el círculo vicioso
que hemos mencionado: el orden del mundo hace patente la existencia
de Dios, pero es este lo que garantiza la existencia de ese orden, con
independencia de las condiciones formales de la experiencia humana.
Sin embargo, lo que ahora me interesa destacar es que si seguimos la
lógica de tal argumento se comprende el sentido de la acusación de “forma-
lista” que Hegel dirige a Kant, así como también si analizamos la bibliogra-
fía secundaria sobre la filosofía hegeliana, encontramos que gran parte de
107
En su Comentario integral a la Enciclopedia, Valls Plana observa lo si-
guiente: “Es Dios tal como éste es en la Idea, es decir, no desligado de las
otras sustancias (sería mejor decir de sus determinaciones), por supuesto
finitas, o sea, nosotros. Y teniendo en cuenta que el Dios de la representa-
ción es lo absoluto que está supuesto en todo el desarrollo en las Lógicas
del Ser y de la Esencia (§ 238), puede incluso decirse que el argumento
ontológico sufre en Hegel tal transformación que se convierte en argumen-
to para probar la existencia del mundo. En otras palabras, se transforma en
argumento contra acosmismo”. Comentario integral a la Enciclopedia de
las ciencias filosóficas de G.W.F. Hegel (1830), Madrid, Abada Editores,
2018, p. 255. Si bien es acertado el comentario, lo asombroso es la falta de
observaciones críticas ante esa tesis (¡Dios prueba la existencia del mun-
do!). Es cierto que se trata de comentar el texto, apegándose estrictamente
a este; sin embargo, el autor no deja de hacer algunos comentarios propios
en algunos puntos, pero aquí le pareció que no valía la pena.
160
sus exégetas al parecer no son conscientes de lo que presuponen cuando la
repiten. Para percibir esa conjetura basta leer el comentario de Hegel sobre
la crítica de Kant al argumento teleológico (prueba cosmológica), la cual es
la más accesible a nosotros los seres humanos comunes (deducir del orden
del mundo la existencia de un ordenador-creador omnipotente):
161
como la unidad de lo subjetivo y objetivo. Pero, en tanto la forma de
esa experiencia depende de las condiciones trascendentales (espacio,
tiempo y categorías), no existe la posibilidad de acceder a una certeza
respecto a que el orden generado por la espontaneidad de la razón es
idéntico a un supuesto orden de las cosas en sí mismas.
La tesis de Kant es, entonces, que la prueba cosmológica es depen-
diente del argumento ontológico; de hecho, esto es asumido por los ra-
cionalistas y, por eso, el propio Hegel dice que el argumento ontológico
es la verdadera prueba de la existencia de Dios. Si se acepta que el
argumento ontológico funciona, ya no tenemos dificultad alguna para
seguir la argumentación hegeliana. Al igual que Spinoza, se afirma que
Dios es la única sustancia (el ser por excelencia), por lo que objetividad
y subjetividad representan dos de sus modos o atributos, los cuales con-
forman una unidad diferenciada. Hegel agrega que si bien esa unidad se
revela de manera inmediata para la intuición divina, para la perspectiva
humana, solo se hace patente a través de los avatares del concepto en
su largo proceso de realización (su transformación en Idea). A partir de
esta conclusión se advierte que la cosa en sí ha desaparecido (no hay
nada externo al pensamiento). Si aceptamos esto, entonces las críticas
de Hegel a Kant adquieren solidez, pues, en efecto, este último solo
habla de las condiciones formales de la experiencia humana.
Sin embargo, el abandonar la idea tradicional de Dios como una en-
tidad trascendente, para considerarlo una supuesta entidad inmanente,
no resuelve los problemas inherentes al argumento ontológico. Mientras
esperamos una mejor defensa de esa prueba de la existencia divina (has-
ta Kurt Gödel lo intentó), no tenemos más remedio que asumir que la
existencia no es un predicado y, por tanto, que todo intento de transitar
de lo conceptual a la realidad en sí misma nos conduce, de manera irre-
mediable, al dogmatismo.
162
De la conciencia a la intersubjetividad
Immanuel Kant
109
Herbert James Paton, The Categorical Imperative: A Study in Kant’s Moral
Philosophy, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1971, citado
en Henry E. Allison, El idealismo trascendental de Kant: una interpre-
tación y defensa, España, Editorial Anthropos / Universidad Autónoma
Metropolitana, Centro de Documentación Kantiana, 1992. p. 391.
110
Gilbert Ryle, El concepto de lo mental, España, Ediciones Paidós, 2000.
163
negativa de esta perspectiva es posible presentar, además, con cierta cla-
ridad, algunas tesis positivas de la concepción kantiana de la conciencia,
las cuales, aunque están lejos de ofrecer una solución definitiva o, por lo
menos, medianamente satisfactoria del problema, abren un nuevo camino
de reflexión que llega hasta nuestros días.
Como en otros asuntos, Kant representa un punto de partida indis-
pensable para adentrase, con pasos firmes, en los debates contempo-
ráneos. En este capítulo me propongo (después de reconstruir lo más
breve posible la parte negativa y lo que he llamado las tesis positivas)
elaborar un esquema de la trayectoria que nos conduce de la posición
kantiana al tema de la intersubjetividad, lo que considero la entrada más
adecuada al problema filosófico de la conciencia. Evidentemente, un
análisis amplio de dicha trayectoria trasciende, por mucho, este trabajo.
Por lo tanto, solo se trata de extender una invitación para que cada quien
recorra los senderos que prefiera.
1. Filosofar a martillazos
164
En el caso de la psicología racional, el mencionado presupuesto la lleva
a considerar que es posible conocer la mente o algo de ella, e ignora los
datos que se obtienen por medios empíricos, que se sustentan única-
mente en un análisis conceptual. “«Yo pienso» es, consiguientemente,
el único texto de la psicología racional a partir del cual debe desarrollar
todo su saber” (A 343). Resulta ostensible que Kant se refiere, ante todo,
a la filosofía de Descartes; aunque no perdamos de vista que Leibniz
y sus discípulos son también un buen ejemplo de esta. Si usamos el
mismo criterio de clasificación de las categorías, Kant ofrece la tópica
de la doctrina racional del alma, esto es, el campo o espacio en que se
mueven sus argumentos, lo que está delimitado por cuatro tesis básicas
y los conceptos que de estas derivan.
165
portante para comprender la noción de paralogismo trascendental que
usa Kant, el cual denota un paralogismo cuyo error trasciende la mera
formalidad de la lógica, en tanto se sustenta en nuestro modo de hablar;
es decir, es inducido por la propia razón y, en esa medida, es inevita-
ble. El análisis crítico permite tomar distancia de ese error; se evita así
el hechizo del lenguaje. Podemos utilizar también el término embrujo
cuando estemos enojados por la mala jugada que nos hacen las palabras.
Al usar el criterio de clasificación de las categorías para localizar los
cuatro paralogismos, Kant nos dice de manera implícita que estos surgen
al utilizar las categorías para hablar de ese “Yo pienso” que acompaña a
todos mis pensamientos; de ahí su carácter de error trascendental. En la
segunda edición el primer paralogismo se expresa de la siguiente manera:
1. Lo que no puede ser pensado de otro modo más que como sujeto,
tampoco puede existir de otro modo más que como sujeto, y es
consiguientemente sustancia.
2. Ahora bien, un ser pensante, considerado únicamente en cuanto
tal, no puede ser pensado más que como sujeto.
3. Por consiguiente, no existe más que como tal, es decir, como
sustancia.
166
hace patente el presupuesto en que se sustentan todos los paralogismos.
Por eso, prefiero acudir a la primera edición en la cual se expresa de la
siguiente manera:
167
sustancia. Kant destaca que el conocido “pienso, luego existo” no es
propiamente una inferencia, sino que se trata de una tautología: la ma-
nera de existir del yo es pensado; esto es, lo único que podemos decir
del yo, basados en la experiencia, es que se trata de una actividad, pero
de esto no se sigue que existe una sustancia pensante (alma). Se trata
de una falacia non sequitur; la premisa “existo como ser pensante” no
justifica la existencia de una sustancia pensante. Este error es lo que
subyace a todos los paralogismos de la psicología racional. Veamos el
segundo paralogismo, el cual parece que se dirige en mayor grado a la
filosofía de Leibniz:
1. Una cosa cuya acción nunca puede ser considerada como la con-
currencia de varios agentes es simple.
2. Ahora bien, el alma, o yo pensante, es una cosa de esta índole.
3. Por consiguiente, el alma es simple.
Lo que sí es cierto es que, por medio del yo, concibo una constante
unidad absoluta, aunque lógica, del sujeto (simplicidad). No lo es,
en cambio, que conozca a través del mismo la simplicidad real de mi
sujeto. Al igual que la proposición «Yo soy sustancia» no significaba
más que la categoría pura, de la que no puedo hacer uso (empírico)
en concreto, del mismo modo puedo decir que soy una sustancia
168
simple, es decir, una sustancia cuya representación nunca contiene
una síntesis de lo diverso. Pero este concepto, o también esta propo-
sición, no nos enseña lo más mínimo en relación conmigo en cuanto
objeto de la experiencia, ya que el concepto mismo de sustancia sólo
se emplea como función de síntesis, sin tener como base una intui-
ción, es decir, sin objeto, y sólo es aplicable a nuestro conocimiento,
no a algún objeto que pudiera señalarse. (A 356)
2. El yo trascendental
169
Muy cierto es que el conocimiento de la proposición yo existo depende
de yo pienso, según nos ha enseñado [Descartes] muy bien. Pero ¿de
dónde nos viene el conocimiento de la proposición yo pienso? No de
otra parte, sin duda, sino de no poder concebir nosotros ningún acto
sin su sujeto: como el pensamiento sin una cosa que piense, el saber
sin una cosa que sepa, o el pasear sin algo que se pasee.111
111
Meditaciones, p. 141.
170
nido para marcar y significar nuestros pensamientos”.112 Sin duda, se
puede cuestionar tanto su teoría del lenguaje (la dualidad entre ideas y
palabras) como su estrecha caracterización de la razón. Pero ahora esto
no es lo que interesa; lo importante es el sendero de reflexión que eso
abre, pues evita caer en la dicotomía entre alma y cuerpo.
Una vez mencionado dicho antecedente, y sin perderlo de vista,
podemos avanzar hacia el análisis de lo que hemos llamado el aspec-
to positivo de la teoría kantiana de la conciencia. Al rechazar de ma-
nera tajante la representación de la conciencia como una sustancia
(esencia-quididad), de inmediato nos vemos obligados a preguntar:
¿qué es, entonces, la conciencia? La primera respuesta que se des-
prende de los textos kantianos es que la conciencia es una relación:
toda conciencia es conciencia de un objeto, así como todo objeto lo
es para una conciencia. Se trata del dato básico o primario de la ex-
periencia, ya que la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo (suje-
to-objeto) es el resultado de un proceso de abstracción. A diferencia
de Hobbes, Kant niega que exista un momento pasivo (meramente
receptivo) de la conciencia. Con esto también niega el dualismo en-
tre idea (imagen de la cosa) y lenguaje; intuimos el mundo a través
del lenguaje. El objeto de la experiencia implica la fusión tanto de
los datos de la experiencia como de los elementos trascendentales
(espacio, tiempo y categorías).
Como actividad continua, la conciencia se manifiesta en la experien-
cia ligada de manera indisoluble al tiempo. Esto se expresa en la cópula
de los juicios, la cual, al denotar en general la actividad y en particular
la síntesis del sujeto y el predicado, cosignifica el tiempo y, a través de
este, la conciencia como agente. Esto implica que no se tiene una intui-
ción directa de la conciencia, como de los objetos situados en el espacio,
sino que la intuimos indirectamente mediante su actividad. A esta capa-
112
Leviatán, p. 46.
171
cidad de ser consciente de uno mismo mediante las representaciones la
denomina Kant sentido interno:
El sentido interno por medio del cual [la mente] se intuye a sí mismo
o su estado interno no suministra intuición alguna del alma como
objeto. Sin embargo, hay sólo una forma determinada bajo la que es
posible la intuición de un estado interno, de modo que todo cuanto
pertenece a las determinaciones internas es representado en relacio-
nes de tiempo. (B 37)
El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto es, del
intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno. Pues el tiempo
no puede ser una determinación de fenómenos externos. No se refiere
ni a una figura ni a una posición, etc., sino que determina la relación
entre las representaciones existentes en nuestro estado interior. (A 33)
172
forma, deficiente, porque las partes de la línea son simultáneas, mientras
que las partes del tiempo son sucesivas. El tiempo no es un objeto de
la intuición, sino la forma de toda intuición, la cual denota la relación
entre la conciencia y sus representaciones. En esa relación, como hemos
dicho, la conciencia se intuye indirectamente a través de su actividad.
“La experiencia interna es, pues, simplemente mediata y sólo es posible
a través de la experiencia externa”. (B 277)
Hasta aquí las cosas resultan relativamente claras; sin embargo, todo
se complica y se torna confuso debido al curioso empeño de mantener la
metáfora topológica interno-externo, porque, en ese momento, la fuerza
de la metafísica sustancialista, arraigada en nuestro lenguaje, induce a
mantener el esquema dualista de la epistemología tradicional. La tesis
kantiana no es que la conciencia sea algo que entre, a posteriori, en
relación con objetos externos a esta, lo cual no es más que la añeja des-
cripción; me parece que la interpretación correcta consiste en considerar
la conciencia, al igual que el tiempo, no como una sustancia, sino como
una relación. De acuerdo con esto último, no debemos pensar la diferen-
cia entre el sentido externo y el sentido interno, como si fueran dos tipos
de intuiciones con direcciones opuestas (externo-interno), sino como
dos dimensiones de la misma intuición. Nos intuimos, indirectamen-
te, cuando intuimos los objetos; es decir, se trata, del “Yo pienso” que
acompaña mis diversas representaciones (apercepción trascendental).
No se trata de negar que existen diversos textos de la KrV en los
que se mantiene el esquema dualista tradicional para desconcierto de
sus lectores. Pero lejos de enfrascarnos en una disputa exegética, con-
sidero que la estrategia interpretativa más adecuada estriba en tratar de
precisar la noción de la conciencia como relación y ver si esto coincide
o no con el resto de la argumentación kantiana. Así como el tiempo es
la relación entre un parámetro constante y el movimiento, al que se en-
cuentran sometidos los objetos del mundo, la conciencia es la relación
entre una unidad permanente (yo) y la diversidad empírica. Pero esa
173
unidad no remite a un sustrato inmutable, que se encuentra detrás o de-
bajo del sentido interno, sino que se trata simplemente de un principio
lógico que hace posible la síntesis de esa diversidad empírica; dicho con
los términos kantianos, es el sujeto lógico del pensamiento la unidad
sintética de la apercepción.113
En contra de la concepción sustancialista de la mente, Hume sostenía
que creamos nuestra identidad personal unificando, sintetizando, los con-
tenidos de nuestra experiencia. A esto Kant responde que esa actividad
de unificación presupone la unidad que en sí misma no contiene nada,
pues solo es el factor que hace posible la operación de síntesis. El yo de
la apercepción trascendental únicamente es permanente e inmutable en
el vínculo con la diversidad de contenidos de la experiencia. El yo es el
ahora del tiempo, el aquí del espacio y la unidad en que se sustenta la acti-
vidad de síntesis del entendimiento, pero el ahora, el aquí y la unidad solo
existen en tanto se relacionan con la diversidad empírica; es la conclusión
de la llamada refutación del idealismo: el yo, del cual solo podemos decir
que es actividad, pues no existiría sin la diversidad empírica.
Si relacionamos lo anterior con el antecedente de Hobbes, podemos de-
cir que la unidad de la conciencia es resultado de adquirir un lenguaje y con
este el principio de identidad (A = A). Sin embargo, al no relacionar de ma-
nera explícita el tema de las condiciones trascendentales de la experiencia,
con una teoría del lenguaje, entonces la argumentación kantiana se desarro-
lla en un contexto oscuro, confuso, en donde incluso aparecen misteriosos
monstruos como ese yo nouménico del que hablaremos más adelante.
113
Cabe destacar la proximidad con las tesis de Wittgenstein que encontramos
en el Tractatus: “[5.631] El sujeto que piensa, que tiene representaciones,
no existe”. “[5.632] El sujeto no pertenece al mundo, sino que es más bien
un límite del mundo”. El problema con esta manera de expresarlo consiste
en que al decir que el sujeto pensante no existe, nos mantenemos presos
de la metafísica sustancialista. El sujeto pensante existe, pero no como
sustancia, sino como relación.
174
Kant coincide con Leibniz respecto a que el principio de identidad es
el principio supremo de la razón, el arché del que hablaban los primeros
filósofos; sin embargo, entre ellos encontramos una diferencia fundamental.
Para Leibniz el principio de identidad tiene un carácter lógico y también re-
mite a las mónadas, esto es, aquello que, con independencia de la concien-
cia, es idéntico a sí mismo; es la sustancia que da la unidad a la cosa en sí
misma. En cambio, en la filosofía kantiana solo se admite el sentido lógico;
en sus palabras: se trata de una sustancia en la idea, pero no en la realidad.
175
esa unidad lógica no remite a una entidad originaria, sino que se crea y
se mantiene gracias a su actividad. Por eso, como destaca Allison,116 el
rasgo esencial de la apercepción es que es una conciencia de la actividad
de pensar y no una conciencia del sujeto que piensa. La distinción entre
validez racional y génesis empírica abre la posibilidad de desechar todo
residuo sustancialista y consolidar, de esta manera, la concepción de la
conciencia como relación.
Sin embargo, no podemos afirmar que Kant logra alcanzar plena-
mente este objetivo. Cualquier lector de la KrV advertirá que la re-
construcción de la noción de conciencia que he presentado aquí es
parcial porque existen numerosos pasajes de esa obra que la contradi-
cen; por ejemplo:
176
existir. Con esto plantea que el yo no puede ser reducido a una relación,
sino que su existencia requiere suponer una sustancia. La cosa se agrava
cuando tomamos en consideración su definición de noúmeno:
Digo que con esta definición se complican las cosas porque parece
plantearse que si bien esos noúmenos no pueden ser conocidos por los
seres humanos, esos entes inteligibles tienen que existir de alguna ma-
nera misteriosa detrás o más allá de los fenómenos (“Es verdad que a los
entes sensibles corresponden entes inteligibles [B 309]”). Hasta ahora
he planteado que, cuando hablamos del contraste entre fenómeno y cosa
en sí, se afirma que conocemos las cosas a través de las condiciones
trascendentales de la experiencia (espacio, tiempo y categorías), esto es,
que el objeto de la experiencia se construye con los datos empíricos y
dichas condiciones, lo que no implica, de manera necesaria, la existen-
cia de algo detrás o más allá de los fenómenos. Pero estos textos dan pie
a que alguien sostenga, por ejemplo, que aunque la sustancia o sustan-
cias no pueden ser conocidas, no significa su inexistencia; incluso que
su existencia es indispensable como sustento de los fenómenos.
En efecto, Kant nunca afirma que no existan las sustancias en un
sentido ontológico, es decir, más allá de la categoría indispensable para
la reflexión. Sin embargo, en distintas ocasiones sostiene que si exis-
tieran no podrían ser conocidas, en tanto no hay una intuición sensible
de ellas. Por consiguiente, toda discusión sobre esto no nos llevaría a
177
ninguna parte, pues quedaríamos atrapados en argumentos sofistas. Para
Spinoza o para Hegel, por ejemplo, solo hay una sustancia; en cambio,
Leibniz afirma la existencia de una diversidad. La polémica en torno a
su número puede extenderse todo lo que se quiera, pero nunca se acce-
derá a una conclusión satisfactoria. A pesar de esto, Kant admite que
podemos pensar la sustancia en su significado ontológico, de ahí el uso
del término noúmeno, esto es, ente inteligible.
Hasta aquí la argumentación kantiana es coherente, pero cuando en
el texto antes citado (A 492) sostiene que ese supuesto yo nouménico es
el genuino, tal como existe en sí, o sujeto trascendental, parece admitir,
sin justificación racional, su existencia. En este momento las cosas se
complican y pierden coherencia. Desde el principio, diversos críticos
han destacado este problema y lo han utilizado para sustentar sus críti-
cas. Por ejemplo, Peter Strawson señala lo siguiente:
117
Peter F. Strawson, Los límites del sentido. Ensayo sobre la Crítica de la
Razón Pura de Kant, Madrid, Revista de Occidente, 1975, pp. 154-155.
Esta es la referencia en alemán que Strawson utiliza: “Nun will ich mich
meiner aber nur als denkend bewußt werden; wie mein eigenes Selbst in
der Anschauung gegeben sei, das setze ich bei Seite, und da könnte es mir,
der ich denke, aber nicht so fern ich denke, bloß Erscheinung sein; im
Bewußtsein meiner selbst beim bloßen Denken bin ich das Wesen selbst,
178
Aunque el texto citado por Strawson parece contundente, no estoy
seguro de que Kant hable de un punto de contacto entre noúmenos y
fenómenos como si estos dos elementos fueran cosas distintas. A pesar
de ello, es ineludible admitir que existe en la argumentación de Kant
una ambigüedad que da pie a esas interpretaciones, por lo que no pue-
den desecharse o ignorarse. Si bien la interpretación no sustancialista
de la conciencia es la que me parece correcta, si tomamos en cuenta
la argumentación kantiana en su conjunto, tanto los textos que hemos
mencionado como las críticas que han suscitado hacen patente que Kant
no posee los elementos para consolidar su propia noción alternativa de
la conciencia. De hecho, pareciera que Kant mismo acepta que describir
la conciencia como mera relación implica negar su realidad, con lo que
nos acercamos de nuevo a la metafísica tradicional.
Una vez reconocida la ambigüedad que encontramos en los textos de
Kant, podemos dejar a un lado la disputa de las interpretaciones, ya que
lo importante reside en consolidar esa nueva concepción de la concien-
cia que aparece en sus escritos. Para lograrlo, me propongo examinar
brevemente la posición que desarrollaron tres de sus sucesores: Fichte,
Hegel y Heidegger.
von dem mir aber freilich dadurch noch nichts zum Denken gegeben ist”.
(B 429). “Ahora bien, yo pretendo, empero, ser consciente de mí sólo
como pensante; dejo de lado cómo sea dado mi propio yo mismo en la in-
tuición; y entonces él podría ser para mí, que pienso, mero fenómeno, pero
no en la medida en que pienso; en la conciencia de mi mismo en el mero
pensar, yo soy el ente mismo, del cual, empero, no me es dado todavía, por
ello, nada para el pensar” (B 429). Trad. Mario Caimi (Immanuel Kant,
Crítica de la razón pura, México, fce / Universidad Autónoma Metropolita-
na / Universidad Nacional Autónoma de México, 2009).
