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Cinco:

La autobiografía cuasi póstuma del artista chileno Edvard Casablanca

Parte I
I

La mayoría de mis experiencias se relacionan con el número 5, de hecho, pensé


mucho tiempo que era mi número de la suerte. Recuerdo que, en 1995 leí una libreta
escolar donde decía: «Año escolar 1995», año en el cual me lancé desde el techo
de mi casa hacia el vacío (quedé inmóvil un mes aproximadamente). El 2005 me
invitó a un baile escolar la chica que me gustaba, a quien rechacé pensando me
gastaba una broma. El año 2015, luego de estudiar un posgrado en el extranjero,
comenzó una especie de maldición llevándome al peor de los abismos, para que, 5
años después cayera una pandemia mundial y mi vida como artista tomara un punto
sin retorno –al igual que mi relación con la muerte–. Cuando recuerdo el número 5,
me gustaría pensar en la idea de destino y que todo no ha sido en vano.

Siempre admiré a Van Gogh, tanto por su obra visual como por su legado biográfico
–casi autoescrito–. De alguna manera inexplicable, pienso que Van Gogh siempre
se supo un genio, y como tal, debía dejar las notas de su vida. Por ello, intensificó
lo poético de sus aparentemente funcionales e insignificantes cartas a Theo, su
hermano y art dealer –por ponerlo en palabras contemporáneas–. Hoy, en un
contexto donde la muerte es lo más cierto y cercano, quisiera parecerme un poco a
este atormentado pintor holandés e imaginar algo que quisiera que dijesen de mí.
Bajo ningún concepto quiero ser un pintor olvidado en una generación insignificante,
soy Edvard Casablanca: el pintor chileno.
Este país, quizás, no es un lugar donde abundan las grandes biografías datadas por
sus propios protagonistas, sino, se generan más bien épicas nacionales escritas por
teóricos soñolientos con ser recordados al construir escenas artísticas laureadas

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por los intelectuales de moda. Si hablamos de artistas adelantados a su muerte y
genialidad, no creo que haya mucho a rescatar. Dado este panorama, se me ocurrió
hacerle el trabajo fácil a la historia reciente y escribir una narración biográfica
pensando en un final próximo. Ya sea, si la muerte toca mi puerta por un suicidio
(que ha rondado demasiado mi cabeza en el último tiempo), como por una
enfermedad, en este caso, el virus transmutado en pandemia el año 2020. Quizás,
por mi auto prescrita megalomanía acompañada de una eutanasia preventiva, daré
rienda suelta a lo que podría ser mi carta de suicidio o una historia para ser leída
luego de que las muertes por pandemia cesen en este país. Quizás, termine vivo y
haya más que agregar o quizás no, eso lo dejo a la suerte. Esta es una historia
previa a mi muerte. Por mi decisión suicida.
Nótese: mientras escribo muchas cosas pueden suceder.

II

En 1995 a mis 5 años, un miércoles, el sol de ardiente verano quemaba mi débil piel
expuesta por la ropa ligera con que solía jugar. En una escena cinematográfica, el
calor producía una distorsión en el paisaje parecida a como cuentan se ven los
espejismos. Una imagen débil con límites desdibujados. En esa tarde, tipo 16:00
horas, nos juntamos con mis amigos del barrio en el jardín de la casa de mis abuelos
para jugar o hacer alguna travesura propia de nuestra edad. Lo primero que vimos
como objeto de diversión, fue una camioneta cuya proporción, inusitada para
nuestros infantiles tamaños, llegaba hasta el comienzo del techo. Era un Furgón
Renault de un amarillo pastel, parecido a un vehículo de gendarmería —
aparentemente de años enmarcados en la dictadura militar chilena—. Nos subimos
al techo luego de haber reptado por sobre el vehículo (de mi abuelo, lo que
significaría despertar su rabia) y una vez arriba, nos sentimos como si lo
dominásemos todo, como si fuésemos otras personas, unos alpinistas en el Everest
o descubridores de nuevos mundos. Vimos pasar a las vecinas camino a la feria de
los miércoles en la población, al caballero de los helados hacer sonar su campana,
incluso, a nuestros familiares preguntándose donde diablos estábamos. Una vez

