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VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

TAMBIÉN SOY ESCRITURA

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También soy
escritura
OCTAVIO PAZ CUENTA DE SÍ

Edición y selección
JULIO HUBARD

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

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Primera edición, 2014

Paz, Octavio
También soy escritura. Octavio Paz cuenta de sí / Octavio Paz ; ed. y selec.
de Julio Hubard. – México : FCE, 2014
124 p. ; 21 × 14 cm – (Vida y Pensamiento de México)
ISBN 978-607-16-1871-9

1. Paz, Octavio – Crítica e interpretación 2. Paz, Octavio – Vida y obra


3. Poesía mexicana 4. Literatura mexicana – Siglo XX I. Hubard, Julio, ed.
II. Ser. III. t.

LC PQ7297 Dewey M861 P545t

Agradecemos mucho a Guillermo Sheridan y Gustavo Jiménez Aguirre,


cuya publicación electrónica Octavio Paz por él mismo
seguimos en el segundo capítulo.

Distribución mundial

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit


Fotografía: Octavio Paz, 1° de enero de 1959
© Gamma-Keystone vía Getty Images

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
www.fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672; fax (55) 5227-4694

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere


el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-1871-9
Impreso en México • Printed in Mexico

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ÍNDICE

Nota del editor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

1914-1929. Mi primer recuerdo… . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

1929-1937. En 1929 comenzó un México que ahora


se acaba… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

1937-1945. “A esta hora”, me dije… . . . . . . . . . . . . . . . . 57

1945-1962. Mi vida dio otro salto al terminar 1945… . . 73

1962-1980. Volví a la India en 1962… . . . . . . . . . . . . . . 95

1980-1998. Un charco es mi memoria… . . . . . . . . . . . . 111

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NOTA DEL EDITOR

Quiero que este libro se lea con la idea con que fue armado:
como un soliloquio autobiográfico de Octavio Paz, y no como
una pieza de investigador. Desterré las notas, las bibliografías,
los aparatos técnicos que sirvieron para la preparación, selec-
ción, armado y ensamblaje de estas páginas por dos razones:
primero, porque estorban al lector y afean el libro; segundo,
porque el ámbito de los investigadores tiene a mano cuanto
requiera para el juego de las verificaciones, fechas, datos y de-
más precisiones, útiles, en todo caso, para otra clase de goce.
Excepto la división capitular y esta nota, todas y cada una de
las líneas de este libro provienen de las obras de Octavio Paz.

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1914-1929

MI PRIMER recuerdo. ¿Qué edad tendría? No sé, tres o cuatro


años quizá.

Ando entre las imágenes de un ojo


desmemoriado. Soy una de sus imágenes…

Estoy dentro del ojo: el pozo


donde desde el principio un niño
está cayendo, el pozo donde cuento
lo que tardo en caer desde el principio,
el pozo de la cuenta de mi cuento
por donde sube el agua y baja
mi sombra.

Me veo, mejor dicho: veo una figura borrosa, un bulto in-


fantil perdido en un inmenso sofá circular de gastadas sedas,
situado justo en el centro de la pieza. Con cierta inflexibilidad,
cae la luz de un alto ventanal. Deben ser las cinco de la tarde
pues la luz no es muy intensa. Muros empapelados de un des-
vaído amarillo con dibujos de guirnaldas, tallos, flores, frutos:
emblemas del tedio. Todo real, demasiado real; todo ajeno,
cerrado sobre sí mismo. Una puerta da al comedor, otra a la
sala y la tercera, lateral y con vidrieras, a la terraza. Las tres
están abiertas. La pieza servía de antecomedor. Rumor de ri-
sas, voces, tintineo de vajillas. Es día de fiesta y celebran un
santo o un cumpleaños. Mis primos y primas, mayores, saltan
en la terraza. Hay un ir y venir de gente que pasa al lado del
bulto sin detenerse. El bulto llora. Desde hace siglos llora y
nadie lo oye. Él es el único que oye su llanto. Se ha extraviado
en un mundo que es, a un tiempo, familiar y remoto, íntimo e
indiferente. No es un mundo hostil: es un mundo extraño,
aunque familiar y cotidiano, como las guirnaldas de la pared
impasible, como las risas del comedor. Instante interminable:
oírse llorar en medio de la sordera universal… No recuerdo
11

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12 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

más. Sin duda mi madre me calmó: la mujer es la puerta de


reconciliación con el mundo. Pero la sensación no se ha bo-
rrado ni se borrará. No es una herida, es un hueco. Cuando
pienso en mí, lo toco; al palparme, lo palpo. Ajeno siempre y
siempre presente, nunca me deja, presencia sin cuerpo, mudo,
invisible, perpetuo testigo de mi vida. No me habla pero yo, a
veces, oigo lo que su silencio me dice: esa tarde comenzaste
a ser tú mismo; al descubrirme, descubriste tu ausencia, tu hue-
co: te descubriste. Ya lo sabes: eres carencia y búsqueda.

Niño entre adultos taciturnos


y sus terribles niñerías,
niño por los pasillos de altas puertas,
habitaciones con retratos,
crepusculares cofradías de los ausentes,
niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
En mi casa los muertos eran más que los vivos.

Vengo de una familia típica de México. Nací en la ciudad


de México, pero viví de niño en un pueblo en las cercanías de
la capital, Mixcoac. Por parte de mi padre, mi familia es muy
antigua —el apellido Paz aparece en el país desde el siglo XVI,
al otro día de la conquista— y es originaria del estado de Jalisco.
Mi abuelo paterno era un mexicano de acentuados rasgos
indígenas. Mis abuelos los maternos eran andaluces y mi ma-
dre nació en México. De manera que mi familia es por una
parte europea y por la otra indígena. Una familia mestiza: mi
padre era mexicano y mi madre española.
También me fascinó la otra vertiente de mi origen. Por
mis abuelos maternos vengo del Puerto de Santa María y de
Medinasidonia. Cuando, ya mayor, conocí Jerez y Cádiz, me
pareció regresar a mi niñez. Tuve dos tías, una gaditana y
otra jerezana, que se llamaban Angustias y Salud; sus efluvios
contradictorios mantenían el equilibrio psíquico de la fami-
lia. Mi familia paterna era liberal y, además, indigenista: anti-
española por partida doble. Mi madre detestaba las discusio-

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nes y respondía a las diatribas con una sonrisa. Yo encontraba


sublime su silencio, más contundente que un tedioso alegato.
Mi madre —hormiga providente… pero hormiga que cantaba
como una cigarra— me decía: procura ser modesto, ya que no
humilde. La humildad es de santos; la modestia, de gente
bien nacida.

Mi madre, niña de mil años,


madre del mundo, huérfana de mí,
abnegada, feroz, obtusa, providente,
jilguera, perra, hormiga, jabalina,
carta de amor con faltas de lenguaje,
mi madre: pan que yo cortaba
con su propio cuchillo cada día.

Don Ireneo, mi abuelo paterno, fue un periodista y escri-


tor conocido. Luchó contra la Intervención francesa y fue par-
tidario de Porfirio Díaz, aunque al final de su vida se opuso al
viejo dictador. Es la figura masculina de mayor impacto en mi
primera edad. Me enseñó

Mi abuelo a sonreír en la caída


y a repetir en los desastres: al hecho, pecho.

Dirigió un diario, La Patria, y escribió novelas populares.


De hecho, durante una época, vivimos de las ventas de uno de
sus libros, un best-seller. Amaba a los libros y había logrado
reunir una biblioteca de cierta importancia. Desde niño leí li-
bros de autores mexicanos. En mi familia nuestros escritores
no sólo eran vistos con respeto y con simpatía sino que se
exaltaba, a veces de modo inmoderado, a los del siglo XIX, es-
pecialmente a los del bando liberal. La razón de esta anomalía
es muy simple: mi abuelo se había alistado desde su juventud
en las filas del liberalismo.
Mi padre y mi abuelo eran muy distintos. Como todas las
casas, la mía era el teatro de la lucha entre las generaciones
(aparte de la otra, tal vez más profunda, entre los sexos). Mi
padre, aunque de familia burguesa, participó en la Revolución
mexicana, fue amigo y compañero del gran revolucionario
Antonio Díaz Soto y Gama. Formaba parte de un grupo de jó-

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venes más o menos influidos por su anarquismo. Estos jóve-


nes querían irse al norte, en la época de la dictadura de Victo-
riano Huerta, donde estaban los ejércitos más disciplinados y
los que realmente, desde el punto de vista militar, le dieron el
triunfo a la Revolución. En el norte dominaban los rancheros
y la clase media; en el sur, los campesinos sin tierra, bandas
que la prensa llamaba “bárbaros”, “hunos”, etc. Sucedió que
esos jóvenes no pudieron unirse a las fuerzas norteñas y se
fueron al sur, donde conocieron a Zapata y fueron conquista-
dos por el zapatismo. Mi padre pensó desde entonces que el
zapatismo era la verdad de México. Creo que tenía razón. Más
tarde, la amistad con Soto y Gama y otros que habían comba-
tido en el sur con los ejércitos campesinos consolidó mis
creencias y sentimientos. El sur era y es acentuadamente in-
dio; allá la cultura tradicional está todavía viva. Cuando yo
era niño visitaban mi casa muchos viejos líderes zapatistas y
también muchos campesinos a los que mi padre, como aboga-
do, defendía en sus pleitos y demandas de tierras. Recuerdo
a unos ejidatarios que reclamaban unas lagunas que están
—o estaban— por el rumbo de la carretera de Puebla: los días
del santo de mi padre comíamos un plato precolombino extra-
ordinario, guisado por aquellos campesinos: “pato enlodado”
de la laguna, rociado con pulque curado de tuna…
Mi padre participó en las actividades de la Convención
Revolucionaria y fue uno de los iniciadores de la Reforma
Agraria. Posteriormente fue representante de Zapata y de la
Revolución del Sur en los Estados Unidos. Después fue miem-
bro destacado del Partido Nacional Agrarista, que le llevó a
formar parte de la XXIX Legislatura de 1920 a 1922. Es autor
de un texto sobre Zapata y el zapatismo que don José T. Me-
léndez incluyó en Historia de la Revolución mexicana, editado
en 1936. Es igualmente autor de un texto de Historia del perio-
dismo en México que redactó en 1932.

(Esto que digo es tierra


sobre tu nombre derramada: blanda te sea.)
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles

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de una estación de moscas y de polvo


una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.

Lo encuentro ahora en sueños,


esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.

Yo no nací en Mixcoac pero allá viví durante toda mi ni-


ñez y buena parte de mi juventud. Apenas tenía unos meses de
edad cuando los azares de la Revolución nos obligaron a dejar
la ciudad de México; mi padre se unió en el sur al movimiento
de Zapata mientras mi madre se refugió, conmigo, en Mix-
coac, en la vieja casa de mi abuelo Ireneo. Vivíamos en una
casa grande, con un jardín.

Una casa, un jardín,


no son lugares:
giran, van y vienen.
Sus apariciones
abren en el espacio
otro espacio,
otro tiempo en el tiempo.
Sus eclipses
no son abdicaciones:
nos quemaría
la vivacidad de uno de esos instantes
si durase otro instante.

Mixcoac es ahora un suburbio más bien feo de la ciudad


de México, pero cuando yo era niño era un verdadero pueblo.
El barrio en el que yo vivía se llamaba San Juan y la iglesia,
una de las más viejas de la zona, era del siglo XVI. Había mu-
chas casas del XVIII y del XIX, algunas con grandes jardines,
porque a finales del XIX Mixcoac era un lugar de recreo de la
burguesía capitalina. Los fuegos artificiales fueron parte de
mi infancia. Había un barrio donde vivían y trabajaban los
maestros artesanos de ese gran arte. Eran famosos en todo
México. Cada año armaban los “castillos” para celebrar la fies-
ta de la Virgen de Guadalupe y las otras fechas religiosas y

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patrióticas del pueblo. Cubrían la fachada de la iglesia con una


cascada incandescente. Era maravilloso. Mixcoac estaba vivo,
con una vida que ya no existe en las grandes ciudades:

Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
—su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.

Éramos una familia venida a menos, empobrecida por la


Revolución y la guerra civil. Nuestra casa, llena de muebles
antiguos, libros y objetos, se desmoronaba poco a poco y la
vegetación del jardín invadía los cuartos. Una enredadera pe-
netró por la ventana y escaló las paredes de mi habitación.
A medida que caían los cuartos, nosotros llevábamos los mue-
bles a otro cuarto. Recuerdo que durante mucho tiempo viví en
una habitación espaciosa, pero a la que le faltaba parte de un
muro. Unos suntuosos biombos me defendían bastante mal
del viento y de la lluvia. La enredadera se metió en mi cuarto…

Mientras la casa se desmoronaba


yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza
entre escombros anónimos.

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La casa todavía existe y hoy es un convento de religiosas.


Hace poco la visité y apenas si pude reconocerla: las monjas
han convertido en celdas las estancias y el jardín; en capilla la
terraza. No importa: queda la imagen y quedan las sensaciones
de extrañeza y desamparo. En mi casa, como en todas las casas
mexicanas de aquella época, al menos las de la burguesía y la
clase media, los hombres no eran muy católicos, más bien eran
libres pensadores, masones, liberales. En cambio, las mujeres
eran fervorosamente católicas. De niño estudié en un colegio
francés de hermanos maristas y, como todos los niños, tuve cri-
sis de fervor religioso. Me preocupaba mucho saber si mi abue-
lo, que no era creyente pero al que yo consideraba como uno de
los hombres más buenos de la tierra, se iba a salvar o no. Aque-
llo de que estaba condenado a ir al infierno me parecía atroz.
Una incongruencia de Dios: condenar a un hombre bueno sim-
plemente porque no creía en él. Y esto me hizo pensar que los
filósofos paganos y los héroes que en la escuela nos enseñaban
a admirar habían ido a dar también al infierno. Todo esto me
horrorizaba y, al mismo tiempo, fomentaba mi fervor.
Los azares de la guerra civil llevaron a mi padre a los Es-
tados Unidos. Se instaló en Los Ángeles, en donde vivía una
numerosa colonia de desterrados políticos. Un tiempo des-
pués lo seguimos mi madre y yo. Apenas llegamos, mis padres
decidieron que fuera al kindergarden del barrio. Tenía seis
años y no hablaba una sola palabra de inglés. Recuerdo va-
gamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de
los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas
duras y mi azoro entre la ruidosa curiosidad de mis compañe-
ros y la sonrisa afable de la joven profesora, que procuraba
aplacarlos. Era una escuela angloamericana y sólo dos de los
alumnos eran de origen mexicano, aunque nacidos en Los Án-
geles. Aterrorizado por mi incapacidad de comprender lo que
se me decía, me refugié en el silencio. Al cabo de una eterni-
dad llegó la hora del recreo y del lunch. Al sentarme a la mesa
descubrí con pánico que me faltaba una cuchara; preferí no
decir nada y quedarme sin comer. Una de las profesoras, al
ver intacto mi plato, me preguntó con señas la razón. Musité:
“cuchara”, señalando la de mi compañero más cercano. Al-
guien repitió en voz alta: “¡cuchara!” Carcajadas y algarabía:
“¡cuchara, cuchara!” Comenzaron las deformaciones verbales

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18 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

y el coro de las risotadas. El bedel impuso silencio pero a la


salida, en el arenoso patio deportivo, me rodeó el griterío. Al-
gunos se me acercaban y me echaban a la cara, como un escu-
pitajo, la palabra infame: ¡cuchara! Uno me dio un empujón,
yo intenté responderle y, de pronto, me vi en el centro de un
círculo: frente a mí, con los puños cerrados y en actitud de
boxeo, mi agresor me retaba gritándome: “¡cuchara!” Nos lia-
mos a golpes hasta que nos separó un bedel. Al salir nos re-
prendieron. No entendí ni jota del regaño y regresé a mi casa
con la camisa desgarrada, tres rasguños y un ojo entrecerra-
do. No volví a la escuela durante quince días; después, poco a
poco, todo se normalizó: ellos olvidaron la palabra cuchara y
yo aprendí a decir spoon.
Cambió la situación política de México y volvimos a Mix-
coac. Fieles a las tradiciones familiares mis padres me matricu-
laron en un colegio francés de la orden de La Salle. Aunque yo
hablaba el inglés, no había olvidado el español. Sin embargo,
mis compañeros no tardaron en decidir que era un extranjero:
un gringo, un franchute o un gachupín, les daba lo mismo. El
saberme recién llegado de los Estados Unidos y mi facha
—pelo castaño, tez y ojos claros— podrían tal vez explicar su
actitud; no enteramente: mi familia era conocida en Mixcoac
desde principios del siglo y mi padre había sido diputado por
esa municipalidad. Volvieron las risas y las risotadas, los apo-
dos y las peleas, a veces en el campo de futbol del colegio y
otras en una callejuela cercana a la parroquia. Con frecuencia
regresaba a mi casa con un ojo amoratado, la boca rota o la
cara rasguñada. Mis familiares se inquietaron pero, con buen
acuerdo, decidieron no intervenir: las cosas se calmarían poco
a poco, por sí mismas. Así fue, aunque la inquina persistió: el
menor pretexto bastaba para que volviesen a brotar las acos-
tumbradas invectivas.
La experiencia de Los Ángeles y la de México me apesa-
dumbraron durante muchos años. A veces pensaba que era
culpable —con frecuencia somos cómplices de nuestros per-
secutores— y me decía: sí, yo no soy de aquí ni de allá. Enton-
ces, ¿de dónde soy?

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,


un antifaz de sombra sobre un rostro solar.

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Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.


Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.

Nada más natural que un niño mexicano se sienta extraño


en una escuela norteamericana pero es atroz que los otros ni-
ños, por el mero hecho de ser extranjero, lo injurien y lo gol-
peen. Atroz, natural y tan antiguo como las sociedades huma-
nas. No en balde los suspicaces atenienses inventaron el delito
de ostracismo para los sospechosos. Y el extranjero es siem-
pre un sospechoso. Yo no era, claramente, un extranjero pero,
por mi apariencia y otras circunstancias físicas y morales, era
un sospechoso. Así, mis compañeros me condenaron al destie-
rro, no fuera de mi patria sino dentro de ella. No soy, por su-
puesto, el primero que ha sufrido esta condena. Tampoco seré
el último. Sin embargo, aunque es un hecho que pertenece a
todos los tiempos y a todos los sitios, unos pueblos son más
propensos que los otros a descubrir sospechosos por todas
partes… y a condenarlos con el ostracismo, fuera o dentro de
la ciudad.
Entonces, la Calle de Goya se llamaba la Calle de las Flo-
res. Árboles corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su
vecina, la Calle de la Campana, se unía al final con el río de
Mixcoac. Un puentecillo de piedra, niños harapientos y perros
flacos. El río era un hilo de agua negruzca y fétida, un arroyo
seco la mitad del año. Lo redimían los eucaliptos de sus ori-
llas. La calle y el río desembocaban en la estación de los tran-
vías. En la estación había un puesto de periódicos, algunos
comercios y una cantina. Nos prohibían la entrada a los me-
nores y yo escuchaba, desde la puerta, las risotadas y el ruido
de las fichas de dominó al rodar por las mesas. Cerca de la es-
tación de los tranvías estaba la escuela primaria oficial para
varones. Una construcción digna, un poco triste, de muros es-
pesos y grandes ventanales. Desarbolada pero con buenas
canchas de basquetball. Yo era aficionado a ese juego y por
eso trabé amistad con muchachos de esa escuela. En aquella
época, las instituciones educativas del gobierno gozaban de
gran prestigio y aquel colegio rivalizaba con los dos priva-
dos, el francés de los hermanos de Lasalle (El Zacatito) y el
Williams, inglés. En El Zacatito estudié los primeros cuatro

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20 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

años de la primaria, aprendí (y muy bien) los rudimentos de


la gramática, la aritmética, la geografía, la historia de México
(menos bien) y la historia sagrada. En la capilla me aburría
durante las misas interminables. Para escapar al suplicio de
ese ocio obligado y de la dureza de las bancas, me di a urdir
fantasías y quimeras licenciosas. Así descubrí el pecado y
temblé ante la idea de la muerte.
No, ni Alejandro ni las otras notabilidades paganas con-
denadas al infierno tuvieron la culpa. Yo me perdí por tedio.
Es el arma más poderosa del demonio… Era obligatorio asis-
tir a la misa, y las misas se celebraban en una capilla muy bo-
nita; el colegio era un edificio de fines del siglo XVIII o principios
del XIX que antes había sido una hacienda. Las misas eran lar-
gas, los sermones aburridos y mi fe comenzó a congelarse. Me
aburrí y esto era ya una blasfemia porque me daba cuenta de
que me aburría. Además, pensaba en las muchachas. La Igle-
sia se convirtió en una proveedora de sueños eróticos cada
vez más indecentes. Y esos sueños me hacían dudar más y
más y las dudas alimentaban mi cólera contra la Divinidad.
Un buen día, al salir de la iglesia, comprobé una vez más que
la comunión no me había producido ningún efecto. Estaba tan
caído de la mano de Dios después de la comunión como an-
tes. Escupí en el suelo como si quisiera devolver la hostia,
bailé sobre mi escupitajo, dije dos o tres maldiciones y reté
a Dios. Desde ese día, aunque sin decírselo a nadie, profesé
un antideísmo beligerante.

… sonaron sin sonar


las sílabas desenterradas:
y en la hora de nuestra muerte, amén.

En la capilla del colegio


las dije muchas veces
sin convicción. Las oigo ahora
dichas por una voz sin labios,
rumor de arena que se desmorona.

… No soy el primer hombre


—me digo, a lo Epicteto—
que va a morir sobre la tierra.

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1914-1929 21

Comencé a viajar cuando aprendí a leer, es decir, en mi


infancia. Los juegos y la lectura no fueron nunca, para la gente
de mi edad, actividades enemigas ni mundos separados: nues-
tros juegos prolongaban de esta o de aquella manera las aven-
turas y las peripecias de nuestras lecturas solitarias. Entre leer
y jugar había muchos puentes trazados por la imaginación y
que nos conducían a los países movibles que inventa el deseo.

Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl,


batallas en el Oxus o en la barda
con Ernesto y Guillermo. La mil hojas,
verdinegra escultura del murmullo,
jaula del sol y la centella
breve del chupamirto: la higuera primordial,
capilla vegetal de rituales
polimorfos, diversos y perversos.

Entre los objetos que me causaban admiración en la bi-


blioteca de mi abuelo se encontraban unos atriles giratorios
que sostenían una infinidad de tarjetas con los retratos de los
escritores admirados por él. Predominaban los franceses aun-
que había de otras naciones y lenguas: Hugo, Balzac, Zola,
Byron, Tolstoi y no recuerdo cuántos más. Había un nicho es-
pecial para los españoles, de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán
a don Emilio Castelar, patriarca de los liberales mexicanos.
Otro nicho estaba dedicado a los héroes republicanos, como
Lincoln, Gambetta y Garibaldi, y a los prohombres revolucio-
narios: Mirabeau, Desmoulins, Danton y otros. No podían fal-
tar, claro, ni Oliverio Cromwell ni Bonaparte. Entre todas es-
tas notabilidades de fuera aparecían con naturalidad muchos
mexicanos y algunos hispanoamericanos como Sarmiento,
Bello, Zorrilla de San Martín y Jorge Isaacs. La colección de
tarjetas recordaba a los retratos de familia. En cierto modo
era verdad: en mi casa los veíamos como parientes lejanos y
figuras tutelares. Eran nuestros penates.
En la biblioteca la literatura y la historia de España ocu-
paban un lugar central. Desde la orilla española vislumbré el
mundo árabe y me deslumbró. No sé todavía cuál era mi hé-
roe favorito, si el Cid o Almanzor. De modo que por los dos
extremos de mi ser, el indio y el español, muy pronto tuve

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22 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

conciencia de otros mundos y otras almas. Mi niñez y las lec-


turas de mi juventud me prepararon sin que yo lo supiese para
mis encuentros con Oriente. Leí muchos libros de Salgari y
Jules Verne. Mis amigos y yo pasábamos de Los tres mosquete-
ros a los cowboys y los pieles rojas sin el menor escrúpulo y
sin darnos cuenta de que saltábamos épocas y continentes.
Era un lector voraz y llegué a leer libros “prohibidos” porque
nadie prestaba atención a mis lecturas…

… Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo;


y los libros marcados por las armas de Príapo,
leídos en las tardes diluviales
el cuerpo tenso, la mirada intensa.

Uno de los libros que más me atraía no estaba en la bi-


blioteca: el álbum de Amalia Paz. Mi madre y otros familiares
se referían a él con una sonrisilla, no sé si de burla o de envi-
dia. Amalia era mi tía, una solterona muy alta y muy flaca,
siempre leyendo novelas francesas del siglo pasado o perdida
en soliloquios inaudibles, a ratos susurrantes y otros exalta-
dos como río crecido. ¿Con quién hablaba, a quién increpaba,
con quién reía y a quién, un minuto después, rogaba?

Virgen somnílocua, mi tía


me enseñó a ver con los ojos cerrados,
ver hacia adentro y a través del muro.

Era inteligente y delirante, solícita y perversa. Obediente a


su signo, el melancólico Saturno, saltaba del entusiasmo al
abatimiento. En la vejez la soledad es un peso insoportable y
quizá por esto ella buscaba mi compañía: yo era el más chico
de la casa y el único que escuchaba embelesado sus historias.
Me fascinaba y me aterraba. A ella le debo mi afición a los
cuentos fantásticos. También mi primera noticia de la poesía
mexicana. Tal vez había sido atractiva, a juzgar por un retra-
to suyo colgado en una salita y por los poemas y dedicatorias
de su álbum. Lo guardaba en su recámara, en un secreter. Una de
mis primas descubrió el escondite y una tarde nos deslizamos
a hurtadillas en su habitación, sacamos el álbum y lo hojea-
mos, asombrados y burlones. Contenía algunos dibujos y acua-

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1914-1929 23

relas, un retrato suyo a lápiz y muchos poemas y composiciones


en prosa. Al principio, mi prima y yo nos reímos; de pronto
nos quedamos serios: los autores de aquellos madrigales y so-
netos estaban muertos. Nos estremecimos, devolvimos el álbum
a su sitio y nos alejamos. La sombra de la muerte nos había
rozado.

Atónita en lo alto del minuto


la carne se hace verbo —y el verbo se despeña.
Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra,
es saberse mortal. Secreto a voces
y también secreto vacío, sin nada adentro:
no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.

La muerte es madre de las formas…


El sonido, bastón de ciego del sentido:
escribo muerte y vivo en ella
por un instante. Habito su sonido:
es un cubo neumático de vidrio,
vibra sobre esta página,
desaparece entre sus ecos.
Paisajes de palabras:
los despueblan mis ojos al leerlos.
No importa: los propagan mis oídos.

Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de


pronto; me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi,
entre dos nubes, un cielo azul abierto, indescifrable, infinito.
No supe qué decir: conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía:

el cielo para mí pronto fue un cielo


deshabitado, una hermosura hueca
y adorable. Presencia suficiente,
cambiante: el tiempo y sus epifanías.
No me habló dios entre las nubes…

Otro día —tendría siete u ocho años— me descubrí escri-


biendo un poema. Un poema ingenuo y torpe. Poco después, a
los nueve o diez años, leí que le habían preguntado a Alejan-
dro Magno, cuando era niño: “Tú ¿qué quieres ser, el héroe

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24 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Aquiles o su cantor Homero?” Alejandro respondió: “Prefiero


ser el héroe a la trompeta del héroe”. Esa respuesta me con-
turbó, porque para mí Homero no era menos, sino más im-
portante que Aquiles. Sin Homero no habría Aquiles.
En el Williams terminé la primaria. Se cultivaba el cuer-
po, pero como energía y combate. Se exaltaban las virtudes
viriles: la tenacidad, el valor, la lealtad y la agresividad. El co-
legio tenía campos de futbol y beisbol, duchas de agua helada
y una sala de debates para los alumnos mayores. Estoicismo y
democracia: el chorro de agua fría y la discusión en el ágora.
Adelante del Colegio Williams y siguiendo siempre la vía del
tren, se llegaba a una extraña construcción morisca: ¡la Alham-
bra en Mixcoac! Parecía transportada por uno de los genios
de los cuentos árabes. Aquella fantasía sarracena tenía un jar-
dín frondoso y accidentado por el que corría, entre túneles,
montañas, lagos y precipicios, un ferrocarril eléctrico que nos
maravillaba.
Al lado de la mansión mudéjar, la cueva de los prodigios:
cada jueves, día de asueto, abría sus puertas el cine y duran-
te tres horas, con mis primas y primos, me reía con Delgadillo,
y saltaba con él desde un rascacielos, cabalgaba con Douglas
Fairbanks, raptaba a la voluptuosa hija del sultán de Bagdad y
lloraba con la huérfana de la aldea.
Una mañana de asueto, durante un paseo con mis primos
por las afueras del pueblo, tropezamos con un montículo que
nos pareció ser una diminuta pirámide. Regresamos alboro-
zados y contamos nuestro hallazgo a los mayores. Sonrientes
movieron la cabeza: creyeron que se trataba de otra invención
de María Luisa, una de mis primas que había creado toda una
mitología de seres misteriosos. Sin embargo, a los pocos días
nos visitó el arqueólogo Manuel Gamio, amigo antiguo de
nuestra familia. Oyó sin inmutarse nuestro relato y esa misma
tarde lo guiamos hacia el sitio de nuestro descubrimiento. Al
ver el montículo nos explicó que probablemente era un san-
tuario consagrado a Mixcóatl, divinidad que dio nombre a
nuestro pueblo antes de la conquista.
Tal vez por influencia familiar, desde la niñez me apasio-
nó la historia de México. Un tema me interesó entre todos:
el choque entre los pueblos y las civilizaciones. Las naciones
del antiguo México vivieron en guerra perpetua unas contra

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1914-1929 25

otras pero sólo hasta la llegada de los españoles se enfrentaron


realmente con el otro, es decir, con una civilización distinta
a la suya.
Frente a los llanos, allí donde terminaban las casas, vivían
Ifigenia y Elodio. Venían de las profundidades del Ajusco, la
gran montaña que domina el sur del valle de México. Los dos
volcanes son blancos y azules; el Ajusco es oscuro y rojizo:
los dos tenían el color de su montaña. Indios viejos, hablaban
todavía nahua y su español salpicado de aztequismos y dimi-
nutivos era dulce y cantante. Hacía muchos años, él había
sido jardinero de mis abuelos y ella había dejado en nuestra
casa una leyenda de cuentos y prodigios. Yo los veía como fa-
milia y ellos, que no habían tenido hijos, me trataban como a
un nieto adoptivo. Elodio tenía una pierna de palo, como los
piratas de los cuentos. Era reservado y cortés —salvo durante
sus estrepitosas borracheras— y me enseñó a lanzar piedras
con una honda. Con ella combatí en algunas furiosas bata-
llas infantiles. Ifigenia era lo contrario de su marido. Arruga-
da, sentenciosa, vivaz, niña vieja con un saber de siglos, fuen-
te manando siempre maravillas, más que una abuela era una
leyenda andante, un personaje de uno de sus cuentos. Era bru-
ja y curandera, me contaba historias, me regalaba amuletos
y  escapularios, me hacía salmodiar conjuros contra los dia-
blos, los fantasmas, las enfermedades, las malas ideas. Me ini-
ció en los misterios del temascal, el tradicional baño azteca, rito
de comunión con el agua, el fuego, y las criaturas incorpóreas
que engendran los vapores. Decía que el temascal no era un
baño sino un renacimiento. Y era verdad: al salir del baño yo
sentía que regresaba de un largo viaje al comienzo del tiempo.
Viaje inmóvil con los ojos cerrados pero despiertos los senti-
dos y el espíritu.

Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:


el agua es fuego y en su tránsito
nosotros somos sólo llamaradas.

La Escuela Secundaria Número Tres se encontraba en las


calles de Marsella, en la colonia Juárez. Era una vieja casa que
parecía salida de una novela de Henry James. El gobierno la
había comprado hacía poco y, sin adaptarla, la había conver-

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26 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

tido en escuela pública. Los salones eran pequeños, las escale-


ras estrechas y nosotros nos amontonábamos en los pasillos y
en una cour —en realidad: la antigua cochera— en la que ha-
bían instalado tableros y cestas de basquetball.
Los tranvías eran enormes, cómodos y amarillos. Los de
segunda clase olían a verduras y frutas. Tardaban cincuenta
minutos de Mixcoac al Zócalo. Mientras fui estudiante —más
de diez años— viajé en esos tranvías cuatro veces al día: en
ellos preparé mis clases y leí novelas, poemas, tratados de filo-
sofía y folletos políticos.

¡Qué extraño es saberse vivo!


Caminar entre la gente
con el secreto a voces de estar vivo

Madrugadas sin nadie en el Zócalo


sólo nuestro delirio
y los tranvías
Tacuba Tacubaya Xochimilco San Ángel Coyoacán
en la plaza más grande que la noche
encendidos
listos para llevarnos
en la vastedad de la hora
al fin del mundo
Rayas negras
las pértigas enhiestas de los troles
contra el cielo de piedra
y su moña de chispas su lengüeta de fuego
brasa que perfora la noche
pájaro
volando silbando volando
entre la sombra enmarañada de los fresnos
desde San Pedro hasta Mixcoac en doble fila

Las escuelas secundarias eran de reciente creación. Fue-


ron instituidas, hacia 1926, para sustituir al antiguo bachille-
rato a la francesa. En un esfuerzo por modernizar la educa-
ción pública, el gobierno había iniciado una serie de reformas
inspiradas en el modelo norteamericano. Yo venía de una es-
cuela católica y los nuevos métodos me desconcertaron.

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1914-1929 27

El director de mi escuela era un alma simple y buena.


Adorador de la ciencia, se le ocurrió llamar con el nombre de
científicos ilustres a cada uno de los grupos en que nos habían
dividido. Así pasé de la cofradía de los santos y las vírgenes a
la academia de los inmortales. En el primer año estuve en el
grupo Arquímedes, en el segundo en el Newton y en el tercero
en el Lavoisier. Nuestro director amaba la naturaleza. Guia-
dos por él, durante tres años visitamos muchos lugares del va-
lle de México. En las pausas de nuestras caminatas, antes de
comer y descansar, nos reunía a su alrededor y, trepado en
una piedra, sacaba un papel y nos leía un poema. Los temas
de su inspiración eran los de la ciencia: los misterios del trián-
gulo y la esfera, los prodigios de la tabla de elementos quími-
cos. No sospechó nunca que esas excursiones me hicieron
descubrir otro prodigio: la increíble riqueza del arte religioso
de México. He olvidado la oda al paralelepípedo y los tercetos
a los electrones, no la esbeltez de un campanario blanco y las
cúpulas azules y rosadas de un convento… Como la mayoría
de los mexicanos, frecuenté en mi niñez y en mi adolescencia
las iglesias y participé en los ritos y misterios de la religión cató-
lica. La iglesia ofrecía soledad, comunión —y algo más profa-
no: cada domingo mis amigos y yo veíamos desfilar a las mu-
chachas que iban a misa. Era una ocasión para acercarnos a
ellas e invitarlas al cine y a otras diversiones.

No me habló dios entre las nubes;


entre las hojas de la higuera
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo.
Encarnaciones instantáneas:
tarde lavada por la lluvia,
luz recién salida del agua,
el vaho femenino de las plantas
piel a mi piel pegada: ¡súcubo!

Desde niño tuve acceso a la biblioteca familiar sin la me-


nor cortapisa. Las primeras obras pornográficas que leí fue-
ron algunos clásicos. Recuerdo que El asno de oro me produjo
una turbación extraordinaria. Había también mucha literatu-
ra francesa y los poetas y novelistas de fin de siglo en nuestra
lengua. Los “modernistas” hispanoamericanos ocupaban un

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28 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

lugar destacado en los libreros. Esos años —los de mi infancia


y adolescencia— fueron los de la gran explosión de la vanguar-
dia poética y pictórica. También fueron los del descubrimiento
de nuestra poesía barroca y especialmente de Góngora. Yo leí
mucho a Góngora y lo sigo leyendo siempre. Y también a Queve-
do. En la escuela nos hacen odiar a nuestros clásicos, pero yo,
más tarde, he regresado a la poesía medieval y tradicional. Otra
de mis lecturas ha sido y es el Arcipreste de Hita. Pero esto fue
más tardío. Mis amigos y yo no faltábamos a los conciertos de
Bellas Artes. La galería costaba veinticinco centavos. Desde arri-
ba veíamos al público de la luneta y de los palcos. Gente cono-
cida. No escaseaban los escritores y los artistas: Carlos Pellicer,
Salvador Novo, Xavier Villaurrutia. Alguna vez, Diego Rivera
con Frida Kahlo. Los directores eran Carlos Chávez y Silvestre
Revueltas. En esos conciertos oí por primera vez a los clásicos
y a los modernos. Entre estos últimos sobre todo a Stravinsky,
que era la gran estrella de ese momento. Fue famosa la noche
en que Carlos Pellicer, vestido de negro y con un moño rojo por
corbata, recitó con su voz profunda de cántaro la fábula de
Pedro y el lobo de Prokofiev. Lo aplaudimos a rabiar…
En mi adolescencia leí con fervor a un puñado de novelis-
tas, filósofos, poetas e historiadores. A todos, en algún mo-
mento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo par-
ticular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación
se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros
mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mun-
do y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla:
la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos
sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su so-
ledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o de trabajo.
En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la ju-
ventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del
mundo. El adolescente se asombra de ser.

En Mixcoac, pueblo de labios quemados, sólo la higuera


señalaba los cambios del año. La higuera, seis meses ves-
tida de un sonoro vestido verde y los otros seis carboni-
zada ruina del sol de verano.
Encerrado en cuatro muros (al norte, el cristal del no
saber, paisaje por inventar; al sur, la memoria cuarteada;

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1914-1929 29

al este, el espejo; al oeste, la cal y canto del silencio) escri-


bía mensajes sin respuesta, destruidos apenas firmados.
Adolescencia feroz: el hombre que quiere ser, y que ya no
cabe en ese cuerpo demasiado estrecho, estrangula al niño
que somos. (Todavía, al cabo de los años, el que voy a ser,
y que no será nunca, entra a saco en el que fui, arrasa mi
estar, lo deshabita, malbarata riquezas, comercia con la
Muerte.) Pero en este tiempo la higuera llegaba hasta mi
cuarto y tocaba insistente los vidrios de la ventana, lla-
mándome. Yo salía y penetraba en su centro: sopor visita-
do de pájaros, vibraciones de élitros, entrañas de fruto go-
teando plenitud…
¡Leer mi destino en las líneas de la palma de una hoja
de higuera! Te prometo luchas y un combate solitario con-
tra un ser sin cuerpo. Te prometo una tarde de toros y una
cornada y una ovación. Te prometo el coro de los amigos,
la caída del tirano y el derrumbe del horizonte. Te prome-
to el destierro y el desierto, la sed y el rayo que parte en
dos la roca: te prometo el chorro de agua. Te prometo la
llaga y los labios, un cuerpo y una visión. Te prometo una
flotilla navegando por un río turquesa, banderas y un pue-
blo libre a la orilla. Te prometo unos ojos inmensos, bajo
cuya luz has de tenderte, árbol fatigado. Te prometo el ha-
cha y el arado, la espiga y el canto, te prometo grandes
nubes, canteras para el ojo, y un mundo por hacer.
Hoy la higuera toca en mi puerta y me convida. ¿Debo
coger el hacha o salir a bailar con esa loca?

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1929-1937

EN 1929 comenzó un México que ahora se acaba. Fue el año


de fundación del Partido Nacional Revolucionario y también
el del nacimiento y el del fracaso de un poderoso movimiento
de oposición democrática, dirigido por un intelectual: José
Vasconcelos. La Revolución se había transformado en institu-
ción. El país, desangrado por veinte años de guerra civil, lamía
sus heridas, restauraba sus fuerzas y, penosamente, se echaba
a andar. Yo tenía quince años, terminaba mis estudios de ini-
ciación universitaria y había participado en una huelga de
estudiantes que paralizó la universidad y conmovió al país.
Aquellos días eran los de la campaña electoral de Vasconce-
los, candidato a la presidencia. Yo participé en la gran huelga
estudiantil de 1929 pero no en el movimiento vasconcelista,
aunque grité “¡Viva Vasconcelos!” Él había encendido a los jó-
venes. Muchos amigos y compañeros, casi todos mayores que
yo, sí fueron vasconcelistas militantes. Algunos de ellos, des-
pués de la derrota, se orientaron hacia el marxismo y comen-
zaron a trabajar en organizaciones y partidos radicales. Otros
derivaron hacia posiciones de signo contrario: las juventudes
católicas, Acción Nacional, el sinarquismo. Otros más escogie-
ron el camino de la colaboración con el gobierno. Justificaron
esta táctica en nombre del realismo y la eficacia. Seguían así
el ejemplo de la generación anterior: Gómez Morin, Lombardo
Toledano, Bassols, Alfonso Caso, Cosío Villegas…
Ese año, en la secundaria, mi compañero de pupitre era
un muchacho tres años mayor que yo, José Bosch. Su edad,
su aplomo y su acento catalán provocaban entre nosotros una
reacción ligeramente defensiva, mezcla de asombro y de irri-
tación. A él le debo mis primeras lecturas de autores liberta-
rios (su padre había militado en la Federación Anarquista Ibé-
rica). Bosch se convirtió en el centro de nuestro grupo. Fue
nuestra conciencia. Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y
del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia.
Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que
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32 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías


autoritarias. Yo le prestaba libros de literatura —novelas, poe-
sía— y unas cuantas obras de autores socialistas que había
encontrado entre los libros de mi padre.

Allí inventamos,
entre Aliocha K. y Julián S.,
sinos de relámpago
cara al siglo y sus camarillas.
Nos arrastra
el viento del pensamiento,
el viento verbal,
el viento que juega con espejos,
señor de reflejos,
constructor de ciudades de aire,
geometrías
suspendidas del hilo de la razón.

Unos meses después intentamos sublevar a nuestros com-


pañeros y los incitamos a que se declarasen en huelga. El di-
rector llamó a la fuerza pública, cerraron la escuela por dos
días y a nosotros nos llevaron a los separos de la Inspección
de Policía. Pasamos dos noches en una celda. Una mañana
nos liberaron y un alto funcionario de la Secretaría de Educa-
ción Pública nos citó en su despacho y nos recibió con un re-
gaño elocuente; nos amenazó con la expulsión de todos los
colegios de la República e insinuó que la suerte de Bosch po-
día ser peor, ya que era extranjero. Después varió de tono y
nos dijo que comprendía nuestra rebelión: él también había
sido joven. Acabó ofreciéndonos un viaje a Europa y unas be-
cas… si cambiábamos de actitud. Bosch pasó de la palidez al
rubor y del rubor a la ira violenta. Se levantó y le contestó; no
recuerdo sus palabras, sí sus gestos y ademanes de molino de
viento enloquecido. El funcionario nos echó a la calle… El in-
cansable Bosch, fiel a sus ideas libertarias, discutía con todos
pero no lograba convencer a nadie. Paulatinamente se fue
quedando solo. Al fin desapareció de nuestras vidas con la
misma rapidez con que había aparecido. Era extranjero, no
tenía sus papeles en orden, participaba con frecuencia en al-
garadas estudiantiles y el gobierno terminó por expulsarlo del

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1929-1937 33

país, a pesar de nuestras protestas. Volví a verlo fugazmente,


en 1937, en Barcelona, antes de que se lo tragara el torbellino
español.
Años de iniciación y de aprendizaje, primeros pasos en el
mundo, primeros extravíos, tentativas por entrar en mí y ha-
blar con ese desconocido que soy y seré siempre para mí.

Arde, árbol de pólvora,


el diálogo adolescente,
súbito armazón chamuscado.
12 veces
golpea el puño de bronce de las torres.
La noche
estalla en pedazos,
los junta luego y a sí misma,
intacta, se une.
Nos dispersamos,
no allá en la plaza con sus trenes quemados,
aquí,
sobre esta página: letras petrificadas.

Al año siguiente ingresé en el Colegio de San Ildefonso,


antiguo seminario jesuita convertido por los gobiernos repu-
blicanos en Escuela Nacional Preparatoria, puerta de entrada
a la facultad. Era espaciosa y sus columnas, arcos y corredores
tenían nobleza. Otra atracción: las pinturas murales de Oroz-
co, Rivera, Siqueiros, Jean Charlot y otros. El primer fresco de
verdad fue obra de Jean Charlot, pero usó cemento y otros in-
gredientes que dañaron los colores. Ramón Alva de la Canal
tuvo el buen sentido de escuchar a uno de los albañiles que
trabajaban con él y se sirvió de la técnica popular con que se
pintaban las pulquerías. Rivera aprovechó más tarde, con ta-
lento, esta técnica; el primer mural que pintó estaba en mi
escuela.
Durante esos años me familiaricé con el barrio que hoy
llaman “el centro histórico de la ciudad”: palacios, iglesias,
edificios públicos, conventos, mercados. En muy pocas ciuda-
des del mundo pueden verse, en un espacio relativamente re-
ducido, tantas obras de mérito. Ni yo ni nadie entre mis ami-
gos habíamos visto nunca un Tiziano, un Velázquez o un

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34 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Cézanne. Nuestro saber era libresco y verbal. Sin embargo,


nos rodeaban muchas obras de arte, la mayoría modestas, al-
gunas considerables y unas pocas excelsas. Algunas son sober-
bias —la plaza del Zócalo y los edificios que la limitan, sobre
todo la masa ondulada y rosa del Sagrario—, otras íntimas —el
jardín y la iglesia de Loreto— o nobles como el edificio de la
Inquisición o suntuosas como el palacio de los condes de Cali-
maya. En la antigua Casa de la Moneda —patio de arena roja,
palmeras y grandes macetas con plantas verdes— habían ins-
talado las antigüedades mexicanas. Allí pude ver por vez pri-
mera, con horror y pasmo, la escultura precolombina. La ad-
miré sin entenderla: no sabía que cada una de esas piedras era
un prodigioso racimo de símbolos. Poco a poco entreví sus
enigmas. Sin darme claramente cuenta de lo que hacía, movi-
do por una intuición y aguijoneado por la memoria de mis
experiencias, quise romper el velo y ver. Para ver de verdad
hay que comparar lo que se ve con lo que se ha visto. Por eso
ver es un arte difícil. Mi acto era una interrogación que me
unía al proceso inconsciente de la historia, es decir, a la bús-
queda en que consiste finalmente el movimiento histórico. Mi
interrogación me insertaba en la búsqueda, me hacía parte de
ella; así, lo que comenzó como una meditación íntima se con-
virtió en una reflexión sobre la historia de México. La reflexión
asumió la forma de una pregunta no sólo acerca de los oríge-
nes —¿en dónde y cuándo comenzó el conflicto?— sino tam-
bién sobre el sentido de la búsqueda que es la historia de Mé-
xico. Entre mis compañeros había un joven interesado en
nuestro pasado artístico: Salvador Toscano. Con él y otros re-
corrí, los domingos y los días de asueto, el valle de México y
distintos lugares de Puebla y Morelos: pirámides, conventos,
iglesias, capillas abiertas. Toscano murió pronto pero, al me-
nos, tuvo tiempo para escribir y publicar, en 1944, su Arte pre-
colombino de México y América Central, primera tentativa de
comprensión estética y no meramente arqueológica de las cul-
turas mesoamericanas.
En San Ildefonso no cambié de piel ni de alma: esos años
fueron no un cambio sino el comienzo de algo que todavía no
termina, una búsqueda circular y que ha sido un perpetuo re-
comienzo: encontrar la razón de esas continuas agitaciones
que llamamos historia.

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1929-1937 35

El muchacho que camina por este poema,


entre San Ildefonso y el Zócalo,
es el hombre que lo escribe:
esta página
también es una caminata nocturna.
Aquí encarnan
los espectros amigos,
las ideas se disipan…

La juventud es un periodo de soledad pero, asimismo, de


amistades fervientes. Yo tuve varias y fui, como se dice en Mé-
xico, muy amigo de mis amigos. A uno de ellos se le ocurrió
organizar una Unión de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino,
dedicada ostensiblemente a la educación popular; también,
y con mayor empeño, nos sirvió para difundir nuestras vagas
ideas revolucionarias. Nos reuníamos en un cuarto minúscu-
lo del colegio, que no tardó en transformarse en centro de dis-
cusiones y debates. Fue el semillero de varios y encontrados
destinos políticos: unos cuantos fueron a parar al partido ofi-
cial y desempeñaron altos puestos en la administración públi-
ca; otros pocos, casi todos católicos, influidos unos por Mau-
rras, otros por Mussolini y otros más por Primo de Rivera,
intentaron sin gran éxito crear partidos y falanges fascistas; la
mayoría se inclinó hacia la izquierda y los más arrojados se
afiliaron a la Juventud Comunista. Nuestra generación era vio-
lenta como los tiempos; desde la adolescencia los extremos se
disputaban nuestras almas y nuestras voluntades. Casi todos
nos habíamos inclinado hacia el marxismo; mejor dicho: hacia
los partidos revolucionarios. Sería un error creer que el pensa-
miento marxista inspiraba nuestras actitudes. Lo que nos en-
cendía era el prestigio mágico de la palabra revolución. Éra-
mos neófitos de la moderna y confusa religión de la historia,
con su culto a los héroes, su fe en el fin de los tiempos y en
el comienzo de otros, los de la verdadera historia. Nuestro amor
a la justicia era indistinguible de un profundo sentimiento de
venganza en el que se mezclaban las fantasías y resentimien-
tos íntimos de unos muchachos de la clase media mexicana
con auténticas y oscuras, pero desnaturalizadas, aspiraciones
religiosas. Hablábamos con frecuencia de “la solidaridad pro-
letaria internacional” pero ¿los trabajadores eran internacio-

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36 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

nalistas? ¿Qué sabíamos de la clase obrera? Nunca vi en nues-


tras reuniones a un verdadero proletario. Nuestra pasión era
una parodia de la verdadera religión. La ideología que había-
mos abrazado con entusiasmo nos ofrecía un mediocre suce-
dáneo de la antigua trascendencia.

El bien, quisimos el bien:


enderezar al mundo.
Nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
La rabia
se volvió filósofa,
su baba ha cubierto el planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó la forma del patíbulo
—y la adoran millones.

Mi generación fue la primera que, en México, vivió como


propia la historia del mundo, especialmente la del movimien-
to comunista internacional. Es natural sentir un poco de ter-
nura por el muchacho que fuimos. Pero un poco de ironía y
dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juve-
nil. La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos
atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para
unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no
en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre
las catacumbas y el sótano de los conspiradores. Yo no encon-
traba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran
facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión.
Esta creencia me uniría más tarde a los surrealistas. Avidez

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plural: la vida y los libros, la calle y la celda, los bares y la so-


ledad entre la multitud de los cines. Descubríamos a la ciu-
dad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y
descubrimientos se confundían inmediatamente con las imá-
genes y las teorías que brotaban de nuestras desordenadas
lecturas y

Conversaciones, retractaciones, excomuniones,


reconciliaciones, apostasías, abjuraciones,
zig-zag de las demonolatrías y las androlatrías,
los embrujamientos y las desviaciones:
mi historia,
¿son las historias de un error?
La historia es el error.
La verdad es aquello,
más allá de las fechas,
más acá de los nombres,
que la historia desdeña.

La mujer era una idea fija pero una idea que cambiaba
continuamente de rostro y de identidad: a veces se llamaba
Olivia y otras Constanza, aparecía al doblar una esquina o
surgía de las páginas de una novela de Lawrence, era la Poe-
sía, la Revolución o la vecina de asiento en un tranvía:

Olivia la ojizarca que pulsaba,


las blancas manos entre cuerdas verdes,
el arpa de cristal de la cascada,
nada contra corriente hasta la orilla
del despertar: la cama, el haz de ropas,
las manchas hidrográficas del muro,
ese cuerpo sin nombre que a su lado
mastica profecías y rezongos
y la abominación del cielo raso.

Leíamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejánov


para, al día siguiente, hundirnos en la lectura de la prosa ele-
fantina de La decadencia de Occidente o en las páginas eléctri-
cas de La gaya ciencia. Durante meses y meses bebí —ésta es
la palabra— las máximas de La gaya ciencia. Una incompara-

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38 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

ble embriaguez espiritual. Ninguno de nosotros conocía la fi-


losofía moderna inglesa y norteamericana. A Russell lo cono-
cíamos sólo por una colección de ensayos, Vieja y nueva moral
sexual… La influencia de la filosofía alemana era tal en nues-
tra universidad que en el curso de lógica nuestro texto de base
era el de Alexander Pfänder, un discípulo de Husserl. Al lado
de la fenomenología, el psicoanálisis. En esos años comenza-
ron a traducirse las obras de Freud y las pocas librerías de la
ciudad de México se vieron de pronto inundadas por el habi-
tual diluvio de obras de divulgación. Un diluvio en el que mu-
chos se ahogaron.

¡Adolescencia, tierra arada por una idea fija, cuerpo tatua-


do de imágenes, cicatrices resplandecientes! El otoño pas-
toreaba grandes ríos, acumulaba esplendores en los picos,
esculpía plenitudes en el valle de México, frases inmorta-
les grabadas por la luz en puros bloques de asombro.

Fui un lector desordenado y ávido; devoraba novelas y li-


bros de historia; en cambio, leía lentamente los libros de poe-
sía, releyendo los poemas que me impresionaban: quería apren-
der. Unos pocos años antes, mis lecturas me revelaron que
ignoraba los rudimentos del arte poético. Para remediar esta
falla quizá debería haber acudido a mis maestros de literatura,
cuando cursaba yo los primeros años del bachillerato. Preferí
las pesquisas por mí mismo. Supe lo que eran un endecasí-
labo y una sinalefa, cómo se componía un soneto, las diferen-
cias entre la rima consonante y la asonante y, en fin, las formas
principales de nuestro verso: el romance, la seguidilla, el vi-
llancico, los tercetos, la octava real y todas las otras. Desde
entonces el interés por la prosodia española no me abandona:
la poesía es ante todo una construcción rítmica y ni siquiera
el llamado verso libre escapa a la ley del ritmo. Muy pronto, en
1930, con mis amigos de entonces, casi todos aprendices como
yo, comencé a leer a los nuevos poetas de España y América.
En unos pocos meses saltamos de los modernistas hispano-
americanos —Lugones, Herrera y Reissig, López Velarde— a
la poesía moderna propiamente dicha: Huidobro y Guillén,
Borges y Pellicer, Vallejo y García Lorca. Los poetas españoles
me deslumbraron. Naturalmente la gran revelación de ese pri-

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mer periodo de mi vida literaria fue la poesía de Pablo Neruda.


Su primer gran libro —un libro que marcó a los que llegamos
después— se llama Residencia en la tierra. Es difícil describir
el estado de espíritu, a un tiempo exaltado y perplejo, con que
leí Cántico, Romancero gitano, Seguro azar, Cal y canto, La des-
trucción o el amor… Asombro, delicia, pasión, complicidad y,
en fin, simpatía. Pero simpatía en el sentido que daban los es-
toicos a la palabra: esa fuerza afectiva que, al unir a las cosas
y a los espíritus, les da coherencia. Por la simpatía los elemen-
tos desunidos se vuelven universo.
En 1930 yo tenía dieciséis años y era un fervoroso lector
de poesía. En esos años un grupo de escritores mexicanos edi-
taba la revista Contemporáneos. No siempre lograba compren-
der todo lo que aparecía en sus páginas. A mis amigos les ocu-
rría lo mismo, aunque ni ellos ni yo lo confesábamos. Ante
los textos de Valéry y Perse, Borges y Neruda, Cuesta y Villau-
rrutia, íbamos de la curiosidad al estupor, de la iluminación
instantánea a la perplejidad. Aquellos misterios, lejos de des-
animarme, me espoleaban. El título de la revista aludía al pro-
pósito que los animaba: abrir puertas y ventanas para que
entrase en México el aire fresco de la cultura del mundo. Du-
rante los años en San Ildefonso conocí a varios escritores de
esa revista. Al primero que traté fue a Carlos Pellicer, que me
dio clase de literatura hispanoamericana en 1931. Al terminar
la clase, nos paseábamos por los corredores del colegio y a
veces lo visitábamos en su casa de las Lomas de Chapultepec.
He olvidado lo que me dijo acerca de Díaz Mirón y de Lugo-
nes, no los relatos de sus viajes y excursiones en Florencia y
en Chichén Itzá, ante las cataratas del Iguazú y bajo la luna
del Bósforo. A veces nos leía sus poemas con una voz de ultra-
tumba que me sobrecogía. Fueron los primeros poemas mo-
dernos que oí. Subrayo que los oí como lo que eran realmente:
poemas modernos, a pesar de la manera anticuada con que
su autor los recitaba. Gracias a él, conocí a otros poetas de su
generación, como Villaurrutia, Cuesta, Novo y, más tarde, a
José Gorostiza. Ellos me abrieron los ojos y me descubrieron
la poesía moderna.
Leí a T. S. Eliot por primera vez y esa lectura me abrió las
puertas de la poesía moderna. D. H. Lawrence me causó una
impresión profunda, leí sus obras con entusiasmo o, más

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40 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

exactamente, con esa pasión ávida y encarnizada que sólo se


tiene en la juventud. Nuestra gran proveedora de teorías y
nombres era la Revista de Occidente. Otras revistas fueron mi-
radores para explorar los vastos y confusos territorios, siem-
pre en movimiento, de la literatura y el arte; Sur, Contempo-
ráneos, Cruz y Raya. Leíamos con una mezcla de admiración
y desconcierto a T. S. Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a
Faulkner. Pero ninguna de esas admiraciones empañaba nues-
tra fe en la Revolución de Octubre. Por esto, probablemente,
uno de los autores que mayor fascinación ejerció sobre noso-
tros fue André Malraux, en cuyas novelas veíamos unida la
modernidad estética al radicalismo político. Un sentimiento
semejante nos inspiró La montaña mágica, la novela de Tho-
mas Mann; muchas de nuestras discusiones eran ingenuas pa-
rodias de los diálogos entre el liberal idealista Settembrini y
Naphta, el jesuita comunista.

Gallera alborotada:
patio de vecindad y su mitote.
México, hacia 1931.
Gorriones callejeros,
una bandada de niños
con los periódicos que no vendieron
hace un nido.
Los faroles inventan,
en la soledumbre,
charcos irreales de luz amarillenta.
Apariciones,
el tiempo se abre:

Diálogo encarnizado, a veces combate y otras abrazo, entre


dos palabras, una de origen religioso y otra astronómico: reve-
lación y revolución. En mi adolescencia el diálogo entre revela-
ción y revolución se había transformado en combate. El signifi-
cado de los dos términos sufrió un desplazamiento: revolución
designaba sobre todo a las convulsiones y esperanzas de la his-
toria que vivíamos; revelación a la conversación secreta y pri-
vada del poeta con el lenguaje o consigo mismo. ¿Arte revolu-
cionario o arte puro? Entre los poetas que leíamos con pasión
en aquellos días estaban Paul Valéry y Juan Ramón Jiménez.