179
3. Fichte
180
estableció claramente Kant, no es posible trascender la experiencia, por
lo que tal fundamento debe encontrarse en ella misma; por eso, se habla
de condiciones trascendentales y no trascendentes.
118
Johann G. Fichte, Introducciones a la Doctrina de la ciencia, Madrid,
Editorial Tecnos, 1997, “Primera introducción...”, § 3, p. 10.
181
en la cosa en sí (la vela) existe algo que es constante (la sustancia), lo
cual no está probado de ninguna manera.
El imperativo crítico, inherente a la actividad filosófica, exige tomar
el segundo camino, esto es, comenzar por la dimensión subjetiva, ya
que, de esa manera, antes de hablar de los objetos, analizamos el alcance
del conocimiento, así como los elementos que aporta la conciencia en
la construcción del orden empírico. Esto es lo que hizo la filosofía mo-
derna, que culmina con la filosofía trascendental kantiana. Sin embargo,
el error de gran parte de los representantes de este periodo filosófico
reside en continuar describiendo la dimensión subjetiva en los mismos
términos con los que se hablaba de los llamados objetos externos, es
decir, como una sustancia. Fichte reconoce que el gran aporte de Kant a
este problema consiste en haber criticado de manera radical esa creencia
dogmática, al destacar que la experiencia solo nos autoriza a afirmar que
la conciencia, el yo, es actividad. “La inteligencia es, para el idealismo,
un actuar, y absolutamente nada más; ni siquiera debe llamársele un ser
activo, ya que por esta expresión se denota algo subsistente dotado de
actividad”.119 Fichte propone el término, antes referido, Tathandlung (li-
teralmente “hecho-acción” o, aunque me parece menos preciso, “acción
de hecho”) para aludir a la conciencia.
Antes de exponer los conocidos tres principios de la ciencia de Fichte,
es importante aclarar el sentido del idealismo que este defiende, ya que ha
sido fuente de numerosas dificultades. En su historia de la filosofía, Hegel
caracteriza al pensamiento filosófico de Fichte de la siguiente manera:
“No existe por doquier otra cosa que el Yo; y el Yo existe simplemente
porque existe: lo que existe solamente en el Yo y para el Yo”.120 Si bien
no se puede decir que esta caracterización es del todo falsa, su enorme
simplificación tiene como consecuencia deformar la tesis central de Fi-
119
Ibid., “Primera introducción...”, § 7, p. 26.
120
Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, México, fce,
1997, iii, p. 464.
182
chte. Para empezar, de ninguna manera este niega la existencia de cosas
independientes de la conciencia; de hecho, sostiene, al igual que Kant,
que sin ellas la conciencia no existiría. Su tesis es que dichas cosas no
pueden ser conocidas con independencia de la actividad de la conciencia
y que, en la experiencia, solo las sentimos como una fuerza que se opone
a la conciencia. En este punto Fichte es más radical que Kant, ya que para
él hablar de esa fuerza, que se experimenta como cosas en sí o noúmenos,
sería proyectar una determinación de la conciencia sobre la realidad ajena
a ella, lo cual no se puede justificar. Estamos encerrados, de manera inelu-
dible, en el mundo de la representación.
Incluso calificar la filosofía de Fichte como un idealismo subjetivo
es, en sentido estricto, falso, porque eso presupone la existencia de dos
mundos nítidamente diferenciados: el mundo exterior (las cosas) y uno
interior (la mente); su propuesta es que existe solo un mundo, el de la
experiencia, donde sujeto y objeto se encuentran unidos, y esa unión
hace posible su determinación. Desde este punto de vista me parece más
adecuada la caracterización que nos ofrece Cassirer:
183
visible, sino simplemente una nueva manera de ver y de “luz” que
se proyecta sobre los objetos de la conciencia.121
121
El problema, iii, 2, pp. 163, 173 y 174, respectivamente. Me parece que en
este texto Cassirer resume de manera clara la posición básica de la filosofía
trascendental.
184
La única alternativa es partir de la dimensión subjetiva de la expe-
riencia (yo), y considerar que ese elemento constante es algo que intro-
duce la mente para poder hablar de mundo. Esto nos remite al primer
principio de la lógica formal, esto es, al principio de identidad (A = A).
Sin embargo, en la lógica simplemente se afirma de manera taxativa
A = A, pero no se explica de dónde proviene ese principio, ni en dónde
se sustenta su carácter universal y necesario. Hemos dicho que la propia
conciencia se encuentra, como en todos los objetos, sometida al deve-
nir; además, al negar su carácter sustancial, está vedado el camino de
apelar a ideas innatas, o algo parecido. Para responder a esta interrogan-
te, Fichte sostiene que el punto de partida de la doctrina de la ciencia
debe situarse en el nivel de lo que Kant denominó la lógica trascenden-
tal, en una reflexión filosófica de la lógica en la cual se busquen aquellas
condiciones que la hacen posible.
122
Johann Fichte, Sobre el concepto de la doctrina de la ciencia, seguido de
tres escritos sobre la misma disciplina, México, iif / unam, 2009, § 6, 47.
185
ces, que A = A se deriva de Yo = Yo; es decir, la filosofía no se fundamen-
ta en un hecho, sino en un acto originario. La proposición fundamental
puede expresarse de la siguiente manera: “Aquello cuyo ser (esencia)
simplemente consiste en ponerse a sí mismo como siendo es el yo como
sujeto absoluto”.123 En el mismo primer parágrafo del Fundamento en-
contramos otras formas de expresarlo: “Ponerse a sí mismo y ser son
una misma cosa para el yo”. “El Yo pone originalmente su propio ser
de manera absoluta”. Decir que la unidad de la conciencia es originaria
pero creada en la experiencia, resulta una afirmación incomprensible
para la metafísica tradicional porque desde su perspectiva lo originario
no puede ser creado, ya que es lo que precede a todo. En cambio, lo
que hace Fichte es retomar la diferencia kantiana entre génesis y vali-
dez, con lo cual se puede sostener que si bien, en términos genéticos, la
identidad de la conciencia (Yo = Yo) es, como diría Hobbes, un artificio,
un producto de la experiencia, desde el punto de vista de la validez la
conciencia de sí mismo es un principio originario, en tanto sin ella no
puede existir conciencia de ninguna clase, y esa conciencia de sí mismo
solo puede existir en cuanto actúo.
123
Johann Fichte, Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia (1794),
Pamplona, Juan Cruz Cruz, 2005, § 1, p. 46.
186
pensante mismo, ni idéntico a él, sino algo contrapuesto a él, y de
ese algo contrapuesto tú eres asimismo inmediatamente consciente en
esa acción de pensar. Ahora piénsate a ti. En cuanto que lo haces, en
este pensar no contrapones el ser pensante y lo pensado, como [en el
caso] precedente; ambos no han de ser diferentes, sino uno y lo mis-
mo, de igual modo que tú eres consciente de ti inmediatamente. Por
consiguiente, el concepto «Yo» es pensado cuando el ser pensante y lo
pensado en el pensar son tomados como [siendo] lo mismo; y, a la in-
versa, eso que surge en tal acción de pensar es el concepto de «Yo».124
124
Johann Fichte, Ética o El sistema de la Doctrina de las Costumbres según
los principios de la Doctrina de la Ciencia, Madrid, Ediciones Akal, 2005,
4, p. 70 y § 1, pp. 84 y 85, respectivamente. “Yo, que pienso d, soy el
mismo yo que ha pensado c, B y a”. Introducciones, “Segunda introduc-
ción...”, § 6, p. 62. Gracias a la autoconciencia del contenido múltiple de
mi pensar llego a lo idéntico que hay en el yo.
125
Johann Fichte, Fundamento, p. 47.
187
Fichte explica con claridad el origen del error (ineludible) de con-
siderar la conciencia como sustancia. En la conciencia de sí mismo el
yo como sujeto (autoconciencia) introduce la noción de sustancia para
poder pensar el yo como objeto. Se trata de un “error” ineludible porque
representa un elemento indispensable en el proceso de constitución de
la identidad personal. Además, hace explícita la necesidad de distinguir
el yo particular (eso que somos cada uno de nosotros) del yo como prin-
cipio (Yo = Yo), el cual no se refiere a un sujeto determinado, sino que
se trata de un principio básico de la razón. Si bien es cierto que dicho
principio no se puede probar lógicamente, ya que es lo que funda la
primera proposición lógica (A = A), su certeza proviene de que no es
posible decir “Yo no soy” porque la conciencia de cualquier cosa en el
mundo implica el ser de ese yo.126
En la medida en que Fichte asume la validez de la tesis kantiana
respecto a que todo conocimiento implica el vínculo entre sensibilidad
y entendimiento, introduce la noción de intuición intelectual como ele-
mento que da el sustento empírico a esa certeza del ser yo. Kant rechazó
de manera tajante esa noción porque consideraba que se trataba de un
recurso ilegítimo para hablar de las cosas en sí mismas. Pero Fichte
le da un sentido distinto al tradicional. Para empezar, advierte que la
intuición intelectual solo es posible cuando sucede yuxtapuesta a una
intuición sensible; es decir, la intuición intelectual no es un misterioso
tipo de intuición que da acceso a un supuesto conocimiento, ajeno a la
sensibilidad; se trata de una dimensión, o aspecto de la intuición sen-
sible, de la misma manera en que el propio Kant habla de la intuición.
126
Lo que falta en la reflexión de Fichte es, de manera explícita, que la identi-
dad de cada yo particular es resultado de ese principio racional gracias a la
adquisición del lenguaje en el proceso de socialización. El yo como princi-
pio es indeterminado porque carece de contenido, pero es la condición para
que cada yo particular, a través de la experiencia, unifique el contenido
empírico que lo define.
188
Fichte sostiene que en la experiencia nos intuimos como una actividad,
y esta da realidad a ese yo que acompaña todas mis representaciones.
Esto implica que negar el carácter sustancial de la conciencia de ningu-
na manera nos conduce a negar la realidad del yo y, de esta manera, se
cuestiona la tesis central de la ontología aristotélica respecto a que la
sustancia es el sentido primordial del ser.
La unidad originaria (en términos de validez) pero creada (en térmi-
nos genéticos) de la conciencia implica de manera inmediata y necesa-
ria algo distinto a ella, es decir, el no-yo. Para pensar el cogito es indis-
pensable que haya cogitata (cosas pensadas). Llegamos así al segundo
principio (la antítesis de la tesis), el cual coincide con el principio lógi-
co, toda determinación implica una negación: -A no = A (-A =/= A). La
identidad de cualquier cosa se construye estableciendo un límite frente
a algo que adquiere el carácter de externo; la exterioridad es constitutiva
de la unidad. Por eso, en el lenguaje cotidiano se contrapone la “interio-
ridad” de la conciencia a la “exterioridad” de los objetos; Fichte busca
resaltar que ese límite no es algo natural o dado, sino que se trata de
una creación en el proceso de autoconstitución del yo. Sería imposible
pensar la unidad de la conciencia (Yo = Yo) sin la presencia del no-yo.
La tesis de Fichte consiste en afirmar que la unidad de cada objeto
de la experiencia es determinada por la unidad del yo. Para comprender
esto es importante no perder de vista que se trata de una proposición
epistemológica, no ontológica. Acudamos al ejemplo cartesiano que re-
petidamente hemos usado. Prendemos una vela a las nueve de la noche
y a las doce percibimos que se ha transformado de manera radical. Fren-
te a este proceso decimos: “La vela se consumió”. Aristóteles o Descar-
tes presuponen que el elemento permanente es la esencia o quididad,
constitutiva del objeto, mientras que los cambios han tenido lugar úni-
camente en los accidentes. En contraste, Fichte sostiene que la creencia
en algo permanente es un principio necesario, en términos lógicos, que
introduce el sujeto para poder hablar de ese proceso. De esta manera
189
reducimos la noción de sustancia a su sentido lógico: al sujeto de predi-
caciones. Como se puede apreciar se trata de la tesis que tanto trabajo le
costó a Kant justificar en su deducción trascendental, a saber: la unidad
de los objetos de la experiencia depende de la unidad de la conciencia.
El principio de identidad (A = A), derivado de la autoposición del yo, es
proyectado ahora al no-yo.
127
Introducciones, “Segunda introducción...”, § 3, p. 44.
190
El yo y el no-yo se contraponen, pero al mismo tiempo la experien-
cia nos indica que conforman una unidad expresada en los dos enuncia-
dos que hemos mencionado. Así, para poder regresar de la abstracción
a lo concreto de la experiencia, tenemos que dar cuenta de esa unidad.
Accedemos, de esta manera, al fragmento más conocido de la filosofía
fichteana: a) tesis: “Yo”, b) antítesis: “No-yo”, c) síntesis: “Yo”. Pero el
yo de la síntesis no es el yo empírico (divisible) de la tesis, sino el yo
puro o absoluto, el cual se expresa en el tercer principio fundamental:
“yo opongo en el yo al yo divisible un no-yo divisible”.128
El yo debe ser idéntico a sí mismo y, no obstante, opuesto a sí mis-
mo. Sin embargo, es idéntico a sí mismo en relación con la conciencia;
la conciencia es unitaria. Pero en esta conciencia el yo absoluto es pues-
to como indivisible; por el contrario, el yo que se opone al no-yo es
puesto como divisible. Por consiguiente, “el yo, en la medida en que se
le opone un no-yo, es él mismo opuesto al yo absoluto”.129
Comprender, de la manera más clara posible, la misteriosa noción
del yo puro o absoluto es un requisito para continuar con la argumen-
tación de Fichte; sin embargo, no se trata de una tarea fácil (alguien
ha dicho que esto es el tormento de sus intérpretes). La dificultad que
encierra esa tarea se debe a que el propio Fichte no está satisfecho con
esa noción, y en las múltiples versiones de la dialéctica, que se ha esbo-
zado aquí, cambia su caracterización. Empecemos por lo más evidente:
el dato básico de la experiencia es la unidad (solo hay un mundo, el
empírico). A partir de esa unidad, el yo realiza la diferenciación entre el
no-yo (lo objetivo dicho en términos tradicionales) y el yo (lo subjeti-
vo). Dicha diferenciación se sustenta en la distinción entre lo variable y
lo constante. El atributo básico del no-yo es que se encuentra en conti-
nua transformación; en cambio, el yo se distingue por su constancia (yo
128
Fundamento, p. 59.
129
Loc. cit.
191
experimento A, B, C, … n). Ese carácter constante del yo no remite a
una sustancia dada, sino que se trata de una identidad creada en la ex-
periencia por la propia actividad (sintetizadora) del yo. Esa unidad de la
conciencia no se justifica en la experiencia; en su lugar, se trata de una
justificación racional (a priori): se trata de la condición universal y ne-
cesaria para poder decir algo del mundo sometido al devenir continuo.
Desde el punto de vista de la lógica formal, es evidente que el
Yo = Yo es un enunciado analítico, pero desde la perspectiva de la lógica
trascendental es un juicio sintético a priori. Con esto se dicen dos cosas:
1) La unidad de la conciencia es un producto de la experiencia, pero no
se justifica en ella, pues se trata de su condición trascendental suprema.
2) Es un juicio sintético porque el yo, que juega el papel de sujeto de las
predicaciones, no es el mismo que aquel que asume el papel de predi-
cado. El segundo yo es la conciencia del objeto (el yo que se encuentra
limitado por el no-yo). Cuando Fichte habla del yo empírico, divisible,
se refiere al yo que percibe algo (la conciencia de un objeto); mientras
que introduce la noción de yo puro para remitirse a la conciencia de la
conciencia que percibe algo (la autoconciencia).
Por otra parte, Fichte afirma que la síntesis entre el yo empírico y
el no-yo, la cual remite, como hemos dicho, al yo puro, se sustenta en
el principio de razón suficiente, que representa el fundamento de las
verdades de hecho. Según la interpretación de Leibniz, esto significa
que todo lo que acaece en el mundo tiene una causa y que esa relación
causal se sustenta en la razón; es decir, todo lo que sucede se encuentra
justificado racionalmente, nada es fortuito. Hasta el número de cabellos
en nuestra cabeza esta predeterminado en la razón divina. Esta interpre-
tación fuerte, que tiene un sentido ontológico, es lo que sustenta la idea
de una armonía universal (el mejor de los mundo posibles).
En contraste con esa interpretación, propia de un racionalismo des-
medido, dogmático, Fichte, en sintonía con la propuesta kantiana, con-
sidera que la relación causal, entendida como una conexión universal
192
y necesaria, es una categoría introducida por el sujeto y no un atributo
de las cosas. No es que el mundo sea racional, sino que los seres hu-
manos pueden verlo racionalmente. Eso lo pueden hacer porque tienen
conciencia de los objetos y al mismo tiempo tienen conciencia de la
conciencia de los objetos. La autoconciencia, implícita en la noción de
yo puro, hace posible que percibamos objetos y que adquieran un sen-
tido, en el que se sintetizan lo objetivo y lo subjetivo, el no-yo y el yo.
El sujeto no percibe extensiones, manchas de colores, sino una mesa, es
decir, un objeto que responde a una finalidad subjetiva, y para cumplir,
a su vez, con esa finalidad de manera adecuada tiene que captar o adap-
tarse a los atributos intrínsecos del objeto.
Cuando lo vemos de esa manera, advertimos que la tesis de Fichte,
a pesar de las apariencias, se encuentra más cercana al sentido común
que la posición de los empiristas y los racionalistas. Además, Fichte
agrega, si retomamos la tesis kantiana de la prioridad del uso práctico
de la razón, que los seres humanos no solo tienen la capacidad de ver
al mundo racionalmente sino también el deber de transformarlo en algo
racional, en el que se acceda a la síntesis del yo y el no-yo. Esto nos
permite advertir que Hegel debe más al idealismo trascendental de lo
que él mismo quisiera confesar.
Ahora bien: ¿hemos encontrado una respuesta satisfactoria sobre lo
que es el llamado yo puro? De ninguna manera. Así como Kant no explica
con precisión la noción de yo nouménico, tampoco Fichte logra explicar
el yo puro; esta afirmación no es mía, sino del propio Fichte: al caracteri-
zarlo de distintas maneras en las múltiples versiones de su análisis central.
Incluso vemos que en cierto momento utiliza la noción de yo puro en elu-
cubraciones metafísicas, que violan las exigencias básicas de la filosofía
crítica; por ejemplo, llega a proponer un vínculo entre el yo puro y la idea
de Dios. Es cuando considero que es el momento de abandonarlo.
Sin embargo, antes de desmontarnos de su estrategia argumentativa,
vale la pena observar que Fichte, en una de las últimas versiones de su
193
sistema, plantea sustituir la noción de yo puro por el concepto imperso-
nal de saber. No es el yo quien sintetiza lo subjetivo y lo objetivo, sino
el saber, entendido como un producto colectivo. Esto encaja perfecta-
mente con el concepto de reconocimiento entre los distintos yo, presen-
te en su filosofía práctica. Esto es muy importante porque indica que
para explicar de manera adecuada al yo puro se requiere desarrollar una
apropiada teoría del lenguaje, capaz de dar cuenta de lo que llamamos
en la actualidad intersubjetividad. El proceso por el cual el yo se pone
a sí mismo (Tathandlung) tiene que ver con la adquisición del lenguaje
en el proceso de socialización. Como veremos, esto fue distinguido con
gran agudeza por Hegel.
194
4. Hegel
195
Según esto, el espíritu remite al conjunto de normas, a los códigos
que guían las conductas de los individuos. Dichas normas se condensan
en el sistema institucional de la sociedad (familia, sociedad civil, Esta-
do, etcétera), pero también se encuentran en los muy distintos objetos
que producen los seres humanos, considerados no solo como entidades
particulares, sino como artificios que participan en el proceso de comu-
nicación, la cual mantiene la unidad social. Consideremos, por ejemplo,
un martillo: este ha sido producido con el objetivo de cumplir con cierta
finalidad (el golpear), y para cumplir de manera adecuada con esa fina-
lidad se requiere el conocimiento tanto de los materiales que se utilizan
para su construcción como de los materiales en los cuales será usado;
es decir, en el martillo se unifican la teleología individual y el conoci-
miento de los atributos de los objetos. Posteriormente, el usuario de ese
martillo descifra el mensaje que el productor ha cifrado.
El espíritu denota una realidad objetiva, pero no en el sentido de un
átomo de hidrógeno o una montaña, ya que se trata de una objetividad
que ha sido producida por los seres humanos. En una primera aproxima-
ción podemos vincular la noción de espíritu a lo que denominamos, en
un sentido amplio, en la vida cotidiana como cultura, la cual tiene como
base y principio de unificación al lenguaje. Considerado como entidad
espiritual, el martillo de nuestro ejemplo no es el objeto particular, sino
su concepto, en el cual se sintetiza, de acuerdo con Hegel, la inten-
ción subjetiva y el conocimiento de los objetos. Como mediación, esto
es, como actividad unificadora, el concepto se encuentra en continua
transformación conforme cambia tanto su dimensión subjetiva como su
dimensión objetiva. Desde este punto de vista, el espíritu se encuentra
constituido por las herramientas, las instituciones, las obras de arte, las
teorías filosóficas y científicas, etcétera; todo aquello que es producido
por los seres humanos. El hecho de que Hegel no utilice el término
cultura se debe a que con la noción de espíritu busca introducir una
concepción epistemológica y ontológica que no tiene el primer térmi-
196
no. Espíritu es algo que no es meramente subjetivo, ni exclusivamente
objetivo, sino la unión de ambos. Veamos qué más nos dice sobre esto.
132
Fenomenología, p 523.
197
Me parece evidente que la noción de espíritu presupone, ante todo,
una crítica radical a las visiones atomistas de la sociedad: aquellas que
asumen que la formación o constitución de los individuos en sociedades
sucede con independencia de estas. El ejemplo más claro lo encontra-
mos en las teorías contractualistas; también en la concepción de la con-
ciencia que maneja Descartes. Para Hegel la conciencia individual no
es una sustancia, en el sentido que no tiene una realidad independiente
del orden social (la sustancia y esencia universal es el espíritu), sino
que es producida por la interacción social. El punto de partida del pro-
ceso de constitución de la particularidad individual es el cuerpo, pero
la formación de su conciencia se da cuando cada individuo adquiere los
elementos del espíritu objetivo y los transforma en espíritu subjetivo.
Dicho en términos cotidianos, la formación de la conciencia individual
es el resultado del proceso de socialización, con el que se interioriza la
cultura, lo que comienza por el lenguaje.
