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Razón y

dogmatismo
UNA APROXIMACIÓN A LA
FILOSOFÍA DE KANT

Enrique Serrano Gómez


Coordinación editorial
Armando González

Cuidado de edición
Sandra Oceja

Diseño
Jorge Lépez Vela

Ilustración de portada
Ernesto Guevara

Formación y preprensa
Alejandro Quiroz

Impresión
Manuel Mandujano
Cuauhtémoc Huerta

Primera edición, 2021, Ediciones Quinto Sol

© Enrique Serrano Gómez


© Ediciones Quinto Sol sa de cv
Ignacio María Barrera 149
Col El Rosario, Iztapalapa,
CP 09930, Ciudad de México
Tel (55) 5566 8513/5566 3784
ventas_qs@yahoo.com.mx

ISBN: 978 607 8520 57 2


Impreso en México / Printed in Mexico
Índice

Agradecimientos 7

Introducción 9

¿Qué significa juicio sintético a priori? 19


1. Rompiendo dilemas: una guerra en dos frentes 24
1.1 El frente racionalista 24
1.2 El frente empirista 35
2. El juicio sintético a priori desde
una perspectiva actual 45

Experiencia y tiempo 63
1. Tiempo y movimiento 67
2. La noción trascendental del tiempo 81
3. Espacio y tiempo 91

Analítica de los conceptos 99


1. Reflexión y formación de conceptos 100
2. La deducción trascendental 117
3. Analítica de los principios 132
4. Anexo. La crítica hegeliana 144
De la conciencia a la intersubjetividad 163
1. Filosofar a martillazos 164
2. El yo trascendental 169
3. Fichte 180
4. Hegel 195
5. Heidegger 207
El animal metafísico 221
1. Razón y metafísica 229
2. La dialéctica trascendental 238

Ley y libertad. Algunas observaciones sobre la


filosofía práctica de Kant 251
1. Las dos dimensiones de la filosofía práctica kantiana 254
2. El contenido perdido del imperativo categórico 258
3. Teoría de la acción. Libertad y felicidad 280

Bibliografía 299
Agradecimientos

Quiero agradecer a los estudiantes de la Universidad Autónoma Metro-


politana, que han asistido a mis cursos sobre la filosofía de Immanuel
Kant, pues son quienes han motivado la redacción de este libro.
Al profesor Luis Felipe Segura† porque gracias a las discusiones que
mantuvimos he podido comprender con mayor precisión la concepción
kantiana sobre el conocimiento matemático; todo mi reconocimiento
para él. También deseo agradecer a Juan Manuel Garduño por sus perti-
nentes comentarios y críticas.
A mi editora, Sandra Oceja, por el minucioso cuidado en la corrección
y edición del texto; a Ediciones Quinto Sol por su interés para publicar
mi escrito.
El libro fue dictaminado a través del Seminario Universitario de
la Modernidad, de la Universidad Nacional Autónoma de México
(25/5/2020 y 20/8/2020); agradezco a todas las personas involucradas
para que esto fuera posible.

7
Introducción

Caminar por los pasillos que recorren el amplio acervo de la biblioteca


de la Universidad de Konstanz, en Alemania, me generaba una multipli-
cidad de sentimientos. Uno de los más extraños era aquel que me pro-
ducía llegar al apartado de Immanuel Kant, en la sección de filosofía, en
donde, después de tres estantes que contenían distintas versiones de sus
obras, iniciaba una larga línea de libreros llenos de bibliografía secun-
daria sobre este filósofo. Me resultaba imposible no cobrar conciencia
de mi finitud, ya que tenía la sensación de que ni una vida dedicada a la
lectura sería suficiente para leer todos esos textos. Además, era raro que
en las novedades mensuales, situadas en la entrada, no se encontrara un
libro o, por lo menos, varios artículos dedicados a su filosofía. A raíz de
esa experiencia prometí no escribir una sola línea sobre el pensamiento
kantiano porque, entre otras cosas, me parece ingenuo pensar que se
puede aportar algo sobre dicho tema.
Sin embargo, desde mi regreso a la Universidad Autónoma Metro-
politana, he impartido diversos cursos en los que juega un papel impor-
tante el pensamiento kantiano; entre ellos el de historia de la filosofía
dedicada a él. Este último representa para mí una gran responsabili-
dad, pues considero que poseer un cierto conocimiento de su teoría es
un requisito indispensable para acceder a una comprensión adecuada y
crítica de la manera en que se plantean los problemas filosóficos en la
actualidad. De hecho, creo que ello representa una de las principales ra-
zones que explican la existencia de esa inmensa bibliografía secundaria.

9
Este libro surge de las notas escritas durante la preparación de ese
curso. Con el paso de los años sistematicé algunos de esos apuntes para
entregarlos a los estudiantes como instrumentos de trabajo. Sigo conside-
rando que la pretensión de aportar alguna novedad sobre el tema repre-
senta un síntoma de ingenuidad, o ignorancia. A pesar de ello, lo que en
la actualidad me mueve a publicar este texto, faltando a mi promesa, es
suponer que se trata de una manera de aproximarse a esta filosofía; que
quizá tenga cierta utilidad, ya que la dinámica didáctica de la clase me
impuso el compromiso de cumplir con dos exigencias difíciles de conju-
gar: claridad y hacer patente la complejidad de los temas que en ella se
abordan. Es evidente que juzgar sobre si he cumplido con el objetivo, o
si he caído en la ingenuidad que yo mismo he cuestionado, corresponde a
sus posibles lectores. Por lo pronto, voy a exponer algunos supuestos que
subyacen a mi interpretación para facilitar la lectura de estas notas.
En primer lugar he tratado de evitar dos errores que he visto con
bastante frecuencia, especialmente en el medio académico, que es al
que pertenezco. El primero consiste en transformar a Kant en un monu-
mento de bronce y, con ello, convertirse en una especie de representante
de su sistema, que tiene la obligación de defenderlo de toda crítica. Es
la actitud de quienes podemos calificar como sus “fans”. En contraste,
me parece que el mejor homenaje que podemos hacer a sus aportaciones
consiste en seguir al pie de la letra su consigna de superar la culpable in-
capacidad de no pensar por cuenta propia. La segunda confusión provie-
ne de aquellos que consideran posible cuestionar su posición, pero sin
realizar el enorme esfuerzo de adentrarse a su sistema bajo el imperativo
hermenéutico de buscar su mejor versión. Un ejemplo caricaturesco de
este desatino se encuentra en aquellos que, siguiendo a Friedrich Hegel,
sostienen que la posición kantiana es formalista y que ello es suficien-
te para considerarla “superada”. Sería necesario recordar que el propio
Hegel sostenía que desde fuera todo es criticable pero al mismo tiempo
nada es criticable.

10
Para eludir esos errores creo que me ha servido ver a Kant como
un filósofo “entre dos aguas” que marca ante todo un punto de parti-
da. Por un lado su Revolución Copernicana abre diversos senderos que
conducen a la filosofía contemporánea. Sin embargo, por el otro lado,
permanece atrapado en algunos de los supuestos de lo que se ha llama-
do filosofía de la conciencia; esto es, aquella posición hegemónica en
el periodo que va de Nicolás de Cusa a David Hume. Me parece que
esta posición intermedia es la fuente de gran parte de las dificultades
y oscuridades con las cuales nos topamos en su lectura. Para mitigar el
desagrado que provocan estos obstáculos, he tratado de resaltar el placer
que produce contemplar la labor de un pensador que se esfuerza en abrir
nuevas perspectivas, aunque no siempre lo logre. Sobre esto considero
correctas las observaciones de Johann Georg Hamman y Johann Gott-
fried Herder respecto a que no abordar de manera explícita y amplia el
tema del lenguaje, le impide a Kant adquirir los recursos para expresar
de una manera más clara la novedad de su pensamiento. Por ejemplo,
esa ausencia da cuenta de la oscuridad en que permanece el estatus de
las condiciones transcendentales de la experiencia.
En ese sentido, la recomendación que me hizo el profesor Friedrich
Kambartel, de leer el libro escrito por Erik Stenius (1997) sobre el Trac-
tatus de Ludwig Wittgenstein, ha sido fundamental para el desarrollo de
mi interpretación. En el último capítulo se hace una comparación entre
Kant y Wittgenstein, bajo la tesis de que el análisis lógico del lenguaje
del Tractatus puede verse como una forma de deducción trascendental,
en la que se buscan los elementos a priori de los lenguajes significati-
vos.1 Aunque considero que la posición kantiana se encuentra más cer-
ca de las Investigaciones filosóficas (el lenguaje no pinta el mundo, lo
crea), la tesis de Stenius me ha servido para leer a Kant como un filósofo
1
Consultar bibliografía. Recientemente me he encontrado otra interpretación
del Tractatus, desde una perspectiva kantiana, escrita por Michael Morris:
Wittgenstein and the Tractatus, London, Routledge, 2008.

11
vivo, ya que lo transforma en un importante interlocutor de muchos
problemas de la filosofía actual. Por otra parte, la mencionada tesis tam-
bién me ha servido para sacar un mayor provecho a dos interpretaciones
clásicas: las realizadas por Martin Heidegger y Ernst Cassirer.
El resultado de todo ello es una interpretación que he denominado,
si utilizo un término de la metodología histórica, presentista. Esta es útil
porque no pierde de vista el contexto particular en que se desarrolla su
argumentación (la polémica entre racionalistas y empiristas) y acentúa
la lectura desde el presente filosófico. Sin duda se trata de una estrategia
llena de riesgos; sin embargo, lejos de desmotivarme se ha convertido
en un atractivo porque propicia un acercamiento polémico. Soy de la
opinión de que el deber del profesor de filosofía no se limita a transmitir
la información de los grandes sistemas filosóficos, sino que se trata ante
todo de utilizarlos como recursos en la compleja y difícil tarea de propi-
ciar la adquisición de la habilidad de reflexionar de manera autónoma.
El efecto más visible de la estrategia presentista se puede apreciar en
el capítulo sobre el tema de la conciencia. Existe un amplio acuerdo res-
pecto a que Kant nos ofrece una crítica a la concepción tradicional, en la
cual, como dirá más tarde Gilbert Ryle (2000), se pone en tela de juicio
la creencia en el fantasma dentro de la máquina (la sustancia pensante).
Sin embargo, ese acuerdo desaparece cuando se trata de establecer la
alternativa que propone la filosofía kantiana. Esto ha dado lugar a una
amplia polémica. Por mi parte, he optado por no adentrarme en ella,
y he asumido que no existe esa alternativa por la razón que señalaron
Hamman y Herder. Por eso, he preferido esbozar, a partir de Kant, un
camino que nos conduce al surgimiento y consolidación de la noción
de intersubjetividad, con la cual es posible desarrollar una caracteriza-
ción no sustancialista de la conciencia. Para ello he revisado, de manera
breve, la posición de tres de sus sucesores: Johann G. Fichte, Friedrich
Hegel y Martin Heidegger. Este camino nos deja en el umbral de las
filosofías recientes de la mente y el lenguaje.

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La perspectiva que se obtiene mediante el uso de la estrategia pre-
sentista me ha permitido también una mejor comprensión de la noción
central de juicio sintético a priori. Sin embargo, esto se debe a una
razón distinta a la del caso anterior: si ante el problema de la caracteriza-
ción de la conciencia, las críticas destacan una ausencia en la reflexión
kantiana, frente a la caracterización de los juicios sintéticos a priori, lo
que percibo, en gran parte de las críticas, es una confusión importante.
Como acertadamente advierte Willard V. O. Quine en su famoso artí-
culo “Dos dogmas del empirismo” (2002), los orígenes de la distinción
entre lo analítico y lo sintético se encuentran en la ontología aristotélica,
en donde se asume que es posible diferenciar con cierta nitidez entre lo
esencial y lo contingente de los objetos. El objetivo de Quine es hacer
patente, en contra de ese tradicional supuesto, que esa diferenciación
no se sustenta en un criterio claro, con lo cual se cuestiona de manera
radical la añeja metafísica sustancialista.
Resulta asombroso que Quine no percibiera que el objetivo de
Kant es sustentar que la distinción entre lo analítico y lo sintético
no se fundamenta ontológicamente (en la manera en que las cosas
son), sino en la manera que tenemos de hablar de los objetos. El
giro antidogmático de la reflexión kantiana consiste en destacar
que no está justificado considerar que existe o que puede llegar a
existir una relación isomorfa entre la estructura del lenguaje y la
estructura del mundo, y esto lo aproxima a lo que serán las críti-
cas que realiza Quine. Según este último no es posible hacer una
distinción nítida entre el componente fáctico y el lingüístico; por
su parte, Kant sostiene que, si bien esta distinción no aparece de
manera inmediata, un análisis cuidadoso del papel que juega la
cópula en los juicios nos permite acceder a esa información. En lo
que coinciden ambos autores de manera más amplia es en el ataque
al segundo dogma: la noción de que existen significados ideales
que reflejan las cosas en sí mismas. Los dos asumen que vemos el

13
mundo a través del lenguaje y que este no actúa de manera pasiva,
a la manera de un espejo.2
Ahora bien, la estrategia presentista de ninguna manera implica ha-
cer a un lado la relación de Kant con los filósofos anteriores a él; por
el contrario, se trata de ver esos vínculos desde otro ángulo. De hecho,
debo confesar que no llegué a una comprensión satisfactoria de la “Es-
tética trascendental” hasta que no leí con cierto cuidado el libro cuarto
de la Física de Aristóteles: en contra de sus presupuestos ontológicos se
plantea, en este último texto, que la única manera de superar las para-
dojas que aparecen (cuando se trata de determinar el tiempo) es asumir
que el tiempo no remite a una sustancia ni atributo, tampoco a una re-
lación entre las cosas en sí mismas, sino a la relación entre un mundo
en constante cambio y la conciencia, la cual establece un parámetro fijo
(el ahora), externo al movimiento, que hace posible medirlo y, a partir
de ello, incluso otorgarle un sentido cualitativo: el tiempo es número del
movimiento según el antes y después.3
Una vez que Aristóteles llega a esta conclusión reitera que el ser del
tiempo le sigue pareciendo extraño. Esto se debe a dos razones: 1) Él ha
dicho que el sentido básico del ser es el de sustancia, pero en la conclu-
sión de su argumentación se advierte que la realidad de la temporalidad
no implica ninguna sustancia. 2) Al sostener que es la conciencia la
que establece el parámetro fijo (el ahora), para mediar el movimiento,
parecería que dicha conclusión no puede explicar los juicios objetivos
de la ciencia sobre el tiempo, es decir, que lo hemos convertido en un
fenómeno subjetivo. Por eso, en un segundo momento, Aristóteles se

2
La explicación de esta aproximación entre Kant y Quine, que puede resultar
asombrosa o extraña para muchos, se encuentra a lo largo del primer capítu-
lo, especialmente en su tercer apartado.
3
Hegel sintetiza dicha caracterización cuando sostiene que el tiempo es
devenir intuido. Véase Enciclopedia de las ciencias filosóficas [1830], 2017,
España, Abada Editores, parágrafo 258.

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dedica a buscar algo en el universo que se encuentre fijo; por ejemplo,
las estrellas del séptimo cielo. Esto daría un criterio de objetividad a los
juicios sobre el tiempo y permitiría recuperar el aspecto sustancial, lo
que daría la prioridad ontológica a lo constante sobre lo variable. Esta
es la estrategia que se mantiene, con variaciones en el contenido, hasta
Isaac Newton.
En contraste con esa amplia tradición, Kant propone que podemos
conservar la caracterización del tiempo como una relación entre la con-
ciencia y la realidad en continuo movimiento, sin negar la objetividad
de los juicios científicos, si advertimos que esa objetividad no consiste
en la descripción de las cosas como son en sí mismas, sino en las reglas
que utilizamos en esas descripciones. Hume ya advertía que la caracte-
rización de algo como convencional no quiere decir que sea arbitrario.
La institución del reloj es una convención y, como tal, las escalas que
utilizamos para medir el movimiento, así como los significados cuali-
tativos que asociamos a aquel, pueden variar. Pero lo necesario se halla
en la relación entre el movimiento, al que se encuentra sometido todo en
el mundo, y la presencia de un parámetro fijo que establece la concien-
cia. Alguien puede afirmar que la película duró mucho; es un juicio de
percepción, es decir, subjetivo. Sin embargo, esa misma persona puede
decir que la película duró tres horas: con esto emite un juicio de expe-
riencia, cuya objetividad proviene de la institución del reloj. Al igual
que en la teoría de la relatividad, en la propuesta kantiana lo que se nie-
ga es la existencia de un parámetro de medición absoluto, esto es, de un
parámetro ajeno o independiente a los marcos de referencia establecidos
por los sujetos.
Con gran agudeza Heidegger destaca que Kant, al ubicar el tiempo
como la clave para descifrar la experiencia y, por lo tanto, el proceso de
conocimiento, cuestiona radical e implícitamente la tesis que ha sido he-
gemónica en la reflexión filosófica tradicional: el sentido primordial del
ser es la sustancia. Desde la perspectiva kantiana el sentido primordial

15
del ser es “simplemente la posición de una cosa” (KrV, A 598),4 si se en-
tiende por posición el formar parte de la representación; es decir, el ser
no es un ente (objeto), sino una relación: la relación entre la conciencia
y el fenómeno (lo que aparece en la experiencia), lo cual nos remite al
uso óntico del ser (S es) y a partir de ella la relación entre el sujeto y
predicado, en donde la cópula remite a la síntesis temporal realizada por
el sujeto, esto es, el sentido lógico del término ser (S es P).
En contra de la metafísica sustancialista, Kant afirma que si bien la
categoría de sustancia (entendida como algo que es constante, perma-
nente) es un elemento indispensable para emitir juicios sobre el deve-
nir del mundo, esto no quiere decir que las sustancias existan; en otras
palabras, para Kant el único uso legítimo del término sustancia es el
uso lógico (sujeto de predicaciones), mientras que el uso ontológico
no se encuentra justificado. Por ello también sostiene que la existencia
de cualquier cosa, incluido Dios, no puede ser probado solo en térmi-
nos conceptuales, como pretende el argumento ontológico, sino que,
en todos los casos, se requiere acudir a la relación primaria entre la
conciencia y el fenómeno (la existencia no es un predicado). Tesis que
se encuentra ya en su pequeño trabajo Los sueños de un visionario ex-
plicados por los sueños de la metafísica.
Aunque la transformación de la antigua noción de ser tiene múltiples
consecuencias, en estas reflexiones me voy a centrar en el efecto anti-

4
KrV (Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1984. Existen otras
ediciones en castellano referidas en la bibliografía). Si bien he optado por la
publicación de Alfaguara, en relación con las citas de la KrV, es pertinente
aclarar que me he atrevido a precisar las traducciones de algunos términos sin
ninguna intención más que de acercarme a la forma en que los adecuamos en
México (por supuesto, siempre apegado a las convenciones internacionales).
Asimismo, en muy pocos casos, cuando lo he considerado necesario, me he
arriesgado a reemplazar el sustantivo “hombre” por el de “ser humano”, ya
que lo estimo menos excluyente. Tales cambios aparecen entre corchetes, por
lo que se podrán cotejar con las ediciónes utilizadas.

16
dogmático que esto tiene. Al describir la experiencia como una relación
dinámica, en la cual los únicos elementos constantes (incluidos los fines)
son recursos que introduce la razón para poder pensar el devenir, queda
excluido todo conocimiento absoluto. Si bien se mantiene la exigencia
de una adecuación entre el concepto y su objeto, esta adquiere el sentido
de una aspiración que sirve únicamente para orientar la reflexión.

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¿Qué significa juicio sintético a priori?

Kant sostiene que la tarea propia de la razón pura se condensa en una


pregunta básica: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? Si
bien es cierto que una respuesta clara y precisa a dicha interrogante solo
podrá obtenerse al final de su proceso argumentativo, el problema que
encontramos en la KrV es que la exposición del tema, utilizada como
punto de partida de ese proceso, es deficiente. Por ejemplo, en la intro-
ducción se afirma de manera contundente que los “juicios matemáticos
son todos sintéticos” (B 14), porque, según él, en la proposición 7+5 =12
el concepto doce no se encuentra en modo alguno al pensar la suma de
siete y cinco. Sobre esto Gottfried Leibniz advertía que era necesario
distinguir entre un juicio que es analítico de manera inmediata (el trián-
gulo es una figura con tres ángulos) de un juicio en el cual su carácter
analítico solo se revela a través de un proceso de inferencia, como es el
caso de la proposición matemática mencionada. Desde un punto de vista
lógico las matemáticas son analíticas. Además, para mayor desconcierto
de sus lectores, Kant agrega lo siguiente:

Hay que ir más allá de esos conceptos y acudir a la intuición co-


rrespondiente a uno de los dos, por ejemplo, los cinco dedos de la
mano, o bien (como hace Segner en su Aritmética) cinco puntos, e ir
añadiendo sucesivamente al concepto de siete las unidades del cin-
co dado en la intuición. En efecto, tomo primero el número siete y,
acudiendo a la intuición de los dedos de la mano para el concepto de

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cinco, añado al número 7, una a una, (según la imagen de la mano)
las unidades que previamente he reunido para formar el número 5, y
de esta forma veo surgir el número 12. (B 15-16)

No es extraño que a partir de este texto Bernard Bolzano acusara


a Kant de defender un intuicionismo simplista, el cual pasa por alto
que, aunque podamos enseñar matemáticas a los niños con los dedos, el
concepto de cinco no se infiere de la intuición de una mano. En contra
de ello Bolzano afirma, con razón, que las proposiciones matemáticas
pueden y deben ser probadas a través de otras proposiciones matemá-
ticas. Es decir, Bolzano defiende la autonomía (cierre operacional) del
conocimiento matemático, lo cual es un principio fundamental de esta
disciplina. La posición de Kant nada tiene que ver con ese intuicionismo
simplista, como veremos más adelante, ni tampoco niega la autonomía
de las matemáticas. Sin embargo, lo importante ahora es admitir que
gran parte de las confusiones que encontramos en la amplia historia
de las interpretaciones de la KrV son consecuencia de esa descripción
deficiente del tema. Por eso, tratar de ofrecer una caracterización más
precisa de lo que significa juicio sintético a priori representa una impor-
tante ayuda para leer esa obra.
Ante todo es menester destacar que la noción de juicio sintético a
priori es un invento kantiano, el cual, desde los cánones imperantes
en la filosofía de sus antecesores, representa un absurdo. Tratemos de
imaginar la reacción de Leibniz o de John Locke si hubieran escuchado
a Kant decir que las proposiciones matemáticas son juicios sintéticos a
priori. Sin duda su reacción oscilaría entre el asombro y la abierta burla;
incluso es probable que le hayan aconsejado asistir a un curso elemental
de lógica. Kant es consciente de ello. Precisamente, al afirmar la exis-
tencia de juicios sintéticos a priori su intención es plantear que es indis-
pensable una nueva descripción de los problemas filosóficos. Desde su
punto de vista, la interminable disputa entre racionalistas y empiristas

20
es el resultado de una falsa concepción de lo que es la experiencia, el
conocimiento, la mente, etcétera. Dicho de otra manera, Kant sabe que
hablar de juicios sintéticos a priori solo adquiere sentido como parte de
una revolución filosófica a la que denominó Copernicana.
Pero también es ineludible admitir que Kant, en la exposición inicial
del tema, no expresa de manera clara esa conexión entre la noción de
juicio sintético a priori y la nueva forma de describir los problemas filo-
sóficos. Prueba de ello es que en los manuales de filosofía generalmente
se dice que la Revolución Copernicana consiste en cambiar el punto de
partida de la reflexión filosófica, es decir, que ya no se encuentra en el
objeto, sino en el sujeto. Esto no es preciso, pues esa transformación
se inicia con Nicolás De Cusa y se sistematiza en la filosofía de René
Descartes. Si bien Kant admite la importancia de ese cambio, al mismo
tiempo sostiene que no basta trasladar el énfasis del objeto al sujeto,
sino que es preciso cuestionar esa añeja dicotomía. Aunque partimos de
la conciencia, esta no puede ser entendida como una entidad diferencia-
da del mundo en que se encuentra. La experiencia no es el resultado de
la relación entre dos tipos de sustancias distintas, sino un proceso con-
tinuo que mantiene la unidad de lo objetivo y lo subjetivo. De hecho, la
diferenciación entre estas dos dimensiones es el resultado de un proceso
de abstracción. Lejos de seguir el sendero cartesiano, Kant condensa su
esfuerzo teórico en salir de este.
Es importante advertir desde el comienzo que, aunque Kant inicia
esa revolución, está muy lejos de llevarla a su cumplimiento porque
no logra superar plenamente los presupuestos de lo que se ha lla-
mado filosofía de la conciencia. Esta oscilación entre el pasado y el
futuro es también fuente de una gran cantidad de ambigüedades y
confusiones. Basta observar que en muchos pasajes sigue hablando
de lo interno y lo externo, como si fueran dos mundos separados,
independientes. En la KrV encontramos un apartado titulado “Re-
futación del idealismo”. Aparentemente se trata, al igual que en la

21
teoría cartesiana, de buscar un argumento que pruebe la existencia
del mundo exterior. Si hacemos caso a esta primera impresión, todo
el apartado resulta problemático porque es discutible la presencia de
un argumento que resulte convincente.
Si ubicamos ese apartado dentro del contexto argumentativo, nos
damos cuenta de que no se trata de encontrar un argumento que re-
suelva el problema, sino de hacer ver que se trata de un falso dilema,
el cual debemos disolver cambiando los presupuestos de esa filosofía
de la conciencia. El problema de la existencia del mundo exterior se
hace plausible cuando le damos prioridad o aislamos el uso teórico de
la razón; ¿cómo salimos del mundo mental para establecer un contacto
fiable con el mundo de los objetos externos, ya que los sentidos con fre-
cuencia nos engañan? Este planteamiento tradicional desaparece cuan-
do le damos prioridad al uso práctico de la razón. En primer lugar, la
certeza en la existencia del mundo exterior no es, ni puede ser, resultado
de un argumento, sino de la relación práctica que establecemos con él.
El uso teórico de la razón depende de los datos que suministra su uso
práctico. Además, debemos agregar que la existencia de cualquier cosa
no se prueba argumentativamente (la existencia no es un predicado):
es a través de la intuición, la cual no puede aislarse de la dimensión
práctica. Esto último es el punto central de su crítica a Leibniz y a todo
el racionalismo.
En segundo lugar, la mente no es una sustancia que pueda existir con
independencia del mundo. Lo que podemos decir de la mente, basados
en la experiencia, es decir, sin hacer metafísica, es que se trata de una
actividad. Esa actividad consiste en sintetizar (organizar, estructurar,
dar sentido) la pluralidad de intuiciones que aparecen en la experiencia.
“La experiencia interna es, pues, simplemente mediata y sólo es posible
a través de la experiencia externa” (B 277). Como se puede apreciar, la
intención de Kant consiste, como diría Wittgenstein, en disolver proble-
mas gracias a nuevas descripciones más adecuadas.

22
El primer paso para comprender la noción de juicios sintéticos a
priori es no perder de vista que esta solo adquiere sentido bajo nuevos
presupuestos. Cuando hablamos de juicios sintéticos a priori no esta-
mos en el nivel de la lógica formal tradicional, sino en el ámbito de una
nueva disciplina denominada lógica trascendental. No es una lógica que
pretenda rivalizar con la tradicional; se trata de un cambio de nivel, de
una especie de metalógica, o de una reflexión filosófica que busca las
condiciones que hacen posible la lógica. Mientras la lógica aristotélica
se basa en los juicios de la forma S es P, el tema de la lógica trascen-
dental es la pregunta sobre la manera en que se realiza la síntesis entre
el sujeto y el predicado (la pregunta por el ser en su sentido de cópula).
Kant encuentra en ese nivel que las categorías son distintas funciones
que le dan un sentido objetivo a la predicación.
Vale la pena destacar que si bien Kant se equivoca al decir que la
lógica ha llegado a su culminación, el nivel donde él se sitúa es, precisa-
mente, donde se desarrollará la lógica matemática. Kant y Gottlob Frege
realizan el mismo cambio de nivel, pero con dos perspectivas distintas.
Frege centra su atención en un nuevo desarrollo de la lógica; en cambio,
el tema central de Kant tiene un carácter epistemológico. En la KrV se
dice que la lógica pura (formal) hace abstracción de todas las condiciones
bajo las cuales actúa nuestro entendimiento; en contraste, la lógica tras-
cendental se pregunta por la justificación (epistemológica) de las leyes del
entendimiento. Por ejemplo, a un profesor de lógica le basta con afirmar
que el principio de identidad (A = A) es evidente; por el contrario, desde la
perspectiva kantiana no existe tal evidencia, ya que, en la medida en que
la lógica tiene un carácter normativo, ese principio es a priori, es decir, no
se justifica en la experiencia. Entonces, ¿cómo se justifica?
Ante ese campo problemático adquiere sentido la noción de juicio
sintético a priori, porque con ella se afirma que esas proposiciones tie-
nen su génesis en la experiencia (son sintéticas), pero se justifican en la
manera en que opera el entendimiento (son a priori). Aunque todavía no

23
está fundamentada esta respuesta, su atractivo inicial consiste en rom-
per con un viejo dilema de la filosofía, quizá el más viejo: al negar su
justificación empírica no nos veremos obligados a postular la existencia
de un mundo extraño en el que habitan los universales, sean descritos
como ideas (Platón) o como funciones (Leibniz, Bolzano, Frege); tam-
poco tendremos que apelar a un conocimiento innato, ni a misteriosas
formas de intuición. Para lograr que esta respuesta adquiera solidez, se
requiere transformar muchos supuestos tradicionales. Por el momento,
mi objetivo simplemente es ubicar la problemática en su nuevo contexto.

1. Rompiendo dilemas: una guerra en dos frentes

Como he apuntado, la noción de juicio sintético a priori tiene un carác-


ter polémico, el cual se manifiesta en dos frentes: por una parte, contra
la posición racionalista y, por otra, contra la posición empirista.

1.1 El frente racionalista


Leibniz distingue entre verdades de razón y verdades de hecho; la for-
mulación más conocida de esta distinción se encuentra en el parágra-
fo 33 de la Monadología: “Las verdades de razón son necesarias y su
opuesto es imposible; las de hecho son contingentes y su opuesto es
posible. Cuando una verdad es necesaria, se puede hallar su razón por
medio del análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta
llegar a las primitivas”.5 Las primeras se fundamentan en un principio,
el cual tiene tres facetas: a) principio de no contradicción (de dos pro-
posiciones contradictorias, una es verdadera y la otra falsa); b) principio
del tercero excluido (p o –p) y c) principio de identidad (A = A). Este
5
Gottfried Leibniz, Metafísica, volumen 2, Granada, Comares, 2010, p. 332.
En el texto nos remite a su vez a los §§ 170, 174, 189, 280-282 y 367 de su
libro Ensayos de Teodicea, vol. 10, Granada, Comares, 2012.

24
último representa la primera verdad de razón, de la que se derivan to-
das las demás. Como indica el propio Leibniz la justificación de este
tipo de verdades no requiere acudir a la experiencia, sino a un análisis
conceptual; es decir, son analíticas y, por lo tanto, a priori. El ejemplo
paradigmático son las matemáticas.
En contraste con lo anterior, las verdades de hecho son sintéticas: el
predicado no está contenido, desde el punto de vista de un análisis finito
(el único que podemos realizar los seres humanos), en el sujeto. Su jus-
tificación se encuentra en la experiencia, por lo tanto, son a posteriori,
y como tales no son necesarias.6 Estas verdades se fundamentan en el
principio de razón suficiente, cuya formulación habitual es “nada hay
sin razón” (Nihil est sine ratione). Existe una primera interpretación de
este principio, que podemos calificar como débil, según la cual todo lo
que sucede tiene una causa (no hay milagros) y el conocimiento consiste
en buscarla.
En apariencia, con la distinción entre estos dos tipos de verdades
(con sus respectivos principios), Leibniz asume la diferenciación entre
validez lógica (ausencia de contradicción) y verdad empírica. Sin em-
bargo, digo que se trata de una apariencia porque todo su esfuerzo teóri-
co se dirige a superar dicha diferenciación y a reducir los dos principios
a uno solo. En efecto, conforme avanzamos en la lectura de los textos de
este filosofo advertimos que él no se conforma con la interpretación dé-
bil del principio de razón suficiente, sino que apela a una interpretación
fuerte, según la cual todo lo que sucede no solo tiene una causa, sino que
sucede de manera necesaria (negación de la contingencia). Esto lo lleva

6
“La validez de la observación no va más allá de la realidad misma de los he-
chos. No nos ofrece, por tanto, más que una agrupación de casos concretos,
de cuya acumulación, por muy grande y extensa que ésta sea, no podremos
nunca derivar una regla necesaria”. Ernst Cassirer, El problema del conoci-
miento en la filosofía y en las ciencias modernas, vol. ii, libro 4, capítulo 2,
México, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 71.

25
a concluir que las verdades de hecho son, en realidad, también verdades
de razón y, como tales, son necesarias. Si la lógica nos dice que todo
enunciado analítico es verdadero, Leibniz agrega que todo enunciado
verdadero es analítico. Tesis que representa el núcleo de su filosofía. La
interpretación fuerte del principio de razón suficiente se expresa de la
siguiente manera: “Todo predicado está contenido fundamentalmente
en su sujeto; todo tiene una razón (Grund) y, en esa medida, esta funda-
mentado (begründet)”.7
Expliquemos esto mediante ejemplos. La proposición “César cruzó
el Rubicón” denota un suceso histórico, un hecho particular y contin-
gente. Sin embargo, Leibniz sostiene que si tuviéramos una capacidad
de análisis infinito de los atributos de César, esto es, que era un arribista
muy ambicioso, el cual se había distinguido por su astucia, audacia,
capacidad de sorprender, etcétera, nos daríamos cuenta de que César,
necesariamente, tenía que cruzar el Rubicón. En el caso de la narración
mítica del Génesis, de la doctrina cristiana, el pecado de Adán y Eva
aparece como un acontecimiento contingente, propiciado por un factor
externo (la serpiente de la tentación). Aquí no se necesita un proceso
de análisis infinito, basta con advertir que los seres humanos, gracias al
lenguaje, tienen la capacidad de actuar por la representación de la ley y,
con ello, adquieren la capacidad de transgredirla. La noción de pecado
original no significa un delito de nuestros míticos ancestros que debe ser
pagado por todos sus descendientes. Lo que se plantea es que el fenóme-
no del pecado es lo que nos humaniza. Desde este punto de vista, Adán
y Eva tenían necesariamente que probar el fruto del árbol del conoci-
miento. El pecado (mal moral) es parte de la armonía preestablecida. El
propio Leibniz ofrece otro ejemplo:

7
La formulación la tomo del texto de Otto Saame, El principio de razón en
Leibniz, Barcelona, Laia, 1987, p. 44.

26
Ahora bien, ¿qué contradicción habría en que Spinoza hubiera muerto
en Leyden? ¿La naturaleza habría sido menos perfecta, menos sabia
y menos poderosa? […] Es cierto que no habría contradicción en la
suposición de que Spinoza hubiera muerto en Leyden y no en la Haya;
no habría nada tan posible: la cosa era, pues, indiferente respecto del
poder de Dios. Pero no hay que imaginarse que algún suceso, por
pequeño que sea, pueda ser concebido como indiferente respecto a
su sabiduría y a su bondad. Jesucristo ha dicho divinamente bien que
todo está contado, hasta los cabellos de nuestra cabeza.8

De acuerdo con esto, en los juicios verdaderos no se añade nada


extraño, ni externo al contenido del sujeto, sino que se limitan a po-
ner de manifiesto y a explicar la riqueza de su significación ideal. El
conocimiento se entiende, por lo tanto, como un proceso de análisis
de las verdades de hecho, a través del cual se revelan sus fundamentos
apriorísticos. La distinción entre verdades de razón y verdades de hecho
aparece desde la perspectiva finita de los seres humanos. Una verdad de
razón es aquella en la que ha sido posible un análisis completo, mientras
que en las llamadas verdades de hecho la extensión del análisis trascien-
de la capacidad humana (los ejemplos de César y Spinoza son casos de
lo segundo; el de la narración mítica de lo primero). La intención de
desarrollar el análisis infinitesimal es aproximarse al lejano punto de
vista divino, desde el cual esa distinción no existe.
Para Leibniz la distinción entre conocimiento racional y empírico es,
en primer lugar, cuantitativa. El conocimiento racional ofrece un mayor
grado de claridad y distinción. Sin embargo, esa diferencia cuantitativa

8
Gottfried Leibniz, Ensayos, § 64. Sobre este tema consulta el libro de Martin
Heidegger, Principios metafísicos de la lógica, Madrid, Síntesis, 2009: “La
noción completa o perfecta de sustancia singular envuelve todos sus predi-
cados pasados, presentes y futuros” (Gottfried Leibniz, Primae veritates;
Cout. 520), citado por Martin Heidegger, p. 85.

27
adquiere un carácter cualitativo porque el conocimiento empírico no
puede ir más allá de la confusa multiplicidad de los hechos y, por ello,
de él no se puede derivar una regla necesaria. Las funciones que hacen
posible la unificación y organización de la diversidad de datos empíri-
cos es un conocimiento innato.

Pero nosotros consideramos en la continuación de nuestro debate que


la doctrina externa no hace más que excitar todo cuanto está en noso-
tros. Concluyo que un consentimiento general entre los seres humanos
es un indicio y no una demostración de un principio innato, pero que
la prueba exacta y decisiva de estos principios consiste en hacer ver
que su certeza no procede más que de todo cuanto está en nosotros.9

La consiga de la tradición empirista es que todo conocimiento pro-


viene de los sentidos (nihil est in intellectu quod prius non fuerit in
sensu); Leibniz agrega: Excepto el propio entendimiento (excipe: nisi
ipse intellectus), cuyas operaciones dependen de esas funciones innatas.
A partir de ello, en los Nuevos ensayos sostiene que ninguna experiencia
es capaz de inculcar en el yo un contenido que no esté ya presente en él.
El sujeto solo puede llegar a conocer, en toda su amplitud, aquello que
él mismo produce, a partir de sus propios principios. El conocimiento
de que diez es más que nueve, o que el cuerpo es mayor que uno de sus
dedos, no se obtiene siguiendo un método inductivo, sino que depende
de un axioma de la razón en el que se establece la relación entre el todo
y sus partes.10

9
Gottfried Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento, Madrid, Edicio-
nes Akal, 2016, i, 1, § 4. Revisar la polémica Locke-Leibniz en torno a las
ideas innatas nos otorga importantes recursos para comprender la argumen-
tación de Kant en la KrV.
10
“Y como la razón común a estas verdades particulares se encuentra en el
espíritu de todos los [seres humanos], queda claro que es necesario que las

28
En contra de esta posición racionalista, Christian August Crusius
sostenía que quienes buscan el criterio de verdad solamente en su coin-
cidencia interna, esto es, en su coherencia, acaban perdiendo de vista
todo el contenido material del ser, pues se centran exclusivamente en
las relaciones conceptuales. Por eso agrega que el conocimiento empí-
rico no es solo el elemento que posibilita actualizar las funciones que
se encuentran a priori, de manera virtual, en el entendimiento, sino que
la experiencia aporta un elemento indispensable: empezando por el co-
nocimiento de la existencia. Kant retoma esta tesis y la utiliza contra
uno de los pilares de la tradición racionalista: la prueba ontológica de
la existencia de Dios, a la cual denomina argumento cartesiano, aunque
sabemos que proviene de San Anselmo. Existen diversas formulaciones
de este argumento, pero utilizo la más simple:

a) Dios es perfecto.
b) La perfección implica la existencia.
c) Por tanto, Dios es (existe).

Este silogismo cumple con las reglas de inferencia y, además, su


fuerza proviene de que se sustenta en dos premisas analíticas; por ello,
parece que necesariamente tenemos que aceptar su conclusión. El pro-
blema, advierte Kant, es que este argumento utiliza el verbo ser en dos
sentidos diferentes. En el primero tiene el carácter de cópula, mientras

palabras todo y parte se hallen en el lenguaje de aquel que tiene interiorizada


dicha razón” Gottfired Leibniz, Nuevos ensayos, iv, 12, § 3. El énfasis es del
autor. Ernst Cassirer ofrece una descripción clara de esta tesis: “Una vez que
captamos el sentido ideal de un concepto, para lo cual no necesitamos exami-
nar diversos ejemplares de él, sino que nos basta con enfocar el acto unitario
de su construcción genética, podemos estar seguros de que lo que se deriva
de este sentido y contenido del concepto es también aplicable a todos y cada
uno de los miembros de su extensión”. Véase El problema, ii, 4, 2, p. 72.

29
que en la conclusión tiene un sentido existencial; es decir, denota una
entidad situada en la experiencia. Dicho de otra manera, no podemos
transitar de juicios con la forma S es P a un juicio de la forma S es. La
existencia no es ningún atributo o determinación de las cosas (como
se dice en la actualidad: “La existencia no es un predicado”). Al ser
cuestionada la validez del argumento ontológico, el racionalismo queda
sin el elemento que sustenta la creencia en la supuesta coordinación o
adecuación entre la estructura lógica y la realidad, a saber: Dios. Decir
que el lenguaje y los hechos comparten una forma lógica se convierte en
un dogma. Como dirá más tarde Friedrich Nietzsche, creemos en Dios,
porque creemos en la gramática; esto es, asumimos de manera injusti-
ficada que las relaciones gramaticales representan o coinciden con las
relaciones entre los hechos.
Contrario a Leibniz, Kant afirma que la distinción entre sensibilidad
y entendimiento es, ante todo, cualitativa porque la sensibilidad aporta
un elemento esencial al conocimiento, el cual es irreductible a concep-
tos. A través de la sensibilidad no solo conocemos la existencia de algo
sino también un sistema de relaciones espacio-temporales. El famoso
ejemplo de la diferencia entre el guante izquierdo y el derecho apunta a
ese aspecto del conocimiento que trasciende a la dimensión conceptual.
Ahora bien, aunque Kant está interesado en resaltar la diferencia entre
sensibilidad y entendimiento, pues se trata de una pieza fundamental de
su crítica al racionalismo, al mismo tiempo, de manera continua subra-
ya su unidad. Esa diferenciación tiene un carácter analítico, abstracto,
pero empíricamente son dos funciones unificadas. En la intuición ya
se encuentra actuando el entendimiento, lo cual significa que siempre
percibimos el mundo a través del lenguaje. El lenguaje no son unos an-
teojos que podamos quitarnos para intuir las cosas en sí mismas. Buscar
datos sensibles libres de conceptos o de teoría es un error surgido de
confundir una distinción analítica con una diferencia real.

30
El mérito de la interpretación de Heidegger consiste en destacar que
la imaginación, esa desconocida raíz común, mantiene la unidad entre
sensibilidad y entendimiento. La imaginación es la mediación entre am-
bos. Aquí se entiende mediación como una actividad que crea y mantie-
ne su unidad, no como un punto medio externo a los extremos. La tesis
epistemológica asociada a la noción de juicios sintéticos a priori es que
todo conocimiento implica necesariamente esa unidad mediada entre
sensibilidad y entendimiento.

Nuestra naturaleza conlleva el que la intuición sólo pueda ser sensible,


es decir, que no contenga sino el modo según el cual somos afectados
por objetos. La capacidad de pensar el objeto de la intuición es, en
cambio, el entendimiento. Ninguna de estas propiedades es preferible
a la otra: sin sensibilidad ningún objeto nos sería dado y, sin entendi-
miento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son
vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. (A 51)11

Armado con esta tesis, Kant dirige su ataque al bastión más fuerte de
la posición racionalista: el conocimiento matemático. Para evitar con-
fusiones lo primero que debemos destacar es que Kant no niega la auto-
nomía del conocimiento matemático, es decir, que sus enunciados no se
justifican mediante la intuición, sino únicamente a través de otros enun-
ciados matemáticos: “Las matemáticas ofrecen el más brillante ejem-
plo de una razón que consigue ampliarse por sí misma, sin ayuda de la

11
“La filosofía de Leibniz y Wolf ha introducido, pues, un punto de vista
completamente equivocado en todas las investigaciones sobre la naturaleza
y sobre el origen de nuestro conocimiento al considerar la diferencia entre
la sensibilidad y lo intelectual como puramente lógica, siendo así que es
evidentemente trascendental” (A 44). Desde la perspectiva trascendental
se observa que si bien sensibilidad y entendimiento remiten a funciones
distintas, el conocimiento implica su unificación.

31
experiencia” (A 712). De acuerdo con esto, Kant coincide con Leibniz
respecto a que, desde el punto de vista de la lógica formal, los enuncia-
dos matemáticos son analíticos. Sin embargo, desde la perspectiva de la
lógica trascendental, es el único ámbito donde tiene sentido hablar de
juicios sintéticos a priori. Es importante destacar que las matemáticas
son un conocimiento porque en ellas también existe una referencia a la
experiencia, es decir, en ellas también se cumple la exigencia epistemo-
lógica de establecer un vínculo entre sensibilidad y entendimiento.

Así, pues, aun siendo posibles a priori, todos los conceptos, y con
ellos todos los principios, se refieren a intuiciones empíricas, es de-
cir, a datos de una experiencia posible. De no ser así, carecen de
toda validez objetiva y se reducen a un juego de la imaginación o del
entendimiento con sus respectivas representaciones. Por ejemplo,
tomemos simplemente los conceptos de las matemáticas comenzan-
do por sus intuiciones puras: el espacio tiene tres dimensiones, entre
dos puntos sólo puede haber una recta, etc. Aunque todos estos prin-
cipios y la representación del objeto del que esa ciencia se ocupa se
producen enteramente a priori en [la mente], nada significarían si
no pudiéramos mostrar su significación en los fenómenos (objetos
empíricos). El concepto aislado tiene que ser, pues, convertido en
sensible, es decir, ha de serle presentado en la intuición el objeto co-
rrespondiente, ya que, de faltar este requisito, el concepto quedaría
privado de sentido (según se dice), esto es, privado de significación.
(A 239, B 298)

La matemática es una ciencia porque en ella, al igual que en el conoci-


miento empírico, existe una intuición en su base. Pero, a diferencia de las
ciencias empíricas, en las matemáticas se trata de una intuición pura. Esta
última no se refiere a una modalidad misteriosa de intuición, sino que se
trata de un aspecto presente en toda intuición empírica, lo que Kant llama-
ría su aspecto formal. La aritmética remite a la intuición del tiempo y la

32
geometría a la intuición del espacio. Por lo tanto, si bien el conocimiento
matemático es a priori, esto es, se justifica en la propia razón (sin acudir
a la experiencia), al mismo tiempo se origina en la intuición y, por ello,
puede ser aplicado al conocimiento empírico. El razonamiento matemá-
tico puede caer en un vértigo dialéctico, y tratar de aplicar sus conceptos
a objetos que trascienden la experiencia, como sucede en las reflexiones
de Nicolás de Cusa sobre Dios y su existencia, pero en este caso no hay
conocimiento en sentido estricto, porque este último implica necesaria-
mente una coordinación entre sensibilidad y entendimiento.
La tesis respecto a que el conocimiento matemático, aunque se jus-
tifica racionalmente (a priori), tiene su génesis en el aspecto formal de
la intuición (sintético), Kant la pretende justificar mediante ese curioso
constructivismo que se aprecia en el citado texto, en el cual aparece el
ejemplo de 7 + 5 = 12. Como hemos dicho, esta estrategia es confusa
porque puede dar lugar a pensar que se trata de una descripción psicoló-
gica (así pensamos cuando hablamos de cantidades) o, peor aún, como
sucede con Bolzano, a pensar que los números surgen mediante una
inferencia inductiva y que, por lo tanto, en ella se encuentra también su
justificación. Para evitar este tipo de confusiones se requiere tener pre-
sente la siguiente definición: “Construir un concepto significa presentar
la intuición a priori que le corresponde” (A 713, B 742). Esto quiere
decir que el entendimiento matemático se obtiene por construcción de
los conceptos, por lo que no puede justificarse de manera empírica. Sin
embargo, se trata de conocimiento y no de mera especulación (como su-
cede con las reflexiones de Emanuel Swedenborg sobre la Jerusalén do-
rada) porque está ligado a una intuición. En este caso no es la intuición
de un objeto particular, sino de las condiciones universales y necesarias
de la experiencia (espacio y tiempo).
Esto se puede explicar de manera sencilla con los axiomas que pro-
ponen Richard Dedekind y Giuseppe Peano en sus intentos de formali-
zar la aritmética:

33
1. n es un número.
2. El sucesor de un número es un número.
3. No hay dos números que tengan el mismo sucesor.
4. n no es sucesor de ningún número.

Si a estos axiomas le agregamos la definición de la adición,12 podre-


mos demostrar que 7 + 5 = 12 sin tener que acudir a ningún elemento
externo. Sin embargo, en estos axiomas se encuentra presente la noción
de sucesión, la cual, a su vez, remite a la intuición del tiempo. En el desa-
rrollo del conocimiento matemático se puede pasar por alto esa intuición
que está en su base. Pero, desde una perspectiva epistemológica, olvidar
esa intuición tiene como consecuencia el transformar las funciones que
subyacen a los enunciados matemáticos en misteriosas entidades que ha-
bitan en un mundo ideal; es decir, caemos en una especie de platonismo
y con este asumimos la existencia de un conocimiento innato, sea ac-
tual o potencial. El primer problema que enfrenta esta posición platónica
consiste en esclarecer cómo es posible aplicar las matemáticas al conoci-
miento empírico, como sucede en las ciencias. En el caso de la filosofía de
Leibniz se apela a una supuesta armonía preestablecida que garantiza la
adecuación entre el conocimiento racional y los hechos de la experiencia.
Para eludir las dificultades filosóficas inherentes a ese platonismo, del
que no pueden librarse ni Leibniz, ni Bolzano ni Frege, el objetivo de
Kant es hacer explícito que si bien el conocimiento matemático es una
construcción racional, al mismo tiempo tiene un origen empírico. Dicho
de otra manera, cuando se afirma que las proposiciones matemáticas son
juicios sintéticos a priori se plantea que, aunque formalmente las relacio-
nes entre dichas proposiciones no dependen de la experiencia, sino de la
actividad del entendimiento, su origen, como el de todo saber, se encuen-
tra en la experiencia. En contra del racionalismo, la KrV inicia con una

12
Adición: 1) n’ = es sucesor de n, 2) x + 0 = 0 y 3) x + y’= (x + y).

34
tesis empirista expresada de una manera radical: “No hay duda alguna de
que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia” (B 1). La
clave para comprender el alcance de esta tesis es advertir que presupone
una nueva descripción de la experiencia, la cual no es el resultado del
encuentro entre dos entidades diferenciadas (sujeto y objeto), sino que su
punto de partida es la unión activa de ellas.13 Para ver el alcance de esa
nueva descripción se requiere adentrarnos en el segundo frente.

1.2 El frente empirista


Hemos dicho que la KrV empieza con una declaración radicalmente em-
pirista, pero un poco más adelante Kant agrega: “aunque todo nuestro co-
nocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la
experiencia” (B 1). Tenemos que admitir que se trata de una declaración
desconcertante, pues parece contradecir lo dicho antes. Incluso, da la im-
presión de que es una vuelta a Leibniz porque este sostenía que el conoci-
miento innato se encuentra de una manera virtual, potencial, en la mente, y
que solo los estímulos de la experiencia lo actualizan. Esta primera impre-
sión parece fortalecerse cuando más adelante leemos lo siguiente:

En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el


que es absolutamente independiente toda experiencia, no el que es
independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el co-
nocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir,
mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el
nombre de puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico.
(B 2-3)

13
El inicio de la primera edición de la KrV es más claro respecto a esta nueva
descripción de la experiencia: “La experiencia es, sin ninguna duda, el
primer producto de nuestro entendimiento al elaborar éste la materia bruta
de las impresiones sensibles”. (A 1)

35
No podemos culpar del todo a los intérpretes que han visto en la filo-
sofía kantiana un innatismo implícito. Sin negar la ambigüedad presente
en muchos de sus textos, si queremos comprender su postura, debemos
cumplir con una exigencia hermenéutica básica; esto es, situarlos en el
contexto global de su filosofía. Cuando alguien se declara a favor de la
existencia de un conocimiento innato asume, de manera ineludible, una
concepción sustancialista de la mente. Sin embargo, Kant rechaza ta-
jantemente esa concepción compartida por los representantes del racio-
nalismo. Basta recordar su crítica a Descartes, que se encuentra en los
“Paralogismos de la razón pura” (KrV): de la evidencia “pienso, luego
existo”, no es posible concluir que soy una sustancia pensante. Lo único
que puede derivarse de manera válida es que la mente es una actividad.
De hecho, como veremos más adelante, en la argumentación kantiana
no se acepta el sentido ontológico de la noción de sustancia; para él solo
es aceptable su uso gramatical; es decir, sujeto de predicados.
Como es conocido, el programa de la tradición empirista consiste en
demostrar que todas las ideas tienen su origen en la experiencia y que
dicho análisis genético representa, al mismo tiempo, su justificación. Es
cierto que sus representantes logran cumplir gran parte de ese progra-
ma. Sin embargo, también es sabido que enfrentan enormes dificultades
ante algunos conceptos básicos. Por ejemplo, la idea de infinito, la cual
dio lugar a una de las discusiones más amplias en la filosofía moderna.
Locke afirma que la idea de infinito es el resultado de ir agregando a
una determinada magnitud de espacio o tiempo otras magnitudes: como
sucede al marino que, para medir la profundidad de las aguas por las que
su barco navega, lanza por la borda una cuerda con nudos espaciados
de manera regular. Cuando llega a alta mar, y la cuerda ya no alcanza
el fondo, nuestro marinero comienza a agregar nudos mentalmente. De
este modo, tenemos que la noción de infinito se caracteriza como una
idea representativa, aunque se admite que tiene la cualidad de vaga y
confusa. Sin embargo, más adelante, el propio Locke advierte que esta

36
descripción no da cuenta de dicho concepto en toda su amplitud, y agre-
ga la siguiente observación: “Ningún límite corpóreo —nos explica—,
ninguna pared de diamante puede retener al alma en sus progresos de la
extensión y del espacio […]. Por tanto, dondequiera que el alma se sitúe
imaginariamente, ya sea dentro del cuerpo o alejada de él, nunca podrá
descubrir un límite en la representación uniforme del espacio”.14
De acuerdo con esta observación, Kant percibe que el proceso de
agregar una magnitud a otra, ya presupone la noción de infinito; como
afirma en su “Estética trascendental” (KrV) toda magnitud determinada
(quantitas) es un límite del espacio y del tiempo únicos (quantum) y,
además, que ello remite a una actividad espontánea de la mente, basada
en la regla de la sucesión (uno más). Esto nos indica que para entender
la noción de infinito tenemos que dejar a un lado el sentido literal del
término reflexión, utilizado por Locke, como mero reflejo que da lugar
a imágenes, las cuales reproducen pasivamente lo dado. Incluso, ni si-
quiera se puede decir que la reflexión se limita a combinar y separar las
impresiones sensibles.
En este punto nos vemos obligados a recuperar el aspecto fuerte
de la tradición racionalista, el cual está vinculado con la exigencia
de matematizar el objeto de estudio, propia de la ciencia moderna,
a saber: la reflexión es creadora de un orden, y esa actividad se en-
cuentra desde la intuición. Ahora bien, para evitar el amplio pan-
tano metafísico en el que queda atascada la tradición racionalista,
se requiere suprimir el presupuesto de que ese orden, creado por la
mente, debe corresponder o adecuarse a un orden que subyace a las
cosas en sí mismas. Nada nos garantiza que existe una forma lógica,
que sea común a la gramática y a los hechos, considerados con in-
dependencia de la manera en que se los percibe.15 Para aclarar esta
14
John Locke, An Essay Concerning Human Understanding, 1689 (dated
1690), ii, 17, § 4. Citado en El problema, ii, 5, 3, p. 208.
15
Este presupuesto es la base de la metafísica aristotélica para la cual, si en

37
tesis, volvamos al tema de la caracterización de los números. Sobre
esto Locke dice:

El número es la idea más simple y más universal. Como entre todas


las ideas que tenemos no hay ninguna que sea sugerida a la mente
por más vías que la idea de la unidad o de uno, no hay idea que sea
más simple. No tiene ni sombra de variedad o composición en ella:
todo objeto en que se ocupan nuestros sentidos; toda idea en nuestro
entendimiento; todo pensamiento en nuestra mente, traen consigo
esta idea de unidad […]. Los modos del número se producen por
adición. Repitiendo esta idea de la unidad en nuestra mente, y adi-
cionando las representaciones, es como tenemos las ideas complejas
de los modos de aquella idea.16

En este texto encontramos una posición más próxima al intuicionis-


mo simplista que erróneamente se le atribuye a Kant. En contra de lo
que sostiene Locke, se tiene que destacar que intuimos la unidad porque
ya tenemos la idea de número. La noción de unidad no es el resultado
de una inferencia inductiva. No debemos confundir lo numerado con el
número, en sentido estricto, pues este último no posee un contenido que
representa, sino que es la expresión de operaciones del entendimiento
que los define o, como diría Kant, son construidos por el entendimiento.
Ahora bien, la aritmética, a diferencia de las construcciones metafísicas
de la razón, ofrece un conocimiento porque se liga a la intuición del
tiempo. De la unión entre la intuición del tiempo y la actividad ordena-
dora del entendimiento surge la regla de sucesión, de la que Locke no
da cuenta. Se puede admitir que la génesis de los números se encuentra

nuestro lenguaje distinguimos entre sujeto y predicado, las cosas en sí mis-


mas deben estar constituidas por una sustancia (algo constante, permanente)
y sus predicados (los elementos variables).
16
John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, 2000, ii, 16, §§ 1 y 2.

38
relacionada, de alguna manera, a la experiencia de la pluralidad de los
entes constituyentes del mundo, pero ello, en sí mismo, no explica su
aparición. De ninguna manera la noción de unidad es una idea simple,
porque ella implica la compleja actividad de la razón.
Aunque la comprensión amplia de la definición kantiana de lo mate-
mático requiere adentrarse mucho más en la lectura de la KrV, podemos
adelantar algunos aspectos básicos de la definición del número para esta-
blecer el contraste con Locke. Kant distingue entre los conceptos empíri-
cos y las categorías. Mientras los primeros remiten a entidades que apa-
recen en la experiencia (perro, puerta, manzana, ser humano, etcétera),
las segundas no, ya que se trata de conceptos de segundo orden, es decir,
son conceptos que sirven para formar conceptos (por eso son los géneros
supremos o primeras divisiones del ser). El contenido de las categorías
remite a las funciones que hacen posible sintetizar intuiciones para acce-
der, mediante un proceso de abstracción, a los conceptos. Esto plantea de
inmediato una grave dificultad, ya que, de acuerdo a su tesis, solo puede
haber conocimiento si existe una mediación entre sensibilidad y entendi-
miento, pero en el caso de las categorías parece que esa mediación se ha
perdido o no existe. Kant describe este problema de la siguiente manera:

Comparados con las intuiciones empíricas (o incluso con todas las


sensibles), los conceptos puros del entendimiento [categorías] son
totalmente heterogéneos y jamás pueden hallarse en intuición algu-
na. ¿Cómo podemos, pues, subsumir ésta [la intuición] bajo tales
conceptos y consiguientemente, aplicar la categoría a los fenóme-
nos, ya que a nadie se le ocurrirá decir que una categoría, la cau-
salidad, por ejemplo, pueda ser intuida por los sentidos ni hallarse
contenida en el fenómeno? En realidad, es esta natural e importante
pregunta la que hace necesaria una doctrina trascendental del Juicio,
una doctrina que manifieste la posibilidad de aplicar a los fenóme-
nos en general los conceptos puros del entendimiento. (A 137-138)

39
Según Kant, la mediación entre las intuiciones y los conceptos se da
a través de un tercer elemento al que denomina esquema, el cual es un
producto de la imaginación y, como tal, tiene un aspecto sensible y otro
intelectual. El esquema no es una imagen (mental), ya que esta solo es
sensible y se refiere siempre a un objeto singular; por ejemplo, tengo la
imagen de mi perro Matías; en cambio, el esquema, en tanto tiene un
aspecto intelectual, me remite a una regla que me permite distinguir un
objeto de la experiencia como perro. Dicho de otra manera, el esque-
ma reúne aquellos atributos que, de acuerdo con nuestro lenguaje, debe
reunir un objeto para ser considerado un perro. El esquema puede con-
vertirse en una imagen esquematizada: sería algo así como la imagen
de algo que tiene cabeza, tronco, cuatro patas, una cola, etcétera. Otro
ejemplo de una imagen esquematizada es aquella que encontramos en
un buen de numero de baños públicos, las cuales hacen posible distin-
guir el de damas y el de caballeros.
Si en los conceptos empíricos es relativamente sencillo encontrar
su esquema, esto no sucede con las categorías, pues, como hemos di-
cho, no remiten a nada dado en la sensación. Kant sostiene que la
mediación entre la sensibilidad y la categoría se logra agregando la
determinación trascendental del tiempo (categoría + tiempo = esque-
ma trascendental). La categoría cantidad no remite a nada que apa-
rezca en la intuición, pero si a ella le agrego tiempo, lo que tengo es
una magnitud (cantidad determinada / quantitas) que se extiende en
el tiempo. Es decir, lo que tenemos es una regla de sucesión (agregar
uno más), que es justo lo que nos dicen los axiomas de Dedekin y
Peano: 1) n es un número, 2) el sucesor de un número es otro número.
Por tanto, el número es el esquema trascendental de la categoría de
cantidad. “El esquema puro de la magnitud (quantitas), entendida
como concepto del entendimiento, es, en cambio, el número, el cual
constituye una representación que comprende la sucesiva adición de
unidades homogéneas”. (A 142)

40
A partir de la regla que contiene el esquema trascendental de la ca-
tegoría de cantidad se puede crear una imagen esquematizada que se-
ría una sucesión de puntos (…..), lo que hace que ellos se conviertan
en una representación de un número; los puntos en sí mismos no son
números. En este caso, el número cinco es la regla de sucesión (agre-
gar uno más) que introduce el entendimiento. Quizá la reconstrucción
condensada que he realizado de la definición kantiana de número pueda
resultar todavía oscura; sin embargo, en este momento, lo importante es
simplemente retener que para Kant, a diferencia de Locke, el número
no es una idea o imagen, sino que su origen se encuentra en una regla
del entendimiento (un esquema), la cual puede convertirse en una ima-
gen esquematizada. El número no es algo que se obtiene a través de la
inducción, sino mediante una construcción racional. De hecho, cuando
pensamos en números muy grandes resulta muy difícil acceder a esa
imagen esquematizada; además, con el gran desarrollo que ha experi-
mentado el conocimiento matemático, actualmente numerosas áreas de
este han perdido contacto inmediato con intuiciones o imágenes, y ello
está justificado.
Acudamos a otro ejemplo que nos permita precisar la distinción en-
tre la tradición empirista y el idealismo trascendental. Una de las pri-
meras características de la filosofía de Hume es la congruencia y ra-
dicalidad con la que asume el proyecto empirista. Cuando analiza la
importante noción de causalidad afirma que la observación únicamente
nos permite establecer la existencia de las relaciones de contigüidad y
sucesión. Pero, como él mismo admite, estas dos relaciones no agotan
el sentido de causalidad, ya que el aspecto básico de esta remite a una
conexión necesaria: “Hace falta una conexión necesaria. Y esta relación
tiene mucho más importancia que cualquiera de las dos mencionadas”.17

17
David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editorial Tecnos,
1992, p. 136, 77.

41
Desde su perspectiva la creencia en una conexión necesaria es resultado
del hábito o de la costumbre, esto es, de un proceso de inducción que se
extrapola bajo el supuesto, no justificado, de una continuidad entre el
pasado y el futuro. Porque la inducción por sí misma no posee la fuerza
lógica para asegurar la existencia de un vínculo necesario.

La idea de necesidad surge de alguna impresión. Pero no hay impresión


transmitida por nuestros sentidos que pueda originar tal idea. Luego
deberá derivarse de alguna impresión interna, o impresión de reflexión.
No hay impresión interna que esté relacionada con el asunto presente
sino esa inclinación, producida por la costumbre, a pasar de un objeto
a la idea de su acompañante habitual. Esta es, pues, la esencia de la ne-
cesidad. En suma, la necesidad es algo existente en la mente, no en los
objetos. Y nos resultaría imposible hacernos la más remota idea de ella
si la considerásemos como cualidad de los cuerpos. O no tenemos idea
alguna de la necesidad, o la necesidad no es otra cosa que la determina-
ción del pensamiento a pasar de causas a efectos y de efectos a causas,
de acuerdo con la experiencia de su unión.18

Kant coincide con Hume respecto a que la creencia en una conexión


necesaria entre causa y efecto no proviene de la experiencia (esta da pro-
babilidades) y, además, admite que la necesidad es algo que existe en la
mente, no en los objetos; de hecho, estas tesis forman parte de su crítica al
racionalismo. Sin embargo, rechaza reducir la noción de causalidad a un
18
Ibidem, pp. 248, 165-166. El énfasis es de mi parte. El propio Hume confiesa
que no ha podido hacer compatibles dos tesis que para él son básicas, a saber:
1) Todas nuestras percepciones distintas remiten a existencias distintas. 2)
La mente jamás percibe una conexión real entre existencias distintas. Ello
implica que no ha podido explicar la síntesis implícita en todo juicio. Frente a
esto, Kant sostiene que la síntesis temporal, implícita en la cópula, remite a la
actividad de la mente como creadora de esas conexiones necesarias mediante
las categorías. Categorías que, si bien tienen su génesis en la experiencia, se
justifican en la razón, en la manera en que ella genera esas conexiones.

42
hábito o costumbre. Como podemos apreciar en el texto citado anterior-
mente (A 137-138), Kant caracteriza a la causalidad como una categoría,
la cual no puede ser intuida por los sentidos, ni hallarse contenida en los
fenómenos; no obstante, representa una regla (función) que requiere la
mente para sintetizar la diversidad empírica. La clave se encuentra en
que, como regla del entendimiento, no tiene un carácter descriptivo, sino
prescriptivo. La razón exige buscar conexiones necesarias, en esto acier-
tan los racionalistas. Pero hay que darles la razón a los empiristas cuando
sostienen que de la observación nunca podrá concluirse su existencia.
Cuando la ciencia habla de leyes, de manera implícita, afirma la
existencia de una conexión necesaria, lo que es un elemento esencial
de la explicación. No podemos comprender lo que es una explicación
si no entendemos lo que es una conexión necesaria; es decir, si redu-
cimos la causalidad a un hábito o costumbre, como sucede en la des-
cripción psicologista de Hume. Sin embargo, nunca se tiene certeza de
ello en la experiencia. Se trata de una pretensión y, como tal, tiene que
ser contrastada continuamente con los hechos. La clave de la actividad
científica consiste en someterse a las elevadas exigencias de la razón y,
al mismo tiempo, no perder de vista los límites de nuestra capacidad de
conocimiento. Como decía Theodor Adorno, debemos buscar la verdad,
sabiendo que nunca podremos alcanzar la certeza de tenerla.
Si no perdemos de vista el sentido normativo del principio de ra-
zón suficiente, es posible advertir que los análisis de Hume y de Kant
pueden ser compatibles, ya que se mueven en niveles distintos. El jui-
cio “Todo tiene una causa” es sintético a priori. Es sintético porque se
puede admitir que la génesis de la categoría de causalidad se encuentra
relacionada con las regularidades de las que nos habla Hume y, además,
porque su uso solo es admisible para aplicarlo a la experiencia. Pero, al
mismo tiempo, es a priori, ya que, como admitió Hume, la idea de una
conexión necesaria no proviene ni puede ser justificada en la experien-
cia. Kant destaca que la necesidad, inherente al concepto de causa, no se

43
sustenta solo en un hábito, sino que es una exigencia de la razón, la cual
da su sentido a la actividad de explicar, que, a su vez, es un elemento
indispensable en el proceso de constitución del orden empírico. Precisa-
mente, el cuantificador universal (todo fenómeno) indica que se refiere
a las condiciones de posibilidad de la experiencia.
De esta manera, tenemos por una parte la exigencia racional del prin-
cipio de razón suficiente y, por otra, las explicaciones que ofrecen las
ciencias empíricas, así como el uso cotidiano del término causalidad.
Aunque las segundas nunca cumplen plenamente con la exigencia de la
razón, su sentido proviene de que mantienen una referencia a ella; por
ejemplo, al decir que el asesinato de Francisco Fernando en la ciudad de
Sarajevo, del entonces Imperio austrohúngaro, fue la causa de la Primera
Guerra Mundial, estamos muy lejos de plantear una conexión necesaria
entre esos fenómenos; sería algo así como: “Siempre que se asesine a un
príncipe heredero en Sarajevo se desatará una guerra mundial”. Sin em-
bargo, tampoco se dice que entre estos dos acontecimientos existe una
simple relación de sucesión, sino que entre ellos es posible localizar una co-
nexión que abre el camino a explicar el horror que se vivió a partir de 1914.
Parecería que eso nos aproxima de nuevo a la tesis de Leibniz res-
pecto a que si tuviéramos una capacidad de análisis infinito encontra-
ríamos una conexión necesaria entre dichos acontecimientos históricos,
o sobre cualquier otra verdad de hecho. No obstante, en contra de la
posición de este representante del racionalismo, Kant destaca que no
tenemos esa capacidad y que tampoco podemos alcanzarla. Por eso, no
estamos autorizados a pasar de la exigencia lógica, de buscar una co-
nexión necesaria, al plano ontológico para decir que existe ese tipo de
conexión entre los fenómenos empíricos; por lo tanto, tampoco estamos
autorizados a negar la contingencia que experimentamos en el mundo
sublunar que habitamos. Precisamente, el objetivo central de la KrV
consiste en poner límites ante las elevadas exigencias de la razón para
evitar el adentrarnos en el vasto océano metafísico.