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extasiados en la cima de nuestro micromundo, ya no nos quedaba energía ni otra
cosa que hacer. En ese momento, como un cuasi líder de grupo, propuse lanzarnos
al vacío desde el techo al piso –como si precozmente ya me hubiese querido
suicidar–. Todos aceptaron. El tiempo parecía detenerse. Solo escuchaba mi
corazón latir rápidamente, la presión sanguínea me subía a la cabeza, el miedo y la
adrenalina me enceguecían; encontrándome yo y la nada, tomado de la mano de
mi compañero más próximo. Me lancé. Nadie más me acompañó. Mientras caía, en
una pendiente aparentemente infinita, sólo microsegundos, pensaba en la traición
de mis compañeros y su abandono en un momento crucial de nuestra aventura
veraniega. El destino –más precisamente el karma– me había preparado la
inmovilidad de un mes con un pie enyesado que sirvió como lienzo de los dibujos
de mis amigos.

III

A mi mamá le gustaba mucho la pintura, la practicaba varios días a la semana en


los intertantos de su trabajo en una librería en el centro de Rancagua. Su afición a
este rubro hizo que me llamara Edvard, como Edvard Munch, con la diferencia que
llevaría el apellido Casablanca, apellido de un padre ausente y de una familia
desconocida durante toda mi vida. Independiente de la pintura, eje principal durante
mi vida adulta, la música fue el incentivo de mi familia. Si bien éramos parte de la
denominada «clase proletaria», no sufrimos la desinformación y la falta de acceso
a la cultura, bienes que en este país se asocian a la aristocracia. En este caso, fue
todo lo contrario. Mi mamá (Sofía) tocaba Flauta traversa, su hermano Oskar
practicaba el Violonchelo; Edgard, el hermano menor, asiduo a la Guitarra clásica.
Aunque, Darío, el mayor de los hermanos, no se adentraba en estos terrenos, su
afición era el deporte, calificado como un digno competidor de maratón. Mi ingreso
a esta casi condición familiar, fue estudiar Violín, sin resultados fructíferos.

Dicen que cuando nací estaba medio muerto, olía a podrido y me encontraba con el
cordón umbilical ahorcando mi cuello, algo así como un intento desesperado por no

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vivir antes de existir en este mundo, el cual nunca sentí mío. También, se cuenta
que no lloraba cuando bebé, como si todas mis lágrimas se hubiesen ido en la asfixia
de mi nacimiento. Aunque no recuerdo haber sido un niño enfermizo, tenía una
complexión normal virada un poco hacia lo ancha, medida que fue creciendo con el
tiempo hasta la gordura. Siempre fui un niño silencioso, lejano, y mi apatía se
compensaba con la praxis del dibujo.

Paradójicamente, mi tendencia hacia lo visual salió a la luz cuando estudiaba


música. Mientras asistía a las clases de teoría, al costado de mi cuaderno lleno de
pentagramas, anotaciones, ritmos de cuatro tiempos y un inmenso mundo de
música para niños; había garabatos, esbozos gráficos trazados en los momentos
en que no prestaba atención a lo que se me enseñaba (la mayor parte del tiempo).
Esto conllevó a una conversación de mi profesor con mi madre, donde le recomendó
cambiarme de rubro, que quizás esos bordes, el dibujo dentro de los renglones,
tenían más que ver conmigo que el mundo sonoro.

Mi infancia, pese al esfuerzo de mi madre por mantener un equilibrio emocional y


material en mi vida, estuvo marcada por sentimientos de soledad, los cuales a estas
alturas ya reconozco como constitutivos de mi personalidad. No podría decir que fui
un niño alegre, más bien parecía como si hubiese nacido triste, una víctima precoz
de la depresión. El dolor de sentir lo más evidente: nacemos y morimos solos. ¿Será
la soledad, convertida en enfermedad, una maldición? ¿Podría uno nacer maldito?