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Aunque sus ideas acerca de la “poesía pura” eran distintas y


aun opuestas, ambas condenaban a la poesía ideológica y al
arte de tesis. Hacia 1930 nos enteramos de que varios artistas
más jóvenes habían abrazado con entusiasmo la poesía re-
volucionaria. Esta tendencia todavía no se llamaba “realismo
socialista” ni tampoco “literatura comprometida”. Nos impre-
sionó mucho la actitud de Auden, Spender y otros ingleses.
Algunos intentaban superar la oposición entre revelación y
revolución; André Breton, por ejemplo, afirmaba que, por sí
misma, la revelación poética era revolucionaria. Todas estas
ideas y posiciones nos llegaban de una manera confusa y frag-
mentaria. Recuerdo que en 1935, cuando lo conocí, Jorge Cues-
ta me señaló la disparidad entre mis simpatías comunistas
y mis gustos e ideas estéticas y filosóficas. Tenía razón pero el
mismo reproche se podía haber hecho, en esos años, a Gide,
Breton y otros muchos, entre ellos al mismo Walter Benja-
min. Si los surrealistas franceses se habían declarado comu-
nistas sin renegar de sus principios y si el católico Bergamín
proclamaba su adhesión a la revolución sin renunciar a la
cruz, ¿cómo no perdonar nuestras contradicciones? No eran
nuestras: eran de la época. En el siglo XX la escisión se convir-
tió en una condición connatural: éramos realmente almas di-
vididas en un mundo dividido. Sin embargo, algunos logra-
mos transformar esa hendedura psíquica en independencia
intelectual y moral. La escisión nos salvó de ser devorados por
el fanatismo monomaniaco de muchos de nuestros contem-
poráneos.
En 1931 yo estudiaba el segundo año del bachillerato y,
con un grupo de jóvenes aprendices y poseídos por ideas radi-
cales, publicamos la revista Barandal. Allí publiqué mi prime-
ra opinión sobre estos temas. Confieso que no sabía con clari-
dad lo que realmente creía y pensaba. Por una parte, admiraba
a los poetas de la generación anterior —el grupo de la revista
Contemporáneos—, defensores de la poesía pura; por otra,
sentía nostalgia por el arte de las grandes épocas que identifi-
caba, por influencia de mis lecturas alemanas, con un arte y
una poesía integradas en la sociedad: la polis clásica o la Igle-
sia de la Alta Edad Media. Creía, además, que en América bro-
taría una nueva cultura. El aire que respirábamos estaba lleno
de mesianismos.

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42 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Barandal la hacíamos cuatro amigos: Rafael López Malo,


Salvador Toscano, Arnulfo Martínez Lavalle y yo. Duró siete
números. En ella también colaboraron José Alvarado, Enri-
que Ramírez y Ramírez, Raúl Vega Córdoba, Manuel Rivera
Silva y otros muchachos de nuestra edad o un poco mayores
que nosotros, como Manuel Moreno Sánchez. No asistíamos a
los mismos cursos, pero, gracias a Rafael Solana y a Carmen
Toscano, conocí a Efraín Huerta. Fuimos amigos y nunca de-
jamos de serlo. Se nos ocurrió publicar, en cada número,
como un suplemento aparte, poemas y textos de escritores
que admirábamos: Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Salva-
dor Novo. Los invitamos y todos ellos aceptaron. Con ese mo-
tivo visitamos a Novo. En aquellos años era jefe del Depar-
tamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública y
despachaba en una oficina de la planta baja. Trabajaban bajo
sus órdenes, en un cuarto minúsculo que también servía de
antesala, Xavier Villaurrutia y Efrén Hernández. Alto, un poco
caídos los hombros, ya ligeramente obeso, Novo reinaba so-
bre sus dos amigos y subordinados con una indefinible mez-
cla de cortesía e insolencia. Vestía trajes amplios y de telas
claras, a la moda de entonces, más como un alto empleado de
una compañía norteamericana que como un dandy mexicano.
En aquel México lleno todavía de supervivencias del siglo XIX,
Novo afirmaba casi como un desafío su voluntad de ser mo-
derno. Nos azoraban sus corbatas, sus juicios irreverentes,
sus zapatos bayos y chatos, su pelo untado de stacomb, sus
cejas depiladas, sus anglicismos. Su programa era asombrar o
irritar. Lo conseguía. Xavier Villaurrutia no pretendía ser hu-
milde ni inclinaba la cabeza: la erguía y la movía, de izquierda
a derecha y de derecha a izquierda, entre curioso y desdeñoso.
Un pájaro que reconoce sus terrenos y define sus límites. Como
Novo, era elegante pero, a diferencia de su amigo, buscaba la
discreción. Vestía trajes grises y azules de tonos oscuros. Al
caminar, con la mirada en alto, taconeaba con fuerza. Una fi-
sonomía que habría sido más bien común de no ser por la
humedad de los ojos —grandes y pardos bajo las cejas estric-
tas— y la amplitud noble de la frente. Desde la primera vez
que hablé con él me di cuenta de que sabía oír. Además, sabía
responder. Dos virtudes raras, sobre todo entre escritores. Ha-
blaba sin precipitación. A veces esta cualidad se transformaba

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en defecto: se le veía oírse. También desde el principio me sor-


prendió su hermosa voz, grave y fluyendo como un río oscuro.
En México la suspicacia y la desconfianza son enfermeda-
des colectivas. En mi juventud fui testigo del acoso que sufrie-
ron los escritores que hacían Contemporáneos. La legión de
los oportunistas, guiada y excitada por doctrinarios intoleran-
tes, desencadenó una campaña en su contra. Pertenecían a la
generación anterior a la mía, algunos habían sido mis maes-
tros, otros eran mis amigos y entre ellos había varios poetas
que yo admiraba y admiro. Se les acusó de ser extranjerizan-
tes, cosmopolitas, afrancesados y, en suma, de no ser mexica-
nos. Eran un cuerpo extraño y enfermizo incrustado en nues-
tra literatura: había que expulsarlo de la República de las
Letras. Si la actitud de la LEAR (Liga de Escritores y Artistas
Revolucionarios) me parecía deplorable, la retórica de sus
poetas y escritores me repugnaba. La ortodoxia ideológica y la
ortodoxia sexual se alían siempre con la xenofobia: los Con-
temporáneos fueron acusados de estetas reaccionarios y mo-
tejados de maricones. Hoy los jóvenes escritores exaltan su
memoria y escriben sobre ellos ensayos fervientes. Pocos re-
cuerdan que, mientras vivieron, fueron vistos como sospecho-
sos y sentenciados al exilio interior. Años después yo dejé de
ser testigo de las malignidades de la suspicacia y me convertí
en objeto de campañas semejantes, aunque tal vez más feroces:
a las viejas malevolencias se unieron las pasiones políticas.
Por todo esto no es extraño que desde mi adolescencia me
intrigase la suspicacia mexicana. Me pareció la consecuencia
de un conflicto interior. Al reflexionar sobre su naturaleza, en-
contré que, más que un enigma psicológico, era el resultado
de un trauma histórico enterrado en las profundidades del pa-
sado. La suspicacia, en vela perpetua, cuida que nadie descu-
bra el cadáver y lo desentierre. Ésa es su función psicológica
y política. Ahora bien, si la raíz del conflicto es histórica, sólo
la historia puede aclararnos el enigma. La palabra historia de-
signa ante todo a un proceso, y quien dice proceso dice bús-
queda, generalmente inconsciente. El proceso es búsqueda
porque es movimiento y todo movimiento es un ir hacia…
¿Hacia dónde? No es fácil responder a esta pregunta: los su-
puestos fines de la historia se han ido desvaneciendo uno tras
otro. Tal vez la historia no tiene ni finalidades ni fin. El senti-

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44 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

do de la historia somos nosotros, que la hacemos y que, al ha-


cerla, nos deshacemos. La historia y sus sentidos terminarán
cuando el hombre se acabe. Sin embargo, aunque es imposi-
ble discernir fines en la historia, no lo es afirmar la realidad
del proceso histórico y de sus efectos. La suspicacia es uno de
ellos. Lo que he llamado la búsqueda es la tentativa por resol-
ver ese conflicto que la suspicacia preserva.
Desde el principio me negué a aceptar la jurisdicción del
Partido Comunista y sus jerarcas en materia de arte y de lite-
ratura. Pensaba que la verdadera literatura, cualesquiera que
fuesen sus temas, era subversiva por naturaleza. Mis opiniones
eran escandalosas pero, por la insignificancia misma de mi
persona, fueron vistas con desdén e indiferencia: venían de un
joven desconocido. Sin embargo, no pasaron enteramente in-
advertidas, como pude comprobarlo un poco más tarde. En
esos años comencé a vivir un conflicto que se agravaría más y
más con el tiempo: la contraposición entre mis ideas políticas
y mis convicciones estéticas y poéticas.

Entre el hacer y el ver,


acción o contemplación;
escogí el acto de palabras:
hacerlas, habitarlas,
dar ojos al lenguaje.
La poesía no es la verdad:
es la resurrección de las presencias,
la historia
transfigurada en la verdad del tiempo no fechado.

Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado


de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En 1933 publiqué
Luna silvestre, un pequeño folleto de juventud. Escribía poe-
mas que tenían que ver con una adolescencia dramática, des-
dichada. Pienso en “Nocturno”, “Otoño” e “Insomnio”, por
ejemplo:

… Sórdido fabricante de fantasmas,


de pequeños dioses obscuros,
polvo, mentira en la mañana.
Desterrado de la cólera y de la alegría,

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sentado en una silla, en una roca,


frente al ciego oleaje: tedio, nada.
Atado a mi vivir
y desasido de la vida

poemas escritos en momentos difíciles por un joven de dieci-


nueve años. Pronto descubrí que la defensa de la poesía era
inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apa-
sionado por los asuntos políticos y sociales. Yo no encontraba
oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas
del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión.
La poesía moderna de nuestra lengua nos unió en un cul-
to y nos dividió en pequeñas cofradías. Unos juraban por Hui-
dobro y otros por Neruda, unos por García Lorca y otros por
Alberti. En Cuadernos del Valle de México habían aparecido
algunos poemas de Alberti, uno de nuestros poetas favoritos.
En 1934, ya en la Facultad de Derecho, supimos que visitaría
México en gira de propaganda en favor, si mi recuerdo es
exacto, del Socorro Rojo Internacional. Alberti acababa de in-
gresar en el Partido Comunista Español y su gesto nos había
conmovido y, también, desconcertado. En una ocasión nos
reunimos con él en un bar. Cada uno de nosotros leyó uno o
dos poemas. Alberti escuchaba con cortesía aunque, hay que
confesarlo, sus comentarios eran parcos y poco entusiastas.
Cuando llegó mi turno vacilé: mis poemas no eran sociales ni
combativos, como los de los otros, sino más bien íntimos.
Sentí un poco de vergüenza: de pronto me pareció que leer
aquellos textos era como incurrir en una confesión no pedida.
Alberti reparó en mi turbación. Al salir me llamó aparte y me
dijo: “En lo que escribes hay una búsqueda de lenguaje y por
eso tus poemas, en el fondo, son más revolucionarios que los
de ellos. Tú te propones explorar un territorio desconocido —tu
propia intimidad— y no pasearte por parajes públicos en don-
de no hay nada que descubrir”. No he olvidado nunca sus pa-
labras…
Entre 1935 y 1938 el observador más distraído podía ad-
vertir que una nueva generación literaria aparecía en Méxi-
co: un grupo de muchachos, nacidos alrededor de 1914, se ma-
nifestaba en los diarios, publicaba revistas y libros, frecuentaba
ciertos cafés y concurría a las salas del teatro experimental,

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46 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

a las exposiciones de pintura, a los conciertos y a las confe-


rencias.
Las primeras publicaciones de los nuevos escritores fue-
ron revistas de poesía. Rafael Solana dirigió Taller Poético,
donde aparecieron todos los poetas de valía de esos años, de
Enrique González Martínez y Carlos Pellicer a los más jóvenes,
como Alberto Quintero Álvarez y Efraín Huerta. Aquellos jó-
venes también asistíamos —gran diferencia con la generación
anterior— a las reuniones políticas de las agrupaciones de
izquierda. Las relaciones de esa generación con la precedente
(la de Contemporáneos) eran ambiguas: nos unía la misma so-
ledad frente a la indiferencia y hostilidad del medio así como
la comunidad en los gustos y las preferencias estéticas. Los jóve-
nes habíamos heredado la “modernidad” de los Contemporá-
neos, aunque no tardamos en modificar por nuestra cuenta
esa tradición con nuevas lecturas e interpretaciones; al mismo
tiempo, sentíamos cierta impaciencia (y Efraín Huerta verda-
dera irritación) ante la frialdad y la reserva con que la genera-
ción anterior veía a las luchas revolucionarias mundiales y su
no velado desvío ante la potencia que, para nosotros, encarna-
ba el lado “positivo” de la historia: la Unión Soviética.
Ya he contado cómo conocí a los poetas de Contemporáneos
cuando era estudiante. En 1935 conocí a Jorge Cuesta. Eran
los días en que se debatía el tema de la “educación socialista”.
La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario dis-
cutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos
en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea hu-
mana me empujó hacia las puertas en el momento en que salía
Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de
perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fiso-
nomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud
y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minu-
tos dijo:
—¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?
—No demasiado. ¿Y a usted?
—Tampoco. Lo invito a comer.
Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restauran-
te. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido.
Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con
Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y

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de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. Esas ho-


ras fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanis-
mo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no
pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profunda-
mente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus
otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se des-
plegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por
sino a través de él. Una noche tuve la rara fortuna de oírlo
contar, como si fuese una novela, uno de sus ensayos más pe-
netrantes: “El clasicismo mexicano”. Luego me envió un ejem-
plar de la revista en la que aparecía el ensayo; al leerlo, el des-
lumbramiento inicial se transformó en algo más hondo y más
duradero: una reflexión que todavía no termina. Desde aque-
llos días mis ideas sobre la literatura han cambiado pero, sin
la conversación de aquella noche, tal vez yo no habría comen-
zado a pensar sobre estos temas. Tampoco habría logrado ha-
cerlo con un poco de rigor e independencia. En esos años lle-
gó a México el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón.
Era casi de la misma edad que los Contemporáneos, venía de
Europa y su conocimiento de la vanguardia europea era direc-
to. En sus poemas y en su actitud se reunían al fin las dos mi-
tades que a Huerta y a mí nos parecían fatalmente irreconcilia-
bles y, al mismo tiempo, inseparables: la visión y la subversión,
la rebelión y la revelación. La actividad de Cardoza y Aragón
fue aislada y marginal; por eso mismo, decisiva. Por una par-
te, estaba muy cerca de los Contemporáneos. Por la otra, sus
simpatías morales y políticas lo inclinaban hacia las ideas que
defendían los escritores y artistas que, en esos años, fundaron
la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios). Recuer-
do aquella noche en que Huerta, Revueltas y yo, en una sala
de la LEAR, ante un público hostil y frente a los anatemas de
algunos obispos y coadjutores, oímos a Cardoza defender a la
poesía, no como una actividad al servicio de la Revolución,
sino como la expresión de la perpetua subversión humana.
Cardoza fue el puente entre la vanguardia y los poetas de mi
edad. Puente tendido no entre dos orillas sino entre dos oposi-
ciones. La unidad entre la actividad poética y la revoluciona-
ria no tardó en resolverse en discordia…
Aunque terminé mi educación universitaria, me rehusé a
presentar la tesis. Me negué a convertirme en abogado. En 1936

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48 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

abandoné los estudios universitarios y la casa familiar. Mi padre


murió en la estación de ferrocarril en Los Reyes-La Paz el 8 de
marzo de 1936.

Dos obreros abren el hoyo.


Desmoronada
boca de ladrillo y cemento.
Aparece
la caja desencajada:
entre tablones hendidos
el sombrero gris perla,
el par de zapatos,
el traje negro de abogado.
Huesos, trapos, botones:
montón de polvo súbito
a los pies de la luz.
Fría, no usada luz,
casi dormida,
luz de la madrugada
recién bajada del monte,
pastora de los muertos.
Lo que fue mi padre
cabe en ese saco de lona
que un obrero me tiende
mientras mi madre se persigna.

Pasé una temporada difícil, aunque no por mucho tiempo.


En los primeros días de enero de 1937 apareció un pequeño
libro mío (Raíz del hombre). Jorge Cuesta escribió un artículo
y lo publicó en el número inicial de Letras de México, la revista
de Barreda. Su nota no fue del agrado de algunos de sus ami-
gos, que veían de reojo mis poemas y mis opiniones políticas.
En ese mismo número de Letras de México, y en la misma pá-
gina, apareció una nota sin firma en la que se juzgaba severa-
mente un poema mío. Supe más tarde que había sido escrita
por Bernardo Ortiz de Montellano. Un poco después Jorge me
invitó a una comida y mencionó, sin explicaciones, que asisti-
rían otros amigos suyos. Acepté y quedamos en que pasaría a
recogerlo en su oficina. Era químico de una compañía azuca-
rera que estaba, si no recuerdo mal, entre Gante y 16 de Sep-

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1929-1937 49

tiembre. Cuando llegué, me encontré en la antesala con Xa-


vier Villaurrutia. Me dijo que él y Cuesta me llevarían a la
comida y me dio los nombres de los otros asistentes: el grupo
de Contemporáneos en pleno. De pronto me di cuenta de que
se me había invitado a una suerte de ceremonia de iniciación.
Mejor dicho, a un examen: yo iba a ser el examinado y Xavier
y Jorge mis padrinos.
Un taxi nos llevó a un restaurante que estaba frente a una
de las entradas del Bosque de Chapultepec, cerca del mer-
cado  de flores. Recuerdo muy bien a los asistentes: Ortiz de
Montellano, José y Celestino Gorostiza, Samuel Ramos, Octavio
G. Barreda, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo, Elías
Nandino y el Abate Mendoza. Tres ausentes: Pellicer, Novo y
Owen (este último vivía en Colombia). Se habló de las opues-
tas ideas de Goethe y Valéry acerca de la traducción poética,
pero, sobre todo, se habló de Gide —desde joven hice mía una
máxima de André Gide: “el escritor debe saber nadar contra la
corriente”, una máxima válida para todos los hombres—, el
comunismo y los escritores. Eran los días de la guerra civil en
España. Todos ellos eran partidarios de la República; todos,
también, estaban en contra del engagement de los escritores y
aborrecían el “realismo socialista”, proclamado en esos años
como doctrina estética de los comunistas. Me interrogaron
largamente sobre la contradicción que les parecía advertir en-
tre mis opiniones políticas y mis gustos poéticos. Les respondí
como pude. Si mi dialéctica no los convenció, debe haberlos
impresionado mi sinceridad pues me invitaron a sus comidas
mensuales. No pude volver a esas reuniones: al poco tiempo
dejé México por una larga temporada.
El gobierno había establecido en las provincias unas es-
cuelas de educación secundaria para hijos de trabajadores y
me ofrecieron —junto con Octavio Novaro y Ricardo Cortés
Tamayo— un puesto en una de ellas. La escuela estaba en Mé-
rida, en el lejano Yucatán. Acepté inmediatamente: me ahoga-
ba en la ciudad de México. La palabra Yucatán, como un cara-
col marino, despertaba en mi imaginación resonancias a un
tiempo físicas y mitológicas: un mar verde, una planicie cal-
cárea recorrida por corrientes subterráneas como las venas de
una mano y el prestigio inmenso de los mayas y de su cultura.
Más que lejana, Yucatán era una tierra aislada, un mundo cerra-

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50 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

do sobre sí mismo. No había ni ferrocarril ni carretera; para


llegar a Mérida sólo se disponía de dos medios: un avión cada
semana y la vía marítima, lentísima: un vapor al mes que
tardaba quince días en llegar de Veracruz al puerto de Progre-
so. Los yucatecos de las clases alta y media, sin ser separatis-
tas, eran aislacionistas; cuando miraban hacia el exterior, no
miraban a México: veían a La Habana y a Nueva Orleans. Y la
mayor diferencia: el elemento nativo dominante era el de los
mayas descendientes de la otra civilización del antiguo Méxi-
co. La real diversidad de nuestro país, oculto por el centralis-
mo heredado de aztecas y castellanos, se hacía patente en la
tierra de los mayas.
Pasé unos meses en Yucatán. Cada uno de los días que
viví allá fue un descubrimiento y, con frecuencia, un encanta-
miento. La antigua civilización me sedujo pero también la
vida secreta de Mérida, mitad española y mitad india. Por pri-
mera vez vivía en tierra caliente, no en un trópico verde y luju-
rioso sino blanco y seco, una tierra llana rodeada de infinito
por todas partes. Soberanía del espacio: el tiempo sólo era un
parpadeo. Inspirado por mi lectura de Eliot, se me ocurrió es-
cribir un poema, “Entre la piedra y la flor”, en el que la aridez
de la planicie yucateca, una tierra reseca y cruel, apareciese
como la imagen de lo que hacía el capitalismo —que para mí
era el demonio de la abstracción— con el hombre y la natura-
leza: chuparles la sangre, sorberles su sustancia, volverlos
hueso y piedra. Estaba en esto cuando sobrevino un periodo
de vacaciones escolares. Decidí aprovecharlas, conocer Chi-
chén Itzá y terminar mi poema. Pasé allá una semana. A veces
solo y otras acompañado por un joven arqueólogo, recorrí las
ruinas en un estado de ánimo en el que se alternaban la per-
plejidad y el hechizo. Era imposible no admirar esos monu-
mentos pero, al mismo tiempo, era muy difícil comprender-
los. Entonces ocurrió algo que interrumpió mi vacación y
cambió mi vida.
Una mañana, mientras caminaba por el Juego de Pelota,
en cuya perfecta simetría el universo parece reposar entre dos
muros paralelos, bajo un cielo a un tiempo diáfano e impene-
trable, espacio en el que el silencio dialoga con el viento, cam-
po de batalla de las constelaciones, altar de un terrible sacrifi-
cio: en uno de los relieves que adornan al rectángulo sagrado

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se ve a un jugador vencido, de hinojos, su cabeza rodando por


la tierra como un sol decapitado en el firmamento, mientras
que de su tronchada garganta brotan siete chorros de sangre,
siete rayos de luz, siete serpientes… una mañana, mientras re-
corría el Juego de Pelota, se me acercó un presuroso mensaje-
ro del hotel y me tendió un telegrama que acababa de llegar
de Mérida, con la súplica de que se me entregase inmediata-
mente. El telegrama decía que tomase el primer avión dispo-
nible pues se me había invitado a participar en el Congreso
Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en
Valencia y en otras ciudades de España en unos días más.
Apenas si había tiempo para arreglar el viaje. Lo firmaba una
amiga (Elena Garro). El mundo dio un vuelco. Sentí que, sin
dejar de estar en el tiempo petrificado de los mayas, estaba
también en el centro de la actualidad más viva e incandescente.
Instante vertiginoso: estaba plantado en el punto de intersec-
ción de dos tiempos y dos espacios. Visión relampagueante: vi
mi destino suspendido en el aire de esa mañana transparente
como la pelota mágica que, hacía quinientos años, saltaba en
ese mismo recinto, fruto de vida y de muerte en el juego ritual
de los antiguos mexicanos.
Cuatro o cinco días después estaba de regreso en México.
Allí me enteré de la razón del telegrama: la invitación había
llegado oportunamente hacía más de un mes pero el encarga-
do de estos asuntos en la LEAR, un escritor cubano que había
sido mi profesor en la Facultad de Letras (Juan Marinello),
había decidido transmitirla por la vía marítima. Así cumplía
el encargo pero lo anulaba: la invitación llegaría un mes des-
pués, demasiado tarde. El poeta Efraín Huerta se enteró, por
la indiscreción de una secretaria; se lo dijo a Elena Garro y
ella me envió el telegrama. Al llegar a México, me enteré de
que también había sido invitado el poeta Carlos Pellicer. Tam-
poco había recibido el mensaje. Le informé de lo que ocurría,
nos presentamos en las oficinas de la LEAR, nos dieron una
vaga explicación, fingimos aceptarla y todo se arregló. A los
pocos días quedó integrada la delegación de México: el nove-
lista José Mancisidor, designado por la LEAR, Carlos Pellicer y
yo. ¿Por qué los organizadores habían invitado a dos escrito-
res que no pertenecían a la LEAR? Ya en España, Arturo Serra-
no Plaja, uno de los encargados de la participación hispano-

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52 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

americana en el congreso —los otros, si la memoria no me es


infiel, fueron Rafael Alberti y Pablo Neruda—, me refirió lo
ocurrido: no les pareció que ninguno de los escritores de la
LEAR fuese realmente representativo de la literatura mexicana
de esos días y habían decidido invitar a un poeta conocido y a
uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido:
Carlos Pellicer y yo. No era inexplicable que hubiesen pensa-
do en mí: Alberti me había conocido durante su visita a Méxi-
co, en 1934; Serrano Plaja era de mi generación, había leído
mis poemas como yo había leído los suyos y nos unían ideas y
preocupaciones semejantes. Serrano Plaja fue uno de mis me-
jores amigos españoles; era un temperamento profundo, reli-
gioso. Neruda también tenía noticias de mi persona y años
más tarde, al referirse a mi presencia en el congreso, dijo que
él “me había descubierto”. En cierto modo era cierto: en esos
días yo le había enviado mi primer libro; él lo había leído, le
había gustado y, hombre generoso, lo había dicho.
Hice el viaje con dos mexicanos, Pellicer y José Mancisi-
dor, y dos cubanos, Marinello y Nicolás Guillén. Al llegar a
París, al bajarme del tren, vino hacia mí un hombre alto que
gritaba: “¡Octavio Paz!, ¡Octavio Paz!” Era Neruda. Al verme
me dijo: “¡Pero qué joven eres!” En seguida fuimos amigos. En
París nos unimos a un grupo más numeroso: Malraux, Ste-
phen Spender, Ilya Ehrenburg, y viajamos juntos hacia Barce-
lona. Mi primera duda comenzó en el tren. Al caer la tarde,
cuando nos aproximábamos a Portbou, Pablo Neruda nos
hizo una seña a Carlos Pellicer y a mí. Lo seguimos al salón-
comedor; allí nos esperaba Ehrenburg. Nos sentamos a su
mesa y, a los pocos minutos, se habló de México, un país que
había interesado a Ehrenburg desde su juventud. Lo sabía y le
recordé su famosa novela, Julio Jurenito, que contiene un re-
trato de Diego Rivera. Se rió de buena gana, refirió algunas
anécdotas de sus años en Montparnasse y nos preguntó sobre
el pintor y sus actividades. Habían convivido en París antes de
la Revolución rusa. A Ehrenburg no le gustaba realmente la
pintura de Diego aunque le divertía el personaje. Pellicer le
contestó diciéndole que era muy amigo suyo y habló con ad-
miración de la colección de arte precolombino que Diego ha-
bía formado. Después relató con muchos detalles que un poco
antes de salir hacia España había cenado con él, en su casa

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—una cena inolvidable—, y que, entre otras cosas, Diego le ha-


bía contado que Trotski se interesaba mucho en el arte prehis-
pánico. Neruda y yo alzamos las cejas. Pero Ehrenburg pareció
no inmutarse y se quedó quieto, sin decir nada. Quise entrar
al quite y comenté con timidez: “Sí, alguna vez dijo, si no recuer-
do mal, que le habría gustado ser crítico de arte…” Ehrenburg
sonrió levemente y asintió con un movimiento de cabeza, segui-
do de un gesto indefinible (¿de curiosidad o de extrañeza?). De
pronto, con voz ausente, murmuró: “Ah, Trotski…” Y dirigién-
dose a Pellicer: “Usted, ¿qué opina?” Hubo una pausa. Neruda
cambió conmigo una mirada de angustia mientras Pellicer de-
cía, con aquella voz suya de bajo de ópera: “¿Trotski? Es el agita-
dor político más grande de la historia… después, naturalmen-
te, de san Pablo”. Nos reímos de dientes afuera. Ehrenburg se
levantó y Neruda me dijo al oído: “El poeta católico hará que
nos fusilen…”
La chusca escena del tren debería haberme preparado
para lo que vería después: ante ciertos temas y ciertas gentes
lo más cuerdo es cerrar la boca. Pero no fui prudente y, sin
proponérmelo, mis opiniones y pareceres despertaron recelos
y suspicacias en los beatos, sobre todo entre los miembros de
una delegación de la LEAR que llegó a España un poco después.
Esas sospechas me causaron varias dificultades que, por fortu-
na, pude allanar: mis inconvenientes opiniones eran privadas
y no ponían en peligro la seguridad pública. Fui objeto, eso sí,
de advertencias y amonestaciones de unos cuantos jerarcas
comunistas y de los reproches amistosos de Mancisidor. El es-
critor Ricardo Muñoz Suay, muy joven entonces, ha recor-
dado que algún dirigente de la Alianza de Intelectuales de
Valencia le había recomendado que me vigilase y tuviese cui-
dado conmigo, pues tenía inclinaciones trotskistas. La acusa-
ción era absurda. Cierto, yo me negaba a aceptar que Trotski
fuese agente de Hitler, como lo proclamaba la propaganda
de Moscú, repetida por los comunistas en todo el mundo; en
cambio, creía que la cuestión del día era ganar la guerra y de-
rrotar a los fascistas. Ésa era, precisamente, la política de los
comunistas, los socialistas y los republicanos; la tesis contraria
—sostenida por muchos anarquistas, el POUM (Partido Obrero
de Unificación Marxista) y la Cuarta Internacional (trotskista)—
consistía en afirmar que la única manera de ganar la guerra era,

