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TEMA 5: LA IMPRUDENCIA
1. CUESTIONES GENERALES
El proceso de industrialización que comienza con la revolución industrial en el siglo XIX, y que
continúa y aumenta en el siguiente, supuso la manipulación de máquinas y medios peligrosos
para la vida, la salud, la integridad física y el patrimonio de las personas.
Esta circunstancia pronto comenzó a plantear problemas para un Derecho Penal que hasta ese
momento se había centrado en el delito doloso, dejando prácticamente abandonado al delito
imprudente. Pronto se observó, sin embargo, que la distinción dolo-imprudencia era algo más
que un problema de la culpabilidad y que el delito imprudente ofrecía ya particularidades
notables en el tipo de injusto.
2. CONCEPTO DE IMPRUDENCIA
Así, el penalista alemán ENGISCH destacó que junto a la pura conexión causal de la acción
imprudente con el resultado y la culpabilidad (elementos que eran los únicos que se exigían
entonces) había un tercer elemento importantísimo, sin el cual no podría fundamentarse el
tipo de injusto del delito imprudente: el deber objetivo de cuidado.
El primer componente de la imprudencia es, por tanto, la previsibilidad del resultado lesivo,
esto es, que se pudiera representar anticipadamente su eventual concurrencia futura.
Dado que, por mucho que fuera previsible, no existe voluntad de causar el resultado lesivo, lo
que verdaderamente fundamenta la responsabilidad en la imprudencia es un elemento
normativo: la infracción del deber de cuidado exigible al autor, distinguiendo la doctrina
mayoritaria dos dimensiones – objetiva y subjetiva – en este deber de cuidado.
Estas «reglas de cuidado» no son siempre fáciles de precisar y es necesario recurrir, a veces,
a criterios abstractos como «buen conductor», «conductor experimentado», «hombre de
inteligencia media», etc. En otras ocasiones, las reglas de cuidado que deben observarse
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vienen descritas en preceptos de normas administrativas (el Código de la Circulación), cuya
inobservancia constituye generalmente una imprudencia. Otras veces hay que recurrir a
reglas de experiencia en el ejercicio de determinadas profesiones (la llamada lex artis):
médico, ingeniero, arquitecto. A veces las peculiaridades técnicas de la conducta que se
desarrolla dificultan la valoración del comportamiento como imprudente y ello hace que, a
menudo, imprudencias profesionales de médicos, arquitectos, etc, no sean castigadas.
Uno de estos principios es el principio de confianza que permite, en las actividades peligrosas
en las que participan varias personas, esperar que también los demás actúen con la diligencia
debida.
Así, por ej., en un cruce de calles el conductor que tiene preferencia puede confiar en que
los otros conductores respeten esa preferencia. Igual sucede en los trabajos realizados en
equipo (por ej., una intervención quirúrgica), en los que cada uno de los integrantes del
equipo puede confiar en que los demás colegas realizarán la parte del trabajo que les
corresponde con la debida diligencia. Sin embargo, este principio no puede pretender una
vigencia absoluta cuando es evidente que alguien va a defraudar esa confianza, bien de modo
imprudente (el peatón atraviesa la calzada a pesar de estar en rojo el semáforo; el ayudante
de quirófano es un novato), bien de modo doloso (se vende un arma o veneno a quien se sabe
que se va a suicidar o que va a matar a otro). En estos casos habrá imprudencia si se es
excesivamente confiado en lo que va hacer otra persona o, incluso, participación dolosa en el
hecho doloso ajeno.
Todos estos criterios sirven para delimitar el tipo de injusto del delito imprudente de forma
objetiva, al margen de situaciones subjetivas o conocimientos especiales que tenga el autor
de la acción y que ahora veremos cómo repercuten en la delimitación del concepto de
imprudencia.
En relación con este último deber, resulta especialmente complejo el supuesto de que el
sujeto tuviera unas capacidades, conocimientos especiales o cualificaciones superiores a las
objetivamente exigidas. ¿Qué ocurre, por ejemplo, en el caso de un médico especialmente
experto que se comporta de acuerdo con el deber objetivo de cuidado exigible al médico
medio, pero por debajo de sus posibilidades personales, produciéndose un resultado que él sí
hubiera podido evitar de haber agotado todas sus posibilidades de actuación? ¿Debe castigarse
por imprudencia – aunque haya satisfecho las exigencias objetivas medias -, por haber dejado
voluntariamente de emplear sus facultades especiales?
Puede afirmarse que si la esencia de la imprudencia viene constituida por la infracción del
deber de diligencia, no parece necesario diferenciar entre un deber objetivo y subjetivo de
cuidado: En la medida en que a los ciudadanos solo puede imputárseles la infracción de un
deber cuando les fuera personalmente exigible no haberlo contravenido, no cabe hablar más
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que de deberes “subjetivos” de cuidado, personalmente exigibles atendiendo a las
capacidades y potencialidades concretas del individuo en cuestión. No existe dificultad
alguna, por tanto, para considerar imprudente el comportamiento de aquél sujeto que,
poseyendo capacidades o conocimientos superiores a los medios, no los utiliza, pudiendo
haberlos empleado para evitar el resultado lesivo.