44
2. El juicio sintético a priori desde una perspectiva actual

En este apartado voy a ensayar una estrategia, que podemos llamar


presentista, para aproximarnos a la comprensión de la noción de juicio
sintético a priori. El adjetivo que utilizo para calificar dicha estrategia
proviene de la ciencia de la historia, y consiste en analizar los hechos
del pasado a la luz del presente. El antecedente más importante de ello
se encuentra en la historia de Inglaterra que realiza Hume, la que, pos-
teriormente, fue adoptada como método por diversos historiadores. En
especial, me interesa utilizar algunos de los recursos de la filosofía del
lenguaje actual para enfocar el tema de los juicios sintéticos a priori.
Ello está justificado porque la perspectiva que adopta Kant, así como
los problemas que aparecen en ese punto de vista, abre los senderos
que conducen a la filosofía del presente. Sin embargo, reconozco que se
trata de una estrategia que encierra diversos riesgos y, por esto, resulta
muy polémica.
Poco después de la publicación de la KrV, tanto Hamman como Her-
der advirtieron que la gran ausencia de este texto fundamental era el tema
del lenguaje. En su detracción sostenían que una adecuada crítica de la ra-
zón exige empezar por un análisis explícito de dicho tema. Considero que
estos autores están en lo correcto y que esa ausencia es un síntoma de que
Kant, a pesar de su intención, permanece prisionero de los presupuestos
de la denominada filosofía de la conciencia. Esto explica que no pudiera
llegar a las últimas consecuencias de su Revolución Copernicana. A pesar
de ello, también creo que en su obra se encuentra implícita una teoría del
lenguaje que debemos reconstruir. El tema del lenguaje en Kant es como
el sexo en algunas películas de la Época de Oro del cine mexicano: es
omnipresente, pero nunca aparece de manera explícita.
Algunos de sus múltiples exégetas han realizado la labor de reunir
las diversas observaciones aisladas sobre el lenguaje que se encuentran
en sus escritos precríticos, en la Antropología en sentido pragmático,

45
incluso en la propia KrV. Aunque no niego el valor de esta tarea, me pa-
rece que por sí misma no nos lleva muy lejos. Considero más fructífero
relacionar los textos kantianos con el desarrollo de la concepción filo-
sófica del lenguaje para percibir lo que aportan los primeros al segundo.
A diferencia de la filosofía kantiana, la tradición empirista realiza
un análisis explícito del lenguaje. Pienso, especialmente, en dos textos
fundamentales: el Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil, de Thomas Hobbes, y Ensayo sobre el entendimien-
to humano, de John Locke. En ambos encontramos una concepción del
lenguaje muy cercana a la que describe Wittgenstein al comienzo de sus
Investigaciones filosóficas (1988):

En estas palabras [de Agustín en las Confesiones i.8] obtenemos, a


mi parecer, una determinada figura de la esencia del lenguaje huma-
no. Concretamente ésta: Las palabras del lenguaje nombran objetos
—las oraciones son combinaciones de esas denominaciones—. En
esta figura del lenguaje encontramos las raíces de la idea: Cada pa-
labra tiene un significado. Este significado está coordinado con la
palabra. Es el objeto por el que está la palabra.19

De hecho, esta figura de la esencia del lenguaje es uno de los ele-


mentos más extendidos en la historia de la filosofía: Desde el “Crátilo”,
en los Diálogos de Platón, hasta el Tractatus del propio Wittgenstein.
Tanto Hobbes como Locke toman como punto de partida la noción de
idea, entendida en el sentido que difundió Descartes, esto es, como un
acto del pensamiento y como tal un elemento mental o subjetivo, el cual

19
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Grijalbo,
1988, i, 1, p. 17. Sobre este tema se puede consultar el libro de Ian Hacking,
¿Por qué el lenguaje importa a la filosofía?, Buenos Aires, Editorial Suda-
mericana, 1979; en especial el capítulo: “El apogeo de las ideas”.

46
puede poseer un aspecto objetivo, en tanto representa un objeto; 20 en
términos de Locke: La idea es el objeto del acto pensar. Para Hobbes
las ideas son el efecto del movimiento que ejercen los objetos sobre
nuestros sentidos, aunque Locke ofrece una descripción más compleja
de la génesis de las ideas, ya que estas también pueden provenir de la
reflexión (lo cual, como veremos más adelante es muy importante), pero
básicamente coincide con el primero respecto a que el fundamento de
todas ellas se encuentra en la experiencia.
Solo después de la descripción y clasificación de la diversidad de las
ideas, ambos se adentran en el tema del lenguaje, lo cual hace patente la
concepción que tienen de este: es un medio para retener y expresar las
ideas. Hobbes dice que el uso de las palabras consiste en transformar el
discurso mental (la sucesión de ideas que se da en nuestra mente) en un
discurso verbal (la sucesión de palabras), con el objetivo de registrar y
recordar las ideas, así como para comunicarlas. Por su parte, Locke afir-
ma que el uso de las palabras consiste en ser las señales sensibles de las
ideas. Paradójicamente, aunque ambos autores se oponen al dualismo
cartesiano, en su teoría del lenguaje lo reproducen, pues la palabra, en-
tendida como signo, tiene un aspecto mental (su significado constituido
por la idea) y un aspecto material (su significante).
De acuerdo con ello, el lenguaje cumple una función nemotécnica (re-
tener las ideas) y una función comunicativa. Pero en realidad no se expli-
ca esta segunda, ya que podemos preguntar lo siguiente: ¿cómo es posible
que cuando el emisor de un mensaje emite una palabra su idea coincida
con la del receptor? Locke admite que las palabras significan, ante todo,
las ideas de quien las usa; por eso, de inmediato plantea lo siguiente:

20
“[N]o llamo ideas simplemente a las imágenes pintadas en la fantasía... sino
a todo lo que hay en nuestro espíritu cuando concebimos una cosa”. René
Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Madrid,
Alfaguara, 1977, nota 16, p. 432 (en carta a Mersenne de 1641). Ver tam-
bién “Meditación tercera”.

47
Pero aunque las palabras, según las usan los [seres humanos], sola-
mente pueden significar propia e inmediatamente las ideas que están
en la mente de quien habla, sin embargo, hacen en su pensamiento
una secreta referencia a otras dos cosas. Primero, suponen que sus
palabras son también señales de las ideas de otros [humanos] con
quienes sostienen comunicación, porque de lo contrario, hablarían
en vano […]. En segundo lugar, porque como los [humanos] no
quieren que se piense que hablan meramente de sus imaginaciones,
sino de las cosas como realmente son, por eso suponen con frecuen-
cia que sus palabras también significan la realidad de las cosas.21

Tengo la impresión de que Locke no ofrece una solución satisfactoria


al problema planteado. De hecho, creo que a partir de su teoría del sig-
nificado no se puede alcanzar dicha solución. De ahí que el fantasma del
solipsismo se transformara en una realidad amenazante. Precisamente,
este fue un punto de los racionalistas para justificar su tesis respecto a que
existe también un origen no empírico de las ideas. Frente a este dilema
Kant afirma, como hemos apuntado ya, que es indispensable realizar otra
descripción de la experiencia, lo que puede interpretarse como la exi-
gencia de una nueva teoría sobre el papel que juega el lenguaje en ella.
En sus términos la tesis se plantea de la siguiente manera: la teoría de la
experiencia es una teoría del juicio. Con ello se plantea que no existen por
una parte datos sensibles y, por otra, el lenguaje, sino que vemos siempre
el mundo a través del lenguaje y que en él, por tanto, se da la unión de
lo subjetivo y lo objetivo, que define el primer dato de la experiencia. En
este sentido, el lenguaje nunca podrá adquirir el carácter de un medio
transparente que nos permita ver las cosas como son en sí mismas.
Si utilizamos los términos kantianos, vemos cómo se expresa esa con-
cepción sobre papel que juega el lenguaje en la experiencia. En primer lu-
gar, debemos destacar la tesis que se encuentra en el núcleo de su reflexión

21
John Locke, Ensayo, iii, 1, §§ 4 y 5.

48
filosófica, la cual será adoptada por los representantes del idealismo ale-
mán: la prioridad del uso práctico de la razón. Esto implica tres cosas:

1) El uso práctico es más amplio, pues representa la única vía justifi-


cada racionalmente para trascender la experiencia.
2) El uso teórico de la razón depende de los datos que le suministra el
uso práctico, lo que comienza por la creencia en el mundo exterior.
3) El propio uso teórico es una modalidad del uso práctico.

Ahora me interesa destacar el tercer aspecto de la tesis mencionada.


Mientras Locke sostiene que el entendimiento es pasivo en la recepción
de las ideas simples, Kant niega que exista ese momento pasivo. La re-
ceptividad (Rezeptivität), es decir, la capacidad de ser afectados por los
objetos, siempre se encuentra acompañada de la espontaneidad (Sponta-
neität). La distinción entre estas dos dimensiones es solo analítica. Esto
significa que sensibilidad y entendimiento se encuentran unidas de ma-
nera empírica y que la propia sensibilidad ejerce una actividad a través
de sus formas puras (espacio y tiempo), en las cuales, precisamente, se
sustenta la mediación con el entendimiento. Si bien Locke reconoce que
las ideas provienen de la sensación y de la reflexión, también sostiene que
esta última se sustenta, así mismo, en un momento pasivo. Para Locke la
noción de reflexión mantiene su significado literal, esto es, por analogía
con el fenómeno óptico, reflejo. Por lo tanto, las ideas siempre son con-
sideradas copias o reproducciones de un ser que posee una realidad ya
acabada y con independencia de la manera en que lo percibimos.
A pesar de las apariencias, Kant toma como punto de partida una
posición más cercana al sentido común. No percibimos atributos aisla-
dos, que al combinarse forman objetos; datos sensibles, qualia, o como
quiera llamárselos, no son insumos primarios, sino productos de la abs-
tracción. Percibimos objetos (mesas, libros, computadoras, etcétera), y
estos son cosas percibidas bajo ciertas condiciones que impone la re-

49
flexión. Kant diría que todos los fenómenos son el resultado del vínculo
indisoluble entre sensación y reflexión, donde ambas dimensiones tie-
nen un carácter activo, productivo. Quizá sea más preciso decir que la
sensación es activa porque se encuentra unida a la reflexión.
Expliquemos esto mediante un ejemplo cartesiano: prendo una vela,
y después de un cierto tiempo la percibo de nuevo y digo: “La vela se
consumió”. Con ello presupongo un marco espacio temporal. Pero espa-
cio y tiempo no son entes, sino el resultado de la relación entre el sujeto
y el objeto (esto lo analizaremos con detalle en el próximo capítulo).
Al mismo tiempo, dicha afirmación implica que hay algo constante (la
vela) y algo variable (sus atributos o accidentes). Dentro de la tradición
empirista se advirtió que en esta situación no tengo la intuición de nada
constante, ya que la vela se ha transformado radicalmente. ¿De dónde
proviene, entonces, esa idea? Los empiristas acuden a la actividad de
asociación y combinación de la reflexión (explicación psicologista); sin
embargo, parece que no advierten que esas actividades presuponen la
idea de unidad (cuando digo que la reflexión unifica, presupongo ya la
unidad). La respuesta de Kant es que la idea de sustancia (aquello que
es constante) es una categoría. Esto quiere decir que se trata de una exi-
gencia lógica (trascendental) que nos permite hablar sobre la realidad
cambiante de los objetos.
Pensemos por un momento que desechamos la noción de sustan-
cia; la consecuencia sería que no podríamos afirmar que “La vela se
consumió”, porque si abstraemos la actividad reflexiva, lo que tenemos
únicamente son dos estados de cosas diferentes. De acuerdo con Aristó-
teles, la categoría de sustancia tiene dos sentidos: uno lógico, es decir,
sujeto de predicaciones, y otro ontológico, el cual remite a ese supuesto
sustrato constante que da unidad al objeto (esencia o quididad). Frente a
ello, Kant afirma que el único sentido legítimo es el lógico y que de este
no es posible pasar al nivel ontológico. La distinción entre sustancia y
accidentes corresponde a la distinción gramatical entre sujeto y predi-

50
cados: a la manera en que hablamos del mundo, aunque de ello no es
posible inferir que esa es la estructura que tienen las cosas en sí mismas.
Kant se enfrenta radicalmente al dogma de que la estructura de la gra-
mática y la estructura del mundo coinciden o pueden llegar a coincidir.
Hace algunos años (1961), Stenius, en el último capítulo de su análi-
sis sobre el Tractatus de Wittgenstein, estableció una sugerente relación
entre este autor y Kant. En el siguiente texto se expresa de manera sin-
tética su tesis central:

En resumen, el análisis lógico del lenguaje, tal como Wittgenstein lo


concibe, es esencialmente una forma de deducción trascendental (en
el sentido kantiano), cuyo objetivo es señalar la forma a priori de la
experiencia, forma que es mostrada por todo lenguaje significativo y
que, por consiguiente, no puede ser dicha. Desde este punto de vista
podría llamarse al Tractatus una crítica del lenguaje puro.22

Me parece un acierto interpretar el análisis de la razón pura, que


realiza Kant, como la búsqueda de las condiciones de la experiencia
implícitas en todo lenguaje significativo. Sin embargo, el gran problema
de dicha interpretación reside que en el Tractatus se asume que la for-
ma lógica es común a la gramática y al estado de cosas, lo cual explica
la capacidad del lenguaje de pintar el mundo. Pero Kant rechaza de
manera tajante que sea posible justificar racionalmente que existe esa
relación isomorfa, pues implicaría la capacidad de apartar el lenguaje y
ver las cosas en sí mismas. Esa es la base de su crítica al racionalismo,
cuyos representantes apelan a Dios como garante de esa supuesta ade-
cuación entre el lenguaje y el mundo. En este punto Kant se encuentra
más próximo al Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, pues el
22
Erik Stenius, Wittgensteins Traktat, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag,
1997, p. 235. Véase también Erik Stenius, Wittgenstein’s Tractatus: A Critical
Exposition of its Mine Lines of Thought, Ithaca, Cornell University Press, 1964.

51
lenguaje no pinta el mundo, sino que lo crea; evidentemente, no en un
sentido material, sino en el sentido de su capacidad de generar un orden
que nos hace posible pensar en él.
Hecha la aclaración, podemos retomar la propuesta de Stenius y
afirmar que los juicios sintéticos a priori se refieren a esas condicio-
nes que hacen posible la experiencia, las cuales se encuentra en el
lenguaje. Estas permiten que nuestros juicios adquieran un sentido
objetivo, ya que esas condiciones trascendentales son comunes a todo
sujeto que utiliza el lenguaje. Cuando Kant sostiene que las condicio-
nes trascendentales (espacio, tiempo y categorías) son anteriores a la
experiencia, la tesis no tiene un sentido temporal, sino lógico. Desde
un punto de vista genético tales condiciones, como el lenguaje en ge-
neral, son productos de la actividad humana. Por lo tanto, tienen un
carácter sintético por su origen y su aplicación (su uso legítimo es al
interior de la experiencia). Pero, al mismo tiempo, son a priori porque
se justifican en la razón, esto es, en la manera en que compartimos
los seres humanos el hablar sobre el mundo. Cuando decimos “Todo
tiene una causa” (“Nada es sin razón”), no quiere decir que podamos
concluir que todo en el mundo tiene una causa y que, por lo tanto,
podamos asumir que existe una armonía, o que vivimos en el mejor de
los mundos posibles, donde se da una identidad entre lo racional y lo
real. Simplemente, se dice que el principio de razón suficiente es una
condición necesaria para buscar y dar explicaciones.
Con lo expuesto hasta ahora estamos en condiciones para aproxi-
marnos a uno de los temas más complejos y debatidos de la KrV: la
distinción analítico-sintético. A partir de la publicación del artículo de
Quine “Dos dogmas del empirismo” (2002) dicho tema se convirtió en
un punto de partida, casi obligatorio, de toda crítica al texto kantiano.
Quine inicia su argumentación destacando que la manera de presentar
esa distinción por parte de Kant es muy confusa, lo que, como he apun-
tado ya, me parece cierto. Precisamente su estrategia argumentativa se

52
dirige a demostrar que, lejos de ser una diferenciación evidente, todos
los intentos de establecer con claridad el criterio en que se fundamenta
no son concluyentes. Mediante esa estrategia hace patente que la noción
de analiticidad se encuentra vinculada con otros términos que tampoco
son claros: significado, sinonimia, necesidad, etcétera. Se trata de un
trabajo magistral de análisis filosófico, que, además, asume una pos-
tura antidogmática, porque nunca afirma que es imposible acceder a
una explicación aceptable sobre la mencionada distinción; simplemente
destaca que las explicaciones ofrecidas no son satisfactorias.
Ante eso, lo primero que debemos advertir es que no se trata de un
dogma exclusivo del empirismo, sino de un elemento compartido por
casi toda la tradición filosófica. El propio Quine señala que el origen
de la distinción analítico-sintético se encuentra relacionada con la tesis
aristotélica respecto a que los objetos se encuentran constituidos por la
unión de esencia y accidentes.

La noción aristotélica de esencia fue sin duda la precursora de la


noción moderna de intensión, significación y sentido. Para Aristó-
teles, era esencial al [ser humano] el ser racional y accidental el ser
bípedo […]. Las cosas, según Aristóteles, tienen esencia, pero sólo
las formas lingüísticas tienen significación. Significación es aquello
en que se convierte la esencia cuando se separa de su objeto de refe-
rencia y se adscribe a la palabra.23

Quine distingue dos tipos de enunciados analíticos. Los primeros son


lógicamente verdaderos: “Ningún hombre no casado es casado”. Los se-
gundos son aquellos que pueden convertirse en una verdad lógica si se
sustituye uno de sus términos por sinónimos: “Ningún soltero es casado”.
De inmediato agrega que el problema reside, básicamente, en el segundo

23
Willard Quine, “Dos dogmas del empirismo”, Desde un punto de vista
lógico, Barcelona, Ediciones Paidós, 2002, p. 63.

53
tipo, ya que la noción de sinonimia, al igual que la de analiticidad, re-
quiere de una aclaración. Esto es cierto, pero debemos recordar que para
gran parte de la tradición filosófica sí existía esa explicación a partir de
la ontología aristotélica. El enunciado Dios es perfecto se consideraba un
enunciado analítico porque la esencia de Dios es la perfección, por lo tan-
to, Dios y ente perfecto se asumen como sinónimos. Ello era la base de la
teoría de la definición (género próximo, diferencia específica), así como
de la clasificación de las definiciones en reales y nominales.
Pero justo es esto último lo que Kant cuestiona de manera radical.
Para él la distinción entre analítico y sintético no depende de las cosas
en sí mismas, de la diferencia ontológica entre esencia y accidentes, sino
de la manera que tenemos de conceptualizar los objetos. Desde el pun-
to de vista de la lógica formal, las matemáticas son analíticas; sin em-
bargo, desde la perspectiva de la lógica trascendental, con su dimensión
epistemológica, son sintéticas. ¿Qué son realmente las matemáticas? La
respuesta es que depende de la posición que se asuma. Dicho de una ma-
nera tradicional, todas las definiciones son nominales, ya que la diferencia
entre lo esencial y lo accidental depende de la manera de hablar de los ob-
jetos (del esquema conceptual que utilizo). Al finalizar su análisis crítico,
del llamado primer dogma del empirismo, Quine sostiene lo siguiente:

Es obvio que la verdad en sentido general depende a la vez del len-


guaje y del hecho extralingüístico. El enunciado ‘Bruto mató a Ce-
sar’ sería falso si el mundo hubiera sido diverso en algunos aspectos
de lo que ha sido y también lo sería si resultara que la palabra ‘mató’
tuviera el sentido de ‘procreó’. Por eso se presenta la tentación de
suponer que la verdad de un enunciado es algo analizable en una
componente lingüística y una componente fáctica. Dada esa supo-
sición, parece a continuación razonable que en algunos enunciados
la componente fáctica se considere nula; y éstos son los enunciados
analíticos. Pero por razonable que sea todo eso a priori, sigue sin

54
trazarse una [frontera] entre enunciados analíticos y enunciados sin-
téticos. La convicción de que esa línea debe ser trazada es un dogma
nada empírico de los empiristas, un metafísico artículo de fe.24

No pretendo hacer de Quine un kantiano o a la inversa. Eso es uno de


los riesgos inherentes a la estrategia presentista que sigo ahora. Únicamente
quiero destacar que ambos autores coinciden respecto a que es imposible
hacer una distinción nítida entre el componente fáctico y el lingüístico. Ello
es el núcleo de la nueva noción de experiencia que propone Kant. Para él,
la distinción entre juicios analíticos a priori y juicios sintéticos a posteriori
queda subordinada a la noción de juicios sintéticos a priori, que nos indica,
precisamente, que en todo conocimiento se encuentran unidos de mane-
ra indisoluble los dos componentes mencionados. Recordemos el ejemplo
cartesiano “La vela se consumió”. Podemos, mediante un proceso de abs-
tracción, separar la sensación de dos estados de cosas distintos, de la idea
de un elemento constante que los unifica. Pero el dato primario de la expe-
riencia es el de una vela que se consume, lo cual presupone la unión de lo
fáctico y lo lingüístico.
Eso los lleva a coincidir también en el ataque al segundo dogma,
esto es, la creencia en significados ideales que reflejan las cosas en sí
mismas. Yo diría que este es el real artículo de fe que subyace a toda
forma de dogmatismo. De acuerdo con Aristóteles, en el alma, de ma-
nera similar a lo que sucede en una tablilla de cera, se imprime la for-
ma sustancial del objeto, por lo que el conocimiento nos ofrece imagen
especular de la realidad externa. En cambio, para Kant el objeto de la
experiencia es construido a partir de los estímulos sensoriales y lo que él
llama las condiciones trascendentales de la experiencia (espacio, tiempo
y categorías). El problema, como vieron Hamman y Herder, es que, al
no desarrollar una teoría explícita de lenguaje, el estatus de esas con-

24
Ibid., p. 80.

55
diciones trascendentales permanece como algo misterioso. No es que
Wittgenstein y Quine sean kantianos, sino que sus análisis del lenguaje
ofrecen las herramientas conceptuales para quitarle el velo de misterio
que envuelve a las condiciones trascendentales.
Me parece que una manera de ofrecer una caracterización más
precisa de la noción de juicio sintético a priori es generar un breve
contrapunto entre la propuesta kantiana y la teoría tradicional del
juicio, la cual, como apunta Quine, remite a la filosofía aristoté-
lica. Para Kant, el conocimiento implica una síntesis entre lo que
recibimos mediante las impresiones y lo que nuestra propia facultad
de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a
partir de sí misma (B 1). Dicha síntesis se expresa mediante juicios
predicativos simples (S es P), aquello que Aristóteles denominó ora-
ciones apofánticas, en las que tiene lugar la atribución, y es en ellas
a su vez donde radica la verdad o falsedad. De inmediato, Kant agre-
ga a esto que la aportación de la mente no es algo que se distingue a
primera vista, sino que se requiere de un prolongado ejercicio para
llegar a distinguirla. En efecto, pensemos en un ejemplo simple: en
el juicio “El perro es negro”, los conceptos que forman el sujeto y
el predicado son empíricos, es decir, remiten en última instancia a
las impresiones sensibles y, en ese nivel, supuestamente, el sujeto
asume un papel pasivo.
Parece, entonces, que la aportación de la mente debe buscarse
en el tercer elemento básico de las oraciones apofánticas, esto es,
en el verbo. Según Aristóteles, lo específico del verbo no es signi-
ficar algo, sino cosignificar la síntesis sujeto-predicado y, con ella,
el tiempo (la síntesis temporal). Cuando esa conexión corresponde o
se adecua a la relación entre las cosas, el juicio es verdadero; de lo
contrario, es falso.
Posteriormente, Aristóteles distingue dos formas de síntesis, la pri-
mera puede describirse como estar en un sujeto, mientras que la segun-

56
da como decirse del sujeto (el ser de sujeto).25 En el primer caso se trata
de una relación entre sustancia y accidente (relación intercategorial) y
en el segundo de un análisis de la sustancia (relación intracategorial).
Dicho en los términos que ahora nos interesa, en el primer caso tene-
mos un juicio sintético y en el segundo un juicio analítico. Aristóteles
advierte que en la relación intracategorial, propia de los juicios ana-
líticos, la cosignificación del tiempo propia de la cópula se pierde; es
decir, llegamos a una verdad eterna. La verdad de la síntesis inherente
al juicio “Dios es perfecto” no depende del tiempo. Este juicio puede
sustituirse por una frase nominal, en la que implícitamente la cópula
es sustituida por la igualdad (Dios = ente perfecto). A partir de esto, se
otorga una prioridad a la relación de analiticidad en el sentido de ofre-
cer un conocimiento superior, pues carece de consignificatio temporis.
Esta observación aristotélica es la que entusiasma a Leibniz y lo lleva
a proponerse mostrar que toda síntesis (verdadera) de manera explícita
o implícita presupone, en realidad, un análisis. En una carta dirigida a
Antoine Arnauld, en junio de 1686, afirma:

Al final he adoptado una razón decisiva, que en mi opinión vale


tanto como una perfecta demostración: esto es que siempre, en toda
proposición afirmativa, verdadera, necesaria o contingente, univer-
sal o singular, el concepto del predicado está de algún modo inclui-
do en el del sujeto (praedicatum inest subjecto); de otro modo no
sabría en qué consista la verdad.26

Frente al exceso de Leibniz y la metafísica sustancialista que le


subyace, la tesis de Kant consiste en invertir la jerarquía tradicional;
25
La distinción de los verbos ser y estar del castellano corresponden a estas
dos formas de síntesis.
26
Citado en Gaetano Chiurazzi, Teorías del juicio, Madrid, Plaza y Valdés, 2008,
p. 46. Esta obra ofrece una buena introducción a las diferentes teorías del juicio.

57
la prioridad reside ahora en los juicios sintéticos. Todo juicio analítico
presupone un juicio sintético.

Con ello haremos notar, a la vez, que no podemos representarnos


nada ligado en el objeto, si previamente no lo hemos ligado nosotros
mismos, y que tal combinación [Verbindung-conjutio] es, entre to-
das las representaciones, la única que no viene dada mediante obje-
tos, sino que, al ser un acto de espontaneidad del sujeto, sólo puede
ser realizada por éste. Se advierte fácilmente que este acto ha de ser
originariamente uno, indistintamente válido para toda combinación
y que la disolución, el análisis, que parece ser su opuesto, siempre
lo presupone. En efecto, nada puede disolver [analizar] el entendi-
miento allí donde nada ha combinado, ya que únicamente por medio
del mismo entendimiento ha podido darse a la facultad de represen-
tar algo que aparezca ligado. (B 130)

Con esta inversión, Kant sostiene que la cosignificación temporal


no puede suprimirse nunca y, por tanto, que todo conocimiento co-
mienza con la experiencia, mediante un juicio sintético, el cual presu-
pone la actividad unificadora del sujeto. Por eso, Kant caracteriza a las
matemáticas como un conocimiento surgido por construcción, en el
cual se prescinde de la experiencia y, con ello, se pone entre paréntesis
esa cosignificación temporal, pero sin suprimirla o eliminarla. Un ma-
temático puede ejercer su actividad sin remitirse a la experiencia, esto
es, justificando enunciados matemáticos mediante otros enunciados
matemáticos, como acertadamente afirma Bolzano. El peligro aparece
cuando ese matemático reflexiona sobre su actividad y pasa por alto
la intuición y, con esta, la cosignificación temporal implícitas en su
forma de conocimiento. En ese momento los números y las funciones
se convierten en entes ideales situados en un enigmático mundo que
trasciende la experiencia. A ese matemático le sucede, como percibe
Kant, lo que a la ligera paloma: siente la resistencia del aire que sur-

58
ca al volar y se imagina que podría volar mejor y más rápido sin esa
resistencia.27
Lo mismo le sucede a un maestro de lógica que puede decirle a sus
alumnos que el principio de identidad es algo evidente y, posteriormente,
dar una clase magnífica. En efecto, en la expresión A = A ha desaparecido
el verbo y con este la cosignificación temporal, lo cual motivó a Leibniz
a creer que nos encontramos ante la verdad de razón suprema. Hume ad-
virtió que dicho principio no es evidente y que todo intento de superar el
dogmatismo, para buscar una justificación de este, nos remite a una acti-
vidad de síntesis del sujeto. Kant agrega que esa síntesis no puede expli-
carse en términos psicológicos, es decir, no es una justificación empírica,
sino lógica.28 La razón construye la identidad del sujeto y de los objetos
de la experiencia, lo cual implica que se trata de una condición universal y
necesaria de la experiencia.29 Kant coincide con Leibniz respecto a que se
trata del principio básico de la razón, pero a diferencia de él, rechaza que
tenga un sentido ontológico, que la identidad del sujeto y de los objetos
sea algo dado. Se trata de una condición necesaria de nuestro conoci-
miento, que nos permite hablar de un mundo en continua transformación
(recordemos una vez más: “La vela se consumió”).

27
“De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los sentidos, por im-
poner límites tan estrechos al entendimiento. Platón se atrevió a ir más allá
de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas
de las ideas”. (KrV, B 9)
28
Sobre la génesis y justificación tendremos que hablar de manera más amplia
cuando se aborde el tema de las categorías y su relación con la autoconciencia.
29
“La investigación trascendental no atañe, por lo tanto, como la aristotélica
(realizada en las categorías), a las predicaciones posibles del ente, sino al
cómo y el qué de su cognoscibilidad, es decir, a las predicaciones posibles
para un ser finito como el ser humano: el hecho de que tal conocimiento sea
posible y de cómo lo sea […] los juicios sintéticos a priori no son la des-
cripción de objetos o entidades, sino la definición formal de qué significa
conocer para nosotros”. Teorías, p. 55.

59
Una vez reconocida la prioridad de la actividad sintética, es menes-
ter distinguir dos tipos de ella: la síntesis a posteriori y la a priori. La
primera se sustenta en la experiencia y, lo más importante, se refiere a
objetos que aparecen en esta. En cambio, la segunda no se refiere direc-
tamente a los objetos de la experiencia, sino a la manera de establecer
el vínculo entre ellos, a las distintas funciones que enlazan el sujeto y
el predicado. Es fundamental destacar que estos dos tipos de síntesis
se encuentran, por lo tanto, en niveles distintos y por eso no existe una
oposición entre ellas. Kant sostiene que el conocimiento exige su unión;
de ahí la distinción entre juicios de percepción y juicios de experiencia.
En los primeros solo existe una síntesis a posteriori: el sujeto compara
las percepciones y las enlaza de acuerdo a su conciencia particular (per-
cibo una sucesión entre A y B), mientras que en los juicios de experien-
cia operan las dos formas de síntesis, lo cual se manifiesta mediante una
regla que le da objetividad (A es causa de B).

La unión de las representaciones en una conciencia es el juicio. Lue-


go pensar es lo mismo que juzgar o referir representaciones a juicios
en general. Por eso los juicios son, o bien meramente subjetivos,
si las representaciones son referidas a la conciencia en un sujeto
solamente, y son unidas en ella; o bien son objetivos, si las repre-
sentaciones son unidas en una conciencia en general, esto es, si son
unidas en ella necesariamente.30

30
Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de
poder presentarse como ciencia (edición bilingüe), Madrid, Istmo,
1999, § 22. Antes de continuar vale la pena hacer una breve observación
sobre este texto, ya que Kant habla de una conciencia en general. ¿Qué
es eso? Si no se hace explícito el tema del lenguaje, el término perma-
nece en la oscuridad y se corre el riesgo de recaer en la peor versión de
las metafísicas sustancialistas. Sin embargo, Kant nos deja en esa oscu-
ridad. Ahora bien, hacer explícito el tema de lenguaje no es suficiente
para eludir dicho riesgo, pensemos en Hegel. Desde nuestra estrategia

60
Voy a recurrir a un ejemplo de la estética con la intención de pro-
vocación. Si digo “x me gusta”, se trata de un juicio de percepción; me
refiero al efecto placentero que tiene la intuición de x en mi conciencia.
En cambio, al afirmar “x es bello” establezco una conexión entre x y
la belleza; es decir, se introduce una pretensión de objetividad; es un
juicio de experiencia que busca trascender mi subjetividad particular.
Cualquier individuo que intuya x, debe percibir ese atributo y, por lo
tanto, sentir el placer estético. De inmediato aparece el problema del
criterio que justifica racionalmente el vincular x y belleza. Aquí se abre
la amplia polémica sobre el gusto, que Kant analiza en la Crítica del
Juicio. Si bien podemos localizar ciertos criterios que me permiten dis-
tinguir entre juicios estéticos mejor o peor fundados, nunca tendremos
una certeza. Ello parecería justificar la superioridad del conocimiento
científico sobre el saber estético. Pero tengamos cuidado con este punto.
Cuando en una explicación científica se apela a una ley no debemos
perder de vista que la conexión necesaria la introduce el entendimiento.
Sin duda se trata de sustentar esa pretensión racional en una base em-
pírica lo más amplia posible, como debería suceder también en el saber
estético, pero tampoco podemos acceder a una certeza. Siempre existirá
una inadecuación entre la pretensión de universalidad y necesidad, im-
plícita en las categorías, y el hecho de que como seres finitos estamos
situados en un contexto particular. La solución que ofrece Kant al pro-
blema del conocimiento, mediante la noción de juicio sintético a priori,
supone la distinción entre el objeto de la experiencia y la cosa en sí, ya
que se admite que el conocimiento nunca podrá agotar la complejidad
de la realidad. Además, en las representaciones es la conciencia la que
genera el orden que les subyace. Sin duda esto generó y genera una gran

presentista se advierte la importancia de relacionar esta tesis kantiana


con las reflexiones de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein,
especialmente con el tema de seguir una regla.

61
insatisfacción. Pero todo intento realizado hasta ahora para suprimir la
cosignificación temporal de la síntesis, o de acceder a un juicio analítico
que funcione como principio supremo, conduce al dogmatismo. Esto es
lo que advierte Kant en la “Dialéctica trascendental” de la KrV.
Es evidente que no he pretendido ofrecer una definición, en sentido
clásico (género próximo y diferencia específica), de juicio sintético a
priori; tampoco busco una descripción que agote el campo problemá-
tico vinculado con dicha noción. Se trata únicamente de dar algunos
elementos que permitan avanzar en la lectura de su obra fundamental.

62
Experiencia y tiempo

El núcleo del proyecto filosófico de Kant consiste en ofrecer una nueva


descripción de la experiencia que permita superar gran parte de los pro-
blemas de la epistemología tradicional, la cual comienza por el dilema
formado por las posiciones racionalista y empirista. Al situar la priori-
dad en la síntesis, y no en el análisis, Kant plantea que ni el objeto, ni
el sujeto, pueden ser considerados sustancias dadas o ya constituidas,
las cuales, después, se vinculan en la experiencia. Desde su perspectiva,
una adecuada descripción de esta tiene que tomar como punto de partida
la relación activa entre esos dos extremos. Esto quiere decir, en primer
lugar, que todo objeto de la experiencia es un objeto para una conciencia
y que, a su vez, la conciencia es siempre conciencia de los objetos. El
separar la dimensión objetiva y la subjetiva de la experiencia es siempre
el resultado de una abstracción.
Sin embargo, la tesis kantiana implica algo más, que se hace patente
cuando analizamos el juicio como expresión de la relación constitutiva
de la experiencia. De acuerdo con la concepción tradicional, el juicio se
encuentra formado por sujeto y predicado, y están vinculados por una
cópula. El sujeto de las predicaciones es lo constante, lo invariable, es
decir, aquello que da identidad al objeto; mientras que los predicados
representan los elementos variables. Según esto, los juicios pueden ser
verdaderos porque su estructura coincide con la manera en que están
compuestas las cosas en sí mismas: por una esencia (lo permanente)
llamada, en términos escolásticos, quididad (quidditas), en tanto define

63
lo que la cosa es, y por los variables accidentes o atributos. De acuerdo
con esta descripción, en la cual los objetos ya son entidades dadas con
independencia de la conciencia, lo primero es el análisis para descom-
ponerlos en sus componentes y, posteriormente, reconstituirlos en un
proceso de síntesis.
Siguiendo la aguda observación de Hume, Kant destaca que la exis-
tencia de sustancias no es algo que está justificado de manera empírica;
por el contrario, la experiencia nos indica que todo se encuentra some-
tido al cambio, a la transformación. La gran confianza en la existencia
de sustancias proviene de la creencia, que tampoco se encuentra justi-
ficada, de que hay una relación isomorfa entre el lenguaje y el mundo
para que aquel pueda pintar o describir a este. Frente a dichos supuestos
ontológicos, Kant prefiere atenerse estrictamente a la experiencia, y en
ella lo que se da es una pluralidad de datos en continua transformación.
Para hablar de esos datos empíricos se requiere introducir un elemento
constante o, para decirlo de otra manera, tenemos que recurrir al princi-
pio de identidad (A = A), pero este no se extrae de los objetos, sino que
es introducido por el sujeto para hacer posible la síntesis, la organiza-
ción, de esos datos.

Objeto es aquello en cuyo concepto se halla unificado lo diverso de


una intuición dada. Ahora bien, toda unificación de representacio-
nes requiere unidad de conciencia en la síntesis de las mismas. Por
consiguiente, es sólo la unidad de conciencia lo que configura la
relación de las representaciones con un objeto y, por ello mismo, la
validez objetiva de tales representaciones […]. La unidad sintética
de la conciencia es, pues, una condición objetiva de todo conoci-
miento. No es simplemente una condición necesaria para conocer
un objeto, sino una condición a la que debe someterse toda intuición
para convertirse en objeto para mí. (B 137-138)

64
Kant sostiene que la explicación tradicional sobre el juicio en ge-
neral como una relación entre dos conceptos resulta insatisfactoria,
entre otras cosas, porque no se explica con precisión en qué consiste
esa relación (B 140). Aristóteles ya había advertido que la cópula,
constituida por el verbo, cosignifica una síntesis temporal, la cual re-
mite al contexto en el cual el sujeto emite el juicio. La tesis kantiana
estriba en afirmar que ese proceso de síntesis implica una serie de
funciones que conforman las reglas (como tales tienen un sentido nor-
mativo) de ese proceso de síntesis, las cuales son comunes a todos los
seres racionales; hoy diríamos que son comunes a todo lenguaje signi-
ficativo. Por ejemplo, la categoría de sustancia, entendida como sujeto
de predicaciones, introduce la unidad entendida como sustrato o con-
junto vacío que sintetizan los predicados, lo que conforma el objeto de
la experiencia. Dichas reglas son aquello que permite transformar los
juicios subjetivos de percepción en juicios objetivos de experiencia. A
los elementos implícitos en las reglas (espacio, tiempo y categorías)
es a lo que se denomina condiciones trascendentales de la experiencia,
cuya justificación no se encuentra en los objetos, sino en la manera en
que pensamos (hablamos) de ellos.
Hay que agregar que la unidad de la conciencia, implícita en cada
una de las reglas, tampoco remite a una misteriosa sustancia pensan-
te, ya que se trata de un producto empírico. Aunque desde un punto
de vista lógico la unidad de la conciencia tiene prioridad, es decir, se
encuentra ya implícita en la unidad de los objetos; desde un punto de
vista genético esa unidad de la conciencia es también resultado de la ac-
tividad sintetizadora. Esta tesis kantiana la comprende muy bien Fichte
cuando califica la conciencia como Tathandlung, que podemos traducir
como “hecho-acción”; término con el cual se busca expresar que para
la perspectiva trascendental la conciencia es acción y solamente acción,
ni siquiera se puede denominar “ser activo”, ya que esto implica algo
subsistente, dotado de actividad.

65
Sin duda esta condensada descripción de la teoría kantiana de la ex-
periencia resulta difícil de comprender, entre otras cuestiones, porque
parece contradecir el realismo ingenuo, implícito en el uso cotidiano del
lenguaje. Para entenderla de manera adecuada se requiere abandonar
los supuestos de la metafísica sustancialista y pensar en términos de
relaciones activas. Me parece que para adquirir esa capacidad el mejor
camino es empezar por analizar la noción de tiempo, la cual se encuen-
tra vinculada de manera indisoluble a la experiencia. Precisamente, las
dificultades que han enfrentado los filósofos para definir el tiempo, así
como las paradojas que emergen en su análisis, son la consecuencia de
pensarlo como sustancia, es decir, como una cosa. Aristóteles ya había
advertido que para superar las paradojas del tiempo es necesario pensar-
lo como una relación entre el movimiento de la realidad y la conciencia
que lo percibe (el tiempo como número del movimiento).
Sin embargo, al haber establecido que el ser por excelencia es la
sustancia, Aristóteles no se encuentra satisfecho con la conclusión de
su análisis, pues considera que lo lleva a sostener que el ser del tiempo
es algo oscuro y difícil de entender. Por ejemplo, desde su perspectiva,
considerar el tiempo como movimiento percibido no permite explicar su
medida objetiva, pues esa medida dependería de la conciencia particular
de cada sujeto. Por esto, plantea que la solución se halla en buscar algo
en el mundo que se encuentre fijo y de esa manera dar cuenta de su me-
dida objetiva. Este es el camino que tomó gran parte de la física, hasta
la teoría clásica de Newton, en donde una fórmula matemática permite
acceder al supuesto tiempo absoluto. Si bien Newton ya admite que no
es posible encontrar nada fijo en la experiencia, que sirva de parámetro
para medir el tiempo, mantiene la tesis de que debe existir de alguna
manera algo fijo que cumpla esa función.
La posición de Kant consiste en recuperar la conclusión del análisis
aristotélico, pero agrega que el parámetro que permite medir de manera
objetiva el movimiento no depende de una conciencia particular, sino

66
de las condiciones trascendentales comunes a todas ellas. En este caso
es el principio de identidad (A = A), tomado como el ahora que define la
frontera entre el pasado y el futuro. De ahí la distinción entre el juicio
de percepción, “La clase duró mucho (o poco)”, y el juicio de experien-
cia, “La clase duró dos horas”. En este último tipo de juicio existe una
regla común, que se expresa en la institución del reloj. Por eso sostiene
que el tiempo tiene realidad empírica (el movimiento al que se encuen-
tran sometidos los objetos del mundo) e idealidad trascendental, la regla
social que se utiliza para cuantificarlo.31 Sin embargo, al no existir un
análisis explícito del lenguaje, el carácter de ese principio trascendental
permanece oscuro, como propiedad de una supuesta conciencia general
o, quizá sea mejor decir, como una propiedad compartida por toda con-
ciencia racional.

1. Tiempo y movimiento

En el análisis sobre el tiempo, que encontramos en el libro iv de la Físi-


ca, Aristóteles expresa el asombro que le produce reflexionar sobre este
fenómeno (recordemos que el asombro es el origen de la filosofía), al
afirmar que el tiempo no existe o existe de una manera oscura y difícil
de captar. En efecto, por una parte el tiempo ha sido y, por lo tanto, ya
no es; por otra parte, el tiempo va a ser y, por ende, todavía no es. Pa-
recería entonces que la caracterización del tiempo debe comenzar por
el presente: el ahora, el instante. Pero esto conduce a problemas apa-
rentemente indisolubles. Si pensamos el tiempo como una sucesión de
instantes, asumimos que ninguno de ellos puede coexistir con los otros;
esto significa que cada instante debe desaparecer antes de que aparezca
31
Lo que se pierde en el análisis kantiano es la idea de un parámetro absoluto
para medir el tiempo; sin embargo, esto es lo que sucede en la teoría de la
relatividad.

67
el otro para dar lugar a la sucesión. ¿Cuándo se da dicha desaparición
de cada instante? No puede desaparecer en sí mismo pero tampoco en
el siguiente, pues eso nos llevaría a la coexistencia de los instantes que
hemos comenzado por negar.
Aquí se puede agregar el argumento de San Agustín, muy próximo al
que hemos expuesto. El instante no puede tener extensión porque se dividi-
ría en un pasado y un futuro, lo cuales, como hemos dicho, no son. Pero una
cosa que carece de extensión, carece también de realidad. Aristóteles, por
otro lado, continúa su reflexión destacando que también resulta imposible
considerar el ahora como algo permanente, porque al ser un límite entre el
pasado y el futuro, debe tener un inicio y un final. Además, hablar de un
ahora permanente conduce a pensar en cosas absurdas, como el considerar
que un acontecimiento de hace diez mil años es simultáneo con uno actual
o, para decirlo de otra manera, que nada sería anterior o posterior a nada.
Al no poder pensar el tiempo como una simple sucesión de “ahoras”,
ni como un ahora permanente, se tendría que aceptar que el presente no
es parte del tiempo; en el caso de cualquier cosa divisible es necesa-
rio mientras existan todas o algunas de sus partes. El tiempo parece no
cumplir con este requisito básico, ya que el pasado y el futuro no son y
el presente se manifiesta como algo que no es parte de él, o como algo
que carece de extensión. Asumir que el tiempo no existe nos conduce así
mismo a un absurdo (aunque algunos han sostenido esta tesis) porque
implica negar el aspecto fundamental de la experiencia. En la búsqueda
de una solución al enigma que encierra las tradicionales paradojas del
tiempo, Aristóteles empieza por examinar la difundida creencia de que
el tiempo es un peculiar movimiento. Sin embargo, en contra de la iden-
tificación de tiempo y movimiento, que ha llegado a ser parte del sentido
común, él esgrime dos argumentos:

A) El cambio y el movimiento solo están en aquello que se mueve,


o cambia, pero el tiempo se encuentra en todas partes. Se puede

68
aducir que aunque no percibamos nada que se mueve, el tiempo
sigue transcurriendo, es decir, se mueve. ¿Pero qué es lo que se
mueve? Si respondemos que es la conciencia, parece que redu-
cimos el tiempo a un fenómeno subjetivo, lo cual contradice la
experiencia.
B) Todo movimiento o cambio puede ser más rápido o más lento,
pero el tiempo no. Porque “rápido” o “lento” se definen por el
tiempo, pero el tiempo no puede definirse por el mismo tiempo
porque nada es medida de sí mismo. Podemos expresarlo de una
manera más próxima a los argumentos trascendentales de Kant:
Todo movimiento posee una velocidad pero la escala de veloci-
dad presupone ya la noción de tiempo.

Cabe observar que en el habla cotidiana se dice que el tiempo pasa


rápida o lentamente. De acuerdo con el análisis aristotélico, esto no es
correcto. Cuando decimos que el tiempo transcurre de manera rápida, en
realidad queremos decir que en ese lapso percibimos mucho cambio o
mucho movimiento, y cuando se dice que el tiempo pasa con lentitud es
que en ese periodo percibimos poco cambio o poco movimiento. En este
punto es posible advertir que gran parte de las paradojas que aparecen en
la reflexión sobre el tiempo tienen que ver con el hecho de que se trata de
un fenómeno del que pueden predicarse atributos opuestos: es algo que
cambia, pero al mismo tiempo permanece. Esto me recuerda un adagio
medieval: los seres humanos dicen, “El tiempo pasa”; el tiempo responde,
“Los que pasan son ellos”. La salida que encuentra Aristóteles consiste en
negar que sea posible identificar tiempo y movimiento, pero, al mismo
tiempo, admite que existe entre ellos una relación indisoluble: “el tiempo
no es un movimiento, pero no hay tiempo sin movimiento”.32
El siguiente paso de Aristóteles es destacar que entre movimiento y
tiempo existe una analogía estructural. Ambos fenómenos son magni-

32
Aristóteles, Física, Madrid, Gredos, 2008, 219a30.

69
tudes continuas33 y, como tales, pueden ser divididas en un antes y un
después. El vincular el movimiento y el tiempo a través de la noción
de magnitud ha propiciado que muchos intérpretes (por ejemplo, Søren
Kierkegaard y Henri Bergson) critiquen la posición aristotélica por es-
pacializar el tiempo. Considero que esto no es así; por el contrario, a
pesar de que en la representación del tiempo es ineludible acudir a su es-
pacialización, en ella se hace patente que no es posible reducir el tiempo
al espacio. Pensemos en una línea que vincula dos puntos:

A• -------------- •B

En este caso A y B son simultáneos y, por consiguiente, aquí no


existe ni movimiento ni tiempo. Se trata de una representación exclusi-
vamente espacial. Para que la relación movimiento y tiempo pueda ser
representada se requiere agregar la distinción anterior-posterior. Lo que
tenemos es lo siguiente:

A• -------------- •B
t1 t2

Esto no es una reducción del tiempo al espacio; por el contrario, hace


patente su distinción.34 El argumento de Aristóteles, que le conduce a su
famosa definición del tiempo, puede reconstruirse de la siguiente manera:
33
“Entiendo por ‘continuo’ lo que es divisible en divisibles siempre divisi-
bles”. Ibid., 232b25.
34
“Debido precisamente al hecho de que esta intuición interna no nos ofrece
figura alguna, intentamos enjugar tal déficit por medio de analogías y nos
representamos la secuencia temporal acudiendo a una línea que progresa
hasta el infinito, una línea en la que la multiplicidad forma una serie uni-
dimensional. De ella deducimos todas las propiedades del tiempo, excepto
una, a saber, que las partes de la línea son simultáneas, mientras que las del
tiempo son siempre sucesivas”. (KrV, B 50)

70
a) Siempre percibimos el tiempo junto al movimiento. Por consi-
guiente, el tiempo es un movimiento o algo que pertenece al
movimiento. Pero, puesto que no es un movimiento (ver los ar-
gumentos arriba expuestos), tendrá que ser algo perteneciente al
movimiento.
b) Lo que tienen en común el tiempo y el movimiento es la diferen-
ciación anterior-posterior.
c) Cuando consideramos el ahora o el instante en sí mismo, parece
ser ajeno al tiempo; sin embargo, al relacionarlo con la diferen-
ciación mencionada, común al tiempo y al movimiento, encon-
tramos que el ahora o el instante es aquello que la hace posible
(el ahora crea la frontera entre el pasado y el futuro).
d) Por tanto, el tiempo remite a un parámetro exterior al movimien-
to, el ahora o el instante, el cual hace posible diferenciar entre
lo anterior y lo posterior, y con ello crear las condiciones para
numerar (medir) el movimiento. “Porque el tiempo es justamen-
te esto: número del movimiento según el antes y el después”.35

Lo primero que podemos comentar en torno a este argumento es


que nos explica la razón por la que Aristóteles, así como los filóso-
fos que lo siguen, ven en la existencia del tiempo algo oscuro y di-
fícil de captar. En la Metafísica se distinguen distintos significados
del término ser (el ser se dice de muchas maneras36), pero al finalizar
su análisis concluye que el sentido primario o por excelencia del ser
es el de sustancia, ya que los otros sentidos (ser como accidente, ser
como relación, etcétera) presuponen la sustancia. Sin embargo, ahora
encuentra que el tiempo, el cual representa la base de la experiencia
(todos los entes aparecen en el tiempo), es una relación. Esto implica
un posible cuestionamiento de la tesis central de su ontología, pues el
35
Física, 219b30.
36
Sobre este tema consultar Franz Brentano, Sobre los múltiples significados
del ente según Aristóteles, Madrid, Encuentro, 2007.

71
dato básico de la experiencia no es la supuesta realidad de la sustancia,
sino la relación que constituye el tiempo.37
Caracterizar al tiempo como una relación hace posible superar las
tradicionales paradojas. Aristóteles sostiene: “El ahora es en un senti-
do el mismo, en otro no es lo mismo”.38 En efecto, el ahora entendido
como parámetro externo al movimiento, que hace posible diferenciar
entre lo anterior y lo posterior, es siempre el mismo, es constante.
Sin embargo, el contenido de ese ahora (el movimiento) es cambiante
(ahora a, ahora b, ahora c… ahora n39). Lo más importante es asu-
mir que el tiempo es objetivo (realidad empírica), pues nos remite al
movimiento al que están sometidas todas las cosas, pero también es
subjetivo (idealidad trascendental) porque es la conciencia quien esta-
blece el ahora como parámetro constante del movimiento, lo que hace
posible distinguir lo anterior y lo posterior para medirlo. Si el tiempo
es número del movimiento, según el antes y el después, se requiere de
una conciencia que lo numere.

En cuanto a la primera dificultad, ¿existiría o no el tiempo si no


existiese el alma? Porque si no pudiese haber alguien que numere
tampoco podría haber algo que fuese numerado, y en consecuencia
no podría existir ningún número, pues un número es o lo numerado
o lo numerable. Pero si nada que no sea el alma, o la inteligen-
cia del alma, puede numerar por naturaleza, resulta imposible la
existencia del tiempo sin la existencia del alma, a menos que sea
aquello que cuando existe el tiempo existe, como sería el caso si
existiera el movimiento sin que exista el alma; habría entonces un
37
Precisamente esto representa el punto de partida del proyecto kantiano y
también lo será del análisis fenomenológico de Heidegger.
38
Física, 219b10.
39
Sobre esto ver el capítulo “La certeza sensorial; o el esto y mi opinión que
quiero íntimamente decir” de Friedrich Hegel: Fenomenología del Espíritu,
Madrid, Universidad Autónoma de Madrid / Abada Editores, 2010.

72
antes y un después en el movimiento, y el tiempo sería éstos en
tanto que numerables.40

Aunque Aristóteles parece aceptar que el tiempo remite a la relación


entre el movimiento y la conciencia que lo numera, al mismo tiempo,
como se percibe al final, tiene dificultades para aceptar dicha tesis. Esto
se debe a que desde los presupuestos de la metafísica sustancialista es
difícil hablar en términos de relaciones. Parecería que ligar la realidad
del tiempo a la existencia de la conciencia implicaría reconocer que tie-
ne una existencia imperfecta, de la que no se puede hablar con claridad.
La principal dificultad a la que nos enfrentamos al caracterizar al
tiempo como una relación entre la conciencia y los movimientos radica
en que parece perderse su objetividad, la cual representa un atributo
básico. Pensemos, por ejemplo, en dos individuos que acuden al cine a
ver una película bélica. Uno de ellos aborrece el género, y solo asiste
para acompañar a su amigo, mientras que el otro es fanático de ese estilo
cinematográfico. Lo más probable es que, al terminar la película, el pri-
mero afirme que duró muchísimo, mientras que el segundo sostenga que
fue muy corta. Sin embargo, como sabemos, decimos que la película
duró dos horas y veinte minutos, más allá de la opinión de sus especta-
dores. ¿Cómo se establece la medida de ese tiempo común? Aristóteles
lo plantea de la siguiente manera: ¿De qué movimiento el tiempo es
número? Consideremos dos cuerpos que se mueven simultáneamente,
pero con velocidades distintas. Si el tiempo fuera número de cualquier
movimiento, se seguiría que existen dos tiempos distintos. Sobre esto el
filósofo sostiene:

Por otra parte, no sólo medimos el movimiento por el tiempo, sino


también el tiempo por el movimiento, pues ambos se delimitan en-

40
Física, 223a20-25.

73
tre sí: el tiempo delimita un movimiento al ser el número de ese
movimiento, y un movimiento delimita al tiempo […] medimos un
movimiento por el tiempo y el tiempo por un movimiento.41

De acuerdo con este texto, la explicación de la medida objetiva del


tiempo consiste en que los seres humanos buscan en el mundo un movi-
miento regular o algo que se encuentre en reposo para numerar el resto
de los movimientos. No es la conciencia particular la que mide el mo-
vimiento. En su lugar, la medida objetiva del tiempo remite a un hecho
en el mundo: “Ni la alteración ni el aumento ni la generación son uni-
formes, sólo lo es el desplazamiento. Por eso se piensa que el tiempo es
el movimiento de la esfera, porque por éste son medidos los otros movi-
mientos y el tiempo por este movimiento”.42 De hecho con anterioridad
había apuntado: “El tiempo es número de cada movimiento en tanto que
hay movimiento. Por eso, en sentido absoluto, el tiempo es número de
un movimiento continuo, no de cualquier clase de movimiento”.43
Como gran parte de las conclusiones de Aristóteles, esta también se
aproxima mucho al sentido común: medimos los movimientos por el
reloj, y este a su vez es un instrumento de movimiento que organizamos
por la actividad supuestamente regular de los astros. Esta solución pare-
ce satisfacer a Aristóteles; por lo menos, no agrega mucho más sobre el
tema en la Física. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia hace patente
que no se trata de una solución satisfactoria, a pesar de su cercanía a la
concepción cotidiana del tiempo. En la aurora de la astronomía moderna
se constata que no existen estrellas fijas ni planetas que sigan una órbita
regular. En contraste con el relativismo de Galileo Galilei, y de otros
astrónomos que percibieron la irregularidad del movimiento al que se
encuentran sometidos los cuerpos celestes, Newton afirma que, a pesar
41
Ibid., 220b15-20.
42
Ibid., 223b20.
43
Ibid., 223a30-223b.

74
de ello, existe la posibilidad de corregir matemáticamente esa irregula-
ridad, y con esto se salvaría la propuesta de Aristóteles, tan criticado, en
otros aspectos, por el mismo Newton. De esta manera, Newton introdu-
ce su conocida distinción entre el tiempo relativo (vulgar, aparente) y el
tiempo absoluto.
El propio Newton advierte que el tiempo absoluto es una construc-
ción matemática, la cual permite establecer un parámetro para medir los
movimientos. Al igual que Aristóteles, Newton asume que el tiempo es
número del movimiento, pero también sostiene que la conciencia se basa
en una realidad independiente de ella; es decir, lo que hace la conciencia
es simplemente relacionar el movimiento con algo que se encuentra en
reposo. De hecho, cuando el tiempo absoluto es caracterizado por New-
ton, se aprecia que se mantiene dentro de los supuestos de la metafísica
sustancialista, ya que atribuye al tiempo absoluto un estatuto ontológico
ajeno a la conciencia que numera. Incluso se podría decir que se aproxi-
ma a Platón, quien entendía el tiempo como una imagen de la eternidad
(el tiempo es la manera en que los seres finitos perciben la eternidad).
Algunos intérpretes han considerado que esta postura newtoniana es un
efecto de la influencia de Isaac Barrow, el cual consideraba que el espacio
absoluto manifiesta la omnipresencia de Dios (el sensorium Dei / la piel
de Dios). En relación con los problemas implícitos en la mecánica clásica,
años más tarde Hans Reichenbach afirma lo siguiente:

¿Cómo sabe el astrónomo que sus ecuaciones determinan un tiem-


po estrictamente uniforme? El astrónomo puede contestar que sus
ecuaciones expresan leyes mecánicas y que son válidas porque se
derivan de la observación de la naturaleza. Pero para poder probar
estas leyes de la observación debemos poseer un tiempo de refe-
rencia, es decir, un tiempo uniforme por medio del cual podamos
saber si un cierto movimiento es uniforme o no, ya que no hay
otro modo de saber si las leyes de la mecánica son verdaderas. De

75
este modo caemos en un razonamiento en círculo. Para conocer el
tiempo uniforme tenemos que conocer las leyes de la mecánica, y
para conocer estas leyes tenemos que conocer el tiempo uniforme.
Hay solamente un medio de librarse de este círculo: considerar
el problema del tiempo uniforme no como una cosa de conocimien-
to, sino de definición.44

Sin embargo, decir que el tiempo uniforme es un asunto de defini-


ción, aunque ofrece una pista importante, no resuelve el problema. Para
examinar esto volvamos a la conclusión preliminar del análisis aristo-
télico, aquella que caracteriza al tiempo como una relación entre el mo-
vimiento y la conciencia que lo numera. Si en un principio Aristóteles
afirma que el ahora no es parte del tiempo, podemos precisar que el aho-
ra no es parte del movimiento; se trata de un parámetro externo a este
último. Pero es la condición universal y necesaria del tiempo y, como
tal, es parte del tiempo. Reichenbach plantea, en contra de Aristóteles y
Newton, que ese ahora no es una cuestión de conocimiento porque no
es posible encontrar algo en la experiencia que se encuentre en reposo
absoluto o en movimiento uniforme. Ese parámetro es una creación de
la conciencia que mide el movimiento; a pesar de ello, no se explica la
objetividad de esa medida del movimiento. En términos kantianos, el
reto en este punto consiste en explicar cómo se transita de los distintos
juicios de percepción (A: “La película duró mucho” / B: “La película
duró poco”) a un juicio de experiencia, el cual implica una regla común
que subyace a la institución del reloj (“La película duró dos horas y
veinte minutos”).
En efecto, como convención social las maneras y escalas para medir
el tiempo han sido elementos variables a lo largo de la historia, como lo
ha sido también la significación que hemos asociado a la temporalidad.

44
Hans Reichenbach, La filosofía científica, México, fce, 1973, p. 155.

76
Pero por debajo de esta diversidad existe algo que, si bien también se po-
dría calificar de convencional, al mismo tiempo es universal y necesario
(recordemos lo que decía Hume: el que algo sea convencional no quiere
decir que sea arbitrario); me refiero a la relación entre el ahora y el mo-
vimiento. Para Kant esta relación remite a una categoría, es decir, a una
función universal y necesaria. En este caso es la categoría de sustancia,
entendida como la función entre algo constante (sustancia) y algo variable
(accidentes), sin perder de vista que para Kant, a diferencia de Aristóteles,
dicha función no tiene un significado ontológico (no se refiere a las cosas
en sí mismas), sino únicamente un sentido lógico trascendental.
Por otra parte, el aspecto constante de dicha función (la noción de
sustancia) representa el fundamento del principio de identidad (A = A),
lo cual es la base de todo concepto (sujeto de predicaciones). Para Kant,
este principio no se infiere a partir de la experiencia de los objetos, sino
que remite a la identidad yo = yo. Pero este “yo”, a diferencia de Des-
cartes, no denota una sustancia, un alma, sino que remite a una activi-
dad: precisamente a la actividad de síntesis o unificación. Si bien Kant
coincide con Hume respecto a que la identidad personal es un producto
de la experiencia, a diferencia del filósofo escocés, destaca que ese pro-
ceso de unificación (reunir la multiplicidad de experiencias gracias a la
memoria) presupone, en términos lógicos, la idea de unidad. El princi-
pio de identidad, sustentado en la identidad (yo = yo) y con este la tem-
poralidad, es no solo una condición universal y necesaria sino también
la condición suprema de la experiencia. Este argumento conduce a Kant
a decir: “El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto
es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno”. (A 33)45

45
Cabe apuntar que Hegel retoma esta representación del tiempo (y del espa-
cio): “El tiempo es, como el espacio, una forma pura de la sensibilidad o
del intuir; [son ambos] lo sensible no-sensible […]. El tiempo es el mismo
principio que el yo = yo de la autoconciencia pura, pero es el yo o el con-
cepto puro todavía en su total exterioridad y abstracción, es decir, como el

77
Esta caracterización del tiempo ha propiciado que muchos intérpre-
tes la califiquen como una concepción subjetiva. Esto es falso, y para
demostrarlo vale la pena hacer una breve comparación con la teoría
del tiempo que me parece más próxima a lo que podemos llamar una
concepción subjetiva. Agustín de Hipona define el tiempo como una
distensión del alma (distentio animi / “Veo, pues, que el tiempo es una
especie de distensión”), en la cual el pasado es la memoria, el futuro la
expectativa y el presente la atención.

Cuando me dispongo a cantar una canción que conozco, antes de co-


menzarla, mi «expectación» se extiende hacia la canción en su totalidad.
Pero una vez comenzada, todo lo que de la canción voy consignando al
pasado a medida que la voy cantando, otro tanto se va extendiendo mi
memoria, y la vitalidad de esta acción mía va distendiéndose: hacia la
memoria, por lo que he cantado, y hacia la expectación, por lo que voy a
cantar. Pero mi atención sigue estando presente, y por ella el futuro pasa
a convertirse en pasado […]. Así acontece en toda la vida del hombre,
de la cual forman parte todas las acciones humanas.
[…] En el que canta o escucha una canción conocida, la expecta-
tiva de las notas futuras y el recuerdo de las notas pasadas le modifi-
ca el sentimiento y le mantiene viva la atención. Nada de esto ocurre
en ti, que eres inmutablemente eterno, o sea creador verdaderamente
eterno de las mentes.46

Agustín, al igual que Platón, niega la realidad sustancial del tiem-


po, para él la temporalidad es el efecto de una conciencia finita que se

mero devenir intuido, el puro ser-dentro-de-sí como un simple venir-afuera-


de-sí”. Enciclopedia, nota al § 258, pp. 465 y 467. Los corchetes son de la
edición citada. También es importante advertir que este argumento es el eje
de la deducción trascendental.
46
Agustín de Hipona, Confesiones, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos,
2004, xi, c. 28, § 38 y c. 31, § 41.

78
mueve; una ilusión emanada inevitablemente de nuestra finitud porque
desde la perspectiva divina todo se encuentra en el presente (eternidad).
Uno de los objetivos centrales de la argumentación kantiana es hacer
patente que todo intento de situarse o pensar en la perspectiva divi-
na conduce a un dogmatismo, propio de la metafísica tradicional. Para
Kant, el conocimiento del ser no se puede desligar de la experiencia y
esta se encuentra constituida por la indisoluble relación entre lo objetivo
y lo subjetivo, cuya cópula o unión siempre cosignifica el tiempo. Dicho
de otra manera, el ser por excelencia no es la sustancia, sino la relación
entre lo objetivo y lo subjetivo (prioridad de la síntesis sobre el análisis)
limitada o enmarcada en el tiempo. Como se ve, no tiene sentido decir
que la concepción kantiana del tiempo es subjetiva. Su descripción de la
temporalidad implica una dimensión objetiva (realidad empírica), esto
es, un mundo en movimiento y una dimensión subjetiva (idealidad tras-
cendental) constituida por la conciencia que, al definir el ahora, con in-
dependencia de la escala que utilice, crea las condiciones para numerar
y, en general, para hablar de ese mundo cambiante.47
Aunque la concepción kantiana del tiempo no es subjetiva, sí es
relativa, ya que implica que no existe un ahora o parámetro absoluto
para medir el tiempo. En su momento esto causó un enorme escándalo
y para muchos significó la superioridad de la mecánica clásica en rela-
ción con las especulaciones de este profesor de filosofía que cae en el
relativismo tan temido por Aristóteles y Newton. Sin embargo, pasado
un considerable tiempo, Albert Einstein, en su crítica a la mecánica
clásica, planteó algo muy cercano a la propuesta kantiana. Ahora no
deseo, ni puedo, adentrarme a la complejidad de la teoría de la rela-
tividad, simplemente acudo a un experimento mental, propuesto por
47
Años más tarde Heidegger dirá: Ser es tiempo; es decir, la relación entre
un mundo sometido al devenir y ya no una conciencia, sino una estructura
intersubjetiva que tiene como base el lenguaje, esto es, el famoso ser-en-
el-mundo.

79
el propio Einstein, que encontramos en numerosos textos de difusión
científica.
Supongamos un tren que viaja a una muy elevada velocidad, el cual
pasa por un andén, en cuyos extremos se encuentran dos fuentes lumi-
nosas que se prenden cuando la mitad del tren coincide con el punto
medio del andén. Pensemos, además, en dos individuos, uno situado en
medio de este y otro montado en el tren. Mientras que el primer indivi-
duo percibe que las luces se prenden de manera simultánea, el segundo
lo percibirá como una sucesión: primero verá la luz que se encuentra en
la dirección del tren y posteriormente la que deja atrás. Lo que indica
este experimento simple es que el tiempo no es una variable indepen-
diente, ya que se define en relación con la velocidad del sistema que se
toma como referencia. Alguien ha dicho que en la teoría de la relativi-
dad no se cuestiona lo que Newton llamó tiempo absoluto, sino conside-
ra que dicho tiempo es algo que fluye con independencia del marco de
referencia establecido por el sujeto. Pero seguir hablando de un tiempo
absoluto, que contrasta con un tiempo relativo, me parece confuso. Es
preferible decir que el tiempo remite a una relación entre el movimiento
y algo que se encuentra en reposo, o en movimiento uniforme, y esto úl-
timo, aunque es un elemento necesario, se trata de una definición dentro
de un marco de referencia particular.

80
2. La noción trascendental del tiempo

El tiempo es pensamiento o medida y no sustancia.


Antifonte

Desde sus Principios formales del mundo sensible y del inteligible (di-
sertación de 1770), Kant ya advertía que el tiempo no es sustancia, no
es accidente, ni es una relación entre las cosas en sí mismas. De ahí
concluye que el tiempo es una intuición pura y necesaria que hace po-
sible coordinar entre sí todo lo sensible según un cierto orden; es decir,
se trata de una relación entre el sujeto y los objetos en movimiento. La
noción de intuición pura no indica una modalidad de intuición distinta
de la empírica, sino que es la forma de esta:

Lo que, dentro del fenómeno, corresponde a la sensación, lo llama


materia del mismo. Llamo, en cambio, forma del fenómeno aquello
que hace que lo diverso del mismo pueda ser ordenado en ciertas
relaciones. Las sensaciones sólo pueden ser ordenadas y dispuestas
en cierta forma en algo que no pueda ser, a su vez, sensación. (KrV,
B 34, A 20)

Tanto en su disertación como en otros pasajes de sus textos el tiempo


está calificado como una condición subjetiva, lo que no quiere decir que
este se encuentre solo en la mente, como se plantea en la definición de
Agustín. Kant quiere subrayar que el tiempo no es una relación entre las
cosas en sí mismas, sino una relación entre la subjetividad y el mundo
sometido al movimiento; es decir, es la forma de la experiencia y, como
tal, es la base de la objetividad propia del conocimiento. Me parece que
Kant se expresa de manera más adecuada cuando afirma que el tiempo
tiene realidad empírica e idealidad trascendental. Lo que se plantea en
“La estética trascendental”, especialmente en la exposición metafísica,

81
es justificar esa caracterización de la temporalidad y cuestionar tanto la
posición empirista como a la racionalista.