Hegel acierta cuando afirma que Kant y Fichte no llegan al concepto
de espíritu, sino que se mantienen en el concepto de conciencia (facul-
tad de representación), y agrega algo que es esencial para comprender
su postura: “Por lo que se refiere al spinozismo, hay que advertir, por
el contrario, que el espíritu se constituye desde la sustancia en el juicio
mediante el cual se constituye como yo, como subjetividad libre frente a
la determinidad [Bestimmtheit]; y la filosofía, en tanto ese juicio es para
ella determinación absoluta del espíritu, brota del spinozismo”.133 Es de-
cir, al igual que Spinoza, Hegel sostiene que solo existe una sustancia y
esta es, según su perspectiva, el espíritu a partir del cual se forma la con-
ciencia individual como su atributo. Recordemos que uno de los objeti-
vos de la Fenomenología es conducir al individuo desde la conciencia
inmediata de su identidad personal (Yo = Yo) al reconocimiento de que
esa identidad es resultado de una historia colectiva (del yo al nosotros).
133
Enciclopedia, nota al § 415, p. 735.
198
Eso no quiere decir que el individuo sea una expresión pasiva de la
cultura en la cual se desarrolla. Por el contrario, la formación (Bildung)
de un individuo exige que adquiera la capacidad de contribuir al desa-
rrollo del espíritu y a su vez que se constituya como un ser libre; por
ejemplo, la adecuada formación de un filósofo no consiste en conocer
y repetir las doctrinas de los grandes pensadores que le precedieron; en
su lugar, se trata de que encuentre en ellas la herramientas conceptuales
para expresar y objetivar su particularidad, lo que la convierte en parte
de la universalidad del espíritu. La Séptima sinfonía de Ludwig van
Beethoven emanó de su subjetividad, gracias a su educación musical y
las habilidades que con esta adquirió. Pero esa obra se convierte en un
elemento del espíritu objetivo en el momento en que distintos directo-
res la interpretan de maneras diferentes (pensemos en las versiones de
Georg Solti y de Herbert von Karajan). Incluso Hegel habla de indivi-
duos universales que si bien actúan por motivos particulares, sus accio-
nes adquieren un sentido universal que se manifiesta en la trayectoria
histórica del espíritu. Aquí entra en escena la famosa anécdota cuando
Hegel, después de la batalla de Jena, califica a Napoleón i Bonaparte
como encarnación del espíritu universal.
En la conciencia individual se conjugan particularidad y univer-
salidad. El individuo alcanza su identidad particular interiorizando la
universalidad presente en la sustancia espiritual y adaptándola a sus
circunstancias. De ahí la insistencia de Hegel en contra de Schelling,
respecto a que la universalidad de ninguna manera implica homogenei-
zar (la noche en que todos los gatos son negros), sino la inclusión de
las diferencias (identidad de la identidad y la no identidad). Como par-
ticular el individuo se encuentra condenado a desaparecer (la enferme-
dad mortal); su única posibilidad de salvación consiste en transformar
esa particularidad en parte de la universalidad mediante sus acciones y
obras. Cuando Hegel, en su intento de dar una interpretación racional de
la religión cristiana, se enfrenta al misterio de la resurrección de Cristo,
199
nos dice que como particular murió en la cruz; sin embargo, agrega que
persiste en la vida gracias a su doctrina, la cual marcó la cultura occi-
dental de modo indeleble.
El concepto de espíritu implica una crítica a la filosofía tradicional,
pues se tiende a privilegiar la relación entre la conciencia individual y
los objetos (sujeto-objeto), sin advertir que dicha relación presupone
siempre el vinculo pragmático con el otro (sujeto-sujeto); dicho en los
términos de la interpretación de Jürgen Habermas, en la experiencia
se encuentran unidos, de manera indisoluble, interacción y trabajo. El
privilegiar la dimensión semántica134 es uno de los factores que propi-
cia la concepción sustancialista de la conciencia. Desde el Crátilo de
Platón se advierte que la relación entre las palabras y las cosas remite
a una convención; sin embargo, al sustentarse en una perspectiva indi-
vidualista parecería que esto implica una relación arbitraria, sustenta-
da únicamente en una decisión individual: en realidad se trata de una
convención cuya objetividad (espiritual-social) se fundamenta en una
práctica colectiva. El carácter intersubjetivo, de lo que Hegel denomina
espíritu, es lo que evita reducir lo trascendental (en el sentido kantiano)
a la conciencia individual, al yo.
En tiempos relativamente recientes han aparecido diversas interpre-
taciones en las que se resalta lo que podemos llamar el descubrimiento
hegeliano de la intersubjetividad.135 No quiero repetir, de manera am-
134
John L. Austin propone la noción de falacia descriptiva para denominar la
creencia respecto a que la función única o básica del lenguaje es describir
(Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, España, Ediciones
Paidós, 1971).
135
Me parece que el texto de Axel Honneth fue uno de los principales factores
que propiciaron una amplia bibliografía sobre el tema (Kampf um Anerken-
nung-Zur moralischen Grammatik sozialer Konflikte, Frankfurt am Main,
Suhrkamp Verlag, 1992. Trad. al castellano: La lucha por el reconoci-
miento. Por una gramática moral de los conflictos sociales, Barcelona,
Editorial Crítica, 1997).
200
plia, lo que en estas se examina; solo menciono que en casi todas se
destaca la filosofía social, en especial la lucha por el reconocimiento, lo
que sin duda es uno de los aspectos más interesantes de este tema. Pero
pocas veces se resalta que los tres apartados del capítulo “Conciencia”,
de la Fenomenología, encierran una crítica a la metafísica sustancialis-
ta, la cual profundiza en la labor iniciada por Kant, ya revisada en lo que
hemos llamado el aspecto negativo de su teoría de la conciencia.
Ahora no puedo reconstruir de manera extensa la argumentación que
en tales capítulos Hegel desarrolla; me limito, simplemente, a mencio-
nar las tesis que resultan pertinentes para lo que ahora planteo. En “La
certeza sensorial” inicia con el cuestionamiento de la idea tradicional de
la intuición como un momento meramente receptivo, pasivo. Para esto,
hace patente que toda intuición, hasta la que parece más simple, implica
una mediación lingüística que introduce la universalidad (el lenguaje es
lo más verdadero), por lo que la experiencia requiere describirse como
la unión activa de lo subjetivo y lo objetivo.136 En el siguiente apartado,
“La percepción”, muestra que la caracterización de la cosa, del objeto,
como la unión de sustancia y accidentes conduce a una antinomia, ya
que se define la cosa como una unidad (sustancia), pero al mismo tiem-
po como una pluralidad (suma de sus accidentes), sin dar cuenta de
cómo estas dos descripciones pueden ser compatibles. Por último, en
“Fuerza y entendimiento”, Hegel plantea que dicha compatibilidad solo
es posible si describimos la cosa como un juego o sistema de fuerzas.137
136
Sobre este tema consultar el artículo de Martin Heidegger “El concepto de
experiencia de Hegel (1942/43)” en Caminos de bosque.
137
“Cada uno [las fuerzas como elementos de la relación] sólo es por medio
del otro y en no ser inmediatamente en tanto que el otro es. Por tanto, no
tienen de hecho ninguna sustancia propia que las sostenga y mantenga. El
concepto de fuerza se mantiene mas bien como la esencia en su realidad
misma; la fuerza como real sólo es pura y simplemente en la exterioriza-
ción, que no es, al mismo tiempo, otra cosa que un superarse a sí misma”.
Fenomenología del espíritu, México, fce, 1966, p. 88.
201
De acuerdo con lo anterior, la conciencia no remite a una sustancia
pensante, inmaterial, sino a un juego de fuerzas. El eje central de este
sistema de relaciones se da entre el aspecto objetivo y subjetivo del
espíritu, en el cual podemos diferenciar, en su unidad, distintos niveles:
a) la relación entre el cuerpo (en tanto entidad natural) y el espíritu
(cultura en general), b) la relación con los objetos particulares (trabajo,
sujeto-objeto) y c) la relación con los otros (interacción, sujeto-sujeto).
De hecho, la propia conciencia se manifiesta como una relación entre la
conciencia de x (conciencia de algo distinto de ella) y la autoconciencia
(conciencia de sí misma).
Parecería que con esta gran aportación, Hegel se sitúa más allá de
la metafísica tradicional; sin embargo, no es así. Por el contrario, en su
filosofía se desarrolla un esfuerzo titánico para revivirla, mediante su
transformación, pero manteniendo que la sustancia no se puede reducir
a una categoría de la reflexión, sino que también denota el ser por
excelencia. Esto es, Hegel recupera el sentido ontológico de sustancia
138
Hegel, Philosophische Propädeutik, § 23 y § 24, p. 106. La traducción
es mía.
202
como la realidad que permanece; de ahí que califique a Kant de forma-
lista. Evidentemente, y conociendo las críticas de los empiristas, y del
propio Kant, Hegel es consciente de que no puede conformarse con la
herencia aristotélica para lograr su objetivo. Su estrategia consiste en
retroceder a Heráclito para plantear que la sustancia es aquello que se
mantiene transformándose; es decir, se trata del supuesto orden que se
manifiesta a través del devenir de los entes particulares: la sustancia
como sujeto, denominada también sustancia viva.
Si bien se niega el carácter sustancial de la conciencia, esta se trans-
forma, como afirmó Spinoza, en un atributo de la sustancia única, es de-
cir, del espíritu. Con ello encontramos también que el desenvolvimiento
de este último representa el desarrollo de la cultura y fundamentalmente
la realización de Dios desde la perspectiva de las conciencias particu-
lares, finitas (la historia universal representa el plan de la Providencia).
Recordemos que para Hegel el panteísmo es aquello que permite reto-
mar el argumento ontológico como prueba de la existencia divina.
La reconciliación entre las nociones de sustancia y devenir es po-
sible en la medida en que este último pierde su carácter contingente
para convertirse en el despliegue de las potencialidades presentes,
desde un principio, en la sustancia; se trata de la trayectoria que
conduce, ineludiblemente, del en sí (la manifestación inmediata) a lo
en sí y para sí (su realización). Dicho de otra manera, se subordina
el devenir a un principio teleológico. Mientras Kant considera la
teleología solo como un recurso heurístico que hace posible pensar
racionalmente acerca de la historia, para Hegel el devenir histórico
es racional en sí mismo (véase el texto de Spinoza que sirve de epí-
grafe a este capítulo). De esta manera, Kant sostiene que pensar la
historia como si se tratara de un progreso resulta sensato en términos
pragmáticos, ya que nos motiva a buscar soluciones; en cambio, para
Hegel la afirmación de que la humanidad progresa es un conoci-
miento y no un mero pensamiento.
203
El progreso aparece así en la existencia como avanzando de lo imper-
fecto a lo más perfecto; pero lo imperfecto no debe concebirse en la
abstracción, como meramente imperfecto, sino como algo que lleva
en sí, en forma de germen, de impulso, su contrario, o sea eso que
llamamos lo perfecto […]. Lo imperfecto, pues, es lo contrario de sí,
en sí mismo; es la contradicción, que existe, pero que debe ser abolida
y resuelta; es el impulso de la vida espiritual en sí misma que aspira
a romper el lazo, la cubierta de la naturaleza, de la sensibilidad, de la
enajenación, y llegar a la luz de la conciencia, esto es, a sí mismo.139
Kant advertía que para tener una certeza en la existencia del pro-
greso global, no solo de progresos particulares que podemos constatar
empíricamente, se requiere trascender la temporalidad y situarse en la
perspectiva divina, donde, se supone, es posible percibir el proceso en
su totalidad; esta posibilidad se encuentra vedada para nosotros los mor-
tales. En contraste, para Hegel, esto es posible. Al hablar de un saber ab-
soluto considera que es factible superar la temporalidad implícita en la
cópula de los enunciados (S es P) para acceder a la igualdad entre sujeto
y predicado (S = P). Por tanto, asume, como Leibniz, que toda verdad
es analítica. La historia es la simple manifestación de los predicados
implícitos a priori, en germen, en el sujeto espíritu.
Numerosos intérpretes, entre ellos Axel Honneth, han sostenido
que es posible recuperar las aportaciones de Hegel, referentes a la con-
ceptualización de la intersubjetividad, sin tener que asumir la creencia
en la teleología en un sentido fuerte; coincido con ellos. Sin embar-
go, hay que tener cuidado, ya que esa teleología no es algo que se
agrega al final, sino un elemento que guía y está presente en todo su
proceso argumentativo. Por ejemplo, desde un principio sostiene que
139
Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Ma-
drid, Revista de Occidente, 1974, p. 133.
204
la función de la filosofía es superar las escisiones, lo cual contradice
la descripción de la conciencia individual en términos de relaciones,
porque la hipotética reconciliación (la transformación de la escisión
en una simple diferencia dentro de la unidad suprema) implica la des-
aparición de esa conciencia.
Hegel reprocha a la ética kantiana mantener la escisión entre razón
y pasiones. Ante esta crítica sería necesario empezar por aclarar que
para Kant el conflicto que subyace a la conciencia individual no se
puede reducir a la simple oposición entre razón y pasiones, en tanto
la propia razón se encuentra motivada pasionalmente. La exigencia
de ordenar, es decir, de dar sentido, expresa un afán de seguridad que
requiere ser controlado para evitar la seducción de los sistemas meta-
físicos; no perdamos de vista que la metafísica no es algo irracional,
sino el resultado de una razón que no admite límites. En segundo lu-
gar, para Kant el conflicto empieza entre las propias pasiones, ya que
entre estas no existe ninguna armonía y, gracias a eso, la razón puede
tener injerencia en las acciones.
Por último, y lo más importante, Kant sostiene que la libertad del
individuo no consiste en situarse en una misteriosa región donde su
conducta no esté determinada; esto sería un absurdo, un milagro que
niega el principio de razón suficiente. La libertad es posible en tanto las
determinaciones que confluyen en la voluntad son contradictorias, lo
cual abre las alternativas que permiten la elección. El costo ineludible
de la libertad es el conflicto, a menos que deformemos la idea de liber-
tad individual hasta convertirla en la aceptación pasiva de la dimensión
objetiva del espíritu. Cabe señalar que ese dudoso ideal es algo que apa-
reció entre los representantes del romanticismo: es el individuo que se
entrega de lleno a la totalidad social (el Estado), bajo la promesa de que
le garantiza la satisfacción de sus necesidades materiales y espiritua-
les (sobre esto puede leerse El príncipe de Homburg, de Heinrich von
Kleist). Si bien Hegel es un crítico del romanticismo, cabría la discusión
205
sobre el grado de proximidad de su ideal con esa utopía en la medida en
que para él la tragedia es mera negatividad, es decir, no es una realidad
plena (Wirklichkeit).140
Termino este apartado con una observación de Heidegger sobre el
significado de la inconformidad ante la noción kantiana de cosa en sí:
¿Qué significa la lucha incipiente contra “la cosa en sí”, dentro del
idealismo alemán, sino un olvido creciente de lo que Kant conquistó,
a saber, que la posibilidad interna y la necesidad de la metafísica, es
decir, su esencia, no se apoyan y mantienen sino por una elaboración
más originaria y por la profundización del problema de la finitud?
¿A dónde fueron a parar los esfuerzos de Kant, si Hegel define la
metafísica como lógica en estas palabras: “La lógica debe ser consi-
derada, por consiguiente, como el sistema de la razón pura, como el
reino del pensamiento puro. Este reino es la verdad sin velo, tal cual
es en sí y para sí. Se puede decir, por lo tanto, que dicho contenido
es la representación de Dios, tal como es en su esencia eterna, antes
de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito.”?141
140
En este punto nos podría ayudar nuestro Sigmund Freud “de bolsillo”, ya
que podemos preguntar lo siguiente: ¿qué le pasaría al yo si se accede a la
reconciliación entre el ello y el superyó?
141
Martin Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, México, FCE,
1973, § 45, p. 205. (La nota 296, a este parágrafo, aclara que Heidegger
tomó la cita de Hegel de la “Introducción” de Wissenschaft der Logik, iii,
pp. 35s).
206
5. Heidegger
142
Von der mannigfachen Bedeutung des Seienden nach Aristoteles..., Wien,
Nabu Press, 2012. Sobre la disertación de Heidegger: “Por bastantes indica-
ciones de revistas filosóficas yo me había enterado de que el modo de pensar
de Husserl estaba influido por Franz Brentano, cuya disertación de 1862 Del
múltiple significado del ente según Aristóteles había sido guía y criterio de
mis torpes primeros intentos de penetrar en la filosofía. De un modo bastante
impreciso me movía la reflexión siguiente: «Si el ente viene dicho con muchos
significados, ¿cuál será entonces el significado fundamental y conductor? ¿Qué
quiere decir ser?»”. Martin Heidegger, Tiempo y ser, España, Editorial Tecnos,
2000, p. 95. Sobre la traducción al castellano del libro de Brentano: Sobre los
múltiples significados del ente según Aristóteles, Madrid, Encuentro, 2007.
143
Véase el Libro iv de la Metafísica.
207
3) un ente que tiene una existencia acabada, pero no independiente, y
4) el ser de las sustancias.
Brentano concluye algo que es conocido: el cuarto significado es el
fundamental o básico para Aristóteles, pues denota un ente acabado e
independiente. Para Heidegger esta caracterización delata la compren-
sión del ser como permanencia en presencia (Beständigkeit in Anwes-
enheit). En el caso de la filosofía aristotélica, se identifica el ser con
aquello que es constante en el ente, es decir, la sustancia. Sin embargo,
la mencionada comprensión del ser también se encuentra en otras filo-
sofías; de hecho, según Heidegger se trata del presupuesto más extendi-
do en la tradición metafísica;144 por ejemplo, para Platón el ser no remite
a los entes particulares, sino al orden que les subyace, aquel que puede
percibirse con los ojos de la razón cuando se sale de la caverna (de la
inmediatez), el cual, al igual que la luz solar, hace posible determinar
los entes (definir su ergon, su lugar y función). Sin embargo, ese orden
se define también como lo sustancial, como lo permanente.
Algo parecido sucede en Hegel, el cual, aunque vincula el ser con
el devenir, termina por identificarlo con aquello que se manifiesta como
constante a través de los cambios, esto es, el espíritu (la sustancia como
sujeto). Heidegger considera que la mencionada comprensión del ser
tiende a reducir lo ontológico a lo óntico, a identificar al ser con el ente.
De ahí que la pregunta por el primero se entienda como la búsqueda del
supuesto ente primigenio del que emanan o derivan sus determinaciones
el resto de los entes. Generalmente se identifica ese ente con Dios, o
con la divinidad (recordemos la diversidad de interpretaciones del ente
perfecto). Por eso, propone el término ontoteología, para caracterizar a
la tradición metafísica.
144
No me refiero a toda la metafísica; solamente afirmo que es un presupuesto
muy extendido (omito el cuantificador universal) porque me parece que esa
interpretación de la historia de la filosofía, que tiende a situar a la mayoría
de los autores en el mismo saco, merece ser revisada de manera crítica.
208
Cuando Heidegger propone la introducción de la diferencia entre el
nivel ontológico y el óntico, lo que busca es cuestionar esa identificación
del ser con el ente, especialmente con aquello que supuestamente es lo
permanente en cada uno de ellos. Por tal motivo, considera que Kant re-
presenta un paso decisivo hacia una reflexión crítica sobre el ser, porque,
como hemos destacado, este último admite el uso gramatical del térmi-
no sustancia (sujeto de predicaciones); sin embargo, también cuestiona
de manera radical su uso ontológico. Con esto, pone en tela de juicio lo
que hemos calificado como el artículo de fe de las distintas formas de
dogmatismo: la creencia de que existe o puede llegar a existir una rela-
ción isomorfa entre el lenguaje y la realidad. Desde la óptica kantiana, lo
permanente, la unidad constante, es una categoría que introduce el sujeto
para hablar (pensar) de una realidad sometida al cambio continuo, pero
no tenemos los medios para probar su existencia. Heidegger afirma que
en la KrV se sustenta en otra noción del ser, que se ajusta a la finitud del
conocimiento humano, la cual se hace explícita en un pasaje fundamental
de esa obra: “Evidentemente, «ser» no es un predicado real, es decir, el
concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simple-
mente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí”. (A 598)
Para comprender esta brevísima caracterización del ser, se requiere
tener en cuenta que aparece en el contexto de la crítica al argumento
ontológico con el cual se pretende demostrar la existencia de Dios. “El
concepto de un ser supremo es una idea muy útil en no pocos aspectos.
Pero, precisamente por tratarse de una simple idea [concepto sin refe-
rente empírico], es totalmente incapaz de ampliar por sí sola nuestro
conocimiento respecto de lo que existe” (A 601). La existencia de cual-
quier cosa, incluida la del supuesto ente perfecto, no puede probarse
solo de manera conceptual; en todos los casos se requiere acudir a la
relación constitutiva de la experiencia.
Una vez situada en su contexto, lo que destaca de dicha caracteri-
zación es que posee un aspecto negativo y otro positivo. En relación
209
al primero, Kant sostiene que en su uso lógico el término ser (es) no es
un predicado, sino la cópula de un juicio, aquello que relaciona sujeto
y predicado (S es P). En su uso existencial o, como dice Heidegger, en
su uso óntico (S es), aunque aparece en el lugar de un predicado, no es
un predicado real, o sea, no denota el atributo o determinación de una
cosa, sino que remite a la existencia (posición absoluta de una cosa), a
la relación constitutiva de la experiencia entre el sujeto cognoscente y el
objeto de conocimiento. En ambos usos ser no denota una cosa, un ente;
de ahí que, en el aspecto positivo, se sostenga que el ser es una posición,
es decir, una relación.
145
Martin Heidegger, Hitos, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 453, p. 368 y
455, p. 369.
210
partir de las categorías, lo que hace posible constituir el objeto del co-
nocimiento.146 Además, esa multiplicidad de representaciones (datos
empíricos) se puede organizar de distintas maneras, lo que da lugar a
diferentes descripciones, ya que la objetividad se encuentra en las re-
glas de la síntesis (según qué y cómo sea puesto algo —la posición—,
el ser cambia de sentido).
Mientras que la metafísica asume que solo hay una descripción ver-
dadera de algo, Kant abre la puerta a la tesis de que existen múltiples
descripciones que son susceptibles de ser verdaderas (por ejemplo, la
historia de la humanidad como progreso o como decadencia). Esas des-
cripciones no son totalmente inconmensurables, pues, para empezar,
comparten las reglas de objetividad (las categorías del entendimiento),
por lo que la razón exige que sean consideradas compatibles; sin embar-
go, el carácter finito del conocimiento impide decir que hemos llegado
ya a esa plena compatibilidad, a la metadescripción que las unifica. Por
eso Kant rechaza tajantemente la idea de que existe una meta última
del conocimiento (el saber absoluto, lo verdadero), ya que este es un
proceso continuo que nos abre a la complejidad de lo real en su devenir;
complejidad que se encuentra en la dimensión de los objetos y en la
dimensión del sentido que subyace a las diferentes descripciones.