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54 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

al mismo tiempo, “hacer la revolución”. Esta hipótesis me pa-


recía condenada de antemano por la realidad. Pero en aque-
llos días la más leve desviación en materia de opiniones era
vista como “trotskismo”. Convertida en espantajo, la imagen
de Trotski desvelaba a los devotos. La sospecha los volvía mo-
nomaniacos… Regreso a mi cuento.
En Valencia y en Madrid fui testigo impotente de la con-
denación de André Gide. Se le acusó de ser enemigo del pue-
blo español, a pesar de que desde el principio del conflicto se
había declarado fervoroso partidario de la causa republicana.
Por ese perverso razonamiento que consiste en deducir de un
hecho cierto otro falso, las críticas más bien tímidas que Gide
había hecho al régimen soviético en su Retour de l’URSS lo
convirtieron ipso facto en un traidor a los republicanos. No fui
el único en reprobar estos ataques, aunque muy pocos se atre-
vieron a expresar en público su inconformidad. Entre los que
compartían mis sentimientos se encontraba un grupo de es-
critores cercanos a la revista Hora de España: María Zambra-
no, Arturo Serrano Plaja, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Anto-
nio Sánchez Barbudo y otros. Pronto fueron mis amigos. Me
unía a ellos no sólo la edad sino los gustos literarios, las lectu-
ras comunes y nuestra situación peculiar frente a los comu-
nistas. Oscilábamos entre una adhesión ferviente y una reserva
invencible. No tardaron en franquearse conmigo: todos resen-
tían y temían la continua intervención del Partido Comunista
en sus opiniones y en la marcha de la revista. Algunos de sus
colaboradores —los casos más sonados habían sido los de Luis
Cernuda y León Felipe— incluso habían sufrido interrogato-
rios. Los escritores y los artistas vivían bajo la mirada celosa
de unos comisarios transformados en teólogos.
La desaparición de Andreu Nin, el dirigente del POUM, nos
conmovió a muchos. Los cafés eran, como siempre lo han
sido, lugares de chismorreos pero también fuentes de noticias
frescas. En uno de ellos pudimos saber lo que no decía la
prensa: un grupo de socialistas y laboristas europeos había vi-
sitado España para averiguar, sin éxito, el paradero de Nin.
Para mí era imposible que Nin y su partido fuesen aliados de
Franco y agentes de Hitler. Un año antes había conocido, en
México, a una delegación de jóvenes del POUM; sus puntos de
vista, expuestos con lealtad por ellos, no ganaron mi adhesión

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1929-1937 55

pero su actitud conquistó mi respeto. Estaba tan seguro de su


inocencia que habría puesto por ellos las manos en el fuego.
A pesar de la abundancia de espías e informadores, en los ca-
fés y las tabernas se contaban, entre rumores y medias pala-
bras, historias escalofriantes acerca de la represión. Algunas
eran, claramente, fantasías pero otras eran reales, demasiado
reales. Ya he referido en otro escrito mi única y dramática
entrevista con José Bosch, en Barcelona. Vivía en la clandesti-
nidad, perseguido por su participación en los sucesos de mayo
de ese año. Su suerte era la de muchos cientos, tal vez miles, de
antifascistas.
Todo esto perturbó mi pequeño sistema ideológico pero
no alteró mis sentimientos de adhesión a la causa de los “lea-
les”, como se llamaba entonces a los republicanos. Mi caso no
es insólito: es frecuente la oposición entre lo que pensamos y
lo que sentimos. Mis dudas no tocaban el fundamento de mis
convicciones: la revolución me seguía pareciendo, a despecho
de las desviaciones y rodeos de la historia, la única puerta de
salida del impasse de nuestro siglo. Lo discutible eran los me-
dios y los métodos. Como una respuesta inconsciente a mis
incertidumbres ideológicas, se me ocurrió alistarme en el ejér-
cito como comisario político. La idea me la había sugerido
María Teresa León, la mujer de Alberti. Fue una aberración.
Hice algunas gestiones pero la manera con que fui acogido me
desanimó; me dijeron que carecía de antecedentes y, sobre
todo, que me faltaba lo más importante: el aval de un partido
político o de una organización revolucionaria. Era un hombre
sin partido, un mero “simpatizante”. Por supuesto no podía
confiar a nadie mis dudas. Habrían creído que era un traidor.
Y no lo era. Julio Álvarez del Vayo me dijo con cordura: “Tú
puedes ser más útil con una máquina de escribir que con una
ametralladora”. Acepté el consejo.
Estuve en el frente, pero realmente no combatí. Pasé en el
frente del sur una temporada con un mexicano que después
murió, Juan B. Gómez. Era coronel de una brigada. Antes es-
tuve en Madrid y después en Valencia haciendo diversos tra-
bajos. Mis impresiones más profundas y duraderas de aquel
verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores. Me
conmovió el encuentro con España y con su pueblo: ver con
mis ojos y tocar con mis manos el mundo que desde mi niñez

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56 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

conocía por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; tra-
bar amistad con los poetas españoles y, ante todo, el trato con
los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de es-
cuela… Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraterni-
dad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de
los hombres, el pan compartido. España me enseñó el signifi-
cado de la palabra fraternidad. Hay cosas que nunca olvidaré.
Un domingo fui con dos amigos, los poetas Manuel Altolagui-
rre y Arturo Serrano Plaja, a un lugar cercano a Valencia y tu-
vimos que regresar a pie porque perdimos el último autobús.
Ya era de noche, caminábamos por la carretera y de pronto el
cielo se incendió con los disparos de la artillería antiaérea.
Los aviones enemigos no podían penetrar en Valencia debido
al fuego de las baterías republicanas que arrojaban sus bom-
bas en los alrededores de la ciudad, precisamente por donde
nosotros estábamos. El pueblo al que llegamos estaba ilumi-
nado por los disparos. Lo atravesamos cantando la Interna-
cional para darnos valor y dar valor a la gente y nos refugiamos
en una huerta. Los campesinos nos fueron a ver y cuando su-
pieron que yo era mexicano se conmovieron. México ayudaba
a la República y algunos de aquellos campesinos eran anar-
quistas. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de
que yo venía de México, salió a su huerta a pesar del bombar-
deo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de
vino, lo compartió con nosotros. Haber comido con los cam-
pesinos bajo las bombas…, yo esto no lo puedo olvidar.
En otra ocasión visité con un pequeño grupo la Ciudad
Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Al
llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el ofi-
cial nos pidió que guardásemos silencio. Oímos del otro lado
del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz
baja: ¿quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus pala-
bras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Esos
soldados a los que no veía, pero que escuchaba, eran mis ene-
migos. Al oírlos me dije: esas voces son humanas, como la
mía. Comencé a pensar que quizá la lucha era absurda o, al
menos, inexplicable: ¿por qué matar al que no piensa como
nosotros?

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1937-1945

“A ESTA HORA”, me dije, “algunos aman y conocen la muerte


en otros labios,
otros sueñan delirios que son muerte,
y otros, más sencillamente, mueren también allá en los frentes,
por defender una palabra,
llave de sangre para cerrar o abrir las puertas del mañana.”
Sangre para bautizar la nueva era que el engreído profeta
vaticina,
sangre para el lavamanos del negociante,
sangre para el vaso de los oradores y los caudillos,
oh corazón, noria de sangre, para qué regar, ¿qué yermos?,
para mojar ¿qué labios secos, infinitos?
¿Son los labios de un dios,
de Dios que tiene sed, sed de nosotros,
nada que sólo tiene sed?

De España fui a París. En el primer momento libre me pre-


cipité —ésa es la palabra— en el Louvre. A la salida, cansado
y encantado, tuve la sorpresa de encontrarme con Miguel Her-
nández y con el pintor Miguel Prieto. No hablamos apenas
de  arte sino, como era natural en esos días, del curso de la
guerra en España. Miguel Hernández —voz de bajo, un poco
cerril, un poco de animal inocente— no dudaba de la victoria
y desechó con un ademán de confianza mis tímidas dudas y
reparos… Murió en 1942, solo, en una cárcel de su pueblo na-
tal, en una España hostil, enemiga de la España que soñó su
generosidad. Que otros maldigan a sus victimarios. Yo quiero
recordarlo.
En París pasé dos meses. Me encontré a varios de los ami-
gos que había conocido en el congreso. Entre ellos a Alejo
Carpentier. Él me llevó a la casa de Robert Desnos y aquél fue
mi primer contacto con los surrealistas, a pesar de que Des-
nos en esa época ya no era miembro del grupo surrealista. Yo
no sabía entonces bien lo que era el surrealismo aunque tenía
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58 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

una gran simpatía por ellos. La experiencia española afirmó


mi fervor revolucionario, pero también me hizo desconfiar de
las teorías revolucionarias. Todo esto me acercaba a la actitud
política de los surrealistas… Pero esto ocurrió más tarde.
Regresé a México, realicé diversos trabajos de propaganda
en favor de la República española y participé en la fundación
de El Popular, un periódico que se convirtió en el órgano de la
izquierda mexicana. Fueron mis años de actividad política más
intensa. Escribía un artículo diario, un comentario de política
internacional. Desde antes de mi viaje a España yo había teni-
do diferencias graves con la burocracia comunista, especial-
mente con los partidarios del realismo socialista. Cuando vino
el pacto de Múnich un grupo de los redactores de El Popular
criticaron no solamente a las democracias burguesas que ha-
bían capitulado ante Hitler, sino que también dijeron que aque-
llo era una consecuencia política de la Tercera Internacional y
abandonaron el periódico. Pero yo me quedé y no lo dejé sino
hasta el momento del pacto germano-soviético. Cesó entonces
casi enteramente mi actividad política aunque todavía por una
temporada colaboré con la oposición revolucionaria.
En esos años se desató en la prensa radical de México
una campaña en contra de Lev Trotski, asilado en nuestro
país. Al lado de las publicaciones comunistas, se distinguió
por su virulencia la revista Futuro, en la que yo a veces co-
laboraba. El director me pidió, a mí y a otro joven escritor,
José Revueltas, que escribiésemos un editorial. “Conozco sus
reservas —me dijo— pero tendrá usted que convenir, por lo
menos, en que objetivamente Trotski y su grupo colaboran
con los nazis. Ésta no es una cuestión meramente subjetiva,
aunque yo creo que ellos son agentes conscientes de Hitler,
sino histórica: su actitud sirve al enemigo y así, de hecho, es
una traición.” Su argumento me pareció un sofisma despre-
ciable. Me negué a escribir lo que se me pedía y me alejé de la
revista. Un poco después, el 23 de agosto de 1939, se firmaba
el pacto germano-soviético y el 1° de septiembre Alemania in-
vadía Polonia. Sentí que nos habían cortado no sólo las alas
sino la lengua: ¿qué podíamos decir? Unos meses antes se me
había pedido que denunciara a Trotski como amigo de Hitler
y ahora Hitler era el aliado de la Unión Soviética. Al leer las
crónicas de las ceremonias que sucedieron a la firma del pacto,

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me ruborizó un detalle: en el banquete oficial, Stalin se levan-


tó y brindó con estas palabras: “Conozco el amor que el pueblo
alemán profesa a su Führer y, en consecuencia, bebo a su salud”.
Entre mis amigos y compañeros la noticia fue recibida al
principio con incredulidad; después, casi inmediatamente, co-
menzaron las interpretaciones y las justificaciones. En El Po-
pular, pasado el primer momento de confusión, se comenzó a
justificar la voltereta. Hablé con el director y le comuniqué mi
decisión de dejar el periódico. Me miró con sorpresa y me
dijo: “es un error y se arrepentirá. Yo apruebo el pacto y no
veo la razón de defender a las corrompidas democracias bur-
guesas. No olvide que nos traicionaron en Múnich”. Acepté
que lo de Múnich había sido algo peor que una abdicación
pero le recordé que toda la política de los comunistas, durante
los últimos años, había girado en torno a la idea de un frente
común en contra del fascismo. Ahora el iniciador de esa polí-
tica, el gobierno soviético, la rompía, desataba la guerra y cu-
bría de oprobio a todos sus amigos y partidarios. Terminé di-
ciéndole: “Me voy a mi casa porque no entiendo nada de lo
que ocurre. Pero no haré ninguna declaración pública ni es-
cribiré una línea en contra de mis compañeros”. Cumplí mi
promesa. Más que un rompimiento fue un alejamiento: dejé el
periódico y dejé de frecuentar a mis amigos comunistas. La
oposición entre lo que pensaba y lo que sentía era ya más an-
cha y más honda. Pero el hombre propone y Dios dispone. Un
dios sin rostro y al que llamamos destino, historia o azar.
¿Cuál es su verdadero nombre?

Dios sin cuerpo,


con lenguajes de cuerpo lo nombraban
mis sentidos. Quise nombrarlo
con un nombre solar,
una palabra sin revés.
Fatigué el cubilete y el ars combinatoria.
Una sonaja de semillas secas
las letras rotas de los nombres:
hemos quebrantado a los nombres,
hemos dispersado a los nombres,
hemos deshonrado a los nombres.
Ando en busca del nombre desde entonces.

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60 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

A fines de mayo de ese año un grupo armado, bajo el


mando de David Alfaro Siqueiros, irrumpió en la casa de
Trotski con el propósito de matarlo. El asalto fracasó pero los
atacantes secuestraron a un secretario de Trotski, al que des-
pués asesinaron. El atentado acabó con mis dudas y vacila-
ciones pero me dejó a oscuras sobre el camino que debería
seguir. Era imposible continuar colaborando con los estali-
nistas y sus amigos; al mismo tiempo, ¿qué hacer? Me sentí
inerme intelectual y moralmente. Estaba solo. La lesión afec-
tiva no fue menos profunda: tuve que romper con varios ami-
gos queridos. Tampoco alcanzaba a entender los móviles que
habían impulsado a Siqueiros a cometer aquel acto execra-
ble. Lo había conocido en España y pronto simpatizamos. Lo
volví a ver en París, me contó que tenía que hacer un miste-
rioso viaje con una misión y lo acompañé a la estación del
ferrocarril, con su mujer, Juan de la Cabada y Elena Garro.
Ahora pienso que se trataba de una coartada para la que ne-
cesitaba testigos; ya en esa época, según se supo después, se
preparaba el atentado. Tampoco entendí la actitud de varios
amigos: uno, Juan de la Cabada, ayudó a ocultar las armas
usadas en el ataque; Pablo Neruda le facilitó la entrada en
Chile, adonde fue a refugiarse. La actitud del gobierno mexi-
cano tampoco fue ejemplar: hizo la vista gorda. Tres meses
después, el 20 de agosto de 1940, Trotski caía con el cráneo
destrozado. Lógica vil de la bestia humana: el asesino lo hirió
en la cabeza, allí donde residía su fuerza. La cabeza, el lugar
del pensamiento, la luz que lo guió durante toda su vida y
que, al final, lo perdió.

Dialéctica, sangriento solipsismo


que inventó el enemigo en sí mismo…

En 1938, Xavier Villaurrutia y Octavio G. Barreda me in-


vitaron a su tertulia en el Café París. Los más asiduos eran
Barreda, Villaurrutia, Samuel Ramos, el pintor Orozco Rome-
ro, Carlos Luquín y Celestino Gorostiza. No menos puntuales
fueron dos españoles que llegaron un año más tarde: José Mo-
reno Villa y León Felipe. También concurrían, aunque con
menos frecuencia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Elías Nandi-
no, Ortiz de Montellano, Magaña Esquivel y Rodolfo Usigli.

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1937-1945 61

A veces, ya al final de este periodo, se presentaban José Luis


Martínez y, esporádicamente, Alí Chumacero. En una mesa dis-
tinta, a la misma hora, se reunían Silvestre Revueltas, Abreu
Gómez, Mancisidor y otros escritores más o menos marxistas.
Ya al caer la tarde llegaba otro grupo, más tumultuoso y colo-
rido, en el que había varias mujeres notables —María Izquier-
do, Lola Álvarez Bravo, Lupe Marín, Lya Kostakowsky— y
artistas y poetas jóvenes como Juan Soriano y Nefatlí Bel-
trán. Salíamos del café a la ya desde entonces inhospitalaria
ciudad de México con una suerte de taquicardia, no sé si por
el exceso de cafeína o por la angustia. Mientras Barreda anun-
ciaba la muerte inminente de la literatura, Villaurrutia im-
perturbable continuaba hablando de los poemas franceses de
Rilke o, ante la cólera de León Felipe, de Whitman como poe-
ta para boy scouts. Anochecía, los amigos se dispersaban y to-
das aquellas palabras inteligentes, apasionadas o irónicas se
volvían un poco de aire disipado al doblar una esquina. Yo sen-
tía que caminaba entre ruinas y que los transeúntes eran fan-
tasmas.
En aquellos días yo no tenía profesión fija; vivía muy difí-
cilmente y con empleos extravagantes, todos provisionales.
Hubo una temporada en que mi trabajo consistía en contar
billetes viejos. Nos pagaban por contar paquetes de billetes in-
servibles que, ya contados, se guardaban en sacos; cada mes
se encendía un gran horno que estaba en la azotea del Banco
de México y se consumían millones. Algo infernal. El dinero
es una abstracción, un símbolo, pero aquel símbolo se conver-
tía en un papel sucio que había que quemar.

Madura en el subsuelo
la vegetación de los desastres
Queman
millones y millones de billetes viejos
en el Banco de México

Para no contraer enfermedades usábamos unos guantes


rojos de hule. Yo no podía contar bien, siempre me sobraban
o faltaban billetes. Al principio aquello me angustiaba, pero
después decidí que el mundo no se empobrecía o enriquecía
más si faltaban o sobraban cinco o seis billetes. Por último,

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62 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

decidí no contar y me pasaba las horas componiendo poemas


mentalmente. Para no olvidarlos usaba metros fijos y rimas.
De esos años son los sonetos, bastante fúnebres, que llamé
Crepúsculos de la ciudad en homenaje y réplica a Lugones
pero, asimismo, a Xavier Villaurrutia. Los dediqué a Rafael
Vega Albela:

Mundo, tal un peñasco silencioso,


desprendido del cielo, cae, espeso
el cielo desprendido de su peso,
hundiéndose en sí mismo, piedra y pozo;
arde el anochecer en su destrozo;
cruzo entre la ceniza y el bostezo
calles en donde, anónimo y obseso,
fluye el deseo, río sinüoso;
lepra de livideces en la piedra
llaga indecisa vuelve cada muro;
frente a ataúdes donde rastros medra
la doméstica muerte cotidiana,
surgen, petrificadas en lo obscuro,
putas: pilares de la noche vana.

A fines de 1938, Rafael Solana nos invitó a comer a Efraín


Huerta, a Quintero Álvarez y a mí. Nos dijo que había decidi-
do transformar Taller Poético en una revista literaria más am-
plia y así se formó el pequeño grupo de “responsables”, como
se decía en esos años, de la primera época de Taller. Después
de publicado el primer número, Solana hizo un viaje a Europa.
En 1939 llegaron a México los republicanos españoles deste-
rrados. Los recibimos con emoción. Entre los refugiados se
encontraban algunos que había conocido allá y se me ocurrió
invitarlos para que formasen parte del cuerpo de redacción de
Taller. La mayoría de mis amigos mexicanos aprobó la idea
y  así ingresaron en nuestra revista Juan Gil-Albert, Ramón
Gaya, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela y José Herre-
ra Petere. Más tarde invitamos a dos mexicanos y a un español:
José Alvarado, Rafael Vega Albela y Juan Rejano. Me nombra-
ron director, y secretario a Gil-Albert. El ingreso de los jóvenes
españoles no fue sólo una definición política sino histórica y
literaria. Fue un acto de fraternidad pero también fue una de-

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1937-1945 63

claración de principios: la verdadera nacionalidad de un escri-


tor es su lengua.
En Taller se podían profesar todas las ideas y expresarlas
pero, por una prohibición no por tácita menos rigurosa, no se
podía criticar a la Unión Soviética. La realidad rusa —su arte,
su literatura, su política— era intocable. También lo eran los
partidos comunistas y sus prohombres. Noli me tangere: el
precepto nos paralizaba; para no caer en pecado, preferíamos
no abordar ciertos temas. Nuestro silencio podía interpretarse
como una crítica pero en realidad era una abdicación.
A la esperanza de la inminencia del Gran Cambio —ahora
lo veo como un acontecimiento no menos quimérico que el de
la Segunda Vuelta de Cristo para los cristianos primitivos— se
unía otra emoción igualmente poderosa: la fraternidad revolu-
cionaria. Hablábamos con frecuencia de “la solidaridad prole-
taria internacional” pero ¿los trabajadores eran internaciona-
listas? ¿Qué sabíamos de la clase obrera? Nunca vi en nuestras
reuniones a un verdadero proletario. No advertíamos contra-
dicción alguna entre la fuerza y la solidaridad, la coacción y la
conversión. Estábamos enamorados de la violencia, palanca
para hacer saltar al mundo y establecer el reino de la fraterni-
dad. El título de un libro de Roger Caillois, publicado en esos
días: La comunión de los fuertes, describe no lo que vivíamos
sino lo que soñábamos. Ninguno de nosotros se daba cuenta
de que esa fórmula, mitad heroica y mitad cínica, podía apli-
carse igualmente a los fascistas. Nuestra confusión era tal que
no queríamos (no podíamos) ver todo lo que nos asemejaba a
nuestros enemigos.
Nuestra generación sufrió muchas pérdidas: aparte de
las  defecciones y de los destrozos del alcohol, hubo muertes
tempranas, como las de Quintero Álvarez y Rafael Toscano, sui-
cidios como los de Vega Albela y José Ferrel. A incitación mía,
Ferrel tradujo Temporada en el infierno, de Rimbaud, y Poésies,
de Lautréamont. Fueron las primeras traducciones al español de
esos dos textos. En Taller se publicó también la primera anto-
logía en español de T. S. Eliot. Nuestra “modernidad” no era la
de los Contemporáneos ni la de los poetas españoles de la Ge-
neración del 27. Tampoco nos definía el “realismo social” (o
socialista) que comenzaba en esos años ni lo que después se
llamaría “poesía comprometida”. Con la excepción de Huerta,

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64 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

los poetas mexicanos que escribíamos en Taller vimos siempre


con recelo a la poesía social. Nada más natural que en ese
estado de espíritu volviésemos los ojos hacia ciertos poetas
de nuestra lengua tocados por el surrealismo: Cernuda, Vicen-
te Aleixandre, García Lorca, Alberti. Creo que ellos influyeron
más profundamente en nuestra generación que los Contem-
poráneos. Desde el principio nos propusimos guardar nues-
tras distancias y en abril de 1939 publiqué una nota, “Razón
de ser”, en la que subrayaba todo lo que nos unía y todo lo que
nos separaba de los Contemporáneos.
Por entonces, la editorial Sur de Buenos Aires publicó el
libro central de Villaurrutia: Nostalgia de la muerte. José Bian-
co, secretario de Sur, le había escrito a Xavier pidiéndole que
encargase a algún escritor mexicano la nota que debería pu-
blicar la revista. Xavier me preguntó si yo quería escribirla.
Asentí y así comenzaron mis colaboraciones en Sur y mi amis-
tad con Bianco. Las reuniones en el Café París me llevaron a
colaborar con Xavier y juntos emprendimos algunos trabajos
literarios. Los más notables fueron la fundación de El Hijo
Pródigo y Laurel, la antología de la poesía moderna en caste-
llano.
En México los que teníamos veinticinco años en 1940 opo-
níamos mentalmente las figuras de nuestros poetas a las  de
los tiranos: Darío, Machado y Juan Ramón nos consolaban
de los Franco, los Somoza y los Trujillo. Pero la poesía no era,
para nosotros, ni un refugio ni una fuga: era una conciencia y
una fidelidad. Frente a las ruinas y los proyectos desmorona-
dos, veíamos elevarse sus edificios diáfanos: la poesía era la
continuidad. Se me ocurrió la idea de hacer una antología.
Con ella quería mostrar la continuidad y la unidad de la poe-
sía de nuestra lengua. Era un acto de fe. Creía (y creo) que
una tradición poética no se define por el concepto político de
nacionalidad sino por la lengua y por las relaciones que se te-
jen entre los estilos y los creadores. Es curioso, tanto a la ge-
neración de Xavier como a la mía, a pesar de haber profesado
la doctrina del cambio y la ruptura —¿o por eso mismo?—
nos preocupó siempre la idea de continuidad. Hablé con Ber-
gamín, que era el director de la editorial Séneca, le propuse el
libro y le dije que yo no podría hacerlo solo. Aceptó inmedia-
tamente mi idea y me preguntó si había pensado en algún co-

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laborador. Allí mismo se me ocurrió el nombre de Villaurrutia


y en seguida él sugirió los nombres de dos poetas españoles:
Emilio Prados y Juan Gil-Albert. Dos generaciones de españo-
les y mexicanos: Villaurrutia/Prados y Gil-Albert/Paz.
Desde el principio Xavier dirigió nuestros trabajos. El tí-
tulo de la antología y el epígrafe de Lope (presa en laurel la
planta fugitiva) se le ocurrieron a Bergamín. Al final, un poco
antes de enviar los textos a la imprenta, Bergamín sugirió al-
gunas supresiones (Larrea, Dámaso Alonso) que cometimos la
debilidad de aceptar. También a última hora Villaurrutia y
Bergamín decidieron, con la aprobación de Prados —ésa fue
su única intervención—, eliminar al grupo de poetas jóvenes
que formaban la cuarta sección de la antología (Miguel Her-
nández, Juan Gil-Albert, Luis Rosales, Lezama Lima, yo mis-
mo y otros que no recuerdo). Me opuse y Gil-Albert conmigo.
No nos hicieron caso.
Ya en prensa el libro, Neruda se negó a figurar en él. Yo
era buen amigo de Neruda. Cuando vino a México en 1940
como cónsul general de Chile nuestro trato, durante los pri-
meros meses de su estancia, fue más bien íntimo. Él era ya el
gran poeta de América y yo me iniciaba en las letras. Era ge-
neroso y su cordialidad no tenía más defecto que el de su ex-
ceso; su afecto, a veces, aplastaba como una montaña. Yo era
demasiado rebelde y celoso de mi independencia. Los peque-
ños resquemores del amor propio se mezclaron pronto a las
divergencias estéticas y, sobre todo, políticas. A medida en
que él se hacía más y más estalinista, yo me desencantaba de
Stalin. No tenía simpatía por algunos poetas que eran mis
amigos, como Villaurrutia, y le irritaba que yo los defendiese.
Además se peleó con algunos escritores españoles que habían
sido sus íntimos y yo me negué a seguirlo en esas disputas.
Acabamos por pelear —casi a golpes— y dejamos de hablar-
nos. Neruda, gran volcán taciturno.
Era la época de la guerra y en México se habían refugiado
muchos intelectuales y artistas revolucionarios. Al comenzar
1942 —cuando apareció lo que puede llamarse mi primer li-
bro, A la orilla del mundo (un libro que luego se fue alejando
de mí poco a poco)— conocí a un grupo de intelectuales que
ejercieron una influencia benéfica en la evolución de mis ideas
políticas; fue un encuentro que me afectó profundamente: el

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66 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

poeta surrealista Benjamin Péret, el peruano César Moro, el


escritor revolucionario Victor Serge, Jean Malaquais, Julian
Gorkín, dirigente del POUM, y otros. Trabé amistad con ellos,
abrí los ojos y vi con extrañeza el mundo que me rodeaba: era
el mismo y era otro. Yo me siento surrealista, aunque desde
otro punto de vista me siento muy alejado de la estética surrea-
lista. Por ejemplo, la escritura automática… La practiqué en
una época y por poco tiempo. Por Péret conocí a los otros
surrealistas que vivían en México, como Wolfgang Paalen y
Leonora Carrington, una mujer extraordinaria, una hechicera
hechizada. Con ella hablaba de los druidas, con Remedios
Varo de alquimia y con Paalen de los canales secretos que
unen al hermetismo con la física contemporánea. A Péret me
unieron el culto a la poesía, el humor, preocupaciones políti-
cas semejantes y la misma fascinación ante las cosmogonías
de los indios mexicanos.

El surrealismo ha sido el clavo ardiente en la frente del


geómetra y el viento fuerte que a media noche levanta
las sábanas de las vírgenes…

Estas nuevas amistades rompieron un poco mi aislamien-


to. Mis nuevos amigos venían de la oposición de izquierda. El
más notable era Victor Serge. Primer secretario de la Tercera
Internacional, había conocido a los grandes bolcheviques.
Miembro de la oposición, Stalin lo había desterrado en Sibe-
ria y luego, gracias a Gide y a Malraux, lo expulsó de la URSS.
Él fue para mí un ejemplo de la fusión de dos cualidades
opuestas: la intransigencia moral e intelectual con la toleran-
cia y la compasión. Aprendí que la política no es sólo acción
sino participación. Tal vez, me dije, no se trata tanto de cam-
biar a los hombres como de acompañarlos y ser uno de ellos.
Por recomendación de Serge me convertí en un asiduo lec-
tor de Partisan Review. Cada mes leía con renovado placer la
London Letter de George Orwell. Economía de lenguaje, clari-
dad, audacia moral y sobriedad intelectual: una prosa viril.
Orwell se había liberado completamente, si alguna vez los pa-
deció, de los manierismos y bizantinismos de mis amigos, los
marxistas y ex marxistas franceses. Guiado por su lenguaje pre-
ciso y por su nítido pensamiento, al fin pude pisar tierra firme.

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1937-1945 67

Pero Orwell no podía ayudarme a contestar ciertas preguntas


que me desvelaban y que eran más bien de teoría política.
Los más reacios entre nosotros acabamos por aceptar la
nueva línea: los socialdemócratas y los socialistas dejaron de
ser “socialtraidores” y se transformaron repentinamente en
aliados en la lucha en contra del enemigo común: los nazis y
los fascistas. En 1937 la amenaza eran Hitler y sus aliados.
Hicimos bien en oponernos. Además, había la gran esperanza
encendida por la Revolución de Octubre en Rusia. Ahora sa-
bemos que ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la
aurora, era el de una pira sangrienta. Si yo hubiese escrito El
laberinto de la soledad en 1937, sin duda habría afirmado que
el sentido de la explosión revolucionaria mexicana —lo que he
llamado la búsqueda— terminaría en la adopción del comu-
nismo. La sociedad comunista iba a resolver el doble conflicto
mexicano, el interior y el exterior: comunión con nosotros
mismos y con el mundo. Pero el periodo que va de 1930 a
1945 no sólo fue el de la fe y las ruidosas adhesiones sino el de
la crítica, las revelaciones y las desilusiones. En aquella época
yo ya había roto con los comunistas y me vi envuelto en mu-
chas polémicas con motivo del llamado “realismo socialista”.
Cuando pienso en esos años me pregunto cómo fue posible
que tantos espíritus notables padeciesen el contagio del estali-
nismo, esa lepra moral. Aberraciones del instinto religioso, tan
mal estudiado. En el siglo XX hemos visto a muchos y grandes
escritores ceder ante las exigencias de los partidos y de las igle-
sias. Pienso en Claudel y en sus odas a Franco y Pétain; pienso
en los himnos a Stalin de Aragon y Neruda. Nuestro siglo, de-
cía Benjamin Péret, ha sido “el del deshonor de los poetas”.
También el de su honor: la sátira de Mandelstam contra Stalin,
que le costó la vida, o el sacrificio de Lorca.