Mi familia siempre fue de afiliación hacia la izquierda, durante la dictadura estuvieron


políticamente muy activos, incluso encarcelaron a mi abuela y mi mamá. Aunque
este presidio no duró mucho tiempo como otras detenciones que se ejercían en esa
época. Mi madre era del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, mi abuelo militaba en
el Partido Comunista, y por lógica, todo mi núcleo familiar estaba involucrado con
acciones políticas contra la dictadura. Este compromiso ideológico siempre me hizo
sentir un poco mal en cuanto a mi rol como creador, me dolía y hacía sentir traidor,
un artista sin la política como centro en su producción artística. La verdad, pienso

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que el arte es en sí mismo revolucionario, es un acto demoledor de las lógicas
productivas del capitalismo, de resistencia contra los modelos impuestos para la
deshumanización del individuo.

Sostenía fervientemente, con una pasión barroca, la idea de destino. Siempre quise
ser un protagonista, independiente de ser bueno o no, el sentir que se es
predestinado para algo puede ser una razón para vivir. Aún siendo un héroe o un
desgraciado artista, creer en el destino me hizo sobrevivir muchas inclemencias que,
definitivamente, no hubiese sido capaz de soportar. ¿Se puede ser
predestinadamente desgraciado? A veces, contra cualquier razonamiento material,
creo que sí. Ser artista es una maldición predestinada.

Esta idea del inevitable infortunio ¿será desde el nacimiento? No lo sé. Pero, existen
momentos de mi infancia que me hubiese gustado borrar y los atribuyo a este
fenómeno. Estas memorias las había olvidado casi por completo hasta que más
adulto retorné a esos recuerdos enlodados y guardados bajo la alfombra como dicen
los dichos populares. Recuerdo con rabia la institución educacional donde me formé.
Un clásico colegio de hombres que pretendía enseñarnos bajo una usanza militar,
ubicado por casualidad, destino o tortura, frente al patio de la cárcel regional; recinto
al que constantemente nos amenazaban de enviarnos si no seguíamos los rígidos
estatutos del establecimiento. En este colegio, probablemente, es donde adquirí mis
mayores miedos -y también rabia- hacia los demás. Siempre fui un extraño que
incomodaba en su entorno, no tan solo a los otros estudiantes, sino también, a los
profesores, quienes se encargaban de hacerme sentir como un ser nimio. Un día de
esos, cerca de los 8 años, me encontraba aburrido conversando con mi compañero
de asiento, no porque me cayera bien, si no, porque no había nada más que hacer.
En eso, la profesora a la que todos querían, me tomó del brazo y me subió sobre la
mesa para demostrar su enojo. Acto seguido. Me obligó a bajarme los pantalones y
así, en medio de una humillación pública, procedió a golpearme con una regla de
madera. Nunca entendí de dónde venía toda esa rabia, ese descontrol iracundo

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hacia mí, pero eso no importaba, la violencia era normalizada en un colegio de
hombres, porque “así se crían los varones”.

Aunque claro, no todo recuerdo borrado por el dolor venía de la mano del colegio,
también dentro de mis probables 8 años, equivalentes a tercero básico, me quedó
un recuerdo deplorable, quizás, decidor en mi atormentado devenir. Uno de mis
vecinos, apodado el Paul Scheffer (como el connotado violador, líder sectario y
torturador alemán que hizo de Villa Baviera su secta particular), se acerca hacia mí,
en una tarde calurosa y luminosa, probablemente de verano. Bajo el árbol de maqui
afuera de mi casa, hizo que mi corazón y mi alma se desenfrenaran sin retorno. La
luz del día me envolvía en un destino asqueroso, mi alma se quebraba de a poco, y
mi corazón sentía las gotas de sangre que caían de él. Paul, sin permiso alguno ni
dilataciones, comienza a masturbarme en plena vía pública. Yo no entendí muy bien
que sucedió, aún no estaba en mi imaginario los aspectos sexuales de mi cuerpo.
Quedé petrificado, helado, y con pudor. No sabía qué hacer, no supe qué sucedió.
¿A los protagonistas también les pasan estos pudores, estos infiernos? ¿El destino
también odia a sus elegidos? Todo lo posterior es aún un vacío en mi memoria que
me cuesta recordar.