146
De manera sintética, Heidegger expresa magistralmente la postura de Kant:
“Ahora bien, en la afección por medio de nuestros sentidos siempre nos es
dada una multiplicidad de representaciones. A fin de que la «confusión»
dada, el flujo de esa multiplicidad, se detenga por fin en su estar y así
pueda mostrarse un objeto, esto es, algo que esté enfrente, lo múltiple tiene
que ser necesariamente ordenado, esto es, vinculado. Pero esta vinculación
nunca puede proceder de los sentidos. Según Kant, todo vincular procede
de aquella fuerza de representación que se llama entendimiento. Su rasgo
fundamental es el poner en cuanto síntesis. La posición tiene el carácter
de la proposición, esto es, del juicio, por medio del cual algo es propuesto
como algo, es decir, un predicado es atribuido a un sujeto por medio del
«es»”. Hitos, 458, p. 371.
211
Heidegger destaca que, en la medida en que Kant da prioridad a la
relación sujeto-objeto (la posición absoluta), la cópula de la relación
lógica sujeto-predicado siempre tendrá un carácter temporal. Es decir,
todo conocimiento empírico involucra un contexto temporal y espacial
(es imposible eliminar la cosignificación del tiempo), por lo cual es im-
posible aquello que se propusieron Leibniz y Hegel, a saber: transitar
del S es P a S = P; esto es, transformar toda verdad en una relación
analítica, la cual trasciende el tiempo. Precisamente, Heidegger sostie-
ne que la gran aportación de la crítica kantiana consiste en admitir que
el carácter limitado del conocimiento implica, de manera necesaria, la
transformación de la noción del ser imperante en la metafísica tradicio-
nal. Sin embargo, al mismo tiempo, afirma que Kant no logró superar
plenamente la metafísica sustancialista, lo cual se percibe, entre otros
temas, en su teoría de la conciencia: en el concepto de yo nouménico.
Por eso, el objetivo de sus reflexiones filosóficas es ser consecuente con
la exigencia de transformación de la comprensión del ser.
El primer paso de la estrategia argumentativa de Heidegger consiste
en analizar la relación entre ser y tiempo. Aunque desde el inicio de la
tradición metafísica se plantea la importancia de dicha relación, lo que
predomina es, como hemos señalado, considerar el ser como lo que per-
manece presente, es decir, lo constante, aquello que si bien se manifiesta
en el tiempo, lo trasciende. Por eso habla de una primacía de lo presente.
Su propuesta consiste en destacar que no solo el ser se manifiesta en
el tiempo, sino que entre ellos existe una semejanza estructural. Ser y
tiempo no son entes que se hacen presentes; ser y tiempo se dan. “No
decimos: el ser es, el tiempo es, sino: se da [es gibt] el ser y se da el
tiempo”.147 El ser, al igual que el tiempo, remite a la relación entre el
sujeto (yo) y el objeto, en la cual el primer término establece lo cons-
147
Tiempo y ser, p. 31. Se debe tener en cuenta que al decir “se da el ser”, “se
da el tiempo”, no se trata de enunciados sobre el ente.
212
tante, como una convención, para abrir (hacer visible) el mundo en su
devenir.148 Por eso, sostiene que el ser es en relación con el ente aquello
que lo muestra, lo hace visible, sin mostrarse a sí mismo.
En Ser y tiempo (1997 [Tiempo y ser, 2000]), Heidegger describe
la experiencia, a través de una fenomenología hermenéutica, y supri-
me todo residuo de la noción ontológica de sustancia. El no recurrir al
concepto ser humano, sino utilizar el término Dasein (ser-ahí) expresa,
precisamente, la pretensión de suprimir toda visión esencialista, propia
de las antropologías filosóficas tradicionales. En el mismo sentido, ca-
racterizar a este peculiar ente que somos nosotros como un ser para la
muerte, indica que la experiencia no permite justificar la presencia de
algo constante o permanente en él. Paradójicamente, aunque Heidegger
despreciaba el idioma castellano como instrumento de la reflexión filo-
sófica, podemos expresar de manera concisa y clara su tesis central: el
ser del Dasein es un estar.149
148
Recordemos que para Heidegger la verdad, entendida como la adecuación
entre lo que se dice y lo que acaece, presupone que los entes han sido
abiertos (descubiertos, iluminados) por el sentido inherente al lenguaje:
“Que el enunciado sea verdadero significa que descubre al ente en sí
mismo. Enuncia, muestra, “hace ver” [...] al ente en su estar al descubier-
to. El ser-verdadero (verdad) del enunciado debe entenderse como un
ser-descubridor”. Ser y tiempo, Chile, Editorial Universitaria, 1997, § 44,
218. De hecho, en el mismo parágrafo se sostiene: “‘Hay’ verdad sólo en
cuanto y mientras el Dasein es”, § 44, 226. Esto nos conduce a pensar que
Heidegger sitúa el ser en la condición trascendental del sentido (signifi-
cado lingüístico), la cual se encuentra en la unidad lógica implícita en el
principio de identidad. Desgraciadamente, a Heidegger no le gusta ser cla-
ro respecto a esto y, en los textos que conozco, no se pronuncia de manera
explícita. Por tanto, queda abierto a la discusión, aunque, por lo menos,
hemos logrado situarla en el tema del lenguaje.
149
De hecho, tengo la impresión de que podemos generalizar en este punto, en
la medida en que Heidegger resalta el vínculo entre ser y tiempo, y asume la
presencia de la contingencia en este último, se puede decir “ser es un estar”.
213
Así como las categorías son las determinaciones (predicados genera-
les) de los entes en general, Heidegger propone el término existenciarios
para hablar de las determinaciones del Dasein. El primer existenciario
es la estructura ser(estar)-en-el-mundo, y este, en su sentido ontológico,
no es la suma de todas las cosas, como se entiende, comúnmente, en el
lenguaje cotidiano; ni tampoco, como lo entiende Descartes: el ámbito
de la res extensa, diferenciado de la res cogitans. En términos ontológi-
cos el mundo es una totalidad significativa, es decir, se trata de un orden
creado y mantenido por la significatividad (Bedeutsamkeit); como diría,
más o menos, Wittgenstein: los límites del mundo son determinados por
los límites del lenguaje. Evidentemente, aquí se entiende el lenguaje
como una estructura holística, no como una simple suma de nomina-
ciones, en la cual la significatividad no es algo subjetivo, ideal, sino
un fenómeno ligado con las prácticas colectivas. Los objetos que nos
aparecen en el mundo son captados a través de un significado, el cual
abre o descubre su ser.
Por ejemplo, si en el trabajo del campo el viento del sur “vale” como
signo de lluvia, este “valer” o “valor inherente” a esa cosa, no es un
añadido a algo que ya en sí mismo estuviera ahí: a la corriente de
aire, en una determinada dirección geográfica. El viento del sur no
está jamás primeramente ahí como ese mero suceso meteorológica-
mente accesible, que luego asumirá eventualmente la función de un
presagio. En realidad es la circunspección que el trabajo del campo
lleva consigo la que descubre por primera vez el viento sur en su ser,
en la medida en que lo toma en cuenta.150
150
Ser y tiempo, § 17, 80-81.
214
hasta aquí, podemos afirmar que algo tiene un sentido porque alguien se
lo da. Para evitar las confusiones en las cuales se enredó Schmitt, habría
que aclarar que valor y sentido de los objetos no remiten a una decisión
individual, sino a una práctica colectiva. En todo caso, aquello que le
interesa destacar a Heidegger es que los objetos aparecen en el mundo
siempre en relación con el Dasein, sea en la relación práctica (Zuhan-
densein / ser a la mano), sea en la teórica (Vorhandensein / ser ante los
ojos). A pesar de que Heidegger critica la visión instrumentalista que
adquiere una amplia hegemonía en la Modernidad, en su texto pone
especial atención, al igual que Hegel, en los objetos que se presentan
como utensilios (Zeug), pues en ellos se hace patente la unión de lo sub-
jetivo y lo objetivo como la relación primaria, básica, de la experiencia.
Por otra parte, al relacionarse con los objetos, en tanto poseen un
significado, cada Dasein establece siempre una relación con los otros,
la cual se halla mediada por el lenguaje. “En virtud de este estar-en-el-
mundo determinado por el “con” [mit], el mundo es desde siempre el
que yo comparto con los otros. El mundo del Dasein es un mundo en
común [Mitwelt]. El estar-en es un coestar con los otros. El ser-en-sí
intramundano de éstos es la coexistencia [Mitdasein]”.151
La relación con los otros se establece a través de un proceso de comu-
nicación que crea y mantiene la unidad social, la unidad del mundo:
215
el discurso, tiene, a la vez, el carácter del expresarse [Sichausspre-
chen]. En el discurrir, el Dasein se expresa, no porque primeramente
estuviera encapsulado como algo “interior”, opuesto a un fuera, sino
porque, como estar-en-el-mundo, comprendiendo, ya está “fuera”.152
152
Ibid., § 34, 162.
216
sugerencia, que consiste en interpretar la noción trascendental en térmi-
nos del mundo de la vida, es decir, desde una perspectiva intersubjetiva.
153
Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología
trascendental, Barcelona, Crítica, 1991, § 31, p. 123. De hecho me permito
sugerir la lectura, por lo menos, del tercer apartado de este texto. Cabe seña-
lar que Jürgen Habermas ha recuperado dicha perspectiva para desarrollar su
interpretación, en términos de intersubjetividad de la filosofía kantiana, en su
Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Editorial Trotta, 2010.
217
deudoras, a su vez, del presupuesto teológico. El éxito de este proyecto
necesita, ante todo, hacer a un lado la descripción de la conciencia como
ámbito interno, diferenciado y enfrentado al ámbito externo del mundo.
En relación a esto último, me parece más radical el sendero que sigue
Heidegger. Para apoyar dicha creencia, pero sin entrar a esta amplia
polémica, cito a Hans Blumenberg:
154
Hans Blumenberg, Teoría del mundo de la vida, Buenos Aires, fce, 2013,
p. 129.
218
externo (el mundo de los objetos) y el ámbito interno (el mundo pro-
pio). El carácter artificial de esa frontera indica que el Dasein no tiene
que salir de una supuesta esfera interna, en la que estaría primeramente
encerrado, para después acercarse al mundo, sino que siempre está afue-
ra, como parte de este último. El modo primario de ser del Dasein es la
apertura al mundo, mediada por la significatividad.
Husserl retomó el concepto de intencionalidad, usado por Brentano,
para describir la conciencia a partir de aquella. Según Heidegger, dicha
noción permanece prisionera de la concepción en la cual se le otorga una
prioridad a la relación teórica, propia del observador, lo cual crea la ilu-
sión de ese ámbito interno desligado del mundo. Por eso propone el con-
cepto die Sorge (cura, cuidado, preocupación) para caracterizar al vínculo
entre la conciencia y el mundo, ya que, en el alemán cotidiano, dicho con-
cepto aparece asociado normalmente a la relación práctica con el mundo,
a la postura del participante; es decir, recupera la tesis de la prioridad del
uso práctico de la razón, expuesta por Kant. La aportación de Heidegger
consiste en resaltar que eso presupone asumir que la adecuada descrip-
ción del lenguaje, y de la significatividad asociada a él, requiere situarla
siempre en su contexto práctico, es decir, en su uso; también asume que
la comprensión no es un método filosófico, reducido a la interpretación
de textos, sino es, ante todo, la manera de estar en el mundo del Dasein.
El asombro, que propicia asumir la posición del observador, es resultado
de algún problema que surge en esa comprensión primaria o cotidiana.
Recordemos el ejemplo del automóvil que no arranca.
En la filosofía de Heidegger el punto de partida de su reflexión se
desplaza de la conciencia al lenguaje, porque ello representa el requisito
indispensable para comprender la forma en que se estructura el mundo
y, con este, la propia conciencia. Desgraciadamente, aunque en su filo-
sofía se encuentran numerosas observaciones sugerentes, así como her-
mosas metáforas, no se puede decir que ofrezca un desarrollo amplio de
la teoría del lenguaje, en la cual se pueda sustentar de manera más sólida
219
su posición. Para esto, tenemos que recurrir al desarrollo de la filosofía
del lenguaje, especialmente a los representantes de lo que se ha llamado
el giro pragmático: Wittgenstein, Austin, Searle y Ryle, entre otros.
El animal metafísico
221
—Y si, por añadidura, se le forzase a mirar a la luz misma […].
—Y si ahora le llevasen a la fuerza por la áspera y escarpada su-
bida y no le dejasen de la mano hasta enfrentarle con la luz del sol.155
155
Platón, La República, Madrid, Aguilar, 1968, vii, 515a-517a.
156
Acerca de estas cuestiones se puede consultar “Sobre la necesidad metafísica
del ser humano”, de Arthur Schopenhauer, en los Complementos de El mundo
como voluntad y representación, vol. 2, Madrid, Editorial Trotta, 2005.
157
Véase Paradigmas.
222
completo a nuestros deseos y aspiraciones, sin ignorar que nuestras vi-
das, además, se encuentran sometidas a fuerzas que trascienden, por
mucho, nuestro control; aquello que la noción de destino de la tragedia
griega expresa magistralmente.
En el mito de Prometeo y Epimeteo, que Platón narra en el Protágoras,
se describe al ser humano como una criatura desarmada, en términos bioló-
gicos (un mono desnudo), frente a esa terrible realidad, cuya sobrevivencia
depende, en principio, de aquel atributo que el hermano mayor roba a los
dioses para otorgárselo a ese ser desvalido: el saber técnico. Si bien las ru-
dimentarias herramientas representan la manifestación inicial de ese saber,
el primer instrumento poderoso, a tal grado de ser capaz de transformar
esa inhóspita realidad en un mundo habitable, es el mito. Se trata de una
máquina extraordinariamente refinada que da sentido a cualquier fenómeno
mediante los actos de nominar, narrar y clasificar con base en un sistema
de analogías. Los individuos que habitan en el mito logran mantener cierta
distancia del absolutismo de la realidad y, con esto, logran protegerse de la
inseguridad que genera la experiencia del asombro.
Blumenberg critica la tradicional explicación del origen de la fi-
losofía como el tránsito del mito al logos porque el mito es ya un
producto del logos (“la línea fronteriza entre el mito y el logos es
imaginaria […]. El mito es una muestra del trabajo, de muchos quila-
tes, del logos”158). El proceso cultural que conduce del mito a la filo-
sofía y, posteriormente, a la ciencia es mucho más complejo, en tanto
existe en él ruptura pero también continuidad. Sin pretender ahora la
reconstrucción de ese proceso en toda su amplitud, podemos destacar
que desde su inicio la filosofía no rechaza la función central del mito:
crear una significatividad que permita transformar el absolutismo de
la realidad en un mundo habitable. Lo que cambia es la forma con la
cual se busca cumplir dicha función.
158
Ibid., pp. 19 y 20.
223
Para la filosofía ya no basta crear una narrativa que ofrezca cierta se-
guridad frente a los avatares de una realidad indiferente, sino es necesario
sustentar las creencias en esa misma realidad; es decir, a las narraciones
producidas por el pensamiento se les agrega una pretensión de verdad
(conocimiento). Cuando Tales de Mileto sostiene que el principio (arché)
es el agua, lo importante no es el contenido de su creencia, sino su intento
de sustentarla en la observación respecto a que ese elemento líquido al
enfriarse se convierte en algo sólido y al calentarse adquiere un estado
gaseoso. No dudo que la ingenua aspiración del filósofo era hacer compa-
tibles la seguridad que ofrecen las narraciones míticas con la búsqueda del
conocimiento y, con este, impulsar el desarrollo técnico. Recordemos que
Tales, al predecir una sequía, se pudo enriquecer al comprar y almacenar
la cosecha de aceitunas. Sin embargo, a pesar de su éxito, he calificado de
ingenua esa aspiración, pues subestima el peligro que representa la poten-
cia del absolutismo de la realidad para nuestras construcciones simbóli-
cas, sean míticas o filosóficas. La risa de la muchacha tracia, al ver caer a
Tales, resulta muy significativa desde este punto de vista.
¿Por qué se da este cambio de método? No puedo dar una respuesta
precisa a esta interrogante. Sin duda el deseo de alcanzar mediante el co-
nocimiento un desarrollo técnico es un factor del tránsito del mito a la fi-
losofía: aunque no perdamos de vista que en una sociedad esclavista dicho
deseo no genera una gran fuerza social; por el contrario, en ella la exigencia
de seguridad, que ofrecen los mitos, tiene una marcada prioridad. No es
extraño que los atenienses condenaran a Sócrates por atreverse a dudar de
la sabiduría de Homero y Hesíodo. Me parece que la respuesta a la pregunta
que hemos hecho debemos buscarla en una crisis cultural, propiciada por
diversas causas, la cual tiene como efecto el que las narraciones míticas
perdieran su capacidad de cumplir su función de manera adecuada.159
159
Considero que la evolución de la tragedia clásica es una expresión de esa
crisis. Mientras las grandes narraciones épicas se sustentan en la creencia
en un orden, en el caso de la tragedia lo que se expone es la fragilidad de
224
Si entendemos saber en un sentido amplio, es decir, como creación
de un orden simbólico que permita a los seres humanos orientarse tanto
en la acción como en la reflexión, entonces Aristóteles estaría en lo cier-
to, pues estaríamos hablando de una tendencia espontánea de la razón
que responde a la fuerte exigencia de seguridad. Pero si le damos a la
noción de saber el sentido restringido de búsqueda de la verdad, enton-
ces la descripción platónica es más acertada. Si bien la creación de sen-
tido es una condición necesaria de la búsqueda de la verdad, esta última
implica, además, distanciarse de ese afán de seguridad para abrirse a la
complejidad de la realidad y, por tanto, para estar dispuesto a cuestio-
nar la significatividad que hemos construido como mediación con los
hechos. El propio Platón nos ofrece un ejemplo sublime de esta tensión
entre saber y conocer (en términos kantianos entre pensar y conocer),
ya que durante gran parte de su vida se dedicó a construir su teoría de
las ideas; sin embargo, en sus últimos diálogos, el amor a la verdad lo
lleva a cuestionarla. Pocos filósofos y pensadores se han aproximado a
tal grado de honestidad intelectual.
A diferencia de las narraciones míticas, religiosas e ideológicas, la
metafísica se propone superar esa tensión entre saber (pensar) y cono-
cer. La estrategia dominante ha sido alterar el orden que hemos descrito,
es decir, anteponer la verdad al saber o, para ser más precisos, si utili-
zamos los términos de Hannah Arendt, interpretar el significado según
el modelo de verdad. Dicha estrategia se sustenta en una comprensión
simplista del lenguaje, según la cual solo es significativo aquello que
es susceptible de ser verdadero o falso, lo que prioriza la dimensión
ese orden dentro de un contexto caótico. Para adentrarse a este tema remito
a dos textos básicos. El primero, es la caracterización que ofrece Hegel
de la tragedia a partir del análisis de Antígona, de Sófocles, en el apar-
tado titulado “La acción ética, el saber humano y el divino, la culpa y el
destino” de la Fenomenología. El otro es, por supuesto, El nacimiento de
la tragedia de Friedrich Nietzsche.
225
semántica y relega de manera radical su dimensión pragmática. Aunque
se trata de un presupuesto ostensiblemente falso, su gran fuerza en la
historia del pensamiento puede apreciarse cuando, incluso aquellos que
se declaraban acérrimos enemigos de la metafísica, los positivistas de la
primera mitad del siglo xx lo adoptan en su proyecto para ofrecer una
explicación científica del lenguaje.
Uno de los principales ideales que se deprende de esa estrategia es
acceder a una certeza, a una verdad suprema, de la cual se pueda de-
ducir todo el saber. De ahí también se deriva la exigencia de un saber
sin presupuestos, esto es, sustentado solo en verdades, o bien, dicho de
manera más sofisticada, considerando que es posible demostrar la plena
adecuación entre un sistema de conceptos y la estructura de la realidad
(una lógica que es, al mismo tiempo, ontología). Cuando Hegel pro-
clama a los cuatro vientos “¡el saber absoluto!”, parece oírse, desde la
lejana Tracia, una sonora carcajada. Al proponer la noción de cosa en sí
(lo que generó un fuerte malestar entre los dogmáticos de todo tipo), el
objetivo de Kant fue resaltar que el acceso a la realidad se da siempre a
través de una significatividad creada por el ser humano; con esto asume
que siempre existirá una tensión entre pensar y conocer, a pesar de su re-
lación complementaria. Esto lo manifiesta en su brevísima descripción
de la historia de la metafísica:
226
vez más dicha unión, aunque sin concordar entre sí mismos sobre
ningún proyecto. (A ix)160
La crítica a la metafísica que propone Kant no tiene nada que ver con
rechazarla161 o con declararla irracional; mucho menos con un intento
por sustituirla por la ciencia. Esto último resulta peligroso, pues se corre
el riesgo de disfrazar la metafísica con la ciencia, cosa que ha sucedido
en numerosas ocasiones en la historia de la filosofía y en la vida coti-
diana. Para Kant, la crítica consiste en establecer límites, lo cual exige
adentrarse en el análisis de su objeto con la finalidad de comprender
su sentido. Lo que él encuentra es que las ilusiones metafísicas tienen
sus raíces en la dinámica de la propia razón, por lo cual no es posible
suprimirlas; de hecho, sostiene que los temas de la metafísica no pueden
resultar indiferentes a los seres humanos, en tanto que la ciencia y el
conocimiento en general no pueden ofrecer una respuesta a las grandes
preguntas que se plantea cualquier ser pensante.
El efecto del conocimiento científico es, como destacó Max Weber,
desencantar el mundo y, por tanto, enfrentarnos de nuevo a la experien-
cia del absolutismo de la realidad. De ahí la necesidad de la metafísica,
pero esto no es un asunto de conocimiento, sino, ante todo, se trata de
una cuestión práctica. La esperanza kantiana consiste en que, una vez
establecidos con claridad los límites, no solo puedan coexistir la ciencia
y la metafísica, sino que entre ellas pueda darse cierta interacción para
orientar las acciones de los seres humanos. En la tercera crítica Kant
plantea que si el uso teórico de la razón puede definir los medios más
160
Cito solo un fragmento e invito a leer con cuidado el comienzo del prólogo
a la primera edición de la KrV. Vale la pena destacar la relación que se es-
tablece entre la narración metafísica y la unión social; aquí tenemos mucha
tela para cortar.
161
Solo en una cultura en la que no existe una tradición crítica se puede consi-
derar que esta última consiste en rechazar.
227
adecuados para acceder a un fin dado, el uso práctico es donde la meta-
física tendría su uso legítimo, ya que es el que puede establecer los fines.