El surrealismo ha sido el puñado de sal que disuelve los


tlaconetes del realismo socialista

Nuestros afanes y preocupaciones eran confusos pero en


su confusión misma se dibujaba ya nuestro tema: poesía e his-
toria. No nos interesaba el lenguaje del surrealismo ni sus teo-
rías, sino su afirmación intransigente de ciertos valores que
considerábamos preciosos entre todos: la imaginación, el amor

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68 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

y la libertad, únicas fuerzas capaces de consagrar al mundo y


volverlo de veras otro. Los primeros años de la actividad su-
rrealista fueron muy ricos. No solamente modificaron la sen-
sibilidad de la época sino que hicieron surgir una nueva poesía
—El surrealismo ha sido la manzana de fuego en el árbol de la
sintaxis— y una nueva pintura. Mi anterior admiración por
los muralistas se transformó primero en impaciencia y, des-
pués, en reprobación.
A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental
descubre algo que constituye la enseñanza central del budis-
mo: el yo es una ilusión, una congregación de sensaciones,
pensamientos y deseos. El yo nos aplasta y esconde nuestro
verdadero ser. Negar al yo no es negar al ser. La renuncia a la
identidad personal no implica una pérdida del ser sino, preci-
samente, su reconquista. El poeta es ya todos los hombres.
Pero no se trataba de crear un nuevo arte sino un hombre
nuevo.

El surrealismo ha sido esto y esto y esto

Admiré a André Breton como poeta y escritor. Me con-


quistó su exaltación del amor libre, la poesía y la rebelión. Su
libro El amor loco me había impresionado profundamente. La
decadencia moderna del amor es la consecuencia de la deca-
dencia de la noción de persona y del ocaso de la idea de alma.
El surrealismo afirmó simultáneamente la libertad erótica
más total y exaltó siempre al amor, y al amor único, no al pro-
miscuo. No creo que podamos construir una nueva civiliza-
ción en Occidente si no es sobre el amor. Para mí la libertad
erótica está ligada a la elección amorosa y ambas se oponen a
la promiscuidad. La promiscuidad moderna niega al mito
central de Occidente y esto, para mí, es perturbador.
El surrealismo pone en tela de juicio a la realidad; pero la
realidad también pone en tela de juicio a la libertad del hom-
bre. Hay series de acontecimientos independientes entre sí
que, en ciertos sitios y momentos privilegiados, se cruzan.
¿Cuál es el significado de lo que se llama destino, casualidad
o, para emplear el lenguaje de Hegel, azar objetivo? En varios
libros, Breton señala el carácter extraño de ciertos encuen-
tros. ¿Se trata de ciertas coincidencias? Semejante manera de

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1937-1945 69

resolver el problema revelaría una suerte de realismo ingenuo


o de positivismo primario. ¿Qué es el azar objetivo? Para Bre-
ton es el punto de intersección entre el deseo —o sea: la liber-
tad humana— y la necesidad exterior: el lugar en que se cru-
zan la libertad y la necesidad. Estos encuentros son, por
ejemplo, el virus para Pasteur, la penicilina para Fleming, una
rima para Valéry. En nuestra vida diaria es el amor. El amor
es exclusivo y único porque en la persona amada se enlazan
libertad y necesidad. El verdadero amor, el amor libre y libe-
rador, es siempre exclusivo e impide toda caída en la infideli-
dad… No es extraño que otro gran contemporáneo de Breton,
el inglés D. H. Lawrence, se exprese en términos semejantes.
El verdadero tema de nuestro tiempo —y el de todos los tiem-
pos— es el de la reconquista de la inocencia por el amor.
En abril de 1943 apareció una nueva revista, El Hijo Pró-
digo. Octavio G. Barreda fue su editor y animador. El primer
consejo de redacción estuvo compuesto por Xavier Villaurru-
tia, Alí Chumacero, Celestino Gorostiza, Antonio Sánchez
Barbudo y yo. Era la unión, como puede verse por esta lista,
de dos generaciones, la de Contemporáneos y la nuestra, la de
Taller y Tierra Nueva. Unos y otros coincidíamos en ciertas ac-
titudes morales y estéticas que, más allá de los cambios litera-
rios y políticos, han sido esencialmente las mismas que más
tarde sostendrían la Revista Mexicana de Literatura (en sus
dos épocas), Plural (el auténtico) y Vuelta. La situación de en-
tonces no era muy distinta a la de ahora: El Hijo Pródigo fue
una revista polémica que defendió, frente a la confusión entre
arte y propaganda, la libertad de la imaginación. Fue una ten-
tativa más rigurosa para preservar la independencia de la lite-
ratura. Se desató entonces una baja campaña de injurias, ins-
pirada por Neruda y sus amigos. Lo secundó Diego Rivera,
que había renegado del trotskismo y quería volver al partido
comunista mexicano. Colaboraron en El Hijo Pródigo algunos
escritores con olor a azufre: Victor Serge, Jean Malaquais,
Benjamin Péret; el poeta peruano César Moro publicó textos
valerosos y otros defendimos a la libertad de las letras contra
todas las censuras, fuesen de derecha o de izquierda. Por des-
gracia, El Hijo Pródigo volvió a caer insensiblemente en la
trampa de Taller. Caída menos disculpable pues los tiempos
habían cambiado y disminuido las presiones.

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70 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Yo abandoné México a fines de 1943 y no volví sino hasta


diez años después —al principio Barreda y algunos otros ami-
gos me escribieron. Después, nada. El gran silencio mexicano.
Me ahogaba en México y llegué a la conclusión de que tenía
que salir si no quería morirme de asfixia, tedio y rabia. Solici-
té, y obtuve, una beca Guggenheim y fui a dar a los Estados
Unidos, primero a Berkeley y después a Nueva York.
En mi niñez había vivido en California pero el verdadero
encuentro comenzó en 1943 y se prolongó hasta diciembre de
1945. Viví en San Francisco y en Nueva York, pasé un verano
en Vermont y dos semanas en Washington, desempeñé oficios
diversos, traté toda clase de gente, pasé estrecheces, conocí
días de exaltación y otros de abatimiento, leí incansablemen-
te a los poetas ingleses y norteamericanos y, en fin, comencé
a escribir unos poemas libres de la retórica que asfixiaba a la
poesía que, en esos años, escribían los jóvenes en Hispano-
américa y en España. En una palabra, volví a nacer. Nunca
me había sentido tan vivo. Eran los años de la guerra y los
norteamericanos pasaban por uno de los grandes momentos
de su historia. En España conocí la fraternidad ante la muer-
te; en los Estados Unidos la cordialidad ante la vida. Simpa-
tía  universal que tiene sus raíces no en el puritanismo que,
maniático de la pureza, es una ética de la separación, sino en
el panteísmo romántico de Emerson y en la efusión cósmi-
ca de Whitman. En España algunos españoles me reconocie-
ron  como uno de los suyos; en los Estados Unidos algunos
norteamericanos me acogieron como un hermano desconoci-
do que hablaba su lengua con un acento extraño y una sin-
taxis bárbara.
Vivir en los Estados Unidos durante la guerra fue tonifi-
cante. Tiré la política y sus debates al cesto y me sumergí en la
poesía. Fue una gran experiencia, no menos decisiva que la de
España. Por una parte, la realidad asombrosa y terrible de la
civilización norteamericana; por otra, la lectura y descubri-
miento de unos cuantos grandes poetas: Eliot, Pound, William
Carlos Williams, Wallace Stevens, Cummings. Años más tarde
conocí a William Carlos Williams —que después tradujo mi
poema “Himno entre ruinas”— y a Cummings.
Hacia 1944 se operó en mí otro cambio. Como tantos poe-
tas modernos lo habían hecho antes y como tantos lo harían

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1937-1945 71

después, descubrí el lenguaje coloquial: la música de la con-


versación. La poesía norteamericana moderna ejerció sobre
mí una atracción no menos profunda que la del surrealismo,
aunque en sentido distinto y de manera indirecta. Con los
poetas norteamericanos la historia, expulsada por los simbo-
listas, regresa al poema. No fueron los únicos y apenas si ne-
cesito recordar, entre otros, los poemas de Mayakovski. Pero
los norteamericanos no escribieron proclamas en verso; nos
dieron una visión singular del mundo moderno en la que
nuestras ciudades son también las de la Antigüedad. Quiero
decir: su visión del hombre se expresó en imágenes sincréticas
de su destino terrestre: la historia como gesta de la tribu
(Pound) o como prueba del alma (Eliot). Rasgos semejantes,
combinados de distintas maneras, aparecen en otros poetas
de esa generación como Williams, Hart Crane e incluso Wallace
Stevens. Pues bien, encontré en la poesía norteamericana de
ese periodo la misma dualidad del surrealismo. La misma
pero en una simetría inversa. Pound y Eliot sostuvieron siem-
pre que sus innovaciones eran en realidad una restauración
de la tradición. Así como el surrealismo fue el regreso de la
tradición subterránea de Occidente, el modernism angloame-
ricano fue una verdadera revolución poética. En un caso la
subversión abrió las puertas a la tradición; en el otro, la res-
tauración condujo a la revolución.
Mi admiración y simpatía por los norteamericanos tenía
un lado oscuro: era imposible cerrar los ojos ante la situación
de los mexicanos, los nacidos allá y los recién llegados. Pensé
en los años pasados en Los Ángeles, en los trabajos de mi pa-
dre para abrirse paso en el destierro, en mi madre… Aunque
no sufrimos las penalidades de la mayoría de los inmigrantes
mexicanos, no era necesaria mucha imaginación para com-
prenderlos y simpatizar profundamente con ellos. Me recono-
cía en los pachucos y en su loca rebeldía contra su presente y
su pasado. Rebeldía resuelta no en una idea sino en un gesto.
Recurso del vencido: el uso estético de la derrota, la vengan-
za de la imaginación. Volví a la pregunta sobre mí y mi desti-
no de mexicano. La misma que me había hecho en México,
leyendo a Ortega y Gasset o conversando con Jorge Cuesta en
un patio de San Ildefonso. ¿Cómo contestarla? Antes de aban-
donar México, un año antes, había escrito para un diario una

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72 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

serie de artículos en los que trataba asuntos más o menos co-


nectados con la pregunta que me atormentaba. Ya no me sa-
tisfacían. Ignoraba entonces que esas notas y mis encuentros
con España y con los Estados Unidos eran una preparación
para escribir, años después, El laberinto de la soledad.
Cuando terminó la beca me encontré sin dinero y cerca de
la miseria. Pero era feliz. Fue uno de los periodos más felices
de mi vida… Por casualidad y gracias a dos amigos: Francisco
Castillo Nájera y José Gorostiza, llegué al servicio diplomáti-
co. El primero había sido amigo de mi padre y había partici-
pado, como él, en la Revolución mexicana. Lo nombraron mi-
nistro de Relaciones Exteriores y me ofreció ingresar en el
servicio diplomático. Yo en aquellos días (1945) vivía con mu-
cha dificultad y pobrezas en Nueva York, de modo que acepté
desde luego. El poeta José Gorostiza, admirable poeta, era
jefe del Servicio Diplomático y decidió enviarme a París…
Hay algo que ahora me hace reír (es mejor reírse de uno mis-
mo que llorar): yo acepté con la secreta esperanza de que así
asistiría a la revolución proletaria europea. ¡La fiesta del siglo!
En 1944 y 1945 Victor Serge y muchos otros pensaban lo mis-
mo. El marxismo o la dialéctica de las ilusiones… En 1944
todavía era lícito esperar. Muchos esperamos. Mientras tanto,
asistí en San Francisco a la fundación de las Naciones Uni-
das y presencié las primeras escaramuzas entre las democracias
occidentales y los soviéticos. Comenzaba la guerra fría. Nadie
hablaba de revolución sino de reparto del mundo. Un día la
prensa norteamericana publicó una noticia que nos estremeció
a todos: el descubrimiento de los campos de concentración de
los nazis. Las informaciones se repitieron y aparecieron fo-
tografías atroces. La noticia me heló los huesos y el alma. Ha-
bía sido enemigo del nazismo desde mis años de estudiante
en San Ildefonso y tenía una vaga noción de la existencia de
campos de concentración en Alemania pero no me había ima-
ginado un horror semejante. Los campos de exterminio me
abrieron una inesperada vista sobre la naturaleza humana.
Expusieron ante mis ojos la indudable e insondable realidad
del mal. El mal no es únicamente una noción metafísica o re-
ligiosa: es una realidad sensible, biológica, psicológica e histó-
rica. El mal se toca, el mal duele.

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1945-1962

MI VIDA dio otro salto al terminar 1945: dejé los Estados Uni-
dos y viví en París los años de la posguerra. No encontré ni
rastro de la revolución europea. En cambio, el Imperio comu-
nista —porque en eso se convirtió la unión de repúblicas fun-
dada por los bolcheviques— había salido del conflicto más
fuerte y más grande: Stalin consolidó su tiranía en el exterior
y en el interior se tragó a media Europa. En diciembre de ese
año llegué a un París sin gasolina, sin calefacción, racionado,
hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del merca-
do negro. Encontré una Francia empobrecida y humillada
pero intelectualmente muy viva, no tanto en el dominio de la
literatura propiamente dicha, la poesía y la novela, como en el
de las ideas y el ensayo. Atmósfera encendida: pasión por las
ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponi-
bilidad. Al poco tiempo encontré amigos afines a mis preocu-
paciones intelectuales y estéticas.
Perdida su antigua influencia artística, París se había con-
vertido en el centro del gran debate intelectual y político de
esos años. Los comunistas eran muy poderosos en los sindica-
tos, en la prensa y en el mundo de las letras y las artes. Sus
grandes figuras no eran hombres de pensamiento sino poetas
—y poetas de gran talento: Aragon y Éluard, dos viejos surrea-
listas—. El primero, además, escribía una prosa sinuosa y des-
lumbrante. Un temperamento serpentino. Frente a ellos, dis-
persos, varios grupos y personalidades independientes, como
el católico Mauriac, sarcástico y brillante polemista. Malraux
se había afiliado al gaullismo y había perdido influencia entre
los intelectuales jóvenes, más y más inclinados hacia las posi-
ciones de los comunistas. La mirada más clara y penetrante
era la de Raymond Aron, poco leído entonces: su hora llegaría
más tarde. Había otros solitarios; uno de ellos, aún muy jo-
ven, Albert Camus, reunía en su figura y en su prosa dos pres-
tigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo fran-
cés. Jean Paulhan, otro solitario, tuvo el valor de criticar los
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74 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

excesos de las “depuraciones” y de enfrentarse a la política de


intimidación de los intelectuales comunistas. Una roca en
aquel océano de confusiones: el poeta René Char. También
aislado, en el centro de las mermadas huestes surrealistas, An-
dré Breton. Pero los más apreciados, leídos y festejados eran
Sartre y su grupo. Su prestigio era inmenso, lo mismo en Eu-
ropa que en el extranjero.
Desde el principio me sentí lejos de Sartre. Su influencia
era muy grande en México y, así, contribuyó indirectamente a
aislarnos, a mí y a otros con posiciones parecidas a las mías.
Las razones de mi distancia fueron poéticas, filosóficas y políti-
cas. Las primeras: al contrario de lo que ocurre con Heidegger,
exégeta de Hölderlin y de Rilke, la poesía no tiene lugar en el
sistema de Sartre. En su famoso ensayo sobre la literatura lo
dice con claridad: la poesía diluye los significados, los vuelve
equívocos y, en suma, está a medio camino entre la letra y la
cosa, es arte pero no es literatura. Mis otras razones son me-
nos personales. Fui un lector ferviente de Ortega y Gasset y
por esto mi sorpresa ante el pensamiento de Sartre fue menos
viva que la de muchos de sus lectores. Hay un indudable pa-
rentesco entre ellos: ambos descienden de la filosofía alemana
y los dos aplicaron con talento esa filosofía, en sus muy perso-
nales interpretaciones, a temas de la cultura y de la política de
nuestro tiempo. La filosofía alemana, salvo la de Schopen-
hauer y la de Nietzsche, huele a encierro de claustro universi-
tario; las de Ortega y Sartre al aire de la calle, los cafés y las
mesas de redacción de los diarios.

Hace veinte años me dijo Vasconcelos


“Dedíquese a la filosofía
Vida no da
defiende de la muerte”
y Ortega y Gasset
en un bar sobre el Ródano
“Aprenda el alemán
y póngase a pensar
olvide lo demás”
Yo no escribo para matar el tiempo
ni para revivirlo
escribo para que me viva y me reviva

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En un extremo, Sartre fue un ideólogo; en el otro, el más


valioso, un literato. Lo mejor y más vivo de su obra pertenece
al ensayo literario, no a la filosofía. Los argumentos de Sartre
no eran esencialmente distintos a los que ya había oído en
Madrid, México y Nueva York en labios de estalinistas y trots-
kistas.
El surrealismo, en el momento en que conocí a Breton y a
sus amigos, había dejado de ser una llama pero era todavía
una brasa. Breton buscó, para el surrealismo, un movimiento
con el que se identificaba no como un misionero sino como su
fundador, una vía revolucionaria que lo insertase en la histo-
ria y en la sociedad. La buscó en el comunismo y en la tradi-
ción libertaria, entre los heterodoxos del cristianismo y entre
los excéntricos de la literatura, en la calle y en los manicomios,
en el ocultismo y en la magia, en este mundo y en los otros…
y no la encontró. Pero nunca fue infiel a su búsqueda y a su
signo: amó siempre a Lucifer, el lucero de la mañana, el ángel
Libertad. La moral fundada en la quimérica “lógica de la histo-
ria” fue y sigue siendo la moral del compromiso; Breton prac-
ticó justamente lo contrario: la moral del honor. Por esto no se
equivocó en lo que de veras cuenta y no confundió al vicio con
la virtud y al crimen con la inocencia. Sus ideas políticas eran,
simultáneamente, generosas y nebulosas; su pasión libertaria
no estuvo exenta de extravíos y niñerías; sin embargo, en la
esfera de la moral política, a la inversa de Sartre, fue literal-
mente infalible. Dijo no y dijo sí con la misma energía y cuan-
do había que decirlo. El tiempo le ha dado la razón. Hombre de
nieblas y relámpagos, vio más lejos que la mayoría de sus con-
temporáneos.
A Camus lo conocí en un acto en memoria de Antonio Ma-
chado en el que hablamos Jean Cassou y yo. María Casares
leyó, admirablemente, unos poemas y, al terminar la función,
me presentó con él. Eran los años de su celebridad y yo era un
poeta mexicano anónimo, perdido en el París de la posguerra.
Su acogida fue muy generosa. Nos vimos después varias veces
y juntos participamos, en 1951, en un mitin organizado por
un grupo de anarquistas españoles. A Camus me unió, en pri-
mer término, nuestra fidelidad a España y a su causa. A través
de sus amigos españoles, él había redescubierto la tradición
libertaria y anarquista; por mi parte, también yo había vuelto

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76 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

a ver con inmensa simpatía a esa tradición. No le debo a Ca-


mus ideas acerca de la política o la historia (tampoco a Bre-
ton) sino algo más precioso: encontrar en la soledad de aque-
llos años un amigo atento y escuchar una palabra cálida.
Cuando lo conocí se disponía a publicar L’Homme révolté, un
libro profundo y confuso, escrito de prisa. Leí algunos capítu-
los en revistas y él mismo me contó —por decirlo así— el ar-
gumento general de la obra. Discutimos mucho algunos pun-
tos —por ejemplo, sus críticas a Heidegger y al surrealismo— y
le previne que el capítulo sobre Lautréamont provocaría la
cólera de Breton. Así ocurrió. Creo que a todos nos dolió esa
escaramuza, sin excluir al mismo Breton. Años después lo oí
hablar de Camus con encomio. Sus reflexiones sobre la re-
vuelta son penetrantes pero son un comienzo: no desarrolló
totalmente su intuición. Encandilado por la misma brillantez
de sus fórmulas, a veces fue, más que hondo, rotundo. Sus
ideas filosóficas y políticas brotan de una visión que combina
la desesperación moderna con el estoicismo antiguo. Mucho
de lo que dijo sobre la revuelta, la solidaridad, la lucha perpe-
tua del hombre frente a su condición absurda, sigue vivo y
actual. Esas ideas aún nos conmueven porque nacieron no de
la especulación sino del hambre que, a veces, padece el espíri-
tu por encarnar en el mundo.
En esos días Sartre estrenó Le Diable et le bon dieu. Fui a
una representación y me impresionó la justificación jesuítica
de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. Es el re-
verso simétrico (o la caricatura) de la imagen que ofrece la
teología que inspira al teatro español del siglo XVII: el libre al-
bedrío como gracia de Dios. A los pocos días comí con Camus
y le dije: “Acabo de ver la pieza de Sartre” (él no la había visto)
“y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca
el libro de usted, Sartre lo atacará”. Me miró con incredulidad
y me respondió: “Tengo sólo tres amigos en el mundo literario
de París. Uno de ellos es Malraux. Me he alejado de él por su
posición política. Al otro, Sartre, me liga sobre todo una rela-
ción intelectual. El tercero, al que me une algo más que las
ideas, es el poeta René Char —un amigo fraternal. Ninguno de
los tres me atacará”. Me sorprendió su respuesta y le dije: “Sí,
Malraux nunca lo atacará. Se lo prohíbe su estética heroica y
teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco

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lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted


—o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la
inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente
real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre
que ha escrito Le Diable et le bon dieu tiene que parecerle una
herejía lo que usted dice en L’Homme révolté y condenará a
la herejía y al hereje en el Tribunal Filosófico…” No me creyó.
Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su
contra. Llamé por teléfono a María Casares: “¿Cómo está Al-
berto?” Me contestó: “Se pasea por la casa como un toro herido”.
Breton o la rebeldía; Camus o la revuelta. Como individuo,
me siento más cerca de la primera; como hombre social, de la
segunda. Mi ideal, inalcanzable, ha sido ser un semejante en-
tre mis semejantes. El rebelde es casi siempre un solitario;
su  arquetipo es Lucifer, cuyo pecado fue preferirse a sí mis-
mo. La revuelta es colectiva y sus seres son los hombres del
común. Pero la revuelta, como las tormentas de verano, se di-
sipa pronto: el mismo exceso de su furia justiciera la hace es-
tallar y disolverse en el aire. Por mi parte, yo sigo admirando
a la rebeldía, incluso si a veces no coincido con algunas de sus
manifestaciones contemporáneas.
En 1947 o 1948 leí un libro de David Rousset, L’Univers con-
centrationnaire; un poco después leí Les Jours de nôtre mort:
era un testimonio aterrador; L’Univers concentrationnaire es un
análisis profundo, el primero que se había hecho, sobre ese
universo otro que fueron los campos de Hitler: centros de ex-
terminio colectivo pero asimismo laboratorios de deshumani-
zación. El infierno cristiano no está en este mundo sino en el
inframundo y es el lugar de los réprobos; el campo de concen-
tración fue una realidad mundana, histórica, no sobrenatural,
poblada no por pecadores sino por inocentes. Rousset desmon-
taba el mecanismo político y psicológico de los campos, sus
supuestos ideológicos, y describía su estructura social. Esto
último era lo más turbador: los campos fueron una sociedad,
el espejo invertido de la nuestra.
En 1949 descubrí la existencia de campos de concentra-
ción en la Unión Soviética. Rousset y otros de sus colegas ha-
bían recibido numerosas denuncias que revelaban la existen-
cia de una vasta red de campos de concentración. ¿Quiénes
eran los internados? No sólo los oponentes políticos y los

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78 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

“desviacionistas” sino campesinos, obreros, intelectuales, amas


de casa, fieles de esta o de aquella Iglesia y, en suma, gente de
todas las categorías sociales. Su número ascendía a millones.
La prensa comunista respondió con furia y acusó a Rousset
de falsario y agente del imperialismo norteamericano. La opi-
nión de los intelectuales se dividió. Algunos callaron: aunque
pensaban que Rousset tenía razón, no había que darle armas
al enemigo y, sobre todo, favorecer al imperialismo norteame-
ricano. La polémica me conmovió y me sacudió: ponía en
entredicho la validez de un proyecto histórico que había encen-
dido la cabeza y el corazón de los mejores hombres de nuestro
tiempo. La revolución de 1917, como decía André Breton pre-
cisamente en esos años, era una bestia fabulosa semejante al
Aries zodiacal: “si la violencia había anidado entre sus cuer-
nos, toda la primavera se abría en el fondo de sus ojos”. Ahora
esos ojos nos miraban con la mirada vacía del homicida. Vi al
comunismo como un régimen burocrático, petrificado en cas-
tas, y vi a los bolcheviques, que habían decretado, bajo pena
de muerte, la “comunión obligatoria”, caer uno tras otro en
esas ceremonias públicas de expiación que fueron las purgas
de Stalin.
Ante la magnitud de estos hechos, no conocidos en nues-
tros países, se me ocurrió recopilar los documentos más im-
portantes —fragmentos del Código de Trabajo Correctivo de
la Unión Soviética, declaraciones de los testigos y las partes—
y publicarlos precedidos de una breve nota. Elena Garro me
ayudó en la recopilación. Pero ¿en dónde publicar esos docu-
mentos? En España era imposible: gobernaba Franco. En Mé-
xico no era fácil: las publicaciones de izquierda y aun las libe-
rales estaban paralizadas por el argumento hipócrita: no hay
que darle armas al enemigo. Pensé en Sur. Tenía poca circula-
ción pero era la mejor revista literaria de nuestra lengua en
esos años. Escribí a mi amigo José Bianco, él habló con la va-
lerosa Victoria Ocampo y al poco tiempo, en marzo de 1951,
apareció el informe, con los documentos y mi nota de intro-
ducción. Sentí una suerte de liberación y esperé los comen-
tarios.
Fue la ruptura abierta. En esa ocasión, como tantas veces,
se me acusó de “anticomunismo”. Había sido visto con sospe-
cha y recelo; desde entonces, la desconfianza empezó a trans-

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formarse en enemistad más y más abierta e intensa. Los adjeti-


vos cambian, no el vituperio: he sido sucesivamente cosmopolita,
formalista, trotskista, agente de la CIA, “intelectual liberal” y
hasta ¡“estructuralista al servicio de la burguesía”! En aquellos
días yo no me imaginaba que los vituperios iban a acompañar-
me años y años. La oleada de odio y lodo duró mucho tiempo;
algunas de sus salpicaduras todavía están frescas.
Conocí a Kostas Papaioannou en 1946. Era menor que yo
pero mi deuda intelectual con él es mayor que nuestra dife-
rencia de edades. En un poema evoqué su figura:

Yo tenía treinta años, venía de América y buscaba entre


las pavesas de 1946 el huevo del Fénix,
tú tenías veinte años, venías de Grecia, de la insurrección
y la cárcel
nos encontramos en un café lleno de humo, voces y litera-
tura…
… podemos reírnos de los ogros y sonreír ante el inicuo
con la sonrisa de Pirrón o con la de Cristo,
son distintos pero la sonrisa es la misma, hay corredores
entre la duda y la fe,
la libertad es decir para siempre cuando decimos ahora,
es un juramento y es el arte del enigma transparente:
es la sonrisa —y es desatar al prisionero y al decir no al
monstruo decir sí al sol de este instante, la libertad es
—y no terminaste: sonreíste al beber el vaso de whiskey. El
agua borraba las constelaciones…
… Kostas, entre las cenizas heladas de Europa yo no en-
contré el huevo de la resurrección:
encontré, al pie de la cruel Quimera empapada de sangre,
tu risa de reconciliación.

Su vitalidad era tan grande como su saber; su inteligencia


vasta y profunda, aunque amante, por su misma amplitud, de
bifurcaciones que demoraban indefinidamente la conclusión;
su cordialidad, la de la mesa de mantel inmaculado, con la jarra
de vino, el pan y los frutos solares; era jovial y era sarcástico;
había guardado intacta la doble capacidad de admirar y de
indignarse. Hablamos mucho, en muchos sitios y durante mu-
chas horas. Kostas amaba el diálogo pero sentía cierta repug-

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80 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

nancia ante el acto de escribir, oficio solitario. Su tradición


era otra, la socrática: su verdadera obra fue su conversación y
las obras que provocó en aquellos que tuvimos la dicha de es-
cucharlo.
En aquel medio cosmopolita —franceses, griegos, españo-
les, rumanos, argentinos, norteamericanos— respiré con li-
bertad: no era de allí y, sin embargo, tenía una patria intelec-
tual que no me pedía papeles de identidad. Pero la pregunta
sobre México no me abandonaba. Decidido a enfrentarme a
ella, me tracé un plan —nunca logré seguirlo del todo— y co-
mencé a escribir. Era el verano de 1949, la ciudad se había
quedado desierta y mi trabajo en la embajada mexicana, en
donde yo tenía un empleo modesto, había disminuido. La dis-
tancia me ayudaba: vivía en un mundo alejado de México e
inmune a sus fantasmas. Tenía para mí las tardes de los vier-
nes y, enteros, los sábados y domingos. Y las noches. Escribía
con prisa y fluidez, con ansia de acabar pronto y como si en la
última página me esperase una revelación. Jugaba una carre-
ra contra mí mismo. ¿A quién o qué iba a encontrar al final?
Conocía la pregunta, no la respuesta. Escribir se volvió una
ceremonia contradictoria, hecha de entusiasmo y de rabia,
simpatía y angustia. Al escribir me vengaba de México; un ins-
tante después, mi escritura se volvía contra mí y México se
vengaba de mí. Nudo inextricable, hecho de pasión y de luci-
dez: odi et amo. Siempre escribí un poco contra la corriente, y
contra mí mismo. El laberinto de la soledad me costó un traba-
jo espantoso. Sentía un peso inmenso en el estómago. Así de-
ben sentirse las embarazadas. Creo que mis ensayos sobre el
arte antiguo de México son algo más que meros estudios de
estética: son una visión de la civilización mesoamericana. Di-
cho esto, confieso que la concepción central de El laberinto de
la soledad me sigue pareciendo válida. El libro no es un ensa-
yo sobre una quimérica “filosofía del mexicano”; tampoco una
descripción psicológica ni un retrato. El análisis parte de unos
cuantos rasgos característicos para en seguida transformarse
en una interpretación de la historia de México y de nuestra
situación en el mundo moderno. La interpretación me parece
válida, no exclusiva ni total. Todas las visiones de la historia
son un punto de vista. Naturalmente no todos los puntos de
vista son válidos. Entonces, ¿por qué me parece válido el mío?