IV
En el año número 5 de mi educación básica, lo que llaman el segundo ciclo
(comprendido de quinto a octavo básico) recuerdo varios acontecimientos grabados
a fuego en mi memoria. Me gustó alguien, me hice un amigo, pasé de usar lápiz
grafito a lápiz pasta, leí El silencio de los inocentes, dejé de ir en furgón al colegio,
y cambié de jornada escolar hacia la mañana.

Había cambiado el folio del curso, empezamos con profesores específicos por área:
ciencias naturales, historia, lenguaje, tecnología, artes, música, e inglés (por
programa de gobierno ya no tendríamos más francés). Ahora era inevitable el error,
los lápices pasta no dejaban la posibilidad de borrar, por lo tanto, las decisiones
serían las definitivas, las cosas se saben o no. Ya en esta edad, mis compañeros

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estaban más desarrollados y se habían vuelto más desagradables. Me comenzaron
a hacer Bullyng por gordo. En ese momento habían estrenado en televisión la
película Liberen a Willy, la cual trataba sobre la liberación de una ballena.
Estúpidamente les pareció una buena analogía compararme con aquel animal
mientras emitían ruidos símiles a un cetáceo o simplemente me gritaban el nombre
de aquel gigante marino. Por lo anterior, -y nuestros caracteres- mi relación con mis
compañeros fue tensa, una especie de un pactado odio mutuo proyectado en el
distanciamiento que tenían por mí, y yo por ellos. Esta lejanía no me molestaba,
sabía que era una personalidad rara para ellos y en ningún punto encontraríamos
amistad.

Un día incierto de esas jornadas lánguidas con ganas de perecer en el grisáceo del
cielo, llegó un compañero nuevo, quien vendría a destruir mis paradigmas casi
religioso de las relaciones humanas. Él no era de Rancagua, provenía de una
comuna cercana. Era delgado, tez tostada, pelo café claro y ojos profundamente
negros, casi sin expresión. Se llamaba Pablo y tenía una amabilidad que lindaba en
la ternura. Era querido por todos y respetado por los profesores dada su alegría y
notable desempeño escolar. Viajaba una hora para llegar a las 8:00 a la clase y casi
siempre estaba una media hora antes (dicen que los que viven más lejos son más
puntuales de quienes habitan cerca). Pablo, empezó a juntarse conmigo y a
hacerme compañía en los recreos, le gustaba hablar de las animaciones japonesas
que daban por la televisión, conversábamos trivialidades de la niñez, cuestión que
aligeraba mi alma precozmente atormentaba. Me hablaba del mundo de quienes me
excluyeron de una forma liviana, como si no viese maldad, ni siquiera en esos
malintencionados de mis compañeros. Estas narraciones hicieron que hasta me
agradaran esos seres, aunque nunca tanto como para intentar incluirme dentro de
su grupo. Nuestras juntas se hicieron muy recurrentes y yo esperaba ansioso poder
conversar con él en nuestros recesos. Me parecía particularmente encantador, por
lo menos a mí. Pablo me hipnotizaba tal cual flauta a una serpiente. Obviamente
discrepábamos a menudo, yo tenía gustos más femeninos que él y adhería a una
visión menos positiva del mundo. A pesar de eso, siempre quisimos vernos. Un día

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como todos los que ocurrían a nuestro alrededor, lo miré de cerca y lo encontré
hermoso, había hecho que toda mi vida hasta el momento se destruyese ante su
aura iluminando mi mundo. El tiempo se detenía, la pelota de fútbol no llegaba a la
portería, el timbre no sonaba, la gente no hablaba, y yo, miraba como se movían
sus labios cuando me contaba de su vida social. Lo veía en cámara lenta, con una
especie de deseo infantil haciéndome pensar que por primera vez me gustaba
alguien, como en las series, con una imbecilidad ostentosa. No importaba qué dijera,
yo estaba ahí para observarlo.