El ideal que entraña la mencionada esperanza kantiana resulta, sin
duda, muy atractivo; sin embargo, me parece que encierra una enorme
dosis de ingenuidad. Esto lo vio con cierta claridad Heinrich Heine en
el escrito donde presenta la cultura alemana a los franceses (Sobre la
historia de la religión y la filosofía en Alemania, 2008). En dicho texto,
Heine sostiene que el pequeño hombre de Könisberg contribuyó de ma-
nera decisiva en la muerte de Dios. Esta afirmación resulta, a primera
vista, extraña, porque Kant era un ser humano muy religioso y su obje-
tivo era, como dice el título de su libro, situar la religión dentro de los
límites de la mera razón. Sin embargo, el problema parece residir en que
una metafísica a la que se le despoja de la pretensión de verdad, propia
del conocimiento, pierde gran parte de su eficacia. La que una vez se
autoproclamó la reina de la ciencias es renuente a convertirse en una
simple ciudadana en la república del saber; como el mismo Kant advier-
te cuando cita la Metamorfosis de Ovidio: “Hasta hace poco la mayor de
todas, poderosa entre tantos yernos e hijos, y ahora soy desterrada como
una miserable”. (Nota 1, A IX)
Prueba de esta falta de docilidad de la metafísica, ante los límites
que quiere establecer una razón crítica, se encuentra en los sucesores
de Kant, quienes rechazaron drásticamente aceptar que estamos irre-
mediablemente encerrados en la pequeña isla de la experiencia. El gran
peligro reside en que este asunto no es meramente filosófico, sino ante
todo es un tema práctico, vinculado a nuestra convivencia. La organiza-
ción democrática del poder político exige asumir que nuestros grandes
ideales no se apoyan en una verdad, sino en opiniones (doxa), y que
tienen que existir, por tanto, en competencia con otros ideales distintos
e igualmente valiosos. De acuerdo con la historia reciente del ámbito
público, se hace patente que el imperativo de asumir los límites de la
razón crítica es demasiado exigente para los seres humanos; de ahí el
228
renacimiento de viejas ideologías y el surgimiento de nuevas, las cuales
propician que la competencia se transforme de nuevo en confrontación
violenta. Paradójicamente, si bien el afán de generar una significativi-
dad sólida ha representado un recurso esencial de nuestra superviven-
cia, parece que también la pone en peligro.
1. Razón y metafísica
229
ra verdadero (contingente o necesariamente); en la segunda premisa se
sostiene que de no darse cierta condición (C), A no sería posible. De ahí
se concluye la necesidad o carácter a priori de C; su esqueleto lógico es:
P1: A
P2: (- C - ◊ A)
Por tanto, C
230
La primera contiene todos los principios puros de la razón derivados
de simples conceptos (excluyendo, por tanto, las matemáticas) y re-
lativos al conocimiento teórico de todas las cosas; la segunda abarca
los principios que determinan a priori y convierten en necesario el
hacer y el no hacer. (A 841, B 869)
163
En la primera introducción, Kant llama la atención sobre la confusión entre
técnica (teoría aplicada) y práctica. El hecho de que en las sociedades mo-
dernas se dé tal confusión, que se considere la técnica como el paradigma
de la práctica, es muy significativo; será uno de los temas centrales de toda
la filosofía alemana a partir de Kant.
231
Regresando al uso teórico de la razón, hemos señalado que Kant
lo califica, en este contexto, como especulativo; esto se debe a que su
objetivo consiste en destacar que la dinámica de la razón tiende, de
manera espontánea, a emplear las categorías más allá de lo ocurrido
en la experiencia, lo que da lugar a la dialéctica trascendental, esto es,
la lógica de la ilusión; aquello por lo cual se considera que es posible
conocer donde no hay nada que conocer. Como se puede apreciar, se
trata del sentido negativo o peyorativo del término metafísica, es decir,
de acceder a un conocimiento que trascienda la experiencia. Es impor-
tante no perder de vista que si bien la metafísica implica un uso ilegí-
timo de las categorías, se refiere a algo inevitable, a una ilusión que no
puede ser eliminada: “La razón humana tiene el destino singular, en
uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones
que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de
la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas
sus facultades”. (A VII)164
Lo que tenemos que analizar es por qué se da esa asociación indisolu-
ble entre razón y metafísica. Kant usa el término razón en una acepción
amplia: para denominar el conjunto de todas las facultades pero también,
en un sentido restringido, para referirse a una de esas facultades (funcio-
nes), la cual se diferencia de la sensibilidad y el entendimiento. Mientras
que la función del entendimiento es sintetizar la multiplicidad de las sen-
saciones en la unidad conceptual a través del juicio, la función de la razón,
en cambio, es unificar los juicios mediante inferencias (uso lógico de la
razón).165 El ejemplo simple que nos ofrece Kant es:
164
Es importante leer los párrafos A VII y A VIII, en los cuales se amplía esta
tesis (con la que inicia el prólogo a la primera edición).
165
Ha de entenderse por inferir aquella función del pensar mediante la cual se
deriva un juicio a partir de otro. Una inferencia en general es, por tanto, la
derivación de un juicio a partir del otro. Véase Lógica, § 41. Las inferen-
cias pueden ser mediatas o inmediatas. Una inferencia inmediata, o del
232
1. Todos los seres humanos son mortales.
2. Todos los sabios son seres humanos.
3. [por tanto] Todos los sabios son mortales.
233
nado del conocimiento condicionado del entendimiento, aquello con
lo que la unidad de éste queda completada. (B 364)
234
no produce, pues, conceptos (de objetos), sino que simplemente los
ordena y les da aquella unidad que pueden tener al ser ampliados al
máximo, es decir, en relación con la totalidad de las series, totalidad
que no constituye el objetivo del entendimiento. (A 643)166
235
siguiendo a Platón, aquellos conceptos necesarios de la razón, pero que no
corresponden a ningún fenómeno, es decir, que remiten a objetos, por defi-
nición, trascendentes y, por tanto, que no los podemos conocer.
tear la unidad de sujeto y objeto; sin embargo, la idea de Dios nos indica
que esas dos ideas, a su vez, forman parte de una unidad.
236
En efecto, lo que hacen las ideas es relegar o hacer a un lado un dato
básico de la experiencia, a saber: la contingencia. El poner entre paréntesis
la contingencia es un requisito del pensamiento para construir nuestros mo-
delos teóricos, pero si quiere mantenerse en el sendero del conocimiento,
en la búsqueda de la verdad, es indispensable que una vez construidos esos
modelos sean contrastados con la experiencia, ya que es donde reina un
grado de complejidad mayor que en cualquier otro modelo imaginable. El
efecto de esa contrastación empírica será siempre la exigencia de ampliar,
corregir e incluso desechar esos modelos. Se trata de un proceso continuo
que, si bien está orientado por la búsqueda de esa adecuación plena entre el
modelo y la realidad, cuando se piensa que se ha llegado a ella, de inmedia-
to se abandona el sendero de la verdad para responder a otras exigencias.
Abstraer la contingencia satisface el anhelo básico de seguridad de
los seres humanos. La pregunta que se le debe formular a Aristóteles es
la siguiente: ¿qué pesa más en la conducta de los seres humanos, la bús-
queda de la seguridad o de la verdad? La respuesta de Kant es que ambos
deseos son indispensables; se trata de llegar a un equilibrio entre ellos y
de establecer límites claros entre sus dos actividades. El problema de este
bello ideal ilustrado es, como hemos dicho, que al quitar la pretensión de
verdad a las narraciones que buscan ofrecer un sentido sólido, ya no res-
ponden de manera adecuada al deseo de seguridad.168 La tensión entre la
dinámica del pensar y la del conocer parece un dato insuperable que nos
indica que la metafísica y, peor aún, la metafísica disfrazada de conoci-
miento, será un elemento siempre presente en las sociedades.
168
Me parece que Kierkegaard establece un punto fuerte cuando sostiene que
la reconciliación entre fe y razón, a la que aspiran de diferentes maneras
Kant y Hegel, no es nada fácil; de hecho podríamos decir que es imposi-
ble. Pero también asumir la falta de fundamento de la fe, como el filósofo
danés propone, requiere de una fuerza y un refinamiento difíciles de encon-
trar en la experiencia.
237
2. La dialéctica trascendental
238
paralogismos, los cuales se refieren a la idea del alma; la segunda clase
son las antinomias, las cuales conciernen al mundo, entendido como la
totalidad de los objetos, y por último encontramos aquellas inferencias
que se agrupan con la etiqueta el ideal de la razón pura, ya que tratan
de Dios como unidad suprema (la absoluta unidad sintética de todas las
condiciones de posibilidad de las cosas en general).
En el capítulo anterior hemos visto los paralogismos, por lo que bas-
ta con recordar que en ellos se hace patente que si bien la unidad de
la conciencia es una condición trascendental del conocimiento, no se
puede inferir la existencia de una sustancia pensante.
Por medio de este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa no se repre-
senta más que un sujeto trascendental de los pensamientos = x, que
sólo es conocido a través de los pensamientos que constituyen sus
predicados y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por
separado. Por eso nos movemos en un círculo perpetuo en torno a
él, ya que, si queremos enjuiciarlo, nos vemos obligados a servirnos
ya de su representación. (A 346)
Kant entiende por cosmología aquella disciplina que tiene por objeto
el mundo (comprendido como totalidad de los fenómenos). Aunque la
razón exige pensar esa totalidad, los problemas surgen cuando conside-
ramos que es posible acceder al conocimiento de esa unidad suprema
de los objetos. Lo que se busca hacer patente es que cuando se pretende
pasar del uso formal, lógico, al aspecto material del conocer nos vemos
enredados en antinomias; es decir, en argumentos donde encontramos
dos tesis que si bien cada una puede hallar un sustento racional, entre
ellas existe una contradicción (tesis-antítesis), por lo que no es posible
acceder a una conclusión. La antinomia es una especie del género de
las paradojas. Kant menciona cuatro antinomias, divididas, al igual que
239
las categorías, en dos grupos: matemática y dinámica.170 La primera es
denominada antinomia de la cantidad, y sus tesis son:
Tesis: “El mundo tiene un comienzo en el tiempo y, con respecto al
espacio, está igualmente entre límites”.
Antítesis: “El mundo no tiene comienzo, así como tampoco límites
en el espacio. Es infinito tanto respecto del tiempo como del espacio”.
Justificación de la tesis: “Supongamos que el mundo no tenga un
comienzo en el tiempo”. De ello se sigue que para llegar a un momento
cualquiera del tiempo se tendría que haber recorrido un numero infinito
de momentos para llegar a este. Pero infinito significa que no es posible
llegar a una meta o, dicho de otra manera, un número infinito de mo-
mentos no puede ser completado. Por tanto, en la medida en que no es
posible recorrer una infinitud de momentos plenamente, o por completo,
el mundo tiene que tener un comienzo en el tiempo.
Pensemos que el mundo se encuentra constituido por un número in-
finitamente de cosas que existen simultáneamente. En términos lógicos,
toda magnitud es resultado de una síntesis de sus componentes, pero
si estos últimos son infinitos nunca se podría alcanzar esa síntesis por
completo. Por tanto, una magnitud infinita en el espacio no es posible,
lo cual implica que el mundo debe tener límites.
Justificación de la antítesis: Supongamos que el mundo tiene un co-
mienzo, esto entraña que antes de ese comienzo no existía nada. Pero de
la nada, nada puede surgir o, dicho de otra manera, no existiría nada que
pudiera haber determinado el surgimiento del mundo en un momento par-
ticular. Por lo tanto, en términos temporales el mundo tiene que ser infinito.
Supongamos ahora que el mundo es limitado espacialmente. Esto
quiere decir que el mundo estaría rodeado por un espacio vacío ilimitado,
ya que cualquier cosa que existiera en él tendría que ser parte del mundo.
Pero el espacio no es, en contra de lo que creía Newton, algo absoluto que
170
Véase KrV, pp. 394-419.
240
pueda existir sin cosas, ya que presupone la relación de cosas situadas en
diferentes lugares. Entonces, carece de sentido hablar de la relación del
mundo y un supuesto espacio vacío que lo rodea, lo cual nos conduce a
sostener que el mundo no puede ser limitado en el espacio.
El propio Kant advierte que debemos tener cuidado con estos ar-
gumentos, pues, a pesar de que pueden parecer válidos en un primer
acercamiento, cuando los examinamos con más cuidado encontramos
diversos problemas, lo cuales tienen que ver con la confusión entre el
nivel conceptual y el nivel ontológico. Sin embargo, esa confusión di-
ferencia la metafísica dogmática. De hecho, Kant insinúa que cuando
tenemos claridad en las distinciones de esos niveles, las antinomias se
disuelven. En cambio, su crítica se dirige a resaltar que gran parte de los
problemas metafísicos tienen su origen en no discriminar entre pensar
y conocer. Por ejemplo, la razón exige, como hemos apuntado, pensar
en la totalidad, pero esto no permite afirmar que exista y mucho menos
que la conozca. Volveremos sobre este tema cuando abordemos el ideal
de la razón. Por el momento veamos la segunda antinomia: la antinomia
de la cualidad:
Tesis: “Toda sustancia compuesta consta de partes simples y no exis-
te más que lo simple o lo compuesto de lo simple en el mundo”.
Antítesis: “Ninguna cosa compuesta consta de partes simples y no
existe nada simple en el mundo”.
Justificación de la tesis: Supongamos que una cosa no se encuentra
constituida por partes indivisibles. Esto significa que puede ser separada
en sus partes y que cada una de esas partes puede, a su vez, separase en
sus partes (ya que hemos considerado que cada cosa es infinitamente
indivisible). El resultado de este análisis nos conduciría a la nada. Para
que algo posea solidez o, como diría la metafísica tradicional, sea algo
sustancial tiene, por tanto, que estar constituida por partes simples, esto
es, por partes que no sean divisibles (átomos).
241
Justificación de la antítesis: Supongamos que las cosas sí se encuen-
tran constituidas por partes simples, es decir, no divisibles. Sin embar-
go, esas partes simples tendrían que tener una extensión, ya que nada
puede estar constituido por partes inextensas. Pero todo lo que tiene
extensión puede ser dividido y, por tanto, no es realmente simple. En-
tonces, nada está compuesto por cosas simples.171
El problema que subyace a esta segunda antinomia es que en las dos
tesis que la constituyen se pierde de vista que lo divisible es el espacio, el
cual remite a la relación entre el sujeto y el mundo, por los que los crite-
rios de división y, con ellos, los criterios de lo simple dependen de los cri-
terios utilizados. Como se puede apreciar, existe una crítica a la noción de
mónada utilizada por Leibniz y, en general, por toda la tradición atomista,
en la cual se asume que la determinación de lo que es simple proviene de
las cosas en sí mismas (de nuevo la confusión entre lógica y ontología).
La tercera antinomia nos enfrenta a uno de los temas más complejos
de la filosofía:
Tesis: “La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de la
que pueden derivar los fenómenos todos del mundo. Para explicar éstos
no hace falta otra causalidad por libertad”.
Antítesis: “No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mundo se de-
sarrolla exclusivamente según leyes de la naturaleza”.
Justificación de la tesis: Supongamos que solo existe la causalidad,
tal y como se entiende en las ciencias naturales, lo que presupone que a
todo acontecimiento le precede otro del que se deriva necesariamente;
dicho de otra manera, toda causa es, a su vez, efecto de otra causa. Esto
nos conduce a un regreso al infinito sin poder establecer la existencia de
171
Esta antinomia nos remite al capítulo sobre la percepción en la Fenomeno-
logía, en el cual se cuestionan los presupuestos de las ontologías tradi-
cionales. También nos conduce a pensar en las dificultades que enfrenta
el atomismo lógico, las cuales hacen patente que esta teoría filosófica se
encuentra muy lejos de poderse considerar libre de metafísica.
242
una primera causa, lo cual presupone que la cadena causal es siempre
incompleta y con esto que no es suficiente para dar una explicación de
la naturaleza en su totalidad. Por tanto, como numerosos representantes
de la metafísica tradicional, tenemos que postular la existencia de una
primera causa, es decir, una causa que no esté provocada por una prece-
dente. Esa primera causa implica una espontaneidad absoluta, a la cual
Kant denomina libertad trascendental.
Justificación de la antítesis: Asumamos que existe la libertad, tal y
como ha sido definida en la tesis; es decir, una primera causa (absoluta
espontaneidad), pero esta no podría ser explicada ni justificada, pues
se niega el principio de razón suficiente o, como dice Kant, se niega lo
establecido en la segunda analogía (“Todos los cambios tienen lugar de
acuerdo con la ley que enlaza causa y efecto” [A 189]). Como dirá más
tarde Schopenhauer, sería considerar la libertad como un milagro, esto
es, como un absurdo en términos teóricos.
Ante todo quiero insistir en que la presencia de una antinomia hace
patente que detrás existe un mal planteamiento del problema que abor-
damos. En este caso, el error es considerar que la relación entre libertad
y causalidad nos conduce a una alternativa simple: si aceptamos la exis-
tencia de la libertad, tenemos que negar, por lo menos, parcialmente a la
causalidad. Parece que muchos intérpretes no advierten que en esta an-
tinomia se cuestiona radicalmente la noción de libertad como ausencia
de una relación causal. Pensar así la libertad nos conduce a un absurdo
y, por lo tanto, a una polémica bizantina.
Kant plantea que el primer error es situar la libertad en el mismo ám-
bito de la causalidad, cuando en realidad ambas responden a dos usos
distintos de la razón: el práctico y el teórico. Cuando nos colocamos en
la perspectiva del observador, propia del uso teórico, se trata de buscar la
causa de cualquier fenómeno. La pregunta “¿Por qué x?”, propia del uso
teórico de la razón, siempre espera como respuesta la determinación de
una causa. Esto quiere decir que la libertad no se puede probar teórica-
243
mente; en estas discusiones los deterministas siempre tendrán la razón.
Sin embargo, Kant advierte que la libertad es la única idea de la razón que
tiene una base empírica, la cual remite a la relación práctica con el mundo.
En la tranquilidad de su gabinete el doctor Fausto no encontrará nunca la
satisfacción de una prueba de la libertad; para lograrlo tiene que seguir su
traducción de la Biblia y asumir que en el principio es la acción.
De hecho, la libertad es la condición necesaria de la relación prác-
tica; lo indispensable es una descripción (no una prueba) de la libertad
que sea compatible con la causalidad del uso teórico. Para esto se re-
quiere lo siguiente: 1) Desechar por completo la noción de la libertad
como espontaneidad absoluta; negar que la libertad implica negar una
relación causal. 2) No perder de vista que la necesidad de la relación
causa y efecto es introducida, como condición trascendental teórica, por
el entendimiento; es decir, que la necesidad no se infiere de las cosas
mismas. 3) A partir del segundo punto, aceptar que son compatibles
causalidad y libertad en la medida en que hay claridad en los límites
entre uso teórico y uso práctico.
Lo anterior significa que una acción libre no tiene nada que ver con
esa espontaneidad absoluta de la que nos habla la metafísica. Pensar que
solo somos libres cuando nada determina nuestra acción es absurdo; se
trataría de un ser humano que se sitúa en un misterioso ámbito donde ni
la naturaleza ni su cultura influyen en su comportamiento. Los candi-
datos a convertirse en agentes libres serían exclusivamente los ángeles,
de los que se habla en la teología. Pero, de regreso a la pequeña isla de
la experiencia, la única manera de asumir el carácter libre de un agente
es advertir que las determinaciones que confluyen en la voluntad no
son armónicas, sino que existe entre ellas una tensión o contradicción.
Según esto, la libertad no consiste en una espontaneidad absoluta, sino
en adquirir la capacidad de elegir entre determinaciones opuestas. Por
eso, la libertad se localiza en el arbitrio (Willkür), el cual es la mediación
entre la voluntad (Wille / la razón en su uso práctico) y las pasiones.
244
Los seres humanos pueden ser considerados libres en tanto son seres
naturales y culturales, y entre naturaleza y cultura no existe esa armo-
nía. El precio ineludible de la libertad es el conflicto. Esto fue percibido
en el mito cristiano del Génesis, en el cual Eva y Adán son arrojados
del paraíso (el reino situado más allá del bien y del mal) cuando apa-
rece el deber, que entra en contradicción con sus instintos o pulsiones.
Únicamente el ser humano puede pecar porque tiene opciones abiertas
por la normatividad cultural (el ser humano actúa por la representación
de la ley). La ley moral es lo que permite experimentar, en la práctica,
la libertad. Como se puede apreciar, la única manera de comprender la
compatibilidad de la causalidad y la libertad es disolviendo la antinomia
que se presenta en la KrV. Pasemos, por último, a la cuarta antinomia, la
cual nos conecta ya con el ideal de la razón:
Tesis: “Al mundo pertenece algo que, sea en cuanto parte suya, sea
en cuanto causa suya, constituye un ser absolutamente necesario”.
Antítesis: “No existe en ninguna parte un ente absolutamente nece-
sario, ni en el mundo, ni fuera del mundo, como causa de él”.
Justificación de la tesis: Todo en el mundo se encuentra en cambio y
este solo puede ser comprendido si remite a una causa anterior; de esta
manera, llegamos a una cadena causal, en la cual estamos condenados a
un regreso al infinito. En términos lógicos esto sería catastrófico, pues al
no existir un fin, una causa última, no se podría dar una explicación de
ese sistema de relaciones. De ahí la necesidad de postular la existencia
de algo incondicionado, algo que puede existir por sí mismo.
Justificación de la antítesis: Ese supuesto ser absoluto podría estar
fuera del mundo o dentro de él. Si esto último es el caso, dicho ser pue-
de, a su vez, ser parte de él o ser todo el mundo (panteísmo), pero no
puede estar fuera del mundo porque para funcionar como causa tendría
que estar vinculado con él y, por lo tanto, adentrarse a la temporalidad
(primera causa); sin embargo, lo temporal no puede existir fuera del
mundo; tampoco puede estar en el mundo, ya que si fuera parte de él
245
tendría que situarse en el tiempo y en la serie causal. Si se encuentra
fuera del mundo no se explicaría cómo una serie causal contingente se
relaciona con una existencia necesaria.
La cuarta antinomia nos permite percibir con claridad que mientras
la tesis expresa el dogmatismo de una razón que se abandona a la bús-
queda de lo incondicionado, la antítesis expresa las exigencias del em-
pirismo. Según esto, la fuente de las antinomias se encuentra en desligar
sensibilidad y entendimiento, en olvidar que el conocimiento exige la
intervención de esas dos facultades. Si aceptamos esto último, por de-
finición, no podemos ofrecer una prueba de la existencia de Dios, pues
este trasciende la experiencia. Kant agregaría: tampoco su inexistencia.