1. El tiempo no es un concepto empírico extraído, mediante abstrac-


ción, de la experiencia. Recordemos que el concepto es una re-
presentación general que contiene las determinaciones comunes
a diferentes objetos. Por tanto, si pensamos el tiempo como un
concepto, se tendría que aceptar la existencia de distintos tiempos
cuando, como base de la objetividad empírica, se tiene que asu-
mir su unidad (ver punto 4). Pero, además, el concepto implica
la relación entre sujeto y predicado, unidos por una cópula que
cosignifica el tiempo; por lo tanto, cualquier concepto presupone
el tiempo. Dicho de otra manera, el tiempo no es susceptible de
ser definido porque, cualquiera que sea el concepto que se utilice
en su definición, el tiempo ya se encuentra implícito en él.
2. El tiempo es una representación necesaria que sirve de base a
todas las intuiciones. Para justificar esta tesis, Kant pide reali-
zar un experimento mental. Podemos abstraer todos los fenóme-
nos, pero se percibirá que el tiempo no puede ser suprimido. Sin
embargo, este ejercicio puede propiciar una mala interpretación,
pues da pie a pensar que el tiempo es algo que se encuentra en
la mente con independencia del mundo. Frente a este riesgo no
debemos perder de vista que el tiempo denota una relación, por
lo que al abstraer todos los fenómenos tienen que permanecer
dos instancias. En este caso sería la actividad de la conciencia,
tomada como objeto, y ella misma, como autoconciencia, lo que
establece un parámetro para medir su movimiento. A pesar de
esto, me parece que un mejor argumento se encontraría si parti-
mos de la descripción de la experiencia como la unidad activa de
lo objetivo y lo subjetivo, pues hace patente que cualquier cosa
que aparezca en la experiencia implica necesariamente la tempo-
ralidad, en tanto que esta es inherente a dicha unidad.

82
3. En esa necesidad a priori del tiempo se basa igualmente la posibi-
lidad de formular principios apodícticos sobre las relaciones tem-
porales o axiomas del tiempo en general. De cierta manera, esta
tesis es una especificación de la anterior. Kant ofrece el ejemplo
de un axioma del tiempo: tiempos diferentes no son simultáneos,
sino sucesivos. De inmediato agrega que su carácter universal
y necesario indica que no puede extraerse de la experiencia. En
este punto resulta extraño que Kant no remita al conocimiento
de la aritmética, ya que a pesar de que este no se justifica en la
experiencia (mediante una intuición) tiene en la universalidad y
necesidad del tiempo su fundamento.48 Quizá ello se debe a que
eso sería parte de lo que él denomina la exposición trascendental,
esto es, la explicación de cómo a partir de un principio universal
y necesario se puede comprender la posibilidad de otros conoci-
mientos sintéticos a priori.
4. El tiempo no es un concepto discursivo, sino una intuición a priori.
Mientras que cualquier concepto empírico, como representación
general, presupone la síntesis de una diversidad, el tiempo remite a
una unidad. Cualquier cantidad de tiempo determinado (quantitas)
presupone el tiempo como unidad (quantum), y tiempos diferentes
son solo partes de un mismo tiempo (esto apoya lo dicho en el
punto 1). Si digo “La clase duró dos horas”, lo que hago es esta-
blecer dos límites (el comienzo y el final) al interior de la unidad
temporal. Locke pensaba que la idea de infinito (temporal) era el
resultado de sumar unidades temporales discretas. Pero ello no es
posible porque tendríamos que afirmar que a una unidad de tiempo
le sigue después otra; es decir, que se presupone el tiempo. En tan-
to unidad, el tiempo remite a una intuición.49
48
“La aritmética construye ella misma sus conceptos de números mediante la
adición sucesiva de las unidades en el tiempo”. Prolegómenos, § 10.
49
“La infinitud del tiempo quiere decir simplemente que cada magnitud tem-
poral determinada sólo es posible introduciendo limitaciones en un tiempo
único que sirve de base. La originaria representación tiempo debe estar,

83
Como se puede apreciar, uno de los aspectos en los que más insiste
Kant es que el tiempo no es un concepto, sino una intuición pura (forma
de la intuición empírica). Esto se debe a que dicha tesis representa la
base de su crítica al racionalismo. Como ya hemos señalado, la físi-
ca moderna advierte que en la experiencia no es posible encontrar un
movimiento uniforme, ni algo que sea fijo o inmóvil, para sustentar la
objetividad de la medida del tiempo. Ante eso, Newton sostiene que el
tiempo absoluto (el parámetro para medir el movimiento) si bien no es
visible en la experiencia, es algo objetivo, es algo que existe con inde-
pendencia de la manera en que percibimos la naturaleza. Motivado por
el propio Newton, cuando afirma que se accede a ese supuesto tiempo
absoluto a través de una fórmula matemática, pero en contra de él, Lei-
bniz sostiene que ese tiempo no es algo que existe con independencia
de la conciencia, sino que es producido por ella. El entendimiento crea
el concepto de movimiento uniforme para medir aquellos movimien-
tos empíricos que no cumplen con la exigencia de uniformidad. Como
acertadamente plantea Cassirer: Leibniz convierte en algo “inteligible”
lo que para Newton era algo absoluto.50

El cambio de las percepciones nos da la ocasión de pensar en el


tiempo, y lo medimos a través de cambios uniformes. Pero aun
cuando no hubiese nada uniforme en la naturaleza, el tiempo no
dejaría de estar determinado, del mismo modo que el lugar no deja-
ría de estar determinado ni siquiera cuando no hubiese en él ningún
cuerpo fijo o inmóvil. Y esto es así porque conociendo las reglas

pues, dada como ilimitada. Pero cuando las mismas partes y cada magnitud
de un objeto sólo pueden representarse por medio de limitaciones, entonces
la representación entera no puede estar dada mediante conceptos (ya que
éstos contienen sólo representaciones parciales), sino que debe basarse en
una intuición inmediata”. (A 32, B 48)
50
El problema, ii, 6, 2, p. 403.

84
de los movimientos disformes siempre se los puede relacionar con
movimientos uniformes inteligibles y prever por este medio lo que
sucederá por diferentes movimientos unidos unos junto a otros, Y
en este sentido el tiempo es la medida del movimiento, es decir, el
movimiento uniforme es la medida del movimiento disforme.51

A primera vista parece que las posiciones de Leibniz y Kant se en-


cuentran muy próximas: el tiempo remite a una relación entre los mo-
vimientos empíricos, no uniformes, y el concepto de tiempo uniforme
creado por el entendimiento. Sin embargo, cuando nos adentramos en el
análisis advertimos que Leibniz da prioridad al concepto de movimiento
uniforme, mientras que los movimientos empíricos se ven reducidos a
datos oscuros y confusos que no revelan la naturaleza del tiempo. De
esta manera, puede conservar la tesis racionalista básica respecto a que
la diferencia entre sensibilidad y entendimiento es meramente cuantita-
tiva (Kant dice puramente lógica); es el entendimiento el que da mayor
claridad y distinción. El dato empírico de los movimientos solo actua-
liza el concepto de tiempo uniforme inteligible. De ahí concluye que el
conocimiento es, básicamente, un análisis conceptual. “El tiempo y el
espacio son de la misma naturaleza que las verdades eternas, que consi-
deran por igual lo posible y lo existente”.52
En contraste, Kant sostiene que la diferencia entre sensibilidad y
entendimiento es trascendental, es decir, es una distinción necesaria que
tiene un carácter cualitativo, ya que remite a diferentes funciones: re-
ceptividad y espontaneidad. Por ello, el conocimiento solo puede darse
cuando ambas se unifican. De acuerdo con esto, no se puede decir que
el tiempo pertenece al entendimiento (en tanto concepto) antes de ese
acto de unificación, sino que el tiempo emerge en ese acto. El tiempo es,

51
Nuevos ensayos, ii, 14, § 16. El énfasis es de mi parte.
52
Ibid., ii, 14, § 26.

85
ante todo, intuición y, por tanto, es inseparable de los movimientos em-
píricos. Tanto Newton como Leibniz se mantienen en los presupuestos
de la metafísica sustancialista: para ellos el tiempo en sentido estricto o
verdadero (tiempo absoluto, movimiento uniforme) es el parámetro con
que medimos. En cambio para Kant el tiempo es la relación entre los
movimientos y el parámetro para medirlos.

Leibniz se limitó a comparar entre sí todas las cosas por medio de


conceptos. Naturalmente, descubrió que no había más diferencias
que aquéllas por medio de las cuales el entendimiento distingue sus
conceptos unos de otros. No consideró como originarias las con-
diciones de la intuición sensible, las cuales conllevan sus propias
diferencias. La razón de no hacerlo se hallaba en que él tenía la sen-
sibilidad por un tipo de representación confusa, no por una especial
fuente de representaciones. (B 326, A 270)

Frente a los representantes del racionalismo, Kant subraya el ca-


rácter irreductible de la sensibilidad en el proceso de conocimiento.
Sin embargo, en contraste con los representantes del empirismo, sos-
tiene que el tiempo no puede concebirse, o derivarse, a través de una
suma de intuiciones aisladas porque presupone también una forma de
síntesis de esas intuiciones de la cual es posible acceder a una regla
con validez objetiva. Precisamente, este era el problema que Aristóte-
les enfrentaba al definir el tiempo como movimiento percibido: ¿cómo
pasamos de un juicio de percepción (subjetivo) a un juicio de expe-
riencia (objetivo)? La tesis de Kant es que la síntesis que se realiza en
la intuición no solo tiene un carácter psicológico, sino que implica la
regla de sucesión, cuya objetividad se hace patente en el desarrollo del
conocimiento aritmético.
En el juicio de percepción “La clase duró mucho” tenemos la rela-
ción entre un mundo en movimiento y el sujeto que lo percibe; lo que

86
falta es una regla objetiva para medirlo. El parámetro para hacerlo se
crea, como había advertido Aristóteles, en la conciencia del sujeto que
define un ahora y, al hacerlo, establece la distinción entre lo anterior y
lo posterior. Con ello tenemos la relación entre algo que permanece, el
ahora, y algo que cambia, los contenidos de ese ahora. A partir de esa
intuición, en la que se sustenta la regla de sucesión, la aritmética crea,
o construye su conocimiento, sin que ello implique que los enunciados
de la aritmética se justifican en la intuición. Simplemente decimos que
esa intuición es su punto de partida y que si perdemos de vista esto
convertimos a los números en misteriosas entidades de las que no po-
demos explicar por qué se aplican al conocimiento empírico. De hecho,
el desarrollo del conocimiento aritmético presupone la intervención del
entendimiento, mucho más allá de la mera intuición, y es de donde se
extrae la regla (la institución social del reloj) que nos permite emitir el
juicio de experiencia “La clase duró dos horas”. El carácter universal
y necesario del conocimiento aritmético se explica porque es, precisa-
mente, una construcción a partir de la intuición pura del tiempo.
En la crítica al empirismo encontramos dos tesis fundamentales de la
filosofía kantiana: 1) La sensibilidad pierde su carácter exclusivamente
receptivo, pasivo; desde el primer momento ya hay una actividad de
síntesis. Esto es lo que representa el ahora como frontera entre lo ante-
rior y lo posterior. 2) No existe una diferencia real entre sensibilidad y
entendimiento, se trata de una mera distinción analítica. Precisamente,
uno de los objetivos de la KrV es mostrar cómo es posible esa unión, es
decir, cómo se vinculan intuiciones y conceptos a través de la mediación
de la imaginación. Sobre esto Cassirer observa lo siguiente:

La separación y la exclusión que Kant estableciera en la Diserta-


ción [mundo sensible, mundo inteligible], aunque [...] siga refirién-
dose a ella con frecuencia, no puede mantenerse ya en pie, objetiva-
mente. La disociación sólo puede operarse dentro de los límites del

87
concepto superior y común de la síntesis; existe, por tanto, desde el
primer momento, una unidad superior, que abarca los dos términos
de la antítesis y determina su mutua posición.53

Pero postular el vínculo indisoluble entre sensibilidad y entendi-


miento no significa que pueda reducirse uno a otro o que tengamos que
elegir entre ellos (como se planteaba en la polémica entre racionalistas
y empiristas). Cada instancia mantiene su especificidad en la unidad. De
hecho, la espontaneidad, propia del entendimiento, lo impulsará cons-
tantemente a trascender los límites que le impone la sensibilidad. Ante
esto, el objetivo de Kant es hacer patente que, a pesar de ese impulso
inherente al entendimiento, su espontaneidad solo es funcional o válida
para el conocimiento si se mantiene unida a la sensibilidad, lo cual im-
plica decir, en contra de la propensión dogmática, que el conocimiento
nunca podrá trascender la cosignificación del tiempo.
Nota. Una de las preguntas que con mayor frecuencia me hacen los
alumnos al exponer la teoría kantiana del tiempo es la siguiente: ¿Si no
existieran los seres humanos, no existiría el tiempo? Recientemente he des-
cubierto que Markus Gabriel en su libro Sentido y existencia. Una ontolo-
gía realista se hace la misma pregunta, y sostiene que la respuesta negativa
hace patente el error de dicha teoría. Empieza citando al propio Kant:

Por tanto, hemos querido decir que toda nuestra intuición no es sino la
representación de una aparición, que las cosas de nuestra intuición no
son en sí mismas tal como la intuimos, ni sus relaciones están hechas
en sí mismas tal como nos aparecen, y que, si suprimiéramos nuestro
sujeto o simplemente la constitución subjetiva de los sentidos en gene-
ral, desaparecería toda la constitución, todas las relaciones en el espacio
y el tiempo, incluso el espacio y el tiempo, y, como apariciones estas
no pueden existir en sí mismas, sino tan solo en nosotros. (A 42, B 59)
53
El problema, ii, 7, 3, p. 644.

88
El texto elegido por Gabriel es acertado porque sintetiza con clari-
dad la tesis kantiana. Veamos qué nos dice este joven filósofo alemán:

Con independencia de los problemas innumerables que este pasaje


arroja (¿qué significa, por ejemplo, que espacio y tiempo solo exis-
ten en nosotros?), recientemente Meillassoux ha recordado el cono-
cido problema antiguo de que, según Kant, no había tiempo antes de
que existieran seres con una determinada forma de intuición, lo cual
conduce a la tesis paradójica de un nacimiento del tiempo, que está
vinculado con el acto atemporal de la aparición del [ser humano]
junto con su dotación sensible. De hecho, esta tesis está en conflicto
con la circunstancia de que aparecieron poco a poco hombres en el
transcurso de una fase bastante larga de la evolución biológica, lo
cual no habría de entenderse en el sentido de que la evolución inició
su comienzo como suceso temporal cuando produjo al homo sapiens
(trascendentalis). Es absurdo sin más suponer que la evolución co-
menzó primero fuera del tiempo, y luego se temporalizó como un
producto secundario de una de sus manifestaciones.54

La respuesta de Gabriel manifiesta la enorme fuerza que ejerce la


metafísica sustancialista a través del lenguaje y, por tanto, la dificultad
que encierra pensar consecuentemente en términos de relaciones. He-
mos dicho que el tiempo es la relación entre el movimiento al que están
sometidos los objetos del mundo y el ahora que establece la conciencia,
para diferenciar entre lo anterior y lo posterior, lo que crea las condi-
ciones para que sea medido. Si desapareciera este último extremo de la
relación, lo que existiría es el movimiento, pero no su medida: el mo-
vimiento evolutivo precede al surgimiento de los seres humanos, como
54
Markus Gabriel, Sentido y existencia. Una ontología realista, Barcelona,
Herder, 2017, p. 124 (en el texto se cita la obra de Quentin Meillassoux,
Nach der Endlichkeit). La cita previa de Kant es la traducción utilizada en
la referencia de Gabriel de la edición de Herder.

89
el Big Bang y muchos otros fenómenos pasados de los que hablan los
científicos. Sin embargo, lo que no existía es su medida.
Si ubicamos esos fenómenos temporalmente, por ejemplo, mil millo-
nes de años antes de la aparición de los seres humanos, se debe a que
se trata del conocimiento (representación), el cual es inseparable de la
temporalidad. Recordemos que vemos el mundo a través del lenguaje y
en este, a partir de la intuición del movimiento, la temporalidad surge
como un quantum (unidad infinita) con base en una sencilla regla: uno
más. Este uno más puede ser uno más adelante o uno más atrás. De esta
manera, podemos ubicar cualquier fenómeno: aquellos que preceden a
la aparición de nuestra especie y aquellos que sucederán después de su
desaparición. Al pensar de manera sustancialista, lo que hace Gabriel es
reducir el tiempo al movimiento, de ahí la aparición de todas las para-
dojas que menciona. El tiempo, en tanto relación, no puede ser, como él
interpreta a Kant, únicamente subjetivo, esto es, solo un fenómeno de la
conciencia. El tiempo es objetivo, tiene realidad empírica, ya que remite
al movimiento pero al mismo tiempo es subjetivo, tiene idealidad tras-
cendental, en tanto implica también la regla de su medida, la institución
social del reloj. Mientras no entendamos la noción de experiencia como
esa relación primaria entre lo objetivo y lo subjetivo no podremos enten-
der una palabra de Kant o, peor aún, estamos condenados a desarrollar
interpretaciones erróneas bajo el manto de una profundidad inexistente.
La observación de un alumno manifestaba ese mismo embrujo sus-
tancialista, pero de una manera más silvestre: al escuchar la tesis kan-
tiana se puso muy contento porque pensó que era factible, mediante un
gran esfuerzo, dejar de intuir el movimiento o, por lo menos, dejar de
medirlo y así convertirnos en seres inmortales. Mi respuesta consistió
en hacerle ver que, por desgracia, el tiempo no mata a nadie. Lo que nos
mata es el movimiento de entropía al que estamos sometidos de manera
ineludible todos los organismos. El tiempo lo que propicia es la adquisi-
ción de conciencia, especialmente cuando la juventud quedó muy atrás.

90
3. Espacio y tiempo

Zenón de Elea ha pasado a la historia por sus famosas paradojas, entre


ellas encontramos una relacionada con el espacio, la cual puede recons-
truirse de la siguiente manera: si todo lo real se encuentra en el espacio
y si este también es real, entonces el espacio deberá estar en un espacio.
Por tanto, hay un espacio del espacio y así ad infinitum. Como apun-
ta Gottfried Martin,55 con esta paradoja Zenón realiza una importante
precisión ontológica: el ser del espacio debe ser distinto del ser de las
cosas que están en el espacio. En efecto, el espacio no puede ser lo que
tradicionalmente se denominaba una sustancia, sino que se trata de una
relación. Gracias a la correspondencia que mantuvo con Samuel Clarke,
sabemos que para Leibniz esta paradoja representó un elemento impor-
tante en su crítica a la noción de espacio absoluto de Newton y para
caracterizar al espacio como una relación que captamos en las cosas, no
como una propiedad de estas: tempus et spatium sunt ordines, non res.
Veamos tres textos de este representante del racionalismo:

El espacio, el tiempo, la extensión y el movimiento no son cosas,


sino modos de considerar dotados de fundamento.
[...]
4) El autor [Christoph Stegmann] considera que el espacio es
un accidente. Por cierto, estar en el espacio dado es un accidente,
pero no se puede decir apropiadamente que el espacio mismo sea
un accidente. El tiempo y el espacio son ciertos órdenes universales
de cosas existentes, según las cuales una cosa es anterior o posterior
a otra, o bien, más próxima a otra o más alejada de ella. Por tanto,
no son sustancias ni accidentes, sino algo ideal, pero fundado en la
verdad de las cosas.

55
Gottfried Martin, Immanuel Kant, Berlin, Walter de Gruyter & Co Verlag,
1969, p. 15.

91
[...]
El espacio es el orden del coexistir, esto es, el orden de existir de
los entes simultáneos.56

En los dos primeros párrafos de la cita anterior, se hace patente que si


bien Leibniz sostiene que el espacio y el tiempo remiten a la relación entre
el mundo y el sujeto que lo percibe, agrega que se trata de una relación
con fundamento en la verdad de las cosas. Aparentemente esto nos apro-
xima a la tesis kantiana respecto a que el espacio y el tiempo poseen reali-
dad empírica e idealidad trascendental. Sin embargo, antes de extraer una
conclusión precipitada es menester comprender qué entiende Leibniz por
ese fundamento de las relaciones espacio-temporales. Retomando a los
escolásticos él distingue entre relación real (relatio realis), relación racio-
nal (relatio rationalis) y relación trascendental (relatio transcendentalis).
La relación real es interpretada como una sustancia. Esta forma de
entenderla, como hemos dicho, es rechazada tajantemente por Leibniz.
Una relación racional es la que solo existe en la representación. Esto es
lo que se niega cuando se dice que el espacio es un orden de relaciones
basado en la verdad de las cosas. Por tanto, tiene que ser una relación
trascendental, la cual se distingue por poseer un fundamento. Según
Leibniz el pensar divino intuye las relaciones entre las mónadas, y es
en ese acto donde adquieren su objetividad. Espacio y tiempo son en-
tendidos como phaenomena Dei (“Lo mejor será, por tanto, decir que el
espacio es un orden, pero que Dios es su fuente” 57).

56
Gottfried Leibniz, Escritos filosóficos, Madrid, Antonio Machado Libros,
2003, pp. 397, 654 y 664, respectivamente.
57
Nuevos ensayos, ii, 13, § 17. “Y de esta manera, no es una sustancia en ma-
yor medida de cuanto lo es el tiempo y, si tiene partes [aunque sea infinito],
no podría ser Dios. Es una relación, un orden, no sólo entre los existentes,
sino incluso entre los posibles como si estos existieran. Pero su verdad y
realidad está basada en Dios, como todas las verdades eternas”. ii, 13, § 17.

92
Kant recupera la tesis respecto a que el espacio es el orden del
coexistir. Pero en contra de Leibniz se propone demostrar que asumir
el espacio como una representación no implica necesariamente con-
vertirlo en algo subjetivo y que para sustentarlo como algo objetivo
tampoco se requiere apelar a una entidad trascendente o externa a la
representación. “Sólo podemos, pues, hablar del espacio, del ser ex-
tenso, etc. desde el punto de vista humano” (A 26). Podemos decir
que, en contra de la tradición filosófica, Kant busca diferenciar cla-
ramente entre lo trascendente y lo trascendental. Mientras lo primero
nos remite a un elemento externo a la experiencia, lo segundo remite
a las condiciones de posibilidad de la experiencia. De esta manera,
cuando decimos que el espacio remite a una relación trascendental
significa una relación entre el sujeto que percibe y la multiplicidad de
intuiciones; esto es, una representación cuyo fundamento, aquello que
la hace objetiva, es inmanente a esta. Se trata de una relación que es,
a la vez, rationalis y trascendentalis. Con ello el espacio y el tiempo
dejan de ser objetos, que se tratan de conocer, para convertirse en fun-
ciones que hacen posible el conocimiento.

El espacio y el tiempo son los primeros y fundamentales medios de


construcción de la objetividad. Conocer un objeto de la experiencia
exterior significa, sencillamente, plasmarlo conforme a las reglas de
la síntesis espacial pura, a base de las impresiones de los sentidos y,
por tanto, hacerlo surgir dentro del espacio.58

Las reglas de la síntesis espacial pura se expresan en la geometría;


precisamente, como se plantea desde la perspectiva del método analítico
de los Prolegómenos, es la presencia de esta ciencia lo que hace patente
el carácter objetivo de las relaciones espaciales. “La geometría es una

58
El problema, ii, 7, 3, p. 639.

93
ciencia que establece las propiedades del espacio sintéticamente y, no
obstante, a priori” (B 40).59 Veamos en qué sentido se habla de la obje-
tividad de dichas relaciones. Los Elementos de Euclides tienen una es-
tructura axiomática, lo cual motivó, casi desde un principio, una amplia
polémica. Para unos, los axiomas son proposiciones que no pueden ser
demostradas; en cambio, para otros, son demostrables como los teore-
mas. En el contexto de la filosofía moderna, Leibniz asume la segunda
posición incentivado por la creencia de que todas las propiedades del
espacio euclidiano son necesarias.
Sin embargo, en 1730 el matemático Giovanni Saccheri trató de
demostrar el muy debatido quinto axioma mediante una reducción al
absurdo. Para ello tomó como punto de partida el supuesto de que la
suma de los ángulos de un cuadrado es menor que cuatro rectos, con la
esperanza de llegar a una contradicción y así, indirectamente, probar el
axioma de las paralelas. Para su sorpresa desarrolló un sistema libre de
contradicción; es decir, una geometría no euclidiana. Uno de sus pri-
meros defensores fue el matemático, amigo de Kant, Johann Heinrich
Lambert, quien muy probablemente le dio a conocer la noción de es-
pacio cuatridimensional. En una de sus primeras obras, Pensamientos
sobre la estimación verdadera de las fuerzas naturales, Kant mismo

59
“La matemática pura y, especialmente, la geometría pura, puede tener reali-
dad objetiva sólo con la condición de que se refiera solamente a objetos de
los sentidos, con respecto a los cuales, empero, está establecido el principio
de que nuestra representación sensible nunca es una representación de las
cosas en sí mismas, sino solamente del modo como éstas se nos aparecen.
De aquí se sigue que las proposiciones de la geometría no son determi-
naciones de una mera criatura de nuestra fantasía poética, que por tanto
no podrían ser referidas con seguridad a objetos reales; sino que valen de
modo necesario para el espacio y por tanto también para todo lo que pueda
encontrarse en el espacio, porque el espacio no es otra cosa que la forma de
todos los fenómenos externos, forma sólo bajo la cual nos pueden ser dados
objetos de los sentidos”. Prolegómenos, § 13.

94
hizo patente que la demostración de la necesidad del espacio tridimen-
sional que ofrece Leibniz en la Teodicea es falsa. A pesar de ello, Kant
confiesa que le cuesta mucho trabajo imaginar geometrías no euclidia-
nas, aunque asume la necesidad de abrirse a ellas. Cabe señalar, como
apunta Martin, que Leonard Nelson, Wilhelm Meinecke y Paul Nartop
han mostrado que la admisión de geometrías no euclidianas partiendo
de los supuestos kantianos no solo es posible sino también necesaria.60
Cuando Kant afirma que los juicios de la geometría son sintéticos a
priori, de manera implícita asume la concepción axiomática clásica y, con
ello, la posibilidad lógica de diferentes formas del orden espacial. Para
Leibniz la proposición la suma de los ángulos de un triángulo es igual a
dos rectos es analítica, en la medida en que supuestamente el predicado
(igual a dos rectos) se encuentra unido de manera necesaria al sujeto (la
suma de los ángulos), por lo que se puede probar solo por el principio de
no contradicción. En cambio, Kant sostiene que dependiendo del con-
tenido de los axiomas también se puede decir que dicha suma es menor
que dos rectos (la geometría de Bolyai-Lobatscheski) o que es mayor que
dos rectos (la geometría de Riemann), lo cual implica que no existe esa
conexión necesaria entre sujeto y predicado como creía Leibniz y que, por
tanto, su prueba requiere más que el principio de no contradicción.
Las proposiciones de la geometría remiten por un lado a la intuición
y, paralelamente, a la espontaneidad del entendimiento, que construye
el orden espacial. La clave en este punto es no dejar de ver que si bien
el conocimiento exige la unidad de estos dos aspectos, al mismo tiempo
sensibilidad y entendimiento mantienen su especificidad, por lo que la

60
Immanuel Kant, p. 21 (obras referidas por Gottfried Martin: Leonard Nel-
son, Bemerkungen über die nicht-euklidische Geometrie und den Ursprung
der mathematischen Gewißheit; Wilhelm Meinecke, Die Bedeutung der
Nicht-Euklidischen Geometrie in ihrem Verhältnis zu Kants Theorie der
mathematischen Erkenntnis, y Paul Nartop, Die logischen Grundlagen der
exakten Wissenschaften).

95
creatividad del segundo no se encuentra limitado por la primera.61 El
problema reside en que Kant, al no poder imaginarse las geometrías no
euclidianas, pensaba que estas, si bien son lógicamente posibles, no son
construibles, es decir, no pueden remitir a la intuición, lo que las reduce
a ser entidades de la razón. Creencia que puede ser corregida acudiendo
a los actuales textos de geometría, que hacen patente la compatibilidad
de las geometrías no clásicas con la intuición.
En la exposición del tiempo he tratado de ceñirme al método de ex-
posición sintético, propio de la KrV, pero, para evitar repeticiones, en
la aproximación al espacio, he tratado de aproximarme al método ana-
lítico de los Prolegómenos. Sin embargo, por razones pedagógicas, me
parece necesario volver ahora a la exposición metafísica del concepto
de espacio, esto es, a la representación clara de lo que pertenece a dicho
concepto, en cuanto dado a priori. Así como el tiempo es movimiento
percibido, podemos afirmar ahora que el espacio es diversidad percibi-
da.62 En el sentido común se dice que las cosas se encuentran enfrente
de mí o fuera de mí, que las cosas ocupan un lugar distinto del que
ocupa el sujeto que las percibe. Pero la noción de lugar presupone la
de espacio, ya que “lugar” significa un ámbito del espacio localizado
61
“La espontaneidad del pensar geométrico se manifiesta por primera vez en
este aspecto de la síntesis basado en el carácter axiomático de la geometría
[…]. Por ejemplo, la axiomática de Hilbert comienza diciendo: ‘Imagine-
mos tres sistemas distintos de cosas’, y luego los axiomas atribuyen a esas
cosas libremente pensadas propiedades libremente puestas. Por esta razón,
el concepto triángulo es compatible tanto con el concepto suma de ángulos
igual a dos rectos, como con los conceptos suma de ángulos mayor que dos
rectos y suma de ángulos menor que dos rectos. La espontaneidad del pen-
sar ya se manifiesta en esta libertad que impera en el planteo inicial, pero
también en la construcción axiomática ulterior.” Immanuel Kant, p. 23.
62
“El espacio inteligible es la representación formal del sujeto, en la medi-
da en que éste es afectado por cosas externas”. Immanuel Kant, Transi-
ción de los principios metafísicos de la ciencia natural a la física (Opus
postumum), Barcelona, Editorial Anthropos, 1991, xxii, 525.

96
mediante su relación con otras cosas (el yo aquí, la cosa allá). A ese sis-
tema de relaciones que hace posible localizar el lugar es a lo que Kant
llama espacio; pensemos en los términos que utilizamos para referirnos
a él: arriba, abajo, a la derecha e izquierda, etcétera. Lo que nos enseña
la geometría es que la forma de ese sistema de relaciones puede variar,
pues esto depende de la creatividad del entendimiento y sus conceptos,
pero en todos los casos se presupone ese sistema en términos intuitivos.

El espacio no es un concepto empírico extraído de experiencias


externas. En efecto, para poner ciertas sensaciones en relación con
algo exterior a mí (es decir, con algo que se halle en un lugar del es-
pacio distinto del ocupado por mí) e, igualmente, para poder repre-
sentármelas unas fuera [o al lado] de otras y, por tanto, no sólo como
distintas, sino como situadas en lugares diferentes, debo presuponer
de antemano la representación del espacio. (B 38)

Una vez establecido que la representación originaria del espacio es


una intuición, y no un concepto, Kant construye su argumentación de la
siguiente manera (descompongo el texto citado en tres incisos para una
mejor exposición):

[a.] El espacio es una necesaria representación a priori que sirve de


base a todas <las intuiciones externas.
[b.] Jamás podemos representarnos la falta de espacio, aunque sí po-
demos pensar que no haya objetos en él.
[c.] El espacio es, pues, considerado como condición de posibilidad de
los fenómenos, no como una determinación dependiente de ellos,
y es una representación a priori en la que se basan necesariamente
los fenómenos externos. (B 38, A 24, B39, respectivamente)

El punto más importante del argumento es la proposición interme-


dia; sin embargo, expresada de esa manera, tan escueta, resulta ambigua

97
porque parece conducirnos a las tradicionales dificultades para concep-
tualizar el espacio. En los primeros capítulos del libro iv de la Física (el
mismo en que se aborda el tema del tiempo), Aristóteles advierte que
aquellos que sostienen la existencia del vacío, admiten también la exis-
tencia del lugar, ya que el vacío sería un lugar desprovisto de cuerpos; es
decir, el lugar y el espacio terminan por ser sustancializados.

Así, por estas razones, se ha supuesto que el lugar es algo distinto de


los cuerpos y que todo cuerpo sensible está en un lugar.
[...]
Si así fuera, el poder del lugar sería algo maravilloso, anterior a
todas las cosas; porque aquello sin lo cual nada puede existir, pero que
puede existir sin las cosas, sería necesariamente la realidad primaria;
pues el lugar no se destruye cuando perecen las cosas que hay en él.63

Lo importante aquí es advertir que en el argumento se habla de la re-


presentación y de las condiciones de posibilidad de los fenómenos; esto
es, a diferencia de Aristóteles, Kant no se sitúa en el nivel de las cosas en
sí mismas, sino en el ámbito de su representación. Como tal, el espacio
no puede existir sin la intuición de la diversidad de los fenómenos que
ocupan un lugar (es una relación fundada en la experiencia); lo que nos
indica Kant es la imposibilidad de representarnos los fenómenos sin el
espacio, aunque, en el mundo como representación, sí puedo, mediante
la abstracción de los fenómenos, pensar el espacio sin cuerpos. Ello no
habla de una prioridad del espacio en términos genéticos u ontológicos,
sino de una prioridad lógica. Los cuerpos se encuentran en un lugar,
pero cuando se habla de lugar se presupone el espacio como unidad.

63
Física, 208b25 y 209a30-35, respectivamente.

98
Analítica de los conceptos

Nosotros no conocemos los objetos, como si fuesen


dados y estuviesen determinados en cuanto objetos,
antes de nuestro conocimiento y con independencia de
éste. Conocemos objetivamente, porque a lo largo del
transcurrir uniforme de los contenidos de experiencia,
creamos determinadas delimitaciones y establecemos
determinados elementos duraderos y determinados nexos
entre éstos.
Ernst Cassirer

En la correspondencia con sus colegas del seminario de Tubinga (Tü-


binger Stift), Friedrich Hölderlin afirma que si Kant hubiera empezado
la exposición de su sistema por la temática de la Crítica del Juicio hu-
biera facilitado la comprensión de su filosofía. Me parece correcta esta
observación, porque la exposición de lo que significa la “capacidad del
juicio” (Urteilskraft / discernimiento) habría hecho más fácil comparar
los planteamientos epistemológicos tradicionales con la novedad que
encierra la perspectiva trascendental. En las siguientes reflexiones voy
a seguir, en parte, dicha sugerencia, sobre todo para entender con más
claridad el lugar y la función de las categorías, así como el proceso de
su justificación.

99
1. Reflexión y formación de conceptos

Para Kant, el conocimiento implica, en todos los casos, un vínculo entre


sensibilidad y entendimiento. A través de la primera nos son dados los ob-
jetos, en la forma de fenómenos, como objetos todavía indeterminados;64
mientras que el entendimiento nos permite pensarlos, lo que comienza
por su determinación, es decir, por su constitución como objetos en senti-
do estricto. Por tanto, uno de los problemas centrales de la epistemología
consiste en explicar el paso de las intuiciones, de las representaciones
particulares propias de la sensibilidad, a los conceptos, los cuales son
representaciones generales que distinguen al entendimiento. Tradicio-
nalmente se asume que dicho paso se realiza mediante un proceso de
abstracción, sustentado en la actividad de juzgar. Kant dice que no se
siente satisfecho con las viejas explicaciones, ya que, en primer lugar, la
abstracción es solo una condición negativa; esto es, la separación de las
diferencias para quedarse con la nota común de las intuiciones cuando
se trata de un proceso más complejo. En segundo lugar, se dice que en el
juicio se establece una relación entre dos conceptos, pero no se analiza
con precisión en qué consiste esa relación. Por ejemplo, la simple agru-
pación de percepciones (intuiciones conscientes) jamás nos permitirá dar
cuenta de la objetividad que exige el conocimiento.
En la Reflexión 2856, de su Lógica, Kant sostiene: “La cuestión lógi-
ca no es ¿cómo llegamos a los conceptos?, sino ¿qué operaciones del en-
tendimiento constituyen un concepto?, contenga éste algo que procede
de la experiencia o algo inventado o algo derivado de la naturaleza del

64
“A todo objeto lo conocemos solamente por predicados que enunciamos
o pensamos de él. Antes de eso, lo que se encuentra en nosotros como
representación es sólo materia, pero no conocimiento. Por eso, un objeto
es tan sólo un algo en general, que pensamos mediante ciertos predicados
que forman su concepto”. Immanuel Kant, Lógica. Un manual de lecciones,
Madrid, Ediciones Akal, 2000, Reflexión 4634.

100
entendimiento”. Kant habla de tres actus lógicos del entendimiento,65
mediante los cuales se generan los conceptos:

1) La comparación; esto es, la equiparación de representaciones en-


tre sí en relación con la unidad de la conciencia.
2) La reflexión; esto es, la deliberación acerca de cómo pueden ser
comprendidas diferentes representaciones en una conciencia.
3) La abstracción o la segregación, de todo lo restante, en lo que se
diferencian las representaciones dadas.

Ante todo destaca que los tres actos lógicos del entendimiento se en-
marcan en el contraste entre la diversidad de las intuiciones, vinculadas
en un orden espacio temporal, y la unidad de la conciencia. Como vere-
mos un poco más adelante esto representa una cuestión fundamental de
este proceso. Pero, por el momento, podemos mantenernos en el aspecto
más evidente o superficial y acudir a un ejemplo del propio Kant. Imagi-
nemos que vemos un pino, un sauce y un tilo. Comparándolos encuen-
tro, de manera inmediata, una multiplicidad de diferencias entre ellos.
A continuación reflexionaré acerca de lo que podrían tener en común,
y encuentro que, a pesar de las diferencias, son objetos que poseen un
tronco, ramas y hojas. Puedo abstraer las diferencias y, de esto modo,
accedo al concepto de árbol.
Cabe destacar que a diferencia de la descripción que podemos cali-
ficar de atomista de la experiencia, Kant se inclina por una perspectiva
holística. Así como no tenemos intuiciones aisladas, sino que ellas apa-
recen relacionadas en un orden espacio temporal, en la formación de
conceptos se da un vínculo entre ellos que hace posible su definición.
Kant retoma el principio de Spinoza, toda determinación es negación,
y habla, junto al juicio afirmativo (S es P) y el juicio negativo (S no es P),

65
Ibid., 1, Observ. 1, § 6.

101
del juicio infinito (S es no P). Con ello se plantea que la definición de un
concepto se da tanto por las determinaciones que le son propias, como
por su relación con los otros conceptos. El lenguaje no es una simple
colección de nominaciones aisladas, como lo describen Hobbes y Locke,
sino un sistema.
Como hemos señalado, el proceso de formación de conceptos co-
mienza con la comparación de los contenidos que nos ofrece el amplio
espectro de intuiciones, donde es posible localizar diferencias y seme-
janzas. De inmediato, Kant agrega que todo juicio y toda comparación
requieren de una reflexión, a la cual define de la siguiente manera:

La reflexión (reflexio) no se ocupa de los objetos mismos para reci-


bir directamente de ellos los conceptos, sino que es el estado de la
[mente] [Gemüt] en el que nos disponemos a descubrir las condi-
ciones subjetivas bajo las cuales podemos obtener conceptos. Es la
conciencia de la relación que existe entre representaciones dadas y
nuestras diferentes fuentes de conocimiento. (B 316)

La reflexión es la capacidad de replegarse sobre las representaciones


para examinarlas, establecer su origen y, a partir de ello, combinarlas e
incluso modificarlas. En el caso simple que hemos mencionado, alguien
puede decir que las diferencias entre el pino y las otras dos clases de ár-
boles impiden que los agrupemos en un mismo concepto, es decir, que el
pino no sería un caso del concepto árbol, sino otra cosa que requiere de
un concepto diferente. Sin duda, la fuerza de la costumbre e, incluso, el
conocimiento biológico pueden sustentar que esa exclusión es arbitraria.
Sin embargo, con independencia de la conclusión a la que podamos llegar
sobre esto, lo importante es resaltar que la reflexión no es, como indica
su etimología, un mero reflejo, sino que encierra siempre una capacidad
creativa; un estado de cosas puede conceptualizarse de diferentes maneras
de acuerdo a los datos de la experiencia (podemos enfatizar las semejanzas

102
pero también las diferencias) y a los intereses del sujeto. La reflexión es
una forma de deliberación y esta se caracteriza por implicar un cierto
grado de libertad del sujeto.
Kant se opone a lo que podemos llamar realismo dogmático, el cual
consiste en creer que el mundo se encuentra constituido por objetos ya
determinados, con independencia de los conceptos que son utilizados
para referirse a ellos, y que, por tanto, solo cabe una descripción verda-
dera de ellos. Por el contrario, cuando introduce la noción de cosa en
sí, él asume que un objeto puede describirse de diferentes maneras.66 El
hecho de que la reflexión busca transitar de la diversidad de la aprehen-
sión a la unidad del concepto indica que se trata de una actividad ligada
a la imaginación, porque ella representa la mediación entre ambas facul-
tades. “Ahora bien, lo que conecta lo diverso de la intuición sensible es
la imaginación, la cual depende del entendimiento en lo que se refiere
a la unidad de su síntesis intelectual, mientras que depende de la sensi-
bilidad en lo que se refiere a la diversidad de la aprehensión” (B 164).
Pero la imaginación no se limita a reproducir las imágenes, sino que ella
también es espontaneidad, es decir, tiene un carácter productivo.
Al vincular el proceso de formación de conceptos a la flexibilidad pro-
pia de la imaginación en su actividad reflexiva, Kant se abre a la diversi-
dad de esquemas conceptuales y además, de manera implícita, cuestiona
un viejo presupuesto de la epistemología. Tradicionalmente se asume que

66
En otro lugar he señalado que Kant y Quine coinciden en la imposibili-
dad de separar los aspectos fáctico y lingüístico. Sobre esto también cabe
remitir a la sugerencia que hace Hilary Putnam sobre una manera de leer
a Kant: “El internalismo no niega que haya inputs experienciales en el co-
nocimiento; el conocimiento no es un relato que no tenga otra constricción
que la coherencia interna; lo que niega es que existan inputs que no estén
configurados en alguna medida por nuestros conceptos, por el vocabulario
que utilizamos para dar cuenta de ellos y para describirlos, o inputs que
admitan una sola descripción, independiente de toda opción conceptual”.
Razón, verdad e historia, Madrid, Editorial Tecnos, 1988. p. 64.

103
la objetividad consiste en la descripción de las cosas como son en sí mis-
mas, por lo que la verdad, esto es, la adecuación entre el enunciado y los
hechos, se erige en la noción primaria. En cambio, al admitir la posibili-
dad de una pluralidad de descripciones, Kant de ninguna manera renuncia
a la noción de verdad como adecuación, pero la subordina al tema de la
objetividad, el cual remite ahora a las reglas que deben guiar el proceso
reflexivo y que deben ser reconocidas como válidas por todo sujeto ra-
cional.67 En los Prolegómenos esto se plantea en términos de la conocida
distinción entre juicios de percepción y juicios de experiencia.
En los juicios de percepción el enlace entre las representaciones
únicamente expresa la asociación que hace su portador, de acuerdo a
su estado variable. En los juicios de experiencia la asociación entre
representaciones se sustenta en una regla susceptible de ser asumida
como válida por cualquier sujeto que se refiera a ese mismo objeto;
en términos kantianos, “las enlazo” en una conciencia en general. Un
ejemplo simple sería la diferencia entre decir “Tengo frío” y afirmar
“La temperatura del cuarto es de diecinueve grados”.68 De acuerdo con
este planteamiento el objetivo es encontrar y explicar aquellas reglas
de la reflexión que le otorgan su carácter objetivo. Desde la perspectiva
67
“Validez objetiva y validez universal necesaria (para todos) son, por tanto,
conceptos intercambiables; y aunque no conocemos el objeto en sí, sin em-
bargo, cuando consideramos que un juicio es válido para todos y por tanto
necesario, entendemos precisamente con ello la validez objetiva”. Prolegó-
menos, § 19.
68
El editor y traductor de los Prolegómenos, Mario Caimi, comenta que en el
idioma castellano la distinción entre estos dos tipos de juicios se relaciona
con la distinción entre ser y estar: “‘la habitación es caliente’ enuncia algo
acerca de la naturaleza de la habitación; es una proposición que pertenece
a una descripción objetiva de la habitación, de alcance intersubjetivo […].
En cambio, la proposición ‘la habitación está caliente’ no pretende enunciar
ninguna propiedad de la habitación misma, sino más bien dice el efecto que
la percepción de la habitación produce en mi peculiar estado perceptivo”.
pp. 151 y 152.

104
que hemos seguido en esta reconstrucción, lo primero que hace Kant es
introducir la distinción entre reflexión lógica y reflexión trascendental
(B 317-319). La reflexión lógica consiste en la simple comparación de
las representaciones, sin tomar en cuenta la facultad cognoscitiva en la
que se sustentan; es decir, considera que todas las representaciones son
homogéneas. En contraste, la reflexión trascendental toma en conside-
ración la facultad cognoscitiva de la que provienen y, además, utiliza
conceptos comparativos, que hacen posible distinguir diversas formas
de relación. La capacidad de diferenciar tipos de representación y for-
mas de comparación crea las bases de un pensamiento objetivo.

El acto mediante el cual uno la comparación de las representacio-


nes con la facultad cognoscitiva en la que se realiza y a través de
la cual distingo si son comparadas entre sí como pertenecientes al
entendimiento puro o como pertenecientes a la intuición sensible lo
llamo reflexión trascendental. Ahora bien, las relaciones que entre
sí pueden guardar los conceptos en un estado [mental] son la de
identidad y diferencia, concordancia y oposición, interior y exterior
y, finalmente, de determinable y determinación (materia y forma).
La correcta determinación de tales relaciones depende de cuál sea
la facultad cognoscitiva en la que esos conceptos se hallan subjeti-
vamente vinculados, de si es la sensibilidad o el entendimiento. En
efecto, la diferencia de estas facultades implica una gran diferencia
en el modo según el cual debemos pensar dichas relaciones. (B 317)

Por ejemplo, si comparo dos representaciones conceptuales, situadas


en el entendimiento, que poseen las mismas determinaciones internas,
puedo concluir que son idénticas (numerica identitas). En cambio, dos
representaciones intuitivas, situadas en la sensibilidad, que poseen las
mismas determinaciones internas, pero que se encuentran situadas
en ámbitos espaciales distintos, en el mismo tiempo, son diferentes
(diferencia numérica). La exigencia de una clara reflexión trascendental

105
forma parte de la crítica a las posiciones racionalistas y empiristas. La
tesis kantiana es que los representantes de ambas posiciones tendían a
mantenerse en una reflexión lógica, lo cual tuvo como consecuencia el
que Leibniz intelectualizara los fenómenos, mientras que Locke sensi-
bilizara los conceptos del entendimiento, es decir, que no los conside-
rara más que como conceptos de reflexión empíricos y, por tanto, ais-
lados. Kant sostiene que la reflexión trascendental requiere diferenciar
entre las funciones de la sensibilidad y el entendimiento, pero, al mismo
tiempo, afirma que no debemos perder de vista su unidad, ya que el
conocimiento exige que ambas actúen conjuntamente.
En el apéndice titulado “La anfibología de los conceptos de reflexión”
(B 316), Kant hace una breve pero importante observación: “Esta reflexión
trascendental es un deber del que no puede librarse nadie que quiera formu-
lar juicios a priori sobre las cosas” (A 263). Si diferenciar tipos de reflexión
y formas de comparación sienta las bases de la objetividad, cumplir con esa
elevada exigencia requiere más elementos, los cuales tienen que localizarse
profundizando en el análisis de esta actividad. Para ello podemos acudir a
las distinciones que en la Crítica del Juicio se utilizan de manera amplia:
juicio determinante y juicio reflexionante. Veamos dos definiciones:

El Juicio puede ser considerado, bien como la mera facultad de re-


flexionar sobre una representación dada según un cierto principio,
para llegar a un concepto hecho posible por aquélla, o bien como la
facultad de determinar un concepto fundamental por medio de una
representación empírica dada.69
El Juicio, en general, es la facultad de pensar lo particular como
contenido en lo universal. Si lo universal (la regla, el principio, la
ley) es dado, el Juicio, que subsume en él lo particular (incluso cuan-
do como Juicio trascendental pone a priori las condiciones dentro de

69
Immanuel Kant, Primera introducción a la «Crítica del Juicio», Madrid,
Visor, 1987, p. 49.

106
las cuales solamente puede subsumirse en lo general), es determi-
nante. Pero si sólo es dado lo particular, sobre el cual él debe en-
contrar lo universal, entonces el Juicio es solamente reflexionante.70

Si ya tengo el concepto de árbol, lo que hago es utilizarlo para deter-


minar las intuiciones de un sauce, un tilo y un pino. En cambio, si solo
tengo las intuiciones sensibles de un sauce, un tilo y un pino, tengo que
buscar el concepto mediante las operaciones de comparación, reflexión
y abstracción. Para mencionar un ejemplo más complejo e interesante
podemos decir que la explicación científica, tal y como fue recons-
truida por Carl G. Hempel (Covering-law model), representa un caso
de juicio determinante. En ella tenemos un objeto de la explicación
(explanandum o explicandum), al cual buscamos relacionar con una se-
rie de acontecimientos previos (explanans o explicatum); para acceder a
una explicación causal subordinamos la serie de entidades particulares
(explanans-explanandum) a una ley universal. El caso más interesan-
te de juicio reflexionante se encuentra en el proceso de investigación
científica. La filosofía de la ciencia se ha centrado en el aspecto de la
explicación y ha relegado a un segundo plano la investigación; quizá
porque en la primera se hace manifiesto el aspecto más poderoso de la
actividad científica. Sin embargo, explicar es relativamente más simple
que la búsqueda de la teoría que hace posible ofrecer explicaciones.
En su viaje en el Beagle, Charles Darwin se asombró de la diversidad
de especies animales. En la comparación que propicia la observación de
este hecho le llamó en especial la atención la variabilidad, esto es, la ca-
pacidad de cambio natural indefinido de los organismos visible tanto en la
horticultura como en la ganadería. A partir de eso, asumió que las especies
no deben considerarse fenómenos aislados, sino que debe haber entre es-
tas una relación. La gran aportación de su reflexión consiste en invertir la

70
Immanuel Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Editorial Tecnos, pp. 89 y 90.

107
jerarquía que había planteado la metafísica. En efecto, tradicionalmente
se asumía la prioridad genética y ontológica de lo perfecto, para después
derivar lo menos perfecto. Se trata de la llamada Gran Cadena del Ser, que
tiene su expresión paradigmática en la filosofía de Plotino. Lo que pro-
puso Darwin fue invertir este presupuesto y, además, utilizar un lenguaje
más cercano a la observación. Se trata de tomar como punto de partida lo
más simple para después aumentar el grado de complejidad.
Una vez realizada dicha inversión, el problema es encontrar un prin-
cipio que permita explicar el proceso evolutivo. En el tercer capítulo de
su texto fundamental, El origen de las especies (1859), Darwin afirma
que la teoría económica de Thomas Malthus lo inspiró para proponer la
lucha por la existencia como uno de los factores más importantes de la
evolución. Cuando presentó su teoría a la Royal Society, gran parte de sus
miembros respondieron que se trataba de una narración muy ingeniosa,
pero que le faltaba la solidez de una auténtica explicación científica. Por
una parte, los distinguidos miembros de la academia tenían razón; por
otra, se equivocaron al no percibir que la descripción darwiniana abría un
camino de investigación muy fructífero, como se ha demostrado hasta la
fecha. En la actualidad, la teoría de la evolución es mucho más compleja
de lo que en su momento Darwin presentó; sin embargo, es la reflexión de
este quien abrió la posibilidad de ese gran desarrollo.
Dicho a posteriori, parece que acceder a los frutos de la reflexión es
relativamente fácil. Pero se requiere de un conocimiento directo de esa
actividad para percibir la dificultad que encierra. Precisamente, la com-
plejidad de la actividad reflexiva, la cual trasciende por mucho cual-
quier manual de metodología, es lo que hace muy costosa la formación
de científicos, así como de filósofos y artistas.71 Aunque Kant admite
la presencia de una cierta capacidad reflexiva en los animales, sostiene
71
“Queda así claro que, si bien el entendimiento puede ser enseñado y equipa-
do con reglas, el Juicio es un talento peculiar que sólo puede ser ejercitado,
no enseñado”. (A 133, B 172)

108
que es el desenvolvimiento de esa facultad, ligada a la imaginación, lo
que nos humaniza.
La reflexión requiere de principios que permitan orientar su com-
pleja actividad. El primero de ellos es asumir que a partir de cualquier
conjunto de intuiciones es posible acceder a un concepto, ya que sin
ese presupuesto la reflexión se realizaría azarosa y ciegamente. Ligado
de manera estrecha a este primer principio se encuentra otro que po-
demos calificar de teleológico (conformidad a un fin), el cual consiste
en introducir el presupuesto de la existencia de un orden. Si Leibniz
consideraba que era posible demostrar la existencia de ese orden, Hume
sostenía que se trata de una creencia que solo tiene una base psicológi-
ca; en contraste con ellos, Kant afirma que se trata de un presupuesto,
pero que tiene un carácter trascendental, es decir, que es un elemento
necesario para el buen funcionamiento de la actividad reflexiva en su
esfuerzo por acceder a la síntesis conceptual. Podemos decir que Kant
recupera la noción aristotélica de causa final, pero le otorga únicamente
un carácter heurístico.

Si se quiere definir lo que sea un fin, según sus determinaciones


trascendentales (sin presuponer nada empírico y el sentimiento de
placer lo es), diríase que el fin es el objeto de un concepto, en cuan-
to éste es considerado como la causa de aquél (la base real de su
posibilidad). La causalidad de un concepto, en consideración de su
objeto, es la finalidad (forma finalis). Así, pues, donde se piensa no
sólo el conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma
o existencia) como efecto posible tan sólo mediante un concepto de
este último, allí se piensa un fin.72

72
Crítica del Juicio, § 10. Salvi Turró ofrece una reconstrucción clara de
esta definición: “Según la definición kantiana de fin, decimos que F es fin
respecto del objeto O si y sólo si 1) F es una reconstrucción conceptual y
si 2) sin F no se daría O, es decir, cuando el concepto F es causa del objeto

109
Mientras Aristóteles considera que la teleología tiene un carácter onto-
lógico, lo cual presupone que existe un orden, con independencia de la ma-
nera en que lo conocemos, para Kant la teleología es solo el recurso central
de la reflexión; la realizamos como si existiera un orden, y al hacerlo nues-
tra primera pretensión no es la verdad (adecuación a los hechos), sino la
reducción de la complejidad (inherente a la multiplicidad de intuiciones)
con el objetivo de crear un modelo que permita orientarnos, posteriormen-
te, en la investigación empírica. Si bien esta forma en que la reflexión
opera se encuentra en toda actividad científica, me parece que es en las
ciencias sociales donde se hace más evidente (aunque, sin duda, la biología
es un caso muy interesante). Pensemos en las llamadas historias naturales
o conjeturales que proliferaron en el siglo xviii o en los tipos ideales de los
que se habla en la sociología de Max Weber.
Cuando Adam Smith, por ejemplo, presenta su modelo de desarro-
llo social (el paso de la sociedades rudas a las civilizadas) no habla
de ninguna sociedad en particular; se trata simplemente de un modelo
dinámico, abstracto, que hace posible reducir la enorme complejidad
del desenvolvimiento histórico y, gracias a ello, permite plantear, en
hipótesis, conexiones causales entre los fenómenos (el incremento en
la productividad social es un efecto de la división del trabajo y esta, a
su vez, se encuentra ligada al desenvolvimiento del mercado, etcéte-
ra). Armados con estos modelos, nos podemos adentrar en la investiga-
ción empírica, en la cual, evidentemente, tendrán que ser modificados,
ampliados, transformados o, incluso, desechados.73 Con esto, podemos

O. La finalidad es, por consiguiente, una relación causal entre conceptos y


objetos, donde la representación conceptual del efecto es condición de la
posibilidad del objeto”. Tránsito de la naturaleza a la historia en la filoso-
fía de Kant, Barcelona, Anthropos, 1996, p. 95.
73
Precisamente la crítica de Weber a Karl Marx consiste en que este últi-
mo confunde sus modelos con la realidad histórica (sin duda tienen una
importante capacidad explicativa). Por eso en sus análisis sociológicos se

110
aproximarnos de nuevo a la complejidad empírica y formular explica-
ciones, en las que aparece, ahora sí, una pretensión de verdad con un
grado de justificación variable.
Los productos de la teleología reflexiva tienen, de manera ineludi-
ble, un carácter contingente. Por ejemplo, puedo narrar la historia de la
humanidad en términos de progreso, pero también se puede desarrollar
una narración de esta como un proceso de decadencia. Ambas narracio-
nes tienen un sustento empírico muy amplio sin que podamos establecer
que una de ellas es verdadera y la otra falsa. Para llegar a una conclusión
definitiva tendríamos que trascender la temporalidad histórica y eso,
como seres finitos, nos está vedado, aunque Hegel pensó que no era así.
Lo importante en este punto es advertir que el recurso teleológico de
la reflexión, en la medida en que está dirigido a la diversidad empírica,
no podrá conducir a la universalidad y necesidad que busca Kant. Sin
embargo, en la medida en que la crítica de la razón tiene un carácter
puro, es decir, que se abstrae esa diversidad empírica, para pensar en la
reflexión en sí misma, se abre esa posibilidad. La lógica trascendental
busca analizar la reflexión, al poner entre paréntesis su dimensión sen-
sible, para centrarnos en la dimensión ligada al entendimiento. Recor-
demos que la reflexión se encuentra vinculada a la imaginación y esta,
como mediación, tiene esas dos dimensiones. Se trata de buscar aquellos
elementos que son necesarios y universales para la actividad reflexiva.
Pensar, en general, y reflexionar, en particular, son actividades ligadas
a la facultad de juzgar. El juicio, a su vez, sintetiza las representaciones:
“Entiendo por síntesis, en su sentido más amplio, el acto de reunir dife-
rentes representaciones y de entender su variedad en un único conoci-
miento” (B 103). En la lógica tradicional se plantea que el verbo ser co-
significa esa síntesis (cópula), de ahí que el juicio S es P se convierta en la

esfuerza en hacer patente que el devenir histórico encierra una complejidad


que no se agota en dichos modelos.

111
forma canónica. Por su parte Kant resalta, al igual que Aristóteles, que el
ser se dice de muchas maneras, es decir, que tiene distintos significados,
lo cual desde su perspectiva significa que remiten a las diversas formas
de síntesis, a las que calificará como síntesis pura, ya que abstraemos su
contenido para centrarnos en su aspecto formal. Voy a citar un amplio
pasaje de la KrV porque me parece que resume la manera en que Kant
introduce las categorías entendidas como conceptos (puros), que si bien
tienen su génesis en la reflexión, al denotar las distintas funciones lógicas
del juicio, no el contenido empírico, se erigen en entidades necesarias
para que el entendimiento pueda determinar los objetos:

Representaciones diversas se reducen a un concepto por medio del aná-


lisis, tema del que se ocupa la lógica general. La lógica trascenden-
tal enseña, en cambio, a reducir a conceptos, no las representaciones,
sino la síntesis pura de las representaciones. Lo primero que se nos
tiene que dar para conocer todos los objetos a priori es lo diverso de la
intuición pura; lo segundo es la síntesis de tal diversidad mediante la
imaginación, pero ello no nos proporciona todavía conocimiento. Los
conceptos que dan unidad a esa síntesis pura y que consisten sólo en la
representación de esta necesaria unidad sintética son el tercer requisito
para conocer un objeto que se presente, y se basan en el entendimiento.
La misma función que da unidad a las distintas representaciones
en un juicio proporciona también a la mera síntesis de diferentes
representaciones en una intuición una unidad que, en términos gene-
rales, se llama concepto puro del entendimiento. Por consiguiente,
el mismo entendimiento y por medio de los mismos actos con que
produjo en los conceptos la forma lógica de un juicio a través de
la unidad analítica, introduce también en sus representaciones un
contenido trascendental a través de la unidad sintética de lo diverso
de la intuición; por ello se llaman estas representaciones conceptos
puros del entendimiento, y se aplican a priori a objetos, cosa que no
puede hacer la lógica general. (A 79, B 105)

112
En este texto se explica con claridad por qué se vincula la tabla de los
juicios a la tabla de las categorías. Si el juicio es lo que permite sintetizar
la diversidad de representaciones de la intuición en la unidad conceptual
del entendimiento, entonces los distintos tipos de juicios nos ofrecen el
camino para encontrar las distintas modalidades de síntesis pura. Kant
considera que, a diferencia de Aristóteles, él ha establecido un método
para localizar las categorías. En este punto se abre una amplia polémica,
la cual continúa hasta nuestros días; en esta podemos distinguir dos gran-
des temas: el primero es establecer si la tabla de los juicios que se presenta
en la KrV es completa. Sobre esto tiendo a pensar que en la argumenta-
ción kantiana se impone el afán arquitectónico sobre el análisis empírico
de la diversidad de juicios. El segundo sería que, a pesar de aceptar el
método kantiano, todavía podríamos discutir si en esa multiplicidad de
categorías se da una jerarquía y, gracias a eso, reducir su número.
Sobre lo anterior, pienso que las dos categorías fundamentales co-
rresponden a lo que Leibniz calificó como los dos principios de la razón
(principio de identidad y el principio de razón suficiente). De esta ma-
nera, tenemos la categoría de unidad como paradigma de lo que Kant
llama categorías matemáticas, esto es, categorías que indican las con-
diciones para hacer juicios sobre objetos y la categoría de causalidad
como paradigma de las categorías dinámicas, es decir, las que indican
cómo un objeto se encuentra determinado en relación con los otros. Sin
embargo, no me encuentro capacitado para llegar a una conclusión que
pueda justificar con grado de solidez suficiente. Por tanto, como en otros
puntos, dejo abierta esta discusión.
También queda claro en el texto que las categorías son lo que podemos
llamar conceptos de segundo orden, ya que no remiten directamente a
objetos de la experiencia, sino que son conceptos que nos permiten forjar
conceptos, de ahí que cumplan con la calificación de géneros supremos,
esto es, de determinaciones presentes en todos los conceptos (las catego-
rías son conceptos de un objeto en general). Las categorías, como concep-

113
tos puros a priori, representan las condiciones de una experiencia posible;
en ellas se sustenta el sistema de los principios del entendimiento puro
(juicios sintéticos a priori), que define la objetividad del conocimiento:
“las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen,
a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia y
por ello poseen validez objetiva en un juicio sintético a priori” (A 158).
Son ellas las que marcan el paso desde el proceso de reflexión a la acción
de determinación, por parte del entendimiento.
El haber iniciado esta reconstrucción por la Capacidad del Juicio
(Urteilskraft), siguiendo la sugerencia de Hölderlin, permite aclarar el
carácter de esas categorías. Su génesis se encuentra en el proceso re-
flexivo y, por tanto, son también producto de la experiencia (todo cono-
cimiento comienza con la experiencia), es decir, no tienen nada que ver
con la noción de ideas innatas. Sin embargo, a diferencia de los concep-
tos empíricos, no son el resultado de una inferencia inductiva, por lo que
no se justifican en la experiencia, sino en la manera en que pensamos;
son el contenido trascendental que introduce el entendimiento, como
reglas, en su actividad sintetizadora. Por eso, en términos lógicos, las
categorías, en tanto condiciones de una experiencia posible, la prece-
den.74 Las categorías por sí mismas no son conocimiento alguno, se trata
de formas del pensamiento destinadas a convertir en conocimiento las
intuiciones dadas (consultar B 288).
Para acceder a una comprensión más precisa veamos brevemente el
caso de la categoría que ha jugado un papel central en la historia de la
filosofía; me refiero, por supuesto, a la categoría de sustancia. Como he-
mos mencionado, Aristóteles sostiene que el ser (algo que es) se dice de

74
Creo que ayudaría a la comprensión de la argumentación si distinguimos
entre experiencia, en un sentido amplio, como cuando decimos que todo
conocimiento comienza con la experiencia, y experiencia, en sentido estric-
to, que remite a conocimiento objetivo, como cuando distinguimos entre
juicios de percepción y juicios de experiencia.

114
muchas maneras, pero su sentido primario es el de sustancia, entendida
como aquello que es permanente en las cosas cambiantes; lo que existe
por sí mismo y no por otra cosa,75 por tanto, es el sustrato de los acciden-
tes, aquello que les da su soporte. En la filosofía aristotélica la categoría
tiene un sentido ontológico, ya que se refiere a la esencia, aquello que
los escolásticos denominaron la quididad (aquello por lo que una cosa
es lo que es); así como un sentido lógico o gramatical: se trata del sujeto
de las predicaciones. El gran presupuesto es que la estructura gramatical
(lógica) coincide o se adecua a la estructura de las cosas en particular y
a la estructura del mundo en general.
A pesar de la radicalidad de su duda, Descartes nunca cuestiona el
significado tradicional de la categoría de sustancia; por el contrario, es
el centro en el cual gira toda su reflexión filosófica. Hume desarrolla una
crítica sistemática al resaltar que el concepto de sustancia no tiene una
justificación empírica, sino que se trata de lo que podemos denominar un
producto mental. Aunque Kant coincide con Hume, al mismo tiempo sos-
tiene que su justificación, en tanto categoría, se encuentra en la reflexión
sometida al imperativo de síntesis del entendimiento. De la misma ma-
nera que no podría existir el tiempo sin el contraste entre el movimiento
y el ahora, entendido como parámetro constante o en reposo, tampoco
podríamos pensar (juzgar) sobre el mundo sometido al devenir si el en-
tendimiento no introdujera la categoría de sustancia, entendida como algo
que permanece. Cuando decimos “La vela se consumió” asumimos que a
pesar de la radical transformación de sus atributos hay algo que permane-

75
“Entidad [sustancia], la así llamada con más propiedad, más primariamente
y en más alto grado, es aquella que, ni se dice de un sujeto, ni está en un su-
jeto, v.g.: el hombre individual o el caballo individual […]. Todas las demás
cosas, o bien se dicen de las entidades primarias como de sus sujetos, o bien
están en ellas como en sus sujetos”. Aristóteles, Tratados de lógica (Ór-
ganon) I. Categorías - Tópicos - Sobre las refutaciones sofísticas, Madrid,
Gredos, 2000, Cat., 2a11-19.

115
ce. Esto último es algo que introduce la conciencia para dar unidad a los
procesos y, de esta manera, poder conceptualizarlos.
La categoría de sustancia pierde su sentido ontológico para retomar
solamente su sentido gramatical: sujeto de las predicaciones. Dicho de
una manera simple, en la formación de conceptos presuponemos una sus-
tancia como un sustrato o un conjunto vacío, al que agregamos, mediante
el juicio, determinaciones. Con esto se establece que el concepto no se
define ni por la unidad sustancial, ni por la diversidad de sus determina-
ciones, consideradas de manera aislada, sino por la unidad de la plurali-
dad. Además, se asume que el sentido primordial o básico del ser no es
la sustancia, entendida como entidad, sino la relación. De hecho, cuando
Kant habla de la sustancia la sitúa en las categorías dinámicas, aquellas
que se refieren a las relaciones, en términos de inherencia y subsistencia
(substantia et accidens). El verbo ser, al cosignificar la síntesis temporal
de sujeto y predicado, de manera implícita, remite también a la relación
entre la diversidad empírica y la unidad de la conciencia; esto, como ve-
remos más adelante, es la clave de la deducción trascendental.

El esquema de la sustancia es la permanencia de lo real en el tiempo,


esto es, la representación de tal realidad como sustrato de la determi-
nación empírica temporal en general, sustrato que, consiguientemen-
te, permanece mientras cambia todo lo demás. (No es el tiempo el que
pasa, sino que es la existencia de lo transitorio lo que pasa en él. Al
tiempo que es, por su parte permanente y no transitorio, le correspon-
de, pues, en el fenómeno lo que posee una existencia no transitoria,
es decir, la sustancia. Sólo desde ésta podemos determinar temporal-
mente la sucesión y la simultaneidad de los fenómenos). (A 144)

Al igual que lo hará Heidegger, Kant sostiene que el ser compar-


te una misma estructura con el tiempo, es decir, la relación entre algo
constante y la diversidad en movimiento de los fenómenos empíricos;

116
como diría Hegel, movimiento percibido. Pero lo constante, a su vez,
no denota una entidad dada, sino que es un producto de la actividad
sintetizadora del entendimiento en la propia experiencia. Por esto Kant
establece como principio básico que la síntesis precede siempre al análi-
sis. Tanto la unidad de la conciencia como la unidad del objeto son pro-
ductos de la actividad sintetizadora que desarrolla el entendimiento en
la experiencia. Cabe advertir que en el texto recién citado se advierte el
gran peso de la metafísica sustancialista, respaldada por el uso cotidiano
del lenguaje, ya que en este Kant identifica el tiempo con lo permanente,
lo no transitorio, cuando tendría que decir que el tiempo es la relación
entre lo permanente, el ahora, y el contenido empírico y cambiante del
ahora. Me parece que la lucha contra ese poderoso embrujo del lenguaje
es una de las principales fuentes de las ambigüedades y dificultades que
encontramos a lo largo del texto kantiano; sin embargo, también nos
permite apreciar el esfuerzo titánico de la argumentación que se desa-
rrolla en esta obra pionera.