El enamoramiento infantil es un asunto fugaz e inconsistente. Sin embargo, Pablo,


me hizo sentir como si hubiese algún lugar al que perteneciera, una especie de
hogar cálido donde yo no era marginado. Con él podía formar parte de cualquier
grupo, definitivamente pertenecía a todos, como un miembro honorario en la escala
social de la niñez. ¡Qué curiosidad ésta!, yo -que había vivido sumergido en la
oscuridad del rechazo- ahora podía salir a la luz con la ayuda del más bondadoso
de todos. Incluso me irradié de eso, y por un momento, aunque fuese corto, participé
de la normalidad de la infancia escolar.
Las cosas evolucionan y cambian, aunque uno no quiera. Mi amor por Pablo
también mutó. La imposición social ante el patriarcado y su heteronorma en un
colegio de hombres (orgullosos de ese rótulo) hacía que yo tratara de frenar mis
impulsos, pese a que fuesen solamente mentales. Llegó un punto donde el solo
hecho de pensar en otro niño me generaba un dolor ante lo prohibido, acentuando,
una vez más, mi sensación de marginación ante mis compañeros ¡Maldita crianza
católica que me hacía pensar en el pecado y el infierno! Poco a poco me dediqué a
eliminar estos sentimientos. Si bien con Pablo seguimos hablando como siempre,
debía dejar de observarlo, de admirar la manera en que movía las manos, cómo se
colocaba los lentes y su acento más campestre que el mío. El amor no me era un
sentimiento permitido en ese entonces.

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Mi estadía dentro del colegio de hombres pasó sin pena ni gloria, o con pena y sin
gloria. Ya terminando este ciclo, estaba casi totalmente marginado por el curso, y
no sólo por mis compañeros, el cuerpo docente del colegio me trataba como un
paria, un extraño incomodando su paisaje idílico. Asimismo, mi expresión visual se
iba volviendo más oscura, mis dibujos se tornaban más negros plagados de
personajes innombrables e irreconocibles. Seres envueltos en un manto de
oscuridad y desesperación se transmutaban en testimonios de un suicida precoz
que, a veces lindaba en un odio asesino hacia los demás. Cuantiosas veces me
imaginaba como Kenshin Himura (personaje de la serie Samurái X transmitida por
Chilevisión el 98’) sacando mi katana y con movimientos corporalmente imposibles,
asesinar uno a uno a mis compañeros en el camarín de educación física (lugar
neurálgico de las burlas hacía mi). Esta situación, potenciada con una profunda
depresión, desembocó en el inicio de un tratamiento psicológico y psiquiátrico. La
génesis de mi fármaco dependencia.

La terapia, como muchas, se basó en el vacío de la figura paterna –tema que ahora
carece de valor–. Nunca me he sentido solo en ese sufrimiento, puede ser que, por
un asunto generacional, la mayoría de mis amigos y conocidos tienen esa
disfuncionalidad parental y sobre todo la ausencia paterna. En cuanto a las pastillas,
no me recuerdo mucho de los efectos farmacéuticos de los antidepresivos en mi
infancia, pero, según me contaron, había perdido cualquier noción de la realidad y
vivía como un zombie, muy similar a estar drogado todo el día (técnicamente es así).
Mi madre frente a esta situación decidió interrumpir el tratamiento, aunque no fue
permanente.

En ese tiempo, empecé a tener amigos fuera del colegio. La mayoría de éstos-
podría decirse- eran una especie de marginados sociales: ropa negra, parches de
animé en sus mochilas, bolsos cruzados, uñas pintadas, ojos delineados y
personalidades muy por fuera de la norma escolar a la que se acostumbraba. Al
parecer, había encontrado un lugar donde sentirme parte y no un elemento dispar
en un grupo de personas. Este mismo hallazgo me separó aún más del resto, en

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esta ocasión, valía la pena. Recuerdo la vez que una tía muy religiosa me siguió por
las distintas calles del centro de la ciudad, al considerar que me estaba juntando
con satánicos (tampoco me hubiese molestado). Inmediatamente fue a contarle el
chisme a mi abuela sin fortuna, pues su accionar no surtió efecto. Mi abuela me
confeccionaba la ropa que usaba en ese momento, los diabólicos ropajes en
cuestión. Puede ser que haya sido una puerta al mal que me inunda, pero un mal
que deseaba, anhelaba y gozaba. La idea de satanismo inundó mi imagen en el
colegio, y el cuerpo docente una vez más se volvía contra mí estableciendo mentiras
entre profesores y alumnos. A tal nivel llegó eso, que para la fiesta de Halloween mi
profesora jefe dijo a mis compañeros que yo mataba gatos y sacrificaba murciélagos
¡cuánta imaginación! Lo más trágico fue que Pablo no dijo nada, esperaba una
defensa de él y sólo calló. Me hubiese gustado su pronunciamiento, una sola
palabra. Eso hubiese bastado para sanarme.