De hecho, también sostiene que la razón, en tanto su función es buscar
la síntesis de los conceptos del entendimiento, tiene necesariamente que
acceder de manera necesaria a la idea de Dios, a la que denomina, en la
medida en que no contiene ningún elemento empírico, el ideal de la razón
pura o el ideal trascendental (Prototypon transcendentale). El argumento
en el cual sustenta esta tesis resulta, por lo menos, desconcertante. Su
punto de partida es el llamado “principio de la completa determinación”
(A 571, B 599), según el cual a toda cosa le tiene que convenir uno de los
dos posible predicados contradictorios; esto es, cada cosa tiene que ser P
o -P. Después agrega que en cierta clase de predicados uno de ellos tiene
un carácter negativo, en el sentido de que niega todo contenido y solo
puede ser entendido si se comprende el predicado positivo.
246
que desconoce la riqueza. El ignorante no posee un concepto de su
ignorancia por no tener ninguno de la ciencia, etc. Todos los concep-
tos de negaciones son, pues, derivados. (A 575, B 603)
247
existencia de ese ser supremo es necesaria. Este argumento impresionó
a muchos filósofos, entre ellos a Hegel, quien a pesar de conocer las
críticas rotundas a esta vía, insiste en su validez, pero sin ofrecer una
respuesta convincente. El efecto que ha tenido dicho argumento entre
tantos pensadores se debe, en gran parte, a que se sustenta en premisas
analíticas. Sobre esto Kant destaca que, en efecto, negar un juicio ana-
lítico conduce a una contradicción; si existiese Dios tendría que ser un
ente perfecto, pues este es su predicado esencial, aquel que lo define.
Sin embargo, de inmediato agrega que los juicios existenciales (S es)
no pueden ser analíticos; es decir, en todos los casos son sintéticos y,
como tales, su negación no encierra ninguna contradicción. La exis-
tencia no es propiamente un predicado real, un predicado que añade
alguna propiedad al sujeto. De un enunciado S es P (Dios es perfecto)
nunca se puede pasar a un enunciado S es (Dios existe). “Ahora bien,
la necesidad absoluta de los juicios no es una necesidad absoluta de las
cosas” (A 593):
172
“Cualquier cosa puede servir de predicado lógico. Incluso el sujeto puede
predicarse de sí mismo, ya que la lógica hace abstracción de todo conte-
nido. Pero la determinación es un predicado que se añade al concepto de
sujeto y lo amplía. No debe, por tanto, estar contenido en él […]. Eviden-
temente, «ser» no es un predicado real, es decir, el concepto de algo que
pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simplemente la posición de una
cosa o de ciertas determinaciones en sí”. (A 598)
248
Una vez establecida la imposibilidad de probar conceptualmente la
existencia de algo, todas las otras vías de la teología racional pierden su po-
tencial. La llamada prueba cosmológica se presenta de la siguiente forma:
1) Si algo existe, tiene que existir también un ser absolutamente necesario.
2) Existo, al menos, yo. 3) Por tanto, existe un ser absolutamente necesario.
Este argumento se encuentra vinculado con la cuarta antinomia, en la que
se establece, por una parte, que todo lo que sucede es causado por algo que
lo precede, lo cual nos conduce a una cadena de condiciones que tiene que
culminar, para evitar el regreso al infinito, en una última causa necesaria.
Sin duda el principio de razón suficiente es un elemento necesario para la
construcción del orden empírico, pero esto es una necesidad de la razón, por
eso, no se puede utilizar para probar la existencia de un ser supremo. Cada
uno de los entes del mundo y el mundo en su totalidad pueden ser contin-
gentes, y esto no encierra contradicción.
249
Quizá esta es la prueba más cercana al sentido común o, por lo menos,
fue la más utilizada en la filosofía premoderna. Sin embargo, precisa-
mente uno de los temas centrales de la reflexión filosófica moderna es
hacer patente que ese orden de la experiencia es producto de la actividad
de los sujetos (el mundo como representación). Por ello, de ese orden
empírico no se puede saltar a la existencia de un ser que se sitúa más allá
de ese ámbito. Este argumento traslada, sin ningún apoyo racional, la
teleología de la acción humana a las cosas en sí mismas. Es cierto, como
destaca Hegel, que el trabajo introduce la teleología en el mundo, pero
esto tiene que ver con el ámbito cultural; sin embargo, nada justifica su
generalización.
En resumidas cuentas, para Kant es imposible desarrollar una prueba
exclusivamente conceptual de la existencia de Dios. Confundir el nivel
conceptual con las cosas en sí mismas es la base en que se sustentan los
argumentos de la ilusión dialéctica; es decir, todos aquellos argumentos que
pretenden conducirnos más allá de la experiencia posible. Con esto se rea-
firma la tesis central de la analítica trascendental, a saber: Solo puede haber
conocimiento donde se establece un vínculo entre conceptos e intuiciones.
En otras palabras, la metafísica no puede constituirse como ciencia.
A pesar de eso, a diferencia de las críticas posteriores a la metafísi-
ca, para Kant no implica que esa disciplina carezca de sentido; por el
contrario, subraya que las ideas de la razón tienen un uso regulativo,
lógico, indispensable, porque hacen posible sistematizar y regular el
conocimiento, y auxilian al entendimiento en su búsqueda del conoci-
miento. Lo hemos dicho ya, Kant aspira a una colaboración entre pensar
y conocer, pero esto solo es posible si no se pierden de vista los límites
que hay entre estas actividades, lo cual, en la práctica, es muy difícil de
alcanzar, pues las reflexiones metafísicas tienden, impulsadas por la ra-
zón, a levantar pretensiones de verdad. La finalidad de la argumentación
kantiana no es desechar la metafísica, sino que los seres humanos apren-
dan a utilizarla para orientarse tanto en la teoría, como en la práctica.
250
Ley y libertad. Algunas observaciones sobre la
filosofía práctica de Kant
251
espejo, sino que asume un papel activo, lo cual puede caracterizarse
como “dar forma”.
Precisamente, el objetivo de la diferenciación materia y forma con-
siste en sustentar un análisis de la actividad de la mente y abstraer el
contenido que se justifica empíricamente; de ahí la noción de razón
pura. Sin embargo, la mente no es una entidad que exista con indepen-
dencia de su contenido. La propuesta de Kant, en contra de una larga
tradición, es desplazar la prioridad desde la noción de sustancia a la de
relación. Por eso, uno de los errores más frecuentes en la interpretación
de su filosofía consiste en sustancializar los extremos de la relación. El
caso paradigmático de dicha ambigüedad se encuentra en la descrip-
ción entre sensibilidad y entendimiento como si fueran cosas distintas,
las cuales tienen que vincularse después de manera externa. Si bien es
cierto que con el uso del término facultad Kant propicia tal confusión,
cuando consideramos la argumentación en su conjunto, se percibe que
esas facultades se refieren a dos funciones distintas dentro de la unidad
empírica. En esa dimensión empírica sensibilidad y entendimiento ope-
ran en conjunto (percibimos el mundo a través del lenguaje), aunque
pueden distinguirse en términos analíticos.
Hegel es uno de los primeros que recurre al término formalista para
cuestionar la filosofía kantiana. En el caso del uso teórico de la razón es
claro cómo utiliza ese término: para Kant las categorías son un producto
de la reflexión, y aunque se trata de elementos indispensables para el
pensamiento y el conocimiento, no denotan una realidad empírica exter-
na a ellas. Se trata de conceptos de segundo orden, los cuales nos sirven
para formar nociones empíricas. De manera implícita, Kant plantea que
no es posible justificar la existencia de una adecuación plena entre la
estructura del lenguaje y la del mundo (para él este es el fundamento de
todo tipo de dogmatismo). A pesar de que es necesaria la categoría de
sustancia, entendida como la unidad constante, para pensar y conocer
una realidad en continuo movimiento, esto no quiere decir que existan
252
las sustancias. En cambio, siguiendo a Leibniz, Hegel sostiene que
Dios, cuya existencia es supuestamente probada por el argumento on-
tológico, es la instancia encargada de garantizar la plena adecuación
entre la estructura de la gramática y el mundo (su lógica es, al mismo
tiempo, ontología). De acuerdo con esto, la sustancia no solo es una
categoría universal y necesaria sino también la realidad por excelen-
cia: ese Dios que, desde la perspectiva humana, se desplaza hacia su
realización (la sustancia como sujeto). Negar la dimensión ontológica
de las categorías es, por tanto, aquello que, desde la perspectiva hege-
liana, hace de Kant un formalista.
En el nivel del uso práctico de la razón la cuestión se complica,
ya que Hegel utiliza el adjetivo formalista en distintas direcciones de
su crítica, lo que hace que adquiera diferentes significados. Me parece
que el más conocido de ellos se refiere a la creencia respecto a que
la primera formulación del imperativo categórico no ofrece un conte-
nido por sí mismo, sino que únicamente establece un procedimiento
para determinar aquellas normas que tienen un sentido racional y, por
tanto, objetivo (universalización). Este aspecto de la crítica hegeliana
ha tenido tanto éxito que incluso algunos autores que simpatizan con la
posición kantiana lo consideran correcto. Por ejemplo, en sus Lecciones
sobre la historia de la filosofía moral,174 John Rawls nos ofrece una de
las mejores interpretaciones.
En contraste con esa línea de interpretación, me propongo hacer pa-
tente que la primera formulación del imperativo categórico es irreductible
a su aspecto procedimental, pues sí posee un contenido moral, el cual de
manera interna define el adecuado funcionamiento de la universalización.
Para alcanzar ese objetivo, considero indispensable tener muy clara la
distinción entre la dimensión pura y la dimensión empírica de la ética
174
Véase John Rawls, Lecciones sobre la historia de la filosofía moral, Bar-
celona, Paidós, 2001.
253
kantiana; diferenciación que también ha sido una fuente importante de
confusiones, entre otras cosas, porque el propio Kant no siempre la respe-
ta, lo que es especialmente notable en los ejemplos que utiliza.
254
Como puede apreciarse, mediante las dos tesis mencionadas, se
cuestiona el uso práctico de la razón: a esta última solo se le reconoce
un uso teórico y, asociado con este, un uso técnico. Desde la perspectiva
del empirismo clásico el fundamento de la moral no debe buscarse en
la razón, sino en el conjunto de la naturaleza humana. Cabe apuntar
que en la descripción de esa supuesta naturaleza también encontramos
importantes discrepancias.
La estrategia teórica que sigue Kant para enfrentar el reto de los empi-
ristas empieza por admitir que entre las dos tesis, que nos ocupan ahora,
se da una estrecha relación que no debe perderse de vista. Pero, al igual
que Hobbes, decide mantenerlas separadas en principio, lo que da lugar
a las dos partes que conforman su teoría del uso práctico de la razón.
En la dimensión pura (no empírica) de su filosofía práctica se propone
demostrar que las distinciones morales básicas sí tienen un fundamento
racional y, por tanto, que poseen un carácter objetivo, aunque no sean
susceptibles de ser verdaderas o falsas (tienen un sentido objetivo, a pesar
de no tener referente empírico). Kant sostiene que el principio supremo
de la moralidad no debe buscarse en la naturaleza humana, sino en el len-
guaje moral, tal y como es utilizado en la vida cotidiana. Por eso, en esta
parte no centra su atención en la conducta empírica de los seres humanos,
sino que habla de cualquier ser racional. Con esto se busca resaltar que un
hipotético ser racional, aunque tuviera otra naturaleza distinta a la huma-
na, podría comprender el sentido de ese lenguaje moral. No se trata de la
creencia en seres extraterrestres, sino en un recurso teórico para resaltar
que la universalidad y necesidad del principio supremo de la moralidad
no puede inferirse de un análisis empírico.
255
llegar a ello es de la máxima importancia tener presente esta adver-
tencia: que no tiene ningún sentido querer deducir la realidad de ese
principio a partir de algún peculiar atributo de la naturaleza humana.
Pues el deber debe ser una necesidad práctico-incondicionada de la
acción; tiene que valer por lo tanto para todo ser racional (el único
capaz de interpretar un imperativo) y sólo por ello ha de ser también
una ley para toda voluntad humana.175
256
relación entre la ley de la razón y el comportamiento de los seres huma-
nos; a esta la llama antropología. Sin embargo, al mismo tiempo, Kant
advierte que a pesar de esa distinción ambas disciplinas se encuentran
estrechamente relacionadas porque la moral (pura) no puede sostenerse
sin la antropología moral, pues ante todo es menester saber si los sujetos
están en condiciones de realizar aquello que se les exige. Gran parte de
las acusaciones del formalismo, se originan en la falta de comprensión
de esta articulación de la filosofía práctica kantiana.177 Habría que ad-
mitir que dicha falta de comprensión no solo es responsabilidad de sus
intérpretes, sino también del propio Kant que, en repetidas ocasiones,
no respeta la diferenciación que él mismo propone.
El paso entre la dimensión pura y la dimensión empírica se da, en
sentido estricto, hasta La Metafísica de las Costumbres178 mediante una
teoría de la acción, en la que se busca hacer patente que la vieja dicoto-
mía razón y pasiones es insuficiente para explicar el complejo proceso
de formación de los motivos que subyacen a las acciones. Con la di-
ferenciación de las dos dimensiones, Kant quiere hacer patente que la
ética tiene dos grandes temas: el primero es la virtud, como elemento de
la dimensión pura; el segundo es la felicidad, el cual corresponde a la
dimensión empírica. Por eso el gran problema de la ética es cómo hacer
compatible esas dos exigencias opuestas en el comportamiento humano.
177
Hace tiempo, mientras presentaba un libro sobre este tema, a un supuesto
experto en filosofía práctica kantiana, de un reconocido instituto, le pare-
cía asombroso que yo introdujera la cuestión de las pasiones como parte
constitutiva de esta teoría moral. Esto es increíble, ya que desde el prefacio
de la Fundamentación se advierte que si bien la búsqueda del principio su-
premo de la moralidad se realizará con independencia de la antropología, es
indispensable aplicar ese principio al nivel empírico. Véase Fundamentación
para una metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2006.
178
Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, España, Editorial Tec-
nos, 2008.
257
2. El contenido perdido del imperativo categórico
258
siempre la familia al trabajo profesional”, “No permitiré una ofensa sin
castigo”, etcétera.
En contraste, los imperativos tienen un carácter objetivo, lo cual de-
nota que su contenido depende de la razón y, por tanto, su validez tras-
ciende al sujeto que los asume. De acuerdo con la manera en que ordenan,
hay dos modalidades de imperativos: los hipotéticos y el categórico. Los
imperativos hipotéticos representan la necesidad práctica de una acción
posible como medio para llegar a otra cosa que se quiere y, como su nom-
bre lo indica, tienen un carácter condicional: “Si quieres x, entonces n es
bueno”. Se diferencian, a su vez, dos tipos de imperativos hipotéticos:
los técnicos y los asertóricos-pragmáticos. Los primeros son el conoci-
miento teórico aplicado a la práctica e indican el medio más adecuado
para acceder a un fin dado: “Si quieres ir a la luna, requieres construir un
vehículo que supere la fuerza de la gravedad”, “Si quieres estar sano, tie-
nes que ejercitarte cada mañana”. Los imperativos hipotéticos asertóricos
tienen como fin determinado la felicidad; el saber en que se sustentan es
la prudencia: “Si quieres ser feliz, tienes que apreciar lo que tienes”, “Si
quieres ser feliz, tienes que cultivar la amistad”.
Finalmente, hay un imperativo que manda una conducta, no por el
propósito que pueda alcanzarse, sino de manera inmediata; es decir, dicho
imperativo no se refiere a las consecuencias de la acción, sino a la acción
misma, a su forma y al principio en que se sustenta. Este imperativo es
categórico, y dice Kant que bien puede llamarse de la moralidad. Se trata
de una exigencia asociada al deber, en sentido estricto, y su autoridad no
se deriva de un poder externo al sujeto (Dios, el Estado, etcétera) ni de sus
pasiones o intereses particulares, sino de su propio contenido.
Los imperativos, por lo tanto, tienen una validez objetiva y son to-
talmente distintos de las máximas o principios subjetivos. Sin em-
bargo, los imperativos determinan, o bien las condiciones de cau-
salidad del ente racional en cuanto causa eficiente, atendiendo tan
259
sólo al efecto y a su asequibilidad, o bien determinan únicamente a
la voluntad al margen de que pueda o no alcanzar resultado algu-
no. Los primeros constituirán imperativos hipotéticos y albergarían
simples prescripciones de habilidad; en cambio los segundos serían
categóricos y los únicos que supondrían leyes prácticas.179
179
Crítica de la razón práctica, A 37.
260
noción de deber.180 Tampoco tiene sentido decir: “¡Debes ser feliz!”.
Quizá se pueda utilizar este enunciado como expresión de un deseo:
“¡Espero (ojalá) que seas feliz!”, pero esto no significa un deber mo-
ral en sentido estricto. Kant agrega que la tendencia espontánea hacia
la felicidad no implica que los seres humanos sepan cómo alcanzarla;
por el contrario, la complejidad del saber prudencial exige un enorme
esfuerzo por parte de los individuos. Por último, Kant sostiene que la
felicidad es un ideal de la imaginación: cada individuo tiene que definir
su contenido de acuerdo con sus capacidades y experiencia. A diferencia
de Aristóteles, y otros autores clásicos, Kant rechaza la posibilidad de
establecer un modelo universal y necesario de “vida buena”. Con esto se
asume que el dato básico es la pluralidad del mundo humano.
Otros autores han buscado ese fin en sí mismo en distintas entidades;
por ejemplo, con frecuencia se apela a la vida. Sin duda la vida es un
bien básico, ya que, evidentemente, representa la condición necesaria
para acceder a otros tipos de bienes. Pero el impulso a mantenerse en la
vida, al igual que la felicidad, es un impulso espontáneo, como vio con
toda claridad Hobbes; aunque en distintos contextos ese impulso pueda
ser bloqueado. Sin embargo, lo más importante es que si bien la vida
es un bien básico, si se quiere, un bien primario, no por eso es un bien
sin restricciones, ya que por sí misma no define el carácter moral de las
acciones (los candidatos a ser calificados como inmorales están vivos).
Para no perderse en la búsqueda del bien en sí mismo se requiere
determinar con precisión aquello que se busca. No se trata de establecer
cuál es el bien más importante, ni tampoco cuál es el que prefieren los
seres humanos o una mayoría de ellos (esto son cuestiones empíricas).
180
“En efecto, la propia felicidad es un fin que todos los [seres humanos]
tienen (gracias al impulso de su naturaleza), pero este fin nunca puede
considerarse como deber, sin contradecirse a sí mismo”. La Metafísica, iv,
§ 386, p. 237. “Sólo un fin que es a la vez deber puede llamarse deber de
virtud”. Ibid., iv, § 383, p. 233.
261
El objetivo es localizar aquel bien que representa la condición trascen-
dental de la moral, es decir, el bien que da sentido al lenguaje moral, lo
que hace posible que este último se convierta en un elemento central de
la conducta humana. La tesis kantiana en este punto es relativamente
simple: el carácter moral de la vida y de la felicidad depende a su vez
de otro bien. Por otra parte, en la medida en que el valor de los objetos
no es un atributo natural, porque depende de la actividad humana (algo
vale porque alguien lo hace valer), el bien en sí mismo no puede locali-
zarse en las cosas, sino en la actitud que subyace a esa actividad huma-
na; Kant diría, en su forma. Desde su perspectiva, el bien en sí mismo
se expresa en el imperativo categórico, por lo que este, antes de ser un
procedimiento de universalización, tiene como contenido dicho tipo de
bien. Para localizarlo examinemos con atención la primera formulación
del imperativo categórico: “Obra según la máxima a través de la cual
puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”.
Existe un amplio consenso respecto a que lo exigido consiste en bus-
car entre la diversidad de máximas (subjetivas) aquellas que pueden
adquirir un sentido objetivo mediante el procedimiento de universali-
zación. Sin embargo, antes de examinar la manera en que opera dicho
procedimiento, como usualmente se hace, es fundamental advertir que
el imperativo de transformar la máxima subjetiva en una ley objetiva
presupone la exigencia al sujeto de transformarse en legislador de sus
acciones. Ahora bien, es evidente que los seres humanos ni pueden le-
gislar sobre la órbita de los planetas ni sobre la conducta de las fieras en
la selva; tampoco sobre las reacciones químicas. Solo se puede legislar
sobre aquello que está en sus manos hacer o dejar de hacer. Es decir,
para legislar sobre sus acciones el sujeto debe asumirse como un ser
libre. Precisamente, este es el contenido implícito en la primera formu-
lación del imperativo categórico: Debes constituirte en un ser libre. En
este punto tenemos un argumento trascendental que puede reconstruirse
de la siguiente manera:
262
1. Es un hecho que los seres humanos utilizan en su vida cotidiana el
lenguaje moral.
2. La libertad es una condición necesaria para que dicho lenguaje ten-
ga sentido.
3. Por tanto, al usar el lenguaje moral los seres humanos se asumen
como seres libres.
263
que ese querer es autónomo, lo cual se alcanza cuando el querer se torna
sensible a las exigencias de la razón. De ahí la caracterización de la liber-
tad como la capacidad de autolegislarse, es decir, de actuar de acuerdo a
las normas que uno considera racionalmente válidas.
Por razones pedagógicas pero también de utilidad, acudamos a un
ejemplo del derecho penal. Si tenemos pruebas de que un individuo
planeó el crimen del que se le acusa, es decir, se muestra que compró un
arma días antes de los hechos, que engañó a su víctima con el objetivo
de manipularla, que se conocen sus motivos, etcétera, entonces se puede
concluir, con cierto fundamento, que su crimen fue deliberado y, por
tanto, que sus acciones le pueden ser imputadas, que tomó una decisión
libre que lo hace responsable. Desde una perspectiva kantiana, se puede
agregar que el individuo en cuestión reflexionó en términos técnicos,
pero no en términos morales, como lo exige la primera formulación del
imperativo. En términos jurídicos la intencionalidad pasa a un segundo
plano para dar prioridad a la conducta efectiva, pero esto no significa
que al derecho le sea indiferente la intencionalidad; incluso, en este caso
se toma en cuenta; no obstante, esta, a diferencia de la moral, queda
subordinada a la conducta empírica.
