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Edición y selección
JULIO HUBARD
Paz, Octavio
También soy escritura. Octavio Paz cuenta de sí / Octavio Paz ; ed. y selec.
de Julio Hubard. – México : FCE, 2014
124 p. ; 21 × 14 cm – (Vida y Pensamiento de México)
ISBN 978-607-16-1871-9
Distribución mundial
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
www.fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672; fax (55) 5227-4694
ISBN 978-607-16-1871-9
Impreso en México • Printed in Mexico
Quiero que este libro se lea con la idea con que fue armado:
como un soliloquio autobiográfico de Octavio Paz, y no como
una pieza de investigador. Desterré las notas, las bibliografías,
los aparatos técnicos que sirvieron para la preparación, selec-
ción, armado y ensamblaje de estas páginas por dos razones:
primero, porque estorban al lector y afean el libro; segundo,
porque el ámbito de los investigadores tiene a mano cuanto
requiera para el juego de las verificaciones, fechas, datos y de-
más precisiones, útiles, en todo caso, para otra clase de goce.
Excepto la división capitular y esta nota, todas y cada una de
las líneas de este libro provienen de las obras de Octavio Paz.
Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
—su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.
Allí inventamos,
entre Aliocha K. y Julián S.,
sinos de relámpago
cara al siglo y sus camarillas.
Nos arrastra
el viento del pensamiento,
el viento verbal,
el viento que juega con espejos,
señor de reflejos,
constructor de ciudades de aire,
geometrías
suspendidas del hilo de la razón.
La mujer era una idea fija pero una idea que cambiaba
continuamente de rostro y de identidad: a veces se llamaba
Olivia y otras Constanza, aparecía al doblar una esquina o
surgía de las páginas de una novela de Lawrence, era la Poe-
sía, la Revolución o la vecina de asiento en un tranvía:
Gallera alborotada:
patio de vecindad y su mitote.
México, hacia 1931.
Gorriones callejeros,
una bandada de niños
con los periódicos que no vendieron
hace un nido.
Los faroles inventan,
en la soledumbre,
charcos irreales de luz amarillenta.
Apariciones,
el tiempo se abre:
conocía por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; tra-
bar amistad con los poetas españoles y, ante todo, el trato con
los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de es-
cuela… Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraterni-
dad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de
los hombres, el pan compartido. España me enseñó el signifi-
cado de la palabra fraternidad. Hay cosas que nunca olvidaré.
Un domingo fui con dos amigos, los poetas Manuel Altolagui-
rre y Arturo Serrano Plaja, a un lugar cercano a Valencia y tu-
vimos que regresar a pie porque perdimos el último autobús.
Ya era de noche, caminábamos por la carretera y de pronto el
cielo se incendió con los disparos de la artillería antiaérea.
Los aviones enemigos no podían penetrar en Valencia debido
al fuego de las baterías republicanas que arrojaban sus bom-
bas en los alrededores de la ciudad, precisamente por donde
nosotros estábamos. El pueblo al que llegamos estaba ilumi-
nado por los disparos. Lo atravesamos cantando la Interna-
cional para darnos valor y dar valor a la gente y nos refugiamos
en una huerta. Los campesinos nos fueron a ver y cuando su-
pieron que yo era mexicano se conmovieron. México ayudaba
a la República y algunos de aquellos campesinos eran anar-
quistas. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de
que yo venía de México, salió a su huerta a pesar del bombar-
deo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de
vino, lo compartió con nosotros. Haber comido con los cam-
pesinos bajo las bombas…, yo esto no lo puedo olvidar.
En otra ocasión visité con un pequeño grupo la Ciudad
Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Al
llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el ofi-
cial nos pidió que guardásemos silencio. Oímos del otro lado
del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz
baja: ¿quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus pala-
bras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Esos
soldados a los que no veía, pero que escuchaba, eran mis ene-
migos. Al oírlos me dije: esas voces son humanas, como la
mía. Comencé a pensar que quizá la lucha era absurda o, al
menos, inexplicable: ¿por qué matar al que no piensa como
nosotros?
Madura en el subsuelo
la vegetación de los desastres
Queman
millones y millones de billetes viejos
en el Banco de México
MI VIDA dio otro salto al terminar 1945: dejé los Estados Uni-
dos y viví en París los años de la posguerra. No encontré ni
rastro de la revolución europea. En cambio, el Imperio comu-
nista —porque en eso se convirtió la unión de repúblicas fun-
dada por los bolcheviques— había salido del conflicto más
fuerte y más grande: Stalin consolidó su tiranía en el exterior
y en el interior se tragó a media Europa. En diciembre de ese
año llegué a un París sin gasolina, sin calefacción, racionado,
hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del merca-
do negro. Encontré una Francia empobrecida y humillada
pero intelectualmente muy viva, no tanto en el dominio de la
literatura propiamente dicha, la poesía y la novela, como en el
de las ideas y el ensayo. Atmósfera encendida: pasión por las
ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponi-
bilidad. Al poco tiempo encontré amigos afines a mis preocu-
paciones intelectuales y estéticas.