2. La deducción trascendental

Kant denomina deducción empírica a la manera en que se adquiere un


concepto mediante la experiencia; en la medida en que este proceso
depende de la reflexión, en la cual existe la posibilidad de asociar tanto
las determinaciones comunes como las diferencias de los fenómenos, de
distintas maneras, se admite que los fenómenos pueden describirse de
diversas formas. El concepto, por tanto, no puede considerarse un mero
reflejo o imagen del objeto, ya que su formación también depende de los
intereses o perspectiva del sujeto. Por eso, Kant sostiene que la objeti-
vidad del pensamiento no depende de su contenido empírico, sino de la
regularidad de las funciones implícitas en los juicios. Así, por ejemplo,
si el entendimiento impone la categoría de sustancia no se debe a que

117
se ha localizado algo en la percepción que sea constante o permanente,
sino que se trata de una condición universal y necesaria para pensar la
realidad en continua transformación. Podemos decir que las categorías
expresan las determinaciones que el contenido fenoménico ha de tener
para valer como objeto y, en esa medida, son elementos que comparten
las distintas descripciones. Las categorías son “conceptos de un objeto
en general mediante el cual la intuición de éste es con[s]iderada como
determinada en relación con una de las funciones lógicas”. (B 128)

La validez objetiva de las categorías como conceptos a priori re-


sidirá, pues, en el hecho de que sólo gracias a ellas sea posible la
experiencia (por lo que hace a la forma del pensar). En efecto, en tal
caso se refieren de modo necesario y a priori a objetos de la expe-
riencia porque sólo a través de ellas es posible pensar algún objeto
de la experiencia. (B 126)

En los términos de los Prolegómenos, las categorías son las que ha-
cen posible transitar de los juicios de percepción a los juicios de expe-
riencia, debido a que introducen las normas para sintetizar las intuicio-
nes, las cuales son comunes a todo sujeto racional, o como se plantearía
en la actualidad, las categorías poseen una validez intersubjetiva.

Validez objetiva y validez universal necesaria (para todos) son, por


tanto, conceptos intercambiables; y aunque no conocemos el objeto
en sí, sin embargo, cuando consideramos que un juicio es válido
para todos y por tanto necesario, entendemos precisamente con ello
la validez objetiva. Mediante este juicio conocemos el objeto (aun-
que éste permanezca desconocido respecto de cómo sea en sí mis-
mo) por medio de la conexión universalmente válida y necesaria de
las percepciones dadas; y pues tal es el caso de todos los objetos de
los sentidos, los juicios de experiencia recibirán su validez objetiva,

118
no del conocimiento inmediato del objeto (pues este conocimiento
es imposible), sino meramente de la condición de la validez uni-
versal de los juicios empíricos, la cual, como se ha dicho, jamás se
funda en las condiciones empíricas ni, en general, en condiciones
sensibles, sino en un concepto puro del entendimiento.76

Se puede decir que las categorías se justifican en la manera que tene-


mos de pensar el mundo; sin embargo, Kant advierte que la localización
de las categorías mediante la tabla de los juicios, aquello que más adelante
llamará deducción metafísica (B 159), no es una justificación suficiente,
ya que se trata de una cuestión de hecho (quid facti). Según él, se requie-
re plantear la justificación en términos de una cuestión de derecho (quid
juris), en la que se justifique por qué las categorías tienen ese sentido uni-
versal y necesario, que hace posible la objetividad del pensamiento: “debe
exponer y hacer inteligible la validez objetiva de sus conceptos a priori”
(A XVI), lo cual exige considerar la manera en que opera el entendimien-
to puro. A esto es lo que va a llamar deducción trascendental.
En el “Prólogo de la primera edición” de la KrV, Kant confiesa que las
investigaciones en torno a la deducción trascendental son las que más tra-
bajo le han costado. Esto se nota, pues se trata de una parte del libro muy
difícil de leer, lo cual, me parece, hace patente que su autor no tiene muy
clara la estrategia que debe seguir para lograr su objetivo. De hecho, exis-
ten dos versiones de esta deducción que siguen caminos distintos (aunque
considero que la dificultad del texto se debe también a la transformación
radical del planteamiento epistemológico tradicional). Si se asume que el
concepto es una mera representación (Darstellung) o imagen del objeto,
entonces lo primario es la verdad, esto es, la adecuación del concepto
al objeto. Por eso, la tradición pone el énfasis en la dimensión semán-
76
Prolegómenos, § 19. Mario Caimi comenta: “La masa de datos, puramente
subjetiva (sólo modificación perceptual del sujeto) se convierte en expe-
riencia de un objeto, al organizarse según una regla (el concepto)”. p. 130.

119
tica. Pero si se asume que percibimos el mundo a través del lenguaje y
este no es medio neutral o transparente, sino que en él la espontaneidad
o actividad del entendimiento hace posible la determinación del objeto
de la experiencia, entonces lo primero es establecer la objetividad como
condición necesaria para que un enunciado sea susceptible de ser verda-
dero o falso. De acuerdo con esto, el punto de partida se encuentra en la
dimensión pragmática, donde se establece el acuerdo que nos permite re-
ferirnos a los objetos. Desgraciadamente, Kant no lo plantea en términos
de un giro pragmático, sino a partir de una perspectiva tradicional que le
conduce a la idea de un yo trascendental.77
La primera versión de la deducción trascendental (A) tiene un carác-
ter que podemos llamar psicologista. Incluso me parece que gran parte
de esta podría haber sido firmada por Hume. En ella se distinguen, en
el proceso de formación de los conceptos, tres operaciones de síntesis:
aprehensión, reproducción y reconocimiento. Estas remiten a la intui-
ción, la imaginación y el entendimiento, respectivamente.
Toda síntesis de aprehensión en la intuición se da en un tiempo de-
terminado, ya que el tiempo es la condición a priori de la sensibilidad.
Cuando percibimos un objeto en diferentes tiempos, en cada uno de
ellos tenemos una impresión sensible, pero no decimos que hemos in-

77
Esta idea será utilizada por Heidegger cuando plantea su teoría de la verdad
como apertura del mundo. Cada lenguaje abre distintos mundos, cabe señalar
que con ello no se cuestiona la noción de verdad como correspondencia;
la tesis consiste en afirmar que el acuerdo implícito en el lenguaje es una
condición de la verdad. Sobre esto Wittgenstein dice: “«¿Dices, pues, que
la concordancia de los [seres humanos] decide lo que es verdadero y lo que
es falso?» —Verdadero y falso es lo que los [seres humanos] dicen; y los
[seres humanos] concuerdan en el lenguaje. Ésta no es una concordancia de
opiniones, sino de forma de vida”. Investigaciones, § 241. “A la comprensión
por medio del lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las definicio-
nes, sino también (por extraño que esto pueda sonar) una concordancia en los
juicios. Esto parece abolir la lógica; pero no lo hace”. Ibid., § 242.

120
tuido diferentes objetos, sino que es el mismo objeto: cuando llego a la
universidad en automóvil veo el costado del edificio donde doy clase;
posteriormente al aproximarme caminando a este percibo su fachada;
luego, al entrar, advierto lo que podemos llamar su estructura, esto es,
el lugar en que se sitúan las escaleras y los pasillos que conducen a los
diferentes salones; al cruzar una de esas puertas tengo la visión del salón
de clases que me corresponde. En este lapso no digo que percibo cosas
distintas, sino que he percibido el edificio B.
Cada síntesis de la aprehensión se reproduce, gracias a la actividad
de la imaginación, en los siguientes tiempos del proceso. De esta ma-
nera se combinan las distintas aprehensiones, para constituir la unidad
que hace posible el reconocimiento, gracias al concepto utilizado por el
entendimiento. Si denomino Ix a cada aprehensión, tx al tiempo en que
cada una de ellas se da y + a la reproducción, la síntesis en su conjunto
puede ser representada de la siguiente manera:

t1 : I1
t2 : I2 + I1
t3 : I3 + I2 + I1
t4 : I4 + I3 + I2 +I1
…..
tn : In … + I4 + I3 + I2 + I1 ⇒ Reconocimiento

A pesar de las exigencias de la representación gráfica, aprehensión,


reproducción y reconocimiento no deben entenderse como tres etapas dis-
tintas; en realidad son aspectos unidos del proceso de síntesis. Decimos
que conocemos un objeto cuando hemos producido la unidad sintética de
la diversidad que aparece en la intuición. Ese conocimiento requiere, a su
vez, de un concepto, el cual, por su forma, es algo universal que sirve de
regla de la síntesis. Por tanto, las categorías son una condición necesaria
para acceder al conocimiento de un objeto. Digo que son únicamente una

121
condición necesaria, porque pensar y conocer un objeto son cosas distin-
tas; las categorías nos permiten pensar el objeto, pero el conocimiento
exige volver a la intuición para establecer el contraste entre la unidad
conceptual y la multiplicidad empírica. Esto último es importante ya que
ese constante contraste imprime su dinámica a los conceptos empíricos.
Una vez que se analiza la complejidad de la síntesis (aprehensión,
reproducción y reconocimiento) se transita, según la primera edición
de la KrV, de la deducción subjetiva a la deducción objetiva. Hemos
visto que, a diferencia del realismo dogmático, para Kant el objeto no
es algo dado, sino algo que se produce a través de la unidad sintética
de la multiplicidad de la intuición. En otras palabras, ser un objeto
significa ser algo determinado por un concepto. Cuando digo “Veo el
edificio B de la universidad” no refiere a una aprehensión particular,
sino a la diversidad de aprehensiones unificadas por el concepto, el
cual introduce, de manera implícita, la regla de su síntesis (una o va-
rias de las categorías).
Si el modo de representación propio del entendimiento es el con-
cepto, su operación distintiva es el juicio, cuya cópula cosignifica pre-
cisamente la síntesis temporal. Recordemos que el tiempo remite a la
relación entre el movimiento y la conciencia que lo percibe, la cual in-
troduce el ahora que sirve como parámetro externo y constante para uni-
ficar sus diversos momentos (regla de sucesión). De la misma manera,
la unidad del objeto presupone la unidad de la conciencia, ya que esta
sintetiza sus determinaciones.

Si no fuéramos conscientes de que lo que ahora pensamos es lo


mismo que habíamos pensado hace un instante, toda reproducción
en la serie de las representaciones sería inútil. En efecto, lo ahora
pensado sería, en su forma actual, una nueva representación, una
representación que de ningún modo pertenecería al acto que debía ir
produciéndola gradualmente. Lo vario de tal representación jamás

122
formaría un todo, ya que carecería de una unidad que sólo la con-
ciencia puede suministrar. (A 103)78

A la unidad de la conciencia, como condición trascendental de la


unidad del objeto, Kant la denomina apercepción trascendental; aper-
cepción porque la conciencia que percibe el mundo no lo hace directa-
mente a sí misma (alfa privativa) y trascendental porque introduce la
universalidad y necesidad. Kant es consciente de que la tesis respecto a
que los objetos deben regirse por nuestra base subjetiva de apercepción
suena como una cosa extraña e, incluso, absurda, ya que contradice el
realismo propio del sentido común. Me parece que para superar dicha
extrañeza no debemos perder de vista que el sentido común naturaliza
el lenguaje, en el sentido de inducir la creencia de que este y las cosas,
que son diferentes, coinciden en su estructura o forma, lo que no es po-
sible demostrar. Vemos el mundo a través del lenguaje, y en este no es
posible diferenciar, de manera nítida, entre el componente fáctico y el
componente propiamente lingüístico. Una vez que se entiende esto, po-
demos comprender que lo planteado por Kant es que el componente lin-
güístico introduce la regularidad. “Todos los fenómenos están, pues, sin
excepción, ligados según leyes necesarias y se hallan, por tanto, en una
afinidad trascendental. La afinidad empírica es sólo una consecuencia
de ella” (A 114). La unidad de la apercepción trascendental es la condi-
ción universal y necesaria que explica la regularidad de la experiencia.
Por otra parte, es fundamental subrayar que la unidad de la concien-
cia no remite a una sustancia (lo que la metafísica tradicional llamaba el
“alma”). Si bien la apercepción trascendental tiene una prioridad lógica,
ya que representa la condición necesaria para acceder a la unidad y ob-
78
“En efecto, es esa conciencia única la que combina en una representación la
diversidad, que es gradualmente intuida y luego también reproducida […].
Sin conciencia no puede haber conceptos ni es, por tanto, posible conocer
objetos”. (A 103-104)

123
jetividad de la experiencia, no es una realidad dada, sino que esa unidad
se constituye a través de la propia experiencia. Basados en esta última,
lo único que podemos afirmar de la mente (Gemüt) es que se trata de
una actividad y que esa actividad puede caracterizarse, básicamente,
como síntesis de la diversidad empírica. Por eso, no en términos tras-
cendentales, o de validez, sino genéticos, se puede decir que la actividad
de síntesis genera la unidad de los objetos (su determinación mediante
conceptos) y también la unidad de la conciencia, o que la unidad de la
conciencia es producto de su propia actividad. Cabe decir que en esta
caracterización de la conciencia confluyen dos principios básicos que
subyacen a la argumentación kantiana: 1) La relación como significado
básico o primario del ser y 2) la prioridad de la síntesis sobre el análi-
sis. Por otra parte dicha caracterización será retomada por Fichte, como
punto de partida de sus propias reflexiones filosóficas, y propone para
denominar a la conciencia un término extraño pero muy preciso, que ya
mencioné antes: Tathandlung; su traducción literal es “hecho-acción”.
Veamos ahora una breve reconstrucción de los dos argumentos que
se desarrollan en “La relación del entendimiento con los objetos en
general y la posibilidad de conocerlos a priori” (A 115). El primero
parte de la apercepción pura y el segundo comienza, en cambio, por
lo empírico.

1.1) Para que la multiplicidad de intuiciones se transforme en cono-


cimiento requiere ajustarse a las condiciones de la conciencia
(ser incorporadas a la conciencia). Dicho ajuste representa el
paso de la multiplicidad empírica a la unidad de la conciencia.
1.2) Tenemos conciencia a priori de la identidad de la conciencia,
la cual es una condición necesaria para ligar o relacionar esas
intuiciones. Por consiguiente, la apercepción pura suministra
un principio de unidad sintética de lo diverso en toda intuición
posible (principio trascendental de la unidad).

124
1.3) Esa unidad sintética presupone o incluye una síntesis, la que tam-
bién tiene que ser a priori. La unidad trascendental de la aper-
cepción se relaciona, pues, con la síntesis pura de la imaginación
como una condición a priori que permite combinar la diversidad
del conocimiento (síntesis productiva de la imaginación).
1.4) En relación con la síntesis de la imaginación, la unidad de la
apercepción es el entendimiento; en relación con la síntesis
trascendental de la imaginación, esa misma unidad es el enten-
dimiento puro. Por consiguiente, el entendimiento puro es un
principio formal y sintético de todas las experiencias gracias
a las categorías y a que los fenómenos se hallan en relación
necesaria con ese mismo entendimiento.

En el argumento que empieza por lo empírico se expone la conexión


necesaria del entendimiento con los fenómenos a través de las categorías.

2.1) Lo primero que nos es dado es el fenómeno, que recibe el nom-


bre de percepción cuando va ligado a la conciencia.
2.2) Dado que cada fenómeno incluye una multiplicidad (son varias
las percepciones que intervienen separada e individualmente
en la mente), se requiere una facultad activa que sintetice esa
multiplicidad. A esa facultad se le ha llamado imaginación y a
su acción se le ha dado el nombre de aprehensión (reducir la
diversidad de percepciones a una unidad).
2.3) Si las percepciones se asociaran de manera contingente, como
planteaban los empiristas, no podría darse el conocimiento. La
reproducción de las representaciones tiene que regirse por una
regla. La universalidad y necesidad de la regla, que permiten la
asociación (ordenada) de las representaciones, no pueden pro-
venir de la sensibilidad, por lo que el fundamento objetivo de
la asociación de los fenómenos (afinidad) tiene que provenir de
la unidad de la apercepción, asociada a la síntesis de la imagi-
nación productiva.

125
2.4) A su vez, el fundamento objetivo del reconocimiento (la determina-
ción del fenómeno como objeto de la experiencia), en la medida en
que se refiere solo a la forma de dicha experiencia, es posible gracias
a las categorías. La facultad de estas reglas es el entendimiento.
2.5) Por tanto, la unidad de apercepción es la condición de posibili-
dad o el fundamento trascendental que explica la necesaria re-
gularidad de todos los fenómenos contenidos en la experiencia.
Esa regularidad remite al entendimiento puro que, gracias a las
categorías, establece la ley de unidad sintética de todos los fenó-
menos en lo que se refiere al aspecto formal de la experiencia.

Kant sabe que atribuir al entendimiento el ser la fuente de las leyes


naturales parece exagerado y absurdo. Para ayudarnos a entender la po-
sición kantiana vale la pena recordar el planteamiento que hace Descar-
tes en sus Meditaciones metafísicas. En la primera, se plantea la famosa
pregunta por el criterio que nos permite distinguir entre la vigilia y el
sueño. Casi al final del texto nos dice que dicho criterio se encuentra en
el orden propio de la experiencia y admite que es la conciencia la que
produce ese orden. Sin embargo, en el texto, de manera implícita, existe
lo que podemos llamar una concesión al sentido común al plantear que
dicho orden subjetivo coincide con un supuesto orden objetivo, ya que
Dios, cuya existencia es probada por el argumento ontológico, garantiza
esa adecuación, por lo que no se puede decir que la conciencia produce,
en sentido estricto, el orden, sino que lo descubre.
Sin embargo, una vez que tanto los empiristas como el propio Kant
critican de manera radical el argumento ontológico, se pierde la garan-
tía de esa adecuación. La tesis kantiana consiste en afirmar que el en-
tendimiento es la fuente solo del aspecto formal del orden, ya que su
contenido depende de la experiencia.79 Las únicas certezas que pueden
79
“Sin embargo, la capacidad del entendimiento puro no es tampoco suficien-
te para imponer a priori a los fenómenos, por medio de simples categorías,
otras leyes que aquellas en que se basa la naturaleza en general como

126
existir tienen ese carácter formal; por ejemplo A = A. Pero no pueden
existir certezas respecto al contenido, ni nada que se parezca a un saber
absoluto, es decir, un saber donde se pierda el carácter temporal de la
síntesis inherente a los juicios. Todo saber es un producto humano y
como tal implica un límite. Precisamente, cuando Kant habla de la cosa
en sí, de manera implícita asume que el saber no agota el ser y, por tanto,
que la crítica representa una exigencia permanente. Me parece que se
trata de una visión de la ciencia más cercana a su historia que aquella
que desarrollaron algunos filósofos. Las críticas al supuesto formalismo
kantiano, se tornan, de manera inmediata, en sospechosas de un afán
dogmático, que aspira a trascender la perspectiva humana. Heidegger
acierta al sostener que una de las aportaciones de Kant es vincular de
manera indisoluble el conocimiento al tiempo y, en esa medida, a la
finitud humana.
La interpretación de Heidegger lo conduce a considerar que la primera
versión de la deducción trascendental es superior a la segunda porque al
resaltar el papel de la imaginación como mediación se hace patente que,
si bien sensibilidad y entendimiento poseen distintas funciones, son una
unidad.80 Con esto, además, queda patente ese vínculo entre conocimien-
to y temporalidad en referencia a la apercepción trascendental. Podemos
agregar que dicha versión se coordina mejor con la línea argumentativa
que hemos seguido en esta reconstrucción. Sin embargo, no creo adecua-

legalidad de los fenómenos en espacio y tiempo. Desde el momento en que


se refieren a fenómenos empíricamente determinados, las leyes particulares
no pueden derivarse totalmente de las categorías, si bien todas aquéllas se
hallan sujetas a éstas. Es necesario que intervenga, además, la experiencia
para conocer leyes particulares”. (B 165)
80
Esta tesis también aparece en la segunda versión: “Ahora bien, lo que co-
necta lo diverso de la intuición sensible es la imaginación, la cual depende
del entendimiento en lo que se refiere a la unidad de su síntesis intelectual,
mientras que depende de la sensibilidad en lo que se refiere a la diversidad
de la aprehensión”. (B 164)

127
do preguntarse cuál de las dos versiones es mejor, sino reconocer simple-
mente que se trata de argumentaciones distintas y que la segunda versión
es más próxima a la manera en que usualmente utiliza Kant en sus obras.
Recordar el tema de la identidad personal en Hume ayuda a comprender
el planteamiento que Kant realiza en la segunda edición.
Hume observa que en la experiencia nunca se encuentra algo inva-
riable y continuo, todo lo que intuimos es “un haz o colección de per-
cepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible
y están en un perpetuo flujo y movimiento”.81 Por lo que en el nivel
empírico no se encuentra la identidad de un objeto a través del tiempo.
Dicha identidad es el resultado de diversas operaciones que realiza la
imaginación, pero no es algo que podamos observar. De esta manera,
cuestiona la noción de sustancia tradicional.82 Eso es exactamente lo
que sucede en el caso de la identidad personal; no se percibe una entidad
invariable y continua que constituya el yo o la mente.

Ahora bien, el Yo o persona no es una impresión, sino aquello a lo


que suponemos que hacen referencia nuestras diversas impresiones
o ideas. Si una impresión da lugar a la idea del Yo, la impresión debe
continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso
de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esa manera. Pero
no existe ninguna impresión constante e invariable. El dolor y el
placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se suceden las
unas a las otras y no pueden existir jamás todas a un mismo tiempo.
No podemos, pues, derivar la idea del Yo de una de estas impresio-
nes, o de cualquier otra, y, en consecuencia no existe tal idea

81
Véase Tratado, p. 356, 252.
82
“Dejando a un lado la cuestión de ¿qué puede ser o no ser? por la de ¿qué
es realmente?, ruego a los filósofos que pretenden que tenemos una idea de
la sustancia de nuestras mentes que me indiquen la impresión que la produ-
ce y que me digan claramente de qué manera esta impresión actúa y de qué
objeto se deriva”. David Hume, Hume, Madrid, 2012, 4, p. 233.

128
[…] Y si mis percepciones fueran suprimidas por la muerte y
no pudiese ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar, después de
la disolución de mi cuerpo, mi yo resultaría totalmente aniquilado,
y no puedo concebir qué más se requiere para hacer de mí una per-
fecta nada.83

La conclusión de Hume es que la identidad del yo es ficticia; algo que


le atribuyo a mis diferentes percepciones debido a la unión de sus ideas en
la imaginación cuando reflexiono sobre ellas. Kant concuerda con Hume
respecto a que el yo que acompaña, de manera implícita o explícita, a
todas mis representaciones no denota una entidad; sin embargo, rechaza
que se trate de una ficción: para él la idea del yo como un elemento cons-
tante es una condición universal y necesaria para poder pensar la realidad
sometida a un continuo devenir; yo = yo es la fuente de la que emerge el
principio de identidad (A = A) que permite dar identidad a los objetos y,
de esa manera, crear las condiciones para pensarlos.
Por otra parte, recordemos que desde la perspectiva kantiana el sig-
nificado básico del ser no es sustancia, sino relación, por lo que toda
conciencia es conciencia de un objeto, así como todo objeto lo es para
una conciencia; es decir, no podemos reducir el yo a una ficción; tiene
una realidad, pero de carácter temporal. Por esto, tendría que concordar
también con el ilustrado escoses respecto a que la muerte, al suprimir las
percepciones, reduce el yo a una perfecta nada. En parte por sus creen-
cias religiosas y en parte por el límite que impone a la razón, Kant se li-
mita a decir que tratar de hablar del yo, más allá de la relación empírica,
nos conduce a la metafísica en su peor sentido. Cabe advertir que cuan-
do Kant habla del yo pienso que acompaña a las representaciones no se
refiere a las conciencias empíricas particulares, sino al principio lógico
implícito en toda conciencia empírica, por eso lo denomina apercepción

83
Ibid., 2, pp. 355-356 y 3, pp. 251-252, respectivamente.

129
pura o apercepción originaria (el yo como condición trascendental de la
experiencia). El principio de la unidad sintética de la apercepción es el
principio supremo de todo uso del entendimiento.

El entendimiento es, para decirlo en términos generales, la facultad


de los conocimientos. Estos consisten en la determinada relación que
las representaciones dadas guardan con un objeto. Objeto es aquello
en cuyo concepto se halla unificado lo diverso de una intuición dada.
Ahora bien, toda unificación de representaciones requiere unidad de
conciencia en la síntesis de las mismas. Por consiguiente, es sólo la
unidad de conciencia lo que configura la relación de las representa-
ciones con un objeto y, por ello mismo, la validez objetiva de tales
representaciones. Consiguientemente, es esa unidad de conciencia la
que hace que éstas se conviertan en conocimiento y, por tanto, la que
fundamenta la misma posibilidad del entendimiento. (B 137)

Para Hume tanto la unidad del objeto como la unidad de la concien-


cia (identidad personal) son el resultado de la combinación de impresio-
nes e ideas; Kant agrega que hablar de la acción de combinar presupone
el de unidad (combinar quiere decir representarse la unidad sintética de
lo diverso) o, para ser más precisos, combinar presupone necesariamen-
te el contraste entre multiplicidad y unidad. De hecho, como se puede
apreciar en el texto citado, Hume percibe esto, pero no explica el origen
de esa idea, lo cual genera ruido en su argumentación. En cambio, Kant
sostiene que el concepto de unidad no es empírico, sino a priori (vincu-
lado a la apercepción trascendental), el cual representa un presupuesto
lógico de todos los conceptos, incluidas las categorías. Precisamente, en
la segunda versión de la deducción, se hace énfasis en el hecho de que si
bien las categorías se refieren a las intuiciones empíricas, su origen tiene
que buscarse en el entendimiento.
El juicio es la actividad del entendimiento que hace posible reducir
la diversidad de percepciones sensibles a la unidad de la conciencia. La

130
cópula del juicio no solo establece una relación entre los conceptos, sino
también, en tanto cosignifica la síntesis temporal, implica la referencia a
la unidad de la conciencia. Ahora bien, para que esa síntesis adquiera un
sentido objetivo, esto es, que se transforme en conocimiento, se requiere
del uso de las categorías. Si digo “Cuando sostengo un cuerpo siento la
presión del peso”, emito un juicio de percepción en el que no existe una
conexión necesaria entre los conceptos de cuerpo y peso. En cambio, si
afirmo “Los cuerpos son pesados”, aplico las categorías para crear una
unidad objetiva entre ellos, esto es, sostengo que el peso es un atributo
de los cuerpos y que ello puede ser percibido por cualquiera. Entonces,
las categorías, aunque por sí solas no constituyen conocimiento alguno,
en tanto formas del pensamiento, introducen una regularidad que hace
posible convertir a las intuiciones en conocimientos. La función sinte-
tizadora y reguladora de las categorías hace referencia a la unidad de la
conciencia como principio lógico.

1) Pensar en general y conocer en particular implican el proceso de


síntesis de la multiplicidad dada en la intuición, el cual se realiza
mediante los juicios.
2) Pero todo proceso de síntesis presupone el concepto de unidad, el
cual no tiene una justificación empírica, sino un carácter a priori,
en tanto presuposición lógica de todo concepto.
3) La cópula de los juicios expresa esa síntesis y, en la medida en
que tiene un carácter temporal (movimiento percibido), remite
también a la conciencia como unidad.
4) Por tanto, la unidad de la conciencia es una condición universal y
necesaria de todo conocimiento, de ahí que se le denomine aper-
cepción trascendental.
5) Por su parte, en tanto las categorías representan las distintas funcio-
nes de los juicios (las formas de los juicios), llevadas a conceptos,
son las que hacen posible la síntesis. Podemos decir que son la me-
diación entre la multiplicidad empírica y la unidad de la conciencia.

131
6) Por tanto, las categorías son condiciones de posibilidad de la ex-
periencia. “No podemos pensar un objeto sino mediante catego-
rías ni podemos conocer ningún objeto pensado sino a través de
intuiciones que correspondan a esos conceptos”. (B 165)84

3. Analítica de los principios

No se puede decir que la deducción trascendental se acaba al finalizar el


capítulo que lleva dicho título, sino que la justificación continúa en los
siguientes dos: “El esquematismo de los conceptos puros del entendi-
miento” y “El sistema de todos los principios del entendimiento puro”.
El problema que enfrentamos ahora es explicar cómo las categorías, que
son conceptos puros, esto es, sin contenido empírico, pueden aplicarse
indirectamente (a través de los conceptos empíricos) a los fenómenos.
En el proceso de formación de los conceptos empíricos, es decir, la
inmensa mayoría de nuestros conceptos, empezamos por comparar los
distintos fenómenos para encontrar entre ellos semejanzas y diferen-
cias. Posteriormente, por medio de la reflexión, actividad ligada a la
facultad del Juicio, se eligen aquellas determinaciones que deben sinte-
tizarse, y se abstraen todas las demás. De esta manera, accedemos a un
concepto. El conjunto de las determinaciones elegidas conforman una
regla que determina qué objetos quedan subsumidos en un concepto o,
dicho de otra manera, qué objetos están contenidos en este. Podemos
caracterizarla como una regla de reconocimiento, ya que hace posible
definir qué es cada objeto. Esa regla, en tanto contiene una síntesis de
determinaciones, puede transformarse en una imagen, pero, a diferencia
de una imagen que siempre se refiere a un objeto particular, en ella se
84
“Las categorías son conceptos que imponen leyes a priori a los fenómenos
y, consiguientemente, a la naturaleza como conjunto de todos los fenóme-
nos”. (B 163)

132
encuentra una regla de identificación, por lo que puede aplicarse a una
diversidad de objetos. A esto Kant lo denomina esquema y, en este caso,
nos referimos a esquemas empíricos.
El esquema representa la mediación entre el objeto y el concepto.
Como es frecuente, Kant ofrece un ejemplo confuso: el concepto empí-
rico de plato (Teller) guarda homogeneidad con el concepto puramente
geométrico de círculo. El problema es que dicho término es ambiguo;
de acuerdo al diccionario de la lengua alemana “plato” (Teller) puede
entenderse como sinónimo de disco, en ese caso, el juicio “El plato
es circular o redondo” es analítico y no explica con precisión la tesis
kantiana. Pero, como es más frecuente, “plato” puede entenderse como
el objeto que es utilizado para poner comida. En este caso el juicio es
sintético, pero la determinación elegida no es una buena regla de identi-
ficación, ya que, como sabemos, pueden existir platos con distintas for-
mas. Como sucede en los casos de los instrumentos (Zeug) es preferible
destacar aquellas determinaciones ligadas a sus funciones.
Sin embargo, en este tema, la confusión puede resultar de utilidad
porque hace patente que los conceptos se encuentran en continua co-
rrección, conforme se amplía la comparación entre los conceptos y los
objetos, ya que permite ir precisando aquellas determinaciones que re-
sultan fundamentales o básicas para detallar la regla de reconocimiento.
Pensemos, por ejemplo, en las determinaciones que usaban los alqui-
mistas medievales para definir el oro y las que usa la química actual.
Por otra parte, permite apreciar, en contra del realismo ingenuo, o dog-
mático, que aquello que consideramos esencial de un objeto depende
tanto del grado de conocimiento alcanzado, así como de la manera de
conceptualizar los objetos.
A pesar de eso, lo más adecuado para comprender el tema de esque-
matismo es, como hacen diversos comentaristas, acudir a un caso más
simple: cuando comparo varios animales y destaco las determinaciones
de cuadrúpedo con cola, pelo y bigotes, accedo al concepto de gato. Esto

133
nos da una regla elemental de identificación que puede convertirse en una
imagen esquematizada, muy próxima a los dibujos infantiles de dichos
animales. Pensemos también en las imágenes que encontramos, como
esquemas, en las puertas de los sanitarios de hombres y mujeres. Cabe
señalar que esto abre un campo de reflexión muy amplio que tiene que
ver con la relación entre metáforas y conceptos que destacó Nietzsche y,
posteriormente, ampliamente investigado por Hans Blumenberg.85
Con los conceptos puros del entendimiento, al carecer de contenido
extraído de la experiencia, no es posible construir un esquema empírico
que les permita una semejanza con los fenómenos a los que son apli-
cados. Pero Kant insiste en que se requiere esa mediación para superar
la heterogeneidad que existe entre los fenómenos y las categorías. Su
propuesta para resolver esta dificultad consiste en destacar que las ca-
tegorías, como expresión conceptual de la síntesis temporal, implícita
en la cópula del juicio, encuentran en el tiempo el recurso para estable-
cer la mediación con los fenómenos que ellas posibilitan conceptua-
lizar; a esto lo denomina esquema trascendental, cuya fórmula sería:
categoría + tiempo = esquema trascendental.

Ahora bien, una determinación trascendental del tiempo guarda ho-


mogeneidad con la categoría (que constituye la unidad de esa deter-
minación) en la medida en que es universal y en que está basada en
una regla a priori. Y es igualmente homogénea con el fenómeno en
la medida en que el tiempo se halla contenido en toda representación
empírica de la diversidad. Será, pues, posible aplicar la categoría
a los fenómenos por medio de la determinación trascendental del
tiempo cuando tal aplicación permita, como esquema de los concep-
tos del entendimiento, subsumir los fenómenos bajo la categoría. (B
177-178, A 139)

85
Hans Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Editorial
Trotta, 2003.

134
El esquema trascendental, como regla para la producción de imágenes
(esquematizadas), de acuerdo a las categorías, hace posible la subsunción
de los fenómenos a estas últimas, a través de los conceptos empíricos y gra-
cias al tiempo, el cual representa la mediación entre la diversidad empírica
y los conceptos puros del entendimiento. Cuando se emite un juicio, por
ejemplo, “El gato está en la cocina” o “La vela se consumió en tres horas”,
la síntesis realizada por el uso de estos conceptos empíricos presupone el
contraste entre algo constante, que como sustrato funciona como elemento
de unificación, y las determinaciones sometidas al cambio. La introducción
de ese sustrato constante (el sujeto de las predicaciones) no se justifica en
el contenido empírico, sino que representa una condición universal y ne-
cesaria para determinar los objetos en su continua transformación. Los es-
quemas trascendentales son determinaciones del tiempo, que hacen posible
establecer reglas a priori para el proceso de síntesis conceptual.86

• El esquema de la sustancia es el sustrato que permanece, mientras


todo lo demás cambia.
• El esquema de la causalidad es la sucesión sometida a una regla.
• El esquema de la comunidad (acción recíproca) es la coexistencia,
en donde las relaciones recíprocas entre las entidades están some-
tidas a una regla.
• El esquema de la posibilidad es la concordancia con las condicio-
nes del tiempo en general (es posible aquello que puede aparecer
en el tiempo).
• El esquema de la realidad es la existencia en un tiempo deter-
minado.
• El esquema de la necesidad es la existencia de un objeto en todo
tiempo.
86
“Por donde el esquema no es sino la expresión del hecho de que nuestros con-
ceptos puros no deben su existencia a la abstracción, sino a la construcción;
de que no son, en realidad, imágenes y copias de los objetos, sino representa-
ciones de un método sintético fundamental”. El problema, ii, 7, 2, p. 666.

135
La deducción trascendental demostró que las categorías son las condi-
ciones universales de la objetividad del pensamiento, lo cual es un requi-
sito necesario para sustentar la pretensión de verdad de nuestros juicios.
Ahora, en el esquematismo se hace patente la manera en que esas catego-
rías pueden ser aplicadas a la determinación de los fenómenos y, de esa
manera, dar el paso de la objetividad a la verdad.87 Al ser el tiempo la me-
diación entre las categorías y los fenómenos y que implica una relación
entre la conciencia (el ahora constante) y la realidad en movimiento, se
asume que la verdad no puede entenderse como una imagen recibida por
la conciencia de manera pasiva (la idea de verdad del realismo ingenuo),
sino que la verdad implica un esquema, en el que la adecuación se da
entre el contenido empírico y las reglas del entendimiento.
Las categorías consideradas en sí mismas tienen una significación, la
cual se refiere al aspecto meramente lógico de la unificación de las re-
presentaciones. “Si prescindo, pues, de los esquemas, las categorías se
reducen a simples funciones intelectuales relativas a conceptos, pero no
representan ningún objeto” (B 187). A pesar de no representar ningún ob-
jeto, se pueden crear esquemas trascendentales al agregar el tiempo a las
funciones categoriales. Por ejemplo, si a las categorías agrupadas bajo el
concepto de cantidad le sumamos el tiempo, lo que tenemos es la noción
de magnitud, entendida como una cantidad que se desplaza hacia delante,
y cuya expresión es la regla de sucesión. El esquema trascendental es, pre-
cisamente, una sucesión de puntos (……..) a los que llamamos números.

87
“Todos nuestros conocimientos residen en la experiencia posible tomada en
su conjunto, y la verdad trascendental, que precede a toda verdad empírica
y la hace posible, consiste en la relación general con esa experiencia” (B
185). Tengo la impresión de que hablar de la verdad trascendental resul-
ta confuso y que es preferible decir que las condiciones trascendentales
(espacio, tiempo y categorías) crean las condiciones objetivas que hacen
posible la verdad. Por otra parte, hablar de verdad empírica es una especie
de pleonasmo, ¿existen acaso otro tipo de verdades?

136
Como vemos, los números surgen a partir de la experiencia, en su sentido
amplio, pero no se justifican en ella, ya que no remiten a un objeto, es de-
cir, no emanan de un proceso de abstracción a partir de la intuición, sino
que se sustentan en la función intelectual que expresa la regla de sucesión
(el sucesor de un número es un número). El hecho de que los números in-
corporen el tiempo, esto es, el aspecto formal y universal de la experiencia,
da razón de su uso en el conocimiento. El conocimiento matemático es una
construcción racional, pero su dimensión temporal establece una media-
ción con el nivel empírico. De hecho, la matematización de su objeto de
estudio es aquello que da su gran impulso a la ciencia moderna.
Lo mismo sucede con las categorías agrupadas bajo el concepto de
cualidad si les agregamos la variable tiempo. Lo que tenemos en este
caso es también una sucesión de puntos, pero ahora situados en dife-
rentes niveles; es a esto a lo que llamamos grado. En los termómetros
hallamos la expresión instrumental más clara de su esquema trascen-
dental. Tanto el significado propio de las categorías como los esquemas
en general despiertan la ilusión de que ambos elementos pueden ser
aplicados más allá de la experiencia. Sin embargo, Kant deja muy claro
que ese uso no es legítimo, en lo que se refiere al conocimiento. Cuando
abordemos el tema de la metafísica, volveremos a este problema.
Diversos intérpretes han subrayado la importancia del breve capítulo
sobre el esquematismo. En efecto, antes de este predomina en la KrV una
perspectiva que podemos denominar estática o anatómica, mientras que en
el apartado señalado se ofrece una visión dinámica o fisiológica. Esto per-
mite superar los residuos de la metafísica sustancialista que propicia el uso
del término facultad para referirse a la sensibilidad y el entendimiento; se
puede pensar entonces de manera relacional, que es la dirección correcta a
la que nos conduce la argumentación kantiana. Sensibilidad y entendimien-
to no son dos entidades que se relacionen a posteriori, de manera externa,
sino que son dos funciones (receptiva y activa), cuya unificación se explica
a través del término imaginación (facultad de las imágenes), la famosa raíz

137
común. Por eso no da en el blanco la crítica que dirige Arthur Schopenhauer
a este aspecto de la filosofía kantiana. Si Kant se esfuerza en distinguir,
en términos analíticos, sensibilidad y entendimiento es para cuestionar la
manera en que plantearon su relación empiristas y racionalistas. El conoci-
miento no puede reducirse al análisis conceptual, pero tampoco al aspecto
meramente receptivo. En contra de la tradición, su objetivo es hacer patente
que en toda imagen se conjugan la receptividad y la espontaneidad.
Al explicar la manera en que las categorías se aplican a los fenóme-
nos para determinarlos como objetos, el esquematismo, implícitamente,
también justifica la tesis de que las categorías representan las condiciones
formales de la experiencia (juicios de experiencia). “Entonces afirmamos:
las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen,
a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia y
por ello poseen validez objetiva en un juicio sintético a priori” (A 158).
El siguiente paso de Kant es, a partir de las categorías esquematizadas,
derivar el sistema de todos los principios del entendimiento puro, esto
es, los principios que definen las condiciones formales de la experiencia
y, por tanto, de todo objeto que aparece en ella. Todos ellos son juicios
sintéticos a priori, ya que se refieren, precisamente, a las reglas de síntesis
implícitas en las categorías que, como hemos dicho, representan la me-
diación entre la multiplicidad de la intuición y la unidad de la conciencia.
Kant empieza por recuperar una aportación central de Leibniz al re-
conocer el principio de no contradicción como principio universal de
todo conocimiento. Pero de inmediato introduce dos observaciones. Pri-
mero afirma que si bien se trata de una conditio sine qua non de todo
conocimiento (los juicios que no cumplen con dicho principio carecen
de toda significación), tiene un carácter meramente negativo, ya que
determina la objetividad, pero no la verdad del conocimiento.88 En se-
88
El hecho de que ningún conocimiento pueda oponerse a él sin autonegarse
hace del principio una conditio sine qua non del conocimiento, pero no la
base que determina su verdad.

138
gundo lugar, Kant advierte que se trata solo del principio supremo del
conocimiento analítico y como tal, en contra de lo que dice Leibniz, no
puede ser el principio supremo en general, ya que presupone un proceso
de síntesis. La identidad de un objeto no es algo dado, sino el resultado
de la síntesis realizada por el entendimiento.89 Por tanto, el principio
supremo es aquel que se refiere a todos los juicios sintéticos; su formu-
lación es la siguiente: “todo objeto se halla sometido a las condiciones
necesarias de la unidad que sintetiza en una experiencia posible lo di-
verso de la intuición”. (A 158)
Una vez establecido este principio, Kant observa que la tabla de las
categorías nos conduce a la tabla de los principios, ya que esta última no
es otra cosa que las reglas del uso objetivo de aquellas. Al igual que las
categorías, Kant distingue entre principios matemáticos y dinámicos;
los primeros tienen una certeza intuitiva; en cambio, los segundos se
sustentan en una certeza discursiva. Los primeros son los axiomas de la
intuición y las anticipaciones de la percepción. El principio de los axio-
mas de la intuición es: “todas las intuiciones son magnitudes extensi-
vas” (B 202). Lo que se plantea es que si todos los fenómenos contienen
una intuición en el espacio y en el tiempo, tienen, por tanto, que tener
necesariamente una extensión. A diferencia de la “Estética trascenden-
tal”, en la cual se plantea la prioridad del espacio y del tiempo como
quantum (unidad), aquí se habla de la manera en que comprendemos lo
intuido, y se afirma que toda extensión se entiende como una construc-
ción regulada (síntesis de la diversidad). Aunque de este principio no es
posible deducir, en términos lógicos, los axiomas de la aritmética y la
geometría, es la condición de posibilidad de este tipo de conocimiento.
El principio de las anticipaciones de la percepción se formula de la
siguiente manera: En todos los fenómenos, lo real que sea un objeto de

89
Se podría decir que el principio de no contradicción tiene una prioridad
lógica, pero no epistemológica.

139
la sensación posee magnitud intensiva, es decir, un grado. Así como
el anterior principio se vincula con las categorías de cantidad, este se
refiere a las categorías de cualidad. Ello significa que los fenómenos no
solo son intuidos en el espacio y el tiempo (extensión) sino también con
un cierto grado de intensidad, y esta también debe comprenderse dentro
del contexto de una escala continua. Lo que se sostiene con estos dos
primeros principios es, por tanto, que en la intuición opera una síntesis
regulada que crea un orden. La extensión y el grado de cada fenómeno
particular es algo que solo puede establecerse a posteriori, pero el que
cualquier fenómeno debe tener una extensión y un grado determinado,
y que ellos se comprenden siempre como parte de una escala continua,
es lo que puede afirmarse a priori.
Los principios dinámicos son las analogías de la experiencia y
los postulados del pensamiento empírico. Estos tienen, como los
anteriores, una formulación general, pero a diferencia de ellos, se
expresan posteriormente en triadas; es decir, tenemos seis principios
dinámicos. La formulación del principio general de las analogías de
la percepción es; “la experiencia sólo es posible mediante la repre-
sentación de una necesaria conexión de las percepciones” (B 218).
Me parece que la prueba de este principio condensa con claridad
la tesis nuclear de la perspectiva trascendental que desarrolla Kant;
veamos el comienzo de dicho texto:

La experiencia es un conocimiento empírico, es decir, un conoci-


miento que determina un objeto mediante percepciones. Consiste,
pues, en una síntesis de percepciones, pero una síntesis que no se
halla contenida en la percepción, sino que contiene en una concien-
cia la unidad sintética de tal percepción. Esta unidad sintética cons-
tituye lo esencial del conocimiento de los objetos de los sentidos, es
decir, de la experiencia (no sólo de la intuición o sensación de los
sentidos). (B 218-219)

140
Las percepciones en sí mismas se agrupan de manera contingente,
por lo que la representación de una conexión necesaria entre ellas de-
pende del entendimiento que, al introducir la necesidad de esos engar-
ces, hace posible un orden. Por ejemplo, si desciendo de una montaña
hacia un refugio, lo primero que veo es el techo de la cabaña, posterior-
mente sus paredes y por último su basamento; sin embargo, sé que el te-
cho no es el primer elemento de esa construcción, sino que su existencia
depende primero del basamento y después de sus paredes. Gracias a las
analogías, fundamentadas en el entendimiento, podemos convertir a
la sucesión temporal subjetiva en una sucesión temporal objetiva. Justo
esto es lo que faltó en el análisis aristotélico del tiempo, ya que la regla
que otorga objetividad a la sucesión temporal (la institución del reloj)
no es algo que pueda extraerse de las percepciones, sino que es generada
por el entendimiento.
De nuevo, podemos acudir al tema de la causalidad (lo que ofrecen
las percepciones): como destacó Hume, es sucesión y contigüidad, pero
de ninguna manera una conexión necesaria; esta es un aporte del entendi-
miento, y Kant agrega ahora que se trata de una regla que posee un carác-
ter regulador, no constitutivo, que solo tiene un uso legítimo empírico. La
explicación exige una conexión necesaria, pero nunca podremos acceder
a la certeza de que exista, por lo que se requiere su continuo contraste con
la experiencia. En tanto que las analogías de la experiencia se refieren a la
síntesis temporal implícita en los juicios, sus tres subprincipios se refieren
a la permanencia, la sucesión y la simultaneidad:

1) En todo cambio de los fenómenos permanece la sustancia, y el


quantum de la misma no aumenta ni disminuye en la naturaleza.
2) Todos los cambios tienen lugar de acuerdo con la ley que enlaza
causa y efecto.
3) Todas las sustancias, en la medida en que podamos percibirlas
como simultáneas, se hallan en completa acción recíproca.

141
Tengo la impresión de que a estas alturas es claro que Kant utiliza
la noción de sustancia no en un sentido ontológico, sino en su sentido
gramatical (sujeto de las predicaciones), ya que la correcta comprensión
del cambio requiere presuponer algo constante, pero esto no autoriza a
considerar la existencia de sustancias. “Consiguientemente, la perma-
nencia es una condición necesaria sin la cual no podríamos determinar
los fenómenos como cosas u objetos en una experiencia posible” (A 189).
De hecho, la primera analogía da a entender que todos los fenómenos se
encuentran en una continua transformación. La segunda analogía intro-
duce el presupuesto de que esas transformaciones se encuentran someti-
das a una regla. Me parece que también es claro que dicho principio re-
gulativo es un requisito necesario para desarrollar el conocimiento. Por
eso, Kant afirma que el entendimiento es la condición a priori, gracias a
la unidad de apercepción, de la posibilidad de determinar la continuidad
temporal, mediante la serie de causas y efectos. Sustancia, causalidad y
acción recíproca son las condiciones universales y necesarias que hacen
posible la unidad temporal implícita en la experiencia.

Las leyes empíricas sólo pueden existir y ser encontradas mediante


la experiencia y como de consecuencia esas leyes originarias, que
son las que hacen posible la misma experiencia. Así, pues, nues-
tras analogías presentan la unidad de la naturaleza como la interco-
nexión de todos los fenómenos bajo ciertos exponentes, los cuales
no expresan otra cosa que la relación del tiempo (en la medida en
que éste abarca en sí todo lo que existe) con la unidad de apercep-
ción, unidad que sólo puede tener lugar en una síntesis realizada de
acuerdo con reglas. (A 216)

El sistema de los principios del entendimiento puro culmina con los


postulados del pensamiento empírico, los cuales se refieren a la posibi-
lidad, la realidad y la necesidad. Su exposición implica de manera im-

142
plícita una crítica radical a la posición de Leibniz, en tanto ellos hacen
patente que todo conocimiento requiere de la comunidad de sensibilidad
y entendimiento, sometida, de manera irremediable, a la temporalidad.

1) Lo que concuerda con las condiciones formales de la experiencia


(desde el punto de vista de la intuición y de los conceptos) es
posible.
2) Lo que se halla en interdependencia con las condiciones materia-
les de la experiencia (de la sensación) es real.
3) Aquello cuya interdependencia con lo real se halla determinado
según condiciones universales de la experiencia es (existe como)
necesario.

Para Leibniz la ausencia de contradicción representa la condición


suficiente para que algo sea posible; en cambio, para Kant el principio
de no contradicción es una condición necesaria, pero no suficiente. Se
requiere, de acuerdo con este último, que ese algo sea, además, com-
patible con las condiciones de la experiencia. Es decir, para Kant la
posibilidad se encuentra determinada tanto por el entendimiento como
por la sensibilidad. Cabe destacar que se trata de una noción de posibi-
lidad epistemológica, posible de ser conocido. El ejemplo al que apela
Kant es el concepto de una figura encerrada entre dos líneas rectas, que
si bien está libre de contradicción, su imposibilidad reside en que tal
figura no es posible construirse en el espacio. Un ejemplo que podría
resultar más polémico para algunos es la idea de Dios, la cual está libre
de contradicciones y en ese sentido es algo posible; sin embargo, no es
compatible con las condiciones de la experiencia, por lo que es imposi-
ble acceder a un conocimiento de él. Las discusiones teológicas tienen
sentido, pero nunca podrán incorporarse al ámbito del conocimiento.
Esto último se complementa con el segundo postulado que nos dice,
en términos actuales, que la existencia no es un predicado, lo cual es

143
el sustento de la crítica al argumento ontológico,90 utilizado por los ra-
cionalistas como prueba central de la existencia de Dios. De acuerdo a
dicho postulado el paso de la posibilidad a la realidad es algo que de-
pende de la sensibilidad. Solo es posible considerar algo real, si puede
ser verificado mediante la experiencia. El tercer postulado agrega que lo
necesario no se encuentra en el contenido del conocimiento, sino única-
mente en las condiciones de la experiencia.

4. Anexo. La crítica hegeliana

El planteamiento epistemológico de Kant, como hemos podido ver, im-


plica una distinción entre fenómeno y cosa en sí. Hablar de una cosa en
sí significa establecer un límite al conocimiento, como dirá años más
tarde Jean-Paul Sartre (El ser y la nada, 2004), el saber no agota el
ser. Desde la perspectiva kantiana esto significa varias cosas. En primer
lugar, la experiencia es caracterizada como un proceso que se desarrolla
de manera continua, por lo que nada en esta puede pensarse como un
producto definitivo; lo único que podemos hacer es determinar las con-
diciones de ese proceso, pero nunca su fin. Incluso no solo el contenido
de la experiencia sino también la determinación de esas condiciones
requiere una constante revisión. En palabras de Cassirer: “Pues bien, lo
que llamamos experiencia es precisamente eso: un conjunto de relacio-
nes en desarrollo y no una totalidad de datos absolutos”.91
En segundo lugar, la noción de juicio sintético a priori implica que
el objeto de la experiencia ha sido construido no solo con los datos

90
“No podemos encontrar en el mero concepto de una cosa el distintivo de su
existencia, pues, aun en el caso de que el concepto sea tan completo, que no le
falte nada en absoluto de lo requerido para pensar una cosa en todas sus deter-
minaciones internas, la existencia no tiene nada que ver con todo eso”. (A 225)
91
Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina, México, fce, 1948, p. 241.

144
empíricos sino también de acuerdo con las condiciones a priori de la
experiencia (espacio, tiempo, categorías). El objeto de la experiencia
es siempre un objeto para nosotros (una conciencia finita). Kant plan-
tea, en términos actuales, que no tenemos la capacidad de quitarnos
la mediación del lenguaje para contemplar las cosas en sí mismas (el
lenguaje no es un medio transparente) y, por tanto, tampoco tenemos la
posibilidad de asegurar la existencia de una relación isomorfa entre la
estructura del lenguaje y la del mundo. Kant lo expresa a través de un
curioso contraste entre el conocimiento finito de los seres humanos y el
supuesto conocimiento de Dios. Aunque el ser humano construye el ob-
jeto de conocimiento, su existencia no depende de esa construcción (las
cosas existen con independencia de quien las contempla); en cambio, la
hipotética intuición originaria divina (intuitus originarius) es creadora
de la propia cosa (“Y dijo Dios: ‘¡que haya luz!’, y hubo luz”).
En tercer lugar, se reconoce que los fenómenos pueden ser descritos
de diversas maneras, dependiendo de los intereses y valores que inter-
vienen en la selección y organización de los datos empíricos (recorde-
mos el margen de libertad que encierra la deliberación). Aunque el im-
perativo de objetividad exige que esas descripciones sean compatibles,
no tenemos la posibilidad de afirmar que hemos logrado acceder a esa
compatibilidad y, menos aún, que ya no hay alternativas de descripción.
La exigencia de objetividad es un principio regulativo de la razón, que
tiene en las condiciones trascendentales su base y su punto de partida.
En cuarto lugar, se asume que nuestros modelos teóricos, por más
amplios que sean, no podrán incorporar en su seno la enorme compleji-
dad de lo real. La cientificidad de esos modelos requiere su permanente
contraste empírico y, con ello, de su corrección o, incluso, de su trans-
formación radical. En quinto lugar, consecuencia de lo dicho, se plan-
tea la necesidad de distinguir con toda claridad entre pensar y conocer,
como Kant expuso en su texto Los sueños de un visionario explicados
por los sueños de la metafísica.

145
Kant advierte que tratar de hablar de la cosa en sí, es decir, de las
cosas con independencia de las condiciones trascendentales de la expe-
riencia, conduce, de manera irremediable, al dogmatismo. Sin embargo,
sus sucesores no se sintieron satisfechos con ese límite del conocimien-
to, y les pareció la claudicación de un viejo profesor de filosofía que
prefirió mantenerse en la comodidad que ofrecen los estrechos límites
de la subjetividad. Me parece que de todos los autores inconformes con
los límites de la razón, Hegel desarrolló la crítica más sólida a la noción
de cosa en sí. Me propongo examinar brevemente si esa crítica logró
eludir el dogmatismo, propio de la metafísica tradicional. Para ello no
voy a reconstruir cada una de las críticas que dirige Hegel a Kant, sino
únicamente examinaré los presupuestos en que se sustentan esas críti-
cas. En Fe y Saber se dice lo siguiente:

En la medida en que la filosofía kantiana permanece sin más en la


contraposición y convierte la identidad de la misma en el final ab-
soluto de la filosofía, esto es, en el puro límite, que es sólo su nega-
ción, entonces no puede en cambio descubrir como tarea verdadera
de la filosofía la de resolver hasta su final las oposiciones que en-
cuentra, que son captadas ya como espíritu y mundo, ya como alma
y cuerpo, como yo y naturaleza, etc... Sino que su única idea, la úni-
ca que tiene para ella realidad y verdadera objetividad, es el absoluto
ser suprimido de la contraposición. Pero esa absoluta identidad no
es un postulado subjetivo universal irrealizable, sino que es la única
verdadera realidad, ni es tampoco el conocimiento de la misma una
fe, esto es, un más allá para el saber, sino su único saber.92

Hegel entiende que la misión central de la filosofía es superar toda


escisión; siendo el autor que mejor ha descrito el fenómeno trágico, es
curiosamente un pensador antitrágico; el espíritu que subyace a su argu-

92
Friedrich Hegel, Fe y saber, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 65 y 66.

146
mentación es épico. Quizá esto fue un factor que le impidió advertir que
los supuesto cortes o dicotomías kantianas no son tales, sino parte de un
proyecto de superar la metafísica sustancialista para dar lugar a un pen-
samiento de relaciones. Sin embargo, lo importante ahora es concentrar-
se en la declaración hegeliana respecto a que el único saber, en sentido
estricto, es el saber absoluto, lo cual implica asumir la posibilidad de
que el saber agote el ser o, dicho de otra manera, que se puede justificar
la identidad entre el ser y el pensar. Con esto, Hegel se aproxima a la
divina locura de Leibniz, pero a diferencia de este último, tratando de
ofrecer una respuesta a las críticas de los empiristas y del propio Kant,
sostiene que esa identidad, desde la perspectiva humana, no está dada,
sino que es construida mediante el largo proceso evolutivo de la huma-
nidad. Proceso que se describe en la Fenomenología del espíritu.
Dicha convicción lo motiva a sostener que la verdad no puede en-
contrarse en el juicio, ya que la cópula de este, al cosignificar una sín-
tesis temporal, mantiene la escisión (una relación contingente) entre
sujeto y predicado. Al igual que Leibniz, Hegel dice que la verdad no
puede expresarse como S es P, sino como S = P; igualdad que implica
trascender la contingencia temporal al localizar la necesidad de su vin-
culación. Leibniz decía que toda verdad es analítica, pero admitía que la
prueba de eso se encuentra en un análisis infinito, el cual, en la mayoría
de los casos, queda fuera del alcance de los individuos. Para superar es-
tos límites, Hegel plantea que, a pesar de la imposibilidad individual de
llevar el análisis hasta su término, este se puede alcanzar a través de una
larga historia, en la que se acumula el saber humano. Además, retoman-
do una tesis kantiana, Hegel sostiene que ello no es una tarea meramente
conceptual, lo cual conduce a lo que él denomina un “mal infinito”, sino
que el conocimiento es una construcción, esto es, el resultado del uso
práctico de la razón.
Hegel afirma que para acceder a la verdad debemos trascender el
juicio, propio del entendimiento, y acceder al ámbito de la razón, cuya

147
función es unificar los juicios mediante las inferencias. De ahí concluye
que la verdad solo se manifiesta en el silogismo, porque mientras que el
juicio aislado se basa en un momento particular, el silogismo me remite
a pensar al proceso en su conjunto. El juicio únicamente nos ofrece una
fotografía, algo estático; en cambio, el silogismo nos muestra una pelí-
cula en la cual la verdad como adecuación se revela como una verdad
como acoplamiento, esto es, como resultado de la interrelación entre los
sujetos y el objeto.
Para comprender con mayor claridad la tesis nuclear de la filosofía
hegeliana, podemos acudir a los escritos previos a la Fenomenología del
espíritu, para apreciar de dónde extrae dicha tesis. Desde el principio
de su formación, Hegel retoma la tesis kantiana de la prioridad del uso
práctico de la razón y se propone llevarla hasta sus últimas consecuen-
cias. Para ello, niega que existan en realidad dos usos de la razón. Para
él solo existe un uso que tiene su punto de partida en la relación práctica
con el mundo. Esto lo motiva a describir el conocimiento como un pro-
ceso de trabajo, lo cual significa que transformar el mundo (a través del
trabajo) es lo que nos da el conocimiento. Pero también afirma que el
conocimiento mismo es una forma de transformar el mundo.
Por eso, su siguiente paso es hacer un análisis del proceso de tra-
bajo, que implica tres elementos: 1) El propio trabajo, como actividad
teleológica; 2) el objeto del trabajo, y 3) el medio instrumental.93 Uno de
los rasgos distintivos del trabajo humano es, precisamente, el desarrollo
constante de ese medio instrumental. Hegel ve en el progreso técnico
una de las pruebas de la formación racional de la humanidad;94 Sin em-

93
El análisis hegeliano del trabajo es retomado por Marx en el capítulo v,
“Proceso de trabajo y proceso de valorización”, de El Capital. Lo menciono
porque en ese texto encontramos una exposición clara sobre el tema.
94
Para Hegel también existe un progreso moral que se hace patente, según él,
cuando se analiza la historia de los conflictos sociales, en los que se encuentra
en juego no solo una confrontación entre intereses materiales sino también una

148
bargo, además sostiene que ese medio instrumental es la mediación que
unifica lo subjetivo y lo objetivo, porque tiene que responder tanto a los
fines que persiguen los seres humanos como a la especificidad del obje-
to de trabajo. Por ejemplo, la definición de la forma que debe adquirir un
martillo, así como la materia con que debe construirse, no solo requiere
saber las intenciones del sujeto sino también las características del ob-
jeto y en lo que será utilizado. No es lo mismo un martillo para golpear
concreto que uno para usarse en lámina automotriz.

Lo racional es aquello que se encuentra en medio y que posee la


naturaleza de lo subjetivo y lo objetivo, o aquello que hace de me-
diador entre ambos.
[…]
En el utensilio o instrumento, el sujeto elabora un medio entre sí
mismo y el objeto, y ese medio es la razonabilidad real del trabajo.
Debido a su razonabilidad, el instrumento figura como el término
medio, superior tanto respecto al trabajo, como al objeto elaborado.95

Hegel utiliza este sencillo análisis para cuestionar el planteamiento


tradicional de la epistemología, pues en él se indica que el punto de par-

lucha por el reconocimiento, cuyo esquema de evolución lo ofrece la conocida


dialéctica del amo y el esclavo. De hecho, la tesis de Hegel es que el progreso
técnico y el práctico (moral) se encuentran estrechamente relacionados.
95
Friedrich Hegel, El sistema de la eticidad, Madrid, Editora Nacional, 1982,
pp. 121-123. En esta cita únicamente menciono algunas oraciones de un
análisis muy denso que no puedo reproducir ahora en toda su amplitud.
Invito a leerlo directamente en el capítulo “La eticidad absoluta según la
relación fundamental”, pp. 111-140. Remito también al artículo de Jürgen
Habermas “Trabajo e Interacción. Notas sobre la filosofía hegeliana del
periodo de Jena”, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Editorial
Tecnos, 2005. Cabe señalar que el pionero de esta forma de aproximarse a
la filosofía hegeliana es Georg Lukács (El joven Hegel y los problemas de
la sociedad capitalista, Barcelona, Ediciones Grijalbo, 1970).

149
tida no es la dicotomía sujeto-objeto, sino la unidad creada por la media-
ción que existe entre ellos. En el caso del conocimiento, la herramienta
es el concepto; de hecho este puede considerarse la herramienta básica
pues ella es la que hace posible la continuidad del progreso técnico, así
como el uso generalizado de los instrumentos (“la subjetividad del tra-
bajo se eleva en el utensilio a una generalidad; cada uno puede imitarlo,
y trabajar del mismo modo”96). Aquí reside, a mi juicio, la aportación
más importante de la filosofía hegeliana: apuntar a la olvidada dimen-
sión intersubjetiva. Todo proceso de trabajo es, al mismo tiempo, una
interacción social, lo cual indica que el conocimiento se basa en la rela-
ción sujeto-objeto (dimensión semántica) y en la relación sujeto-sujeto
(dimensión pragmática). En una carta fechada el 4 de febrero de 1795,
Friedrich Schelling le escribió a Hegel lo siguiente:

Propiamente la diferencia entre la filosofía crítica y la filosofía dog-


mática me parece consistir en que aquella parte del Yo absoluto (to-
davía sin condicionar por ningún objeto), ésta del Objeto absoluto
o No-Yo. Esta, llevada hasta sus últimas consecuencias, conduce al
sistema de Spinoza; aquélla, al de Kant. la filosofía tiene que partir del
absoluto. La pregunta es entonces en qué consiste ese absoluto, en el
Yo o en el No-Yo. Una vez resuelta esta pregunta, está todo resuelto.97

La respuesta de Hegel es que lo absoluto no puede estar en el “Yo”,


ni en el “No-Yo”, pues cualquiera de los extremos que se elija excluye al
otro. Lo absoluto únicamente puede residir en su unidad, generada por

96
El sistema, p. 122.
97
Friedrich Hegel, Escritos de juventud, Madrid, fce, 1978, p. 59. Aquí se
equivoca Schelling pues de ninguna manera Kant toma como punto de
partida un supuesto yo absoluto, esto es, sin condicionar por ningún objeto.
Recordemos lo que nos dice Kant: “La experiencia interna es, pues, simple-
mente mediata y sólo es posible a través de la experiencia externa”. (B 277)

150
la mediación conceptual. Siguiendo con la analogía entre herramienta
y concepto, Hegel resalta la importancia de que las primeras se encuen-
tren en un proceso de continúo perfeccionamiento. Esto significa que
cada vez responden mejor a las intenciones del sujeto que las utiliza,
gracias a que se amplía el conocimiento no solo del objeto sobre el que
se va a trabajar sino también de los materiales en general. Pensemos
en la amplia y compleja evolución que nos lleva del bastón plantador o
coa (palo aguzado que se usaba para abrir hoyos en la tierra) hasta los
tractores que se utilizan en las modernas agroindustrias. Precisamente,
la unidad de esa evolución es posible, no por los instrumentos particu-
lares, ya que estos al usarse se desgastan y llegan a desparecer, sino por
el concepto del que ellos son ejemplares; en el caso mencionado sería el
concepto de instrumento de labranza.
El siguiente paso de la argumentación hegeliana es afirmar que los
conceptos, como toda herramienta, de igual manera evolucionan respon-
diendo mejor a las intenciones de los sujetos y, al mismo tiempo, amplian-
do el conocimiento del objeto al que se refieren. Según esto, el concepto
no es un mero pensamiento, una representación, sino la mediación que
unifica paulatinamente el ser y el pensar, lo subjetivo y lo objetivo. Si bien
es innegable que el conocimiento humano avanza, lo que tiene que expli-
car Hegel con precisión es cómo es posible que el concepto trascienda la
representación para poder afirmar que se ha identificado con lo objetivo.
Dicha explicación es la piedra angular de su sistema.
Para Hegel es indispensable considerar el concepto en su movimiento,
en su tránsito entre la dimensión subjetiva y la objetiva. El motor de este
movimiento, aquello que hace posible su evolución, es la crítica que reali-
za la autoconciencia; es ella la que advierte que, en un cierto momento, el
aspecto subjetivo del concepto (la representación) no se adecua al aspecto
objetivo y, por eso, abre un proceso de corrección. De esta novedosa con-
cepción del concepto se desprenden tres tesis importantes: 1) El error es
parte del proceso de conocimiento, no su negación, por lo que tener miedo

151
al error es la auténtica equivocación, pues impide el desarrollo del cono-
cimiento. 2) Tanto el análisis metodológico como la crítica no pueden ser
externas al propio proceso de conocimiento, esto es, no son instrumentos
que puedan enseñarse de manera abstracta.98 3) La demostración o justifi-
cación de un concepto se encuentra en su desenvolvimiento.
En el movimiento dialéctico del concepto, aquél que lo impulsa a
salir de sí, para después retornar a sí, se hace patente que cada concepto
se encuentra relacionado con los otros; toda determinación es, al mismo
tiempo, negación. Este principio es el fundamento para superar la visión
atomística del lenguaje que habían propuesto los empiristas, lo que dio
lugar a una visión holística del mismo. Por otra parte, también se cues-
tiona de manera radical la idea de que se requiere acceder a una certeza,
la cual sirva como punto de partida; es decir, se desecha la ingenua
ilusión de una filosofía sin presupuestos. Coincidiendo con la tradición
hermenéutica, Hegel asume que es ineludible asumir presupuestos, cuya
justificación únicamente se alcanza al final del proceso.
Sin duda esto puede verse como una aportación hegeliana, en con-
traste con la concepción relativamente estática, implícita en la KrV. Si
bien Kant menciona el desarrollo de los conceptos empíricos y la gé-
nesis de las categorías, no hay un desarrollo del tema. Recordemos que
para Kant es indispensable diferenciar entre génesis y validez; a partir
de ello centra su atención en esta última. En cambio, la tesis de Hegel
es que resulta indispensable unir de nuevo génesis y validez.99 Esto nos
indica que la concepción de Hegel no se limita a plantear las ventajas
de una historia conceptual, como más tarde propuso Reinhart Kosellek,

98
Hegel considera que Kant es uno de los representantes de la visión instrumen-
talista de la metodología y la crítica; sin embargo, el propio Kant ya advertía lo
problemático de la concepción cartesiana del método. El desarrollo de la KrV
parte del conocimiento tal y como se desarrolla en el campo de las ciencias.
99
En este punto sería interesante hacer un contraste con Nietzsche, quien
utiliza la genealogía para cuestionar la creencia en la validez absoluta.

152
sin mencionar a otros, sino que considera el análisis genético como el
medio para localizar una supuesta validez absoluta.
Hegel afirma que el concepto como tal aún no está completo, sino
que debe elevarse hacia la idea, en la cual se alcanza la unidad plena
del concepto y la realidad. Es decir, mientras el concepto se encuentra
sometido al continuo tránsito entre lo subjetivo y lo objetivo, en la idea
se alcanza el reposo que da la supuesta unificación de los extremos. En
la idea se trasciende la síntesis temporal implícita en los juicios, propios
del entendimiento, y se llega a la igualdad que denota la plenitud exigi-
da por la razón (se han roto los límites de los que habla Kant). Veamos
cómo caracteriza Hegel la noción de idea en la Enciclopedia:

La idea es lo verdadero en y para sí, la unidad absoluta del concep-


to y de la objetividad. […]
La idea puede ser entendida como la razón (éste es el significa-
do propiamente filosófico de razón); también como el objeto-sujeto,
como la unidad de lo ideal y lo real, de lo finito y lo infinito, del alma
y del cuerpo, como la posibilidad que tiene en sí misma su realidad
efectiva, como aquello cuya naturaleza sólo puede ser concebida
como existente, etc.; [y esto es así] porque en ella se contienen todas
las relaciones del entendimiento, pero en su retorno infinito e iden-
tidad [vuelta] hacia sí.
[…] La idea es el juicio infinito, cuyas partes son cada una la to-
talidad autosuficiente, y también, porque cada una se completa con
la otra, cada una ha pasado igualmente a la otra.100

La idea es el juicio infinito porque en ella la síntesis temporal de la


cópula de los juicios finitos ha sido desplazada por la identidad, la cual
se sitúa más allá del tiempo. Cuando Hegel sostiene que en la historia

100
Enciclopedia, §§ 213 y 214, pp. 411, 413 y 417, respectivamente.

153
de los conceptos se encuentra su validez, asume que dicha historia tiene
una conclusión que es posible determinar. Conclusión que representa el
punto, en el cual el concepto despliega toda su potencialidad, tanto en
las intenciones del sujeto como en las determinaciones del objeto. La
dimensión subjetiva y la objetiva superan la escisión para configurar la
totalidad propia de la idea.