3. CLASES DE IMPRUDENCIA
3) La imprudencia profesional.
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Esta idea conduce a que en el Código penal el delito imprudente se castigue sólo en los casos
en los que dicha modalidad de comisión de un tipo delictivo esté expresamente prevista en la
ley (art. 12).
El art. 12 dice que «Las acciones u omisiones imprudentes sólo se castigarán cuando
expresamente lo disponga la Ley».
De acuerdo con esta regla, de toda la gama de acciones imprudentes que se dan en la vida
diaria en los más diversos sectores y ámbitos, el Código penal sólo eleva a la categoría de
delitos casos de imprudencia grave en relación con algunos tipos delictivos y,
excepcionalmente en los delitos contra la vida y la integridad física, casos de imprudencia
leve. Generalmente se trata de bienes jurídicos de especial importancia o trascendencia
social (vida, integridad física, vida del feto, genotipo humano, daños patrimoniales de
especial gravedad, salud pública, etc.) en los que, incluso aplicando el principio de
intervención mínima del Derecho penal, se considera necesario recurrir a la sanción penal
para reprimir o, en su caso, prevenir su lesión o puesta en peligro imprudente. También en
relación con el desempeño de algunas funciones públicas se exige un especial cuidado que
convierte en delito la imprudencia grave de los encargados de realizarlas cuando dan lugar,
por ejemplo, a la comisión de falsedades en documentos públicos; a la aplicación incorrecta
de la ley o prevaricación; O al conocimiento por parte de personas no autorizadas de material
que afecte a la defensa nacional.
En principio, las únicas formas de imputación existentes en Derecho Penal son la dolosa y la
imprudente; todo lo que no sea atribuible a dolo o a imprudencia debe ser excluido del
ámbito del Derecho Penal e, incluso, del ámbito de lo típicamente relevante.
Esto que parece lógico es, sin embargo, una conquista relativamente reciente del moderno
Derecho penal y, aún así, no siempre respetada. El Derecho penal, aún en el siglo XX, ha
conocido una tercera fuente de imputación distinta a la dolosa y a la imprudente, que es la
pura responsabilidad por el resultado.
Su origen más inmediato se encuentra en el principio “versari in re illicita”, procedente del
Derecho Canónico medieval, según el cual bastaba con que se iniciara la ejecución de un acto
ilícito para que se imputase a su autor el resultad producido, aunque dicho resultado fuese
fortuito y totalmente alejado de la finalidad y de la previsibilidad del sujeto. La
responsabilidad por el resultado se vinculaba, por tanto, a un inicial hecho ilícito,
generalmente un delito doloso, aunque podía ser imprudente; de esta manera, una vez
iniciado el hecho ilícito básico, el autor respondía de todas sus consecuencias, aunque fueran
fortuitas.
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Una consecuencia de esta concepción objetiva de la responsabilidad eran también los delitos
cualificados por el resultado, en los que bastaba que el resultado cualificante se produjera
como consecuencia de un delito inicial doloso, si bien, tras la reforma de 1983, el resultado
cualificante sólo se imputaba y, en consecuencia, se podía imponer la pena más grave
prevista para estos supuestos, si se causaba al menos imprudentemente.
El Código Penal de 1995 ha suprimido estos delitos cualificados por el resultado para dejar
paso a las reglas generales del concurso, cuando procedan, entre el delito inicial (p. ej.
abandono de un menor) y el que se haya producido, generalmente de forma imprudente,
como consecuencia del mismo (p.ej. la muerte del menor abandonado).
No obstante, todavía se encuentra en el Código Penal algún precepto aislado que recoge
cualificaciones por el resultado, p.ej. en los delitos de terrorismo, se impone la pena de
prisión de veinte a treinta años “si causaran la muerte de una persona” en el abuso de
información privilegiada por parte de funcionario o autoridad se agrava la pena “si resultara
grave daño para la causa pública o para tercero”. En todo caso, estas cualificaciones solo
serán imputables si, al menos, se producen imprudentemente.
EL CASO FORTUITO
El art. 5 del Código Penal dice “No hay pena sin dolo o imprudencia”.
Tradicionalmente se ha considerado que una declaración de este tipo solo podía entenderse
como una causa de exclusión de la culpabilidad, ya que tanto el dolo como la imprudencia,
cuya ausencia determina que no se pueda imponer una pena, se consideraban por un amplio
sector doctrinal como formas de culpabilidad.
Sin embargo, si se admite que el dolo y la imprudencia son las únicas formas subjetivas de
imputación en el tipo de injusto, habrá que considerar que su ausencia es una causa de
exclusión del tipo de injusto que excluye el mal producido fortuitamente del ámbito de lo
relevante típicamente.