Perdida su antigua influencia artística, París se había con-
vertido en el centro del gran debate intelectual y político de
esos años. Los comunistas eran muy poderosos en los sindica-
tos, en la prensa y en el mundo de las letras y las artes. Sus
grandes figuras no eran hombres de pensamiento sino poetas
—y poetas de gran talento: Aragon y Éluard, dos viejos surrea-
listas—. El primero, además, escribía una prosa sinuosa y des-
lumbrante. Un temperamento serpentino. Frente a ellos, dis-
persos, varios grupos y personalidades independientes, como
el católico Mauriac, sarcástico y brillante polemista. Malraux
se había afiliado al gaullismo y había perdido influencia entre
los intelectuales jóvenes, más y más inclinados hacia las posi-
ciones de los comunistas. La mirada más clara y penetrante
era la de Raymond Aron, poco leído entonces: su hora llegaría
más tarde. Había otros solitarios; uno de ellos, aún muy jo-
ven, Albert Camus, reunía en su figura y en su prosa dos pres-
tigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo fran-
cés. Jean Paulhan, otro solitario, tuvo el valor de criticar los
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Shiva y Parvati:
los adoramos
no como a dioses,
como a imágenes
de la divinidad de los hombres.
Ustedes son lo que el hombre hace y no es,
lo que el hombre ha de ser
cuando pague la condena del quehacer
VOLVÍ A la India en 1962, viví allá seis años y visité con fre-
cuencia, debido a mis quehaceres diplomáticos, Ceilán y Afga-
nistán. Viajé también por Nepal y el Sudeste Asiático: Birma-
nia, Tailandia, Singapur y Camboya. Fue un periodo dichoso:
pude leer, escribir varios libros de poesía y prosa, tener unos
pocos amigos a los que me unían afinidades éticas, estéticas e
intelectuales, recorrer ciudades desconocidas en el corazón de
Asia, ser testigo de costumbres extrañas y contemplar monu-
mentos y paisajes. Pero, sobre todo, en la India encontré a mi
mujer, a Marie-Jo. Después de nacer, es lo más importante
que me ha pasado.
Pues bien, a fines de 1963 recibí un telegrama de Bruselas
en donde se me anunciaba que me habían otorgado el Premio
Internacional de Poesía de Knokke de Zoute —se lo habían
concedido a Saint-John Perse, a Ungaretti y a Jorge Gui-
llén—. La noticia me conturbó. Escribía poemas y había pu-
blicado varios libros pero la poesía había sido siempre, para
mí, un culto secreto, oficiado fuera del circuito público. Ja-
más había obtenido un premio y jamás lo había pedido. Los
premios eran públicos; los poemas, secretos. Aceptar el pre-
mio, ¿no era romper el secreto, traicionarme? Estaba en estas
congojas cuando se presentó mi amigo, el poeta Raja Rao. Le
conté mi cuita. Me oyó, movió la cabeza y me dijo: “Yo no
puedo darle un consejo pero conozco a alguien que podría
dárselo”.
Al día siguiente pasó por mí y me llevó a un ashram, un
lugar de retiro y meditación. El director espiritual era una
mujer muy conocida en ciertos círculos, la madre Ananda
Mai. Nos recibió con una sonrisa y nos indicó con un gesto
que tomásemos asiento. La conversación, interrumpida por
nuestra llegada, continuó. Hablaba en hindi pero también en
inglés cuando su interlocutor era un extranjero. Hablaba ju-
gando con las naranjas de una cesta cercana. De pronto, me
miró, sonrió y me lanzó una naranja, que yo atrapé al vuelo y
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Oí un rumor verdinegro
brotar del centro de la noche: el nim.
El cielo,
con todas sus joyas bárbaras…
Yo era niño
y el jardín se parecía a mi abuelo…
… En aquel jardín aprendí a despedirme.
Después no hubo jardines.
Un día,
como si regresara,
no a mi casa,
al comienzo del Comienzo,
llegué a una claridad…
… Pasión es tránsito:
la otra orilla está aquí,
luz en el aire sin orillas,
Prajnaparamita,
Nuestra Señora de la Otra Orilla,
tú misma,
la muchacha del cuento,
la alumna del jardín.
El nombre
Sus sombras
El hombre La hembra
El mazo El gong
La i La o
La torre El aljibe
El índice La hora
El hueso La rosa
El rocío La huesa
El venero La llama
El tizón La noche
El río La ciudad
La quilla El ancla
El hembro La hombra
El hombre
Su cuerpo de nombres
Tu nombre en mi nombre En tu nombre mi nombre
Uno frente al otro uno contra el otro uno en torno al otro
El uno en el otro
Sin nombres
UN CHARCO es mi memoria.
Lodoso espejo: ¿dónde estuve?
En un poema leo:
conversar es divino.
Pero los dioses no hablan:
hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.
El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el dios encendido,
es una profecía
de llamas y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.
Estamos condenados
a dejar el Jardín:
delante de nosotros
está el mundo.
Es obsceno,
dije en una hora como ésta,
morir en su cama.
Me arrepiento:
no quiero muerte de fuera,
quiero morir sabiendo que muero.
Pido
no la iluminación:
abrir los ojos,
mirar, tocar el mundo
con mirada de sol que se retira;
pido ser la quietud del vértigo,
la conciencia del tiempo
apenas lo que dure un parpadeo
del ánima sitiada;
pido
frente a la tos, el vómito, la mueca,