Formalmente, lo que hemos dicho puede expresarse así: la naturale-


za del juicio, o de la proposición en general, que encierra dentro de
sí la diferencia de sujeto y predicado, es destruida por la proposición
especulativa, y la proposición de identidad en la que se convierte la
primera contiene el contragolpe a aquella relación […].
Para aclarar con ejemplos lo que venimos diciendo: en la pro-
posición Dios es el ser, el predicado es el ser: tiene un significado
substancial en el cual el sujeto se fluidifica. Se supone que ser no es
aquí predicado, sino la esencia.101

El juicio “Dios es el ser” deviene el enunciado Dios = el ser. Al


igual que Leibniz, Hegel sostiene que toda verdad es analítica, pero lo
que agrega este último es que la naturaleza de ese vínculo se revela a
través de un proceso histórico en el que se escenifica el arduo trabajo
del concepto por convertirse en idea. En la medida en que se cree poder
determinar el paso del concepto a la idea, se ve en la unidad armónica
de esta el anuncio de un mundo mejor. Para Hegel no vivimos en el
mejor de los mundos posibles, pero vamos de manera ineludible hacia
este. El único residuo de contingencia se encuentra en la extensión del
tiempo que le tomará a la humanidad llegar a su meta. Con espíritu lu-
terano, Hegel ve en el trabajo un castigo divino y ante todo un camino
de redención; el trabajo humano es el instrumento de Dios para realizar
su reino en este mundo. Indudablemente se trata de una bella interpreta-

101
Fenomenología, p. 125.

154
ción del dogma cristiano del Dios que se hace ser humano. Recordemos
que Hegel entiende su filosofía como una teodicea.102 Pero, desde la
perspectiva filosófica, lo que interesa es la justificación racional de ese
supuesto conocimiento, ya que el propio Hegel afirma que a diferencia
de Leibniz, él sí ofrece una demostración científica.
En la KrV, Kant busca reivindicar la teleología, pero a diferencia de
la metafísica tradicional, la considera un recurso heurístico que permite
orientarse en el nivel práctico y formular hipótesis teóricas, las cua-
les posteriormente deben ser contrastadas en el nivel empírico. Kant,
al igual que gran parte de los representantes de la Ilustración, considera
que es posible dar explicaciones racionales de la historia, pero sabe que
no es posible afirmar que el propio devenir sea racional, pues ello impli-
caría trascender la temporalidad para ver la trayectoria en su conjunto.
Aunque podamos ver la historia de la humanidad como un proceso de
decadencia, Kant afirma que, por razones pragmáticas, es mejor pensar
esa historia como un progreso, pero esta perspectiva tiene un carácter
hipotético, se trata pensar como sí (als ob), ya que esa idea no se funda
en ninguna certeza. En contraste, Hegel reivindica la dimensión ontoló-
gica de la teleología, lo cual se manifiesta en el avance del concepto. A
diferencia del viejo Aristóteles, Hegel plantea que la dinámica teleoló-
gica es introducida por el trabajo humano, entendido como instrumento
divino. Dicha concepción teleológica fuerte de la historia es el funda-
mento de la tesis respecto a que la génesis del concepto es, al mismo
tiempo, su proceso de justificación, entendida (esa justificación) como
la muestra del pleno acoplamiento entre subjetividad y objetividad.

102
Sobre esta visión de la filosofía remito al conocido y accesible texto de la
introducción a las lecciones de filosofía de la historia: “Nuestra conside-
ración es, por tanto, una Teodicea, una justificación de Dios, como la que
Leibniz intentó metafísicamente, a su modo, en categorías aún abstractas e
indeterminadas”. Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la histo-
ria universal, Madrid, Alianza Editorial, 2004, p. 56.

155
Por tanto, lo que interesa localizar es el criterio en que se sustenta
Hegel para afirmar que es posible la identificación del concepto y la
cosa, del ser y el pensar, y que su lógica (el sistema de las categorías)
es, al mismo tiempo, ontología, la expresión conceptual de la estructura
del mundo. Hegel propone una radical transformación de la epistemolo-
gía, en la cual la verdad ya no se piensa como una adecuación entre dos
cosas externas (concepto y cosa), sino que, gracias a la actividad trans-
formadora de la razón, se describe como un paulatino acoplamiento
después de un largo proceso de interacción.103 A pesar de esto, la añeja
pregunta continúa: ¿cómo es posible afirmar que ese supuesto acopla-
miento ha llegado a su fin?
Cabe advertir, para eludir las críticas simplistas, que cuando Hegel
habla del saber absoluto no piensa en algo así como el conocimiento de
todos los entes existentes, sino que se trata de plantear que se ha llegado
al sistema completo de categorías, el cual nos permite conceptualizar
cualquier cosa que aparece en la experiencia. La pregunta en este punto
es la misma que le planteamos a Kant: ¿cómo saber que hemos definido
la totalidad de las categorías? La respuesta hegeliana es que la exposi-
ción de las categorías en la lógica (Ciencia de la lógica, 2011 y 2015)
conforma un sistema: partimos del ser carente de determinaciones
(ser = nada ⇒ devenir) para arribar al ser pleno de determinaciones
(esa totalidad en la que se accede a la identidad de la identidad y la
no identidad). Quizá pueda aceptarse que la coherencia de un sistema
es un síntoma de la verdad; Sin embargo, eso está muy lejos de poder
asegurar la posesión de esa verdad. De lo contrario, se estaría afirmando
que se tiene el conocimiento de un orden, cuya existencia no depende de
la experiencia; es decir, nos estaríamos adentrando en las regiones más
oscuras de la metafísica.
103
Sobre estas transformaciones consultar Martin Heidegger, “El concepto
de experiencia de Hegel (1942/43)”, Caminos de bosque, España, Alianza
Editorial, 1996, pp. 91-156.

156
El problema más importante no es el de la posibilidad de acceder a
un sistema completo de las categorías; incluso podemos conceder, en
principio, que eso es posible. El gran enigma consiste en explicar cómo
categorías emanadas de la reflexión, cuya justificación es a priori (se
halla en la manera en que opera la propia reflexión), pueden adquirir
una realidad independiente de esta, es decir, una existencia más allá de
la reflexión, o si se quiere plantear de un modo más hegeliano, debemos
preguntarnos ¿cómo saber si una categoría denota una realidad que tras-
ciende las condiciones de la experiencia humana? Pensemos en la ca-
tegoría por excelencia: la sustancia. Esta es un elemento indispensable
para pensar una realidad sometida al continuo devenir. Pero Hegel sos-
tiene que la sustancia existe con independencia de la reflexión, esto es,
que denota una esencia (real). Además agrega, contra la visión estática
de Aristóteles, que tiene el carácter de sujeto. ¡La sustancia se mueve y
lo hace al mismo ritmo que la realidad, pues ella es lo real! Aquí Hegel
recupera de Spinoza la idea de una sustancia única (Dios) que tiene al
ser y al pensar como dos de sus determinaciones, nada más que a esa
sustancia se la ve ahora sometida al devenir. La Santísima Trinidad del
dogma cristiano (Padre, Hijo y Espíritu Santo) representa los tres mo-
mentos de ese supuesto desarrollo.
¿Cómo se prueba tan significativo descubrimiento? Aunque parez-
ca mentira, Hegel apela de nuevo al argumento ontológico: el mismo
del que habla San Anselmo, Descartes, Spinoza y Leibniz, entre otros.
Hegel conoce a fondo las críticas a dicho argumento, tanto de los empi-
ristas como de Kant, pero considera que su propuesta se sitúa más allá
del alcance de estas porque su idea de Dios no remite a una realidad
trascendente, sino a una sustancia inmanente (el famoso panteísmo).
Esto parece llevarnos a un círculo vicioso: el orden del mundo es la
manifestación de la divinidad, pero es Dios quien garantiza la existencia
de ese orden. Para evitar que esta objeción se reduzca a una trivialidad,
cabe advertir que se toma en cuenta que Hegel recupera el argumento

157
platónico respecto a que ese orden no es algo que se intuye de manera
inmediata, sino que se requiere utilizar los ojos de la razón, capaces de
percibir la totalidad. Justo es lo que Kant considera imposible, y confie-
so que, por más que me esfuerzo, no entiendo cómo podemos abandonar
la caverna en que vivimos para situarnos en la perspectiva divina.
En otras ocasiones, la reivindicación del argumento ontológico me pa-
rece una petición de principio: en tanto la idea no es mera representación
(algo subjetivo), sino que implica su identidad con lo objetivo, entonces
la idea de Dios se encuentra ligada de manera necesaria a su existen-
cia. ¿Cómo podemos superar la representación (la mediación conceptual)
para poder adquirir la capacidad divina de intuir la identidad entre ser y
pensar? Dejo simplemente la pregunta para citar ahora un texto de Hegel:

Kant ha criticado esta prueba; lo que él objeta es lo siguiente: si se


definiera a Dios como la suma de todas las realidades, no le corres-
pondería el ser, porque el ser no es ninguna realidad, en efecto, el con-
cepto no aumenta por el hecho de existir o de no existir, sino que sigue
siendo el mismo. Ya en tiempos de Anselmo un monje [Gaunilón]
objetó lo mismo; dijo: lo que yo me represento no existe por el hecho
de representarlo. Kant sostiene: Cien táleros siguen siendo lo mismo
ya sea que yo los represente meramente o que los posea; así el ser no
sería ninguna realidad, porque nada agrega al concepto. Puede conce-
derse que el ser no es ninguna determinación de contenido; pero nada
debe ser agregado al concepto (por lo demás ya es bastante equívoco
denominar «concepto» a toda existencia mala), más bien hay que eli-
minar del concepto el defecto de ser algo subjetivo y de no ser Idea.104

104
Friedrich Hegel, Filosofía de la religión. Últimas lecciones, Madrid,
Editorial Trotta, 2018, pp. 299 y 300. En la edición de estas lecciones
de filosofía de la religión, Ricardo Ferrara, de manera acertada, agrega
en la nota 10, p. 299, la objeción que Gasendi le dirige a Descartes en la
polémica suscitada por las Meditaciones metafísicas (la cual es similar a la
insistencia del monje Gaunilón): “Y aunque digas que tanto la existencia

158
A partir de la broma kantiana de los cien táleros,105 Hegel, al igual
que Leibniz, afirma que, aunque la existencia de las cosas finitas no se
puede probar conceptualmente, esto sí es posible cuando se trata de la
existencia de Dios.

Pero entonces habría que pensar que al hablar de Dios se trata de un obje-
to de otra clase que cien táleros y distinto de cualquier otro concepto par-
ticular, representación, o como se le quiera llamar. En efecto, todo lo finito
es esto y sólo esto, a saber, que su estar ahí es distinto de su concepto.
Pero Dios ha de ser expresamente aquello que sólo puede ser «pensado
como existente», aquello cuyo concepto incluye dentro de sí al ser.106

En la medida en que Kant era un hombre muy religioso, supongo que


estaría de acuerdo con Hegel respecto a que el referente del concepto Dios
posee una dignidad infinitamente mayor que el referente del concepto
tálero o del concepto dinero en general. Pero, a pesar de plantearse la po-
sibilidad de hacer compatible fe y razón (La religión dentro de los límites
de la mera razón), Kant advierte que el concepto Dios, en sí mismo, no
es distinto a los otros conceptos y, además, muestra que existe una dife-
rencia insuperable entre el juicio S es P y el juicio S es. De ahí, su tozu-
da insistencia respecto a que el conocimiento requiere necesariamente la
coordinación entre concepto e intuición. En cambio, parece que Hegel cae
en las redes de lo que Theodor Adorno llamó el fetichismo del concepto:

como las demás perfecciones están incluidas en la idea del ser sumamente
perfecto estás diciendo lo que hay que probar y tomas la conclusión como
premisa”. (pp. 299 y 300)
105
“Cien táleros reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien
táleros posibles […]. Desde el punto de vista de mi situación financiera, en
cambio, cien táleros reales son más que cien táleros en el mero concepto
de los mismos”. (B 627)
106
Enciclopedia, nota al § 51, p. 205.

159
considerar que un concepto en sí mismo puede garantizar la existencia de
su referente, lo que desemboca en la confusión entre pensar y conocer.
En la nota al parágrafo 193 de la Enciclopedia107 Hegel reitera que
la manera en que utiliza el argumento ontológico es distinta a la de sus
predecesores, porque para él no se trata de probar un supuesto tránsito
de lo finito al infinito. Desde su perspectiva, si lo infinito es realmente
tal, lo finito tiene que ser, necesariamente, parte del primero. Argumento
que ya había utilizado en la figura de la conciencia desgraciada, que
encontramos en la Fenomenología: Dios no es una entidad externa al
mundo, sino su orden. Aunque este argumento puede ser utilizado para
cuestionar la idea tradicional de Dios, no logra superar el círculo vicioso
que hemos mencionado: el orden del mundo hace patente la existencia
de Dios, pero es este lo que garantiza la existencia de ese orden, con
independencia de las condiciones formales de la experiencia humana.
Sin embargo, lo que ahora me interesa destacar es que si seguimos la
lógica de tal argumento se comprende el sentido de la acusación de “forma-
lista” que Hegel dirige a Kant, así como también si analizamos la bibliogra-
fía secundaria sobre la filosofía hegeliana, encontramos que gran parte de

107
En su Comentario integral a la Enciclopedia, Valls Plana observa lo si-
guiente: “Es Dios tal como éste es en la Idea, es decir, no desligado de las
otras sustancias (sería mejor decir de sus determinaciones), por supuesto
finitas, o sea, nosotros. Y teniendo en cuenta que el Dios de la representa-
ción es lo absoluto que está supuesto en todo el desarrollo en las Lógicas
del Ser y de la Esencia (§ 238), puede incluso decirse que el argumento
ontológico sufre en Hegel tal transformación que se convierte en argumen-
to para probar la existencia del mundo. En otras palabras, se transforma en
argumento contra acosmismo”. Comentario integral a la Enciclopedia de
las ciencias filosóficas de G.W.F. Hegel (1830), Madrid, Abada Editores,
2018, p. 255. Si bien es acertado el comentario, lo asombroso es la falta de
observaciones críticas ante esa tesis (¡Dios prueba la existencia del mun-
do!). Es cierto que se trata de comentar el texto, apegándose estrictamente
a este; sin embargo, el autor no deja de hacer algunos comentarios propios
en algunos puntos, pero aquí le pareció que no valía la pena.

160
sus exégetas al parecer no son conscientes de lo que presuponen cuando la
repiten. Para percibir esa conjetura basta leer el comentario de Hegel sobre
la crítica de Kant al argumento teleológico (prueba cosmológica), la cual es
la más accesible a nosotros los seres humanos comunes (deducir del orden
del mundo la existencia de un ordenador-creador omnipotente):

La crítica de Kant es la siguiente: Él dice que esta prueba sería defi-


ciente ante todo porque no es considerada sino la forma de las cosas;
la relación finalista se refiere sólo a la determinación de la forma […].
Luego la conclusión llega sólo a la existencia de una causa formadora
pero con ello no es producida la materia. Kant dice que así la prueba
no cumple con la idea de Dios en cuanto que Él es el creador de la ma-
teria y no sólo de la forma […]. Luego esta prueba llegaría sólo hasta
un demiurgo, un plasmador de la materia, no un creador.108

Kant plantea que la prueba cosmológica (argumento teleológico) no


es suficiente para probar la existencia de Dios, pues el orden percibido
en la experiencia es un producto humano, y no es posible probar que
ese orden corresponde y, menos aún, que se adecua plenamente a la
estructura del mundo, es decir, que los seres humanos no pueden tras-
cender la representación, para ver las cosas en sí mismas y comprobar
esa supuesta identidad de lo subjetivo y lo objetivo. Es importante no
perder de vista que cuando se dice “El mundo es mi representación”,
no quiere decir, como se asume en la epistemología tradicional, que esa
representación es un producto meramente subjetivo; por el contrario, la
subjetividad se constituye organizando, dando sentido, a la pluralidad
de datos empíricos; esto es, partimos de la descripción de la experiencia
108
Filosofía, p. 285. El texto de Kant dice lo siguiente: “Lo más que podría,
pues, demostrar la prueba sería no un creador del mundo, a cuya idea todo
estuviera sometido, sino un arquitecto del mundo que estaría siempre muy
condicionado por la aptitud de la materia que trabajara”. (B 655)

161
como la unidad de lo subjetivo y objetivo. Pero, en tanto la forma de
esa experiencia depende de las condiciones trascendentales (espacio,
tiempo y categorías), no existe la posibilidad de acceder a una certeza
respecto a que el orden generado por la espontaneidad de la razón es
idéntico a un supuesto orden de las cosas en sí mismas.
La tesis de Kant es, entonces, que la prueba cosmológica es depen-
diente del argumento ontológico; de hecho, esto es asumido por los ra-
cionalistas y, por eso, el propio Hegel dice que el argumento ontológico
es la verdadera prueba de la existencia de Dios. Si se acepta que el
argumento ontológico funciona, ya no tenemos dificultad alguna para
seguir la argumentación hegeliana. Al igual que Spinoza, se afirma que
Dios es la única sustancia (el ser por excelencia), por lo que objetividad
y subjetividad representan dos de sus modos o atributos, los cuales con-
forman una unidad diferenciada. Hegel agrega que si bien esa unidad se
revela de manera inmediata para la intuición divina, para la perspectiva
humana, solo se hace patente a través de los avatares del concepto en
su largo proceso de realización (su transformación en Idea). A partir de
esta conclusión se advierte que la cosa en sí ha desaparecido (no hay
nada externo al pensamiento). Si aceptamos esto, entonces las críticas
de Hegel a Kant adquieren solidez, pues, en efecto, este último solo
habla de las condiciones formales de la experiencia humana.
Sin embargo, el abandonar la idea tradicional de Dios como una en-
tidad trascendente, para considerarlo una supuesta entidad inmanente,
no resuelve los problemas inherentes al argumento ontológico. Mientras
esperamos una mejor defensa de esa prueba de la existencia divina (has-
ta Kurt Gödel lo intentó), no tenemos más remedio que asumir que la
existencia no es un predicado y, por tanto, que todo intento de transitar
de lo conceptual a la realidad en sí misma nos conduce, de manera irre-
mediable, al dogmatismo.

162
De la conciencia a la intersubjetividad

Además, el recurrir a principios inmateriales constitu-


ye un refugio para la filosofía perezosa y, por ello, hay
que hacer todo lo posible por evitar explicaciones de
este tipo con el fin de que sean conocidos en toda su
amplitud los fundamentos de los fenómenos munda-
nos que se basan en leyes del movimiento de la mera
materia y que son los únicos comprensibles.

Immanuel Kant

Herbert James Paton sostiene que la doctrina kantiana del autoconoci-


miento es la parte más oscura y difícil de su filosofía.109 En esto coincide
con un gran número de intérpretes; sin embargo, también se han hecho
numerosos intentos por sistematizar y presentar de una manera más clara
este tema. Después de leer a Kant, y conocer algunos de estos intentos, me
parece que no hay una solución, por la razón que ya señalaban Hamman
y Herder, a saber: la falta de una teoría del lenguaje que le permita ofrecer
una alternativa a la concepción tradicional de la conciencia. No obstante,
también creo que hay una parte de su exposición que es bastante clara, a la
cual podemos calificar como la parte negativa, esto es, la crítica a esa con-
cepción tradicional. Se trata, como planteó Gilbert Ryle,110 de cuestionar
el mito del fantasma en la máquina: la idea de que existe una sustancia
inmaterial, que utiliza el cuerpo como su morada temporal. Desde la parte

109
Herbert James Paton, The Categorical Imperative: A Study in Kant’s Moral
Philosophy, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1971, citado
en Henry E. Allison, El idealismo trascendental de Kant: una interpre-
tación y defensa, España, Editorial Anthropos / Universidad Autónoma
Metropolitana, Centro de Documentación Kantiana, 1992. p. 391.
110
Gilbert Ryle, El concepto de lo mental, España, Ediciones Paidós, 2000.

163
negativa de esta perspectiva es posible presentar, además, con cierta cla-
ridad, algunas tesis positivas de la concepción kantiana de la conciencia,
las cuales, aunque están lejos de ofrecer una solución definitiva o, por lo
menos, medianamente satisfactoria del problema, abren un nuevo camino
de reflexión que llega hasta nuestros días.
Como en otros asuntos, Kant representa un punto de partida indis-
pensable para adentrase, con pasos firmes, en los debates contempo-
ráneos. En este capítulo me propongo (después de reconstruir lo más
breve posible la parte negativa y lo que he llamado las tesis positivas)
elaborar un esquema de la trayectoria que nos conduce de la posición
kantiana al tema de la intersubjetividad, lo que considero la entrada más
adecuada al problema filosófico de la conciencia. Evidentemente, un
análisis amplio de dicha trayectoria trasciende, por mucho, este trabajo.
Por lo tanto, solo se trata de extender una invitación para que cada quien
recorra los senderos que prefiera.

1. Filosofar a martillazos

Para Kant la psicología racional es una expresión paradigmática de la


metafísica (en su sentido peyorativo), el cual abarca gran parte de la
tradición. La tesis fundamental de esa modalidad de la metafísica es
considerar que la sustancia no solo es una categoría indispensable de
la reflexión sino también una realidad; es más, para esa vertiente repre-
senta el ser por excelencia, ya que, a diferencia de los atributos, tiene
una existencia independiente o autónoma. Existe una amplia diversidad
de variantes de esta metafísica (en Hegel vimos una diferencia muy
ingeniosa), pero el núcleo que todas ellas comparten se encierra en el
conocido apotegma de Nietzsche: creemos en Dios porque creemos en
la gramática; es decir, se asume que el mundo y la gramática tienen la
misma estructura o forma.

164
En el caso de la psicología racional, el mencionado presupuesto la lleva
a considerar que es posible conocer la mente o algo de ella, e ignora los
datos que se obtienen por medios empíricos, que se sustentan única-
mente en un análisis conceptual. “«Yo pienso» es, consiguientemente,
el único texto de la psicología racional a partir del cual debe desarrollar
todo su saber” (A 343). Resulta ostensible que Kant se refiere, ante todo,
a la filosofía de Descartes; aunque no perdamos de vista que Leibniz
y sus discípulos son también un buen ejemplo de esta. Si usamos el
mismo criterio de clasificación de las categorías, Kant ofrece la tópica
de la doctrina racional del alma, esto es, el campo o espacio en que se
mueven sus argumentos, lo que está delimitado por cuatro tesis básicas
y los conceptos que de estas derivan.

1. El alma es sustancia (existe como sustancia) (inmaterialidad).


2. Desde el punto de vista de su cualidad es simple (incorruptibilidad).
3. Desde el punto de vista de los diferentes tiempos en que existe es
numéricamente idéntica, es decir, es unidad (no pluralidad) (per-
sonalidad).
4. Está en relación con posibles objetos en el espacio (comercios con
los cuerpos).

Además, de que se desprende el atributo de espiritualidad de las tres


primeras tesis, Kant agrega: “Consiguientemente, representa la sustan-
cia pensante en cuanto principio vital en la materia, es decir, en cuanto
alma (anima) y fundamento de la animalidad. Esta última, en cuanto li-
mitada por la espiritualidad, nos da la inmortalidad” (A 345). Se plantea
entonces que estas cuatro tesis se encuentran ligadas a un igual número
de paralogismos. Como sabemos, el paralogismo es un silogismo en el
que existe un error lógico (formal); con frecuencia se le distingue del
sofisma porque en este último existe conciencia de su falsedad. Aristóte-
les observa que el paralogismo emana de un modo de hablar. Esto es im-

165
portante para comprender la noción de paralogismo trascendental que
usa Kant, el cual denota un paralogismo cuyo error trasciende la mera
formalidad de la lógica, en tanto se sustenta en nuestro modo de hablar;
es decir, es inducido por la propia razón y, en esa medida, es inevita-
ble. El análisis crítico permite tomar distancia de ese error; se evita así
el hechizo del lenguaje. Podemos utilizar también el término embrujo
cuando estemos enojados por la mala jugada que nos hacen las palabras.
Al usar el criterio de clasificación de las categorías para localizar los
cuatro paralogismos, Kant nos dice de manera implícita que estos surgen
al utilizar las categorías para hablar de ese “Yo pienso” que acompaña a
todos mis pensamientos; de ahí su carácter de error trascendental. En la
segunda edición el primer paralogismo se expresa de la siguiente manera:

1. Lo que no puede ser pensado de otro modo más que como sujeto,
tampoco puede existir de otro modo más que como sujeto, y es
consiguientemente sustancia.
2. Ahora bien, un ser pensante, considerado únicamente en cuanto
tal, no puede ser pensado más que como sujeto.
3. Por consiguiente, no existe más que como tal, es decir, como
sustancia.

Se trata de un silogismo de la forma Barbara, aparentemente válido.


Sin embargo, en la crítica kantiana se destaca que en el silogismo se
requieren tres conceptos, y en este hay cuatro, pues el termino sujeto se
utiliza de dos formas diferentes. En la premisa mayor se usa en términos
generales; también para referirse a un sujeto que aparece en la intuición
(como objeto). En cambio, en la premisa menor se utiliza el término
solo para denotar al sujeto del pensamiento, el “Yo pienso” que acompa-
ña mis pensamientos, el cual no a aparece en la intuición (apercepción).
Por tanto, la conclusión es deducida per sophisma figurae dictionis. Si
bien la crítica me parece impecable, por la forma de expresarse, no se

166
hace patente el presupuesto en que se sustentan todos los paralogismos.
Por eso, prefiero acudir a la primera edición en la cual se expresa de la
siguiente manera:

1. Sustancia es aquello cuya representación constituye el sujeto ab-


soluto de nuestros juicios, aquello que no puede, por tanto, ser
empleado como determinación de otra cosa.
2. Yo, en cuanto ser pensante, soy el sujeto absoluto de mis juicios
posibles, pero esta representación de mí mismo no puede ser usa-
da como predicado de otra cosa.
3. Consiguientemente, yo, en cuanto ser pensante (alma), soy sus-
tancia.

Aunque este silogismo puede considerarse una variante del anterior,


se hace patente el fondo del problema: el uso del término sustancia en
dos sentidos diferentes. En la premisa mayor se utiliza en un sentido
gramatical, esto es, como sujeto de predicaciones; en contraste, en la
conclusión tiene un sentido ontológico, es decir, de esencia o quididad
que, supuestamente, existe de manera autónoma y es constante o, como
diría Hegel, en cuyo devenir se despliegan todas sus potencialidades ya
contenidas en ella desde el principio (del en-sí al en-sí y para-sí). Lo
que podemos agregar desde esta perspectiva es lo mismo que se plantea
en el argumento ontológico: la existencia no es un predicado. El que se
requiera de un sujeto de predicaciones, para poder pensar un mundo en
devenir, no quiere decir que exista una sustancia inalterable o que des-
pliegue, de manera paulatina, sus determinaciones dadas de antemano.
La gran fuerza del hechizo, que genera ese presupuesto, implícito
en nuestra manera de hablar, puede apreciarse en Descartes, quien se
propone dudar de manera radical de todo lo que le han enseñado; sin
embargo, inducido por el lenguaje nunca cuestiona la existencia de sus-
tancias. Muy aristotélicamente asume que el ser por excelencia es la

167
sustancia. Kant destaca que el conocido “pienso, luego existo” no es
propiamente una inferencia, sino que se trata de una tautología: la ma-
nera de existir del yo es pensado; esto es, lo único que podemos decir
del yo, basados en la experiencia, es que se trata de una actividad, pero
de esto no se sigue que existe una sustancia pensante (alma). Se trata
de una falacia non sequitur; la premisa “existo como ser pensante” no
justifica la existencia de una sustancia pensante. Este error es lo que
subyace a todos los paralogismos de la psicología racional. Veamos el
segundo paralogismo, el cual parece que se dirige en mayor grado a la
filosofía de Leibniz:

1. Una cosa cuya acción nunca puede ser considerada como la con-
currencia de varios agentes es simple.
2. Ahora bien, el alma, o yo pensante, es una cosa de esta índole.
3. Por consiguiente, el alma es simple.

El nervus probandi de este argumento consiste en advertir que una


multiplicidad de representaciones únicamente puede formar un solo
pensamiento si se presupone la unidad del sujeto pensante. Esto lo ad-
mite Kant plenamente; de hecho, es la base de la deducción trascen-
dental, especialmente en su primera versión. Pero de esa exigencia, de
lógica trascendental, no se puede concluir que existe el alma, entendida
como una sustancia simple. Aquí estamos dando un salto de nivel que
no se encuentra autorizado.

Lo que sí es cierto es que, por medio del yo, concibo una constante
unidad absoluta, aunque lógica, del sujeto (simplicidad). No lo es,
en cambio, que conozca a través del mismo la simplicidad real de mi
sujeto. Al igual que la proposición «Yo soy sustancia» no significaba
más que la categoría pura, de la que no puedo hacer uso (empírico)
en concreto, del mismo modo puedo decir que soy una sustancia

168
simple, es decir, una sustancia cuya representación nunca contiene
una síntesis de lo diverso. Pero este concepto, o también esta propo-
sición, no nos enseña lo más mínimo en relación conmigo en cuanto
objeto de la experiencia, ya que el concepto mismo de sustancia sólo
se emplea como función de síntesis, sin tener como base una intui-
ción, es decir, sin objeto, y sólo es aplicable a nuestro conocimiento,
no a algún objeto que pudiera señalarse. (A 356)

El error consiste en tratar de conocer al yo pensante, si aplicamos


para eso las categorías, cuando no se trata de un fenómeno. La supuesta
simplicidad no se refiere a un objeto, sino a una unidad lógica que hace
posible la función de síntesis. Como veremos más adelante, ligar el “Yo
pienso” a una unidad lógica, formal, en el sentido de no sustancial, re-
presenta una tesis importante para reconstruir la concepción que hemos
llamado positiva del yo. Por lo pronto, agregamos que los otros dos pa-
ralogismos son variantes en las que se expresa el mismo error categorial
que hemos mencionado.

2. El yo trascendental

Antes de adentrarse en el análisis de la teoría trascendental del yo, vale


la pena recordar, de manera muy breve, un antecedente que nos puede
ayudar a comprender la posición kantiana. Aunque Kant conocía esa refe-
rencia, no puedo decir si la tenía presente al elaborar su teoría sobre el yo
(me parece que no fue así; de lo contrario, su exposición hubiera podido
ser mucho más clara). Si la menciono es, simplemente, para ayudarnos
a entender la argumentación que se desarrolla en la filosofía crítica. Me
refiero a Thomas Hobbes, quien se opuso de manera radical al dualismo
cartesiano. En la “Objeción segunda” (de las “Terceras objeciones y res-
puestas”) a las Meditaciones Metafísicas dice lo siguiente:

169
Muy cierto es que el conocimiento de la proposición yo existo depende
de yo pienso, según nos ha enseñado [Descartes] muy bien. Pero ¿de
dónde nos viene el conocimiento de la proposición yo pienso? No de
otra parte, sin duda, sino de no poder concebir nosotros ningún acto
sin su sujeto: como el pensamiento sin una cosa que piense, el saber
sin una cosa que sepa, o el pasear sin algo que se pasee.111

Se trata de un texto extraordinario porque Hobbes advierte que si


bien se requiere pensar las acciones en referencia a un sujeto (como
unidad), esto no quiere decir que exista algo así como una sustancia
pensante y, mucho menos, que esa sustancia sea inmaterial (el fantas-
ma dentro de la máquina). Por el contrario, para él ese yo se encuentra
vinculado, ante todo, al cuerpo. Lo que se requiere explicar es el sur-
gimiento de la conciencia a partir de ese cuerpo. Para el filósofo de
Malmesbury, la base de nuestra conducta, como la de todo ser viviente,
se encuentra en el juego que se establece entre las sensaciones, pro-
ducidas por el movimiento de las cosas externas y del propio cuerpo,
y las pasiones, que representan la respuesta o reacción de estas a las
sensaciones. Lo peculiar del comportamiento humano consiste en que
gracias a sus atributos físicos (tamaño del cerebro, tráquea, posición
pinza —del índice respecto al pulgar—, etcétera) y a su vida gregaria
desarrolla el lenguaje. Este artificio le permite almacenar la experiencia
(ampliar la memoria y con ella la perspectiva temporal) y comunicarse
con los otros.
El lenguaje hace posible el desenvolvimiento de la conciencia; de
ahí que la razón (capacidad de pensar) no sea vista como un atributo
natural de los individuos, sino como la capacidad adquirida al aprender
a manejar el lenguaje. “Porque la razón, en este sentido, no es otra
cosa que un calcular […] los nombres universales que hemos conve-

111
Meditaciones, p. 141.

170
nido para marcar y significar nuestros pensamientos”.112 Sin duda, se
puede cuestionar tanto su teoría del lenguaje (la dualidad entre ideas y
palabras) como su estrecha caracterización de la razón. Pero ahora esto
no es lo que interesa; lo importante es el sendero de reflexión que eso
abre, pues evita caer en la dicotomía entre alma y cuerpo.
Una vez mencionado dicho antecedente, y sin perderlo de vista,
podemos avanzar hacia el análisis de lo que hemos llamado el aspec-
to positivo de la teoría kantiana de la conciencia. Al rechazar de ma-
nera tajante la representación de la conciencia como una sustancia
(esencia-quididad), de inmediato nos vemos obligados a preguntar:
¿qué es, entonces, la conciencia? La primera respuesta que se des-
prende de los textos kantianos es que la conciencia es una relación:
toda conciencia es conciencia de un objeto, así como todo objeto lo
es para una conciencia. Se trata del dato básico o primario de la ex-
periencia, ya que la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo (suje-
to-objeto) es el resultado de un proceso de abstracción. A diferencia
de Hobbes, Kant niega que exista un momento pasivo (meramente
receptivo) de la conciencia. Con esto también niega el dualismo en-
tre idea (imagen de la cosa) y lenguaje; intuimos el mundo a través
del lenguaje. El objeto de la experiencia implica la fusión tanto de
los datos de la experiencia como de los elementos trascendentales
(espacio, tiempo y categorías).
Como actividad continua, la conciencia se manifiesta en la experien-
cia ligada de manera indisoluble al tiempo. Esto se expresa en la cópula
de los juicios, la cual, al denotar en general la actividad y en particular
la síntesis del sujeto y el predicado, cosignifica el tiempo y, a través de
este, la conciencia como agente. Esto implica que no se tiene una intui-
ción directa de la conciencia, como de los objetos situados en el espacio,
sino que la intuimos indirectamente mediante su actividad. A esta capa-

112
Leviatán, p. 46.

171
cidad de ser consciente de uno mismo mediante las representaciones la
denomina Kant sentido interno:

El sentido interno por medio del cual [la mente] se intuye a sí mismo
o su estado interno no suministra intuición alguna del alma como
objeto. Sin embargo, hay sólo una forma determinada bajo la que es
posible la intuición de un estado interno, de modo que todo cuanto
pertenece a las determinaciones internas es representado en relacio-
nes de tiempo. (B 37)

Mas adelante agrega:

El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto es, del
intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno. Pues el tiempo
no puede ser una determinación de fenómenos externos. No se refiere
ni a una figura ni a una posición, etc., sino que determina la relación
entre las representaciones existentes en nuestro estado interior. (A 33)

Lo que puede resultar confuso es la afirmación respecto a que el


tiempo no es una determinación de fenómenos externos, pues sabemos
que todo lo que aparece en la experiencia lo hace dentro de un contex-
to temporal. Para eludir esa potencial confusión basta recordar que el
tiempo es una relación entre el movimiento y un parámetro externo a
aquel, que hace posible medirlo y darle sentido; el tiempo es movimien-
to percibido. Como tal, el tiempo no es objeto ni una determinación
de los objetos; por lo tanto, no hay una imagen o figura del tiempo. El
propio Kant advierte, a continuación del texto recién citado, que no-
sotros, de manera espontánea, tratamos de superar ese déficit median-
te una analogía espacial; de esta manera, somos llevados a representar
la secuencia temporal mediante una línea que avanza hacia el infinito.
Pero no debemos pasar por alto que dicha representación es, en cierta

172
forma, deficiente, porque las partes de la línea son simultáneas, mientras
que las partes del tiempo son sucesivas. El tiempo no es un objeto de
la intuición, sino la forma de toda intuición, la cual denota la relación
entre la conciencia y sus representaciones. En esa relación, como hemos
dicho, la conciencia se intuye indirectamente a través de su actividad.
“La experiencia interna es, pues, simplemente mediata y sólo es posible
a través de la experiencia externa”. (B 277)
Hasta aquí las cosas resultan relativamente claras; sin embargo, todo
se complica y se torna confuso debido al curioso empeño de mantener la
metáfora topológica interno-externo, porque, en ese momento, la fuerza
de la metafísica sustancialista, arraigada en nuestro lenguaje, induce a
mantener el esquema dualista de la epistemología tradicional. La tesis
kantiana no es que la conciencia sea algo que entre, a posteriori, en
relación con objetos externos a esta, lo cual no es más que la añeja des-
cripción; me parece que la interpretación correcta consiste en considerar
la conciencia, al igual que el tiempo, no como una sustancia, sino como
una relación. De acuerdo con esto último, no debemos pensar la diferen-
cia entre el sentido externo y el sentido interno, como si fueran dos tipos
de intuiciones con direcciones opuestas (externo-interno), sino como
dos dimensiones de la misma intuición. Nos intuimos, indirectamen-
te, cuando intuimos los objetos; es decir, se trata, del “Yo pienso” que
acompaña mis diversas representaciones (apercepción trascendental).
No se trata de negar que existen diversos textos de la KrV en los
que se mantiene el esquema dualista tradicional para desconcierto de
sus lectores. Pero lejos de enfrascarnos en una disputa exegética, con-
sidero que la estrategia interpretativa más adecuada estriba en tratar de
precisar la noción de la conciencia como relación y ver si esto coincide
o no con el resto de la argumentación kantiana. Así como el tiempo es
la relación entre un parámetro constante y el movimiento, al que se en-
cuentran sometidos los objetos del mundo, la conciencia es la relación
entre una unidad permanente (yo) y la diversidad empírica. Pero esa

173
unidad no remite a un sustrato inmutable, que se encuentra detrás o de-
bajo del sentido interno, sino que se trata simplemente de un principio
lógico que hace posible la síntesis de esa diversidad empírica; dicho con
los términos kantianos, es el sujeto lógico del pensamiento la unidad
sintética de la apercepción.113
En contra de la concepción sustancialista de la mente, Hume sostenía
que creamos nuestra identidad personal unificando, sintetizando, los con-
tenidos de nuestra experiencia. A esto Kant responde que esa actividad
de unificación presupone la unidad que en sí misma no contiene nada,
pues solo es el factor que hace posible la operación de síntesis. El yo de
la apercepción trascendental únicamente es permanente e inmutable en
el vínculo con la diversidad de contenidos de la experiencia. El yo es el
ahora del tiempo, el aquí del espacio y la unidad en que se sustenta la acti-
vidad de síntesis del entendimiento, pero el ahora, el aquí y la unidad solo
existen en tanto se relacionan con la diversidad empírica; es la conclusión
de la llamada refutación del idealismo: el yo, del cual solo podemos decir
que es actividad, pues no existiría sin la diversidad empírica.
Si relacionamos lo anterior con el antecedente de Hobbes, podemos de-
cir que la unidad de la conciencia es resultado de adquirir un lenguaje y con
este el principio de identidad (A = A). Sin embargo, al no relacionar de ma-
nera explícita el tema de las condiciones trascendentales de la experiencia,
con una teoría del lenguaje, entonces la argumentación kantiana se desarro-
lla en un contexto oscuro, confuso, en donde incluso aparecen misteriosos
monstruos como ese yo nouménico del que hablaremos más adelante.

113
Cabe destacar la proximidad con las tesis de Wittgenstein que encontramos
en el Tractatus: “[5.631] El sujeto que piensa, que tiene representaciones,
no existe”. “[5.632] El sujeto no pertenece al mundo, sino que es más bien
un límite del mundo”. El problema con esta manera de expresarlo consiste
en que al decir que el sujeto pensante no existe, nos mantenemos presos
de la metafísica sustancialista. El sujeto pensante existe, pero no como
sustancia, sino como relación.

174
Kant coincide con Leibniz respecto a que el principio de identidad es
el principio supremo de la razón, el arché del que hablaban los primeros
filósofos; sin embargo, entre ellos encontramos una diferencia fundamental.
Para Leibniz el principio de identidad tiene un carácter lógico y también re-
mite a las mónadas, esto es, aquello que, con independencia de la concien-
cia, es idéntico a sí mismo; es la sustancia que da la unidad a la cosa en sí
misma. En cambio, en la filosofía kantiana solo se admite el sentido lógico;
en sus palabras: se trata de una sustancia en la idea, pero no en la realidad.

La unidad sintética de la conciencia es, pues, una condición objetiva


de todo conocimiento. No es simplemente una condición necesaria
para conocer un objeto, sino una condición a la que debe someterse
toda intuición para convertirse en objeto para mí. De otro modo, sin
esa síntesis, no se unificaría la variedad en una conciencia. (B 138)114

A partir de la unidad sintética se construye el orden de la experiencia


y, con este, la unidad de la conciencia.
Al mantener los sentidos lógico y ontológico unidos, Leibniz da
prioridad al análisis; es decir, para él la unidad tiene prioridad en los
dos niveles. En contraste, Kant sitúa la prioridad en la síntesis, lo cual
significa que si bien, en términos de validez racional, la unidad sintética
de la conciencia es una condición a priori de todo pensar (prioridad
lógica del principio trascendental supremo115); en términos genéticos,
114
“Aunque esta última proposición hace de la unidad sintética una condi-
ción de todo pensar, ella misma es, como se ha dicho, analítica, pues no
afirma sino que todas mis representaciones en alguna intuición dada deben
hallarse sujetas a la única condición bajo la cual puedo incluirlas entre las
representaciones de mi yo idéntico y, consiguientemente, reunirlas como
ligadas sintéticamente en una apercepción, mediante la expresión general
«Yo pienso»”. (B 138)
115
“Por consiguiente, es sólo la unidad de conciencia lo que configura la
relación de las representaciones con un objeto y, por ello mismo, la validez

175
esa unidad lógica no remite a una entidad originaria, sino que se crea y
se mantiene gracias a su actividad. Por eso, como destaca Allison,116 el
rasgo esencial de la apercepción es que es una conciencia de la actividad
de pensar y no una conciencia del sujeto que piensa. La distinción entre
validez racional y génesis empírica abre la posibilidad de desechar todo
residuo sustancialista y consolidar, de esta manera, la concepción de la
conciencia como relación.
Sin embargo, no podemos afirmar que Kant logra alcanzar plena-
mente este objetivo. Cualquier lector de la KrV advertirá que la re-
construcción de la noción de conciencia que he presentado aquí es
parcial porque existen numerosos pasajes de esa obra que la contradi-
cen; por ejemplo:

Ni siquiera la intuición interna y sensible de éste (en cuanto obje-


to [la mente] de la conciencia), cuya determinación se representa
mediante la sucesión de diferentes estados en el tiempo, es el yo
genuino tal como existe en sí —o sujeto trascendental—, sino un
simple fenómeno que de este ser desconocido para nosotros se da a
la sensibilidad. No puede admitirse la existencia de este fenómeno
interno en cuanto algo que exista en sí, ya que su condición es el
tiempo, el cual no puede constituir ninguna determinación de una
cosa en sí misma. (A 492)

De acuerdo con esto el sujeto empírico, aquel que aparece ligado a la


temporalidad, es solo la manifestación de un supuesto yo genuino o real
(como existe en sí), el cual es denominado yo nouménico. Si bien Kant
admite que ese yo no se puede conocer, parece asumir que tiene que

objetiva de tales representaciones. Consiguientemente, es esa unidad de


conciencia la que hace que éstas se conviertan en conocimiento y, por tan-
to, la que fundamenta la misma posibilidad del entendimiento”. (B 137)
116
El idealismo, p. 440.

176
existir. Con esto plantea que el yo no puede ser reducido a una relación,
sino que su existencia requiere suponer una sustancia. La cosa se agrava
cuando tomamos en consideración su definición de noúmeno:

Si entendemos por [noúmeno] una cosa que no sea objeto de la intui-


ción sensible, este [noúmeno] está tomado en sentido negativo, ya que
hace abstracción de nuestro modo de intuir la cosa. Si, por el contra-
rio, entendemos por [noúmeno] el objeto de una intuición no sensible,
entonces suponemos una clase especial de intuición, a saber, la inte-
lectual. Pero esta clase no es la nuestra, ni podemos siquiera entender
su posibilidad. Este sería el [noúmeno] en su sentido positivo. (B 307)

Digo que con esta definición se complican las cosas porque parece
plantearse que si bien esos noúmenos no pueden ser conocidos por los
seres humanos, esos entes inteligibles tienen que existir de alguna ma-
nera misteriosa detrás o más allá de los fenómenos (“Es verdad que a los
entes sensibles corresponden entes inteligibles [B 309]”). Hasta ahora
he planteado que, cuando hablamos del contraste entre fenómeno y cosa
en sí, se afirma que conocemos las cosas a través de las condiciones
trascendentales de la experiencia (espacio, tiempo y categorías), esto es,
que el objeto de la experiencia se construye con los datos empíricos y
dichas condiciones, lo que no implica, de manera necesaria, la existen-
cia de algo detrás o más allá de los fenómenos. Pero estos textos dan pie
a que alguien sostenga, por ejemplo, que aunque la sustancia o sustan-
cias no pueden ser conocidas, no significa su inexistencia; incluso que
su existencia es indispensable como sustento de los fenómenos.
En efecto, Kant nunca afirma que no existan las sustancias en un
sentido ontológico, es decir, más allá de la categoría indispensable para
la reflexión. Sin embargo, en distintas ocasiones sostiene que si exis-
tieran no podrían ser conocidas, en tanto no hay una intuición sensible
de ellas. Por consiguiente, toda discusión sobre esto no nos llevaría a

177
ninguna parte, pues quedaríamos atrapados en argumentos sofistas. Para
Spinoza o para Hegel, por ejemplo, solo hay una sustancia; en cambio,
Leibniz afirma la existencia de una diversidad. La polémica en torno a
su número puede extenderse todo lo que se quiera, pero nunca se acce-
derá a una conclusión satisfactoria. A pesar de esto, Kant admite que
podemos pensar la sustancia en su significado ontológico, de ahí el uso
del término noúmeno, esto es, ente inteligible.
Hasta aquí la argumentación kantiana es coherente, pero cuando en
el texto antes citado (A 492) sostiene que ese supuesto yo nouménico es
el genuino, tal como existe en sí, o sujeto trascendental, parece admitir,
sin justificación racional, su existencia. En este momento las cosas se
complican y pierden coherencia. Desde el principio, diversos críticos
han destacado este problema y lo han utilizado para sustentar sus críti-
cas. Por ejemplo, Peter Strawson señala lo siguiente:

Lo que Kant trata de expresar por el «yo pienso» de la apercepción


no es simplemente esa conexión de experiencias, asegurada por me-
dio de los conceptos de lo objetivo, que es la condición fundamen-
tal de la posibilidad de la autoconciencia empírica. Para él, el «yo
pienso» de la apercepción representa también el punto tangencial de
contacto entre el terreno de los noúmenos y el mundo de los fenó-
menos: «En la conciencia de mí mismo en el mero pensar, soy el ser
mismo, por el cual, sin embargo, nada me es dado para el pensar»
[(B 429)].117

117
Peter F. Strawson, Los límites del sentido. Ensayo sobre la Crítica de la
Razón Pura de Kant, Madrid, Revista de Occidente, 1975, pp. 154-155.
Esta es la referencia en alemán que Strawson utiliza: “Nun will ich mich
meiner aber nur als denkend bewußt werden; wie mein eigenes Selbst in
der Anschauung gegeben sei, das setze ich bei Seite, und da könnte es mir,
der ich denke, aber nicht so fern ich denke, bloß Erscheinung sein; im
Bewußtsein meiner selbst beim bloßen Denken bin ich das Wesen selbst,

178
Aunque el texto citado por Strawson parece contundente, no estoy
seguro de que Kant hable de un punto de contacto entre noúmenos y
fenómenos como si estos dos elementos fueran cosas distintas. A pesar
de ello, es ineludible admitir que existe en la argumentación de Kant
una ambigüedad que da pie a esas interpretaciones, por lo que no pue-
den desecharse o ignorarse. Si bien la interpretación no sustancialista
de la conciencia es la que me parece correcta, si tomamos en cuenta
la argumentación kantiana en su conjunto, tanto los textos que hemos
mencionado como las críticas que han suscitado hacen patente que Kant
no posee los elementos para consolidar su propia noción alternativa de
la conciencia. De hecho, pareciera que Kant mismo acepta que describir
la conciencia como mera relación implica negar su realidad, con lo que
nos acercamos de nuevo a la metafísica tradicional.
Una vez reconocida la ambigüedad que encontramos en los textos de
Kant, podemos dejar a un lado la disputa de las interpretaciones, ya que
lo importante reside en consolidar esa nueva concepción de la concien-
cia que aparece en sus escritos. Para lograrlo, me propongo examinar
brevemente la posición que desarrollaron tres de sus sucesores: Fichte,
Hegel y Heidegger.

von dem mir aber freilich dadurch noch nichts zum Denken gegeben ist”.
(B 429). “Ahora bien, yo pretendo, empero, ser consciente de mí sólo
como pensante; dejo de lado cómo sea dado mi propio yo mismo en la in-
tuición; y entonces él podría ser para mí, que pienso, mero fenómeno, pero
no en la medida en que pienso; en la conciencia de mi mismo en el mero
pensar, yo soy el ente mismo, del cual, empero, no me es dado todavía, por
ello, nada para el pensar” (B 429). Trad. Mario Caimi (Immanuel Kant,
Crítica de la razón pura, México, fce / Universidad Autónoma Metropolita-
na / Universidad Nacional Autónoma de México, 2009).

179
3. Fichte

Escrito está: «En el principio era el Verbo».


Ya me tengo que parar. ¿Quién me ayuda a seguir?
[...]
¡Me ayuda el espíritu! De pronto ya veo el consejo
y escribo confiado: «¡En el principio era la acción!»
Johann Wolfgang von Goethe

En las páginas iniciales de la “Primera introducción a la doctrina de la


ciencia”, Fichte advierte a sus lectores que su sistema filosófico no es
otro que el sistema kantiano, aunque de inmediato agrega que esa plena
coincidencia se refiere únicamente a la manera de enfocar los problemas
filosóficos (perspectiva trascendental), ya que su modo de proceder y
de exponerlos es diferente. De hecho, la pretensión de Fichte es haber
comprendido el sistema kantiano mejor que su autor y, gracias a esto,
superar las dificultades que existen en su estructura. Con todo, cuando
nos adentramos a la lectura de sus textos percibimos que, como todo
buen alumno, va más allá de lo expuesto por su preceptor.
Para Fichte, la filosofía debe constituirse en una ciencia, pero no en
el sentido de las ciencias empíricas, ya que la filosofía es un saber de
segundo orden: decir que se trata de una metaciencia, o una ciencia de
las ciencias, porque su objetivo es determinar las condiciones necesa-
rias de la experiencia y, por tanto, del conocimiento en general. Según
él, la filosofía como ciencia debe exponerse como un saber sistemá-
tico que remite, en última instancia, a una proposición fundamental
(Grundsatz). Tradicionalmente se había entendido que el fundamento
de una cosa contingente debía consistir en otra cosa distinta, de cuya
naturaleza se podía extraer la explicación de las determinaciones que
caracterizan lo fundado. Si la filosofía busca las condiciones de la ex-
periencia, entonces, de acuerdo a lo dicho, debían localizarse más allá
de esta; es el camino de la metafísica tradicional. Sin embargo, como

180
estableció claramente Kant, no es posible trascender la experiencia, por
lo que tal fundamento debe encontrarse en ella misma; por eso, se habla
de condiciones trascendentales y no trascendentes.

El ser racional finito no dispone de nada fuera de la experiencia; ésta


es la que encierra toda la materia de su pensamiento […].
Pero el filósofo puede hacer abstracción, esto es, separar, me-
diante la libertad de pensamiento, lo que en la experiencia se da
unido. En la experiencia se hallan inseparablemente unidas la cosa
—aquello que al parecer se halla determinado independientemente
de nuestra libertad y por la cual debe regirse nuestro conocimien-
to— y la inteligencia, que es la que debe conocer.118

En el punto de partida del proceso de abstracción encontramos una


alternativa básica que definirá el sentido de la reflexión filosófica, a sa-
ber: 1) Podemos abstraer la inteligencia y, de esta manera, asumimos
que el fundamento debe localizarse en la cosa. 2) Podemos hacer abs-
tracción de la cosa, con lo cual asumimos que el fundamento explicativo
de la experiencia se localiza en la inteligencia en sí, es decir, abstraída
de la unión que define la experiencia. El primer camino es el que siguen
tanto el sentido común como las ciencias empíricas. Fichte sostiene que
está bien que lo hagan así, siempre y cuando no absoluticen las repre-
sentaciones que generan de su objeto de estudio. En cambio, en el ámbi-
to filosófico, en tanto se busca ese primer fundamento, ese camino solo
puede conducir al dogmatismo, ya que se asume una coincidencia entre
el ser y el pensar. Por ejemplo, en la vida cotidiana decimos: “La vela
se consumió”. Esto sirve muy bien para comunicarnos, pero si mante-
nemos esa perspectiva en la reflexión filosófica estamos suponiendo que

118
Johann G. Fichte, Introducciones a la Doctrina de la ciencia, Madrid,
Editorial Tecnos, 1997, “Primera introducción...”, § 3, p. 10.

181
en la cosa en sí (la vela) existe algo que es constante (la sustancia), lo
cual no está probado de ninguna manera.
El imperativo crítico, inherente a la actividad filosófica, exige tomar
el segundo camino, esto es, comenzar por la dimensión subjetiva, ya
que, de esa manera, antes de hablar de los objetos, analizamos el alcance
del conocimiento, así como los elementos que aporta la conciencia en
la construcción del orden empírico. Esto es lo que hizo la filosofía mo-
derna, que culmina con la filosofía trascendental kantiana. Sin embargo,
el error de gran parte de los representantes de este periodo filosófico
reside en continuar describiendo la dimensión subjetiva en los mismos
términos con los que se hablaba de los llamados objetos externos, es
decir, como una sustancia. Fichte reconoce que el gran aporte de Kant a
este problema consiste en haber criticado de manera radical esa creencia
dogmática, al destacar que la experiencia solo nos autoriza a afirmar que
la conciencia, el yo, es actividad. “La inteligencia es, para el idealismo,
un actuar, y absolutamente nada más; ni siquiera debe llamársele un ser
activo, ya que por esta expresión se denota algo subsistente dotado de
actividad”.119 Fichte propone el término, antes referido, Tathandlung (li-
teralmente “hecho-acción” o, aunque me parece menos preciso, “acción
de hecho”) para aludir a la conciencia.
Antes de exponer los conocidos tres principios de la ciencia de Fichte,
es importante aclarar el sentido del idealismo que este defiende, ya que ha
sido fuente de numerosas dificultades. En su historia de la filosofía, Hegel
caracteriza al pensamiento filosófico de Fichte de la siguiente manera:
“No existe por doquier otra cosa que el Yo; y el Yo existe simplemente
porque existe: lo que existe solamente en el Yo y para el Yo”.120 Si bien
no se puede decir que esta caracterización es del todo falsa, su enorme
simplificación tiene como consecuencia deformar la tesis central de Fi-
119
Ibid., “Primera introducción...”, § 7, p. 26.
120
Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, México, fce,
1997, iii, p. 464.

182
chte. Para empezar, de ninguna manera este niega la existencia de cosas
independientes de la conciencia; de hecho, sostiene, al igual que Kant,
que sin ellas la conciencia no existiría. Su tesis es que dichas cosas no
pueden ser conocidas con independencia de la actividad de la conciencia
y que, en la experiencia, solo las sentimos como una fuerza que se opone
a la conciencia. En este punto Fichte es más radical que Kant, ya que para
él hablar de esa fuerza, que se experimenta como cosas en sí o noúmenos,
sería proyectar una determinación de la conciencia sobre la realidad ajena
a ella, lo cual no se puede justificar. Estamos encerrados, de manera inelu-
dible, en el mundo de la representación.
Incluso calificar la filosofía de Fichte como un idealismo subjetivo
es, en sentido estricto, falso, porque eso presupone la existencia de dos
mundos nítidamente diferenciados: el mundo exterior (las cosas) y uno
interior (la mente); su propuesta es que existe solo un mundo, el de la
experiencia, donde sujeto y objeto se encuentran unidos, y esa unión
hace posible su determinación. Desde este punto de vista me parece más
adecuada la caracterización que nos ofrece Cassirer:

Ni el “yo”, ni el “no-yo” pueden ser considerados, desde este punto


de vista, como sustancias metafísicas, una de las cuales hace surgir
de sí a la otra, ya que se trata simplemente de dos expresiones cohe-
rentes y entrelazadas del mismo postulado metodológico.
[…]
La metafísica dogmática se propone descubrir por medio del
pensamiento un mundo nuevo del ser, poder “razonar” simplemente
una determinabilidad de cosas anteriormente desconocidas. Pero el
criticismo ha roto de una vez para siempre con esta clase de “filo-
sofía creadora”. La filosofía trascendental busca simplemente una
determinada forma del saber, no un contenido del saber concreto,
delimitado y existente por sí solo, que pueda aparecer como un ob-
jeto nuevo al lado de los ya conocidos. No nos ofrece un algo nuevo

183
visible, sino simplemente una nueva manera de ver y de “luz” que
se proyecta sobre los objetos de la conciencia.121

El idealismo crítico no se propone negar el realismo del sentido común,


sino su actitud ingenua de considerar que las cosas son en sí mismas como las
representamos: esto convertiría a la conciencia en un mero espejo. Los prin-
cipios de la ciencia (filosofía) no tienen un sentido ontológico; en su lugar, se
refieren al fundamento de la representación empírica. Si se toma como punto
de partida la dimensión subjetiva de la experiencia se debe a la hipótesis de
que es en ella, en su actividad, donde se encuentran los elementos que hacen
posible su determinación, esto es, la transformación de esa sensación de una
fuerza que se opone a la conciencia como un objeto de la experiencia.
En la búsqueda de la proposición fundamental, la primera pregunta
que se requiere responder es la siguiente: Si todo en la experiencia se
encuentra en movimiento, ¿cómo es posible hablar de lo que aparece en
ella? En efecto, cualquier intento de decir algo sobre la experiencia pre-
supone algo que permanece. La primera reacción ante tal interrogante
es buscar en su dimensión objetiva algo que sea constante. Por ejemplo,
Heráclito afirma que todo cambia, pero de inmediato sostiene que cam-
biando permanece, lo cual significa que lo permanente no es un objeto
particular, sino el orden que subyace a ese fluir del mundo (el cauce por
el que corren las aguas del río). Pero con esto se introduce el supuesto
de un orden que si bien existe, trasciende la experiencia, lo cual implica
que ese supuesto no puede ser justificado, aunque una gran cantidad de
filósofos se ha esforzado, de muchas maneras, para alcanzar esa justifi-
cación. Por eso, Fichte dice que empezar por la dimensión objetiva de
la experiencia (el no-yo) conduce al dogmatismo.

121
El problema, iii, 2, pp. 163, 173 y 174, respectivamente. Me parece que en
este texto Cassirer resume de manera clara la posición básica de la filosofía
trascendental.

184
La única alternativa es partir de la dimensión subjetiva de la expe-
riencia (yo), y considerar que ese elemento constante es algo que intro-
duce la mente para poder hablar de mundo. Esto nos remite al primer
principio de la lógica formal, esto es, al principio de identidad (A = A).
Sin embargo, en la lógica simplemente se afirma de manera taxativa
A = A, pero no se explica de dónde proviene ese principio, ni en dónde
se sustenta su carácter universal y necesario. Hemos dicho que la propia
conciencia se encuentra, como en todos los objetos, sometida al deve-
nir; además, al negar su carácter sustancial, está vedado el camino de
apelar a ideas innatas, o algo parecido. Para responder a esta interrogan-
te, Fichte sostiene que el punto de partida de la doctrina de la ciencia
debe situarse en el nivel de lo que Kant denominó la lógica trascenden-
tal, en una reflexión filosófica de la lógica en la cual se busquen aquellas
condiciones que la hacen posible.

De aquí resulta determinada la relación de la lógica hacia la doctrina


de la ciencia. La primera no funda a la última, sino que la última funda
a la primera: la doctrina de la ciencia no puede en absoluto ser demos-
trada desde la lógica, y no es lícito anteponer a aquélla como válido
ni un solo principio lógico, ni siquiera el de contradicción; por el con-
trario, todo principio lógico y la lógica entera debe ser demostrada
desde la doctrina de la ciencia; tiene que ser mostrado que las formas
establecidas en aquélla son formas reales de un determinado conteni-
do en la doctrina de la ciencia. Por tanto, la lógica recibe su validez de
la doctrina de la ciencia, y no la doctrina la suya de la lógica.122

Fichte sostiene que el principio de identidad proviene de la condi-


ción básica de la experiencia, es decir, del Tathandlung: de la conciencia
que como actividad genera su propia identidad. Puede decirse, enton-

122
Johann Fichte, Sobre el concepto de la doctrina de la ciencia, seguido de
tres escritos sobre la misma disciplina, México, iif / unam, 2009, § 6, 47.

185
ces, que A = A se deriva de Yo = Yo; es decir, la filosofía no se fundamen-
ta en un hecho, sino en un acto originario. La proposición fundamental
puede expresarse de la siguiente manera: “Aquello cuyo ser (esencia)
simplemente consiste en ponerse a sí mismo como siendo es el yo como
sujeto absoluto”.123 En el mismo primer parágrafo del Fundamento en-
contramos otras formas de expresarlo: “Ponerse a sí mismo y ser son
una misma cosa para el yo”. “El Yo pone originalmente su propio ser
de manera absoluta”. Decir que la unidad de la conciencia es originaria
pero creada en la experiencia, resulta una afirmación incomprensible
para la metafísica tradicional porque desde su perspectiva lo originario
no puede ser creado, ya que es lo que precede a todo. En cambio, lo
que hace Fichte es retomar la diferencia kantiana entre génesis y vali-
dez, con lo cual se puede sostener que si bien, en términos genéticos, la
identidad de la conciencia (Yo = Yo) es, como diría Hobbes, un artificio,
un producto de la experiencia, desde el punto de vista de la validez la
conciencia de sí mismo es un principio originario, en tanto sin ella no
puede existir conciencia de ninguna clase, y esa conciencia de sí mismo
solo puede existir en cuanto actúo.

Yo me encuentro actuando efectivamente en el mundo sensible. De


ahí parte toda conciencia, y sin esa conciencia de mi actividad efi-
ciente no habría autoconciencia alguna, [y a su vez] sin ésta, ningu-
na conciencia de otra cosa distinta de mí […].
La manera más fácil de guiar a alguien para que aprenda a pensar
con precisión y a entender el concepto «Yo» es ésta [...]: Piensa cual-
quier objeto, por ejemplo la pared que está ante ti, tu escritorio, etc.
Para esta acción de pensar tú admites sin duda un ser pensante, ese
ser pensante eres tú; tú eres inmediatamente consciente de tu pensar
en esta acción de pensar. Pero el objeto pensado no debe ser el ser

123
Johann Fichte, Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia (1794),
Pamplona, Juan Cruz Cruz, 2005, § 1, p. 46.

186
pensante mismo, ni idéntico a él, sino algo contrapuesto a él, y de
ese algo contrapuesto tú eres asimismo inmediatamente consciente en
esa acción de pensar. Ahora piénsate a ti. En cuanto que lo haces, en
este pensar no contrapones el ser pensante y lo pensado, como [en el
caso] precedente; ambos no han de ser diferentes, sino uno y lo mis-
mo, de igual modo que tú eres consciente de ti inmediatamente. Por
consiguiente, el concepto «Yo» es pensado cuando el ser pensante y lo
pensado en el pensar son tomados como [siendo] lo mismo; y, a la in-
versa, eso que surge en tal acción de pensar es el concepto de «Yo».124

Esa descripción de la conciencia es deudora de la noción kantiana de


apercepción trascendental (el “Yo pienso” que acompaña todas mis re-
presentaciones); sin embargo, hay algo más. En primer lugar, desde mi
punto de vista, la mayor aportación de Fichte consiste en desechar todo
elemento sustancialista en la concepción de la conciencia, al menos en
este nivel, y se hace la siguiente pregunta: “‘¿qué era yo antes de tener
conciencia de mí mismo?’ La respuesta natural a esto es: ‘yo no era en
absoluto; pues yo no era yo. El yo es en la medida en que tiene concien-
cia de sí’”.125 Es decir, no hay ningún sustrato debajo de esa actividad,
ninguna sustancia pensante, el yo se constituye en unidad, como condi-
ción trascendental de la experiencia, gracias a su actividad y, como tal,
desaparece cuando deja de actuar. Por otra parte, como veremos poste-
riormente, solo se puede llegar a esa conciencia de sí mismo a través de
la conciencia de los objetos del mundo, lo cual representa la premisa
central para consolidar la noción de la conciencia como relación.

124
Johann Fichte, Ética o El sistema de la Doctrina de las Costumbres según
los principios de la Doctrina de la Ciencia, Madrid, Ediciones Akal, 2005,
4, p. 70 y § 1, pp. 84 y 85, respectivamente. “Yo, que pienso d, soy el
mismo yo que ha pensado c, B y a”. Introducciones, “Segunda introduc-
ción...”, § 6, p. 62. Gracias a la autoconciencia del contenido múltiple de
mi pensar llego a lo idéntico que hay en el yo.
125
Johann Fichte, Fundamento, p. 47.

187
Fichte explica con claridad el origen del error (ineludible) de con-
siderar la conciencia como sustancia. En la conciencia de sí mismo el
yo como sujeto (autoconciencia) introduce la noción de sustancia para
poder pensar el yo como objeto. Se trata de un “error” ineludible porque
representa un elemento indispensable en el proceso de constitución de
la identidad personal. Además, hace explícita la necesidad de distinguir
el yo particular (eso que somos cada uno de nosotros) del yo como prin-
cipio (Yo = Yo), el cual no se refiere a un sujeto determinado, sino que
se trata de un principio básico de la razón. Si bien es cierto que dicho
principio no se puede probar lógicamente, ya que es lo que funda la
primera proposición lógica (A = A), su certeza proviene de que no es
posible decir “Yo no soy” porque la conciencia de cualquier cosa en el
mundo implica el ser de ese yo.126
En la medida en que Fichte asume la validez de la tesis kantiana
respecto a que todo conocimiento implica el vínculo entre sensibilidad
y entendimiento, introduce la noción de intuición intelectual como ele-
mento que da el sustento empírico a esa certeza del ser yo. Kant rechazó
de manera tajante esa noción porque consideraba que se trataba de un
recurso ilegítimo para hablar de las cosas en sí mismas. Pero Fichte
le da un sentido distinto al tradicional. Para empezar, advierte que la
intuición intelectual solo es posible cuando sucede yuxtapuesta a una
intuición sensible; es decir, la intuición intelectual no es un misterioso
tipo de intuición que da acceso a un supuesto conocimiento, ajeno a la
sensibilidad; se trata de una dimensión, o aspecto de la intuición sen-
sible, de la misma manera en que el propio Kant habla de la intuición.

126
Lo que falta en la reflexión de Fichte es, de manera explícita, que la identi-
dad de cada yo particular es resultado de ese principio racional gracias a la
adquisición del lenguaje en el proceso de socialización. El yo como princi-
pio es indeterminado porque carece de contenido, pero es la condición para
que cada yo particular, a través de la experiencia, unifique el contenido
empírico que lo define.