A pesar de todo, mis amigos parias funcionaron como una luz en medio de mi rumbo,
o quizás, la sombra que necesitaba en un incandescente paisaje. Sus presencias
se volvieron fundamental y poco a poco me acerqué a mi camino de artista. Esta
labor, probablemente, era la única manera de poder hacer de mi vacío existencial
algo que tuviese belleza, una donde ampararme.

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Parte II

Se había acabado por fin mi estadía en ese «heterocastrador» recinto para hombres,
donde más allá de los contenidos educativos obtenidos, fue la total sensación de
desamparo, y una depresión basada en el auto desprecio como legado del recinto.
El 2003 a mis 15 años número que dividido en 3 (del 2003) da 5, comenzando la
enseñanza media, mi madre se casó con un antiguo amigo, el cual estaba ligado al
activismo político en dictadura. Su padre fue torturado y él claramente tenía
secuelas psicológicas al respecto. Se llamaba Raúl, era moreno; de estatura media
baja; corpulento —de esas personas que uno sabe te pueden romper la cara con
un combo–; pelo lacio negro; muy acomplejado y rabioso entorno a la diferencia de
clase que nos confinaban a una condición obrera. Todo ocurrió muy rápido. Se
conocieron y en menos de un año estaban casados. Mi familia tenía cosas que decir
al respecto; mi abuelo se preocupaba por lo apresurado de esto, y mi abuela no lo
veía con buenos ojos. Sin embargo, nadie se opuso realmente. Raúl venía saliendo
de un tratamiento de alcoholismo y de un historial personal lleno de conflictos, para
su familia era una persona problemática.

Al comienzo todo era normal, una pareja que, si bien tenía sus roces, no pasaban
el umbral de la convivencia humana. Yo me había opuesto a este compromiso por
la celeridad en que se construyó y también por la costumbre que tenía de vivir solo
con mi madre, rutina que cambiaría drásticamente –y no sé si estaba del todo
cómodo con esta situación–. El tiempo giró, y todo se transformó en nubes negras
de la cual ninguno pudo escapar. Mi madre y Raúl en un afán inocente de
entretenimiento comenzaron a beber recurrentemente, pese a que él venía
resurgiendo de un tratamiento de alcoholismo. Según ellos, todo estaba bien, me
decían que no me preocupara y que no pasaba nada. Las cosas no fueron como se
esperaba, lo intuía, pero mi opinión como pre adolescente carecía de valor ¡Cuánto
dolor se pudo haber evitado! Raúl se convertía en un ser agrio, alguien que

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disminuía la autoestima de lo que se le cruzara por delante. A mi mamá la trataba
de una persona «básica» por no estar intelectualmente preparada para su poesía –
bastante mala, por cierto–. A mí me despreciaba los dibujos e intentaba
convencerme que no valían.

Raúl progresivamente se iba poniendo agresivo y se notaba más la razón por la cual
había estado en tratamiento de alcoholismo. Su rehabilitación era un lejano
recuerdo. Transcurría el tiempo, y las diversas situaciones llevaron a discusiones
cada vez más acaloradas, creando una rutina infernal. Todo fue progresivo, un día
era más insoportable que el otro y nada podía hacer, solo aguantaba aquella tortura
enajenándome en el dibujo (en ese entonces creía que el arte no era lo mío y que
constituía una pérdida de tiempo). Una noche, de esas que pasaban con un aire
cortante, Raúl y mi madre llegaron borrachos. Mi madre fue al baño y Raúl a la
habitación. De pronto, de un segundo a otro, Raúl abrió la puerta del baño y tomó a
mi madre del pelo y por la fuerza la sacó arrastrando del baño –sin duda, una escena
chocantemente violenta–. Ante eso, mi shock fue superado rápidamente para
ayudar a mi madre y esconderla en mi habitación. Raúl golpeaba con fuerza e
histeria. Llamé muy rápido a mi abuelo para que diera aviso a la policía (mi celular
no funcionaba para llamar directamente y marqué por cobro revertido, que permitía
una sola frase). Cuando se detuvo, salí a increparlo a la cocina. En ese momento
se encontraba con un cuchillo y me dijo:

– Sabes… cuando sacas un cuchillo es para usarlo, no tiene otro fin.