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Pues porque la idea que lo inspira —el ritmo doble de la soledad


y la comunión, el sentirse solo, escindido, y el desear reunirse
con los otros y con nosotros mismos— es aplicable a todos los
hombres y a todas las sociedades.
Nación marginal, habíamos sido objeto de la historia; la
segunda mitad del siglo XX —marcada por la independencia
de las colonias y las agitaciones, revueltas y revoluciones de
los países de la periferia— nos enfrentaba a otras realidades.
Escribí en las últimas páginas de mi libro: “hemos dejado de
ser objetos y comenzamos a ser sujetos de los cambios histó-
ricos”. Y agregaba: “la Revolución mexicana desemboca en la
historia universal… allí nos aguarda una desnudez y un des-
amparo”. En efecto, el derrumbe de las ideas y creencias, lo
mismo las tradicionales que las revolucionarias, era univer-
sal: “estamos al fin solos frente al porvenir, como todos… Ya
somos contemporáneos de todos los hombres…” Algunos in-
terpretaron esta opinión —“somos contemporáneos de todos
los hombres”— como una afirmación de la madurez de nues-
tro país: al fin habíamos alcanzado a las otras naciones. Cu-
riosa concepción de la historia como una carrera: ¿contra
quién y hacia dónde? No, la historia es una intersección entre
un tiempo y un lugar. La historia, dijo Eliot, es aquí y ahora.
Escogí un camino que, de nuevo, me puso en entredicho
ante la mayoría de los escritores latinoamericanos, en aque-
llos días todavía encandilados por los fuegos fatuos del “socia-
lismo real”. Con unos pocos sostuve que sólo la instauración
de una democracia auténtica, con un régimen de derecho y de
garantías a los individuos y a las minorías, podría lograr que
México no naufragase en el océano de la historia universal, in-
festado de leviatanes. La modernización, palabra que aún no
estaba de moda, era a un tiempo nuestra condena y nuestra ta-
bla de salvación. Condena porque la sociedad moderna está
lejos de ser un ejemplo: muchas de sus manifestaciones —la
publicidad, el culto al dinero, las desigualdades abismales, el
egoísmo feroz, la uniformidad de los gustos, las opiniones, las
conciencias— son un compendio de horrores y de estupide-
ces. Salvación porque sólo una transformación radical de la
sociedad, a través de una verdadera democracia y del desman-
telamiento del patrimonialismo heredado del virreinato (trasun-
to a su vez del absolutismo europeo de los siglos XVII y XVIII),

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82 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

podía darnos confianza y fortaleza para hacer frente a un mun-


do revuelto y despiadado.
Me inquietaba mi situación psicológica o, para decirlo con
una frase anticuada y exacta: me angustiaba el estado de mi
alma. Había perdido no sólo a varios amigos sino mis antiguas
certidumbres. Flotaba a la deriva. La cura de desintoxicación
no había terminado enteramente: me faltaba aún mucho por
aprender y, más que nada, por desaprender. Pero escribía, tal
vez como una compensación o por desquite. La escritura me
abrió espacios inexplorados. En 1949 publiqué Libertad bajo
palabra. En breves textos en prosa —¿poemas o explosiones?—
traté de penetrar en mí mismo:

Allá donde los caminos se borran, donde acaba el silencio,


invento la desesperación, la mente que me concibe, la
mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al
amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi con-
trario: torre que corono de banderas, muralla que escalan
mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente
bajo la dominación de mis ojos.
Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, li-
bertad que se inventa y me inventa cada día.

Siempre que me releo siento rubor. Y no sólo rubor, a


veces náuseas. Pero de vez en cuando me digo: bueno, no
estuvo tan mal. Un amigo norteamericano me hacía ver que
existía cierta analogía entre mi libro y uno de William Car-
los Williams, publicado años antes y que, por supuesto, yo
no conocía: Kore in Hell: Improvisation. El parecido no es
textual sino de propósitos. Kore in Hell es un libro profunda-
mente americano y que solamente un norteamericano podía
haber escrito. Yo creo, asimismo, que ¿Águila o sol? es un
libro que solamente se pudo haber escrito en México…
otro parecido: William Carlos Williams es también autor
de un libro muy hermoso, In the American Grain, que es una
colección de ensayos sobre temas americanos. Pues bien,
El laberinto de la soledad corresponde al mismo propósi-
to.  Escribí primero El laberinto como una confesión o un
desahogo e inmediatamente después escribí ¿Águila o sol?
Uno de esos textos recoge, con cierta fidelidad, mi estado de

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ánimo. Se llama Un poeta. Subrayo: un poeta, no el poeta.


Ese poeta podía ser. La primera parte del poema alude a un
mundo en el que las relaciones entre los hombres y las muje-
res son al fin transparentes: el mundo liberado que soñamos
y quisimos; la segunda, a la realidad de nuestro siglo:

Música y pan, leche y vino, amor y sueño: gratis. Gran


abrazo mortal de los adversarios que se aman: cada heri-
da es una fuente. Los amigos afilan bien sus armas, listos
para el diálogo final, el diálogo a muerte para toda la vida.
Cruzan la noche los amantes enlazados, conjunción de as-
tros y cuerpos. El hombre es el alimento del hombre. El
saber no es distinto del soñar, el soñar del hacer. La poe-
sía ha puesto fuego a todos los poemas. Se acabaron las
palabras, se acabaron las imágenes.
Abolida la distancia entre el hombre y la cosa, nom-
brar es crear; imaginar, nacer.
—Por lo pronto, coge el azadón, teoriza, sé puntual.
Paga tu precio y cobra tu salario. En los ratos libres pasta
hasta reventar: hay inmensos predios de periódicos. O des-
plómate cada noche sobre la mesa del café, con la lengua
hinchada de política. Calla o gesticula: todo es igual. En al-
gún sitio ya prepararon tu condena. No hay salida que no dé
a la deshonra o al patíbulo: tienes los sueños demasiado
claros, te hace falta una filosofía fuerte.

En París vivía inmerso en la vida literaria de aquellos días,


mezclada a ruidosos debates filosóficos y políticos. Pero mi
secreta idea fija era la poesía: escribirla, pensarla, vivirla. Agi-
tado por muchos pensamientos, emociones y sentimientos
contrarios, vivía tan intensamente cada momento que nunca
se me ocurrió que aquel género de vida pudiera cambiar.
Al final de mi estancia en París, después de terminar El
laberinto de la soledad, comencé a escribir un ensayo sobre la
poesía. Era una continuación y en parte una rectificación de
lo que había escrito en 1942. Tuve que interrumpir mi trabajo.
Un día el embajador de México me llamó a su oficina y me
mostró, sin decir palabra, un cable: se ordenaba mi traslado
a la India. La razón: el gobierno de México había estableci-
do relaciones con el de la India, que acababa de conquistar

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84 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

su independencia (1947) y se proponía abrir una misión en


Delhi. Saber que se me destinaba a ese país me consoló un
poco: ritos, templos, ciudades cuyos nombres evocaban histo-
rias insólitas, multitudes abigarradas y multicolores, mujeres
de movimientos de felino y ojos oscuros y centelleantes, san-
tos, mendigos… ¿Por qué me habían escogido a mí? Nadie me
lo dijo. Me despedí de mis amigos. Henri Michaux me regaló
una pequeña antología del poeta Kabir, Krishna Riboud un
grabado de la diosa Durga y Kostas Papaioannou un ejemplar
del Bhagavad Gita. Este libro fue mi guía espiritual en el mun-
do de la India.
Llegué a Bombay una madrugada de noviembre de 1951.
Tomé un taxi, que me llevó en una carrera loca a mi hotel, el
Taj Mahal. Es real y es quimérico, es ostentoso y es cómodo,
es cursi y es sublime. Es el sueño inglés de la India a prin-
cipios de siglo, poblado por hombres oscuros, de bigotes
puntiagudos y cimitarra al cinto, por mujeres de piel de ám-
bar, cejas y pelo negros como alas de cuervo, inmensos ojos de
leona en celo. Es una arquitectura literaria, una novela por
entregas. Mi habitación era pequeña pero agradable. Acomo-
dé mis efectos en el ropero, me bañé rápidamente, y me puse
una camisa blanca. Bajé corriendo la escalera y me lancé a la
ciudad. Afuera me esperaba una realidad insólita:

oleadas de calor, vastos edificios grises y rojos como los de


un Londres victoriano crecidos entre las palmeras y
los banianos como una pesadilla pertinaz, muros le-
prosos, anchas y hermosas avenidas, grandes árboles
desconocidos, callejas malolientes,
torrentes de autos, ir y venir de gente, vacas esqueléticas
sin dueño, mendigos, carros chirriantes tirados por
bueyes abúlicos, ríos de bicicletas,
algún sobreviviente del British Raj de riguroso y raído traje
blanco y paraguas negro,
otra vez un mendigo, cuatro santones semidesnudos pin-
tarrajeados, manchas rojizas de betel en el pavimento,
batallas a claxonazos entre un taxi y un autobús polvoriento,
más bicicletas, otras vacas y otro santón semidesnudo,
al cruzar una esquina, la aparición de una muchacha como
una flor que se entreabre,

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1945-1962 85

rachas de hedores, materias en descomposición, hálitos


de perfumes frescos y puros,
puestecillos de vendedores de cocos y rebanadas de piñas,
vagos andrajosos sin oficio ni beneficio, una banda de
adolescentes como un tropel de venados,
mujeres de saris rojos, azules, amarillos, colores deliran-
tes, unos solares y otros nocturnos, mujeres morenas
de ajorcas en los tobillos y sandalias no para andar
sobre el asfalto ardiente sino sobre un prado,
jardines públicos agobiados por el calor, monos en las
cornisas de los edificios, mierda y jazmines, niños va-
gabundos,
un banano, imagen de la lluvia como el cactus es el emble-
ma de la sequía, y adosada contra un muro una piedra
embadurnada de pintura roja, a sus pies unas flores
ajadas: la silueta del dios mono,
la risa de una jovencita esbelta como una vara de nardo,
un leproso sentado bajo la estatura de un prócer parsi,
en la puerta de un tugurio, mirando con indiferencia a la
gente, un anciano de rostro noble,
un eucalipto generoso en la desolación de un basurero, el
enorme cartel en un lote baldío con la foto de una es-
trella de cine: luna llena sobre la terraza del sultán,
más muros decrépitos, paredes encaladas y sobre ellas
consignas políticas escritas en caracteres rojos y ne-
gros incomprensibles para mí,
rejas doradas y negras de una villa lujosa con una insolen-
te inscripción: Easy Money, otras rejas aún más lujo-
sas que dejaban ver un jardín exuberante, en la puerta
una inscripción dorada sobre el mármol negro,
en el cielo, violentamente azul, en círculos o en zigzag,
los vuelos de gavilanes y buitres, cuervos, cuervos,
cuervos…

Al anochecer regresé al hotel, rendido. Cené en mi habita-


ción pero mi curiosidad era más fuerte que mi fatiga y, des-
pués de otro baño, me lancé de nuevo a la ciudad. Encontré
muchos bultos blancos tendidos en las aceras: hombres y mu-
jeres que no tenían casa. Tomé un taxi y recorrí distritos de-
siertos y barrios populosos, calles animadas por la doble fiebre

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86 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

del vicio y del dinero. Vi monstruos y me cegaron relámpagos


de belleza. Deambulé por callejuelas infames y me asomé a
burdeles y tendejones: putas pintarrajeadas y gritones con co-
llares de vidrio y faldas de colorines. Vagué por Malabar Hill y
sus jardines serenos. Caminé por una calle solitaria y, al final,
una visión vertiginosa: allá abajo el mar negro golpeaba las
rocas de la costa y las cubría de un manto hirviente de espu-
ma. Tomé otro taxi y volví a las cercanías del hotel. Pero no
entré; la noche me atraía y decidí dar otro paseo por la gran
avenida que bordea a los muelles. Era una zona de calma. En
el cielo ardían silenciosamente las estrellas. Me senté al pie de
un gran árbol, estatua de la noche, e intenté hacer un resumen
de lo que había visto, oído, olido y sentido: mareo, horror, estu-
por, asombro, alegría, entusiasmo, náuseas, invencible atrac-
ción. ¿Qué me atraía? Era difícil responder: Human kind cannot
bear much reality. Sí, el exceso de realidad se vuelve irrealidad
pero esa irrealidad se había convertido para mí en un súbito
balcón desde el que me asomaba ¿hacia qué? Hacia lo que
está más allá y que todavía no tiene nombre… Mi repentina
fascinación no me parece insólita: en aquel tiempo yo era un
joven poeta bárbaro. Juventud, poesía y barbarie no son ene-
migas: en la mirada del bárbaro hay inocencia, en la del joven,
apetito de vida, y en la del poeta hay asombro.
Un día después volví al muelle y encontré pasaje en un
barquito que hacía el servicio entre Bombay y la isla Elefanta:
altas peñas blancas y una vegetación rica y violenta. Camina-
mos por un sendero gris y rojo que nos llevó a la boca de la
cueva inmensa. Penetré en un mundo hecho de penumbra y
súbitas claridades. Los juegos de la luz, la amplitud de los es-
pacios y sus formas irregulares, las figuras talladas en los mu-
ros, todo, daba al lugar un carácter sagrado, en el sentido más
hondo de la palabra. Divinidades de la tierra, encarnaciones
sexuales del pensamiento más abstracto, dioses a un tiempo
intelectuales y carnales, terribles y pacíficos. Shiva sonríe des-
de un más allá en donde el tiempo es una nubecilla a la deriva
y esa nube, de pronto, se convierte en un chorro de agua y el
chorro de agua en una esbelta muchacha que es la primavera
misma: la diosa Parvati. La pareja divina es la imagen de la
felicidad que nuestra condición mortal nos ofrece sólo para,
un instante después, disiparla.

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1945-1962 87

Shiva y Parvati:
los adoramos
no como a dioses,
como a imágenes
de la divinidad de los hombres.
Ustedes son lo que el hombre hace y no es,
lo que el hombre ha de ser
cuando pague la condena del quehacer

Una semana después tomé el tren hacia Delhi. Imposible


no recordar otro viaje de mi infancia, hecho con mi madre de
la ciudad de México a San Antonio, Texas. Fue durante el pe-
riodo final de la Revolución mexicana. Mi madre tenía la ob-
sesión de los ahorcados, con la lengua fuera y balanceándose
colgados de los postes del telégrafo a lo largo de la vía. Los
había visto varias veces, en otros viajes de México a Puebla. Al
llegar a un lugar en donde había combatido, hacía poco, una
partida de alzados con las tropas federales, me cubrió la cara
con un movimiento rápido de la mano mientras que con la
otra bajaba la cortina de la ventanilla. Yo estaba adormecido
y su movimiento me hizo abrir los ojos: entreví una sombra
alargada, colgada de un poste. La visión fue muy rápida y an-
tes de que me diese cuenta de lo que había visto, se desvane-
ció. Tendría entonces unos seis años y al recordar este inci-
dente mientras veía la interminable llanura de la India, pensé
en las matanzas de 1947 entre los hindúes y los musulmanes.
Matanzas a la orilla de un ferrocarril, lo mismo en México que
en la India… Desde el principio, todo lo que veía provoca-
ba en mí, sin que yo me lo propusiese, la aparición de imáge-
nes olvidadas de México. Acababa de escribir El laberinto de la
soledad, tentativa por responder a la pregunta que me hacía
México; ahora la India dibujaba ante mí otra interrogación
aún más vasta y enigmática.
En 1952 pasé un poco menos de un año en India y Japón;
regresé a México a fines de 1953. Nuevos amigos: Carlos Fuen-
tes, Jorge Portilla, Ramón y Ana Xirau, Elena Poniatowska,
Jaime García Terrés… Fue una ausencia de nueve años. Repi-
to esa cifra con reverencia: fue una verdadera gestación. Pero
una gestación al revés: no dentro sino fuera de mi tierra
natal. Durante esos años cambiaron mis ideas, mis afectos,

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88 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

mis odios y amores —pero fui fiel a la poesía. En momentos


libres o robados a otras ocupaciones, había seguido escri-
biendo el ensayo sobre la poesía. A principios de 1955, gra-
cias a Alfonso Reyes, que veía con simpatía mis esfuerzos
aunque no aprobaba mis ideas, envié a la imprenta El arco y
la lira. (Quise mucho a Alfonso Reyes: siempre fue fiel al len-
guaje y en este aspecto fue admirable. Hay que recordar que
fue un escritor que logró que el español fuese transparente.
Por ejemplo, en su gran poema Ifigenia cruel, y en algunos
textos en prosa. Bioy Casares me contaba que él y Borges,
cuando querían saber si un párrafo estaba bien escrito, de-
cían: “Vamos a leerlo con el tono con que lo leería Alfonso
Reyes”.)
En el México de los cincuenta la satisfacción era genera-
lizada entre políticos, banqueros, líderes obreros y campesi-
nos. Incluso muchos intelectuales se habían contagiado de
ese optimismo. La nueva generación tenía una actitud resuel-
tamente crítica, pero su crítica no era ideológica, sino artís-
tica, literaria, poética… También ellos tuvieron que enfrentar-
se al nacionalismo y al arte con mensaje ideológico. Entre
1940 y 1950 vivimos en un mundo cerrado. Ahogados por los
dogmas ideológicos y por un nacionalismo siempre a la defen-
siva, llegamos a ignorar a los otros americanos de habla es-
pañola y portuguesa. Ahora ya nadie tenía miedo de ser acu-
sado de “cosmopolitismo”. Los artistas y escritores eran ya más
libres.
Baudelaire decía que el progreso se mide no por el au-
mento de lámparas de gas en el alumbrado público sino por la
disminución de las señas del pecado original. Para mí el índice
es otro: la modernidad no se mide por los progresos de la in-
dustria sino por la capacidad de crítica y de autocrítica. Todo
el mundo repite que las naciones latinoamericanas no son
modernas porque todavía no han logrado industrializarse; po-
cos han dicho que a lo largo de nuestra historia hemos revelado
una singular incapacidad para la crítica y la autocrítica. Esta
carencia ha sido fatal para los pueblos latinoamericanos: la
crítica no sólo prepara los cambios sociales sino que, sin ella,
esos cambios se convierten en fatalidades externas. Gracias a
la crítica asumimos los cambios, los interiorizamos, cambia-
mos nosotros mismos.

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1945-1962 89

En otros libros he expuesto las razones que me hacen sos-


pechoso cualquier intento de poner la literatura y el arte al ser-
vicio de una causa, un partido, una iglesia o un gobierno. Todas
esas doctrinas —por más opuestos que sean sus ideales: con-
vertir a los paganos o consumar la revolución mundial— se
proponen un fin parecido: someter al arte y a los artistas. Cier-
to, muchos y muy grandes poetas han escrito para la mayor
gloria de una fe, un imperio o una idea. No hay que confun-
dir, sin embargo, las intenciones del artista con el significado
de su obra; una cosa es lo que quiere decir el escritor y otra lo
que dicen realmente sus escritos. Es difícil compartir las opi-
niones de Dante sobre la querella entre los güelfos y los gibeli-
nos; no lo es conmoverse con el relato de Francesca y su pa-
sión desdichada.
En 1957 yo no tenía un plan. No sabía lo que quería escri-
bir. (Es curioso que precisamente en el momento en que Rufi-
no Tamayo se propone, en un lenguaje muy personal, descu-
brir las relaciones plásticas entre la pintura moderna y el arte
prehispánico de México, yo haya tenido preocupaciones se-
mejantes.) A esta etapa corresponden poemas como “Himno
entre ruinas” y otros que serían recogidos más tarde en La es-
tación violenta. También ¿Águila o sol?, un pequeño libro en
el que aflora el mundo precolombino como parte de mi propio
subsuelo psicológico. Piedra de sol se inició como un automa-
tismo. Las primeras estrofas las escribía como si literalmente
alguien me las dictara. Lo más extraño es que los endecasíla-
bos brotaban naturalmente

—agua que con los párpados cerrados


mana toda la noche profecías—

y que la sintaxis, y aun la lógica, eran arbitrariamente norma-


les. De pronto sobrevino una interrupción. Había escrito unos
treinta versos y no pude seguir. Salí al extranjero por dos se-
manas… y a mi regreso, al releer lo escrito, sentí la necesidad
de continuar. Volví a escribir con una extraña facilidad. Poco
a poco el poema se fue haciendo. Fue un caso de colaboración
entre lo que llamamos el inconsciente (y que para mí es la ver-
dadera inspiración), y la conciencia crítica y racional. El nú-
mero de versos de Piedra de sol es exactamente el número de

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90 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

días de la revolución del planeta Venus. La conjunción entre


Venus y el Sol se realiza después de una carrera circular de
584 días, y la del poema consigo mismo después de 584 versos.
Venus es un planeta doble: Vésper y Lucifer. En el México pre-
colombino fue Quetzalcóatl: astro, pájaro y serpiente a un tiem-
po. Sobre este contexto mítico-astronómico se despliega el tex-
to. Quiero decir: sobre el tiempo circular del mito se inserta la
historia irrepetible de un hombre que pertenece a una genera-
ción, a un país y a una época. Pero el tema central es la recupe-
ración del instante amoroso como recuperación de la verdade-
ra libertad, “puerta del ser” que nos lleva a la comunicación con
otro cuerpo, con los demás hombres, con la naturaleza:

puerta del ser, despiértame, amanece,


déjame ver el rostro de este día,
déjame ver el rostro de esta noche,
todo se comunica y transfigura,
arco de sangre, puente de latidos,
llévame al otro lado de esta noche,
adonde yo soy tú somos nosotros,
al reino de pronombres enlazados,

puerta del ser: abre tu ser, despierta,


aprende a ser también, labra tu cara,
trabaja tus facciones, ten un rostro
para mirar mi rostro y que te mire,
para mirar la vida hasta la muerte,
rostro de mar, de pan, de roca y fuente,
manantial que disuelve nuestros rostros
en el rostro sin nombre, el ser sin rostro,
indecible presencia de presencias…

Me inspiraba la mujer en su forma dual, como creadora y


destructora, como Melusina y Perséfona, como encantadora
que vuelve cerdos a los hombres y como presencia que les da
su verdadera humanidad y los abre al secreto de su propia sig-
nificación:

he olvidado tu nombre, Melusina,


Laura, Isabel, Perséfona, María,

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tienes todos los rostros y ninguno,


eres todas las horas y ninguna,
te pareces al árbol y a la nube,
eres todos los pájaros y un astro,
te pareces al filo de la espada
y a la copa de sangre del verdugo,
yedra que avanza, envuelve y desarraiga
al alma y la divide de sí misma,
escritura de fuego sobre el jade,
grieta en la roca, reina de serpientes,
columna de vapor, fuente en la peña,
circo lunar, peñasco de las águilas,
grano de anís, espina diminuta
y mortal que da penas inmortales,
pastora de los valles submarinos
y guardiana del valle de los muertos,
liana que cuelga del cantil del vértigo,
enredadera, planta venenosa,
flor de resurrección, uva de vida,
señora de la flauta y del relámpago,
terraza del jazmín, sal en la herida,
ramo de rosas para el fusilado,
nieve en agosto, luna del patíbulo,
escritura del mar sobre el basalto,
escritura del viento en el desierto,
testamento del sol, granada, espiga.

En 1960 escribí Homenaje y profanaciones, un poema de


118 versos, dividido en tres partes a su vez subdivididas en
otras tres. Llamé a esa composición, con ingenua pedantería,
“soneto de sonetos”. El soneto de Quevedo, “Amor constante
más allá de la muerte”, es admirable como una perfecta má-
quina retórica que afirma la sobrehumana inmortalidad del
amor. Es un poema escrito desde la creencia en la inmortali-
dad del alma pero, también, desde la creencia del regreso del
alma enamorada a las cenizas en que se ha convertido el cuer-
po. Mi poema, escrito desde creencias distintas, quiso afirmar
no la inmortalidad sino la vivacidad del amor. Una vivacidad
sin tiempo. La pasión moderna no es una eternidad en el
tiempo, sino en este tiempo. No es ex-tensa sino in-tensa. Es

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92 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

corporal. Por eso mi poema es un homenaje y una profana-


ción —una burla. Un poco como Picasso que volvió a pintar
Las Meninas: escarnio y homenaje. El soneto de Quevedo ope-
ró sobre mi conciencia —mi caso no debe ser el único— como
un verdadero reactivo. Como la imagen de un espejo en un
espejo: sonetos de sonetos de sonetos… Pero sonetos libres y,
finalmente, muy poco sonetos:

Sol de sombra solombra cegadora


mis ojos han de ver lo nunca visto
lo que miraron sin mirarlo nunca
el revés de lo visto y de la vista

Los laúdes del láudano de loas


dilapidadas lápidas y laudos
la piedad de la piedra despiadada
las velas del velorio y del jolgorio

El entierro es barroco todavía


en México
Morir es todavía
morir a cualquier hora en cualquier parte

Cerrar los ojos en el día blanco


el día nunca visto cualquier día
que tus ojos verán y no los míos

Mi poesía, hasta donde puedo hablar de ella, es una poe-


sía de la presencia y, claro, de la forma privilegiada en que,
para el hombre, aparece la presencia del mundo: la mujer. Es
nuestro semejante y es también lo otro, lo radicalmente distin-
to. En la mujer encontramos siempre a la otredad, o sea, a la
negación de nosotros y de lo que somos nosotros. Ellas y nos-
otros: las dos caras de la realidad humana. En mi poesía, la
presencia también se manifiesta como negación. La mujer
amada es una presencia enigmática: oculta el placer, la muer-
te, lo invisible. La realidad plena, compacta, visible, manifies-
ta algo que no es visible: nosotros intentamos asomarnos a ese
abismo. Me parece que esto forma parte de la experiencia de
todos los hombres.

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1945-1962 93

En 1960 escribí medio centenar de páginas sobre Sade, en


las que procuré trazar las fronteras entre la sexualidad ani-
mal, el erotismo humano y el dominio más restringido del
amor. No quedé enteramente satisfecho pero aquel ensayo me
sirvió para darme cuenta de la inmensidad del tema. Pasaron
los años. Seguí escribiendo poemas que, con frecuencia, eran
poemas de amor.
Mi visión tiene que ver con las grandes imágenes religio-
sas y poéticas de nuestra cultura y también de otras culturas.
La India me marcó y Parvati no es menos fascinante para mí
que Afrodita, Diana o la Virgen de Guadalupe. Pero las imáge-
nes encarnan en la realidad. Lo que cuenta, para el poeta (y
para el hombre en general), es ver cómo la realidad real, la
presencia de la mujer que queremos, se funde con la imagen.
En esto encuentro una de las misiones cardinales de la poesía:
convertir a las imágenes en realidades y a la realidad en imá-
genes.
Creo que la actitud del creador frente al lenguaje debe ser
la actitud del enamorado. Una actitud de fidelidad y, al mismo
tiempo, de falta de respeto al objeto amado. Veneración y
transgresión. El escritor debe amar al lenguaje pero debe te-
ner el valor de transgredirlo. En 1964 escribí medio centenar
de páginas que llamé Los signos en rotación. El editor anunció
el folleto como un “manifiesto poético”. No sé si realmente lo
haya sido. Sé, en cambio, que fue una tentativa por esclarecer
la manifestación de la poesía en nuestro siglo, su aparición,
como un signo errante en un tiempo también errante: este
tiempo que acaba y ese tiempo, aún sin nombre, que ahora
comienza. Vi a la poesía como una configuración de signos.
Y la figura que trazaba era la de dispersión. Poema: ideogra-
ma de un mundo que busca su sentido, su orientación, no en
un punto fijo sino en la rotación de los puntos y en la movili-
dad de los signos.