188
Fichte sostiene que en la experiencia nos intuimos como una actividad,
y esta da realidad a ese yo que acompaña todas mis representaciones.
Esto implica que negar el carácter sustancial de la conciencia de ningu-
na manera nos conduce a negar la realidad del yo y, de esta manera, se
cuestiona la tesis central de la ontología aristotélica respecto a que la
sustancia es el sentido primordial del ser.
La unidad originaria (en términos de validez) pero creada (en térmi-
nos genéticos) de la conciencia implica de manera inmediata y necesa-
ria algo distinto a ella, es decir, el no-yo. Para pensar el cogito es indis-
pensable que haya cogitata (cosas pensadas). Llegamos así al segundo
principio (la antítesis de la tesis), el cual coincide con el principio lógi-
co, toda determinación implica una negación: -A no = A (-A =/= A). La
identidad de cualquier cosa se construye estableciendo un límite frente
a algo que adquiere el carácter de externo; la exterioridad es constitutiva
de la unidad. Por eso, en el lenguaje cotidiano se contrapone la “interio-
ridad” de la conciencia a la “exterioridad” de los objetos; Fichte busca
resaltar que ese límite no es algo natural o dado, sino que se trata de
una creación en el proceso de autoconstitución del yo. Sería imposible
pensar la unidad de la conciencia (Yo = Yo) sin la presencia del no-yo.
La tesis de Fichte consiste en afirmar que la unidad de cada objeto
de la experiencia es determinada por la unidad del yo. Para comprender
esto es importante no perder de vista que se trata de una proposición
epistemológica, no ontológica. Acudamos al ejemplo cartesiano que re-
petidamente hemos usado. Prendemos una vela a las nueve de la noche
y a las doce percibimos que se ha transformado de manera radical. Fren-
te a este proceso decimos: “La vela se consumió”. Aristóteles o Descar-
tes presuponen que el elemento permanente es la esencia o quididad,
constitutiva del objeto, mientras que los cambios han tenido lugar úni-
camente en los accidentes. En contraste, Fichte sostiene que la creencia
en algo permanente es un principio necesario, en términos lógicos, que
introduce el sujeto para poder hablar de ese proceso. De esta manera

189
reducimos la noción de sustancia a su sentido lógico: al sujeto de predi-
caciones. Como se puede apreciar se trata de la tesis que tanto trabajo le
costó a Kant justificar en su deducción trascendental, a saber: la unidad
de los objetos de la experiencia depende de la unidad de la conciencia.
El principio de identidad (A = A), derivado de la autoposición del yo, es
proyectado ahora al no-yo.

La afirmación básica del filósofo como tal es la siguiente: En la medi-


da en que el yo es sólo para sí mismo, surge para él, al propio tiempo
y necesariamente, un ser fuera de él. El fundamento de este último
radica en el primero, el último se halla condicionado por el primero:
la conciencia de sí y la conciencia de algo que no sea nosotros mismos
tienen una conexión necesaria; pero la primera ha de considerarse
como lo condicionante, y la segunda como lo condicionado.127

Hemos partido del dato básico de la experiencia, que es la unidad


del yo y el no-yo; posteriormente, hemos abstraído la dimensión ob-
jetiva de la experiencia (no-yo) para dar una prioridad epistemológica
a su dimensión subjetiva (yo), ya que esta determina y da sentido a la
dimensión objetiva. Dicho en términos más próximos a la actualidad:
toda sensación ya se encuentra mediada conceptualmente; vemos el
mundo a través del lenguaje y este no se limita a reflejarlo, sino que lo
organiza. De acuerdo con Fichte, también se puede expresar mediante
dos enunciados: 1) El yo pone al no-yo como limitado por el yo. 2) El
yo se pone a sí mismo como limitado también el no-yo. En el primero se
coloca el énfasis en la actividad que ejerce el yo y, por tanto, destaca el
uso práctico de la razón; mientras que en el segundo el énfasis recae en
la capacidad del yo de recibir información a través de la experiencia, lo
cual remite al uso teórico de la razón. La prioridad del primer enunciado
significa que el uso teórico de la razón depende del uso práctico.

127
Introducciones, “Segunda introducción...”, § 3, p. 44.

190
El yo y el no-yo se contraponen, pero al mismo tiempo la experien-
cia nos indica que conforman una unidad expresada en los dos enuncia-
dos que hemos mencionado. Así, para poder regresar de la abstracción
a lo concreto de la experiencia, tenemos que dar cuenta de esa unidad.
Accedemos, de esta manera, al fragmento más conocido de la filosofía
fichteana: a) tesis: “Yo”, b) antítesis: “No-yo”, c) síntesis: “Yo”. Pero el
yo de la síntesis no es el yo empírico (divisible) de la tesis, sino el yo
puro o absoluto, el cual se expresa en el tercer principio fundamental:
“yo opongo en el yo al yo divisible un no-yo divisible”.128
El yo debe ser idéntico a sí mismo y, no obstante, opuesto a sí mis-
mo. Sin embargo, es idéntico a sí mismo en relación con la conciencia;
la conciencia es unitaria. Pero en esta conciencia el yo absoluto es pues-
to como indivisible; por el contrario, el yo que se opone al no-yo es
puesto como divisible. Por consiguiente, “el yo, en la medida en que se
le opone un no-yo, es él mismo opuesto al yo absoluto”.129
Comprender, de la manera más clara posible, la misteriosa noción
del yo puro o absoluto es un requisito para continuar con la argumen-
tación de Fichte; sin embargo, no se trata de una tarea fácil (alguien
ha dicho que esto es el tormento de sus intérpretes). La dificultad que
encierra esa tarea se debe a que el propio Fichte no está satisfecho con
esa noción, y en las múltiples versiones de la dialéctica, que se ha esbo-
zado aquí, cambia su caracterización. Empecemos por lo más evidente:
el dato básico de la experiencia es la unidad (solo hay un mundo, el
empírico). A partir de esa unidad, el yo realiza la diferenciación entre el
no-yo (lo objetivo dicho en términos tradicionales) y el yo (lo subjeti-
vo). Dicha diferenciación se sustenta en la distinción entre lo variable y
lo constante. El atributo básico del no-yo es que se encuentra en conti-
nua transformación; en cambio, el yo se distingue por su constancia (yo

128
Fundamento, p. 59.
129
Loc. cit.

191
experimento A, B, C, … n). Ese carácter constante del yo no remite a
una sustancia dada, sino que se trata de una identidad creada en la ex-
periencia por la propia actividad (sintetizadora) del yo. Esa unidad de la
conciencia no se justifica en la experiencia; en su lugar, se trata de una
justificación racional (a priori): se trata de la condición universal y ne-
cesaria para poder decir algo del mundo sometido al devenir continuo.
Desde el punto de vista de la lógica formal, es evidente que el
Yo = Yo es un enunciado analítico, pero desde la perspectiva de la lógica
trascendental es un juicio sintético a priori. Con esto se dicen dos cosas:
1) La unidad de la conciencia es un producto de la experiencia, pero no
se justifica en ella, pues se trata de su condición trascendental suprema.
2) Es un juicio sintético porque el yo, que juega el papel de sujeto de las
predicaciones, no es el mismo que aquel que asume el papel de predi-
cado. El segundo yo es la conciencia del objeto (el yo que se encuentra
limitado por el no-yo). Cuando Fichte habla del yo empírico, divisible,
se refiere al yo que percibe algo (la conciencia de un objeto); mientras
que introduce la noción de yo puro para remitirse a la conciencia de la
conciencia que percibe algo (la autoconciencia).
Por otra parte, Fichte afirma que la síntesis entre el yo empírico y
el no-yo, la cual remite, como hemos dicho, al yo puro, se sustenta en
el principio de razón suficiente, que representa el fundamento de las
verdades de hecho. Según la interpretación de Leibniz, esto significa
que todo lo que acaece en el mundo tiene una causa y que esa relación
causal se sustenta en la razón; es decir, todo lo que sucede se encuentra
justificado racionalmente, nada es fortuito. Hasta el número de cabellos
en nuestra cabeza esta predeterminado en la razón divina. Esta interpre-
tación fuerte, que tiene un sentido ontológico, es lo que sustenta la idea
de una armonía universal (el mejor de los mundo posibles).
En contraste con esa interpretación, propia de un racionalismo des-
medido, dogmático, Fichte, en sintonía con la propuesta kantiana, con-
sidera que la relación causal, entendida como una conexión universal

192
y necesaria, es una categoría introducida por el sujeto y no un atributo
de las cosas. No es que el mundo sea racional, sino que los seres hu-
manos pueden verlo racionalmente. Eso lo pueden hacer porque tienen
conciencia de los objetos y al mismo tiempo tienen conciencia de la
conciencia de los objetos. La autoconciencia, implícita en la noción de
yo puro, hace posible que percibamos objetos y que adquieran un sen-
tido, en el que se sintetizan lo objetivo y lo subjetivo, el no-yo y el yo.
El sujeto no percibe extensiones, manchas de colores, sino una mesa, es
decir, un objeto que responde a una finalidad subjetiva, y para cumplir,
a su vez, con esa finalidad de manera adecuada tiene que captar o adap-
tarse a los atributos intrínsecos del objeto.
Cuando lo vemos de esa manera, advertimos que la tesis de Fichte,
a pesar de las apariencias, se encuentra más cercana al sentido común
que la posición de los empiristas y los racionalistas. Además, Fichte
agrega, si retomamos la tesis kantiana de la prioridad del uso práctico
de la razón, que los seres humanos no solo tienen la capacidad de ver
al mundo racionalmente sino también el deber de transformarlo en algo
racional, en el que se acceda a la síntesis del yo y el no-yo. Esto nos
permite advertir que Hegel debe más al idealismo trascendental de lo
que él mismo quisiera confesar.
Ahora bien: ¿hemos encontrado una respuesta satisfactoria sobre lo
que es el llamado yo puro? De ninguna manera. Así como Kant no explica
con precisión la noción de yo nouménico, tampoco Fichte logra explicar
el yo puro; esta afirmación no es mía, sino del propio Fichte: al caracteri-
zarlo de distintas maneras en las múltiples versiones de su análisis central.
Incluso vemos que en cierto momento utiliza la noción de yo puro en elu-
cubraciones metafísicas, que violan las exigencias básicas de la filosofía
crítica; por ejemplo, llega a proponer un vínculo entre el yo puro y la idea
de Dios. Es cuando considero que es el momento de abandonarlo.
Sin embargo, antes de desmontarnos de su estrategia argumentativa,
vale la pena observar que Fichte, en una de las últimas versiones de su

193
sistema, plantea sustituir la noción de yo puro por el concepto imperso-
nal de saber. No es el yo quien sintetiza lo subjetivo y lo objetivo, sino
el saber, entendido como un producto colectivo. Esto encaja perfecta-
mente con el concepto de reconocimiento entre los distintos yo, presen-
te en su filosofía práctica. Esto es muy importante porque indica que
para explicar de manera adecuada al yo puro se requiere desarrollar una
apropiada teoría del lenguaje, capaz de dar cuenta de lo que llamamos
en la actualidad intersubjetividad. El proceso por el cual el yo se pone
a sí mismo (Tathandlung) tiene que ver con la adquisición del lenguaje
en el proceso de socialización. Como veremos, esto fue distinguido con
gran agudeza por Hegel.

194
4. Hegel

Todos los prejuicios que intento indicar aquí depen-


den de uno sólo, a saber: el hecho de que los seres
humanos supongan, comúnmente, que todas las cosas
de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por
razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios
mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin […]
todas las causas finales son, sencillamente ficciones
humanas. 130
Baruj Spinoza

En respuesta a una carta de Friedrich Schelling (4 de febrero 1795),


Hegel afirma que lo absoluto no puede estar en el yo, ni en el no-yo,
sino en un tercer elemento que los sintetice. Precisamente, su crítica a
Fichte consiste en destacar que al regresar al yo desde el no-yo, aunque
se sostenga que se trata de un yo puro, diferenciado del yo empírico,
termina por subordinar e, incluso, excluir la dimensión de los objetos
empíricos; de ahí que califique la filosofía de Fichte como un idealismo
subjetivo. En contraste, Hegel propone que lo absoluto debe localizarse
en la mediación entre lo objetivo y lo subjetivo, a lo cual denomina
espíritu. Empecemos por analizar la caracterización que nos ofrece de
este concepto en su Fenomenología: “El espíritu es la vida ética de un
pueblo en la medida en que es la verdad inmediata; el individuo que es
un mundo”.131
130
Frente a este conocido texto del “Apéndice de la parte primera”, de la
Ética, sería importante advertir que dicho prejuicio, que tan bien advir-
tió Spinoza, se sustenta, a su vez, en otro prejuicio más amplio, el cual
podemos expresar con sus propias palabras: “El orden y la conexión de las
ideas es lo mismo que el orden y la conexión de las cosas” Baruj Spinoza,
Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Editorial Trotta,
2000, Prop. 7, p. 81. Como hemos dicho, este es el prejuicio que subyace a
las diferentes formas de dogmatismo.
131
Fenomenología, p. 525.

195
Según esto, el espíritu remite al conjunto de normas, a los códigos
que guían las conductas de los individuos. Dichas normas se condensan
en el sistema institucional de la sociedad (familia, sociedad civil, Esta-
do, etcétera), pero también se encuentran en los muy distintos objetos
que producen los seres humanos, considerados no solo como entidades
particulares, sino como artificios que participan en el proceso de comu-
nicación, la cual mantiene la unidad social. Consideremos, por ejemplo,
un martillo: este ha sido producido con el objetivo de cumplir con cierta
finalidad (el golpear), y para cumplir de manera adecuada con esa fina-
lidad se requiere el conocimiento tanto de los materiales que se utilizan
para su construcción como de los materiales en los cuales será usado;
es decir, en el martillo se unifican la teleología individual y el conoci-
miento de los atributos de los objetos. Posteriormente, el usuario de ese
martillo descifra el mensaje que el productor ha cifrado.
El espíritu denota una realidad objetiva, pero no en el sentido de un
átomo de hidrógeno o una montaña, ya que se trata de una objetividad
que ha sido producida por los seres humanos. En una primera aproxima-
ción podemos vincular la noción de espíritu a lo que denominamos, en
un sentido amplio, en la vida cotidiana como cultura, la cual tiene como
base y principio de unificación al lenguaje. Considerado como entidad
espiritual, el martillo de nuestro ejemplo no es el objeto particular, sino
su concepto, en el cual se sintetiza, de acuerdo con Hegel, la inten-
ción subjetiva y el conocimiento de los objetos. Como mediación, esto
es, como actividad unificadora, el concepto se encuentra en continua
transformación conforme cambia tanto su dimensión subjetiva como su
dimensión objetiva. Desde este punto de vista, el espíritu se encuentra
constituido por las herramientas, las instituciones, las obras de arte, las
teorías filosóficas y científicas, etcétera; todo aquello que es producido
por los seres humanos. El hecho de que Hegel no utilice el término
cultura se debe a que con la noción de espíritu busca introducir una
concepción epistemológica y ontológica que no tiene el primer térmi-

196
no. Espíritu es algo que no es meramente subjetivo, ni exclusivamente
objetivo, sino la unión de ambos. Veamos qué más nos dice sobre esto.

Substancia y esencia universal [el espíritu] permanente, igual a sí


misma: él, el espíritu, es el fundamento y punto de partida, no que-
brantado ni disuelto, de la actividad de todos, así como su fin y meta
en cuanto lo en-sí pensado de toda autoconciencia. – Esta substancia
es, asimismo, la obra universal que se engendra por la actividad de
todos y cada uno como la unidad e igualdad de ellos, pues ella es
el ser-para-sí, el sí-mismo, la actividad. En cuanto la substancia, el
espíritu es la [igualdad] justa y sin vacilación; pero en cuanto Ser-
para-sí, la substancia es la esencia disuelta, la esencia bondadosa
que se sacrifica, en la que cada uno lleva a cumplimiento su propia
obra, desgarra el ser universal y toma para sí una parte de él. Esta
disolución y singularización de la esencia es cabalmente el momen-
to del obrar y el sí mismo de todos, es justamente el momento de la
acción y del sí-mismo de todos: es el movimiento y el alma de la
substancia, y la esencia universal causada y efectuada. Justamente
en el hecho de que es el ser disuelto en el sí-mismo no es la esencia
muerta, sino que es efectivamente real, y viviente. 132

Como puede apreciarse, el espíritu es la sustancia como sujeto, esto


es, aquello que permanece cambiando. Esta modificación del signifi-
cado tradicional de sustancia encierra un sentido teleológico fuerte. El
movimiento del espíritu implica el desarrollo de las potencialidades que
posee desde un principio; es la trayectoria que conduce del en sí al en
sí y para sí, en la cual, al desplegar esas potencialidades, adquiere con-
ciencia de sí. Sobre este carácter sustancial y teleológico del espíritu
volveremos más adelante. Ahora me interesa destacar las consecuencias
que esta noción tiene sobre la idea tradicional de conciencia.

132
Fenomenología, p 523.

197
Me parece evidente que la noción de espíritu presupone, ante todo,
una crítica radical a las visiones atomistas de la sociedad: aquellas que
asumen que la formación o constitución de los individuos en sociedades
sucede con independencia de estas. El ejemplo más claro lo encontra-
mos en las teorías contractualistas; también en la concepción de la con-
ciencia que maneja Descartes. Para Hegel la conciencia individual no
es una sustancia, en el sentido que no tiene una realidad independiente
del orden social (la sustancia y esencia universal es el espíritu), sino
que es producida por la interacción social. El punto de partida del pro-
ceso de constitución de la particularidad individual es el cuerpo, pero
la formación de su conciencia se da cuando cada individuo adquiere los
elementos del espíritu objetivo y los transforma en espíritu subjetivo.
Dicho en términos cotidianos, la formación de la conciencia individual
es el resultado del proceso de socialización, con el que se interioriza la
cultura, lo que comienza por el lenguaje.
Hegel acierta cuando afirma que Kant y Fichte no llegan al concepto
de espíritu, sino que se mantienen en el concepto de conciencia (facul-
tad de representación), y agrega algo que es esencial para comprender
su postura: “Por lo que se refiere al spinozismo, hay que advertir, por
el contrario, que el espíritu se constituye desde la sustancia en el juicio
mediante el cual se constituye como yo, como subjetividad libre frente a
la determinidad [Bestimmtheit]; y la filosofía, en tanto ese juicio es para
ella determinación absoluta del espíritu, brota del spinozismo”.133 Es de-
cir, al igual que Spinoza, Hegel sostiene que solo existe una sustancia y
esta es, según su perspectiva, el espíritu a partir del cual se forma la con-
ciencia individual como su atributo. Recordemos que uno de los objeti-
vos de la Fenomenología es conducir al individuo desde la conciencia
inmediata de su identidad personal (Yo = Yo) al reconocimiento de que
esa identidad es resultado de una historia colectiva (del yo al nosotros).

133
Enciclopedia, nota al § 415, p. 735.

198
Eso no quiere decir que el individuo sea una expresión pasiva de la
cultura en la cual se desarrolla. Por el contrario, la formación (Bildung)
de un individuo exige que adquiera la capacidad de contribuir al desa-
rrollo del espíritu y a su vez que se constituya como un ser libre; por
ejemplo, la adecuada formación de un filósofo no consiste en conocer
y repetir las doctrinas de los grandes pensadores que le precedieron; en
su lugar, se trata de que encuentre en ellas la herramientas conceptuales
para expresar y objetivar su particularidad, lo que la convierte en parte
de la universalidad del espíritu. La Séptima sinfonía de Ludwig van
Beethoven emanó de su subjetividad, gracias a su educación musical y
las habilidades que con esta adquirió. Pero esa obra se convierte en un
elemento del espíritu objetivo en el momento en que distintos directo-
res la interpretan de maneras diferentes (pensemos en las versiones de
Georg Solti y de Herbert von Karajan). Incluso Hegel habla de indivi-
duos universales que si bien actúan por motivos particulares, sus accio-
nes adquieren un sentido universal que se manifiesta en la trayectoria
histórica del espíritu. Aquí entra en escena la famosa anécdota cuando
Hegel, después de la batalla de Jena, califica a Napoleón i Bonaparte
como encarnación del espíritu universal.
En la conciencia individual se conjugan particularidad y univer-
salidad. El individuo alcanza su identidad particular interiorizando la
universalidad presente en la sustancia espiritual y adaptándola a sus
circunstancias. De ahí la insistencia de Hegel en contra de Schelling,
respecto a que la universalidad de ninguna manera implica homogenei-
zar (la noche en que todos los gatos son negros), sino la inclusión de
las diferencias (identidad de la identidad y la no identidad). Como par-
ticular el individuo se encuentra condenado a desaparecer (la enferme-
dad mortal); su única posibilidad de salvación consiste en transformar
esa particularidad en parte de la universalidad mediante sus acciones y
obras. Cuando Hegel, en su intento de dar una interpretación racional de
la religión cristiana, se enfrenta al misterio de la resurrección de Cristo,

199
nos dice que como particular murió en la cruz; sin embargo, agrega que
persiste en la vida gracias a su doctrina, la cual marcó la cultura occi-
dental de modo indeleble.
El concepto de espíritu implica una crítica a la filosofía tradicional,
pues se tiende a privilegiar la relación entre la conciencia individual y
los objetos (sujeto-objeto), sin advertir que dicha relación presupone
siempre el vinculo pragmático con el otro (sujeto-sujeto); dicho en los
términos de la interpretación de Jürgen Habermas, en la experiencia
se encuentran unidos, de manera indisoluble, interacción y trabajo. El
privilegiar la dimensión semántica134 es uno de los factores que propi-
cia la concepción sustancialista de la conciencia. Desde el Crátilo de
Platón se advierte que la relación entre las palabras y las cosas remite
a una convención; sin embargo, al sustentarse en una perspectiva indi-
vidualista parecería que esto implica una relación arbitraria, sustenta-
da únicamente en una decisión individual: en realidad se trata de una
convención cuya objetividad (espiritual-social) se fundamenta en una
práctica colectiva. El carácter intersubjetivo, de lo que Hegel denomina
espíritu, es lo que evita reducir lo trascendental (en el sentido kantiano)
a la conciencia individual, al yo.
En tiempos relativamente recientes han aparecido diversas interpre-
taciones en las que se resalta lo que podemos llamar el descubrimiento
hegeliano de la intersubjetividad.135 No quiero repetir, de manera am-

134
John L. Austin propone la noción de falacia descriptiva para denominar la
creencia respecto a que la función única o básica del lenguaje es describir
(Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, España, Ediciones
Paidós, 1971).
135
Me parece que el texto de Axel Honneth fue uno de los principales factores
que propiciaron una amplia bibliografía sobre el tema (Kampf um Anerken-
nung-Zur moralischen Grammatik sozialer Konflikte, Frankfurt am Main,
Suhrkamp Verlag, 1992. Trad. al castellano: La lucha por el reconoci-
miento. Por una gramática moral de los conflictos sociales, Barcelona,
Editorial Crítica, 1997).

200
plia, lo que en estas se examina; solo menciono que en casi todas se
destaca la filosofía social, en especial la lucha por el reconocimiento, lo
que sin duda es uno de los aspectos más interesantes de este tema. Pero
pocas veces se resalta que los tres apartados del capítulo “Conciencia”,
de la Fenomenología, encierran una crítica a la metafísica sustancialis-
ta, la cual profundiza en la labor iniciada por Kant, ya revisada en lo que
hemos llamado el aspecto negativo de su teoría de la conciencia.
Ahora no puedo reconstruir de manera extensa la argumentación que
en tales capítulos Hegel desarrolla; me limito, simplemente, a mencio-
nar las tesis que resultan pertinentes para lo que ahora planteo. En “La
certeza sensorial” inicia con el cuestionamiento de la idea tradicional de
la intuición como un momento meramente receptivo, pasivo. Para esto,
hace patente que toda intuición, hasta la que parece más simple, implica
una mediación lingüística que introduce la universalidad (el lenguaje es
lo más verdadero), por lo que la experiencia requiere describirse como
la unión activa de lo subjetivo y lo objetivo.136 En el siguiente apartado,
“La percepción”, muestra que la caracterización de la cosa, del objeto,
como la unión de sustancia y accidentes conduce a una antinomia, ya
que se define la cosa como una unidad (sustancia), pero al mismo tiem-
po como una pluralidad (suma de sus accidentes), sin dar cuenta de
cómo estas dos descripciones pueden ser compatibles. Por último, en
“Fuerza y entendimiento”, Hegel plantea que dicha compatibilidad solo
es posible si describimos la cosa como un juego o sistema de fuerzas.137
136
Sobre este tema consultar el artículo de Martin Heidegger “El concepto de
experiencia de Hegel (1942/43)” en Caminos de bosque.
137
“Cada uno [las fuerzas como elementos de la relación] sólo es por medio
del otro y en no ser inmediatamente en tanto que el otro es. Por tanto, no
tienen de hecho ninguna sustancia propia que las sostenga y mantenga. El
concepto de fuerza se mantiene mas bien como la esencia en su realidad
misma; la fuerza como real sólo es pura y simplemente en la exterioriza-
ción, que no es, al mismo tiempo, otra cosa que un superarse a sí misma”.
Fenomenología del espíritu, México, fce, 1966, p. 88.

201
De acuerdo con lo anterior, la conciencia no remite a una sustancia
pensante, inmaterial, sino a un juego de fuerzas. El eje central de este
sistema de relaciones se da entre el aspecto objetivo y subjetivo del
espíritu, en el cual podemos diferenciar, en su unidad, distintos niveles:
a) la relación entre el cuerpo (en tanto entidad natural) y el espíritu
(cultura en general), b) la relación con los objetos particulares (trabajo,
sujeto-objeto) y c) la relación con los otros (interacción, sujeto-sujeto).
De hecho, la propia conciencia se manifiesta como una relación entre la
conciencia de x (conciencia de algo distinto de ella) y la autoconciencia
(conciencia de sí misma).

La tendencia de la autoconciencia consiste en realizar su concepto


y en darse en todo la conciencia de sí misma. Por consiguiente, ella
es: 1) activa, al superar el ser otro de los objetos y ponerlos iguales
a sí misma; 2) exteriorizarse a sí misma y darse así objetividad y
existencia. Ambas actividades son una y la misma.
En su cultura o movimiento la autoconciencia tiene los tres gra-
dos siguientes: 1) el deseo, en la medida en que está dirigida a otra
cosa; 2) el de la relación entre amo y esclavo, en tanto está dirigida
a otra autoconciencia, desigual a ella; 3) el de la autoconciencia uni-
versal, la cual se reconoce en otras autoconciencias y precisamente
iguales a ella, así como ellas la reconocen igual a ellas.138

Parecería que con esta gran aportación, Hegel se sitúa más allá de
la metafísica tradicional; sin embargo, no es así. Por el contrario, en su
filosofía se desarrolla un esfuerzo titánico para revivirla, mediante su
transformación, pero manteniendo que la sustancia no se puede reducir
a una categoría de la reflexión, sino que también denota el ser por
excelencia. Esto es, Hegel recupera el sentido ontológico de sustancia

138
Hegel, Philosophische Propädeutik, § 23 y § 24, p. 106. La traducción
es mía.

202
como la realidad que permanece; de ahí que califique a Kant de forma-
lista. Evidentemente, y conociendo las críticas de los empiristas, y del
propio Kant, Hegel es consciente de que no puede conformarse con la
herencia aristotélica para lograr su objetivo. Su estrategia consiste en
retroceder a Heráclito para plantear que la sustancia es aquello que se
mantiene transformándose; es decir, se trata del supuesto orden que se
manifiesta a través del devenir de los entes particulares: la sustancia
como sujeto, denominada también sustancia viva.
Si bien se niega el carácter sustancial de la conciencia, esta se trans-
forma, como afirmó Spinoza, en un atributo de la sustancia única, es de-
cir, del espíritu. Con ello encontramos también que el desenvolvimiento
de este último representa el desarrollo de la cultura y fundamentalmente
la realización de Dios desde la perspectiva de las conciencias particu-
lares, finitas (la historia universal representa el plan de la Providencia).
Recordemos que para Hegel el panteísmo es aquello que permite reto-
mar el argumento ontológico como prueba de la existencia divina.
La reconciliación entre las nociones de sustancia y devenir es po-
sible en la medida en que este último pierde su carácter contingente
para convertirse en el despliegue de las potencialidades presentes,
desde un principio, en la sustancia; se trata de la trayectoria que
conduce, ineludiblemente, del en sí (la manifestación inmediata) a lo
en sí y para sí (su realización). Dicho de otra manera, se subordina
el devenir a un principio teleológico. Mientras Kant considera la
teleología solo como un recurso heurístico que hace posible pensar
racionalmente acerca de la historia, para Hegel el devenir histórico
es racional en sí mismo (véase el texto de Spinoza que sirve de epí-
grafe a este capítulo). De esta manera, Kant sostiene que pensar la
historia como si se tratara de un progreso resulta sensato en términos
pragmáticos, ya que nos motiva a buscar soluciones; en cambio, para
Hegel la afirmación de que la humanidad progresa es un conoci-
miento y no un mero pensamiento.

203
El progreso aparece así en la existencia como avanzando de lo imper-
fecto a lo más perfecto; pero lo imperfecto no debe concebirse en la
abstracción, como meramente imperfecto, sino como algo que lleva
en sí, en forma de germen, de impulso, su contrario, o sea eso que
llamamos lo perfecto […]. Lo imperfecto, pues, es lo contrario de sí,
en sí mismo; es la contradicción, que existe, pero que debe ser abolida
y resuelta; es el impulso de la vida espiritual en sí misma que aspira
a romper el lazo, la cubierta de la naturaleza, de la sensibilidad, de la
enajenación, y llegar a la luz de la conciencia, esto es, a sí mismo.139

Kant advertía que para tener una certeza en la existencia del pro-
greso global, no solo de progresos particulares que podemos constatar
empíricamente, se requiere trascender la temporalidad y situarse en la
perspectiva divina, donde, se supone, es posible percibir el proceso en
su totalidad; esta posibilidad se encuentra vedada para nosotros los mor-
tales. En contraste, para Hegel, esto es posible. Al hablar de un saber ab-
soluto considera que es factible superar la temporalidad implícita en la
cópula de los enunciados (S es P) para acceder a la igualdad entre sujeto
y predicado (S = P). Por tanto, asume, como Leibniz, que toda verdad
es analítica. La historia es la simple manifestación de los predicados
implícitos a priori, en germen, en el sujeto espíritu.
Numerosos intérpretes, entre ellos Axel Honneth, han sostenido
que es posible recuperar las aportaciones de Hegel, referentes a la con-
ceptualización de la intersubjetividad, sin tener que asumir la creencia
en la teleología en un sentido fuerte; coincido con ellos. Sin embar-
go, hay que tener cuidado, ya que esa teleología no es algo que se
agrega al final, sino un elemento que guía y está presente en todo su
proceso argumentativo. Por ejemplo, desde un principio sostiene que

139
Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Ma-
drid, Revista de Occidente, 1974, p. 133.

204
la función de la filosofía es superar las escisiones, lo cual contradice
la descripción de la conciencia individual en términos de relaciones,
porque la hipotética reconciliación (la transformación de la escisión
en una simple diferencia dentro de la unidad suprema) implica la des-
aparición de esa conciencia.
Hegel reprocha a la ética kantiana mantener la escisión entre razón
y pasiones. Ante esta crítica sería necesario empezar por aclarar que
para Kant el conflicto que subyace a la conciencia individual no se
puede reducir a la simple oposición entre razón y pasiones, en tanto
la propia razón se encuentra motivada pasionalmente. La exigencia
de ordenar, es decir, de dar sentido, expresa un afán de seguridad que
requiere ser controlado para evitar la seducción de los sistemas meta-
físicos; no perdamos de vista que la metafísica no es algo irracional,
sino el resultado de una razón que no admite límites. En segundo lu-
gar, para Kant el conflicto empieza entre las propias pasiones, ya que
entre estas no existe ninguna armonía y, gracias a eso, la razón puede
tener injerencia en las acciones.
Por último, y lo más importante, Kant sostiene que la libertad del
individuo no consiste en situarse en una misteriosa región donde su
conducta no esté determinada; esto sería un absurdo, un milagro que
niega el principio de razón suficiente. La libertad es posible en tanto las
determinaciones que confluyen en la voluntad son contradictorias, lo
cual abre las alternativas que permiten la elección. El costo ineludible
de la libertad es el conflicto, a menos que deformemos la idea de liber-
tad individual hasta convertirla en la aceptación pasiva de la dimensión
objetiva del espíritu. Cabe señalar que ese dudoso ideal es algo que apa-
reció entre los representantes del romanticismo: es el individuo que se
entrega de lleno a la totalidad social (el Estado), bajo la promesa de que
le garantiza la satisfacción de sus necesidades materiales y espiritua-
les (sobre esto puede leerse El príncipe de Homburg, de Heinrich von
Kleist). Si bien Hegel es un crítico del romanticismo, cabría la discusión

205
sobre el grado de proximidad de su ideal con esa utopía en la medida en
que para él la tragedia es mera negatividad, es decir, no es una realidad
plena (Wirklichkeit).140
Termino este apartado con una observación de Heidegger sobre el
significado de la inconformidad ante la noción kantiana de cosa en sí:

¿Qué significa la lucha incipiente contra “la cosa en sí”, dentro del
idealismo alemán, sino un olvido creciente de lo que Kant conquistó,
a saber, que la posibilidad interna y la necesidad de la metafísica, es
decir, su esencia, no se apoyan y mantienen sino por una elaboración
más originaria y por la profundización del problema de la finitud?
¿A dónde fueron a parar los esfuerzos de Kant, si Hegel define la
metafísica como lógica en estas palabras: “La lógica debe ser consi-
derada, por consiguiente, como el sistema de la razón pura, como el
reino del pensamiento puro. Este reino es la verdad sin velo, tal cual
es en sí y para sí. Se puede decir, por lo tanto, que dicho contenido
es la representación de Dios, tal como es en su esencia eterna, antes
de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito.”?141

Es asombroso lo que han dicho algunos grandes filósofos por no


aceptar la contingencia y la finitud como datos básicos de la experiencia.

140
En este punto nos podría ayudar nuestro Sigmund Freud “de bolsillo”, ya
que podemos preguntar lo siguiente: ¿qué le pasaría al yo si se accede a la
reconciliación entre el ello y el superyó?
141
Martin Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, México, FCE,
1973, § 45, p. 205. (La nota 296, a este parágrafo, aclara que Heidegger
tomó la cita de Hegel de la “Introducción” de Wissenschaft der Logik, iii,
pp. 35s).

206
5. Heidegger

¿Por qué escuchamos a Kant para experimentar algo


acerca del ser? Por dos razones. Por un lado, porque
Kant ha dado un paso decisivo en la explicación del
ser. Por otro, porque este paso de Kant parte de la fide-
lidad a la tradición, esto es, de un debate con ella me-
diante el cual la tradición aparece bajo una nueva luz.
Martin Heidegger

En la narración sobre su proceso de formación, Heidegger nos da una


clave fundamental para entender su pensamiento, pues sostiene que la
disertación de Franz Brentano,142 representó un punto esencial de di-
cho proceso, en tanto su lectura motiva la formulación de la pregunta
central de su filosofía: la pregunta por el ser. Si revisamos el mencio-
nado libro, encontramos que se trata de un trabajo muy académico,
propio de quien aspira a doctorarse, en el que se analizan los diferen-
tes sentidos que adquiere la noción del ente en Aristóteles (“El ente
se dice de manera múltiple”143). Dichos significados se dejan reducir a
cuatro: 1) un ente al que no corresponde existencia fuera del entendi-
miento; 2) el ser del movimiento de generación y de corrupción, que
están fuera de la mente, pero no tienen una existencia acabada y plena;

142
Von der mannigfachen Bedeutung des Seienden nach Aristoteles..., Wien,
Nabu Press, 2012. Sobre la disertación de Heidegger: “Por bastantes indica-
ciones de revistas filosóficas yo me había enterado de que el modo de pensar
de Husserl estaba influido por Franz Brentano, cuya disertación de 1862 Del
múltiple significado del ente según Aristóteles había sido guía y criterio de
mis torpes primeros intentos de penetrar en la filosofía. De un modo bastante
impreciso me movía la reflexión siguiente: «Si el ente viene dicho con muchos
significados, ¿cuál será entonces el significado fundamental y conductor? ¿Qué
quiere decir ser?»”. Martin Heidegger, Tiempo y ser, España, Editorial Tecnos,
2000, p. 95. Sobre la traducción al castellano del libro de Brentano: Sobre los
múltiples significados del ente según Aristóteles, Madrid, Encuentro, 2007.
143
Véase el Libro iv de la Metafísica.

207
3) un ente que tiene una existencia acabada, pero no independiente, y
4) el ser de las sustancias.
Brentano concluye algo que es conocido: el cuarto significado es el
fundamental o básico para Aristóteles, pues denota un ente acabado e
independiente. Para Heidegger esta caracterización delata la compren-
sión del ser como permanencia en presencia (Beständigkeit in Anwes-
enheit). En el caso de la filosofía aristotélica, se identifica el ser con
aquello que es constante en el ente, es decir, la sustancia. Sin embargo,
la mencionada comprensión del ser también se encuentra en otras filo-
sofías; de hecho, según Heidegger se trata del presupuesto más extendi-
do en la tradición metafísica;144 por ejemplo, para Platón el ser no remite
a los entes particulares, sino al orden que les subyace, aquel que puede
percibirse con los ojos de la razón cuando se sale de la caverna (de la
inmediatez), el cual, al igual que la luz solar, hace posible determinar
los entes (definir su ergon, su lugar y función). Sin embargo, ese orden
se define también como lo sustancial, como lo permanente.
Algo parecido sucede en Hegel, el cual, aunque vincula el ser con
el devenir, termina por identificarlo con aquello que se manifiesta como
constante a través de los cambios, esto es, el espíritu (la sustancia como
sujeto). Heidegger considera que la mencionada comprensión del ser
tiende a reducir lo ontológico a lo óntico, a identificar al ser con el ente.
De ahí que la pregunta por el primero se entienda como la búsqueda del
supuesto ente primigenio del que emanan o derivan sus determinaciones
el resto de los entes. Generalmente se identifica ese ente con Dios, o
con la divinidad (recordemos la diversidad de interpretaciones del ente
perfecto). Por eso, propone el término ontoteología, para caracterizar a
la tradición metafísica.
144
No me refiero a toda la metafísica; solamente afirmo que es un presupuesto
muy extendido (omito el cuantificador universal) porque me parece que esa
interpretación de la historia de la filosofía, que tiende a situar a la mayoría
de los autores en el mismo saco, merece ser revisada de manera crítica.

208
Cuando Heidegger propone la introducción de la diferencia entre el
nivel ontológico y el óntico, lo que busca es cuestionar esa identificación
del ser con el ente, especialmente con aquello que supuestamente es lo
permanente en cada uno de ellos. Por tal motivo, considera que Kant re-
presenta un paso decisivo hacia una reflexión crítica sobre el ser, porque,
como hemos destacado, este último admite el uso gramatical del térmi-
no sustancia (sujeto de predicaciones); sin embargo, también cuestiona
de manera radical su uso ontológico. Con esto, pone en tela de juicio lo
que hemos calificado como el artículo de fe de las distintas formas de
dogmatismo: la creencia de que existe o puede llegar a existir una rela-
ción isomorfa entre el lenguaje y la realidad. Desde la óptica kantiana, lo
permanente, la unidad constante, es una categoría que introduce el sujeto
para hablar (pensar) de una realidad sometida al cambio continuo, pero
no tenemos los medios para probar su existencia. Heidegger afirma que
en la KrV se sustenta en otra noción del ser, que se ajusta a la finitud del
conocimiento humano, la cual se hace explícita en un pasaje fundamental
de esa obra: “Evidentemente, «ser» no es un predicado real, es decir, el
concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simple-
mente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí”. (A 598)
Para comprender esta brevísima caracterización del ser, se requiere
tener en cuenta que aparece en el contexto de la crítica al argumento
ontológico con el cual se pretende demostrar la existencia de Dios. “El
concepto de un ser supremo es una idea muy útil en no pocos aspectos.
Pero, precisamente por tratarse de una simple idea [concepto sin refe-
rente empírico], es totalmente incapaz de ampliar por sí sola nuestro
conocimiento respecto de lo que existe” (A 601). La existencia de cual-
quier cosa, incluida la del supuesto ente perfecto, no puede probarse
solo de manera conceptual; en todos los casos se requiere acudir a la
relación constitutiva de la experiencia.
Una vez situada en su contexto, lo que destaca de dicha caracteri-
zación es que posee un aspecto negativo y otro positivo. En relación

209
al primero, Kant sostiene que en su uso lógico el término ser (es) no es
un predicado, sino la cópula de un juicio, aquello que relaciona sujeto
y predicado (S es P). En su uso existencial o, como dice Heidegger, en
su uso óntico (S es), aunque aparece en el lugar de un predicado, no es
un predicado real, o sea, no denota el atributo o determinación de una
cosa, sino que remite a la existencia (posición absoluta de una cosa), a
la relación constitutiva de la experiencia entre el sujeto cognoscente y el
objeto de conocimiento. En ambos usos ser no denota una cosa, un ente;
de ahí que, en el aspecto positivo, se sostenga que el ser es una posición,
es decir, una relación.

Ser como posición significa el estar puesto de algo en el representar


que pone. Según qué y cómo sea puesto algo, la posición, el ser,
tiene otro sentido […].
En el uso lógico del ser (a es b) se trata de la posición de la re-
lación entre el sujeto de la frase y el predicado. En el uso óntico del
ser: esta piedra es («existe»), se trata de la posición de la relación
entre el yo-sujeto y el objeto, pero esto de tal manera que la rela-
ción sujeto-predicado casi se atraviesa en pleno medio de la relación
sujeto-objeto. Esto motiva que, como cópula, el «es» tenga en el
enunciado de un conocimiento objetivo otro sentido distinto y más
rico que el meramente lógico.145

Para la metafísica que identifica el ser con el ente (la ontoteolo-


gía), lo primario es el análisis, ya que se asume que el ente, la cosa,
es lo dado y lo que se hace es el análisis de sus determinaciones. En
cambio, para Kant el punto de partida del conocimiento se encuentra
en la multiplicidad de representaciones, las cuales deben sintetizarse a

145
Martin Heidegger, Hitos, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 453, p. 368 y
455, p. 369.

210
partir de las categorías, lo que hace posible constituir el objeto del co-
nocimiento.146 Además, esa multiplicidad de representaciones (datos
empíricos) se puede organizar de distintas maneras, lo que da lugar a
diferentes descripciones, ya que la objetividad se encuentra en las re-
glas de la síntesis (según qué y cómo sea puesto algo —la posición—,
el ser cambia de sentido).
Mientras que la metafísica asume que solo hay una descripción ver-
dadera de algo, Kant abre la puerta a la tesis de que existen múltiples
descripciones que son susceptibles de ser verdaderas (por ejemplo, la
historia de la humanidad como progreso o como decadencia). Esas des-
cripciones no son totalmente inconmensurables, pues, para empezar,
comparten las reglas de objetividad (las categorías del entendimiento),
por lo que la razón exige que sean consideradas compatibles; sin embar-
go, el carácter finito del conocimiento impide decir que hemos llegado
ya a esa plena compatibilidad, a la metadescripción que las unifica. Por
eso Kant rechaza tajantemente la idea de que existe una meta última
del conocimiento (el saber absoluto, lo verdadero), ya que este es un
proceso continuo que nos abre a la complejidad de lo real en su devenir;
complejidad que se encuentra en la dimensión de los objetos y en la
dimensión del sentido que subyace a las diferentes descripciones.

146
De manera sintética, Heidegger expresa magistralmente la postura de Kant:
“Ahora bien, en la afección por medio de nuestros sentidos siempre nos es
dada una multiplicidad de representaciones. A fin de que la «confusión»
dada, el flujo de esa multiplicidad, se detenga por fin en su estar y así
pueda mostrarse un objeto, esto es, algo que esté enfrente, lo múltiple tiene
que ser necesariamente ordenado, esto es, vinculado. Pero esta vinculación
nunca puede proceder de los sentidos. Según Kant, todo vincular procede
de aquella fuerza de representación que se llama entendimiento. Su rasgo
fundamental es el poner en cuanto síntesis. La posición tiene el carácter
de la proposición, esto es, del juicio, por medio del cual algo es propuesto
como algo, es decir, un predicado es atribuido a un sujeto por medio del
«es»”. Hitos, 458, p. 371.

211
Heidegger destaca que, en la medida en que Kant da prioridad a la
relación sujeto-objeto (la posición absoluta), la cópula de la relación
lógica sujeto-predicado siempre tendrá un carácter temporal. Es decir,
todo conocimiento empírico involucra un contexto temporal y espacial
(es imposible eliminar la cosignificación del tiempo), por lo cual es im-
posible aquello que se propusieron Leibniz y Hegel, a saber: transitar
del S es P a S = P; esto es, transformar toda verdad en una relación
analítica, la cual trasciende el tiempo. Precisamente, Heidegger sostie-
ne que la gran aportación de la crítica kantiana consiste en admitir que
el carácter limitado del conocimiento implica, de manera necesaria, la
transformación de la noción del ser imperante en la metafísica tradicio-
nal. Sin embargo, al mismo tiempo, afirma que Kant no logró superar
plenamente la metafísica sustancialista, lo cual se percibe, entre otros
temas, en su teoría de la conciencia: en el concepto de yo nouménico.
Por eso, el objetivo de sus reflexiones filosóficas es ser consecuente con
la exigencia de transformación de la comprensión del ser.
El primer paso de la estrategia argumentativa de Heidegger consiste
en analizar la relación entre ser y tiempo. Aunque desde el inicio de la
tradición metafísica se plantea la importancia de dicha relación, lo que
predomina es, como hemos señalado, considerar el ser como lo que per-
manece presente, es decir, lo constante, aquello que si bien se manifiesta
en el tiempo, lo trasciende. Por eso habla de una primacía de lo presente.
Su propuesta consiste en destacar que no solo el ser se manifiesta en
el tiempo, sino que entre ellos existe una semejanza estructural. Ser y
tiempo no son entes que se hacen presentes; ser y tiempo se dan. “No
decimos: el ser es, el tiempo es, sino: se da [es gibt] el ser y se da el
tiempo”.147 El ser, al igual que el tiempo, remite a la relación entre el
sujeto (yo) y el objeto, en la cual el primer término establece lo cons-

147
Tiempo y ser, p. 31. Se debe tener en cuenta que al decir “se da el ser”, “se
da el tiempo”, no se trata de enunciados sobre el ente.

212
tante, como una convención, para abrir (hacer visible) el mundo en su
devenir.148 Por eso, sostiene que el ser es en relación con el ente aquello
que lo muestra, lo hace visible, sin mostrarse a sí mismo.
En Ser y tiempo (1997 [Tiempo y ser, 2000]), Heidegger describe
la experiencia, a través de una fenomenología hermenéutica, y supri-
me todo residuo de la noción ontológica de sustancia. El no recurrir al
concepto ser humano, sino utilizar el término Dasein (ser-ahí) expresa,
precisamente, la pretensión de suprimir toda visión esencialista, propia
de las antropologías filosóficas tradicionales. En el mismo sentido, ca-
racterizar a este peculiar ente que somos nosotros como un ser para la
muerte, indica que la experiencia no permite justificar la presencia de
algo constante o permanente en él. Paradójicamente, aunque Heidegger
despreciaba el idioma castellano como instrumento de la reflexión filo-
sófica, podemos expresar de manera concisa y clara su tesis central: el
ser del Dasein es un estar.149

148
Recordemos que para Heidegger la verdad, entendida como la adecuación
entre lo que se dice y lo que acaece, presupone que los entes han sido
abiertos (descubiertos, iluminados) por el sentido inherente al lenguaje:
“Que el enunciado sea verdadero significa que descubre al ente en sí
mismo. Enuncia, muestra, “hace ver” [...] al ente en su estar al descubier-
to. El ser-verdadero (verdad) del enunciado debe entenderse como un
ser-descubridor”. Ser y tiempo, Chile, Editorial Universitaria, 1997, § 44,
218. De hecho, en el mismo parágrafo se sostiene: “‘Hay’ verdad sólo en
cuanto y mientras el Dasein es”, § 44, 226. Esto nos conduce a pensar que
Heidegger sitúa el ser en la condición trascendental del sentido (signifi-
cado lingüístico), la cual se encuentra en la unidad lógica implícita en el
principio de identidad. Desgraciadamente, a Heidegger no le gusta ser cla-
ro respecto a esto y, en los textos que conozco, no se pronuncia de manera
explícita. Por tanto, queda abierto a la discusión, aunque, por lo menos,
hemos logrado situarla en el tema del lenguaje.
149
De hecho, tengo la impresión de que podemos generalizar en este punto, en
la medida en que Heidegger resalta el vínculo entre ser y tiempo, y asume la
presencia de la contingencia en este último, se puede decir “ser es un estar”.

213
Así como las categorías son las determinaciones (predicados genera-
les) de los entes en general, Heidegger propone el término existenciarios
para hablar de las determinaciones del Dasein. El primer existenciario
es la estructura ser(estar)-en-el-mundo, y este, en su sentido ontológico,
no es la suma de todas las cosas, como se entiende, comúnmente, en el
lenguaje cotidiano; ni tampoco, como lo entiende Descartes: el ámbito
de la res extensa, diferenciado de la res cogitans. En términos ontológi-
cos el mundo es una totalidad significativa, es decir, se trata de un orden
creado y mantenido por la significatividad (Bedeutsamkeit); como diría,
más o menos, Wittgenstein: los límites del mundo son determinados por
los límites del lenguaje. Evidentemente, aquí se entiende el lenguaje
como una estructura holística, no como una simple suma de nomina-
ciones, en la cual la significatividad no es algo subjetivo, ideal, sino
un fenómeno ligado con las prácticas colectivas. Los objetos que nos
aparecen en el mundo son captados a través de un significado, el cual
abre o descubre su ser.

Por ejemplo, si en el trabajo del campo el viento del sur “vale” como
signo de lluvia, este “valer” o “valor inherente” a esa cosa, no es un
añadido a algo que ya en sí mismo estuviera ahí: a la corriente de
aire, en una determinada dirección geográfica. El viento del sur no
está jamás primeramente ahí como ese mero suceso meteorológica-
mente accesible, que luego asumirá eventualmente la función de un
presagio. En realidad es la circunspección que el trabajo del campo
lleva consigo la que descubre por primera vez el viento sur en su ser,
en la medida en que lo toma en cuenta.150

Carl Schmitt, amigo de Heidegger, decía, más o menos, que algo


vale porque alguien lo hace valer. Por tanto, y después de lo analizado

150
Ser y tiempo, § 17, 80-81.

214
hasta aquí, podemos afirmar que algo tiene un sentido porque alguien se
lo da. Para evitar las confusiones en las cuales se enredó Schmitt, habría
que aclarar que valor y sentido de los objetos no remiten a una decisión
individual, sino a una práctica colectiva. En todo caso, aquello que le
interesa destacar a Heidegger es que los objetos aparecen en el mundo
siempre en relación con el Dasein, sea en la relación práctica (Zuhan-
densein / ser a la mano), sea en la teórica (Vorhandensein / ser ante los
ojos). A pesar de que Heidegger critica la visión instrumentalista que
adquiere una amplia hegemonía en la Modernidad, en su texto pone
especial atención, al igual que Hegel, en los objetos que se presentan
como utensilios (Zeug), pues en ellos se hace patente la unión de lo sub-
jetivo y lo objetivo como la relación primaria, básica, de la experiencia.
Por otra parte, al relacionarse con los objetos, en tanto poseen un
significado, cada Dasein establece siempre una relación con los otros,
la cual se halla mediada por el lenguaje. “En virtud de este estar-en-el-
mundo determinado por el “con” [mit], el mundo es desde siempre el
que yo comparto con los otros. El mundo del Dasein es un mundo en
común [Mitwelt]. El estar-en es un coestar con los otros. El ser-en-sí
intramundano de éstos es la coexistencia [Mitdasein]”.151
La relación con los otros se establece a través de un proceso de comu-
nicación que crea y mantiene la unidad social, la unidad del mundo:

La comunicación [Mitteilung] no es nunca un transporte de viven-


cias, por ejemplo de opiniones y deseos, desde el interior de un su-
jeto al interior del otro. La coexistencia ya está esencialmente reve-
lada en la disposición afectiva común y en el comprender común. El
coestar es compartido “explícitamente” en el discurso, es decir, él
ya es previamente, aunque sin ser todavía compartido, por no haber
sido asumido ni apropiado.
Todo discurso sobre…, que comunica algo mediante lo dicho en
151
Ibid., § 26, 118.

215
el discurso, tiene, a la vez, el carácter del expresarse [Sichausspre-
chen]. En el discurrir, el Dasein se expresa, no porque primeramente
estuviera encapsulado como algo “interior”, opuesto a un fuera, sino
porque, como estar-en-el-mundo, comprendiendo, ya está “fuera”.152

La idea de comunicación que se insinúa en este texto implica una


transformación tanto de la noción de lenguaje como de la noción de co-
municación tradicionales. Para ver esto, recordemos lo que nos decían
Hobbes y Locke: el individuo tiene ideas (vivencias internas), las cuales
traduce al lenguaje para poder comunicarlas a los otros. Con esto, la
conciencia es caracterizada como un misterioso ámbito interno, dado
con independencia del mundo social. Lo curioso es que si bien estos au-
tores se oponen expresamente al dualismo cartesiano, en cierta manera
conservan su esquema cuando describen el proceso comunicativo. En
contraste, lo que se plantea ahora es que las vivencias llamadas internas
siempre están mediadas por el lenguaje mundano; es decir, la conciencia
no es algo que estuviera encapsulada como algo interior; por el contra-
rio, la conciencia está en el mundo y la comunicación entre los indivi-
duos es posible porque comparten ese mundo. Un ejemplo muy simple:
si yo digo “2, 4, 6, 8”, y le pido a alguien que continúe la serie y lo hace
de manera correcta, no se debe a que por una peculiar empatía percibie-
ra mi interior; se debe a que compartimos la regla de los números pares
que nos enseñan en la primaria.
La idea heideggeriana del mundo, y de la comunicación implícita
en él, tendrá una importante influencia en la fenomenología de Edmund
Husserl, la cual se expresa en el concepto mundo de la vida (Leben-
swelt), el cual se refiere a esa saber implícito y compartido que hace po-
sible el proceso comunicativo. Menciono esto porque Husserl introduce
esta categoría como una crítica a Kant y, con esto, hace una atractiva

152
Ibid., § 34, 162.

216
sugerencia, que consiste en interpretar la noción trascendental en térmi-
nos del mundo de la vida, es decir, desde una perspectiva intersubjetiva.

Si, por el contrario, Kant también hace uso en su planteamiento y


en su método regresivo del mundo previamente dado, pero a este
respecto construye una subjetividad trascendental por medio de cu-
yas ocultas funciones trascendentales es conformado el mundo de la
experiencia según una necesidad inquebrantable, entonces cae en la
dificultad de que una peculiar particularidad del alma humana (ella
misma perteneciente al mundo y, en esta medida, co-presupuesta)
tiene que consumar, y ha consumado, la realización de una modela-
ción configuradora de todo este mundo. Pero tan pronto como dis-
tinguimos esta subjetividad trascendental del alma, caemos en una
incomprensible construcción mítica.153

Me parece que la aguda observación de Husserl apunta de manera


correcta a la fuente de las dificultades y la oscuridad que rodean a la
noción del yo trascendental: ¡esa construcción mítica! De hecho, creo
que el problema, que se destaca en esta crítica, ya había sido percibido
por Hegel; sin embargo, este último llevó esas dificultades y esa oscu-
ridad a otro nivel al caracterizar al espíritu como algo muy próximo a
lo que podemos calificar como una macroconciencia (la sustancia como
sujeto). Desde esta perspectiva se puede afirmar que tanto la noción de
mundo en Heidegger como la de mundo de la vida en Husserl represen-
tan propuestas para despojar al concepto hegeliano de espíritu de la me-
tafísica sustancialista que le subyace y, con ella, de su teleología, ambas

153
Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología
trascendental, Barcelona, Crítica, 1991, § 31, p. 123. De hecho me permito
sugerir la lectura, por lo menos, del tercer apartado de este texto. Cabe seña-
lar que Jürgen Habermas ha recuperado dicha perspectiva para desarrollar su
interpretación, en términos de intersubjetividad de la filosofía kantiana, en su
Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Editorial Trotta, 2010.

217
deudoras, a su vez, del presupuesto teológico. El éxito de este proyecto
necesita, ante todo, hacer a un lado la descripción de la conciencia como
ámbito interno, diferenciado y enfrentado al ámbito externo del mundo.
En relación a esto último, me parece más radical el sendero que sigue
Heidegger. Para apoyar dicha creencia, pero sin entrar a esta amplia
polémica, cito a Hans Blumenberg:

El rótulo “mundo de la vida” define también muy tardíamente un


programa para desprenderse del cartesianismo, para intentar definir
el mundo de la vida como un contexto del sujeto propio y de otros
sujetos, así como de horizontes de experiencia compartidos. Las di-
ficultades que se le acumulaban aquí a Husserl no serían resueltas
por Heidegger, pero sí liquidadas de un plumazo, al definir el Dasein
(el Dasein del ser humano) como el estar-en-el-mundo, y éste como
el fondo constante de un único a priori homogéneo, que no sólo está
presente en cada percepción y en cada acción.154

El Dasein no está en el mundo en un sentido meramente espacial,


como cuando se afirma que la cajetilla de cigarros está en el cajón. En
este contexto es mejor traducir el existenciario básico como ser-en-el-
mundo, pues aquí no se habla de la ausencia de algo constante, sino de
que el mundo es el elemento constitutivo del Dasein. Desde esta pers-
pectiva, la conciencia no es la variable independiente en la cual pode-
mos sustentar la argumentación; por el contrario, se trata de una variable
que exige la explicación de su constitución desde el mundo. El punto de
partida de esa explicación se encuentra en el lenguaje, como instancia
que permite dar cuenta de la formación de la conciencia individual, al
crear la frontera entre lo que tradicionalmente se llama el ámbito

154
Hans Blumenberg, Teoría del mundo de la vida, Buenos Aires, fce, 2013,
p. 129.

218
externo (el mundo de los objetos) y el ámbito interno (el mundo pro-
pio). El carácter artificial de esa frontera indica que el Dasein no tiene
que salir de una supuesta esfera interna, en la que estaría primeramente
encerrado, para después acercarse al mundo, sino que siempre está afue-
ra, como parte de este último. El modo primario de ser del Dasein es la
apertura al mundo, mediada por la significatividad.
Husserl retomó el concepto de intencionalidad, usado por Brentano,
para describir la conciencia a partir de aquella. Según Heidegger, dicha
noción permanece prisionera de la concepción en la cual se le otorga una
prioridad a la relación teórica, propia del observador, lo cual crea la ilu-
sión de ese ámbito interno desligado del mundo. Por eso propone el con-
cepto die Sorge (cura, cuidado, preocupación) para caracterizar al vínculo
entre la conciencia y el mundo, ya que, en el alemán cotidiano, dicho con-
cepto aparece asociado normalmente a la relación práctica con el mundo,
a la postura del participante; es decir, recupera la tesis de la prioridad del
uso práctico de la razón, expuesta por Kant. La aportación de Heidegger
consiste en resaltar que eso presupone asumir que la adecuada descrip-
ción del lenguaje, y de la significatividad asociada a él, requiere situarla
siempre en su contexto práctico, es decir, en su uso; también asume que
la comprensión no es un método filosófico, reducido a la interpretación
de textos, sino es, ante todo, la manera de estar en el mundo del Dasein.
El asombro, que propicia asumir la posición del observador, es resultado
de algún problema que surge en esa comprensión primaria o cotidiana.
Recordemos el ejemplo del automóvil que no arranca.
En la filosofía de Heidegger el punto de partida de su reflexión se
desplaza de la conciencia al lenguaje, porque ello representa el requisito
indispensable para comprender la forma en que se estructura el mundo
y, con este, la propia conciencia. Desgraciadamente, aunque en su filo-
sofía se encuentran numerosas observaciones sugerentes, así como her-
mosas metáforas, no se puede decir que ofrezca un desarrollo amplio de
la teoría del lenguaje, en la cual se pueda sustentar de manera más sólida

219
su posición. Para esto, tenemos que recurrir al desarrollo de la filosofía
del lenguaje, especialmente a los representantes de lo que se ha llamado
el giro pragmático: Wittgenstein, Austin, Searle y Ryle, entre otros.
El animal metafísico

Para avanzar, y por ponerlo en pocas palabras: la ne-


cesidad de la razón no está guiada por la búsqueda de
la verdad, sino por la búsqueda del significado. Y ver-
dad y significado no son una misma cosa. La falacia
básica, que prima sobre las otras falacias metafísicas,
consiste en interpretar el significado según el modelo
de verdad.
Hannah Arendt

Es conocido que Aristóteles inicia su Metafísica con la siguiente afir-


mación: Todos los seres humanos por naturaleza desean saber. Cuando
nos adentramos en la lectura de esta obra, advertimos también que se
reconocen diferentes tipos de saber (sensación, memoria, experiencia
y arte); sin embargo, lo que Aristóteles pretende demostrar es que la
sabiduría suprema consiste en el conocimiento de las causas y los prin-
cipios. Si tomamos en cuenta esto, y lo contrastamos con el comporta-
miento de los seres humanos, resulta problemático aceptar la tesis aris-
totélica. De hecho, en el famoso mito de la caverna, Platón describe una
situación completamente diferente, ya que liga la búsqueda del saber
con la coacción:

Indudablemente, cuando alguno de ellos quedase desligado y se le


obligara a levantarse súbitamente, a torcer el cuello y caminar y
a dirigir la mirada hacia la luz, haría todo esto con dolor, y con el
centelleo de la luz se vería imposibilitado de distinguir los objetos
cuyas sombras percibía con anterioridad […]. Supón además que al
presentarle a cada uno de los transeúntes, le obligasen a decir lo que
es cada uno de ellos […].

221
—Y si, por añadidura, se le forzase a mirar a la luz misma […].
—Y si ahora le llevasen a la fuerza por la áspera y escarpada su-
bida y no le dejasen de la mano hasta enfrentarle con la luz del sol.155

Sin duda, a primera vista, parece que la descripción de Platón es más


realista. A pesar de esto, se podría aducir que la desavenencia entre estos
dos grandes de la filosofía es mera apariencia, ya que el planteamiento aris-
totélico consiste en destacar que los seres humanos tienen potencialmente
la capacidad de buscar el saber, sin adentrase al análisis de las circuns-
tancias particulares que motivan la actualización de esa tendencia. Quizá
esto es cierto; sin embargo, el contraste entre estas dos descripciones da
para deliberar. A fin de responder a esto, acudiremos a una tesis que com-
parten ambos filósofos: me refiero a la idea de que el asombro representa
el motivo inmediato de la reflexión filosófica. Aunque el asombro puede
estar asociado a una vivencia placentera, es mucho más frecuente que se
encuentre ligado al dolor de la experiencia de los males. El sufrimiento y la
muerte parecen constituir las dos fuentes principales del asombro.156
Independientemente del color que imprimen los sentimientos al
asombro, en todos los casos se trata de la experiencia de algo que tras-
ciende o que rompe nuestros esquemas conceptuales; es decir, nos en-
frentamos a un fenómeno que carece de sentido y, por tanto, que no era
esperado. Con esto, en diferentes grados, se cuestiona la concepción del
mundo en que habitamos. A través de los huecos del vacío, que abre el
asombro, nos topamos con eso que Blumenberg denomina el absolutis-
mo de la realidad,157 esto es, una realidad que se manifiesta amenazante,
peligrosa, contingente, compleja y, sobre todo, indiferente y ajena por

155
Platón, La República, Madrid, Aguilar, 1968, vii, 515a-517a.
156
Acerca de estas cuestiones se puede consultar “Sobre la necesidad metafísica
del ser humano”, de Arthur Schopenhauer, en los Complementos de El mundo
como voluntad y representación, vol. 2, Madrid, Editorial Trotta, 2005.
157
Véase Paradigmas.

222
completo a nuestros deseos y aspiraciones, sin ignorar que nuestras vi-
das, además, se encuentran sometidas a fuerzas que trascienden, por
mucho, nuestro control; aquello que la noción de destino de la tragedia
griega expresa magistralmente.
En el mito de Prometeo y Epimeteo, que Platón narra en el Protágoras,
se describe al ser humano como una criatura desarmada, en términos bioló-
gicos (un mono desnudo), frente a esa terrible realidad, cuya sobrevivencia
depende, en principio, de aquel atributo que el hermano mayor roba a los
dioses para otorgárselo a ese ser desvalido: el saber técnico. Si bien las ru-
dimentarias herramientas representan la manifestación inicial de ese saber,
el primer instrumento poderoso, a tal grado de ser capaz de transformar
esa inhóspita realidad en un mundo habitable, es el mito. Se trata de una
máquina extraordinariamente refinada que da sentido a cualquier fenómeno
mediante los actos de nominar, narrar y clasificar con base en un sistema
de analogías. Los individuos que habitan en el mito logran mantener cierta
distancia del absolutismo de la realidad y, con esto, logran protegerse de la
inseguridad que genera la experiencia del asombro.
Blumenberg critica la tradicional explicación del origen de la fi-
losofía como el tránsito del mito al logos porque el mito es ya un
producto del logos (“la línea fronteriza entre el mito y el logos es
imaginaria […]. El mito es una muestra del trabajo, de muchos quila-
tes, del logos”158). El proceso cultural que conduce del mito a la filo-
sofía y, posteriormente, a la ciencia es mucho más complejo, en tanto
existe en él ruptura pero también continuidad. Sin pretender ahora la
reconstrucción de ese proceso en toda su amplitud, podemos destacar
que desde su inicio la filosofía no rechaza la función central del mito:
crear una significatividad que permita transformar el absolutismo de
la realidad en un mundo habitable. Lo que cambia es la forma con la
cual se busca cumplir dicha función.

158
Ibid., pp. 19 y 20.

223
Para la filosofía ya no basta crear una narrativa que ofrezca cierta se-
guridad frente a los avatares de una realidad indiferente, sino es necesario
sustentar las creencias en esa misma realidad; es decir, a las narraciones
producidas por el pensamiento se les agrega una pretensión de verdad
(conocimiento). Cuando Tales de Mileto sostiene que el principio (arché)
es el agua, lo importante no es el contenido de su creencia, sino su intento
de sustentarla en la observación respecto a que ese elemento líquido al
enfriarse se convierte en algo sólido y al calentarse adquiere un estado
gaseoso. No dudo que la ingenua aspiración del filósofo era hacer compa-
tibles la seguridad que ofrecen las narraciones míticas con la búsqueda del
conocimiento y, con este, impulsar el desarrollo técnico. Recordemos que
Tales, al predecir una sequía, se pudo enriquecer al comprar y almacenar
la cosecha de aceitunas. Sin embargo, a pesar de su éxito, he calificado de
ingenua esa aspiración, pues subestima el peligro que representa la poten-
cia del absolutismo de la realidad para nuestras construcciones simbóli-
cas, sean míticas o filosóficas. La risa de la muchacha tracia, al ver caer a
Tales, resulta muy significativa desde este punto de vista.
¿Por qué se da este cambio de método? No puedo dar una respuesta
precisa a esta interrogante. Sin duda el deseo de alcanzar mediante el co-
nocimiento un desarrollo técnico es un factor del tránsito del mito a la fi-
losofía: aunque no perdamos de vista que en una sociedad esclavista dicho
deseo no genera una gran fuerza social; por el contrario, en ella la exigencia
de seguridad, que ofrecen los mitos, tiene una marcada prioridad. No es
extraño que los atenienses condenaran a Sócrates por atreverse a dudar de
la sabiduría de Homero y Hesíodo. Me parece que la respuesta a la pregunta
que hemos hecho debemos buscarla en una crisis cultural, propiciada por
diversas causas, la cual tiene como efecto el que las narraciones míticas
perdieran su capacidad de cumplir su función de manera adecuada.159
159
Considero que la evolución de la tragedia clásica es una expresión de esa
crisis. Mientras las grandes narraciones épicas se sustentan en la creencia
en un orden, en el caso de la tragedia lo que se expone es la fragilidad de

224
Si entendemos saber en un sentido amplio, es decir, como creación
de un orden simbólico que permita a los seres humanos orientarse tanto
en la acción como en la reflexión, entonces Aristóteles estaría en lo cier-
to, pues estaríamos hablando de una tendencia espontánea de la razón
que responde a la fuerte exigencia de seguridad. Pero si le damos a la
noción de saber el sentido restringido de búsqueda de la verdad, enton-
ces la descripción platónica es más acertada. Si bien la creación de sen-
tido es una condición necesaria de la búsqueda de la verdad, esta última
implica, además, distanciarse de ese afán de seguridad para abrirse a la
complejidad de la realidad y, por tanto, para estar dispuesto a cuestio-
nar la significatividad que hemos construido como mediación con los
hechos. El propio Platón nos ofrece un ejemplo sublime de esta tensión
entre saber y conocer (en términos kantianos entre pensar y conocer),
ya que durante gran parte de su vida se dedicó a construir su teoría de
las ideas; sin embargo, en sus últimos diálogos, el amor a la verdad lo
lleva a cuestionarla. Pocos filósofos y pensadores se han aproximado a
tal grado de honestidad intelectual.
A diferencia de las narraciones míticas, religiosas e ideológicas, la
metafísica se propone superar esa tensión entre saber (pensar) y cono-
cer. La estrategia dominante ha sido alterar el orden que hemos descrito,
es decir, anteponer la verdad al saber o, para ser más precisos, si utili-
zamos los términos de Hannah Arendt, interpretar el significado según
el modelo de verdad. Dicha estrategia se sustenta en una comprensión
simplista del lenguaje, según la cual solo es significativo aquello que
es susceptible de ser verdadero o falso, lo que prioriza la dimensión

ese orden dentro de un contexto caótico. Para adentrarse a este tema remito
a dos textos básicos. El primero, es la caracterización que ofrece Hegel
de la tragedia a partir del análisis de Antígona, de Sófocles, en el apar-
tado titulado “La acción ética, el saber humano y el divino, la culpa y el
destino” de la Fenomenología. El otro es, por supuesto, El nacimiento de
la tragedia de Friedrich Nietzsche.