La autoridad del imperativo, aquello que le permite manifestarse
como un deber categórico, no reside en un poder ajeno al sujeto que
actúa, ni en motivos empíricos, sino en su propio contenido. Cada in-
dividuo puede utilizar la libertad como un medio indispensable para
alcanzar sus fines particulares; sin embargo, Kant sostiene que esta es,
ante todo, un fin en sí mismo, porque representa el atributo que nos
permite transformarnos en personas, con la dignidad propia del ser hu-
mano. Constituirse como un ser libre implica asumir la responsabilidad
de nuestras acciones y, de esta manera, ingresar como participante en
el juego creado por la normatividad social. Al mismo tiempo, conlle-
va crear la unidad propia de la identidad personal, lo que dota de un
cierto grado de estabilidad a nuestro comportamiento. Kant describe
264
esta transformación como el proceso que nos permite trascender nuestra
condición natural para convertirnos en ciudadanos (pertenencia activa)
de un mundo espiritual, de un reino cultural en el que cada individuo
debe ser reconocido como un fin en sí mismo (reino de los fines). Esto
es lo que se encuentra detrás de la famosa oda al deber:
¡Deber! Tú que portas tan sublime e insigne nombre, tú que nada es-
timas a cuanto conlleve o contenga la más mínima zalamería, tú que
reclamas por el contrario sumisión, si bien tampoco amenazas con
algo que suscite una repugnancia natural en el ánimo e infunda un
temor destinado a mover la voluntad, limitándose a erigir una ley que
sepa encontrar por sí misma un acceso al ánimo y consigna de suyo
verse venerada sin quererlo (aun cuando no siempre logra su cumpli-
miento), haciendo callar a todas las inclinaciones aunque conspiren
en secreto contra dicha ley, ¿cuál es ese origen digno de ti?, ¿dónde se
halla la raíz de tu noble linaje que repudia orgullosamente cualquier
parentesco con las inclinaciones y de la cual desciende la condición
indispensable del valor que únicamente los seres humanos pueden
darse a sí mismos?
Esa raíz no puede ser sino aquello que yergue al ser humano
por encima de sí mismo (como una parte del mundo sensible) y
le vincula con un orden de cosas que sólo el entendimiento puede
pensar, teniendo, al mismo tiempo, bajo sí a todo el mundo sen-
sible y con él a la existencia empíricamente determinable del ser
humano en el tiempo, así como al conjunto de fines (que única-
mente se compadece con semejantes leyes prácticas incondiciona-
das como la ley moral). No se trata de ninguna otra cosa que no sea
la personalidad (esto es, la libertad e independencia respecto del
mecanismo de toda la naturaleza), considerada ciertamente como
una capacidad característica de un ser que se halla sometido a le-
yes prácticas puras proporcionadas por su propia razón, quedando
la persona, en cuanto perteneciente al mundo sensible, sometida a
265
su propia personalidad en tanto que, simultáneamente, forma parte
del mundo inteligible.181
181
Crítica de la razón práctica, A 154-155.
182
“Por lo tanto, la ley moral humilla inevitablemente a cualquier ser humano,
cuando éste compara con dicha ley la propensión sensible de su naturale-
za”. Ibid., A 132.
183
Jean-Jaques Rousseau, El contrato social o principios de Derecho Político,
Buenos Aires, Editorial Losada, p. 35.
266
tomar una cierta distancia de ellos y, de esa manera, abrir un espacio a
la deliberación. Dicho de otra manera, el objetivo es introducir una me-
diación racional entre el estímulo sensible y la decisión del arbitrio.184
El ideal hegeliano de reconciliar la razón y las pasiones resulta atracti-
vo para muchos, ya que implicaría suprimir el conflicto; sin embargo,
desde la perspectiva kantiana sería suprimir la fuente que hace posible
la acción libre. El conflicto es el precio ineludible del ejercicio de la
libertad, por eso la aspiración a la armonía, que se hace patente, por
ejemplo, en las visiones utópicas, siempre está asociada a concepciones
autoritarias del orden civil. La aspiración racional de la ética no consiste
en suprimir los conflictos, como dato primario de la subjetividad, sino
en aprender a procesarlos, lo cual representa el objetivo de la ley moral.
En tiempos recientes se ha puesto de moda contraponer las éticas
de la virtud, ejemplificadas por las éticas grecolatinas clásicas, y las
éticas del deber, cuyo paradigma es la ética kantiana. No obstante,
cuando nos adentramos en la argumentación de esta última, adverti-
mos que dicha contraposición, como suele suceder con las distincio-
nes tajantes, no es algo acertado. Sin duda la ética de Kant representa
una transformación en relación con las teorías clásicas, pero mantiene
el esquema básico: en primer lugar, tenemos lo que el ser humano es,
una criatura cuyo arbitrio se encuentra sometido a los estímulos sen-
sibles; en segundo lugar, lo que el ser humano debe ser, un individuo
que logra tomar distancia de esos estímulos para dar espacio a la razón
como elemento prioritario en el proceso de definición de los motivos
184
“Las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, esto
es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que se-
ría también dañino y censurable; más bien hay que domarlas, para que no
se consuman las unas a las otras, sino que puedan ser llevadas a concordar
en un todo llamado felicidad. La Razón que ejecuta esto se llama pruden-
cia”. Immanuel Kant, La Religión dentro de los límites de la mera Razón,
Madrid, Alianza Editorial, 1981, p. 64.
267
y, por último, está la virtud, la fuerza convertida en hábito racional
que permite transitar del ser al deber ser.
Lo que cambia ahora consiste en que el deber ser ya no se asocia
a una forma de vida particular, sino a la libertad, lo cual hace posible
reconocer el pluriverso como atributo básico del mundo humano. Preci-
samente, la pluralidad representa un dato a favor de la libertad, ya que
esta es lo que hace posible esa pluralidad. Podemos decir, en términos
kantianos, que la pluralidad es la ratio cognoscendi (lo que permite co-
nocer) de la libertad y esta, a su vez, es la ratio essendi (lo que hace po-
sible) de la pluralidad.185 Junto a este cambio se da otra transformación
más radical, la cual consiste en reconocer que no existe una conexión
a priori o analítica entre virtud y felicidad. La virtud no garantiza la
felicidad, sino solo la dignidad de llegar a serlo. Recordemos que la co-
nexión necesaria entre virtud y felicidad estaba garantizada en las éticas
tradicionales por la creencia metafísica en un orden natural o en Dios.
Esto no quiere decir que Kant niegue la exigencia de vincular virtud y
felicidad;186 sin embargo, para él no se trata de un vínculo a priori, sino
de algo que se requiere construir socialmente a través de un orden civil
que garantice al individuo que ejerce de manera virtuosa la libertad para
perseguir su ideal de felicidad propio. Pero esto es un asunto empírico;
se trata de la cuestión que se plantea en la relación entre la dimensión
pura y la empírica de la filosofía práctica.
185
Kant utiliza esta distinción para caracterizar a la relación entre ley y
libertad, pero funciona también para la relación entre pluralidad y liber-
tad. Hannah Arendt diría que todos los seres humanos son iguales porque
tienen, potencialmente, la capacidad (libertad) de ser diferentes.
186
Este tema aparece en la dialéctica de la razón pura, donde destaca que la
noción de sumo bien, puede entenderse como supremo o consumado. El
sumo bien, en sentido de supremo, es el imperativo categórico; mientras
que el sumo bien, en sentido de consumado, es aquel donde se hace com-
patible la ley moral con la felicidad.
268
Una vez localizado el contenido moral de la primera formulación del
imperativo categórico, podemos entender con mayor precisión cómo
funciona el procedimiento de universalización implícito en esta. Ante
todo, el objetivo de introducir dicho procedimiento consiste en desta-
car la relación entre actuar libremente y actuar de manera racional. El
individuo que es capaz de justificar racionalmente los motivos que sub-
yacen a sus acciones se demuestra a sí mismo y a los otros que tiene,
en términos potenciales, la capacidad de actuar de manera libre. Sin
embargo, en contraste con lo que plantean muchos intérpretes, Kant no
considera que ese procedimiento funcione como un algoritmo que per-
mita establecer de manera automática las normas susceptibles de adqui-
rir una validez universal; por el contrario, dicho procedimiento remite a
una deliberación abierta.187
Recordemos que el objetivo central del procedimiento consiste en es-
tablecer qué máximas subjetivas son susceptibles de adquirir objetividad,
es decir, de ser reconocidas por cualquier sujeto racional como válidas.
Rousseau consideraba que los individuos que actúan de manera racional
tenían que coincidir con el sistema normativo que guía sus acciones; esta
es la creencia que subyace a su noción de voluntad general (donde hay
disenso, la voluntad general está ausente). En cambio, Kant considera que
no puede existir un consenso general sobre todas las normas. Para empe-
zar, aquellas normas que se encuentran relacionadas con el contenido de
las diferentes formas de vida buena no son susceptibles de ser universali-
zables. Como hemos dicho, el contenido de la felicidad, en tanto ideal de
187
En contra de lo que se dice generalmente, el objetivo del procedimiento
de universalización no es establecer un catálogo de normas, sino señalar el
objetivo que todo ser racional debe perseguir: constituirse en un ser libre.
La definición concreta del contenido de las normas y el determinar las ac-
ciones que se deben realizar ya es un asunto que implica la incorporación
de la dimensión empírica a través de la descripción del contexto particular
en que se actúa.
269
la imaginación, es variable. En principio, las normas que pueden generar
un consenso general son aquellas que tienen que ver con la libertad y,
para ser más precisos, aquellas que están vinculadas con la distribución
igualitaria de las condiciones que hacen posible el ejercicio de la libertad.
No perdamos de vista que la libertad, considerada socialmente, no
existe en abstracto, sino que se manifiesta como un sistema de liber-
tades. Kant admite que ese sistema de libertades es cambiante en los
distintos contextos sociales e históricos; no obstante, lo constante es
el valor de la libertad asociado a la pretensión de justicia, es decir, a
la distribución igualitaria de las condiciones que permiten su ejercicio.
Por eso, Kant agrega que el primer elemento del sistema de libertades
debe ser la libertad de expresión, ya que es este aspecto de la libertad lo
que permite corregir y ampliar el sistema imperante en cada sociedad.
Todas las otras máximas, que se presentan como candidatas a ingresar
al proceso de universalización, presuponen la garantía del ejercicio de
la libertad. Incluso cabe destacar que gran parte de las normas, que tran-
sitan con éxito el procedimiento, encuentran su justificación racional en
representar condiciones para el ejercicio de la libertad.
Aunque la metodología kantiana es innovadora, el núcleo de su con-
tenido remite a un principio clásico, a saber: Volenti non fit iniura, que
podemos traducir de la siguiente manera: “Donde hay aceptación vo-
luntaria, no hay injusticia”; por su parte, Kant lo traduce así: “Nadie
puede ser injusto consigo mismo”. En la Modernidad dicho principio
fue retomado por la tradición contractualista. Apelar a un hipotético
contrato social tiene el objetivo de hacer evidente que una norma vá-
lida es susceptible de ser aceptada por todos los participantes; en ese
sentido, dicha figura no tiene nada que ver con un mítico origen de la
sociedad, sino con las condiciones que deben crearse en ella, para hacer
posible una integración social sustentada en una normatividad común.
En relación con este antecedente, lo que quiere subrayar Kant es que
la libertad, antes de ser un bien que se elige, es una condición trascen-
270
dental para determinar la validez racional de las normas. En efecto, un
contrato presupone la libertad de aquellos que lo establecen. Kant ex-
presa esta tesis de la siguiente manera: “Las normas de la libertad no son
positivas”. Con esto quiere decir que su validez no depende del arbitrio
de los individuos particulares, sino que se trata de un requisito universal
y necesario del uso práctico de la razón.188
De acuerdo a la interpretación que se propone es posible percibir
con claridad que, en efecto, las tres formulaciones del imperativo ca-
tegórico comparten el mismo contenido, a pesar de que en cada una de
ellas se plantean perspectivas distintas. Como hemos visto, en la prime-
ra formulación se subraya la asociación entre el ejercicio de la libertad
y la capacidad reflexiva. El propio Kant afirma que en esta se resalta la
forma, es decir, la universalidad. Con esto se hacen patentes dos cosas:
1) Cada individuo debe asumir la validez de la ley moral como si (als
ob) fuera una ley de la naturaleza; es decir, debe reconocer su necesidad
como condición de su práctica. 2) En tanto condición trascendental del
discurso práctico, la libertad representa el punto de coincidencia de los
188
Aunque desde el punto de vista del contenido, las posiciones de Kant y
Rawls se encuentran próximas, pero desde la perspectiva metodológica exis-
te una importante diferencia. Como representante de la teoría de la decisión
racional, Rawls busca demostrar que en la hipotética posición original los
individuos elegirían, como el primer bien básico, la libertad (cada persona
tiene igual derecho al más amplio esquema de libertades fundamentales que
sea compatible con un esquema similar para todos). Por eso se enreda en
reflexiones antropológicas, empíricas, las cuales se transforman en restric-
ciones de esa posición y con las cuales busca hacer que la decisión colectiva
coincida con lo que él nos dice. En cambio, Kant no trata de establecer si los
seres humanos elegirían la libertad como el primer bien (no sabemos con
certeza si lo harían); lo que nos dice es que la hipotética posición original
presupone la distribución igualitaria de la libertad. ¿De qué otra manera los
seres humanos reunidos en ella pueden empezar a discutir racionalmente
sobre las normas de justicia o cualquier otro tema práctico? Sobre Rawls,
véase: Teoría de la justicia, México, fce, 1997.
271
seres racionales. En cambio, la segunda formulación se centra en el as-
pecto material y se expresa de la siguiente manera: “Obra de tal modo
que uses a la humanidad tanto en tu persona, como en la persona de
cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemen-
te como un medio”.189 Lo primero que resalta es que el imperativo de
actuar libremente es, ante todo, un deber necesario hacia sí mismo (not-
wendigen Pflicht gegen sich selbst). El imperativo de actuar libremente,
y lejos de conducirnos a lo que podemos llamar una ética permisiva,
encierra una enorme exigencia, ya que presupone una lucha en dos fren-
tes: primero, contra la enorme fuerza de los estímulos sensibles, con el
objetivo de generar el espacio para que la razón adquiera la capacidad
de formar nuestros motivos, y segundo, contra todos los poderes socia-
les que buscan someter mi arbitrio. El enorme grado de exigencia que
encierra el mencionado imperativo se puede apreciar cuando se percibe
que, a pesar del reconocimiento discursivo de la libertad como un bien
básico, en la práctica los seres humanos están predispuestos a renunciar
a ella con cierta facilidad cuando se les ofrecen otros bienes (si se pien-
sa, entre otros, en la seguridad, o cuando se les exige asumir la respon-
sabilidad de sus acciones). Aquí reside, en gran parte, la explicación de
la solidez que adquieren los sistemas de dominación.
En ese contexto, Kant nos ofrece un caso que, como suele suceder
con sus ejemplos, resulta muy problemático; me refiero al tema del sui-
cidio. Según él, los seres humanos que buscan escapar a una situación
penosa (pensemos en una enfermedad en estado terminal) mediante el
suicidio se convierten en simples medios, ya que reaccionan de manera
inmediata a las sensaciones dolorosas sin tomar en consideración la exi-
gencia racional de mantener la vida. El individuo que se suicida al verse
aquejado por una aguda depresión y el adolescente que lo hace motiva-
do por una decepción amorosa quizá entran en la categoría de seres hu-
189
Fundamentación, A 66-67.
272
manos que actúan como simples medios; habría que analizar cada caso
particular. Sin embargo, en la institución social de la eutanasia, como se
encuentra en algunos países, la primera norma de su operación, como
exige la ética kantiana, consiste en asegurarse de que se trata, efectiva-
mente, de una decisión voluntaria. De ahí sus múltiples requisitos, que
van desde un examen médico hasta la necesidad de inscribirse con cierta
antelación, para manifestar una continuidad en la resolución que se ha
tomado. Me parece que la decisión, por su radicalidad, hace evidente
a un individuo que actúa como un fin en sí mismo. ¿Acaso existe una
mayor prueba de que el ser humano no se reduce al mundo sensible,
sino que también es ciudadano de ese mundo inteligible del que habla
Kant? La exigencia racional no es mantener la vida en abstracto, y a
toda costa, sino mantenerla con su cualidad humana, entre otras cosas,
con la capacidad de decidir libremente.
Aprovecho para apuntar que el carácter problemático de los ejemplos
que nos ofrece Kant hace patente un error que comete en ellos, el cual
consiste en perder de vista una distinción que él mismo propone al co-
mienzo de su argumentación y que estructura todo el desarrollo de su
teoría. En el nivel puro de la filosofía práctica, es decir, en el nivel que
ahora nos encontramos, no se trata de juzgar acciones particulares, sino
de justificar racionalmente normas generales. Aplicar normas generales
a casos particulares es el asunto más complicado de la filosofía práctica,
ya que presupone incorporar la dimensión empírica y, con ella, una mul-
tiplicidad de variables que deben tomarse en cuenta para cumplir con las
propias exigencias de la razón. Cuando se comprende lo difícil que es juz-
gar moralmente las acciones, resulta sorprendente la ligereza con la que
los seres humanos lo hacen en su vida cotidiana y Kant en sus ejemplos.
Lo anterior me ofrece el pretexto para buscar en otros autores pautas
que funcionen mejor para nuestra argumentación. Hegel nos propone
un caso que ilustra uno de los aspectos básicos de la libertad, entendida
como deber necesario consigo mismo:
273
Napoleón, por ejemplo, quiso dar a priori una constitución a los espa-
ñoles, lo que tuvo consecuencias suficientemente desalentadoras. Por-
que una constitución no es algo que meramente se hace: es el trabajo
de siglos, la idea y la conciencia de lo racional en la medida que se
ha desarrollado en un pueblo. Ninguna constitución puede ser creada,
por lo tanto, meramente por sujetos. Lo que Napoleón dio a los espa-
ñoles era más racional que lo que tenían previamente, y sin embargo
lo rechazaron como algo que les era extraño, porque no se habían de-
sarrollado aún hasta ese nivel. Frente a su constitución el pueblo debe
tener el sentimiento de que es su derecho y su situación; si no, puede
existir exteriormente, pero no tendrá ningún significado, ni valor.190
190
Friedrich Hegel, Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y
ciencia política, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004, Agregado al
§ 274.
274
No resulta sorprendente que, si echamos una mirada retrospectiva
hacia todos los esfuerzos emprendidos desde siempre para descubrir
el principio de la moralidad, veamos por qué todos ellos han fraca-
sado en su conjunto. Se veía al [ser humano] vinculado a la ley a
través de su deber, pero a nadie se le ocurrió que se hallaba sometido
sólo a su propia y sin embargo universal legislación, y que sólo está
obligado a obrar en conformidad con su propia voluntad, si bien ésta
legisla universalmente según el fin de la naturaleza.191
275
lo que se busca es la distribución de los bienes materiales que hacen
posible su ejercicio para todos. En oposición a esto, Kant sostiene que
nada justifica suspender el ejercicio de la libertad, pues implica negar la
dignidad de aquellos que reciben asistencia social. Siguiendo una larga
tradición, que tiene sus raíces en la filosofía aristotélica, Kant afirma
que la legalidad, en tanto llega a expresar el reconocimiento de la li-
bertad de todos los participantes, es una condición necesaria, aunque
no suficiente, de la justicia distributiva. Mas allá de la inmoralidad que
encierra la asimetría entre el que otorga la asistencia y el que la recibe,
tiene consecuencias empíricas fatales, ya que la mencionada asimetría,
con independencia de las intenciones individuales, abre la puerta a la
consolidación de una relación de dominio. No hay expresión más brutal
de la corrupción que instrumentar la fuerza social, que desata la pobre-
za, para obtener un beneficio particular. Al no existir un algoritmo que
permita una distribución objetivamente justa de los bienes sociales, lo
que se requiere es la participación de todos en la definición concreta de
los criterios distributivos.
Precisamente en este tema se encuentra el tránsito entre la segunda
y la tercera formulación del imperativo categórico. En la tercera formu-
lación encontramos una síntesis entre su aspecto formal, la autolegisla-
ción que encontramos en la primera formulación, y su aspecto material:
el reconocimiento de todos los participantes como seres libres que de-
fine la segunda formulación. Al realizar dicha síntesis, además, se hace
patente la relación entre el deber moral y los deberes políticos, así como
jurídicos; dicho de otra manera, se torna visible la unidad de la razón
práctica. Esto es así porque el principio de la libertad como autolegis-
lación conduce, al ser objetivo, a la idea de un reino de los fines que
se comparte con todos los seres racionales y en donde cada uno de sus
miembros es reconocido conceptual y prácticamente como tal: es la idea
de una sociedad libre de dominio.
276
[L]a idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad
universalmente legisladora.
[...]
El concepto de cada ser racional que ha de ser considerado como
legislando universalmente a través de todas las máximas de su vo-
luntad, para enjuiciarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto
de vista, conduce a un concepto inherente al mismo y muy fructífe-
ro: el de un reino de los fines.192
192
Fundamentación, A 71 y A 74, respectivamente.
277
[No hay sino un derecho innato] La libertad (la independencia con
respecto al arbitrio constrictivo de otro), en la medida en que puede
coexistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal, es
este derecho único, originario, que corresponde a todo [ser humano]
en virtud de su humanidad.193
193
La Metafísica, § 237, pp. 48-49. “La igualdad innata, es decir, la indepen-
dencia que consiste en no ser obligado por otros sino a aquello a lo que
también recíprocamente podemos obligarles; por consiguiente, la cualidad
del ser humano de ser su propio señor (sui iuris)”. Ibid., §§ 237 y 238, p. 49.
278
pensarse como fin en sí mismo. Así la razón refiere cada máxima de
la voluntad universalmente legisladora a toda otra voluntad y tam-
bién a cualquier acción ante uno mismo, y esto no por algún otro
motivo práctico o algún provecho futuro, sino por la idea de la dig-
nidad de un ser racional, el cual no obedece a ninguna otra ley salvo
la que se da simultáneamente él mismo.194
194
Fundamentación, A 76-77. En el reino de los fines todo tiene un precio o
una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser colocado algo
equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y no se
presta a equivalencia alguna, posee una dignidad.
195
Lo primero (lo supremo) supone esa condición que es ella misma incondi-
cionada, es decir, que no se halla sometida a ninguna otra condición.
279
ce en una multiplicidad de concepciones de vida humana. Por esto, plantea
que el sumo bien puede entenderse asimismo en el sentido de completo o
consumado, lo que exige hacer compatibles justicia (distribución de las con-
diciones de la libertad) y felicidad. Como hemos apuntado, Kant sostiene, a
diferencia de las éticas tradicionales, que dicha compatibilidad no existe a
priori, sino que se requiere construir socialmente. Para enfrentar este tema,
el cual considero que representa el mayor problema ético, se necesita resta-
blecer el vínculo entre la dimensión pura y la dimensión empírica.
280
motivos. Para ello se requiere una teoría de la acción apta para respon-
der a esa complejidad.