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1962-1980

VOLVÍ A la India en 1962, viví allá seis años y visité con fre-
cuencia, debido a mis quehaceres diplomáticos, Ceilán y Afga-
nistán. Viajé también por Nepal y el Sudeste Asiático: Birma-
nia, Tailandia, Singapur y Camboya. Fue un periodo dichoso:
pude leer, escribir varios libros de poesía y prosa, tener unos
pocos amigos a los que me unían afinidades éticas, estéticas e
intelectuales, recorrer ciudades desconocidas en el corazón de
Asia, ser testigo de costumbres extrañas y contemplar monu-
mentos y paisajes. Pero, sobre todo, en la India encontré a mi
mujer, a Marie-Jo. Después de nacer, es lo más importante
que me ha pasado.
Pues bien, a fines de 1963 recibí un telegrama de Bruselas
en donde se me anunciaba que me habían otorgado el Premio
Internacional de Poesía de Knokke de Zoute —se lo habían
concedido a Saint-John Perse, a Ungaretti y a Jorge Gui-
llén—. La noticia me conturbó. Escribía poemas y había pu-
blicado varios libros pero la poesía había sido siempre, para
mí, un culto secreto, oficiado fuera del circuito público. Ja-
más había obtenido un premio y jamás lo había pedido. Los
premios eran públicos; los poemas, secretos. Aceptar el pre-
mio, ¿no era romper el secreto, traicionarme? Estaba en estas
congojas cuando se presentó mi amigo, el poeta Raja Rao. Le
conté mi cuita. Me oyó, movió la cabeza y me dijo: “Yo no
puedo darle un consejo pero conozco a alguien que podría
dárselo”.
Al día siguiente pasó por mí y me llevó a un ashram, un
lugar de retiro y meditación. El director espiritual era una
mujer muy conocida en ciertos círculos, la madre Ananda
Mai. Nos recibió con una sonrisa y nos indicó con un gesto
que tomásemos asiento. La conversación, interrumpida por
nuestra llegada, continuó. Hablaba en hindi pero también en
inglés cuando su interlocutor era un extranjero. Hablaba ju-
gando con las naranjas de una cesta cercana. De pronto, me
miró, sonrió y me lanzó una naranja, que yo atrapé al vuelo y
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96 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

guardé. Me di cuenta de que se trataba de un juego y de que


ese juego encerraba cierto simbolismo. Antes de que pudiese
hablar, Ananda me interrumpió: “Ya Raja Rao me contó su
pequeño problema”. “¿Y qué piensa usted?”, le dije. Se echó a
reír: “¡Qué vanidad! Sea humilde y acepte ese premio. Pero
acéptelo sabiendo que vale poco o nada, como todos los pre-
mios. No aceptarlo es sobrevalorarlo, darle una importancia
que tal vez no tiene. Sería un gesto presuntuoso. Falsa pureza,
disfraz del orgullo… el verdadero desinterés es aceptarlo con
una sonrisa, como recibió la naranja que le lancé. El premio
no hace mejores a sus poemas ni a usted mismo. Pero no
ofenda a los que se lo han concedido. Usted escribió esos poe-
mas sin ánimo de ganancia. Haga lo mismo ahora. Lo que
cuenta no son los premios sino la forma en que se reciben. El
desinterés es lo único que vale…”
Al año siguiente, para recibir el premio, viajé a Bélgica
pero me detuve por unos días en París. Una mañana —azar,
destino, afinidades electivas o como quiera llamarse a esos en-
cuentros— me crucé con Marie José. Ella había dejado Delhi
unos meses antes y yo ignoraba su paradero, como ella el mío.
Nos vimos y, más tarde, decidimos volver juntos a la India.

Me crucé con una muchacha.


Sus ojos:
el pacto del sol de verano con el sol de otoño.
Partidaria de acróbatas, astrónomos, camelleros.
Yo de fareros, lógicos, sadúes.
Nuestros cuerpos
se hablaron, se juntaron y se fueron.
Nosotros nos fuimos con ellos.

Nuestro encuentro fue un reconocimiento. Cierto, vivir es


una condena pero asimismo es una elección, es determinismo
y es libertad. En el encuentro de amor los dos polos se enlazan
en un nudo enigmático y así, al abrazar a nuestra pareja,
abrazamos a nuestro destino. Yo me buscaba a mí mismo y en
esa búsqueda encontré a mi complemento contradictorio, a
ese tú que se vuelve yo; las dos sílabas de la palabra tuyo…
Nos casamos allí. Sí, debajo de un gran árbol. Un nim muy
frondoso.

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Nosotros le pedimos al nim que nos casara.


Un jardín no es un lugar:
es un tránsito,
una pasión.
No sabemos hacia dónde vamos,
transcurrir es suficiente,
transcurrir es quedarse:
una vertiginosa inmovilidad.

Cada mañana veíamos bandadas de pericos que venían


desde un extremo de la ciudad a las tumbas; al atardecer, vol-
víamos a ver las mismas bandadas volando sobre nuestra casa.
Una mañana estábamos desayunando en el jardín y de pronto
sentimos que descendía sobre nosotros en línea recta una som-
bra negra que chocó contra la mesa y desapareció.

Oí un rumor verdinegro
brotar del centro de la noche: el nim.
El cielo,
con todas sus joyas bárbaras…

Era un gavilán ladrón de comida… En las tardes de in-


vierno el jardín aquel se iluminaba con una luz pareja, más
allá del tiempo. Una luz, diría, imparcial, reflexiva. Recuerdo
que le decía a Marie-Jo: “Será difícil que olvidemos las leccio-
nes metafísicas de este jardín”. Ahora lo diría de otro modo.
¿Por qué metafísicas? “Será difícil que olvidemos las lecciones
de aquel jardín.”

Una casa, un jardín,


no son lugares:
giran, van y vienen.
Sus apariciones
abren en el espacio
otro espacio,
otro tiempo en el tiempo…
… Aquel de Mixcoac, abandonado,
cubierto de cicatrices,
era un cuerpo
a punto de desplomarse.

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98 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Yo era niño
y el jardín se parecía a mi abuelo…
… En aquel jardín aprendí a despedirme.
Después no hubo jardines.
Un día,
como si regresara,
no a mi casa,
al comienzo del Comienzo,
llegué a una claridad…
… Pasión es tránsito:
la otra orilla está aquí,
luz en el aire sin orillas,
Prajnaparamita,
Nuestra Señora de la Otra Orilla,
tú misma,
la muchacha del cuento,
la alumna del jardín.

La India nos enseñó, a Marie-Jo y a mí, la existencia de una


civilización distinta a la nuestra. Y aprendimos no sólo a res-
petarla sino a amarla. Aprendimos sobre todo a callarnos. No
hay nada que me irrite más que todos esos periodistas, técni-
cos y expertos que, apenas desembarcados en Bombay, em-
piezan a dar consejos a los indios. Yo no dudo de sus buenos
sentimientos cristianos, de sus buenos sentimientos capitalis-
tas o de sus buenos sentimientos marxistas-leninistas. Tam-
poco dudo de su ignorancia y de su arrogancia. Muchas veces
me tocó ser testigo de las exageradas preocupaciones higié-
nicas de los norteamericanos. Su horror ante las posibili-
dades del contagio parecía no tener límites; todo podía ser
portador de gérmenes: la comida, la bebida, las cosas, la gen-
te, el aire mismo. Estas preocupaciones son exactamente la
contrapartida de las preocupaciones rituales de los bramines
ante el peligro de contacto con alimentos y cosas impuras,
sin excluir a gente de casta diferente a la suya. El temor al
aislamiento social no es menos intenso que el de la enferme-
dad. El tabú higiénico del norteamericano y el tabú ritual del
bramín poseen un elemento en común y que es el fundamen-
to de ambos: la pureza. El otro nombre de pureza es sepa-
ración.

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1962-1980 99

El primer gesto del hombre ante su semejante es reducirlo,


suprimir las diferencias, abolir esa radical “otredad”. Pero el
otro resiste. No se resigna a ser espejo. Reconocer la existencia
irreductible del otro es el principio de la cultura, del diálogo y
del amor. Reducirlo a nuestra subjetividad es iniciar la árida,
infinita dialéctica del esclavo y del señor. Porque el esclavo ja-
más se resigna a ser objeto. La realidad humillada acaba por
hacer saltar esas prisiones. Aun en la esfera del pensamiento
puro se manifiesta esa tenaz resistencia de la realidad. Macha-
do nos enseña que el principio de identidad, sobre el cual se ha
edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la “esen-
cial heterogeneidad”, la “otredad” del ser. Acaso en esto radi-
que la insuficiencia de nuestra cultura.
En Conjunciones y disyunciones (1969) dije que en todas
las civilizaciones aparecen siempre dos signos, el del cuerpo y
el del no-cuerpo. Naturalmente, el signo cuerpo puede llamar-
se naturaleza, materia, y el término no-cuerpo puede llamarse
alma, espíritu, nirvana, atman, etc. La realidad que designa la
palabra alma y la que designa la palabra atman no son tradu-
cibles a otra lengua. Pero sí es traducible la relación de oposi-
ción complementaria entre un término y otro. Hay civilizacio-
nes en las cuales esta relación es contradictoria, disyuntiva;
hay otras en que la relación es de conjunción. Si la conjunción
es excesiva, la sociedad enferma gravemente; pero una disyun-
ción excesiva también es peligrosa. Lo ideal es cierto desequi-
librio armónico. Creo que vivimos ahora el final de un perio-
do. El siglo XIX fue el siglo de la negación del cuerpo; ahora
estamos frente a una gran rebelión del cuerpo. Y la historia
del cuerpo en la fase final de Occidente es la de sus rebeliones.
Pero esta rebelión es equívoca porque asume formas intelec-
tuales, propias del signo no-cuerpo. Cuando escribí los textos
agrupados en Corriente alterna, entre 1958 y 1964, aludí a la
aparición de la mujer en la vida pública, un hecho que remon-
ta a cerca de un siglo y que ha cambiado decisivamente (y
cambiará aún más) la fisonomía de las sociedades modernas.
Hay un eclipse de la mujer al final del neolítico y su reapari-
ción, a fines del siglo pasado, es un hecho de incalculables
consecuencias y al lado del cual palidecen como meros epife-
nómenos la rebelión juvenil y los otros trastornos y conflictos
de nuestro siglo.

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100 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Hacia 1960 comenzaron unos trastornos públicos que hi-


cieron temblar a Occidente. Contra las predicciones del mar-
xismo, ni la crisis fue económica ni su protagonista central
fue el proletariado. Fue una crisis política y, más que política,
moral y espiritual. Las generaciones anteriores habían conoci-
do el culto al padre terrible, adorado y temido: Stalin, Hitler,
Churchill, De Gaulle. En la década de los sesenta una figura
ambigua, alternativamente colérica y orgiástica, los Hijos, des-
plazó a la del Padre saturnino. Pasamos de la glorificación del
viejo solitario a la exaltación de la tribu juvenil.
En las rebeliones juveniles de aquellos años me exaltó,
más que la generosa pero nebulosa política, la reaparición de
la pasión como una realidad magnética. Las revueltas eróticas
del pasado afectaban casi exclusivamente a las capas superio-
res de la población. En otras civilizaciones los movimientos
erotizantes llegaron a tener un carácter realmente popular: el
taoísmo sexual en China, el tantrismo en India, Nepal y Tíbet;
pero en Occidente no fue sino hasta los años sesenta que, por
primera vez, la masa popular participaba directamente en
una rebelión de esta índole. Estábamos ante una búsqueda del
signo cuerpo no como cifra del placer sino como un imán que
atrae a todas las fuerzas contrarias que nos habitan. La ero-
sión de la moral tradicional y la decadencia de los rituales del
cristianismo (para no hablar del descrédito de las ceremonias
oficiales) no han hecho sino avivar la necesidad de las comu-
niones y liturgias colectivas. Nuestro tiempo padece hambre
y sed de fiestas y ritos. El movimiento erótico de la moderni-
dad occidental está impregnado de moral, pedagogía, buenas
intenciones sociales y política progresista. Todo esto, además
de su carácter popular y democrático, lo distingue tanto de
los  otros movimientos erotizantes de la historia de Occiden-
te  como de la tradición de esa familia intelectual que va del
Marqués de Sade a Georges Bataille y que ha pensado al
erotismo como violencia y transgresión. El erotismo, verbal y
físicamente, es una metáfora de la sexualidad animal. En el
erotismo aparece un elemento de libertad e imaginación que
no figura en la sexualidad. El erotismo es la representación de
la sexualidad, su metáfora. Hay tres niveles: el nivel sexual,
biológico y animal; el nivel erótico, social, y el nivel personal,
amor. El erotismo pertenece a todas las sociedades y civiliza-

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ciones; el amor, según parece, es una invención de Occidente.


Nace en Provenza, como una creación poética, y desde el prin-
cipio la Iglesia lo combate. Desde su nacimiento, el amor ha
sido una transgresión de las normas sociales, una ruptura de
los vínculos, ya sean familiares o de clase, raciales o conyuga-
les. El amor ha sido el culto secreto, subterráneo de Occiden-
te. A mi juicio, la diferencia entre el amor y el erotismo podría
residir en esto: el erotismo es social, plural; el amor es inter-
personal. La idea del amor implica elección de un cuerpo y un
alma únicos: una persona.

El nombre
Sus sombras
El hombre La hembra
El mazo El gong
La i La o
La torre El aljibe
El índice La hora
El hueso La rosa
El rocío La huesa
El venero La llama
El tizón La noche
El río La ciudad
La quilla El ancla
El hembro La hombra
El hombre
Su cuerpo de nombres
Tu nombre en mi nombre En tu nombre mi nombre
Uno frente al otro uno contra el otro uno en torno al otro
El uno en el otro
Sin nombres

Me gustaría que mi poesía fuese prolongación y transgre-


sión. Cruce de caminos. Yo me siento consecuencia de una
tradición que me parece ser la central de la poesía moderna
en Occidente. En 1966 escribí un poema, Blanco, que está re-
gido más por el espacio que por el tiempo. Fue, para mí, tratar
de regresar al espacio. Es nuestra patria olvidada. En Occi-
dente el tiempo —en su forma más enérgica y cruel: la acción,
con el espejismo del cambio— ha hecho de nosotros hombres

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102 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

errantes, sin cesar expulsados de nosotros mismos. Blanco es


un poema fundado en una triple analogía o semejanza: la mu-
jer, la palabra y el mundo. Los tres elementos están en perpe-
tua comunicación y metamorfosis. Cada elemento es también
su negación: la mujer, que es la aparición de la presencia,
también es su desaparición; la palabra, que es silencio antes
de ser palabra, vuelve al silencio; la realidad del mundo es su
irrealidad (¿o es la inversa?). El poema tiene un comienzo y
un fin: es tiempo que pasa. Está organizado espacialmente
y obedece a la dirección de los puntos cardinales. Me inspiré
en las mandalas del budismo tibetano, que dividen al espacio en
cuatro regiones, cuatro colores, cuatro elementos, cuatro divi-
nidades femeninas y cuatro Budas o Bodisatvas. En el centro,
la divinidad central. Preservé la división espacial de los Tan-
tras. El poema está hecho de distintas partes, como un rompe-
cabezas. El lector puede asociar o disociar las partes —hay más
de veinte posibilidades. Cada parte es en sí misma un poema y
cada asociación o disociación produce un texto. Es la nega-
ción de Piedra de sol puesto que niega en cierto modo al tiem-
po: sólo el presente es una presencia: el cuerpo femenino vis-
to, tocado, olido y sentido como un paisaje, y ambos, la tierra
y la mujer recorridas y leídas como un texto, oídas y pronun-
ciadas como un poema. Blanco es un cuerpo verbal. Un cuer-
po que se dice y que, al decirlo, se disipa.

contemplada por mis oídos horizonte de música tendida


olida por mis ojos puente colgante del color del aroma
acariciada por mi olfato olor desnudez en las manos del aire
oída por mi lengua cántico de los sabores
comida por mi tacto festín de niebla

habitar tu nombre despoblar tu cuerpo


caer en tu grito contigo casa del viento
La irrealidad de lo mirado
da realidad a la mirada

Tocar un cuerpo, ver una colina, tenderse bajo un árbol


es regresar a lo más antiguo, a la patria perdida, al espacio
del que brotamos y al que volveremos… Yo diría que la poesía
es la experiencia original. Y que la experiencia religiosa es

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subsidiaria de la experiencia poética. La experiencia original


es sentirse extraño, otro. Nombrar ese hueco en donde apare-
ce lo otro: eso es la poesía. Y ése es el origen de la religión.
Como dice Heidegger: la religión es una interpretación de la
experiencia original. En dos sentidos, quizá, mi poesía pre-
senta afinidades y analogías con la experiencia religiosa. En
primer lugar, la ambigüedad de la presencia. En Blanco, por
ejemplo, la presencia se desvanece y en ese desvanecimiento
se manifiesta de un modo paradójico: la realidad de este mun-
do es también su irrealidad. Tocamos un cuerpo y ese cuerpo
se despliega y desaparece en la sensación. Experiencia, de-
cían los budistas, de la vacuidad. El segundo sentido es el de
la comunión. Cuando era adolescente leí, por casualidad, a
Novalis y me conmovió y turbó una frase: “la mujer es el ali-
mento corporal más elevado”. Podría haber dicho también: es
el alimento espiritual más elevado. Lo que me impresionó fue
la palabra alimento. En su significación mágica y religiosa
quiere decir transmutación, metamorfosis. Así, la presencia
es también alimento y el alimento es metamorfosis, transmu-
tación: comunión. En la comunión se resuelven la poética del
instante y la erótica de la presencia que es aparición y desapa-
rición. En otro poema, Viento entero, digo que “el presente es
perpetuo”. Ese presente está en continuo cambio: es siempre
el mismo ahora y es siempre otro. La manifestación más in-
tensa y pura de ese aparecer y desaparecer continuo es justa-
mente la mujer.
En los últimos años en la India leí con pasión y paciencia
a Mallarmé. Mallarmé pensó escribir un libro que fuese como
una metáfora del universo; mejor dicho, pensó que el universo
podría reducirse a un poema y que ese poema se materializa-
ría en un libro: el universo-poema. En realidad, hubiera sido
un libro sin autor y sin lector. Por eso, en vez de escribir un
libro, escribió Un coup de dés, cuyo tema es precisamente que
el poema-universo, el libro-universo es imposible. Mallarmé
introduce la negación, la crítica dentro de la escritura. Yo no
puedo distinguir entre leer, escribir y vivir. La vida es un teji-
do, casi un texto. Mejor dicho, un texto es un tejido no sólo de
palabras sino de experiencias y de visiones. Pero hay que es-
cribir frente a algo, el ruido, la ciudad, los árboles… La litera-
tura es una transgresión, en primer lugar, del lenguaje. Y la

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104 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

subversión del lenguaje se revela también en la actitud del es-


critor ante la realidad. El arte de escribir se parece al comba-
te, y también al amor. Se parte del amor. Es necesario amar el
texto. Hay que trabajar a fondo, tener excelentes diccionarios,
una buena técnica y, por último, inspiración. Pero ésta no es
algo que nos viene de las estrellas sino de nosotros mismos.
La inspiración va unida al trabajo y también al diccionario.
Sin el diccionario, no existiría la inspiración. En El mono gra-
mático escribí:

Hanumãn sonríe con placer ante la analogía que se le acaba


de ocurrir: caligrafía y vegetación, arboleda y escritura, lec-
tura y camino. Caminar: leer un trozo de terreno, descifrar
un pedazo de mundo. La lectura considerada como un ca-
mino hacia… El camino como una lectura: ¿una interpreta-
ción del mundo natural? Vuelve a cerrar los ojos y se ve a sí
mismo, en otra edad, escribiendo… Compara su retórica a
una página de indescifrable caligrafía y piensa: la diferencia
entre la escritura humana y la divina consiste en que el nú-
mero de signos de la primera es limitado mientras que el de
la segunda es infinito; por eso el universo es un texto insen-
sato y que ni siquiera para los dioses es legible. La crítica del
universo (y la de los dioses) se llama gramática…

El libro como universo, una vez más. Universo roto hecho


de palabras aisladas. El diccionario es el auténtico doble del
universo, pero ocurre que está fragmentado, desunido. En el
diccionario están todos los libros pero ¿cómo leerlos? Y entre
todos esos libros, ¿cuál es el verdadero, el Libro? Las palabras
se vuelven reflejos, sombras y niebla en andrajos. Sopla el
“otro” y el paisaje se evapora: estamos de nuevo ante el papel,
la mesa, la ventana. Percibimos entonces, casi como una sen-
sación, nuestra mortalidad. La experiencia de la literatura es,
esencialmente, la experiencia del otro: la experiencia del otro
que somos, la experiencia del otro que son los otros y la expe-
riencia suprema: la otra, la mujer. Pero en todas esas experien-
cias late, escondida, la otra experiencia: la de la muerte, el sa-
bernos mortales:
Si es real la luz blanca
de esta lámpara, real

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1962-1980 105

la mano que escribe, ¿son reales


los ojos que miran lo escrito?

De una palabra a la otra


lo que digo se desvanece.
Yo sé que estoy vivo
entre dos paréntesis.

El último año de mi estancia en la India coincidió con las


grandes revueltas juveniles. Las seguí, desde lejos, con asom-
bro y con esperanza. No comprendía claramente cuál era el
significado de esos movimientos; diré en mi abono que sus
protagonistas tampoco lo sabían. Lo que sí sabíamos todos es
que era una rebelión contra los valores e ideas de la sociedad
moderna. Aquella agitación no estaba inspirada por los comu-
nistas sino por un ánimo libertario y por esto mismo, a pesar
de su confusión, era saludable. La universalidad de la rebelión
juvenil era entonces el verdadero signo de los tiempos: la se-
ñal del cambio de tiempo. Cierto, esa universalidad no debe
hacernos olvidar que el movimiento de la juventud tiene un
sentido distinto en cada país. La rebelión estudiantil de París
fue la más inspirada y la que más me impresionó. Los dichos
y los actos de aquellos jóvenes —expresados en frases eléctri-
cas como Prohibido prohibir o La playa está bajo los adoquines,
que recordaban los manifiestos y declaraciones de los surrea-
listas cuarenta años antes— me parecían la herencia de algunos
grandes poetas modernos a un tiempo rebeldes y profetas: un
William Blake, un Victor Hugo, un Walt Whitman. Mientras
cavilaba sobre estos temas, el verano de 1968 se nos echó en-
cima. El calor excesivo nos obligó, a Marie José y a mí, a bus-
car un retiro temporal en Kasauli, un pequeño pueblo en las
estribaciones de los Himalayas. Llevé conmigo un radio que
me permitía oír diariamente las noticias y comentarios de la
BBC de Londres. Nos paseábamos por los alrededores de Ka-
sauli pero ni las vistas de aquellas montañas inmensas y, aba-
jo, las llanuras de la India, ni los jardines encantadores logra-
ban apartarnos de los sucesos de París. La revuelta de Mayo
confirmó que la sociedad de Occidente padece males profun-
dos y tal vez incurables, males que no sólo son económicos
y sociales sino morales y que afectan a la parte más íntima y

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106 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

entrañable del cuerpo social: a sus convicciones y sus creen-


cias, a lo que los antiguos llamaban el alma de los pueblos.
Durante esas semanas sentí que mis esperanzas juveniles re-
nacían: si los obreros y los estudiantes se unían, asistiríamos a
la primera y verdadera revolución socialista. Tal vez Marx no
se había equivocado: la revolución estallaría en un país avan-
zado, con un proletariado maduro y educado en las tradicio-
nes democráticas.
Los acontecimientos pronto me desengañaron. El tiem-
po ha pasado. Ya no me atrevo a juzgar a ningún joven. Sé
que el impulso que los mueve es, casi siempre, la generosi-
dad y la indignación ante las miserias e injusticias materia-
les y morales de nuestro mundo. Sin embargo, me parecía
inexcusable ignorar o callar la realidad de la URSS y los otros
países “socialistas”. A medida que se desvanecía la figura de
la revolución proletaria en el mundo desarrollado, aparecía
otra en Asia, América Latina y África. Se me ocurrió que in-
cluso la Revolución rusa era parte de la gran insurrección de
los países de la periferia: Rusia jamás había sido enteramen-
te europea. Durante todo el tiempo seguí, primero con espe-
ranza y después con creciente desencanto, las agitaciones y
revueltas del (mal) llamado Tercer Mundo. Los socialismos
de los países subdesarrollados fueron, desde el punto de vis-
ta de la teoría, un contrasentido y, desde el de la política y la
economía, un desastre colosal. El caso más notable —triste-
mente notable— es el del régimen de Castro. Comenzó como
un levantamiento en contra de una dictadura; por esta ra-
zón, así como por oponerse a la torpe política de los Estados
Unidos, despertó grandes simpatías en todo el mundo, prin-
cipalmente en América Latina. También despertó las mías
aunque, gato escaldado, procuré siempre guardar mis dis-
tancias. Todavía en 1967, en una carta dirigida a un escritor
cubano, Roberto Fernández Retamar, figura prominente de
la Casa de las Américas, le decía: soy amigo de la Revolución
cubana por lo que tiene de Martí, no de Lenin. No me res-
pondió: ¿para qué? El régimen cubano se parecía más y más
no a Lenin sino a Stalin (modelo reducido). A esos pueblos,
víctimas de jefes delirantes, les ha faltado imaginación polí-
tica. Pero la imaginación, la verdadera, nace después de la
crítica: no es una fuga de la realidad sino un enfrentarse a

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1962-1980 107

ella. El ejercicio de la crítica requiere inteligencia y, asimis-


mo, carácter, rigor moral.
Regresamos a Delhi y allí me esperaba otra noticia: en la
ciudad de México había estallado otra revuelta estudiantil. Se
trataba, en buena parte, de un eco de las que habían ocurrido
antes en los Estados Unidos, en Alemania y en Francia. La re-
belión se limitaba a la ciudad de México y era un movimiento
de jóvenes de la clase media más o menos afluentes. No era un
movimiento proletario ni logró atraer a los trabajadores. Pero
ponía en aprietos al gobierno, dedicado en esos días a la pre-
paración de las Olimpiadas. Lo que ocurría en México tenía
ciertas características propias: en las demandas de los mucha-
chos mexicanos aparecían varios asuntos concretos y, entre
ellos, uno que era y sigue siendo el corazón de las polémicas
políticas en México: la democracia. En esos días recibí una
comunicación del secretario de Relaciones Exteriores de Mé-
xico, Antonio Carrillo Flores, hombre afable, inteligente y sen-
sible. Me pedía que le informara acerca de las medidas que
había tomado el gobierno de la India ante situaciones seme-
jantes a la de México. Era una nota dirigida a todos nuestros
embajadores. En mi respuesta, aparte de proporcionar los in-
formes que se me habían pedido, añadía a título personal un
largo comentario. Lo esencial de mi argumentación aparece,
ampliado, en un pequeño libro que publiqué un poco después:
Postdata (1969). Justificaba la actitud de los estudiantes en lo
que se refería a su demanda de una reforma democrática y,
sobre todo, sugería que no se usase la fuerza y que se buscase
una solución política al conflicto. Carrillo Flores me contestó
con un telegrama: agradecía mi respuesta, había leído con
suma atención mis comentarios y se los había mostrado al
presidente de la República, que se había manifestado igual-
mente interesado. Dormí tranquilo por diez o doce días hasta
que, la mañana del 3 de octubre, me enteré de la represión
sangrienta del día anterior.
Los estudiantes buscaban el diálogo público con el poder
y el poder respondió con la violencia que acalla a todas las
voces. ¿Por qué? ¿Por qué la matanza? Desde octubre de 1968
los mexicanos se hacen esta pregunta. Decidí que no podía
continuar representando a un gobierno que había obrado de
una manera tan abiertamente opuesta a mi manera de pensar.

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108 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

Escribí a Carrillo Flores para comunicarle mi decisión y visité


al ministro de Negocios Extranjeros de la India con el mismo
propósito. La reacción del gobierno indio fue extremadamen-
te discreta y amable. Indira Gandhi, que ya era primer minis-
tro, no podía despedirme oficialmente pero nos invitó, a Ma-
rie José y a mí, a una cena íntima, en su casa, con Rajiv, su
mujer, Sonia, y algunos amigos comunes. Los escritores y ar-
tistas organizaron una suerte de homenaje-despedida en The
International House. Unos días después, Marie José y yo to-
mamos el tren hacia Bombay. El último domingo lo pasamos
en la isla de Elefanta. Había sido mi primera experiencia del
arte de la India; también había sido la primera de Marie José,
años después de la mía y antes de conocernos. La belleza del
lugar revivió lo que habíamos sentido años antes. Pero ilumi-
nado por otra luz más grave: sabíamos que veíamos todo
aquello por última vez. Dejé el puesto con alivio, con pena a la
India. Era como alejarnos de nosotros mismos: el tiempo abría
sus puertas, ¿qué nos esperaba?
Di cursos en algunas universidades norteamericanas y eu-
ropeas. En los Estados Unidos escribí Los hijos del limo. El tí-
tulo, tomado de Nerval, no es muy feliz. Ese libro recoge y
desarrolla el tema final de El arco y la lira: las relaciones entre
poesía e historia. La modernidad me acompaña desde que co-
mencé a escribir. Sus espejismos y sus realidades, sus vértigos
y sus dádivas inesperadas, son parte de mi biografía intelec-
tual y poética. Entre mis reflexiones, me ocupé de muchos te-
mas, entre ellos, dos básicos: el culto al futuro y la idea de
progreso, en sus dos vertientes, la evolucionista y la revolucio-
naria. Fui uno de los primeros que se ocuparon de esos asun-
tos. Ahora se han popularizado y hoy circula una abundante
literatura sobre lo que se ha llamado la “posmodernidad”. Ex-
presión infortunada y poco exacta.
Regresé a México en 1971 y, ese mismo año, gracias al di-
rector del diario Excélsior, Julio Scherer, publiqué la revista
Plural. La actitud de Scherer fue ejemplar. Muchos de los tex-
tos que aparecían en Plural no podían gustarle: eran lo contra-
rio de lo que él pensaba. No obstante, jamás nos hizo la me-
nor censura y nos ayudó siempre. Scherer tenía el proyecto de
publicar una revista semanal y me ofreció la dirección. Rehu-
sé, pero le propuse la publicación de una revista mensual de

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1962-1980 109

cultura. Aceptó. Entonces llamé a Tomás Segovia y a otros


amigos y con su colaboración se hizo Plural. Un paso impor-
tante fue la formación de un consejo de redacción, el mismo
que después sería el de Vuelta: Juan García Ponce, Gabriel
Zaid, Salvador Elizondo, Alejandro Rossi, Tomás Segovia y
José de la Colina. En la breve nota en que anunciaba la funda-
ción del consejo decía: “Desde su nacimiento, Plural quiso ser
un centro de convergencia de los escritores independientes de
México. Convergencia no significa unanimidad y ni siquiera
coincidencia, salvo en la común adhesión a la autonomía del
pensamiento y la afición a la literatura no como prédica sino
como búsqueda y exploración, ya sea del lenguaje o del hom-
bre, de la sociedad o del individuo”. Yo no creo que los escri-
tores tengan deberes específicos con su país. Los tienen con el
lenguaje —y con su conciencia. Cuando estábamos a punto de
cumplir cinco años, estalló la crisis de Excélsior. Echeverría,
que había proclamado una política de apertura, decidió con-
tradecirse a sí mismo y propició el golpe contra Scherer y sus
amigos. Nosotros decidimos hacer causa común con él: todo
el personal de Plural —redacción, administración, secretarias,
correctores— abandonó el periódico por solidaridad.
Decidimos continuar pero solos. Por fortuna, suplieron
mis deficiencias Gabriel Zaid y Enrique Krauze, entre otros
amigos. Y hubo una circunstancia decisiva: la presencia y la
acción de Celia García Terrés, que fue nuestro gerente. Más
tarde se unieron a nosotros Julieta Campos, Jorge Ibargüen-
goitia y Ulalume González de León. Durante los cuatro prime-
ros números (mis cursos de Harvard me obligaron a ausentar-
me) Alejandro Rossi dirigió Vuelta. Desde el número cinco se
incorporó Enrique Krauze, que es ahora subdirector pero más
bien habría que hablar de codirección. Desde Plural habíamos
logrado formar un núcleo de lectores atentos e independientes.
Esto es único y digno de subrayarse: Vuelta fue la primera re-
vista literaria, en la historia de México y quizás en la de todos
los otros países de nuestra lengua, que vivió exclusivamente
de sus lectores y sus anuncios. En México ha surgido una cla-
se de lectores independientes y capaces de sostener una revis-
ta independiente. Doble victoria de la cultura y de la libertad.
En materia política, nuestra crítica se desplegó en varias
direcciones: el sistema político mexicano, fundado en un ex-

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110 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

cesivo presidencialismo y en la hegemonía de un partido he-


chura del Estado; el sistema totalitario soviético con sus saté-
lites y el chino con los suyos; las dictaduras, especialmente las
de América Latina; la política de las democracias liberales de
Occidente, en particular la de los Estados Unidos. Sobre esto
aclaro, una vez más, que siempre me ha parecido esencial la
crítica de las democracias capitalistas: nunca las he visto
como un modelo. La crítica del sistema mexicano fue difícil
pero no provocó las polémicas, los denuestos y las injurias
con que se contestó a nuestra denuncia del totalitarismo so-
viético. No es extraño: muchos intelectuales mexicanos, desde
hace más de medio siglo, han padecido una intoxicación ideo-
lógica. Algunos todavía no se curan. Lo mismo puede decirse
de los otros países de América Latina… Es comprensible la
obsesión de los intelectuales mexicanos por el poder. En nues-
tra escala de valores el poder está antes que la riqueza y, natu-
ralmente, antes que el saber. No predico la abstención: los in-
telectuales pueden ser útiles dentro del gobierno… a condición
de que sepan guardar las distancias con el Príncipe. En Méxi-
co, todos o casi todos los escritores, sin excluir a gente que fue
la independencia misma como Revueltas y Cosío Villegas, he-
mos servido en el gobierno. Compromiso peligroso que puede
convertirse en pecado mortal si el escritor olvida que su oficio
es un oficio de palabras y que entre ellas una de las más cortas
y convincentes es NO.