225
semántica y relega de manera radical su dimensión pragmática. Aunque
se trata de un presupuesto ostensiblemente falso, su gran fuerza en la
historia del pensamiento puede apreciarse cuando, incluso aquellos que
se declaraban acérrimos enemigos de la metafísica, los positivistas de la
primera mitad del siglo xx lo adoptan en su proyecto para ofrecer una
explicación científica del lenguaje.
Uno de los principales ideales que se deprende de esa estrategia es
acceder a una certeza, a una verdad suprema, de la cual se pueda de-
ducir todo el saber. De ahí también se deriva la exigencia de un saber
sin presupuestos, esto es, sustentado solo en verdades, o bien, dicho de
manera más sofisticada, considerando que es posible demostrar la plena
adecuación entre un sistema de conceptos y la estructura de la realidad
(una lógica que es, al mismo tiempo, ontología). Cuando Hegel pro-
clama a los cuatro vientos “¡el saber absoluto!”, parece oírse, desde la
lejana Tracia, una sonora carcajada. Al proponer la noción de cosa en sí
(lo que generó un fuerte malestar entre los dogmáticos de todo tipo), el
objetivo de Kant fue resaltar que el acceso a la realidad se da siempre a
través de una significatividad creada por el ser humano; con esto asume
que siempre existirá una tensión entre pensar y conocer, a pesar de su re-
lación complementaria. Esto lo manifiesta en su brevísima descripción
de la historia de la metafísica:

Su dominio [el de la metafísica], bajo la administración de los


dogmáticos, empezó siendo despótico. Pero, dado que la legisla-
ción llevaba todavía la huella de la antigua barbarie [el campo de
batalla de estas inacabables disputas metafísicas], tal dominio fue
progresivamente degenerando, a consecuencia de guerras intestinas,
en una completa anarquía; los escépticos, especie de nómadas que
aborrecen todo asentamiento duradero, destruían de vez en cuando
la unión social. Afortunadamente, su número era reducido. Por ello,
no pudieron impedir que los dogmáticos intentaran reconstruir una

226
vez más dicha unión, aunque sin concordar entre sí mismos sobre
ningún proyecto. (A ix)160

La crítica a la metafísica que propone Kant no tiene nada que ver con
rechazarla161 o con declararla irracional; mucho menos con un intento
por sustituirla por la ciencia. Esto último resulta peligroso, pues se corre
el riesgo de disfrazar la metafísica con la ciencia, cosa que ha sucedido
en numerosas ocasiones en la historia de la filosofía y en la vida coti-
diana. Para Kant, la crítica consiste en establecer límites, lo cual exige
adentrarse en el análisis de su objeto con la finalidad de comprender
su sentido. Lo que él encuentra es que las ilusiones metafísicas tienen
sus raíces en la dinámica de la propia razón, por lo cual no es posible
suprimirlas; de hecho, sostiene que los temas de la metafísica no pueden
resultar indiferentes a los seres humanos, en tanto que la ciencia y el
conocimiento en general no pueden ofrecer una respuesta a las grandes
preguntas que se plantea cualquier ser pensante.
El efecto del conocimiento científico es, como destacó Max Weber,
desencantar el mundo y, por tanto, enfrentarnos de nuevo a la experien-
cia del absolutismo de la realidad. De ahí la necesidad de la metafísica,
pero esto no es un asunto de conocimiento, sino, ante todo, se trata de
una cuestión práctica. La esperanza kantiana consiste en que, una vez
establecidos con claridad los límites, no solo puedan coexistir la ciencia
y la metafísica, sino que entre ellas pueda darse cierta interacción para
orientar las acciones de los seres humanos. En la tercera crítica Kant
plantea que si el uso teórico de la razón puede definir los medios más

160
Cito solo un fragmento e invito a leer con cuidado el comienzo del prólogo
a la primera edición de la KrV. Vale la pena destacar la relación que se es-
tablece entre la narración metafísica y la unión social; aquí tenemos mucha
tela para cortar.
161
Solo en una cultura en la que no existe una tradición crítica se puede consi-
derar que esta última consiste en rechazar.

227
adecuados para acceder a un fin dado, el uso práctico es donde la meta-
física tendría su uso legítimo, ya que es el que puede establecer los fines.
El ideal que entraña la mencionada esperanza kantiana resulta, sin
duda, muy atractivo; sin embargo, me parece que encierra una enorme
dosis de ingenuidad. Esto lo vio con cierta claridad Heinrich Heine en
el escrito donde presenta la cultura alemana a los franceses (Sobre la
historia de la religión y la filosofía en Alemania, 2008). En dicho texto,
Heine sostiene que el pequeño hombre de Könisberg contribuyó de ma-
nera decisiva en la muerte de Dios. Esta afirmación resulta, a primera
vista, extraña, porque Kant era un ser humano muy religioso y su obje-
tivo era, como dice el título de su libro, situar la religión dentro de los
límites de la mera razón. Sin embargo, el problema parece residir en que
una metafísica a la que se le despoja de la pretensión de verdad, propia
del conocimiento, pierde gran parte de su eficacia. La que una vez se
autoproclamó la reina de la ciencias es renuente a convertirse en una
simple ciudadana en la república del saber; como el mismo Kant advier-
te cuando cita la Metamorfosis de Ovidio: “Hasta hace poco la mayor de
todas, poderosa entre tantos yernos e hijos, y ahora soy desterrada como
una miserable”. (Nota 1, A IX)
Prueba de esta falta de docilidad de la metafísica, ante los límites
que quiere establecer una razón crítica, se encuentra en los sucesores
de Kant, quienes rechazaron drásticamente aceptar que estamos irre-
mediablemente encerrados en la pequeña isla de la experiencia. El gran
peligro reside en que este asunto no es meramente filosófico, sino ante
todo es un tema práctico, vinculado a nuestra convivencia. La organiza-
ción democrática del poder político exige asumir que nuestros grandes
ideales no se apoyan en una verdad, sino en opiniones (doxa), y que
tienen que existir, por tanto, en competencia con otros ideales distintos
e igualmente valiosos. De acuerdo con la historia reciente del ámbito
público, se hace patente que el imperativo de asumir los límites de la
razón crítica es demasiado exigente para los seres humanos; de ahí el

228
renacimiento de viejas ideologías y el surgimiento de nuevas, las cuales
propician que la competencia se transforme de nuevo en confrontación
violenta. Paradójicamente, si bien el afán de generar una significativi-
dad sólida ha representado un recurso esencial de nuestra superviven-
cia, parece que también la pone en peligro.

1. Razón y metafísica

Para Kant la noción de metafísica tiene varios significados que, si bien


están relacionados, debemos distinguir con claridad. En primer lugar, el
término metafísica se refiere al análisis de las condiciones trascendentales
de la experiencia. “En efecto, la metafísica no es más que el inventario de
todos los conocimientos que poseemos, sistemáticamente ordenados por
la razón pura” (A XX). Lo que se busca resaltar con esta cita es la diferen-
cia entre el conocimiento que se justifica en la experiencia y aquel que se
justifica en la razón pura. Desde este punto de vista, Kant hace metafísica
en la primera parte de la KrV, ya que se trata de establecer la condiciones
universales y necesarias de la experiencia. “En este terreno, nada puede
escapar a nuestra atención, ya que no puede ocultarse a la razón algo que
ésta extrae enteramente de sí misma” (A XX). De acuerdo con esto, es
correcto que Paton calificara su texto sobre la KrV como metafísica de la
experiencia (Kant’s Metaphysic of Experience, 1936).
Esta acepción positiva del término metafísica se encuentra estre-
chamente relacionada con la estrategia argumentativa típica, aunque no
exclusiva, de Kant; me refiero a los argumentos trascendentales.162 En
estos, la primera premisa está constituida por algo (A) que se conside-
162
Sobre la caracterización y problemática de estos argumentos remito a la
excelente antología realizada por Isabel Cabrera: Argumentos trascen-
dentales, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas / Universidad
Nacional Autónoma de México, 1999.

229
ra verdadero (contingente o necesariamente); en la segunda premisa se
sostiene que de no darse cierta condición (C), A no sería posible. De ahí
se concluye la necesidad o carácter a priori de C; su esqueleto lógico es:

P1: A
P2: (- C - ◊ A)
Por tanto,  C

El carácter universal de esa condición se debe a que su justifica-


ción no depende de la experiencia, sino de la manera en que opera la
razón. Por ejemplo, si decimos: “Sin permanencia no podríamos hablar
de cambio”. La presuposición de algo permanente no se justifica en la
experiencia, sino en la manera de operar de la razón. Lo permanente es,
por tanto, un supuesto que en cierta manera trasciende la experiencia;
sin embargo, se encuentra relacionado con esta si se quiere mantener su
uso legítimo. Lo importante es que los argumentos trascendentales, a
pesar de su nombre pomposo, deben tener un carácter modesto, ya que
en ellos se busca analizar las conexiones internas a nuestro esquema
conceptual, nunca entre este último y los hechos del mundo (la cosas en
sí). Por otra parte, su validez depende tanto de la justificación de aquello
que se asume como verdadero como de la relación entre lo que se cree
verdadero y su condición.
Dentro de este primer sentido positivo de metafísica, Kant distingue
entre el aspecto propedéutico o crítico, el cual investiga las condiciones
de la razón pura en sí misma, y la manera en que estas condiciones se
aplican al conocimiento. A su vez, en este último distingue entre el uso
teórico de la razón (más adelante explicaré por qué utiliza el término
especulativo en este punto) y el uso práctico, lo que da lugar a la meta-
física de la naturaleza y a la metafísica de la moral.

230
La primera contiene todos los principios puros de la razón derivados
de simples conceptos (excluyendo, por tanto, las matemáticas) y re-
lativos al conocimiento teórico de todas las cosas; la segunda abarca
los principios que determinan a priori y convierten en necesario el
hacer y el no hacer. (A 841, B 869)

Mientras que en la metafísica de la naturaleza el uso legítimo de la


razón pura exige mantenerse vinculado con la experiencia, esto no su-
cede en la metafísica de la moral. En esta última se trata de establecer,
en primer lugar, su condición de posibilidad, la cual es la libertad. Re-
cordemos que para Kant el término práctico, en contra del uso cotidiano
actual,163 significa todas aquellas actividades humanas que presuponen
la libertad: moral, política y derecho. Lo que está en juego en las prácti-
cas es la constitución de los fines de las acciones humanas, y en ellas no
solo está justificado trascender la experiencia, sino que es su exigencia.
Porque en el uso práctico de la razón no se parte de las intuiciones, sino
de conceptos, para después buscar su realización a través de las accio-
nes. Pensemos en el famoso reino de los fines: aquella organización
social en donde todos sus miembros son reconocidos como medios y al
mismo tiempo como fines en sí mismos (una sociedad libre de domina-
ción). Alguien puede observar que se trata de una utopía; en efecto, lo
es, pero se trata de un fin que permite orientar las acciones en el proceso
de organización de la convivencia social. Aquí los problemas surgen
cuando se cree que hemos llegado a esa situación o que se trata de una
situación que puede ser conquistada de manera definitiva.

163
En la primera introducción, Kant llama la atención sobre la confusión entre
técnica (teoría aplicada) y práctica. El hecho de que en las sociedades mo-
dernas se dé tal confusión, que se considere la técnica como el paradigma
de la práctica, es muy significativo; será uno de los temas centrales de toda
la filosofía alemana a partir de Kant.

231
Regresando al uso teórico de la razón, hemos señalado que Kant
lo califica, en este contexto, como especulativo; esto se debe a que su
objetivo consiste en destacar que la dinámica de la razón tiende, de
manera espontánea, a emplear las categorías más allá de lo ocurrido
en la experiencia, lo que da lugar a la dialéctica trascendental, esto es,
la lógica de la ilusión; aquello por lo cual se considera que es posible
conocer donde no hay nada que conocer. Como se puede apreciar, se
trata del sentido negativo o peyorativo del término metafísica, es decir,
de acceder a un conocimiento que trascienda la experiencia. Es impor-
tante no perder de vista que si bien la metafísica implica un uso ilegí-
timo de las categorías, se refiere a algo inevitable, a una ilusión que no
puede ser eliminada: “La razón humana tiene el destino singular, en
uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones
que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de
la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas
sus facultades”. (A VII)164
Lo que tenemos que analizar es por qué se da esa asociación indisolu-
ble entre razón y metafísica. Kant usa el término razón en una acepción
amplia: para denominar el conjunto de todas las facultades pero también,
en un sentido restringido, para referirse a una de esas facultades (funcio-
nes), la cual se diferencia de la sensibilidad y el entendimiento. Mientras
que la función del entendimiento es sintetizar la multiplicidad de las sen-
saciones en la unidad conceptual a través del juicio, la función de la razón,
en cambio, es unificar los juicios mediante inferencias (uso lógico de la
razón).165 El ejemplo simple que nos ofrece Kant es:

164
Es importante leer los párrafos A VII y A VIII, en los cuales se amplía esta
tesis (con la que inicia el prólogo a la primera edición).
165
Ha de entenderse por inferir aquella función del pensar mediante la cual se
deriva un juicio a partir de otro. Una inferencia en general es, por tanto, la
derivación de un juicio a partir del otro. Véase Lógica, § 41. Las inferen-
cias pueden ser mediatas o inmediatas. Una inferencia inmediata, o del

232
1. Todos los seres humanos son mortales.
2. Todos los sabios son seres humanos.
3. [por tanto] Todos los sabios son mortales.

Las inferencias de la razón o mediatas se encuentran constituidas por


los siguientes elementos: a) Una regla general, que se denomina proposi-
ción (premisa) mayor; b) la proposición (premisa) que subsume un cono-
cimiento bajo la condición de la regla general y que se llama proposición
menor, y c) la proposición que afirma o niega del conocimiento subsumi-
do el predicado de la regla, esto es, la conclusión. La exigencia de unifi-
cación de la razón no cesa; de inmediato buscará otra premisa mayor que
englobe a la anterior, en este caso: 1) Todos los animales son mortales. 2)
Todos los seres humanos son animales. 3) Todos los seres humanos son
mortales. Esto puede continuar: 1) Todos los organismos son mortales, et-
cétera. Kant sostiene que la razón siempre tiende a buscar las condiciones
de todo lo que es condicionado, es decir, busca la condición suprema o lo
incondicionado. Podemos decir que la razón se propone ordenar todos los
conceptos mediante su integración en un sistema; dicho de otra manera, la
razón es por su naturaleza arquitectónica (arte de los sistemas: “Regidos
por la razón, nuestros conocimientos no pueden constituir una rapsodia,
sino que deben formar un sistema” [B 860]).

Ahora bien, si se tiene en cuenta que esta regla se halla, a su vez,


expuesta al mismo esfuerzo de la razón y que, por tanto, hay que
buscar la condición de la condición (por medio de un prosilogismo)
mientras ello sea factible, se comprende que el genuino principio de
la razón general (en su uso lógico) es éste: encontrar lo incondicio-

entendimiento, es la deducción de un juicio a partir de otro sin un juicio


intermedio. Una inferencia mediata, o de la razón, es cuando además del
concepto que contiene en sí un juicio se necesita de otro para deducir un
conocimiento.

233
nado del conocimiento condicionado del entendimiento, aquello con
lo que la unidad de éste queda completada. (B 364)

La pulsión sistematizadora de la razón trasciende el nivel conceptual


para extenderse a todos los niveles del conocimiento. Si acudimos, por
ejemplo, a la historia de la física vemos cómo su desarrollo ha sido
impulsado por el intento de integrar la diversidad de las teorías. Si exis-
te, por un lado, una teoría de la electricidad y, por otro, una teoría del
magnetismo, se busca la teoría que unifique los campos eléctricos y
magnéticos. En la física contemporánea se discute sobre la denominada
teoría del todo, la ecuación maestra o la fórmula de Dios, en la cual se
sinteticen la teoría cuántica y la teoría de la gravedad para crear un mo-
delo que explique satisfactoriamente el comportamiento de la materia a
través de las cuatro fuerzas fundamentales que rigen el universo (grave-
dad, electromagnetismo, nuclear débil y nuclear fuerte).
Pero lo esencial en este punto es no perder de vista que esta exi-
gencia de la razón tiene un carácter lógico y que ello no genera por sí
mismo conocimiento. La razón no se vincula directamente con la expe-
riencia, sino con los conocimientos generados por el entendimiento.
Hegel plantea, acertadamente, la necesidad de trascender las escisio-
nes del entendimiento para llegar a la síntesis de la razón; el problema
aparece cuando se piensa que esa síntesis conceptual es conocimiento,
es decir, que el orden producido por la razón se adecua a un supuesto
orden de la realidad. Por el contrario, el imperativo arquitectónico de la
razón podría entenderse mejor como un refinamiento de la espontánea
búsqueda de sentido, que se manifiesta en las narraciones míticas, la
cual, aunque juega un papel importante en el proceso de conocimiento,
responde más a un deseo de seguridad que a una búsqueda de la verdad.

La razón nunca se refiere directamente a un objeto, sino sólo al en-


tendimiento y, por medio de éste, a su propio uso empírico. La razón

234
no produce, pues, conceptos (de objetos), sino que simplemente los
ordena y les da aquella unidad que pueden tener al ser ampliados al
máximo, es decir, en relación con la totalidad de las series, totalidad
que no constituye el objetivo del entendimiento. (A 643)166

Una vez establecidos los límites de la función lógica de la razón,


Kant se propone localizar los elementos a priori que constituyen la
estructura trascendental de la razón. Para ello se fundamenta en tres
tipos de silogismos (categórico, hipotético y disyuntivo), que corres-
ponden a las tres categorías de relación con las cuales se genera la
síntesis: sustancia, causa y reciprocidad. En la serie ascendente de
las inferencias categóricas se busca un concepto que represente algo
que es siempre sujeto y nunca predicado. En la serie de razonamientos
hipotéticos se busca la causa última, aquella que no es efecto de nada.
Por último, en la serie de silogismos disyuntivos se trata de acceder
a la unidad incondicionada: la totalidad. Si ahora relacionamos lo in-
condicionado (que busca cada serie de estas inferencias ascendentes)
con los ámbitos de la experiencia, llegamos a las ideas de la razón:
alma, mundo y Dios.
La idea del alma es la unidad de la experiencia interna, la idea de mundo
es la unidad de los fenómenos empíricos y la idea de Dios debemos enten-
derla como unidad absoluta y suprema condición de posibilidad de todos
los objetos del pensamiento en general.167 Kant entiende por idea, según él
166
“Si el entendimiento es la facultad de la unidad de los fenómenos mediante
las reglas, la razón es la facultad de la unidad de las reglas del entendi-
miento bajo principios. La razón nunca se refiere, pues, directamente a la
experiencia o a algún objeto, sino al entendimiento, a fin de dar unidad a
priori, mediante conceptos, a los diversos conocimientos de éste. Tal uni-
dad puede llamarse unidad de la razón, y es de índole totalmente distinta
de la que es capaz de producir el entendimiento”. (B 359)
167
Parecería que al plantear la dualidad de las ideas de alma y mundo, Kant
cae de nuevo en el esquema tradicional de la epistemología, esto es, plan-

235
siguiendo a Platón, aquellos conceptos necesarios de la razón, pero que no
corresponden a ningún fenómeno, es decir, que remiten a objetos, por defi-
nición, trascendentes y, por tanto, que no los podemos conocer.

La razón es incapaz de concebir tal unidad de otro modo que dando un


objeto a su idea, pero un objeto que ninguna experiencia puede darnos.
En efecto, ésta no nos ofrece nunca un ejemplo de perfecta unidad siste-
mática. Un ente de razón (ens rationis raciocinatae) de este tipo es una
mera idea y, consiguientemente, no es admitido en términos absolutos
y en sí como algo real, sino sólo como fundamento en sentido proble-
mático (ya que ningún concepto del entendimiento nos permite llegar a
él), con el fin de considerar todas las conexiones de las cosas del mundo
sensible como si se basaran en ese ente de razón. (A 681, B 709)

Aunque las ideas pueden considerarse ficciones, Kant insiste en que se


trata de entidades necesarias de la razón, ya que marcan el punto en el cual
culmina el proceso de conocimiento, entendido como el tránsito de la di-
versidad empírica a la unidad de la razón. Al remitir a la unidad suprema,
hacen posible sistematizar nuestros conocimientos, y con esto adquirir
una misión heurística; es decir, que orientan o regulan la reflexión tanto
en el uso teórico de la razón como en el uso práctico. Esto nos indica que
el desarrollo del conocimiento requiere presuponer la existencia de un
orden; premisa que encierra los dos principios fundamentales: el de iden-
tidad y el de razón suficiente. No se debe perder de vista que es un recurso
heurístico, pero nunca un conocimiento en sí mismo. Hume había dicho
que ese presupuesto era una necesidad psicológica, Kant agrega que se
trata de una exigencia trascendental; sin embargo, admite que las ideas
responden a esa necesidad psicológica, por lo que alejarnos de la ilusión
que producen requiere de una sutil y aguda crítica.

tear la unidad de sujeto y objeto; sin embargo, la idea de Dios nos indica
que esas dos ideas, a su vez, forman parte de una unidad.

236
En efecto, lo que hacen las ideas es relegar o hacer a un lado un dato
básico de la experiencia, a saber: la contingencia. El poner entre paréntesis
la contingencia es un requisito del pensamiento para construir nuestros mo-
delos teóricos, pero si quiere mantenerse en el sendero del conocimiento,
en la búsqueda de la verdad, es indispensable que una vez construidos esos
modelos sean contrastados con la experiencia, ya que es donde reina un
grado de complejidad mayor que en cualquier otro modelo imaginable. El
efecto de esa contrastación empírica será siempre la exigencia de ampliar,
corregir e incluso desechar esos modelos. Se trata de un proceso continuo
que, si bien está orientado por la búsqueda de esa adecuación plena entre el
modelo y la realidad, cuando se piensa que se ha llegado a ella, de inmedia-
to se abandona el sendero de la verdad para responder a otras exigencias.
Abstraer la contingencia satisface el anhelo básico de seguridad de
los seres humanos. La pregunta que se le debe formular a Aristóteles es
la siguiente: ¿qué pesa más en la conducta de los seres humanos, la bús-
queda de la seguridad o de la verdad? La respuesta de Kant es que ambos
deseos son indispensables; se trata de llegar a un equilibrio entre ellos y
de establecer límites claros entre sus dos actividades. El problema de este
bello ideal ilustrado es, como hemos dicho, que al quitar la pretensión de
verdad a las narraciones que buscan ofrecer un sentido sólido, ya no res-
ponden de manera adecuada al deseo de seguridad.168 La tensión entre la
dinámica del pensar y la del conocer parece un dato insuperable que nos
indica que la metafísica y, peor aún, la metafísica disfrazada de conoci-
miento, será un elemento siempre presente en las sociedades.

168
Me parece que Kierkegaard establece un punto fuerte cuando sostiene que
la reconciliación entre fe y razón, a la que aspiran de diferentes maneras
Kant y Hegel, no es nada fácil; de hecho podríamos decir que es imposi-
ble. Pero también asumir la falta de fundamento de la fe, como el filósofo
danés propone, requiere de una fuerza y un refinamiento difíciles de encon-
trar en la experiencia.

237
2. La dialéctica trascendental

Die Botschaft der Dialektik ist ebenso einfach wie


klar: Vom bloβ Gedachten gibt es keine Erkenntnis;
wer das Gegenteil annimmt, erligt einer Illusion, so-
gar einer Fata Morgana: Er glaubt zu erkennen, wo es
nichts zu erkennen gibt.169
Otfried Höffe

Hemos visto que las ideas de la razón juegan un papel importante


en el conocimiento como principios regulativos, que hacen posible
la unidad sistemática de la multiplicidad propia de la experiencia, y
que operan de manera análoga al funcionamiento de los esquemas de
la sensibilidad, pero en este caso el conocimiento no se obtiene de un
objeto, sino de una regla o principio de la unidad sistemática del uso
del entendimiento. Sin embargo, también existe una fuerte tendencia,
impulsada por la propia razón, de transformar ese uso regulativo en
un uso constitutivo, lo que ha dado lugar a las ilusiones dialécticas,
propias de la metafísica dogmática. Kant no se limita a destacar que
cuando el pensamiento trasciende la experiencia no puede haber co-
nocimiento, sino que en el libro segundo de “La dialéctica trascen-
dental”, en “Las inferencias dialécticas de la razón pura”, la parte más
amplia de la KrV, se adentra en el análisis detallado de las falacias en
que cae la razón cuando no reconoce sus límites.
La lectura de esa sección de la KrV resulta muy sugerente porque
puede verse como un manual para introducirse en el examen crítico de
los procesos argumentativos. Kant clasifica los raciocinios dialécticos a
partir de las tres ideas que hemos mencionado. La primera clase son los
169
“El mensaje de la Dialéctica es tan simple como claro: de los meros pen-
samientos no se obtiene conocimento; quien considere lo contrario cae en
una ilusión, incluso en una Fata Morgana: se cree conocer donde no hay
nada que conocer”. La traducción es mía.

238
paralogismos, los cuales se refieren a la idea del alma; la segunda clase
son las antinomias, las cuales conciernen al mundo, entendido como la
totalidad de los objetos, y por último encontramos aquellas inferencias
que se agrupan con la etiqueta el ideal de la razón pura, ya que tratan
de Dios como unidad suprema (la absoluta unidad sintética de todas las
condiciones de posibilidad de las cosas en general).
En el capítulo anterior hemos visto los paralogismos, por lo que bas-
ta con recordar que en ellos se hace patente que si bien la unidad de
la conciencia es una condición trascendental del conocimiento, no se
puede inferir la existencia de una sustancia pensante.

Por medio de este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa no se repre-
senta más que un sujeto trascendental de los pensamientos = x, que
sólo es conocido a través de los pensamientos que constituyen sus
predicados y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por
separado. Por eso nos movemos en un círculo perpetuo en torno a
él, ya que, si queremos enjuiciarlo, nos vemos obligados a servirnos
ya de su representación. (A 346)

Kant entiende por cosmología aquella disciplina que tiene por objeto
el mundo (comprendido como totalidad de los fenómenos). Aunque la
razón exige pensar esa totalidad, los problemas surgen cuando conside-
ramos que es posible acceder al conocimiento de esa unidad suprema
de los objetos. Lo que se busca hacer patente es que cuando se pretende
pasar del uso formal, lógico, al aspecto material del conocer nos vemos
enredados en antinomias; es decir, en argumentos donde encontramos
dos tesis que si bien cada una puede hallar un sustento racional, entre
ellas existe una contradicción (tesis-antítesis), por lo que no es posible
acceder a una conclusión. La antinomia es una especie del género de
las paradojas. Kant menciona cuatro antinomias, divididas, al igual que

239
las categorías, en dos grupos: matemática y dinámica.170 La primera es
denominada antinomia de la cantidad, y sus tesis son:
Tesis: “El mundo tiene un comienzo en el tiempo y, con respecto al
espacio, está igualmente entre límites”.
Antítesis: “El mundo no tiene comienzo, así como tampoco límites
en el espacio. Es infinito tanto respecto del tiempo como del espacio”.
Justificación de la tesis: “Supongamos que el mundo no tenga un
comienzo en el tiempo”. De ello se sigue que para llegar a un momento
cualquiera del tiempo se tendría que haber recorrido un numero infinito
de momentos para llegar a este. Pero infinito significa que no es posible
llegar a una meta o, dicho de otra manera, un número infinito de mo-
mentos no puede ser completado. Por tanto, en la medida en que no es
posible recorrer una infinitud de momentos plenamente, o por completo,
el mundo tiene que tener un comienzo en el tiempo.
Pensemos que el mundo se encuentra constituido por un número in-
finitamente de cosas que existen simultáneamente. En términos lógicos,
toda magnitud es resultado de una síntesis de sus componentes, pero
si estos últimos son infinitos nunca se podría alcanzar esa síntesis por
completo. Por tanto, una magnitud infinita en el espacio no es posible,
lo cual implica que el mundo debe tener límites.
Justificación de la antítesis: Supongamos que el mundo tiene un co-
mienzo, esto entraña que antes de ese comienzo no existía nada. Pero de
la nada, nada puede surgir o, dicho de otra manera, no existiría nada que
pudiera haber determinado el surgimiento del mundo en un momento par-
ticular. Por lo tanto, en términos temporales el mundo tiene que ser infinito.
Supongamos ahora que el mundo es limitado espacialmente. Esto
quiere decir que el mundo estaría rodeado por un espacio vacío ilimitado,
ya que cualquier cosa que existiera en él tendría que ser parte del mundo.
Pero el espacio no es, en contra de lo que creía Newton, algo absoluto que

170
Véase KrV, pp. 394-419.

240
pueda existir sin cosas, ya que presupone la relación de cosas situadas en
diferentes lugares. Entonces, carece de sentido hablar de la relación del
mundo y un supuesto espacio vacío que lo rodea, lo cual nos conduce a
sostener que el mundo no puede ser limitado en el espacio.
El propio Kant advierte que debemos tener cuidado con estos ar-
gumentos, pues, a pesar de que pueden parecer válidos en un primer
acercamiento, cuando los examinamos con más cuidado encontramos
diversos problemas, lo cuales tienen que ver con la confusión entre el
nivel conceptual y el nivel ontológico. Sin embargo, esa confusión di-
ferencia la metafísica dogmática. De hecho, Kant insinúa que cuando
tenemos claridad en las distinciones de esos niveles, las antinomias se
disuelven. En cambio, su crítica se dirige a resaltar que gran parte de los
problemas metafísicos tienen su origen en no discriminar entre pensar
y conocer. Por ejemplo, la razón exige, como hemos apuntado, pensar
en la totalidad, pero esto no permite afirmar que exista y mucho menos
que la conozca. Volveremos sobre este tema cuando abordemos el ideal
de la razón. Por el momento veamos la segunda antinomia: la antinomia
de la cualidad:
Tesis: “Toda sustancia compuesta consta de partes simples y no exis-
te más que lo simple o lo compuesto de lo simple en el mundo”.
Antítesis: “Ninguna cosa compuesta consta de partes simples y no
existe nada simple en el mundo”.
Justificación de la tesis: Supongamos que una cosa no se encuentra
constituida por partes indivisibles. Esto significa que puede ser separada
en sus partes y que cada una de esas partes puede, a su vez, separase en
sus partes (ya que hemos considerado que cada cosa es infinitamente
indivisible). El resultado de este análisis nos conduciría a la nada. Para
que algo posea solidez o, como diría la metafísica tradicional, sea algo
sustancial tiene, por tanto, que estar constituida por partes simples, esto
es, por partes que no sean divisibles (átomos).

241
Justificación de la antítesis: Supongamos que las cosas sí se encuen-
tran constituidas por partes simples, es decir, no divisibles. Sin embar-
go, esas partes simples tendrían que tener una extensión, ya que nada
puede estar constituido por partes inextensas. Pero todo lo que tiene
extensión puede ser dividido y, por tanto, no es realmente simple. En-
tonces, nada está compuesto por cosas simples.171
El problema que subyace a esta segunda antinomia es que en las dos
tesis que la constituyen se pierde de vista que lo divisible es el espacio, el
cual remite a la relación entre el sujeto y el mundo, por los que los crite-
rios de división y, con ellos, los criterios de lo simple dependen de los cri-
terios utilizados. Como se puede apreciar, existe una crítica a la noción de
mónada utilizada por Leibniz y, en general, por toda la tradición atomista,
en la cual se asume que la determinación de lo que es simple proviene de
las cosas en sí mismas (de nuevo la confusión entre lógica y ontología).
La tercera antinomia nos enfrenta a uno de los temas más complejos
de la filosofía:
Tesis: “La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de la
que pueden derivar los fenómenos todos del mundo. Para explicar éstos
no hace falta otra causalidad por libertad”.
Antítesis: “No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mundo se de-
sarrolla exclusivamente según leyes de la naturaleza”.
Justificación de la tesis: Supongamos que solo existe la causalidad,
tal y como se entiende en las ciencias naturales, lo que presupone que a
todo acontecimiento le precede otro del que se deriva necesariamente;
dicho de otra manera, toda causa es, a su vez, efecto de otra causa. Esto
nos conduce a un regreso al infinito sin poder establecer la existencia de

171
Esta antinomia nos remite al capítulo sobre la percepción en la Fenomeno-
logía, en el cual se cuestionan los presupuestos de las ontologías tradi-
cionales. También nos conduce a pensar en las dificultades que enfrenta
el atomismo lógico, las cuales hacen patente que esta teoría filosófica se
encuentra muy lejos de poderse considerar libre de metafísica.

242
una primera causa, lo cual presupone que la cadena causal es siempre
incompleta y con esto que no es suficiente para dar una explicación de
la naturaleza en su totalidad. Por tanto, como numerosos representantes
de la metafísica tradicional, tenemos que postular la existencia de una
primera causa, es decir, una causa que no esté provocada por una prece-
dente. Esa primera causa implica una espontaneidad absoluta, a la cual
Kant denomina libertad trascendental.
Justificación de la antítesis: Asumamos que existe la libertad, tal y
como ha sido definida en la tesis; es decir, una primera causa (absoluta
espontaneidad), pero esta no podría ser explicada ni justificada, pues
se niega el principio de razón suficiente o, como dice Kant, se niega lo
establecido en la segunda analogía (“Todos los cambios tienen lugar de
acuerdo con la ley que enlaza causa y efecto” [A 189]). Como dirá más
tarde Schopenhauer, sería considerar la libertad como un milagro, esto
es, como un absurdo en términos teóricos.
Ante todo quiero insistir en que la presencia de una antinomia hace
patente que detrás existe un mal planteamiento del problema que abor-
damos. En este caso, el error es considerar que la relación entre libertad
y causalidad nos conduce a una alternativa simple: si aceptamos la exis-
tencia de la libertad, tenemos que negar, por lo menos, parcialmente a la
causalidad. Parece que muchos intérpretes no advierten que en esta an-
tinomia se cuestiona radicalmente la noción de libertad como ausencia
de una relación causal. Pensar así la libertad nos conduce a un absurdo
y, por lo tanto, a una polémica bizantina.
Kant plantea que el primer error es situar la libertad en el mismo ám-
bito de la causalidad, cuando en realidad ambas responden a dos usos
distintos de la razón: el práctico y el teórico. Cuando nos colocamos en
la perspectiva del observador, propia del uso teórico, se trata de buscar la
causa de cualquier fenómeno. La pregunta “¿Por qué x?”, propia del uso
teórico de la razón, siempre espera como respuesta la determinación de
una causa. Esto quiere decir que la libertad no se puede probar teórica-

243
mente; en estas discusiones los deterministas siempre tendrán la razón.
Sin embargo, Kant advierte que la libertad es la única idea de la razón que
tiene una base empírica, la cual remite a la relación práctica con el mundo.
En la tranquilidad de su gabinete el doctor Fausto no encontrará nunca la
satisfacción de una prueba de la libertad; para lograrlo tiene que seguir su
traducción de la Biblia y asumir que en el principio es la acción.
De hecho, la libertad es la condición necesaria de la relación prác-
tica; lo indispensable es una descripción (no una prueba) de la libertad
que sea compatible con la causalidad del uso teórico. Para esto se re-
quiere lo siguiente: 1) Desechar por completo la noción de la libertad
como espontaneidad absoluta; negar que la libertad implica negar una
relación causal. 2) No perder de vista que la necesidad de la relación
causa y efecto es introducida, como condición trascendental teórica, por
el entendimiento; es decir, que la necesidad no se infiere de las cosas
mismas. 3) A partir del segundo punto, aceptar que son compatibles
causalidad y libertad en la medida en que hay claridad en los límites
entre uso teórico y uso práctico.
Lo anterior significa que una acción libre no tiene nada que ver con
esa espontaneidad absoluta de la que nos habla la metafísica. Pensar que
solo somos libres cuando nada determina nuestra acción es absurdo; se
trataría de un ser humano que se sitúa en un misterioso ámbito donde ni
la naturaleza ni su cultura influyen en su comportamiento. Los candi-
datos a convertirse en agentes libres serían exclusivamente los ángeles,
de los que se habla en la teología. Pero, de regreso a la pequeña isla de
la experiencia, la única manera de asumir el carácter libre de un agente
es advertir que las determinaciones que confluyen en la voluntad no
son armónicas, sino que existe entre ellas una tensión o contradicción.
Según esto, la libertad no consiste en una espontaneidad absoluta, sino
en adquirir la capacidad de elegir entre determinaciones opuestas. Por
eso, la libertad se localiza en el arbitrio (Willkür), el cual es la mediación
entre la voluntad (Wille / la razón en su uso práctico) y las pasiones.

244
Los seres humanos pueden ser considerados libres en tanto son seres
naturales y culturales, y entre naturaleza y cultura no existe esa armo-
nía. El precio ineludible de la libertad es el conflicto. Esto fue percibido
en el mito cristiano del Génesis, en el cual Eva y Adán son arrojados
del paraíso (el reino situado más allá del bien y del mal) cuando apa-
rece el deber, que entra en contradicción con sus instintos o pulsiones.
Únicamente el ser humano puede pecar porque tiene opciones abiertas
por la normatividad cultural (el ser humano actúa por la representación
de la ley). La ley moral es lo que permite experimentar, en la práctica,
la libertad. Como se puede apreciar, la única manera de comprender la
compatibilidad de la causalidad y la libertad es disolviendo la antinomia
que se presenta en la KrV. Pasemos, por último, a la cuarta antinomia, la
cual nos conecta ya con el ideal de la razón:
Tesis: “Al mundo pertenece algo que, sea en cuanto parte suya, sea
en cuanto causa suya, constituye un ser absolutamente necesario”.
Antítesis: “No existe en ninguna parte un ente absolutamente nece-
sario, ni en el mundo, ni fuera del mundo, como causa de él”.
Justificación de la tesis: Todo en el mundo se encuentra en cambio y
este solo puede ser comprendido si remite a una causa anterior; de esta
manera, llegamos a una cadena causal, en la cual estamos condenados a
un regreso al infinito. En términos lógicos esto sería catastrófico, pues al
no existir un fin, una causa última, no se podría dar una explicación de
ese sistema de relaciones. De ahí la necesidad de postular la existencia
de algo incondicionado, algo que puede existir por sí mismo.
Justificación de la antítesis: Ese supuesto ser absoluto podría estar
fuera del mundo o dentro de él. Si esto último es el caso, dicho ser pue-
de, a su vez, ser parte de él o ser todo el mundo (panteísmo), pero no
puede estar fuera del mundo porque para funcionar como causa tendría
que estar vinculado con él y, por lo tanto, adentrarse a la temporalidad
(primera causa); sin embargo, lo temporal no puede existir fuera del
mundo; tampoco puede estar en el mundo, ya que si fuera parte de él

245
tendría que situarse en el tiempo y en la serie causal. Si se encuentra
fuera del mundo no se explicaría cómo una serie causal contingente se
relaciona con una existencia necesaria.
La cuarta antinomia nos permite percibir con claridad que mientras
la tesis expresa el dogmatismo de una razón que se abandona a la bús-
queda de lo incondicionado, la antítesis expresa las exigencias del em-
pirismo. Según esto, la fuente de las antinomias se encuentra en desligar
sensibilidad y entendimiento, en olvidar que el conocimiento exige la
intervención de esas dos facultades. Si aceptamos esto último, por de-
finición, no podemos ofrecer una prueba de la existencia de Dios, pues
este trasciende la experiencia. Kant agregaría: tampoco su inexistencia.
De hecho, también sostiene que la razón, en tanto su función es buscar
la síntesis de los conceptos del entendimiento, tiene necesariamente que
acceder de manera necesaria a la idea de Dios, a la que denomina, en la
medida en que no contiene ningún elemento empírico, el ideal de la razón
pura o el ideal trascendental (Prototypon transcendentale). El argumento
en el cual sustenta esta tesis resulta, por lo menos, desconcertante. Su
punto de partida es el llamado “principio de la completa determinación”
(A 571, B 599), según el cual a toda cosa le tiene que convenir uno de los
dos posible predicados contradictorios; esto es, cada cosa tiene que ser P
o -P. Después agrega que en cierta clase de predicados uno de ellos tiene
un carácter negativo, en el sentido de que niega todo contenido y solo
puede ser entendido si se comprende el predicado positivo.

Lo opuesto, en cambio, es decir, la negación, indica una mera au-


sencia, y donde sólo ésta es pensada se representa la supresión de
toda cosa.
Ahora bien, nadie puede concebir una negación determinada sin
basarse en la afirmación opuesta. El ciego de nacimiento no puede
hacerse la menor representación de la oscuridad debido a que no tie-
ne ninguna de la luz, como tampoco el salvaje de la pobreza, puesto

246
que desconoce la riqueza. El ignorante no posee un concepto de su
ignorancia por no tener ninguno de la ciencia, etc. Todos los concep-
tos de negaciones son, pues, derivados. (A 575, B 603)

Lo que se quiere decir es que los predicados negativos no tienen


un contenido y, por tanto, una realidad en sí misma, sino que represen-
tan un límite y este, a su vez, presupone, ineludiblemente, lo ilimitado.
Por el contrario, para formar el concepto de una cosa se presupone un
sujeto de predicaciones; sustancia a la cual voy a determinar mediante
sus predicados. La suma de todos los predicados positivos, es decir, la
realidad en su totalidad, remite a una supuesta sustancia que los unifi-
ca. En palabras de Kant: “ponemos como fundamento de la completa
determinación de nuestra razón un sustrato trascendental que sea una
especie de stock capaz de suministrar la materia a todos los predicados
posibles de las cosas” (A 575-A 576). Por los efectos de la metafísica
sustancialista, esa síntesis suprema, es decir, la síntesis de todos los pre-
dicados positivos se hipostasía y, con ello, se transforma en el ente (ser)
originario. El concepto de semejante ser es el de Dios, concebido en
sentido trascendental.
Kant concluye que el ideal de la razón pura es una necesidad del
pensamiento, pero que eso no garantiza la posibilidad de conocerlo,
pues como ideal trasciende toda experiencia posible. Antes de iniciar
el análisis de las posibles pruebas de la existencia de Dios, nos advierte
que ninguna de estas puede ser válida. De las cinco vías tradicionales,
en la KrV se reconocen solo tres: el argumento ontológico, el argumento
cosmológico y el argumento físico-teleológico. El argumento básico es
el primero, ya que en este se encuentra en juego, precisamente, el paso
del nivel conceptual a la realidad o existencia de algo.
Si el concepto de Dios lo caracteriza como el ser perfecto, esto es,
como la síntesis de todos los predicados positivos, entonces entre ellos
se encuentra la existencia y, por tanto, se cree poder concluir que la

247
existencia de ese ser supremo es necesaria. Este argumento impresionó
a muchos filósofos, entre ellos a Hegel, quien a pesar de conocer las
críticas rotundas a esta vía, insiste en su validez, pero sin ofrecer una
respuesta convincente. El efecto que ha tenido dicho argumento entre
tantos pensadores se debe, en gran parte, a que se sustenta en premisas
analíticas. Sobre esto Kant destaca que, en efecto, negar un juicio ana-
lítico conduce a una contradicción; si existiese Dios tendría que ser un
ente perfecto, pues este es su predicado esencial, aquel que lo define.
Sin embargo, de inmediato agrega que los juicios existenciales (S es)
no pueden ser analíticos; es decir, en todos los casos son sintéticos y,
como tales, su negación no encierra ninguna contradicción. La exis-
tencia no es propiamente un predicado real, un predicado que añade
alguna propiedad al sujeto. De un enunciado S es P (Dios es perfecto)
nunca se puede pasar a un enunciado S es (Dios existe). “Ahora bien,
la necesidad absoluta de los juicios no es una necesidad absoluta de las
cosas” (A 593):

«Dios es omnipotente» constituye un juicio necesario. No podemos


suprimir la omnipotencia si ponemos una divinidad, es decir, un ser
infinito, ya que el concepto de lo uno es idéntico al de lo otro. Pero
si decimos que Dios no existe no se da omnipotencia ni ninguno
de sus predicados restantes, ya que todos han quedado eliminados
juntamente con el sujeto, por lo cual no aparece en este pensamiento
contradicción ninguna. (A 595)172

172
“Cualquier cosa puede servir de predicado lógico. Incluso el sujeto puede
predicarse de sí mismo, ya que la lógica hace abstracción de todo conte-
nido. Pero la determinación es un predicado que se añade al concepto de
sujeto y lo amplía. No debe, por tanto, estar contenido en él […]. Eviden-
temente, «ser» no es un predicado real, es decir, el concepto de algo que
pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simplemente la posición de una
cosa o de ciertas determinaciones en sí”. (A 598)

248
Una vez establecida la imposibilidad de probar conceptualmente la
existencia de algo, todas las otras vías de la teología racional pierden su po-
tencial. La llamada prueba cosmológica se presenta de la siguiente forma:
1) Si algo existe, tiene que existir también un ser absolutamente necesario.
2) Existo, al menos, yo. 3) Por tanto, existe un ser absolutamente necesario.
Este argumento se encuentra vinculado con la cuarta antinomia, en la que
se establece, por una parte, que todo lo que sucede es causado por algo que
lo precede, lo cual nos conduce a una cadena de condiciones que tiene que
culminar, para evitar el regreso al infinito, en una última causa necesaria.
Sin duda el principio de razón suficiente es un elemento necesario para la
construcción del orden empírico, pero esto es una necesidad de la razón, por
eso, no se puede utilizar para probar la existencia de un ser supremo. Cada
uno de los entes del mundo y el mundo en su totalidad pueden ser contin-
gentes, y esto no encierra contradicción.

Con el fin de facilitar a la razón la unidad de los fundamentos ex-


plicativos que ella busca, podemos ciertamente suponer como causa
de todos los efectos posibles la existencia de un ser de suficiencia
suprema. Pero el permitirnos la libertad de decir que ese ser existe
necesariamente deja de ser la modesta afirmación de una hipótesis
legítima para convertirse en la osada arrogancia de una certeza apo-
díctica. (A 612)

La categoría de causalidad solo tiene aplicación legítima en el ám-


bito de la experiencia, lo cual tampoco debe perderse de vista en el
llamado argumento físico-teleológico (A 591, B 619). Según este, en
el mundo se encuentran indicios en todas partes de un orden según un
propósito determinado. Ese orden es ajeno a las cosas en sí mismas, por
lo que debe existir una causa sublime y sabia que ha de ser la causa del
mundo. La unidad de esta causa puede inferirse con certeza a partir de
la unidad de la relación recíproca existente entre las partes del mundo.

249
Quizá esta es la prueba más cercana al sentido común o, por lo menos,
fue la más utilizada en la filosofía premoderna. Sin embargo, precisa-
mente uno de los temas centrales de la reflexión filosófica moderna es
hacer patente que ese orden de la experiencia es producto de la actividad
de los sujetos (el mundo como representación). Por ello, de ese orden
empírico no se puede saltar a la existencia de un ser que se sitúa más allá
de ese ámbito. Este argumento traslada, sin ningún apoyo racional, la
teleología de la acción humana a las cosas en sí mismas. Es cierto, como
destaca Hegel, que el trabajo introduce la teleología en el mundo, pero
esto tiene que ver con el ámbito cultural; sin embargo, nada justifica su
generalización.
En resumidas cuentas, para Kant es imposible desarrollar una prueba
exclusivamente conceptual de la existencia de Dios. Confundir el nivel
conceptual con las cosas en sí mismas es la base en que se sustentan los
argumentos de la ilusión dialéctica; es decir, todos aquellos argumentos que
pretenden conducirnos más allá de la experiencia posible. Con esto se rea-
firma la tesis central de la analítica trascendental, a saber: Solo puede haber
conocimiento donde se establece un vínculo entre conceptos e intuiciones.
En otras palabras, la metafísica no puede constituirse como ciencia.
A pesar de eso, a diferencia de las críticas posteriores a la metafísi-
ca, para Kant no implica que esa disciplina carezca de sentido; por el
contrario, subraya que las ideas de la razón tienen un uso regulativo,
lógico, indispensable, porque hacen posible sistematizar y regular el
conocimiento, y auxilian al entendimiento en su búsqueda del conoci-
miento. Lo hemos dicho ya, Kant aspira a una colaboración entre pensar
y conocer, pero esto solo es posible si no se pierden de vista los límites
que hay entre estas actividades, lo cual, en la práctica, es muy difícil de
alcanzar, pues las reflexiones metafísicas tienden, impulsadas por la ra-
zón, a levantar pretensiones de verdad. La finalidad de la argumentación
kantiana no es desechar la metafísica, sino que los seres humanos apren-
dan a utilizarla para orientarse tanto en la teoría, como en la práctica.

250
Ley y libertad. Algunas observaciones sobre la
filosofía práctica de Kant

“Práctico” es todo lo que es posible mediante la li-


bertad.173
Immanuel Kant

Con frecuencia leo o escucho a manera de crítica que la ética kantiana


es formal; es decir, se asume que el supuesto formalismo denota una
deficiencia, lo que le impide explicar de manera adecuada la dimen-
sión moral de las acciones. Ante estas afirmaciones lo primero que
debemos advertir es que la distinción materia y forma, como la mayo-
ría de las distinciones analíticas, puede adquirir diversos significados.
Por eso, el adjetivo formalista, como parte de una argumentación crí-
tica, tiene que acompañarse de la determinación del uso que se le da
en los distintos contextos; de lo contrario, no se está diciendo nada.
De inmediato hay que agregar que, en efecto, la distinción materia y
forma es un recurso que Kant utiliza con mucha frecuencia, como me-
dio para expresar, de manera aparentemente sencilla, una tesis central
de su filosofía, a saber: la experiencia no se puede describir como el
encuentro de dos sustancias distintas, ya que se trata de una relación
dinámica en la cual los extremos de la relación conforman una unidad,
aunque cumplen funciones distintas. La cosa, cuya existencia es inde-
pendiente de la mente, representa el contenido, mientras que la mente
le da forma a ese contenido para convertirlo en objeto de conocimien-
to: la mente no refleja de manera pasiva el mundo, a la manera de un
173
Es curioso que en el mundo moderno, a diferencia del mundo clásico,
aquello que se piensa como primer ejemplo de “práctico” sea la técnica
(teoría aplicada). Esto ha propiciado una gran cantidad de bibliografía en
la tradición filosófica alemana.

251
espejo, sino que asume un papel activo, lo cual puede caracterizarse
como “dar forma”.
Precisamente, el objetivo de la diferenciación materia y forma con-
siste en sustentar un análisis de la actividad de la mente y abstraer el
contenido que se justifica empíricamente; de ahí la noción de razón
pura. Sin embargo, la mente no es una entidad que exista con indepen-
dencia de su contenido. La propuesta de Kant, en contra de una larga
tradición, es desplazar la prioridad desde la noción de sustancia a la de
relación. Por eso, uno de los errores más frecuentes en la interpretación
de su filosofía consiste en sustancializar los extremos de la relación. El
caso paradigmático de dicha ambigüedad se encuentra en la descrip-
ción entre sensibilidad y entendimiento como si fueran cosas distintas,
las cuales tienen que vincularse después de manera externa. Si bien es
cierto que con el uso del término facultad Kant propicia tal confusión,
cuando consideramos la argumentación en su conjunto, se percibe que
esas facultades se refieren a dos funciones distintas dentro de la unidad
empírica. En esa dimensión empírica sensibilidad y entendimiento ope-
ran en conjunto (percibimos el mundo a través del lenguaje), aunque
pueden distinguirse en términos analíticos.
Hegel es uno de los primeros que recurre al término formalista para
cuestionar la filosofía kantiana. En el caso del uso teórico de la razón es
claro cómo utiliza ese término: para Kant las categorías son un producto
de la reflexión, y aunque se trata de elementos indispensables para el
pensamiento y el conocimiento, no denotan una realidad empírica exter-
na a ellas. Se trata de conceptos de segundo orden, los cuales nos sirven
para formar nociones empíricas. De manera implícita, Kant plantea que
no es posible justificar la existencia de una adecuación plena entre la
estructura del lenguaje y la del mundo (para él este es el fundamento de
todo tipo de dogmatismo). A pesar de que es necesaria la categoría de
sustancia, entendida como la unidad constante, para pensar y conocer
una realidad en continuo movimiento, esto no quiere decir que existan

252
las sustancias. En cambio, siguiendo a Leibniz, Hegel sostiene que
Dios, cuya existencia es supuestamente probada por el argumento on-
tológico, es la instancia encargada de garantizar la plena adecuación
entre la estructura de la gramática y el mundo (su lógica es, al mismo
tiempo, ontología). De acuerdo con esto, la sustancia no solo es una
categoría universal y necesaria sino también la realidad por excelen-
cia: ese Dios que, desde la perspectiva humana, se desplaza hacia su
realización (la sustancia como sujeto). Negar la dimensión ontológica
de las categorías es, por tanto, aquello que, desde la perspectiva hege-
liana, hace de Kant un formalista.
En el nivel del uso práctico de la razón la cuestión se complica,
ya que Hegel utiliza el adjetivo formalista en distintas direcciones de
su crítica, lo que hace que adquiera diferentes significados. Me parece
que el más conocido de ellos se refiere a la creencia respecto a que
la primera formulación del imperativo categórico no ofrece un conte-
nido por sí mismo, sino que únicamente establece un procedimiento
para determinar aquellas normas que tienen un sentido racional y, por
tanto, objetivo (universalización). Este aspecto de la crítica hegeliana
ha tenido tanto éxito que incluso algunos autores que simpatizan con la
posición kantiana lo consideran correcto. Por ejemplo, en sus Lecciones
sobre la historia de la filosofía moral,174 John Rawls nos ofrece una de
las mejores interpretaciones.
En contraste con esa línea de interpretación, me propongo hacer pa-
tente que la primera formulación del imperativo categórico es irreductible
a su aspecto procedimental, pues sí posee un contenido moral, el cual de
manera interna define el adecuado funcionamiento de la universalización.
Para alcanzar ese objetivo, considero indispensable tener muy clara la
distinción entre la dimensión pura y la dimensión empírica de la ética

174
Véase John Rawls, Lecciones sobre la historia de la filosofía moral, Bar-
celona, Paidós, 2001.

253
kantiana; diferenciación que también ha sido una fuente importante de
confusiones, entre otras cosas, porque el propio Kant no siempre la respe-
ta, lo que es especialmente notable en los ejemplos que utiliza.

1. Las dos dimensiones de la filosofía práctica kantiana

Si bien las posiciones de los representantes del empirismo, en relación


con la moral, son diferentes, comparten dos tesis básicas: 1) Las dis-
tinciones morales no se sustentan en la razón. 2) La razón no es lo que
impulsa las acciones de los seres humanos. Respecto a la primera tesis,
sostienen que los términos morales no tienen un referente empírico y,
por tanto, no son susceptibles de ser verdaderos o falsos, lo cual, a su
vez, implica que no pueden tener un sentido objetivo. Desde su punto de
vista, dichos términos sirven para expresar la posición de quien los utili-
za; como dice Hobbes, cada individuo llamará “bueno” a lo que le gusta
y “malo” a lo que le disgusta, así como “justo” a lo que coincide con
sus intereses, “benevolente” a lo que se desprende de sus preferencias,
etcétera. Para ellos, la normatividad que requiere el proceso de integra-
ción social tiene que crearse de manera artificial, aunque difieren en la
manera de entender ese proceso de creación. Hobbes apela al poder del
Estado; la primera función del Leviatán es crear esa normatividad com-
partida para poder garantizar la seguridad; mientras que Hume y Adam
Smith consideran que se trata de un orden espontáneo que surge, paula-
tinamente, gracias a la interacción social. En oposición a la amplia tradi-
ción platónica, en la cual se identifican razón y voluntad, los empiristas
sostienen que el componente dinámico de la voluntad son las diferentes
apetencias y que la razón, como afirma Hume, no es ni puede ser otra
cosa que su sierva. Para ellos, la razón tiene la capacidad de establecer
los medios más adecuados para acceder a un fin dado, pero los fines son
delimitados por las pasiones.

254
Como puede apreciarse, mediante las dos tesis mencionadas, se
cuestiona el uso práctico de la razón: a esta última solo se le reconoce
un uso teórico y, asociado con este, un uso técnico. Desde la perspectiva
del empirismo clásico el fundamento de la moral no debe buscarse en
la razón, sino en el conjunto de la naturaleza humana. Cabe apuntar
que en la descripción de esa supuesta naturaleza también encontramos
importantes discrepancias.
La estrategia teórica que sigue Kant para enfrentar el reto de los empi-
ristas empieza por admitir que entre las dos tesis, que nos ocupan ahora,
se da una estrecha relación que no debe perderse de vista. Pero, al igual
que Hobbes, decide mantenerlas separadas en principio, lo que da lugar
a las dos partes que conforman su teoría del uso práctico de la razón.
En la dimensión pura (no empírica) de su filosofía práctica se propone
demostrar que las distinciones morales básicas sí tienen un fundamento
racional y, por tanto, que poseen un carácter objetivo, aunque no sean
susceptibles de ser verdaderas o falsas (tienen un sentido objetivo, a pesar
de no tener referente empírico). Kant sostiene que el principio supremo
de la moralidad no debe buscarse en la naturaleza humana, sino en el len-
guaje moral, tal y como es utilizado en la vida cotidiana. Por eso, en esta
parte no centra su atención en la conducta empírica de los seres humanos,
sino que habla de cualquier ser racional. Con esto se busca resaltar que un
hipotético ser racional, aunque tuviera otra naturaleza distinta a la huma-
na, podría comprender el sentido de ese lenguaje moral. No se trata de la
creencia en seres extraterrestres, sino en un recurso teórico para resaltar
que la universalidad y necesidad del principio supremo de la moralidad
no puede inferirse de un análisis empírico.

Pero todavía estamos muy lejos de demostrar a priori que un im-


perativo semejante tiene lugar realmente, o sea, que hay una ley
práctica que manda sin más de suyo al margen de cualquier móvil y
que la observancia de esa ley es un deber […]. Con el propósito de

255
llegar a ello es de la máxima importancia tener presente esta adver-
tencia: que no tiene ningún sentido querer deducir la realidad de ese
principio a partir de algún peculiar atributo de la naturaleza humana.
Pues el deber debe ser una necesidad práctico-incondicionada de la
acción; tiene que valer por lo tanto para todo ser racional (el único
capaz de interpretar un imperativo) y sólo por ello ha de ser también
una ley para toda voluntad humana.175

Kant se propone encontrar el contenido de nuestras obligaciones mo-


rales mediante el análisis del concepto deber (Pflicht); de hecho, en su vo-
cabulario, la moral, en sentido estricto, únicamente se vincula con aquello
que es susceptible de asociarse con esa noción. Resulta evidente que el
análisis de la razón pura práctica es insuficiente, ya que este pierde todo
su sentido si, en un segundo paso, no se demuestra que esa ley puede ser
aplicada a la conducta empírica de los seres humanos. En ese tránsito
de la dimensión pura a la dimensión empírica es donde se encuentra la
correspondencia entre las dos tesis que hemos mencionado. Pero ese se-
gundo paso no se da en la Fundamentación para una metafísica de las
costumbres ni en la Crítica de la razón práctica; solo se anuncia en la
segunda parte de esta última, “Metodología de la razón pura práctica”:
“Más bien se entenderá por esta metodología el modo como pueda pro-
curarse a las leyes de la razón pura práctica un acceso al ánimo humano
e influencia sobre sus máximas, es decir, el modo de convertir a la razón
objetivamente práctica en subjetivamente práctica”.176
En contraste con las reflexiones morales tradicionales, Kant nos pro-
pone distinguir entre la ciencia de las reglas, que define cómo deben
comportarse los seres humanos, a la que denomina moral en sentido es-
tricto (moral pura), y la ciencia de la regla efectiva, en la que se examina la
175
Immanuel Kant, Kant, vol. 2, Madrid, Gredos, 2014, A 59.
176
Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza Editorial,
2000, A 269.

256
relación entre la ley de la razón y el comportamiento de los seres huma-
nos; a esta la llama antropología. Sin embargo, al mismo tiempo, Kant
advierte que a pesar de esa distinción ambas disciplinas se encuentran
estrechamente relacionadas porque la moral (pura) no puede sostenerse
sin la antropología moral, pues ante todo es menester saber si los sujetos
están en condiciones de realizar aquello que se les exige. Gran parte de
las acusaciones del formalismo, se originan en la falta de comprensión
de esta articulación de la filosofía práctica kantiana.177 Habría que ad-
mitir que dicha falta de comprensión no solo es responsabilidad de sus
intérpretes, sino también del propio Kant que, en repetidas ocasiones,
no respeta la diferenciación que él mismo propone.
El paso entre la dimensión pura y la dimensión empírica se da, en
sentido estricto, hasta La Metafísica de las Costumbres178 mediante una
teoría de la acción, en la que se busca hacer patente que la vieja dicoto-
mía razón y pasiones es insuficiente para explicar el complejo proceso
de formación de los motivos que subyacen a las acciones. Con la di-
ferenciación de las dos dimensiones, Kant quiere hacer patente que la
ética tiene dos grandes temas: el primero es la virtud, como elemento de
la dimensión pura; el segundo es la felicidad, el cual corresponde a la
dimensión empírica. Por eso el gran problema de la ética es cómo hacer
compatible esas dos exigencias opuestas en el comportamiento humano.

177
Hace tiempo, mientras presentaba un libro sobre este tema, a un supuesto
experto en filosofía práctica kantiana, de un reconocido instituto, le pare-
cía asombroso que yo introdujera la cuestión de las pasiones como parte
constitutiva de esta teoría moral. Esto es increíble, ya que desde el prefacio
de la Fundamentación se advierte que si bien la búsqueda del principio su-
premo de la moralidad se realizará con independencia de la antropología, es
indispensable aplicar ese principio al nivel empírico. Véase Fundamentación
para una metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2006.
178
Immanuel Kant, La Metafísica de las Costumbres, España, Editorial Tec-
nos, 2008.

257
2. El contenido perdido del imperativo categórico

En suma, libertad y ley práctica incondicionada se re-


miten alternativamente la una a la otra.
Immanuel Kant

El único dato empírico, esto es, antropológico, que se requiere para


adentrarse en la dimensión pura de la filosofía práctica es que los se-
res humanos actúan no solo de acuerdo con leyes sino también por su
representación. En esa representación las normas morales, empezando
por el principio supremo, aparecen como imperativos, porque los seres
humanos no son criaturas que actúen de una manera exclusivamente
racional, sino que, en la formación de sus motivos, intervienen muchos
elementos que podemos calificar como extrarracionales o, quizá sea
mejor decir, que trascienden la razón. Pero hasta aquí lo que tiene que
ver con la experiencia; a partir de este punto Kant destaca que actuar
por la representación de la ley implica que se maneja un lenguaje, y el
análisis de este nos guiará hacia el principio supremo en que se funda-
mentan las normas morales.
El que las normas adquieran la forma de imperativos implica que
se manifiestan como exigencias prácticas, de las cuales existen muchos
tipos. Kant, en principio, distingue dos tipos: las máximas y los impe-
rativos. Las máximas son las normas (reglas y principios) que asume
el arbitrio en el proceso de formación de los motivos, con los cuales se
busca mantener la mediación entre razón y pasiones; aquello que las
distingue es que son subjetivas, es decir, son válidas solo para el sujeto
en cuestión. Las máximas que adoptan los individuos son tan variadas,
como las formas de vida “buena” que cada uno define; por ejemplo:
“No desperdiciaré una oportunidad para ganar dinero”, “Antepondré

258
siempre la familia al trabajo profesional”, “No permitiré una ofensa sin
castigo”, etcétera.
En contraste, los imperativos tienen un carácter objetivo, lo cual de-
nota que su contenido depende de la razón y, por tanto, su validez tras-
ciende al sujeto que los asume. De acuerdo con la manera en que ordenan,
hay dos modalidades de imperativos: los hipotéticos y el categórico. Los
imperativos hipotéticos representan la necesidad práctica de una acción
posible como medio para llegar a otra cosa que se quiere y, como su nom-
bre lo indica, tienen un carácter condicional: “Si quieres x, entonces n es
bueno”. Se diferencian, a su vez, dos tipos de imperativos hipotéticos:
los técnicos y los asertóricos-pragmáticos. Los primeros son el conoci-
miento teórico aplicado a la práctica e indican el medio más adecuado
para acceder a un fin dado: “Si quieres ir a la luna, requieres construir un
vehículo que supere la fuerza de la gravedad”, “Si quieres estar sano, tie-
nes que ejercitarte cada mañana”. Los imperativos hipotéticos asertóricos
tienen como fin determinado la felicidad; el saber en que se sustentan es
la prudencia: “Si quieres ser feliz, tienes que apreciar lo que tienes”, “Si
quieres ser feliz, tienes que cultivar la amistad”.
Finalmente, hay un imperativo que manda una conducta, no por el
propósito que pueda alcanzarse, sino de manera inmediata; es decir, dicho
imperativo no se refiere a las consecuencias de la acción, sino a la acción
misma, a su forma y al principio en que se sustenta. Este imperativo es
categórico, y dice Kant que bien puede llamarse de la moralidad. Se trata
de una exigencia asociada al deber, en sentido estricto, y su autoridad no
se deriva de un poder externo al sujeto (Dios, el Estado, etcétera) ni de sus
pasiones o intereses particulares, sino de su propio contenido.

Los imperativos, por lo tanto, tienen una validez objetiva y son to-
talmente distintos de las máximas o principios subjetivos. Sin em-
bargo, los imperativos determinan, o bien las condiciones de cau-
salidad del ente racional en cuanto causa eficiente, atendiendo tan

259
sólo al efecto y a su asequibilidad, o bien determinan únicamente a
la voluntad al margen de que pueda o no alcanzar resultado algu-
no. Los primeros constituirán imperativos hipotéticos y albergarían
simples prescripciones de habilidad; en cambio los segundos serían
categóricos y los únicos que supondrían leyes prácticas.179

Me parece que puede ayudar a comprender la diferencia entre impe-


rativos hipotéticos y el imperativo categórico si la relacionamos con la
distinción que aparece, por lo menos, desde la polémica entre Sócrates
y los sofistas: lo que es bueno técnicamente como medio para alcanzar
otra cosa y lo que es bueno en sí mismo, lo cual define el bien moral. El
argumento es que si la noción de bien se reduce a su carácter técnico cae-
ríamos, de manera irremediable, en una cadena infinita de medios y fines.
De ahí la necesidad de algo que sea un bien en sí mismo, para que pueda
cerrar esa cadena, y, de esta forma, le otorgue su sentido moral.
En la teoría ética tradicional el candidato más fuerte para ocupar el
lugar de fin en sí mismo es la felicidad. En efecto, carece de sentido
preguntar a una persona: “¿Por qué quieres ser feliz?” o “¿Para qué
quieres ser feliz?”. En ningún momento Kant niega que la felicidad sea
un fin en sí mismo; lo que niega de manera rotunda es que la felicidad
sea el bien que da el sentido moral a las acciones y aduce varias razones
para sustentar su tesis. Primero, más cercano a los empiristas que a la
tradición platónica, Kant admite que se puede ser feliz a pesar de haber
actuado inmoralmente: no hay un vínculo analítico entre virtud y felici-
dad; la posible conexión entre estos elementos solo puede establecerse a
posteriori. Los seres humanos tienen que crear las condiciones sociales
para que pueda darse una cierta compatibilidad entre virtud y felicidad.
En segundo lugar, Kant destaca que los seres humanos buscan es-
pontáneamente la felicidad, por lo que esta no puede asociarse con la

179
Crítica de la razón práctica, A 37.

260
noción de deber.180 Tampoco tiene sentido decir: “¡Debes ser feliz!”.
Quizá se pueda utilizar este enunciado como expresión de un deseo:
“¡Espero (ojalá) que seas feliz!”, pero esto no significa un deber mo-
ral en sentido estricto. Kant agrega que la tendencia espontánea hacia
la felicidad no implica que los seres humanos sepan cómo alcanzarla;
por el contrario, la complejidad del saber prudencial exige un enorme
esfuerzo por parte de los individuos. Por último, Kant sostiene que la
felicidad es un ideal de la imaginación: cada individuo tiene que definir
su contenido de acuerdo con sus capacidades y experiencia. A diferencia
de Aristóteles, y otros autores clásicos, Kant rechaza la posibilidad de
establecer un modelo universal y necesario de “vida buena”. Con esto se
asume que el dato básico es la pluralidad del mundo humano.
Otros autores han buscado ese fin en sí mismo en distintas entidades;
por ejemplo, con frecuencia se apela a la vida. Sin duda la vida es un
bien básico, ya que, evidentemente, representa la condición necesaria
para acceder a otros tipos de bienes. Pero el impulso a mantenerse en la
vida, al igual que la felicidad, es un impulso espontáneo, como vio con
toda claridad Hobbes; aunque en distintos contextos ese impulso pueda
ser bloqueado. Sin embargo, lo más importante es que si bien la vida
es un bien básico, si se quiere, un bien primario, no por eso es un bien
sin restricciones, ya que por sí misma no define el carácter moral de las
acciones (los candidatos a ser calificados como inmorales están vivos).
Para no perderse en la búsqueda del bien en sí mismo se requiere
determinar con precisión aquello que se busca. No se trata de establecer
cuál es el bien más importante, ni tampoco cuál es el que prefieren los
seres humanos o una mayoría de ellos (esto son cuestiones empíricas).

180
“En efecto, la propia felicidad es un fin que todos los [seres humanos]
tienen (gracias al impulso de su naturaleza), pero este fin nunca puede
considerarse como deber, sin contradecirse a sí mismo”. La Metafísica, iv,
§ 386, p. 237. “Sólo un fin que es a la vez deber puede llamarse deber de
virtud”. Ibid., iv, § 383, p. 233.