Sin embargo, para tener éxito en ese objetivo, el propio Kant advirtió
que se necesita superar un grave problema que se encuentra en el argu-
mento inicial de la Fundamentación. Como es conocido, Kant afirma ahí
que lo único bueno sin restricciones es una buena voluntad, la cual se
caracteriza por ser libre y capaz de tomar decisiones autónomas (no de-
terminadas de manera inmediata por los estímulos sensibles), lo que se
manifiesta (como indicio) por su capacidad para justificar racionalmente
la acción. La voluntad libre es sensible a las exigencias de la razón. Se-
gún esto, se tiene que aceptar la siguiente ecuación: buena voluntad =
voluntad libre. A su vez, de esta se desprende la tesis respecto a que la
mala voluntad es heterónoma. Pero esta tesis no es aceptable porque sería
quitarle el sentido moral al mal, y se le reduciría a un mal físico, a un mal
que no puede ser imputado a la acción de nadie, como es el caso de nues-
tra mortalidad o de un terremoto en el que muere mucha gente. El propio
Kant va a reconocer, en la medida en que la libertad es la condición tras-
cendental de la moralidad en general, la necesidad de la existencia de una
autonomía para el mal o, dicho de otro modo, la libertad de elegir el mal.
Toda acción mala, si se busca su origen racional, tiene que ser con-
siderada como si el [ser humano] hubiese incurrido en ella inmedia-
tamente a partir del estado de inocencia. Pues cualquiera que haya
sido su comportamiento anterior, y de cualquier índole que hayan
sido las causas naturales que hayan influido sobre él, lo mismo si
se encuentra dentro que fuera de él, de todos modos su acción es
libre y no está determinada por ninguna de esas causas, por lo tanto
puede siempre ser juzgada, y tiene que serlo, como un uso original
de su albedrío.196
196
La Religión, Kant, p. 50. Este error es lo que motivó a Isaiah Berlin a me-
ter en un mismo saco a Kant y a Rousseau, pues ambos consideraban que
281
La búsqueda de la explicación de esa autonomía para el mal es una
de las principales razones que subyace a la propuesta kantiana de aban-
donar el tradicional esquema dicotómico (razón-pasiones) en el que se
sustentan los empiristas. En la introducción a La Metafísica, Kant uti-
liza el término facultad de desear para referirse a lo que en el lenguaje
cotidiano y en la tradición filosófica se llama voluntad, mientras reserva
esta noción para denotar exclusivamente en su uso práctico a la razón.
De esta manera, tenemos que la facultad de desear, a través de sus repre-
sentaciones, está compuesta por tres elementos (la facultad es entendida
como la causa de los objetos, de esas representaciones): 1) la voluntad
(Wille), de la que emanan las leyes morales; 2) en el otro extremo se en-
cuentran los deseos, que representan el aspecto dinámico de la acción,
y 3) el arbitrio (Willkür), del que emanan las máximas con las cuales se
establece una mediación entre la voluntad (razón en su uso práctico) y
los deseos. Como tal, el arbitrio siempre se encuentra unido a la con-
ciencia de ser capaz de producir el objeto mediante la acción.
Recordemos que por mediación no se entiende un punto medio entre
dos extremos, sino la actividad que los unifica, aunque no los reconcilia.
Esto significa que en todas las acciones humanas se encuentran entre-
lazados razones y deseos, por lo que la decisión del arbitrio no consiste
en elegir entre razón o pasiones (lo uno o lo otro), sino en establecer el
orden de estos elementos en la jerarquía del proceso de formación de
los motivos. Lo central es no perder de vista que la libertad no consiste
en elegir algo determinado, como se plantea en la doctrina oficial del
cristianismo (elegir a Dios), sino en el acto de elegir en sí mismo. Sin
embargo, en La Metafísica, Kant insiste en que el mero acto de elegir,
la llamada libertas indifferentiae, no es propiamente la libertad moral la
la libertad no es simplemente elegir sino elegir el bien. Esta tesis será criti-
cada por Berlin de una manera convincente. Sin embargo, hay que agregar
que a partir de una autocrítica, Kant se distancia de Rousseau, también en
este punto.
282
que lo hace, porque cuando se elige dar prioridad a los deseos se opta
por la heteronomía. En cambio la libertad de un ser inteligible consiste
en elegir lo que la ley de su razón exige.
197
La Metafísica, § 226, p. 34.
198
“Por lo tanto, el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que
determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural,
sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de la
libertad, esto es: en una máxima”. La Religión, p. 31.
283
que nos ofrece la teoría kantiana de la acción es una descripción de esta
que resulta compatible con el uso teórico de la razón y su principio de
razón suficiente. La libertad no implica una acción que carezca de cau-
sas (lo cual sería aceptar la existencia de milagros); lo que implica es
que entre las causas y la acción se introduce la mediación de la decisión
del arbitrio implícita en la máxima que adopta.199 A su vez, esa elección
es posible porque entre las causas que confluyen en el arbitrio no existe
una relación armónica; por el contrario, entre estas existe un conflicto
insuperable. Para decirlo de una manera simple: en la máxima del arbi-
trio se puede adoptar el principio de la eudaimonía (placer, felicidad), o
el de la eleuteronomía (principio de la libertad de legislación interior),
como elemento rector.
Armado con su teoría de la acción, Kant puede recuperar gran parte
de los análisis genealógicos de la moral realizados por los empiristas en
sus historias naturales o conjeturales. La primera aportación de estos
análisis es hacer patente que no tiene sentido discutir si los seres hu-
manos son por naturaleza buenos o malos; aquello que los define en su
flexibilidad y, por tanto, en su capacidad de ser las dos cosas en distintos
contextos. De lo que se trata es de circunscribir aquellas condiciones in-
dividuales y sociales que propician acciones buenas y las que propician
acciones males. Para cumplir con esta tarea, Kant desarrolla también
una historia conjetural. No olvidemos que el objetivo de estas narra-
ciones no es describir la complejidad del desarrollo histórico; se trata
199
Recordemos que la necesidad implícita en la noción de causalidad es una
categoría introducida por el entendimiento, pero la experiencia no demues-
tra un carácter nomológico entre causa y efecto, como advirtió Hume. A
este respecto podemos recuperar una tesis de Donald Davidson respecto a
que es indispensable distinguir entre enunciados causales singulares y la
explicación causal, en donde esta última adquiere su aspecto de necesidad.
Consultar el famoso artículo “Acciones, razones y causas” de 1963 (en
Alan R. White (ed.), La filosofía de la acción, México, fce, 1976).
284
simplemente de crear un modelo dinámico que me permita explicar el
tránsito de una situación a otra. Para lograrlo, introduce un principio
teleológico con el objetivo de estructurar la narrativa, pero dicho prin-
cipio tiene un carácter meramente heurístico, es decir, no se pretende
que esa teleología sea real.200 Solo se trata de reducir la complejidad
para después orientar el trabajo empírico. En otras palabras, Kant no
afirma que puede demostrarse la presencia de un progreso moral; su
tesis consiste en sostener que si la ley moral ordena que debemos ser
mejores (moralmente hablando), se trata de establecer si tenemos las
condiciones para cumplir con ese objetivo.
Kant inicia su narración con la afirmación de que la historia de los
seres humanos comienza por el mal; con esto no quiere decir que sean
malos por naturaleza, pues sería asumir que ese mal no es imputable
a ellos y, por tanto, perdería su carácter moral. Pensemos en Hobbes,
quien al negar la existencia de un libre arbitrio tiene que admitir que
los seres humanos no son malos, sino peligrosos, y que ese atributo es
insuperable. En cambio, al sostener que son responsables de ese mal
(el mal radical), se abre la posibilidad de que esa situación se transfor-
me; como dice en su Pedagogía,201 el ser humano es susceptible de ser
formado, educado. Kant utiliza la noción de propensión al mal, con
la cual quiere decir que los individuos no están determinados a actuar
mal, sino que elegir el mal resulta para ellos más fácil, menos costoso
que elegir el bien.
200
“La finalidad de la naturaleza es, pues, un particular concepto a priori que
tiene su origen solamente en el Juicio reflexionante. Pues atribuir a los
productos de la naturaleza algo como una relación, en ellos, de la natura-
leza con fines, no se puede hacer: se puede tan sólo usar ese concepto para
reflexionar sobre ella, refiriéndose al enlace de los fenómenos en ella que
es dado según las leyes empíricas”. Crítica del Juicio, Intro., iv, p. 91.
201
Immanuel Kant, Pedagogía, Madrid, Ediciones Akal, 2003.
285
Es aún necesaria la explicación que sigue para determinar el concep-
to de esta propensión. Toda propensión es física —esto es: pertenece
al albedrío del [ser humano] como ser natural— o es moral, esto es:
perteneciente al albedrío del mismo como ser moral. En el primer
sentido no se da ninguna propensión al mal moral; pues éste tiene
que surgir de la libertad, y una propensión física (que está fundada
en impulsos sensibles) a algún uso de la libertad, sea al bien o al
mal, es una contradicción. Por lo tanto, una propensión al mal sólo
a la facultad moral del albedrío puede ir ligada.202
202
La Religión, p. 40.
286
de conmoverse hasta las lágrimas al escuchar los versos del último
movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. La descripción de
Arendt, lejos de excusar o atenuar la culpabilidad de Eichmann, nos
presenta una situación más inquietante, pues hace patente que seres
comunes y corrientes son capaces de hacer las peores atrocidades li-
bremente. De hecho, la eficacia con la que actuó este personaje mues-
tra su amplia capacitación en el uso instrumental de su razón, sin que
esto lo motivara a tener una actitud reflexiva sobre las consecuencias
de sus actos.
Lo que sí retoma Kant del cristianismo es la noción de pecado origi-
nal para elaborar una peculiar interpretación. Elegir el mal (el pecado)
es aquello que nos humaniza porque la transgresión a la ley es aquello
que demuestra, no en términos teóricos, sino prácticos, nuestra capaci-
dad de actuar libremente (recordemos el mito bíblico del Génesis). La
experiencia práctica de la transgresión es aquello que capacita al indi-
viduo a comportarse no solo conforme a lo establecido por la ley, por
miedo u otros estímulos sensibles, sino también por respeto a su conte-
nido, pues dicha vivencia hace patente que respetarla puede ser un acto
de libertad (autolegislación). De ahí, la estrecha relación que establece
Kant entre ley y libertad:
287
ria). Mas, si no hubiera libertad, no cabría en modo alguno dar con
la ley moral dentro de nosotros.203
203
Crítica de la razón práctica, nota 101 al A 5. “Pero la libertad es también la
única entre todas las ideas de la razón especulativa respecto de cuya posibi-
lidad sabemos algo a priori, aun cuando no lleguemos a comprenderla, por
cuanto supone la condición de esa ley moral que sí conocemos”. Ibid., A 5.
Aquí se encuentra la fuente de esa magnífica obra que es Fausto de Goethe.
204
Johann W. von Goethe, Fausto, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid
/ Abada Editores, 2010, 1235. Cabe apuntar que algo similar sostiene
Herbert L. A. Hart cuando afirma que para comprender el derecho se
requiere asumir un punto de vista interno (el ciudadano o funcionario).
Así por ejemplo, Hans Kelsen sostiene que la norma fundamental, aquella
que clausura el orden jurídico, es “Debes respetar la constitución y las
normas que emanan de los procedimientos establecidos por ella”. Desde
la perspectiva del participante (el punto de vista interno) de inmediato se
advierte que la exigencia de esa norma, en la medida en que se encuentra
ligada a lo noción de deber, se sustenta en la razón en tanto se reconoce a
los participantes como seres libres. Es decir, debo obedecer la constitución
en la medida en que garantiza el ejercicio de la libertad; de ahí que las nor-
mas fundamentales sean aquellas que permiten cumplir con esa exigencia.
Véase Herbert L. A. Hart, El concepto de derecho, Buenos Aires, Abeledo-
Perrot, 1963, y Hans Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado,
México, unam, 1995.
288
y gracias a esa transgresión pueden experimentar la libertad que los hu-
maniza. Se trata de que la ley deje de ser una imposición para abrir paso
a la autolegislación, lo cual solo es posible en la medida en que esa meta
(objetivo) tenga como fundamento la experiencia práctica de la libertad.
Como hemos dicho, Kant considera que la propensión del ser hu-
mano es hacer a un lado las exigencias de la razón para responder a las
demandas de los deseos. La causa de esto no es, por necesidad, que la
convicción de su arbitrio sea maligna, sino que, normalmente, la causa
consiste en que eso resulta más fácil y además, como apreciaron los
empiristas, por la fuerza que encierra la búsqueda del placer (felicidad).
Lo que se requiere es la determinación de las condiciones que deben
crearse para que la razón adquiera un papel activo en la formación de
los motivos.
Si todo se redujera a una confrontación entre razón (eleuteronomía)
y deseos (eudaimonía), como se establece en el planteamiento clásico,
no existiría ninguna solución.205 Sin embargo, los deseos no conforman
una totalidad armónica; por el contrario, el conflicto comienza entre
ellos mismos. Con esto se abre la posibilidad de que la razón intervenga,
primero en su faceta instrumental, ya que se presenta un medio para ge-
nerar un orden entre ellos y, de esta manera, se amplían las posibilidades
de alcanzar la felicidad, entendida, en principio, como la capacidad de
sumar e incrementar placeres.
205
Estamos ante una versión del clásico dilema de los prisioneros: si se juega
una sola vez y con actores que se mantienen constantes en su convicción
no hay salida. Para encontrar la solución tenemos que introducir la variable
del tiempo y la capacidad de los jugadores de aprender de la experiencia.
289
puedan ser llevadas a concordar en un todo llamado felicidad. La
Razón que ejecuta esto se llama prudencia.206
206
La Religión, p. 64.
290
relación con la definición de los fines, sino que ella misma posee un
contenido (la ley moral) que pretende constituirse en el fin supremo.
Se precisa explicar cómo la razón puede alcanzar este difícil objetivo.
Para lograrlo, Kant acude a un viejo argumento utilizado por Platón en
su crítica a los sofistas. La primera premisa resalta que la felicidad no
puede entenderse como la simple acumulación de placeres, pues de esta
manera nunca se podría alcanzar una satisfacción. Una vez satisfecho el
deseo, con la sensación de placer que implica, este no desparece, sino
que retorna y en muchas ocasiones lo hace con una mayor fuerza en su
exigencia: quedamos atrapados en un eterno retorno de lo mismo. Pla-
tón dice que pensar esa idea simple de la felicidad sería como tratar de
llenar con agua un barril con múltiples orificios, con un cazo igualmente
agujereado.
La felicidad, con independencia del contenido que le da cada indi-
viduo, requiere la capacidad de domar y organizar nuestros deseos para
que, a pesar de las tensiones insuperables que existan entre ellos, pueda
existir una cierta congruencia. Pero esta tarea necesita la constitución de
un ser libre (ser señor de sí): el individuo debe obedecer el imperativo
de la razón, pues de lo contrario su acción únicamente respondería al de-
seo que adquiere mayor fuerza en un momento determinado, sin poder
dar una cierta coherencia a su comportamiento, lo que le impide acceder
a sus fines (“la libertad que no es externamente coincidente con las leyes
universales se impide a sí misma la felicidad”).
291
también sean necesarias (como en la experiencia) otras condiciones
materiales. (Reflexión 7202)207
292
los diferentes contextos en que actúan. En lo que difieren radicalmente
ambos autores es en la descripción de las causas de ese conflicto y, con
esto, el destino de ese proceso de formación. Hobbes, al negar el libre
arbitrio, ubica el conflicto como el efecto de una inclinación insuperable
de la naturaleza humana; para él los seres humanos no son estrictamente
malos, ya que esto supondría aceptar ese tipo de libertad, sino peligrosos,
y nunca podrán dejar de serlo. Por tanto, desde su perspectiva se requiere
una solución técnica: la formación de un poder capaz de crear los canales
institucionales para encauzar su conducta. Kant parece coincidir con él
cuando afirma que el ser humano necesita de un “señor, que le quebrante
su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad valedera para
todos”.209 Sin embargo, agrega lo siguiente:
Pero ¿de dónde escoge este señor? De la especie humana, claro está.
Pero este señor es también un animal que necesita, a su vez, un se-
ñor. Ya puede, pues, proceder como quiera, no hay manera de imaginar
cómo se puede procurar un jefe de la justicia pública que sea, a su vez,
justo; ya sea que se le busque en una sola persona o en una sociedad de
personas escogidas al efecto. Porque cada una abusará de su libertad si
a nadie tiene por encima que ejerza poder con arreglo a leyes. El jefe
supremo tiene que ser justo por sí mismo y, no obstante, un [ser huma-
no]. Así resulta que esta tarea es la más difícil de todas; como que su
solución perfecta es imposible; con una madera tan retorcida como es
el [ser humano] no se puede conseguir nada completamente derecho.
Lo que nos ha impuesto la Naturaleza es la aproximación a esta idea.210
293
cia en la constitución de sus motivos. Sin embargo, admite que resulta
imposible acceder plenamente a la meta, ya que implicaría convertir al
ser humano en una criatura que actúa solo racionalmente.211 La única
manera de dar una cierta base empírica al ideal del progreso moral es
aceptar que si bien los avances en este largo y complejo proceso son
conseguidos por la acción de los individuos, estos tienen que objetivarse
en las normas y en las instituciones que ellas generan, ya que solo así se
logra la permanencia o continuidad de esas conquistas.
La crítica a Hobbes consiste en destacar que si bien a corto plazo
las soluciones autoritarias ofrecen una opción más fácil, a mediano y
largo plazo impiden la formación de los seres humanos. Por eso, a pesar
de los riesgos que esto entraña, es preferible, en términos pragmáticos,
considerar que el orden civil tiene que ser una obra colectiva. La única
manera de formarse para la libertad es ejerciéndola, a pesar de los peli-
gros e inconvenientes que ello encierra; tratar de evitar estos últimos es
una ilusión que abre el camino al autoritarismo. Por eso, a pesar de que
se pueda aceptar la buena intención de aquellos que consideran la rea-
lización de una justicia distributiva, como una condición indispensable
de la formación de un pueblo para la libertad, el efecto de esa creencia
es fortalecer e intensificar las relaciones de dominio.
Hobbes y Kant vuelven a coincidir respecto a que el proceso de for-
mación moral de los seres humanos no encierra ninguna necesidad; am-
bos autores reconocen el devenir histórico como el ámbito por excelen-
cia de la contingencia. Así como Kant se empeña por reconocer aquellas
fuerzas que impulsan dicho proceso, al mismo tiempo no pierde de vista
211
“Instituir un pueblo de Dios moral es por lo tanto una obra cuya ejecución
no puede esperarse de los [seres humanos], sino sólo de Dios mismo. Con
todo, no está permitido al individuo estar inactivo respecto a este negocio”.
La Religión, p. 101. Aquí Kant considera que la existencia de Dios no es
algo probado; se trata de una “idea de la Razón” que permite a los seres
humanos mantener la esperanza en la tarea de realizar los deberes morales.
294
que existen también muchas otras fuerzas que se oponen. De hecho, la
lectura de los escritos sobre religión y de los pequeños trabajos sobre
historia hace patente que Kant es bastante escéptico, ya no digamos de
llegar a la meta, representada por el reino de los fines, sino de alcanzar
conquistas definitivas en la aproximación a ella. Sin embargo, en repe-
tidas ocasiones afirma que por exigencias pragmáticas la razón debe
asumir una posición optimista, ya que es lo que permite mantener la
lucha que nos impide caer en el estado de naturaleza, como fue descrito
por Hobbes, o para buscar una salida de este.
En el contexto de esta discusión aparece de nuevo el tema de la fe-
licidad, el cual había sido desterrado del ámbito puro de la filosofía
práctica, ya que dicho bien no tiene nada que ver con el problema de
la fundamentación racional de las normas. Sin embargo, cuando nos
adentramos en la dimensión empírica, propia de la ciencia de la regla
efectiva, entonces el tema de la felicidad no solo vuelve a aparecer, sino
que adquiere un papel protagónico porque se trata de establecer si las
exigencias de la virtud, emanadas de la razón pura práctica, pueden lle-
gar a ser compatibles con la búsqueda de la felicidad, la cual representa
el impulso central en el proceso de formación de los motivos. En este
punto se advierte que, al igual que las éticas clásicas, la kantiana tiene
dos grandes temas, la virtud y la felicidad, y un problema central: el
lograr una cierta compatibilidad entre estas.
Cabe advertir que en ese punto Kant no introduce grandes noveda-
des. En su lugar, retoma la estrategia clásica, sistematizada por Platón.
Es decir, comienza por destacar que la felicidad no consiste en la simple
acumulación de placeres, sino que la primera condición para aproximar-
se a ella es estableciendo un orden racional entre estos, lo cual significa
que el individuo adquiere la capacidad de controlar y encauzar sus de-
seos (darles forma). La noción clásica de eudaimonía implica, precisa-
mente, esa capacidad de convertirse en señor de sí, lo que da lugar a lo
que Kant denomina contento o satisfacción de sí mismo, que trasciende
295
la experiencia del placer sensible. Con esto introduce la distinción entre
felicidad física y felicidad moral.
212
La Religión, pp. 72 y 73.
296
duo. Pero también recupera de las éticas helenísticas, especialmente del
estoicismo, la tesis respecto a que el ejercicio de la virtud genera una
felicidad moral, la cual aunque no tiene la intensidad de la primera, sí
logra una mayor continuidad, o permanencia, y una cierta independen-
cia de las cambiantes circunstancias. “Verdaderamente, el [ser humano]
pensante, cuando ha vencido las incitaciones del vicio y es consciente
de haber cumplido un deber a menudo penoso, se encuentra en un es-
tado de tranquilidad de ánimo y de contento, al que muy bien se puede
llamar felicidad, y en el cual es su propia recompensa”.213
¿En qué medida esta llamada felicidad moral es un factor que propicia
que la razón adquiera el lugar privilegiado en el proceso de formación
de los motivos? La respuesta a esta pregunta nos conduce a una amplia
polémica que ha sido una constante en la historia de la ética. Sin tratar de
ofrecer una respuesta ahora, lo que me interesa destacar es que desde el
momento en que comprendemos adecuadamente la manera en que se arti-
cula la dimensión pura y la empírica de la filosofía práctica kantiana, gran
parte de las críticas a su hipotético formalismo pierden su sentido. Lo que
no vamos a encontrar en su filosofía es la idea de que la formación moral
de los seres humanos tiene que conducir a la superación del conflicto o,
como diría Hegel, de la escisión, entre razón y pasiones, ya que en esto
reside la raíz de su libertad. Para Kant lo trágico, entendido en sentido he-
geliano, como confrontación de bienes, no es mera negatividad, es decir,
un fenómeno transitorio, sino un rasgo insuperable del mundo humano.
Calificar de formalista la ética kantiana tiene sentido respecto a que
en esta no se pretende ofrecer una forma de vida buena universal y ne-
cesaria; esto, lejos de ser un defecto o error, representa un intento de
hacer compatibles el dato empírico del pluriverso humano, asociado a
la contingencia, con el universalismo de la razón.
213
La Metafísica, § 377, p. 226.
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se terminó de imprimir
en EQS en marzo de 2021,
con un tiraje de 500 ejemplares.