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1980-1998

UN CHARCO es mi memoria.
Lodoso espejo: ¿dónde estuve?

Sin piedad y sin cólera mis ojos


me miran a los ojos
desde las aguas turbias de ese charco
que convocan ahora mis palabras.
No veo con los ojos: las palabras
son mis ojos. Vivimos entre nombres;
lo que no tiene nombre todavía
no existe: Adán de lodo,
no un muñeco de barro, una metáfora.
Ver al mundo es deletrearlo.
Espejo de palabras: ¿dónde estuve?
Mis palabras me miran desde el charco
de mi memoria.

Me pregunto desde el principio: ¿por qué rayos escribo cuan-


do sería mucho más cómodo hacer otras cosas? La literatura
no es una profesión agradable: es un quehacer aburrido y
sedentario que, además, implica sufrimientos y sacrificios.
Trabajo todos los días un poco y además leo. Eso es una
de  las cosas que más me gustan, leer. Leer y conversar. Lo
que menos me gusta es escribir. En general no tengo una
idea clara de lo que voy a hacer. Muchas veces siento un va-
cío, sin ideas, y de pronto aparece la primera frase. Valéry
decía que el primer verso es un regalo. Es verdad: la primera
línea la escribimos al dictado. ¿Quién nos regala esta línea?
No sé. El hecho es que una línea aparece y esa línea rige todo
el poema. El poema es un desarrollo de esa línea: a veces se
escribe en contra de ella; otras a favor; otras, una vez escrito
el poema, esa primera línea desaparece. En fin, yo escribo esa
línea y también la escribe otro que no soy yo. Y continúa el
diálogo entre ese que escribió la primera línea y el otro que
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112 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

sigue escribiendo. Hay un desdoblamiento, una pluralidad


de poetas.
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.

Por supuesto, esto no es exclusivo de los escritores: todos


somos varias personas al mismo tiempo. Y todos tenemos la
tendencia a extirpar esa pluralidad en favor de una supuesta
unidad. El escritor debe vivir no solamente un diálogo con los
otros —su público, su estilo, la fama, la eternidad, qué sé yo—
sino consigo mismo. La página está viva si en ella aparecen
las voces suprimidas. A mí me ha parecido siempre que la lite-
ratura es lenguaje, a condición de entender que, cuando hablo
del lenguaje, hablo de pluralidad de visiones del mundo. O sea:
hablo de las voces suprimidas. Nada amo más que la perfec-
ción verbal, pero sólo si ese lenguaje de pronto se abre y al
abrirse vemos y oímos en esa ruptura abismal —literalmente
abismal— otra realidad. Una realidad que no conocíamos y
una voz que sólo habíamos oído en sueños. La voz que había-
mos querido no oír: la voz de la muerte, la voz carnal.
Siempre hay otro que colabora conmigo. Y en general co-
labora contradiciéndome. El peligro es que la voz que niega lo
que decimos sea tan fuerte que nos calle. Pero vale la pena
correr el riesgo: es mejor que el contradictor nos calle a que
nosotros callemos al contradictor. Cuando lo callamos, nues-
tra literatura se vuelve pedagógica, moral, aburrida. Se vuelve
proclama, lección. Si me opuse al arte “engagé”, al “arte so-
cial” y a todas esas cosas que por muchos años se escribieron
en América Latina, fue porque a mí me parecía inmoral que
un escritor asumiese que de su parte estaban la razón, la justi-
cia o la historia. Es horrible que un escritor pretenda tener
razón no solamente frente al mundo sino frente a su otro yo…
Corrijo mucho lo que escribo porque el otro está hablando
siempre: es un ser bastante perverso e insoportable que dice

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1980-1998 113

no a todo lo que digo. Por eso este continuo tartamudeo, esta


continua indecisión, este continuo cambio en todo lo que
digo. La espontaneidad está alimentada por el diálogo. Si no
hay otro, no hay espontaneidad. El monólogo, en cambio, es
enemigo de la espontaneidad.
Durante más de sesenta años he sido fiel a la poesía. Y quien
dice poesía dice amor. Cuando era niño, un día en que mi
abuelo no estaba en su estudio, me senté al frente de su escri-
torio, escogí una pluma bien tallada —él no usaba pluma fuen-
te— y en el hermoso papel que empleaba para su correspon-
dencia escribí una carta de amor. La cerré cuidadosamente y
la sellé con lacre rojo y un anillo que le servía para esos me-
nesteres. Fui al jardín, corté algunas flores, hice un pequeño
ramo y salí de la casa. Anochecía —esa hora que llaman “en-
tre azul y buenas noches”—. No había un alma en las calles de
Mixcoac. La carta no tenía nombre de destinataria; estaba di-
rigida literal y realmente a la desconocida. Caminé un trecho:
¿a quién entregarla o en dónde depositarla? Al dar la vuelta en
una esquina, en la semioscuridad, vislumbré una casa de no-
bles proporciones, con una fila de balcones de hierro y, tras
los barrotes, unas ventanas de madera con visillos blancos. La
casa me pareció que guardaba un misterio; tal vez vivía en ella
la desconocida. Movido por un impulso que no puedo expli-
car, después de un instante de vacilación, arrojé la carta y el
ramo de flores entre los barrotes de uno de los balcones y me
alejé rápidamente.
Mi poesía ha sido fiel a este acto infantil y a la esperanza
que portaba: encontrarla. ¿A quién? A mi fantasma perdido en
el tiempo. Un fantasma, estaba seguro, que encarnaría en una
mujer de carne y hueso. La vida, por regla general indiferente
y con frecuencia cruel, a veces nos premia con inusitadas y
generosas sorpresas. ¿Quién habría podido decirle al niño que
escribió la carta a la desconocida que, muchos años después,
encontraría a Marie José —a la desconocida dedicataria—?
Un poeta debe vivir porque la poesía se alimenta de vida.
Pero no basta con vivir vidas interesantes para escribir bue-
nos poemas. Cientos de soldados estuvieron en Lepanto; sólo
Cervantes escribió Don Quijote; muchos se enamoran; sola-
mente Petrarca escribió unos cuantos sonetos admirables. La
poesía es un destino: hay una facultad, quizá innata, que nos

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114 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

lleva a hacer poemas. Pero la poesía también es una fidelidad.


¿A qué? Al lenguaje. La moral del poeta es verbal: es lealtad a
la palabra. El poeta puede ser un borracho, un libertino o un
hombre que vive del cuento y de sus amigos: allá él y su con-
ciencia. Lo que lo salva o condena, como poeta, es su relación
con el lenguaje. Es una relación que combina los sentimientos
más raros y los más comunes: el amor, la amistad, la venera-
ción, la camaradería, la libertad, el juego, la constancia, la ar-
tesanía. La palabra es la amante y el amigo del poeta, su padre
y su madre, su dios y su diablo, su martillo y su almohada.
También es su enemigo: su espejo. Escribí y escribo porque
concibo a la literatura como un diálogo con el mundo, con el
lector y conmigo mismo —y el diálogo es lo contrario del rui-
do que nos niega y del silencio que nos ignora. Siempre he
pensado que el poeta no es el que habla sino el que oye—:

En un poema leo:
conversar es divino.
Pero los dioses no hablan:
hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el dios encendido,
es una profecía
de llamas y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

La palabra del hombre


es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen

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1980-1998 115

los nombres que decimos


dicen tiempo: nos dicen,
somos nombres del tiempo.
Conversar es humano.

Para todos los escritores de mi generación la guerra ha


sido una presencia constante y terrible. Comencé a escri-
bir, operación silenciosa entre todas, frente y contra el ruido
de las disputas y peleas de nuestro siglo. Desde el principio
provoqué antipatías y malquerencias que no pocas veces se
convirtieron en anatemas y excomuniones. Mis opiniones li-
terarias y estéticas extrañaron a unos e incomodaron a otros;
mis opiniones políticas exasperaron e indignaron a muchos.
Tengo el raro privilegio de ser el único escritor mexicano
que ha visto quemar su efigie en una plaza pública. Cuando
me enteré, en Japón, del escándalo que provocó en Méxi-
co mi discurso de recepción del premio de los libreros ale-
manes, de Fráncfort, me dio risa y tristeza. Por los relatos
de los amigos y por la lectura de los periódicos y las revis-
tas, me di cuenta de las proporciones de la campaña. Duró
más de un mes y hubo cientos de artículos y notas en las que
se me llamó de todos los nombres, incluso los de traidor a
México y fascista. El asunto llegó a la Cámara de Diputados,
en donde varios “padres de la patria” me vapulearon como
traidor, vendido al imperialismo y a Televisa. En fin, en una
manifestación de protesta ante la “inminente invasión de Ni-
caragua” (sic), quemaron mi efigie como cómplice de Rea-
gan. Mi primera reacción fue la risa incrédula: ¿cómo era
posible que un discurso más bien moderado hubiera desen-
cadenado tanta violencia?

No he sido Don Quijote,


no deshice ningún entuerto
(aunque a veces
me han apedreado los galeotes)

Para un hombre de mi generación, nuestro siglo ha sido


un largo combate intelectual y político en defensa de la liber-
tad. Primero en favor de la República española, abandonada
por las democracias de Occidente; después, en contra del na-

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116 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

zismo y del fascismo; más tarde, frente al estalinismo. La crí-


tica de este último me llevó a un examen más radical y riguro-
so de la ideología bolchevique. Desde hace muchos años
rompí con el marxismo-leninismo. Al mismo tiempo, empecé
a descubrir —mejor dicho, a redescubrir— la tradición liberal
y la democrática. En algún momento sentí atracción hacia el
pensamiento libertario; aún lo respeto pero mis afinidades
más ciertas y profundas están con la herencia liberal. Con to-
dos sus innegables defectos, la democracia representativa es
el único régimen capaz de asegurar una convivencia civiliza-
da, a condición de que esté acompañado por un sistema de
garantías individuales y sociales y fundado en una clara divi-
sión de poderes. Pienso que las nuevas generaciones tendrán
que elaborar, pronto, una filosofía política que recoja la doble
herencia del socialismo y el liberalismo.
Hacia 1980 comenzó a manifestarse con claridad la crisis
del Imperio soviético; se aceleró en los años siguientes hasta
su disolución en diciembre de 1991. Aunque muchos creía-
mos que el sistema acabaría por desplomarse, a todos nos sor-
prendió la rapidez del proceso y la manera relativamente pa-
cífica en que todo ocurrió. Se pensaba que la nomenklatura
defendería sus privilegios como los había ganado: a sangre y
fuego. No fue así: estaba desmoralizada. La conciencia de la
ilegitimidad de su poder debe haber sido abrumadora en los
últimos tiempos… Y con esto termina mi rememoración de
esa larga etapa que se cierra con el derrumbe de los sistemas
comunistas totalitarios. Lo que sigue es el presente, territorio
inmenso de lo imprevisible.
Muy pocos previeron que la quiebra del sistema comunis-
ta sería también la del Imperio ruso, herencia del zarismo. En
1991 se desintegró una construcción política comenzada cin-
co siglos antes. ¿Definitivamente? Nadie lo sabe: la historia es
una caja de sorpresas. Es claro que la desintegración ha forta-
lecido a los nacionalismos. La única ideología sobreviviente
de las crisis, guerras y revoluciones de los siglos XIX y XX ha
sido el nacionalismo.
Como la partícula de indeterminación en física, el nacio-
nalismo hace vacilar todos los cálculos políticos. Está en to-
das partes, dinamita todos los edificios y exacerba las volunta-
des. Algunos sostienen que el Estado-nación, la gran invención

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política de la modernidad, ha cumplido su misión y se ha


vuelto inservible. Daniel Bell dice que el Estado-nación es de-
masiado chico para enfrentarse a los grandes problemas in-
ternacionales y demasiado grande para resolver los de las pe-
queñas naciones. Por desgracia, la cuestión del nacionalismo
no es de lógica política ni ella puede resolverlo: el nacionalis-
mo introduce un elemento pasional, irreductible a la razón,
intolerante y hostil al punto de vista ajeno. Lo más grave: es
una pasión contagiosa. La resurrección de los nacionalismos
y la de los “fundamentalismos” religiosos nos enfrenta a un
peligro cierto: o somos capaces de integrarlos en unidades
más vastas o su proliferación nos llevará al caos político y, en
seguida, a la guerra. Si ocurriese lo segundo, se confirmaría la
idea de todos aquellos que ven en la historia una insensata re-
petición de horrores, una monótona sucesión de matanzas y
de imperios que nacen entre llamas y mueren entre ellas. No
propongo la extirpación de los nacionalismos. Sería imposible
y, además, funesto: sin ellos los pueblos y las culturas perde-
rían individualidad, carácter. He sido y soy partidario de la
diversidad. La cultura es hibridación. Los imperios terminan
por petrificarse a fuerza de repetir mecánicamente las mismas
fórmulas y multiplicar la imagen del césar deificado. El reme-
dio contra el nacionalismo no es el imperio sino la confedera-
ción de naciones.
¿La derrota del comunismo significa la victoria del capita-
lismo? Sí, a condición de añadir que no ha sido la victoria de la
justicia ni de la solidaridad entre los hombres. El mercado li-
bre ha mostrado que es más eficaz, eso es todo. Recuerdo que
Victor Serge me refería el asombro con que vio, en Bruselas,
hacia 1938, después de su liberación, los cambios operados en
la situación de los trabajadores: “Hay que confesar —decía—
que la socialdemocracia lo ha hecho mejor que nosotros”. Es
innegable que el capitalismo de la segunda mitad del siglo XX
es muy distinto del que conocieron Marx y los grandes revolu-
cionarios del siglo XIX. ¿Superioridad del régimen de libre em-
presa? Más bien: superioridad de la democracia.
El mercado simplifica esta visión negra: producir y consu-
mir, trabajar y gastar, that’s all… Poseído por el afán de lucro,
que lo hace girar y girar sin fin, se alimenta de nosotros, sea-
mos capitalistas o trabajadores, hasta que, viejos o enfermos,

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118 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

nos avienta como un desecho más al hospital o al asilo: somos


una de las muelas de su molino.

Este siglo está poseído.


En su frente, signo y clavo,
arde una idea fija:
todos los días nos sirve
el mismo plato de sangre.
En una esquina cualquiera
—justo, omnisciente y armado—
aguarda dogmático sin cara, sin nombre.

El mercado no se detiene nunca y cubre la tierra con gi-


gantescas pirámides de basura y desperdicios; envenena los
ríos y los lagos; vuelve desiertos las selvas; saquea las cimas de
los montes y las entrañas del planeta; corrompe el aire, la tie-
rra y el agua; amenaza la vida de los hombres y la de los ani-
males y las plantas. Pero el mercado no es una ley natural ni
divina: es un mecanismo inventado por los hombres. Como
todos los mecanismos es ciego: no sabe a dónde va, su misión
es girar sin fin. Como en el caso de los nacionalismos, no pro-
pongo la supresión del mercado: el remedio sería peor que la
enfermedad. Ni los nacionalismos agresivos ni los excesos del
mercado agotan la nómina de los males que nos afligen. Nos
sentimos orgullosos, con razón, de nuestras libertades, entre
ellas la de opinión. Pero al mismo tiempo estamos encerrados
en esa cárcel de espejos y de ecos que son la prensa, el radio y
la televisión que repiten, desde el amanecer hasta la media no-
che, las mismas imágenes y las mismas fórmulas. La civiliza-
ción de la libertad nos ha convertido en una manada de borre-
gos. Pero borregos que también son lobos. Uno de los rasgos
de veras desoladores de nuestra sociedad es la uniformidad de
las conciencias, los gustos y las ideas, unida al culto de un indi-
vidualismo egoísta y desenfrenado. Podría extenderme acerca
de este estado de espíritu o, más bien, de ausencia de espíritu:
¿para qué? Todos sabemos que la mancha se extiende, seca
los sesos y dibuja sobre todas las caras la misma sonrisa de
satisfacción idiota.
La modernidad me acompaña desde que comencé a escri-
bir. Sus espejismos y sus realidades, sus vértigos y sus dádivas

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inesperadas, son parte de mi biografía intelectual y poética.


Universalidad, modernidad y democracia son hoy términos
inseparables. Cada uno depende y exige la presencia de los
otros. Nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a
los otros. Nuestro tiempo es el de la conciencia escindida y el
de la conciencia de la escisión. Somos almas divididas en una
sociedad dividida. La discordia entre las costumbres y las
ideas fue el origen de otra característica de la Edad Moderna.
Éste ha sido el tema de todo lo que he escrito sobre México
desde la publicación de El laberinto de la soledad. Ha sido un
combate áspero y que ha durado demasiado tiempo. Un com-
bate que ha puesto a prueba mi paciencia pues han menudea-
do los golpes bajos, las insinuaciones malévolas y las campa-
ñas calumniosas. La defensa de la modernidad democrática,
debo confesarlo, no ha sido ni es fácil. En ningún momento
he olvidado las injusticias y desastres de las sociedades libera-
les capitalistas. La sombra del comunismo y sus prisiones
pudo ocultar la realidad contemporánea; su caída nos la deja
ver ahora en toda su desolación: el desierto se extiende y cu-
bre la tierra entera. Entre las ruinas de la ideología totalitaria
brotan ahora los viejos y feroces fanatismos. El presente me
inspira el mismo horror que experimentaba en mi adolescen-
cia ante el mundo moderno.

Estamos condenados
a dejar el Jardín:
delante de nosotros
está el mundo.

En marzo de 1994 cumplí ochenta años. Amigos genero-


sos quisieron celebrar conmigo, en distintos lugares, este ani-
versario. Acepté los festejos con alegría y gratitud aunque, lo
digo con sinceridad, sin mucho engreimiento. La fama y la
notoriedad, grandes o pequeñas, están hechas de viento; no
la amistad ni el compañerismo, que son bienes reales y a los
que todos aspiramos. En julio de este año se apagaron los fue-
gos de artificio y cuando me disponía a volver a mis quehace-
res, la no invitada, la enfermedad, golpeó en mi puerta. Abrí y
ella, sin decirme nada, me miró con una mirada que me tras-
pasó pero que no puedo definir: no era cólera ni piedad ni si-

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120 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

quiera indiferencia. Era lo que llamamos, en nuestra pobreza


para decir lo que sentimos, padecimiento.

Sin cara, sin nombre:


miro
—sin mirar;
pienso
—y me despueblo.

A los pocos días los médicos me descifraron la significación


de aquella mirada: estaba herido de muerte y si quería escapar
debía someterme a una severa operación quirúrgica. Dudé unos
días. Hablé con mi mujer, y decidí afrontar la prueba.

Es obsceno,
dije en una hora como ésta,
morir en su cama.
Me arrepiento:
no quiero muerte de fuera,
quiero morir sabiendo que muero.

No voy a describir mi experiencia. Casi todos han pasado


(o pasarán) por trances parecidos. En esos momentos descu-
brimos que el sufrimiento no es una palabra sino una realidad
tangible e inaprensible, que se aleja por un instante para re-
gresar después con más saña. El daño, los daños, las punza-
das y los clavos son materiales e incorpóreos: los siente el
cuerpo y no puede tocarlos. Son sensaciones físicas y menta-
les. Es imposible tratar de distinguirlas pues, al sentirlas, la
persona entera se reduce también a una sensación. ¿Y qué es
esa sensación sino una percepción? Pero ¿qué es una percep-
ción…? ¿Qué es el ¡ay! en que nos hemos convertido: una sú-
plica o una queja? En uno y otro caso, ¿a quién se lo decimos?
El mal no viene de afuera, viene de nosotros mismos. Soy yo
mismo el que sufre y el que me hace sufrir. El dolor nos de-
vuelve a nosotros mismos y, al mismo tiempo, nos entrega a
nuestro enemigo. Así nos aísla y puede transformarnos en
bestias egoístas y feroces. Si logramos sobreponernos, nos da-
mos cuenta de que nuestra vulnerabilidad es la de todos. Los
otros también sufren, todos sufrimos. Fraternidad no con

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los muertos —¿qué sabemos de ellos y qué saben ellos de nos-


otros?— sino con los vivos sufrientes y mortales. En esto el
cristianismo, al inventar la caridad, superó a la filosofía paga-
na más alta y pura: no la comunión de las mentes sino la del
sufrimiento.
Las puertas de la comprensión se entreabrieron gracias a
la solicitud afectuosa de algunos amigos y, ante todo, por la
presencia constante de mi mujer. No lo olvidaré nunca. Fue un
bálsamo. Y más: fue la confirmación de que una de las pruebas
del verdadero amor es la participación en el sufrimiento del
otro. Lo había presentido, un poco antes, al escribir La llama
doble, y llamé a ese sentimiento, para distinguirlo de la usual
simpatía, desenterrando una palabra que usó Petrarca: com-
pathía.
La operación fue larga y delicada: me abrieron el pecho y
restablecieron la circulación de la sangre en las arterias coro-
narias a través de puentes o canales hechos de trozos de una
vena extraída de mi pierna izquierda. Cuento todo esto no sólo
por gratitud a mis médicos y enfermeras, sino porque con fre-
cuencia he señalado, en mis escritos, los peligros de la beatifi-
cación de las ciencias y, sobre todo, de la tecnificación del
mundo. Esos peligros son ciertos y no debemos cerrar los ojos
ante las devastaciones de la técnica. Pero hay que añadir que
estos males se deben no a la naturaleza misma de la técnica
sino al mal uso que hemos hecho de sus hallazgos. Desde la
invención del fuego a la fisión atómica, todos los descubri-
mientos científicos han sido, al mismo tiempo, creadores y
destructores. Esta dualidad no depende del saber científico
sino de la condición humana. Y aquí aparece una verdad tur-
badora: somos hijos de la naturaleza y la naturaleza es creado-
ra y destructora; más exactamente: al crear, destruye, y al des-
truir, crea. En el dominio de la materia somos un episodio
apenas de la evolución natural. Por eso es imposible fundar
una ética en la naturaleza humana, que es de manera predomi-
nantemente biológica. Pero el hombre no es nada más natura-
leza; o lo es de un modo peculiar y que lo convierte en una ex-
cepción. Entre todos los seres vivos que conocemos, es el único
que ha sido capaz de crear un reino relativamente autónomo,
aunque sea la consecuencia de la evolución natural: la cultura.
Y la cultura comienza con un No a muchos instintos, impulsos

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122 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

y pasiones que son naturales. El hombre, hijo de la naturaleza,


ha conquistado y construido un reino en donde, no lo niego,
abundan los horrores, pero también donde florecen virtudes
ausentes en el mundo natural: la solidaridad (mejor: la cari-
dad), el afán de saber, el amor, las artes, las ciencias.
En esto me siento lejos de Heidegger y de sus seguidores,
para los que la ciencia y especialmente su consecuencia: la
técnica, son expresiones de la voluntad de poder. Es cierto
pero no es toda la verdad. Las ciencias son conocimiento y el
conocer no es mera ansia de dominación. Nace del asombro
ante lo conocido y culmina ya sea en la contemplación, como
en la tradición platónica, viva hasta nuestros días, o en el sen-
timiento de que somos parte del movimiento de los astros y
del crecimiento de las plantas. Este sentimiento, frecuente en-
tre los científicos contemporáneos, puede condensarse en esta
frase: somos hermanos de todos los seres vivos y, con ellos,
somos parte del cosmos. Las ciencias son poder, son conoci-
miento y son fraternidad.
El hombre, el inventor de ideas y artefactos, el creador de
poemas y de leyes, es una criatura trágica e irrisoria: es un in-
cesante creador de ruinas. Entonces, ¿las ruinas son el senti-
do de la historia? Si fuese así, ¿qué sentido tendrían las rui-
nas? ¿Y quién podría contestar esta loca pregunta? ¿El dios de
la historia, la lógica que rige sus movimientos y que es la ra-
zón de los crímenes y de los heroísmos? Ese dios de muchos
nombres y que nadie ha visto no existe. Él es nosotros: es
nuestra hechura. La historia es lo que nosotros hacemos. Nos-
otros: los vivos y los muertos. Pero ¿somos acaso responsables
de lo que hicieron los muertos? En cierta medida, sí lo somos:
ellos nos hicieron y nosotros continuamos sus obras, las bue-
nas y las malas. Todos somos hijos de Adán y Eva, la especie
humana tiene los mismos genes desde que apareció en la
tierra. La historia chorrea sangre desde Caín: ¿somos el mal?
¿O el mal está fuera y nosotros somos su instrumento, su he-
rramienta? Un personaje delirante de Sade creía que el uni-
verso entero, de los astros a los hombres, estaba compuesto
de “moléculas malévolas”. Absurdo: ni las estrellas ni los áto-
mos, ni las plantas ni los animales conocen el mal. El universo
es inocente, incluso cuando sepulta un continente o incendia
una galaxia. El mal es humano, exclusivamente humano. Pero

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no todo es maldad en el hombre. El nido del mal está en su


conciencia, en su libertad. En ella también está el remedio, la
respuesta contra el mal. Ésta es la única lección que yo puedo
deducir de este largo y sinuoso itinerario: luchar contra el mal
es luchar contra nosotros mismos. Y ése es el sentido de la
historia.
Con estas reflexiones termino el recuento de una búsque-
da iniciada en 1929. Al revisar estos sesenta años me doy cuen-
ta de que esta peregrinación me ha llevado a mi comienzo.
Estoy seguro de que se preparan nuevos días para México y
que esos días serán días de luz, de amor y con sol. Creo que en
estos años no termina un periodo de México, como se piensa
comúnmente, sino que se da una vuelta para continuar.
Vamos a continuar: continuaremos. Y vamos a hacer lo
que no pudimos hacer antes. No yo (mi vida es transitoria),
pero sí ustedes y, sobre todo, los jóvenes: aquellos en cuyas
manos está la verdad de México. Esa verdad, alternativamente
cruel y luminosa; esa verdad que puede llevarnos a la oscuridad
o a la luz. Los jóvenes mexicanos son eso: la luz de México, y
por ser la luz son también su oscuridad. Son la recompensa
de México, y la promesa de algo que todavía no se realiza, pero
que se va a realizar pronto.
No sé cuánto tiempo tenga, pero sé que ahí hay nubes y que
en esas nubes hay muchas cosas; hay sol también. Las nubes
están cerca del sol. Nubes y sol son palabras hermanas. Seamos
dignos de las nubes del valle de México, seamos dignos del sol
del valle de México. ¡Valle de México!, esa palabra iluminó mi
infancia; esa palabra ilumina mi madurez y mi vejez.

Pido
no la iluminación:
abrir los ojos,
mirar, tocar el mundo
con mirada de sol que se retira;
pido ser la quietud del vértigo,
la conciencia del tiempo
apenas lo que dure un parpadeo
del ánima sitiada;
pido
frente a la tos, el vómito, la mueca,

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124 TAMBIÉN SOY ESCRITURA

ser día despejado,


luz mojada
sobre tierra recién llovida
y que tu voz, mujer, sobre mi frente sea
el manso soliloquio de algún río;
pido ser breve centelleo
repentina fijeza de un reflejo
sobre el oleaje de esa hora:
memoria y olvido,
al fin,
una misma claridad instantánea.

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También soy escritura, de Octavio Paz,
se terminó de imprimir y encuadernar en marzo de 2014
en Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V.
(IEPSA), Calzada San Lorenzo, 244; 09830 México, D. F.
La edición, al cuidado de Mariana Flores
y Verónica Cuevas, consta de 7 500 ejemplares.

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