261
El objetivo es localizar aquel bien que representa la condición trascen-
dental de la moral, es decir, el bien que da sentido al lenguaje moral, lo
que hace posible que este último se convierta en un elemento central de
la conducta humana. La tesis kantiana en este punto es relativamente
simple: el carácter moral de la vida y de la felicidad depende a su vez
de otro bien. Por otra parte, en la medida en que el valor de los objetos
no es un atributo natural, porque depende de la actividad humana (algo
vale porque alguien lo hace valer), el bien en sí mismo no puede locali-
zarse en las cosas, sino en la actitud que subyace a esa actividad huma-
na; Kant diría, en su forma. Desde su perspectiva, el bien en sí mismo
se expresa en el imperativo categórico, por lo que este, antes de ser un
procedimiento de universalización, tiene como contenido dicho tipo de
bien. Para localizarlo examinemos con atención la primera formulación
del imperativo categórico: “Obra según la máxima a través de la cual
puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”.
Existe un amplio consenso respecto a que lo exigido consiste en bus-
car entre la diversidad de máximas (subjetivas) aquellas que pueden
adquirir un sentido objetivo mediante el procedimiento de universali-
zación. Sin embargo, antes de examinar la manera en que opera dicho
procedimiento, como usualmente se hace, es fundamental advertir que
el imperativo de transformar la máxima subjetiva en una ley objetiva
presupone la exigencia al sujeto de transformarse en legislador de sus
acciones. Ahora bien, es evidente que los seres humanos ni pueden le-
gislar sobre la órbita de los planetas ni sobre la conducta de las fieras en
la selva; tampoco sobre las reacciones químicas. Solo se puede legislar
sobre aquello que está en sus manos hacer o dejar de hacer. Es decir,
para legislar sobre sus acciones el sujeto debe asumirse como un ser
libre. Precisamente, este es el contenido implícito en la primera formu-
lación del imperativo categórico: Debes constituirte en un ser libre. En
este punto tenemos un argumento trascendental que puede reconstruirse
de la siguiente manera:

262
1. Es un hecho que los seres humanos utilizan en su vida cotidiana el
lenguaje moral.
2. La libertad es una condición necesaria para que dicho lenguaje ten-
ga sentido.
3. Por tanto, al usar el lenguaje moral los seres humanos se asumen
como seres libres.

Mediante ese argumento de ninguna manera se prueba la existencia


de la libertad, solo se afirma que esta es un presupuesto ineludible del
lenguaje práctico en general. Supongamos, por un breve momento, que
alguien pueda demostrarnos, de manera racionalmente convincente, que
los seres humanos no son libres, que su arbitrio, como dice Martín Lu-
tero, es siervo; en ese mismo instante la moral, el derecho y la política
pierden por completo su sentido junto con la noción de deber. De hecho,
la existencia de la libertad no se puede demostrar mediante el uso teóri-
co de la razón, ya que en este siempre se buscan la causas; tampoco se
puede demostrar a través del análisis conceptual, propio de la dimensión
pura del uso práctico.
En el nivel donde nos encontramos lo único que puede afirmarse es
que la libertad implica un cierto espacio reflexivo como mediación entre
el estímulo sensible y la decisión del arbitrio. Por lo tanto, la capacidad
de justificar racionalmente las acciones es un síntoma de la libertad, aun-
que, de ninguna manera, es una prueba concluyente. Por ejemplo, si yo le
pregunto a alguien: “¿Por qué te casas?”, y su respuesta es: “Porque así se
hace”, no tengo elementos para suponer que su acción es libre. En cam-
bio, si en su respuesta me da las razones que subyacen a su decisión (razo-
nes que pueden ser diversas), aunque no comparta o acepte esas razones,
tengo un cierto apoyo para presuponer su libertad en la medida en que
relaciono su declaración con su conducta. Para Kant se da una asociación
entre actuar libremente y actuar racionalmente. En efecto, la libertad no
consiste únicamente en actuar como se quiere, sino que implica, además,

263
que ese querer es autónomo, lo cual se alcanza cuando el querer se torna
sensible a las exigencias de la razón. De ahí la caracterización de la liber-
tad como la capacidad de autolegislarse, es decir, de actuar de acuerdo a
las normas que uno considera racionalmente válidas.
Por razones pedagógicas pero también de utilidad, acudamos a un
ejemplo del derecho penal. Si tenemos pruebas de que un individuo
planeó el crimen del que se le acusa, es decir, se muestra que compró un
arma días antes de los hechos, que engañó a su víctima con el objetivo
de manipularla, que se conocen sus motivos, etcétera, entonces se puede
concluir, con cierto fundamento, que su crimen fue deliberado y, por
tanto, que sus acciones le pueden ser imputadas, que tomó una decisión
libre que lo hace responsable. Desde una perspectiva kantiana, se puede
agregar que el individuo en cuestión reflexionó en términos técnicos,
pero no en términos morales, como lo exige la primera formulación del
imperativo. En términos jurídicos la intencionalidad pasa a un segundo
plano para dar prioridad a la conducta efectiva, pero esto no significa
que al derecho le sea indiferente la intencionalidad; incluso, en este caso
se toma en cuenta; no obstante, esta, a diferencia de la moral, queda
subordinada a la conducta empírica.
La autoridad del imperativo, aquello que le permite manifestarse
como un deber categórico, no reside en un poder ajeno al sujeto que
actúa, ni en motivos empíricos, sino en su propio contenido. Cada in-
dividuo puede utilizar la libertad como un medio indispensable para
alcanzar sus fines particulares; sin embargo, Kant sostiene que esta es,
ante todo, un fin en sí mismo, porque representa el atributo que nos
permite transformarnos en personas, con la dignidad propia del ser hu-
mano. Constituirse como un ser libre implica asumir la responsabilidad
de nuestras acciones y, de esta manera, ingresar como participante en
el juego creado por la normatividad social. Al mismo tiempo, conlle-
va crear la unidad propia de la identidad personal, lo que dota de un
cierto grado de estabilidad a nuestro comportamiento. Kant describe

264
esta transformación como el proceso que nos permite trascender nuestra
condición natural para convertirnos en ciudadanos (pertenencia activa)
de un mundo espiritual, de un reino cultural en el que cada individuo
debe ser reconocido como un fin en sí mismo (reino de los fines). Esto
es lo que se encuentra detrás de la famosa oda al deber:

¡Deber! Tú que portas tan sublime e insigne nombre, tú que nada es-
timas a cuanto conlleve o contenga la más mínima zalamería, tú que
reclamas por el contrario sumisión, si bien tampoco amenazas con
algo que suscite una repugnancia natural en el ánimo e infunda un
temor destinado a mover la voluntad, limitándose a erigir una ley que
sepa encontrar por sí misma un acceso al ánimo y consigna de suyo
verse venerada sin quererlo (aun cuando no siempre logra su cumpli-
miento), haciendo callar a todas las inclinaciones aunque conspiren
en secreto contra dicha ley, ¿cuál es ese origen digno de ti?, ¿dónde se
halla la raíz de tu noble linaje que repudia orgullosamente cualquier
parentesco con las inclinaciones y de la cual desciende la condición
indispensable del valor que únicamente los seres humanos pueden
darse a sí mismos?
Esa raíz no puede ser sino aquello que yergue al ser humano
por encima de sí mismo (como una parte del mundo sensible) y
le vincula con un orden de cosas que sólo el entendimiento puede
pensar, teniendo, al mismo tiempo, bajo sí a todo el mundo sen-
sible y con él a la existencia empíricamente determinable del ser
humano en el tiempo, así como al conjunto de fines (que única-
mente se compadece con semejantes leyes prácticas incondiciona-
das como la ley moral). No se trata de ninguna otra cosa que no sea
la personalidad (esto es, la libertad e independencia respecto del
mecanismo de toda la naturaleza), considerada ciertamente como
una capacidad característica de un ser que se halla sometido a le-
yes prácticas puras proporcionadas por su propia razón, quedando
la persona, en cuanto perteneciente al mundo sensible, sometida a

265
su propia personalidad en tanto que, simultáneamente, forma parte
del mundo inteligible.181

Algunos interpretes han visto en esa alabanza al deber algo extraño,


pues el deber se manifiesta a los individuos exigiéndoles sumisión.182
Ante esto, debemos tener presente que el deber es algo que se impone
el sujeto a sí mismo y que su cumplimiento en la práctica es lo que
puede demostrarse, en términos pragmáticos, a sí mismo, pero también
a los otros, que se actúa libremente. En El contrato social Jean-Jaques
Rousseau afirma: “El [ser humano] ha nacido libre y por todas partes se
encuentra encadenado”.183 En contraste, Kant sostiene que el ser huma-
no, de manera natural o espontánea, solo es potencialmente libre; poten-
cialidad que surge de las tensiones y conflictos inherentes a su facultad
superior de desear. Dicha potencia solo puede actualizarse a través de
un hábito racional, adquirido mediante un gran esfuerzo y gracias a la
interacción social. Si bien la cultura es la fuente de las relaciones de
dominio, también es la instancia que permite crear las condiciones ne-
cesarias de la libertad.
Por otro lado, también una gran cantidad de intérpretes considera
que la exigencia de la ética kantiana consiste en reprimir o negar los
estímulos sensibles en el proceso de formación de los motivos; creencia
que surge de confundir autonomía con aislamiento. La autonomía del
arbitrio no tiene nada que ver con reprimir o negar los impulsos sensi-
bles (lo cual sería un absurdo), sino con adquirir la capacidad de que la
decisión no sea el efecto inmediato de uno de esos estímulos. Se trata de

181
Crítica de la razón práctica, A 154-155.
182
“Por lo tanto, la ley moral humilla inevitablemente a cualquier ser humano,
cuando éste compara con dicha ley la propensión sensible de su naturale-
za”. Ibid., A 132.
183
Jean-Jaques Rousseau, El contrato social o principios de Derecho Político,
Buenos Aires, Editorial Losada, p. 35.

266
tomar una cierta distancia de ellos y, de esa manera, abrir un espacio a
la deliberación. Dicho de otra manera, el objetivo es introducir una me-
diación racional entre el estímulo sensible y la decisión del arbitrio.184
El ideal hegeliano de reconciliar la razón y las pasiones resulta atracti-
vo para muchos, ya que implicaría suprimir el conflicto; sin embargo,
desde la perspectiva kantiana sería suprimir la fuente que hace posible
la acción libre. El conflicto es el precio ineludible del ejercicio de la
libertad, por eso la aspiración a la armonía, que se hace patente, por
ejemplo, en las visiones utópicas, siempre está asociada a concepciones
autoritarias del orden civil. La aspiración racional de la ética no consiste
en suprimir los conflictos, como dato primario de la subjetividad, sino
en aprender a procesarlos, lo cual representa el objetivo de la ley moral.
En tiempos recientes se ha puesto de moda contraponer las éticas
de la virtud, ejemplificadas por las éticas grecolatinas clásicas, y las
éticas del deber, cuyo paradigma es la ética kantiana. No obstante,
cuando nos adentramos en la argumentación de esta última, adverti-
mos que dicha contraposición, como suele suceder con las distincio-
nes tajantes, no es algo acertado. Sin duda la ética de Kant representa
una transformación en relación con las teorías clásicas, pero mantiene
el esquema básico: en primer lugar, tenemos lo que el ser humano es,
una criatura cuyo arbitrio se encuentra sometido a los estímulos sen-
sibles; en segundo lugar, lo que el ser humano debe ser, un individuo
que logra tomar distancia de esos estímulos para dar espacio a la razón
como elemento prioritario en el proceso de definición de los motivos

184
“Las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, esto
es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que se-
ría también dañino y censurable; más bien hay que domarlas, para que no
se consuman las unas a las otras, sino que puedan ser llevadas a concordar
en un todo llamado felicidad. La Razón que ejecuta esto se llama pruden-
cia”. Immanuel Kant, La Religión dentro de los límites de la mera Razón,
Madrid, Alianza Editorial, 1981, p. 64.

267
y, por último, está la virtud, la fuerza convertida en hábito racional
que permite transitar del ser al deber ser.
Lo que cambia ahora consiste en que el deber ser ya no se asocia
a una forma de vida particular, sino a la libertad, lo cual hace posible
reconocer el pluriverso como atributo básico del mundo humano. Preci-
samente, la pluralidad representa un dato a favor de la libertad, ya que
esta es lo que hace posible esa pluralidad. Podemos decir, en términos
kantianos, que la pluralidad es la ratio cognoscendi (lo que permite co-
nocer) de la libertad y esta, a su vez, es la ratio essendi (lo que hace po-
sible) de la pluralidad.185 Junto a este cambio se da otra transformación
más radical, la cual consiste en reconocer que no existe una conexión
a priori o analítica entre virtud y felicidad. La virtud no garantiza la
felicidad, sino solo la dignidad de llegar a serlo. Recordemos que la co-
nexión necesaria entre virtud y felicidad estaba garantizada en las éticas
tradicionales por la creencia metafísica en un orden natural o en Dios.
Esto no quiere decir que Kant niegue la exigencia de vincular virtud y
felicidad;186 sin embargo, para él no se trata de un vínculo a priori, sino
de algo que se requiere construir socialmente a través de un orden civil
que garantice al individuo que ejerce de manera virtuosa la libertad para
perseguir su ideal de felicidad propio. Pero esto es un asunto empírico;
se trata de la cuestión que se plantea en la relación entre la dimensión
pura y la empírica de la filosofía práctica.

185
Kant utiliza esta distinción para caracterizar a la relación entre ley y
libertad, pero funciona también para la relación entre pluralidad y liber-
tad. Hannah Arendt diría que todos los seres humanos son iguales porque
tienen, potencialmente, la capacidad (libertad) de ser diferentes.
186
Este tema aparece en la dialéctica de la razón pura, donde destaca que la
noción de sumo bien, puede entenderse como supremo o consumado. El
sumo bien, en sentido de supremo, es el imperativo categórico; mientras
que el sumo bien, en sentido de consumado, es aquel donde se hace com-
patible la ley moral con la felicidad.

268
Una vez localizado el contenido moral de la primera formulación del
imperativo categórico, podemos entender con mayor precisión cómo
funciona el procedimiento de universalización implícito en esta. Ante
todo, el objetivo de introducir dicho procedimiento consiste en desta-
car la relación entre actuar libremente y actuar de manera racional. El
individuo que es capaz de justificar racionalmente los motivos que sub-
yacen a sus acciones se demuestra a sí mismo y a los otros que tiene,
en términos potenciales, la capacidad de actuar de manera libre. Sin
embargo, en contraste con lo que plantean muchos intérpretes, Kant no
considera que ese procedimiento funcione como un algoritmo que per-
mita establecer de manera automática las normas susceptibles de adqui-
rir una validez universal; por el contrario, dicho procedimiento remite a
una deliberación abierta.187
Recordemos que el objetivo central del procedimiento consiste en es-
tablecer qué máximas subjetivas son susceptibles de adquirir objetividad,
es decir, de ser reconocidas por cualquier sujeto racional como válidas.
Rousseau consideraba que los individuos que actúan de manera racional
tenían que coincidir con el sistema normativo que guía sus acciones; esta
es la creencia que subyace a su noción de voluntad general (donde hay
disenso, la voluntad general está ausente). En cambio, Kant considera que
no puede existir un consenso general sobre todas las normas. Para empe-
zar, aquellas normas que se encuentran relacionadas con el contenido de
las diferentes formas de vida buena no son susceptibles de ser universali-
zables. Como hemos dicho, el contenido de la felicidad, en tanto ideal de

187
En contra de lo que se dice generalmente, el objetivo del procedimiento
de universalización no es establecer un catálogo de normas, sino señalar el
objetivo que todo ser racional debe perseguir: constituirse en un ser libre.
La definición concreta del contenido de las normas y el determinar las ac-
ciones que se deben realizar ya es un asunto que implica la incorporación
de la dimensión empírica a través de la descripción del contexto particular
en que se actúa.

269
la imaginación, es variable. En principio, las normas que pueden generar
un consenso general son aquellas que tienen que ver con la libertad y,
para ser más precisos, aquellas que están vinculadas con la distribución
igualitaria de las condiciones que hacen posible el ejercicio de la libertad.
No perdamos de vista que la libertad, considerada socialmente, no
existe en abstracto, sino que se manifiesta como un sistema de liber-
tades. Kant admite que ese sistema de libertades es cambiante en los
distintos contextos sociales e históricos; no obstante, lo constante es
el valor de la libertad asociado a la pretensión de justicia, es decir, a
la distribución igualitaria de las condiciones que permiten su ejercicio.
Por eso, Kant agrega que el primer elemento del sistema de libertades
debe ser la libertad de expresión, ya que es este aspecto de la libertad lo
que permite corregir y ampliar el sistema imperante en cada sociedad.
Todas las otras máximas, que se presentan como candidatas a ingresar
al proceso de universalización, presuponen la garantía del ejercicio de
la libertad. Incluso cabe destacar que gran parte de las normas, que tran-
sitan con éxito el procedimiento, encuentran su justificación racional en
representar condiciones para el ejercicio de la libertad.
Aunque la metodología kantiana es innovadora, el núcleo de su con-
tenido remite a un principio clásico, a saber: Volenti non fit iniura, que
podemos traducir de la siguiente manera: “Donde hay aceptación vo-
luntaria, no hay injusticia”; por su parte, Kant lo traduce así: “Nadie
puede ser injusto consigo mismo”. En la Modernidad dicho principio
fue retomado por la tradición contractualista. Apelar a un hipotético
contrato social tiene el objetivo de hacer evidente que una norma vá-
lida es susceptible de ser aceptada por todos los participantes; en ese
sentido, dicha figura no tiene nada que ver con un mítico origen de la
sociedad, sino con las condiciones que deben crearse en ella, para hacer
posible una integración social sustentada en una normatividad común.
En relación con este antecedente, lo que quiere subrayar Kant es que
la libertad, antes de ser un bien que se elige, es una condición trascen-

270
dental para determinar la validez racional de las normas. En efecto, un
contrato presupone la libertad de aquellos que lo establecen. Kant ex-
presa esta tesis de la siguiente manera: “Las normas de la libertad no son
positivas”. Con esto quiere decir que su validez no depende del arbitrio
de los individuos particulares, sino que se trata de un requisito universal
y necesario del uso práctico de la razón.188
De acuerdo a la interpretación que se propone es posible percibir
con claridad que, en efecto, las tres formulaciones del imperativo ca-
tegórico comparten el mismo contenido, a pesar de que en cada una de
ellas se plantean perspectivas distintas. Como hemos visto, en la prime-
ra formulación se subraya la asociación entre el ejercicio de la libertad
y la capacidad reflexiva. El propio Kant afirma que en esta se resalta la
forma, es decir, la universalidad. Con esto se hacen patentes dos cosas:
1) Cada individuo debe asumir la validez de la ley moral como si (als
ob) fuera una ley de la naturaleza; es decir, debe reconocer su necesidad
como condición de su práctica. 2) En tanto condición trascendental del
discurso práctico, la libertad representa el punto de coincidencia de los

188
Aunque desde el punto de vista del contenido, las posiciones de Kant y
Rawls se encuentran próximas, pero desde la perspectiva metodológica exis-
te una importante diferencia. Como representante de la teoría de la decisión
racional, Rawls busca demostrar que en la hipotética posición original los
individuos elegirían, como el primer bien básico, la libertad (cada persona
tiene igual derecho al más amplio esquema de libertades fundamentales que
sea compatible con un esquema similar para todos). Por eso se enreda en
reflexiones antropológicas, empíricas, las cuales se transforman en restric-
ciones de esa posición y con las cuales busca hacer que la decisión colectiva
coincida con lo que él nos dice. En cambio, Kant no trata de establecer si los
seres humanos elegirían la libertad como el primer bien (no sabemos con
certeza si lo harían); lo que nos dice es que la hipotética posición original
presupone la distribución igualitaria de la libertad. ¿De qué otra manera los
seres humanos reunidos en ella pueden empezar a discutir racionalmente
sobre las normas de justicia o cualquier otro tema práctico? Sobre Rawls,
véase: Teoría de la justicia, México, fce, 1997.

271
seres racionales. En cambio, la segunda formulación se centra en el as-
pecto material y se expresa de la siguiente manera: “Obra de tal modo
que uses a la humanidad tanto en tu persona, como en la persona de
cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemen-
te como un medio”.189 Lo primero que resalta es que el imperativo de
actuar libremente es, ante todo, un deber necesario hacia sí mismo (not-
wendigen Pflicht gegen sich selbst). El imperativo de actuar libremente,
y lejos de conducirnos a lo que podemos llamar una ética permisiva,
encierra una enorme exigencia, ya que presupone una lucha en dos fren-
tes: primero, contra la enorme fuerza de los estímulos sensibles, con el
objetivo de generar el espacio para que la razón adquiera la capacidad
de formar nuestros motivos, y segundo, contra todos los poderes socia-
les que buscan someter mi arbitrio. El enorme grado de exigencia que
encierra el mencionado imperativo se puede apreciar cuando se percibe
que, a pesar del reconocimiento discursivo de la libertad como un bien
básico, en la práctica los seres humanos están predispuestos a renunciar
a ella con cierta facilidad cuando se les ofrecen otros bienes (si se pien-
sa, entre otros, en la seguridad, o cuando se les exige asumir la respon-
sabilidad de sus acciones). Aquí reside, en gran parte, la explicación de
la solidez que adquieren los sistemas de dominación.
En ese contexto, Kant nos ofrece un caso que, como suele suceder
con sus ejemplos, resulta muy problemático; me refiero al tema del sui-
cidio. Según él, los seres humanos que buscan escapar a una situación
penosa (pensemos en una enfermedad en estado terminal) mediante el
suicidio se convierten en simples medios, ya que reaccionan de manera
inmediata a las sensaciones dolorosas sin tomar en consideración la exi-
gencia racional de mantener la vida. El individuo que se suicida al verse
aquejado por una aguda depresión y el adolescente que lo hace motiva-
do por una decepción amorosa quizá entran en la categoría de seres hu-

189
Fundamentación, A 66-67.

272
manos que actúan como simples medios; habría que analizar cada caso
particular. Sin embargo, en la institución social de la eutanasia, como se
encuentra en algunos países, la primera norma de su operación, como
exige la ética kantiana, consiste en asegurarse de que se trata, efectiva-
mente, de una decisión voluntaria. De ahí sus múltiples requisitos, que
van desde un examen médico hasta la necesidad de inscribirse con cierta
antelación, para manifestar una continuidad en la resolución que se ha
tomado. Me parece que la decisión, por su radicalidad, hace evidente
a un individuo que actúa como un fin en sí mismo. ¿Acaso existe una
mayor prueba de que el ser humano no se reduce al mundo sensible,
sino que también es ciudadano de ese mundo inteligible del que habla
Kant? La exigencia racional no es mantener la vida en abstracto, y a
toda costa, sino mantenerla con su cualidad humana, entre otras cosas,
con la capacidad de decidir libremente.
Aprovecho para apuntar que el carácter problemático de los ejemplos
que nos ofrece Kant hace patente un error que comete en ellos, el cual
consiste en perder de vista una distinción que él mismo propone al co-
mienzo de su argumentación y que estructura todo el desarrollo de su
teoría. En el nivel puro de la filosofía práctica, es decir, en el nivel que
ahora nos encontramos, no se trata de juzgar acciones particulares, sino
de justificar racionalmente normas generales. Aplicar normas generales
a casos particulares es el asunto más complicado de la filosofía práctica,
ya que presupone incorporar la dimensión empírica y, con ella, una mul-
tiplicidad de variables que deben tomarse en cuenta para cumplir con las
propias exigencias de la razón. Cuando se comprende lo difícil que es juz-
gar moralmente las acciones, resulta sorprendente la ligereza con la que
los seres humanos lo hacen en su vida cotidiana y Kant en sus ejemplos.
Lo anterior me ofrece el pretexto para buscar en otros autores pautas
que funcionen mejor para nuestra argumentación. Hegel nos propone
un caso que ilustra uno de los aspectos básicos de la libertad, entendida
como deber necesario consigo mismo:

273
Napoleón, por ejemplo, quiso dar a priori una constitución a los espa-
ñoles, lo que tuvo consecuencias suficientemente desalentadoras. Por-
que una constitución no es algo que meramente se hace: es el trabajo
de siglos, la idea y la conciencia de lo racional en la medida que se
ha desarrollado en un pueblo. Ninguna constitución puede ser creada,
por lo tanto, meramente por sujetos. Lo que Napoleón dio a los espa-
ñoles era más racional que lo que tenían previamente, y sin embargo
lo rechazaron como algo que les era extraño, porque no se habían de-
sarrollado aún hasta ese nivel. Frente a su constitución el pueblo debe
tener el sentimiento de que es su derecho y su situación; si no, puede
existir exteriormente, pero no tendrá ningún significado, ni valor.190

En la sublevación contra la invasión francesa (representada de ma-


nera magistral por Francisco de Goya en la serie de grabados Los de-
sastres de la guerra, 1810-1815), el pueblo español gritaba: “¡Muera la
libertad, vivan las cadenas!”; sin descartar que para muchos participan-
tes tal grito era una forma de expresar su miedo a la libertad, esa horren-
da consigna encierra la tesis, contraria a la de Rousseau, de que nadie
puede ser obligado a ser libre. Sin duda, la constitución napoleónica
encerraba mejores condiciones para la libertad, que las ofrecidas por el
antiguo régimen, al que estaban sometidos los españoles. Sin embargo,
la libertad no puede ser otorgada; en todos los casos tiene que ser una
conquista propia. Individuos y pueblos se capacitan, para el ejercicio
de la libertad, luchando contra sus propias cadenas. Como veremos en
la dimensión empírica de la filosofía práctica, la eficacia de las normas
morales y jurídicas no solo depende de su contenido sino también de
que cada sujeto perciba esas normas como propias, es decir, como im-
perativos de su razón:

190
Friedrich Hegel, Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y
ciencia política, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004, Agregado al
§ 274.

274
No resulta sorprendente que, si echamos una mirada retrospectiva
hacia todos los esfuerzos emprendidos desde siempre para descubrir
el principio de la moralidad, veamos por qué todos ellos han fraca-
sado en su conjunto. Se veía al [ser humano] vinculado a la ley a
través de su deber, pero a nadie se le ocurrió que se hallaba sometido
sólo a su propia y sin embargo universal legislación, y que sólo está
obligado a obrar en conformidad con su propia voluntad, si bien ésta
legisla universalmente según el fin de la naturaleza.191

Así como constituirse en un ser libre es el primer deber consigo mis-


mo, el primer deber hacia los otros es reconocerlos como seres libres.
Desde una perspectiva genética, los empiristas aciertan al sostener que
el deber hacia los otros emana de vínculos afectivos; sin embargo, Kant
agrega que el deber moral exige trascender esa dimensión afectiva para
sustentarlo en la razón. Gracias a esto, ese deber puede extenderse más
allá del estrecho círculo de los prójimos, entendidos en su sentido eti-
mológico. Pensemos en un padre que ama profundamente a su hijo y,
por eso mismo, considera que puede exigirle que estudie su misma pro-
fesión con la esperanza de que alcance una vida tan satisfactoria como
él siente que es la suya. A pesar de que se pueda hablar de una intención
benevolente, objetivamente el comportamiento del padre es inmoral, ya
que niega a su hijo el ejercicio de la libertad. Lo mismo sucede con el
hombre que está enamorado de su esposa, pero le niega el ejercicio de
derechos que él posee.
La crítica al paternalismo juega un papel fundamental en el tema
de la justicia distributiva. Kant conoció la posición de los jacobinos
respecto a que era justificable suspender los derechos de la libertad si
191
Fundamentación, A 73. Como diría Kierkegaard, mediante una noción
provocadora: se trata de que la ley adquiera el estatus de una verdad subje-
tiva. Véase Søren Kierkegaard, Post Scriptum. No científico y definitivo a
«Migajas filosofóficas», Salamanca, Ediciones Sígueme, 2010.

275
lo que se busca es la distribución de los bienes materiales que hacen
posible su ejercicio para todos. En oposición a esto, Kant sostiene que
nada justifica suspender el ejercicio de la libertad, pues implica negar la
dignidad de aquellos que reciben asistencia social. Siguiendo una larga
tradición, que tiene sus raíces en la filosofía aristotélica, Kant afirma
que la legalidad, en tanto llega a expresar el reconocimiento de la li-
bertad de todos los participantes, es una condición necesaria, aunque
no suficiente, de la justicia distributiva. Mas allá de la inmoralidad que
encierra la asimetría entre el que otorga la asistencia y el que la recibe,
tiene consecuencias empíricas fatales, ya que la mencionada asimetría,
con independencia de las intenciones individuales, abre la puerta a la
consolidación de una relación de dominio. No hay expresión más brutal
de la corrupción que instrumentar la fuerza social, que desata la pobre-
za, para obtener un beneficio particular. Al no existir un algoritmo que
permita una distribución objetivamente justa de los bienes sociales, lo
que se requiere es la participación de todos en la definición concreta de
los criterios distributivos.
Precisamente en este tema se encuentra el tránsito entre la segunda
y la tercera formulación del imperativo categórico. En la tercera formu-
lación encontramos una síntesis entre su aspecto formal, la autolegisla-
ción que encontramos en la primera formulación, y su aspecto material:
el reconocimiento de todos los participantes como seres libres que de-
fine la segunda formulación. Al realizar dicha síntesis, además, se hace
patente la relación entre el deber moral y los deberes políticos, así como
jurídicos; dicho de otra manera, se torna visible la unidad de la razón
práctica. Esto es así porque el principio de la libertad como autolegis-
lación conduce, al ser objetivo, a la idea de un reino de los fines que
se comparte con todos los seres racionales y en donde cada uno de sus
miembros es reconocido conceptual y prácticamente como tal: es la idea
de una sociedad libre de dominio.

276
[L]a idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad
universalmente legisladora.
[...]
El concepto de cada ser racional que ha de ser considerado como
legislando universalmente a través de todas las máximas de su vo-
luntad, para enjuiciarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto
de vista, conduce a un concepto inherente al mismo y muy fructífe-
ro: el de un reino de los fines.192

Por reino se entiende en este contexto el enlace sistemático de dis-


tintos seres racionales por leyes comunes. Compartir una normatividad
común es aquello que transforma una multiplicidad de individuos en
pueblo, y en la medida en que todos participan en el proceso de legis-
lación se accede al ideal de un pueblo libre. A pesar de usar el término
de reino, Kant recupera de la tradición republicana clásica la exigencia
respecto a que las leyes no pueden ser mandatos de nadie en particular,
como sostenía Hobbes, sino normas emanadas de las prácticas colec-
tivas. Aquí sería necesario distinguir entre la legislación profesional,
realizada por especialistas, y la legislación cotidiana, implícita en las
distintas prácticas sociales. La exigencia racional es que exista una co-
rrespondencia entre ambas formas de legislación, aunque no de manera
necesaria una igualdad entre ellas. Con esto se torna explícito, algo que
solo se encuentra implícito en las otras dos formulaciones, a saber: el
contenido del imperativo categórico no se reduce a la libertad, sino que
incluye una pretensión de justicia: la distribución igualitaria de las con-
diciones que hacen posible su ejercicio. La exigencia de que la máxima
adquiera la forma universal de la ley implica que, en términos raciona-
les, la libertad no puede ser un privilegio.

192
Fundamentación, A 71 y A 74, respectivamente.

277
[No hay sino un derecho innato] La libertad (la independencia con
respecto al arbitrio constrictivo de otro), en la medida en que puede
coexistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal, es
este derecho único, originario, que corresponde a todo [ser humano]
en virtud de su humanidad.193

El uso del concepto de derecho innato no se refiere aquí a una su-


puesta normatividad que trascienda o preceda a la voluntad humana,
entendida como la razón en su uso práctico; en su lugar, se refiere a que
la validez de las normas, las cuales buscan garantizar el ejercicio de la
libertad, no dependen del arbitrio de nadie. Me parece que el empleo de
la añeja noción de un derecho innato busca resaltar que la libertad no es,
en principio, un bien que eligen los individuos, sino una condición tras-
cendental del lenguaje moral que, posteriormente, requiere ser recono-
cido por cada uno a través de su razón. En el reino de los fines se puede
discutir sobre la redacción concreta de las normas, sobre la amplitud y
jerarquías en el sistema de las libertades, sobre los medios instituciona-
les para garantizar su eficacia, etcétera; sin embrago, la libertad es algo
dado como condición ineludible del discurso práctico.

El deber no le incumbe al jefe en el reino de los fines, pero sí a cada


miembro y ciertamente a todos en igual medida.
La necesidad práctica de obrar según este principio, o sea, el
deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino
simplemente en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual
la voluntad de un ser racional tiene que ser considerada siempre al
mismo tiempo como legisladora, porque de lo contrario no podría

193
La Metafísica, § 237, pp. 48-49. “La igualdad innata, es decir, la indepen-
dencia que consiste en no ser obligado por otros sino a aquello a lo que
también recíprocamente podemos obligarles; por consiguiente, la cualidad
del ser humano de ser su propio señor (sui iuris)”. Ibid., §§ 237 y 238, p. 49.

278
pensarse como fin en sí mismo. Así la razón refiere cada máxima de
la voluntad universalmente legisladora a toda otra voluntad y tam-
bién a cualquier acción ante uno mismo, y esto no por algún otro
motivo práctico o algún provecho futuro, sino por la idea de la dig-
nidad de un ser racional, el cual no obedece a ninguna otra ley salvo
la que se da simultáneamente él mismo.194

Si bien el imperativo categórico se dirige a la conciencia de cada


individuo, la tercera formulación destaca que en este se encuentra tam-
bién un aspecto social. Lo primero en lo que pueden coincidir los seres
racionales es en la necesidad de garantizar para todos el ejercicio de
la libertad y que toda otra coincidencia entre ellos debe quedar subor-
dinada a esta. Por ejemplo, se puede argumentar que ese ejercicio ge-
neralizado de la libertad requiere, como lo percibieron los jacobinos,
una distribución justa de los bienes sociales. No obstante, ese proceso
distributivo de ninguna manera justifica suspender, aunque se plantee
como temporal, el derecho a la libertad; por el contrario, la definición
de los criterios distributivos debe ser un producto colectivo para garan-
tizar su objetividad y, al mismo tiempo, hacer posible su ampliación y
corrección a partir de la experiencia.
Al mismo tiempo, al situar la libertad como el sumo bien, en un sentido
supremo,195 se admite, de manera implícita, que su ejercicio tiene como
consecuencia ineludible la pluralidad propia del mundo humano. Cuanto
mayor es el grado de libertad mayor será esa diversidad. Kant sostiene que
esa diversidad tiene que ver con la aspiración a la felicidad, lo cual se tradu-

194
Fundamentación, A 76-77. En el reino de los fines todo tiene un precio o
una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser colocado algo
equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y no se
presta a equivalencia alguna, posee una dignidad.
195
Lo primero (lo supremo) supone esa condición que es ella misma incondi-
cionada, es decir, que no se halla sometida a ninguna otra condición.

279
ce en una multiplicidad de concepciones de vida humana. Por esto, plantea
que el sumo bien puede entenderse asimismo en el sentido de completo o
consumado, lo que exige hacer compatibles justicia (distribución de las con-
diciones de la libertad) y felicidad. Como hemos apuntado, Kant sostiene, a
diferencia de las éticas tradicionales, que dicha compatibilidad no existe a
priori, sino que se requiere construir socialmente. Para enfrentar este tema,
el cual considero que representa el mayor problema ético, se necesita resta-
blecer el vínculo entre la dimensión pura y la dimensión empírica.

3. Teoría de la acción. Libertad y felicidad

Aquello que el ser humano en sentido moral es o debe


llegar a ser, bueno o malo, ha de hacerlo o haberlo
hecho él mismo. Lo uno o lo otro ha de ser un efecto
de su libre albedrío; pues de otro modo no podría ser
imputado y, en consecuencia, él no podría ser ni bueno
ni malo moralmente.
Immanuel Kant

En el último capítulo de la Crítica de la razón práctica, Kant afirma


que por metodología de dicho uso de la razón entiende el modo en que
puede procurarse a las leyes de la razón un acceso al ánimo humano e
influencia sobre sus máximas; es decir, el modo de convertir a la razón
objetivamente práctica también en subjetivamente práctica. Así como
en la parte pura de la filosofía práctica lo que se encuentra en juego es
determinar aquellas máximas que pueden adquirir un carácter objeti-
vo, es decir, transformarse en leyes, el tema central de la parte empí-
rica es comprender cómo esas normas pueden llegar a tener injerencia
en las acciones. Dicho de otra manera, en contra de los empiristas, se
busca hacer patente que la razón no se subordina, necesariamente, a
los estímulos sensibles, sino que tiene la capacidad de transformarse
en el elemento prioritario en el complejo proceso de formación de los

280
motivos. Para ello se requiere una teoría de la acción apta para respon-
der a esa complejidad.
Sin embargo, para tener éxito en ese objetivo, el propio Kant advirtió
que se necesita superar un grave problema que se encuentra en el argu-
mento inicial de la Fundamentación. Como es conocido, Kant afirma ahí
que lo único bueno sin restricciones es una buena voluntad, la cual se
caracteriza por ser libre y capaz de tomar decisiones autónomas (no de-
terminadas de manera inmediata por los estímulos sensibles), lo que se
manifiesta (como indicio) por su capacidad para justificar racionalmente
la acción. La voluntad libre es sensible a las exigencias de la razón. Se-
gún esto, se tiene que aceptar la siguiente ecuación: buena voluntad =
voluntad libre. A su vez, de esta se desprende la tesis respecto a que la
mala voluntad es heterónoma. Pero esta tesis no es aceptable porque sería
quitarle el sentido moral al mal, y se le reduciría a un mal físico, a un mal
que no puede ser imputado a la acción de nadie, como es el caso de nues-
tra mortalidad o de un terremoto en el que muere mucha gente. El propio
Kant va a reconocer, en la medida en que la libertad es la condición tras-
cendental de la moralidad en general, la necesidad de la existencia de una
autonomía para el mal o, dicho de otro modo, la libertad de elegir el mal.

Toda acción mala, si se busca su origen racional, tiene que ser con-
siderada como si el [ser humano] hubiese incurrido en ella inmedia-
tamente a partir del estado de inocencia. Pues cualquiera que haya
sido su comportamiento anterior, y de cualquier índole que hayan
sido las causas naturales que hayan influido sobre él, lo mismo si
se encuentra dentro que fuera de él, de todos modos su acción es
libre y no está determinada por ninguna de esas causas, por lo tanto
puede siempre ser juzgada, y tiene que serlo, como un uso original
de su albedrío.196

196
La Religión, Kant, p. 50. Este error es lo que motivó a Isaiah Berlin a me-
ter en un mismo saco a Kant y a Rousseau, pues ambos consideraban que

281
La búsqueda de la explicación de esa autonomía para el mal es una
de las principales razones que subyace a la propuesta kantiana de aban-
donar el tradicional esquema dicotómico (razón-pasiones) en el que se
sustentan los empiristas. En la introducción a La Metafísica, Kant uti-
liza el término facultad de desear para referirse a lo que en el lenguaje
cotidiano y en la tradición filosófica se llama voluntad, mientras reserva
esta noción para denotar exclusivamente en su uso práctico a la razón.
De esta manera, tenemos que la facultad de desear, a través de sus repre-
sentaciones, está compuesta por tres elementos (la facultad es entendida
como la causa de los objetos, de esas representaciones): 1) la voluntad
(Wille), de la que emanan las leyes morales; 2) en el otro extremo se en-
cuentran los deseos, que representan el aspecto dinámico de la acción,
y 3) el arbitrio (Willkür), del que emanan las máximas con las cuales se
establece una mediación entre la voluntad (razón en su uso práctico) y
los deseos. Como tal, el arbitrio siempre se encuentra unido a la con-
ciencia de ser capaz de producir el objeto mediante la acción.
Recordemos que por mediación no se entiende un punto medio entre
dos extremos, sino la actividad que los unifica, aunque no los reconcilia.
Esto significa que en todas las acciones humanas se encuentran entre-
lazados razones y deseos, por lo que la decisión del arbitrio no consiste
en elegir entre razón o pasiones (lo uno o lo otro), sino en establecer el
orden de estos elementos en la jerarquía del proceso de formación de
los motivos. Lo central es no perder de vista que la libertad no consiste
en elegir algo determinado, como se plantea en la doctrina oficial del
cristianismo (elegir a Dios), sino en el acto de elegir en sí mismo. Sin
embargo, en La Metafísica, Kant insiste en que el mero acto de elegir,
la llamada libertas indifferentiae, no es propiamente la libertad moral la

la libertad no es simplemente elegir sino elegir el bien. Esta tesis será criti-
cada por Berlin de una manera convincente. Sin embargo, hay que agregar
que a partir de una autocrítica, Kant se distancia de Rousseau, también en
este punto.

282
que lo hace, porque cuando se elige dar prioridad a los deseos se opta
por la heteronomía. En cambio la libertad de un ser inteligible consiste
en elegir lo que la ley de su razón exige.

Sólo podemos comprender bien lo siguiente: que, si bien el [ser hu-


mano] como ser sensible muestra, según la experiencia, una facul-
tad de elegir, no sólo de acuerdo con la ley sino también en contra
de ella, no puede definirse así, sin embargo, su libertad como ser
inteligible […] aunque la experiencia demuestre con demasiada fre-
cuencia que así ocurre.197

Tengo la impresión de que Kant introduce esta distinción con el ob-


jetivo de mantener la coherencia del sistema; sin embargo, además de
generar confusión, resulta problemático, porque pasa por alto que las
decisiones del arbitrio no son definitivas, sino que, en las cambiantes
circunstancias, cada decisión deber ser reiterada o cuestionada. Por otra
parte, ese ser inteligible, del que se habla en el texto recién citado, no es
un ser humano, sino una abstracción. Por eso, la experiencia constan-
temente muestra la capacidad humana de actuar en contra de la razón.
Si bien en este punto tenemos una discusión que permanece abierta, me
parece que debemos volver a la tesis del mal radical, que se expone
en La Religión, ya que con toda claridad se establece que el mal moral
implica necesariamente la decisión de un arbitrio libre, por lo que puede
ser imputado al individuo que actúa.198
Aunque no puede darse una prueba teórica de la libertad, ya que
remite a la experiencia básica de la relación práctica con el mundo, lo

197
La Metafísica, § 226, p. 34.
198
“Por lo tanto, el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que
determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural,
sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de la
libertad, esto es: en una máxima”. La Religión, p. 31.

283
que nos ofrece la teoría kantiana de la acción es una descripción de esta
que resulta compatible con el uso teórico de la razón y su principio de
razón suficiente. La libertad no implica una acción que carezca de cau-
sas (lo cual sería aceptar la existencia de milagros); lo que implica es
que entre las causas y la acción se introduce la mediación de la decisión
del arbitrio implícita en la máxima que adopta.199 A su vez, esa elección
es posible porque entre las causas que confluyen en el arbitrio no existe
una relación armónica; por el contrario, entre estas existe un conflicto
insuperable. Para decirlo de una manera simple: en la máxima del arbi-
trio se puede adoptar el principio de la eudaimonía (placer, felicidad), o
el de la eleuteronomía (principio de la libertad de legislación interior),
como elemento rector.
Armado con su teoría de la acción, Kant puede recuperar gran parte
de los análisis genealógicos de la moral realizados por los empiristas en
sus historias naturales o conjeturales. La primera aportación de estos
análisis es hacer patente que no tiene sentido discutir si los seres hu-
manos son por naturaleza buenos o malos; aquello que los define en su
flexibilidad y, por tanto, en su capacidad de ser las dos cosas en distintos
contextos. De lo que se trata es de circunscribir aquellas condiciones in-
dividuales y sociales que propician acciones buenas y las que propician
acciones males. Para cumplir con esta tarea, Kant desarrolla también
una historia conjetural. No olvidemos que el objetivo de estas narra-
ciones no es describir la complejidad del desarrollo histórico; se trata

199
Recordemos que la necesidad implícita en la noción de causalidad es una
categoría introducida por el entendimiento, pero la experiencia no demues-
tra un carácter nomológico entre causa y efecto, como advirtió Hume. A
este respecto podemos recuperar una tesis de Donald Davidson respecto a
que es indispensable distinguir entre enunciados causales singulares y la
explicación causal, en donde esta última adquiere su aspecto de necesidad.
Consultar el famoso artículo “Acciones, razones y causas” de 1963 (en
Alan R. White (ed.), La filosofía de la acción, México, fce, 1976).

284
simplemente de crear un modelo dinámico que me permita explicar el
tránsito de una situación a otra. Para lograrlo, introduce un principio
teleológico con el objetivo de estructurar la narrativa, pero dicho prin-
cipio tiene un carácter meramente heurístico, es decir, no se pretende
que esa teleología sea real.200 Solo se trata de reducir la complejidad
para después orientar el trabajo empírico. En otras palabras, Kant no
afirma que puede demostrarse la presencia de un progreso moral; su
tesis consiste en sostener que si la ley moral ordena que debemos ser
mejores (moralmente hablando), se trata de establecer si tenemos las
condiciones para cumplir con ese objetivo.
Kant inicia su narración con la afirmación de que la historia de los
seres humanos comienza por el mal; con esto no quiere decir que sean
malos por naturaleza, pues sería asumir que ese mal no es imputable
a ellos y, por tanto, perdería su carácter moral. Pensemos en Hobbes,
quien al negar la existencia de un libre arbitrio tiene que admitir que
los seres humanos no son malos, sino peligrosos, y que ese atributo es
insuperable. En cambio, al sostener que son responsables de ese mal
(el mal radical), se abre la posibilidad de que esa situación se transfor-
me; como dice en su Pedagogía,201 el ser humano es susceptible de ser
formado, educado. Kant utiliza la noción de propensión al mal, con
la cual quiere decir que los individuos no están determinados a actuar
mal, sino que elegir el mal resulta para ellos más fácil, menos costoso
que elegir el bien.

200
“La finalidad de la naturaleza es, pues, un particular concepto a priori que
tiene su origen solamente en el Juicio reflexionante. Pues atribuir a los
productos de la naturaleza algo como una relación, en ellos, de la natura-
leza con fines, no se puede hacer: se puede tan sólo usar ese concepto para
reflexionar sobre ella, refiriéndose al enlace de los fenómenos en ella que
es dado según las leyes empíricas”. Crítica del Juicio, Intro., iv, p. 91.
201
Immanuel Kant, Pedagogía, Madrid, Ediciones Akal, 2003.

285
Es aún necesaria la explicación que sigue para determinar el concep-
to de esta propensión. Toda propensión es física —esto es: pertenece
al albedrío del [ser humano] como ser natural— o es moral, esto es:
perteneciente al albedrío del mismo como ser moral. En el primer
sentido no se da ninguna propensión al mal moral; pues éste tiene
que surgir de la libertad, y una propensión física (que está fundada
en impulsos sensibles) a algún uso de la libertad, sea al bien o al
mal, es una contradicción. Por lo tanto, una propensión al mal sólo
a la facultad moral del albedrío puede ir ligada.202

La doctrina cristiana nos acostumbró a pensar en el mal como algo


extracotidiano, como una fuerza que irrumpe desde el exterior en nues-
tra vida diaria (pensemos en el diablo como aquella figura que lo repre-
senta). En contraste, aunque Kant no niega la presencia de una convic-
ción maligna en algunos seres humanos, sostiene que estos casos no son
tan comunes como se piensa; generalmente, la elección por el mal tiene
que ver con motivos más cotidianos (es lo que Adam Smith calificó de
inercia natural o espontánea de los seres humanos): el deseo de ahorrar
esfuerzos tanto físicos como mentales. También juega un papel impor-
tante el afán de seguridad y, especialmente, la muy extendida tendencia
a rebajar el amor propio a simple egoísmo.
Hannah Arendt se apoya en ese punto para proponer la noción de
banalidad del mal, y nos ofrece un ejemplo interesante y polémico:
para ella, Adolf Eichmann no es el ser demoniaco que quiere presentar
el fiscal del Estado de Israel, sino un simple funcionario (Beamte) que
se destaca por su poca predisposición a la reflexión, ya que su aspi-
ración a trepar por el escalafón burocrático, con los beneficios perso-
nales que eso conlleva, absorbe casi toda su energía. Recordemos que
muchos de estos empleados del Estado nacionalsocialista eran capaces

202
La Religión, p. 40.

286
de conmoverse hasta las lágrimas al escuchar los versos del último
movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. La descripción de
Arendt, lejos de excusar o atenuar la culpabilidad de Eichmann, nos
presenta una situación más inquietante, pues hace patente que seres
comunes y corrientes son capaces de hacer las peores atrocidades li-
bremente. De hecho, la eficacia con la que actuó este personaje mues-
tra su amplia capacitación en el uso instrumental de su razón, sin que
esto lo motivara a tener una actitud reflexiva sobre las consecuencias
de sus actos.
Lo que sí retoma Kant del cristianismo es la noción de pecado origi-
nal para elaborar una peculiar interpretación. Elegir el mal (el pecado)
es aquello que nos humaniza porque la transgresión a la ley es aquello
que demuestra, no en términos teóricos, sino prácticos, nuestra capaci-
dad de actuar libremente (recordemos el mito bíblico del Génesis). La
experiencia práctica de la transgresión es aquello que capacita al indi-
viduo a comportarse no solo conforme a lo establecido por la ley, por
miedo u otros estímulos sensibles, sino también por respeto a su conte-
nido, pues dicha vivencia hace patente que respetarla puede ser un acto
de libertad (autolegislación). De ahí, la estrecha relación que establece
Kant entre ley y libertad:

A fin de que nadie se figure topar aquí con incoherencias, cuando


ahora describo a la libertad como la condición de la ley moral y
luego, a lo largo del tratado, afirme que la ley moral supone la con-
dición bajo la cual podemos cobrar consciencia de la libertad por
vez primera, quisiera advertir que, si bien es cierto que la libertad
constituye la ratio essendi de la ley moral, no es menos cierto que la
ley moral supone la ratio cognoscendi de la libertad. Pues, de no ha-
llarse la ley moral nítidamente pensada con anterioridad en el seno
de nuestra razón, nunca nos veríamos autorizados a admitir algo así
como lo que sea la libertad (aun cuando ésta no resulte contradicto-

287
ria). Mas, si no hubiera libertad, no cabría en modo alguno dar con
la ley moral dentro de nosotros.203

En lo anterior se halla implícita una importante crítica a la tradición


empirista, pues Kant sostiene que es un error pensar que es posible dar
cuenta de la amplitud del fenómeno moral desde la perspectiva del ob-
servador, propia del uso teórico de la razón. Para él se requiere tomar
como punto de partida la perspectiva del participante que define el uso
práctico de la razón; como dirá más adelante Goethe: “«En el principio
era la acción»”.204 El actor percibe la ley como la instancia que abre la
alternativa básica o primaria (respetarla o transgredirla), la cual hace
posible la elección del arbitrio. Adán y Eva tenían que transgredir la ley,
porque esta aparecía como un elemento externo, un mandato de Yahvé,

203
Crítica de la razón práctica, nota 101 al A 5. “Pero la libertad es también la
única entre todas las ideas de la razón especulativa respecto de cuya posibi-
lidad sabemos algo a priori, aun cuando no lleguemos a comprenderla, por
cuanto supone la condición de esa ley moral que sí conocemos”. Ibid., A 5.
Aquí se encuentra la fuente de esa magnífica obra que es Fausto de Goethe.
204
Johann W. von Goethe, Fausto, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid
/ Abada Editores, 2010, 1235. Cabe apuntar que algo similar sostiene
Herbert L. A. Hart cuando afirma que para comprender el derecho se
requiere asumir un punto de vista interno (el ciudadano o funcionario).
Así por ejemplo, Hans Kelsen sostiene que la norma fundamental, aquella
que clausura el orden jurídico, es “Debes respetar la constitución y las
normas que emanan de los procedimientos establecidos por ella”. Desde
la perspectiva del participante (el punto de vista interno) de inmediato se
advierte que la exigencia de esa norma, en la medida en que se encuentra
ligada a lo noción de deber, se sustenta en la razón en tanto se reconoce a
los participantes como seres libres. Es decir, debo obedecer la constitución
en la medida en que garantiza el ejercicio de la libertad; de ahí que las nor-
mas fundamentales sean aquellas que permiten cumplir con esa exigencia.
Véase Herbert L. A. Hart, El concepto de derecho, Buenos Aires, Abeledo-
Perrot, 1963, y Hans Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado,
México, unam, 1995.

288
y gracias a esa transgresión pueden experimentar la libertad que los hu-
maniza. Se trata de que la ley deje de ser una imposición para abrir paso
a la autolegislación, lo cual solo es posible en la medida en que esa meta
(objetivo) tenga como fundamento la experiencia práctica de la libertad.
Como hemos dicho, Kant considera que la propensión del ser hu-
mano es hacer a un lado las exigencias de la razón para responder a las
demandas de los deseos. La causa de esto no es, por necesidad, que la
convicción de su arbitrio sea maligna, sino que, normalmente, la causa
consiste en que eso resulta más fácil y además, como apreciaron los
empiristas, por la fuerza que encierra la búsqueda del placer (felicidad).
Lo que se requiere es la determinación de las condiciones que deben
crearse para que la razón adquiera un papel activo en la formación de
los motivos.
Si todo se redujera a una confrontación entre razón (eleuteronomía)
y deseos (eudaimonía), como se establece en el planteamiento clásico,
no existiría ninguna solución.205 Sin embargo, los deseos no conforman
una totalidad armónica; por el contrario, el conflicto comienza entre
ellos mismos. Con esto se abre la posibilidad de que la razón intervenga,
primero en su faceta instrumental, ya que se presenta un medio para ge-
nerar un orden entre ellos y, de esta manera, se amplían las posibilidades
de alcanzar la felicidad, entendida, en principio, como la capacidad de
sumar e incrementar placeres.

Las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, bue-


nas, esto es, no reprobables, y querer extirparlas no solamente es
vano, sino que sería también dañino y censurable; más bien hay que
domarlas para que no se consuman las unas por las otras, sino que

205
Estamos ante una versión del clásico dilema de los prisioneros: si se juega
una sola vez y con actores que se mantienen constantes en su convicción
no hay salida. Para encontrar la solución tenemos que introducir la variable
del tiempo y la capacidad de los jugadores de aprender de la experiencia.

289
puedan ser llevadas a concordar en un todo llamado felicidad. La
Razón que ejecuta esto se llama prudencia.206

Esto no es ninguna novedad de la teoría kantiana, los representantes


del empirismo ya se habían centrado en este hecho y propusieron distin-
tas clasificaciones (pasiones violentas y pacíficas, pasiones e intereses,
etcétera) para adentrase en la complejidad de este ámbito de la facultad
de desear. Como podemos apreciar en su Antropología, Kant conocía
estas propuestas y, en cierta forma, las retomó, aunque nunca desarrolló
el tema de manera tan amplia como lo hicieron sus predecesores.
La aportación kantiana reside en destacar que la razón no es inmune
a ese conflicto, sino que en ella misma se reproduce bajo sus propios
términos. En el seno de la voluntad (la razón en su uso práctico) se
confrontan el anhelo de orden y seguridad, lo que nos lleva a mitos,
religiones, metafísicas e ideologías, con el modesto anhelo de la verdad.
Para dar una cierta oportunidad a esta última se requiere, precisamente,
empezar por una crítica de la razón que evidencie sus límites.
Kant coincide con los empiristas en dos puntos: 1) En términos ge-
néticos la razón empieza a intervenir en el proceso de formación de los
motivos con un carácter instrumental (como sierva de las pasiones); los
deseos establecen los fines y la razón determina los medios más adecua-
dos para acceder a ellos. 2) La razón solo se convierte en un elemento
dinámico, es decir, adquiere la capacidad de impulsar las acciones aso-
ciadas con una o varias de las apetencias. Esto último indica que para
comprender el proceso de formación de los motivos es necesario hacer
a un lado la disyuntiva entre razón o pasiones para percibir las diversas
relaciones y jerarquías que se establecen entre ellos.
Pero la coincidencia cesa cuando Kant agrega que la razón no puede
ni debe limitarse a esa función instrumental, lo que la haría pasiva en

206
La Religión, p. 64.

290
relación con la definición de los fines, sino que ella misma posee un
contenido (la ley moral) que pretende constituirse en el fin supremo.
Se precisa explicar cómo la razón puede alcanzar este difícil objetivo.
Para lograrlo, Kant acude a un viejo argumento utilizado por Platón en
su crítica a los sofistas. La primera premisa resalta que la felicidad no
puede entenderse como la simple acumulación de placeres, pues de esta
manera nunca se podría alcanzar una satisfacción. Una vez satisfecho el
deseo, con la sensación de placer que implica, este no desparece, sino
que retorna y en muchas ocasiones lo hace con una mayor fuerza en su
exigencia: quedamos atrapados en un eterno retorno de lo mismo. Pla-
tón dice que pensar esa idea simple de la felicidad sería como tratar de
llenar con agua un barril con múltiples orificios, con un cazo igualmente
agujereado.
La felicidad, con independencia del contenido que le da cada indi-
viduo, requiere la capacidad de domar y organizar nuestros deseos para
que, a pesar de las tensiones insuperables que existan entre ellos, pueda
existir una cierta congruencia. Pero esta tarea necesita la constitución de
un ser libre (ser señor de sí): el individuo debe obedecer el imperativo
de la razón, pues de lo contrario su acción únicamente respondería al de-
seo que adquiere mayor fuerza en un momento determinado, sin poder
dar una cierta coherencia a su comportamiento, lo que le impide acceder
a sus fines (“la libertad que no es externamente coincidente con las leyes
universales se impide a sí misma la felicidad”).

Sólo es susceptible de ser feliz quien se resiste a utilizar su libre ar-


bitrio conforme a los data relativos a la felicidad que le proporciona
la Naturaleza. Esta propiedad del libre arbitrio es la conditio sine
qua non de la felicidad. La felicidad no consiste propiamente en la
mayor suma de placeres, sino en el gozo proveniente de la concien-
cia de hallarse uno satisfecho con su autodominio; cuando menos
esta es esencialmente la condición formal de la felicidad, aunque

291
también sean necesarias (como en la experiencia) otras condiciones
materiales. (Reflexión 7202)207

El uso de los imperativos hipotéticos manifiesta ese uso instrumental


de la razón, que hace posible la organización de los deseos para que
puedan tornarse compatibles; es la unidad del ideal de la felicidad. Sin
embargo, a diferencia de los empiristas, Kant afirma que la razón tiene
que ir más allá, de ese uso instrumental, hasta convertirse en la instancia
fundamental en el proceso de formación de los motivos, esto es, hasta
subordinar el conjunto de los imperativos hipotéticos al mandamiento
que encierra el imperativo categórico.208 Esa inversión en las prioridades
es lo que hace de los seres humanos dignos de ser felices, aunque esto
no garantice por sí mismo alcanzar esa meta. Kant admite que esta in-
versión, a la que también llama en algunas de sus obras vuelco o revolu-
ción del corazón, es lo más difícil de conseguir en términos empíricos.
Kant, al igual que Hobbes, considera que la formación de los seres
humanos tiene que pensarse como el resultado de un largo proceso histó-
rico, en el cual la experiencia de los males, propiciados por los conflictos
sociales, les permita ampliar su prudencia y capacidad para utilizarla en
207
Para todos aquellos que consideran que en la ética kantiana el tema de la
felicidad es relegado o incluso olvidado, sería conveniente la reflexión
que acabamos de citar. En la dimensión pura se hace a un lado la felicidad
porque en ella no se localiza el fundamento de las normas, pero se torna
un tema central cuando se trata de dar cuenta de la conducta de los seres
humanos.
208
“Es para [los seres humanos] un deber progresar cada vez más desde la
incultura de su naturaleza, desde la animalidad (quoad actum) hacia la
humanidad, que es la única por la que es capaz de proponerse fines: suplir
su ignorancia por instrucción y corregir sus errores; y esto no sólo se lo
aconseja la razón práctico-técnica para sus diferentes propósitos (de la
habilidad), sino que se lo ordena absolutamente la razón práctico-moral y
se convierte este fin en un deber suyo, para que sea digno de la humanidad
que habita en él. La Metafísica, § 387, p. 238.

292
los diferentes contextos en que actúan. En lo que difieren radicalmente
ambos autores es en la descripción de las causas de ese conflicto y, con
esto, el destino de ese proceso de formación. Hobbes, al negar el libre
arbitrio, ubica el conflicto como el efecto de una inclinación insuperable
de la naturaleza humana; para él los seres humanos no son estrictamente
malos, ya que esto supondría aceptar ese tipo de libertad, sino peligrosos,
y nunca podrán dejar de serlo. Por tanto, desde su perspectiva se requiere
una solución técnica: la formación de un poder capaz de crear los canales
institucionales para encauzar su conducta. Kant parece coincidir con él
cuando afirma que el ser humano necesita de un “señor, que le quebrante
su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad valedera para
todos”.209 Sin embargo, agrega lo siguiente:

Pero ¿de dónde escoge este señor? De la especie humana, claro está.
Pero este señor es también un animal que necesita, a su vez, un se-
ñor. Ya puede, pues, proceder como quiera, no hay manera de imaginar
cómo se puede procurar un jefe de la justicia pública que sea, a su vez,
justo; ya sea que se le busque en una sola persona o en una sociedad de
personas escogidas al efecto. Porque cada una abusará de su libertad si
a nadie tiene por encima que ejerza poder con arreglo a leyes. El jefe
supremo tiene que ser justo por sí mismo y, no obstante, un [ser huma-
no]. Así resulta que esta tarea es la más difícil de todas; como que su
solución perfecta es imposible; con una madera tan retorcida como es
el [ser humano] no se puede conseguir nada completamente derecho.
Lo que nos ha impuesto la Naturaleza es la aproximación a esta idea.210

Para Kant el progreso moral es producto de la actividad de los indi-


viduos, e implica su transformación de tal manera que se abra la posi-
bilidad de que su razón adquiera, paulatinamente, una mayor relevan-
209
Immanuel Kant, “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita”,
Filosofía de la historia, Madrid, fce, p. 50.
210
Ibid., p. 51.

293
cia en la constitución de sus motivos. Sin embargo, admite que resulta
imposible acceder plenamente a la meta, ya que implicaría convertir al
ser humano en una criatura que actúa solo racionalmente.211 La única
manera de dar una cierta base empírica al ideal del progreso moral es
aceptar que si bien los avances en este largo y complejo proceso son
conseguidos por la acción de los individuos, estos tienen que objetivarse
en las normas y en las instituciones que ellas generan, ya que solo así se
logra la permanencia o continuidad de esas conquistas.
La crítica a Hobbes consiste en destacar que si bien a corto plazo
las soluciones autoritarias ofrecen una opción más fácil, a mediano y
largo plazo impiden la formación de los seres humanos. Por eso, a pesar
de los riesgos que esto entraña, es preferible, en términos pragmáticos,
considerar que el orden civil tiene que ser una obra colectiva. La única
manera de formarse para la libertad es ejerciéndola, a pesar de los peli-
gros e inconvenientes que ello encierra; tratar de evitar estos últimos es
una ilusión que abre el camino al autoritarismo. Por eso, a pesar de que
se pueda aceptar la buena intención de aquellos que consideran la rea-
lización de una justicia distributiva, como una condición indispensable
de la formación de un pueblo para la libertad, el efecto de esa creencia
es fortalecer e intensificar las relaciones de dominio.
Hobbes y Kant vuelven a coincidir respecto a que el proceso de for-
mación moral de los seres humanos no encierra ninguna necesidad; am-
bos autores reconocen el devenir histórico como el ámbito por excelen-
cia de la contingencia. Así como Kant se empeña por reconocer aquellas
fuerzas que impulsan dicho proceso, al mismo tiempo no pierde de vista

211
“Instituir un pueblo de Dios moral es por lo tanto una obra cuya ejecución
no puede esperarse de los [seres humanos], sino sólo de Dios mismo. Con
todo, no está permitido al individuo estar inactivo respecto a este negocio”.
La Religión, p. 101. Aquí Kant considera que la existencia de Dios no es
algo probado; se trata de una “idea de la Razón” que permite a los seres
humanos mantener la esperanza en la tarea de realizar los deberes morales.

294
que existen también muchas otras fuerzas que se oponen. De hecho, la
lectura de los escritos sobre religión y de los pequeños trabajos sobre
historia hace patente que Kant es bastante escéptico, ya no digamos de
llegar a la meta, representada por el reino de los fines, sino de alcanzar
conquistas definitivas en la aproximación a ella. Sin embargo, en repe-
tidas ocasiones afirma que por exigencias pragmáticas la razón debe
asumir una posición optimista, ya que es lo que permite mantener la
lucha que nos impide caer en el estado de naturaleza, como fue descrito
por Hobbes, o para buscar una salida de este.
En el contexto de esta discusión aparece de nuevo el tema de la fe-
licidad, el cual había sido desterrado del ámbito puro de la filosofía
práctica, ya que dicho bien no tiene nada que ver con el problema de
la fundamentación racional de las normas. Sin embargo, cuando nos
adentramos en la dimensión empírica, propia de la ciencia de la regla
efectiva, entonces el tema de la felicidad no solo vuelve a aparecer, sino
que adquiere un papel protagónico porque se trata de establecer si las
exigencias de la virtud, emanadas de la razón pura práctica, pueden lle-
gar a ser compatibles con la búsqueda de la felicidad, la cual representa
el impulso central en el proceso de formación de los motivos. En este
punto se advierte que, al igual que las éticas clásicas, la kantiana tiene
dos grandes temas, la virtud y la felicidad, y un problema central: el
lograr una cierta compatibilidad entre estas.
Cabe advertir que en ese punto Kant no introduce grandes noveda-
des. En su lugar, retoma la estrategia clásica, sistematizada por Platón.
Es decir, comienza por destacar que la felicidad no consiste en la simple
acumulación de placeres, sino que la primera condición para aproximar-
se a ella es estableciendo un orden racional entre estos, lo cual significa
que el individuo adquiere la capacidad de controlar y encauzar sus de-
seos (darles forma). La noción clásica de eudaimonía implica, precisa-
mente, esa capacidad de convertirse en señor de sí, lo que da lugar a lo
que Kant denomina contento o satisfacción de sí mismo, que trasciende

295
la experiencia del placer sensible. Con esto introduce la distinción entre
felicidad física y felicidad moral.

La segunda dificultad que se hace presente cuando se considera al


[ser humano] en su aspiración al bien, atendiendo a este bien mo-
ral mismo en relación a la bondad divina, concierne a la felicidad
moral; por tal no se entiende aquí el aseguramiento de una posesión
perpetua del contento con el propio estado físico (liberación de los
males y goce de un placer siempre creciente) como felicidad física,
sino que se trata de la realidad efectiva y persistencia de una inten-
ción que empuja continuamente al bien (no apartándose nunca de
él); pues el constante «aspirar al reino de Dios», con tal que se estu-
viese firmemente seguro de la inalterabilidad de una intención tal,
sería tanto como saberse ya en posesión de este reino, pues el [ser
humano] así intencionado confiaría ya de por sí en que le «será dado
todo lo demás (lo que concierne a la felicidad física)».212

La tesis kantiana consiste en destacar que la razón no puede garan-


tizar el paso de la conducta virtuosa a la felicidad; es por esto que aquí
aparece la noción de Dios como una idea de la razón que puede refor-
zar la esperanza de alcanzar la conexión entre virtud y felicidad física.
Sin embargo, más allá de esta tesis, que nos conduce a un terreno que
trasciende la capacidad de la razón, Kant agrega que el respeto a las exi-
gencias de la razón (las cuales se condensan en el imperativo de consti-
tuirse en un ser libre) nos convierte en seres dignos de ser felices y nos
ofrece una forma de felicidad moral que proviene de experimentar la
autonomía. Visto desde la historia de la ética, podemos decir que Kant
coincide con Aristóteles respecto a que la virtud, si bien es una condi-
ción necesaria de la felicidad (física), no es una condición suficiente, ya
que depende de diversos factores que trascienden el poder del indivi-

212
La Religión, pp. 72 y 73.

296
duo. Pero también recupera de las éticas helenísticas, especialmente del
estoicismo, la tesis respecto a que el ejercicio de la virtud genera una
felicidad moral, la cual aunque no tiene la intensidad de la primera, sí
logra una mayor continuidad, o permanencia, y una cierta independen-
cia de las cambiantes circunstancias. “Verdaderamente, el [ser humano]
pensante, cuando ha vencido las incitaciones del vicio y es consciente
de haber cumplido un deber a menudo penoso, se encuentra en un es-
tado de tranquilidad de ánimo y de contento, al que muy bien se puede
llamar felicidad, y en el cual es su propia recompensa”.213
¿En qué medida esta llamada felicidad moral es un factor que propicia
que la razón adquiera el lugar privilegiado en el proceso de formación
de los motivos? La respuesta a esta pregunta nos conduce a una amplia
polémica que ha sido una constante en la historia de la ética. Sin tratar de
ofrecer una respuesta ahora, lo que me interesa destacar es que desde el
momento en que comprendemos adecuadamente la manera en que se arti-
cula la dimensión pura y la empírica de la filosofía práctica kantiana, gran
parte de las críticas a su hipotético formalismo pierden su sentido. Lo que
no vamos a encontrar en su filosofía es la idea de que la formación moral
de los seres humanos tiene que conducir a la superación del conflicto o,
como diría Hegel, de la escisión, entre razón y pasiones, ya que en esto
reside la raíz de su libertad. Para Kant lo trágico, entendido en sentido he-
geliano, como confrontación de bienes, no es mera negatividad, es decir,
un fenómeno transitorio, sino un rasgo insuperable del mundo humano.
Calificar de formalista la ética kantiana tiene sentido respecto a que
en esta no se pretende ofrecer una forma de vida buena universal y ne-
cesaria; esto, lejos de ser un defecto o error, representa un intento de
hacer compatibles el dato empírico del pluriverso humano, asociado a
la contingencia, con el universalismo de la razón.

213
La Metafísica, § 377, p. 226.

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