Instantes después de dicha fatídica frase, se abalanzó sobre mí intentando


enterrarme el cuchillo de cocina. Lo zafé rápidamente y me fui al living. Una vez ahí,
saqué una guitarra acústica que utilizaba para practicar líneas de bajo (al otro día
partía el primer ensayo de mi banda) y lo golpeé con fuerza en la cabeza. En ese
momento Raúl se puso a llorar por su padre torturado, y sin pensar mucho, me
dediqué a contener su pena para luego volver a encerrarme con mi madre en la
habitación. Al poco rato después, llegó la policía junto a mi abuelo y se llevaron a

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Raúl fuera de la casa. Yo estaba muy nervioso y hablaba mucho, les contaba los
pormenores, Me hicieron callar (ninguna humanidad en ese terrible y crucial
instante). Al día siguiente, no quedó más que seguir viviendo. Asistí al primer ensayo
de mi banda como si nada hubiese pasado.

II

A veces, pienso en la vorágine de la enseñanza media, cosas como la violencia


radical y también, en un terreno más poético, el primer amor y una relación
sentimental adolescente –mirándola con la perspectiva que da el tiempo, no dejó de
tener un componente oscuro–. En el 2004 –fecha donde su primera mitad (20)
dividido por la segunda mitad (04) da 5–, por primera vez me vi inmerso en un grupo
de amigos, con quienes estaba vinculado por mis intereses en la animación
japonesa (por ello utilizábamos apodos en japonés, yo era Mitsui). Este grupo era
bastante extenso en cuanto a personas interconectadas, no necesariamente todos
amigos entre sí. Estos estaban divididos en dos grupos principales. En el más
cercano y que me veía casi a diario, al poco tiempo, comenzó a gustarme una de
las chicas que eran parte de este círculo. Ella se llamaba Nicole Duarte, alias Rei,
por Rei Ayanami de Evangelion. Nicole (mejor llamarla Rei), era de baja estatura,
tez blanca, de contextura delgada, pelo negro levemente ondulado, y siempre vestía
de negro en un estilo como de muñeca europea (conocido como «Gothic Lolita»).
Rei me generaba una sensación de una lejanía inalcanzable, sobre todo por mi
estado físico que no era particularmente atractivo en comparación a lo que ella
representaba –quizás mis juicios sobre mí y ella se dejaron llevar por la
superficialidad–. Rei indiscutidamente era el amor platónico de todos, por lo mismo,
a pesar de estar constantemente junto a ella, me costaba establecer e incitar
instancias de contacto verbal.
El otro grupo de intereses nipones estaba conformado por Pedro Castillo alias
Kamui, quien era una especie de líder entre todos. Kamui era amable, carismático
y extrovertido, el cual, por mi fuerte timidez, me trataba como si fuese un hermano
menor –él era el más grande de todos–. Kamui había abandonado sus estudios de

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cultura oriental en una universidad en Santiago y ahora se encontraba nuevamente
en su ciudad natal. Él me atrajo de inmediato, a diferencia de los demás, no me
trataba como alguien extraño o marginal; me aceptaba e incluso demostraba afecto
hacia mí de una manera tierna y cariñosa –muy lejos de lo compasivo que yo
siempre esperaba–.

Rei nunca me miró ni siquiera con ojos de amigo, su displicencia marcaba los
distantes lugares en que estábamos parados. El mío, desde la tierra o el inframundo,
y ella, desde las personas que flotan en el cielo por su gracia divina. También es
verdad que mi idealización me hacía verla desde una perspectiva que incitaba mis
tendencias autocompasivas y autodestructivas, mermando profundamente mi
estima. Luego de un tiempo (bastante), me atreví a hablarle seriamente sobre mis
sentimientos:

– Rei, ha pasado tiempo desde que nos conocemos, no sé cómo decirte esto,
me ha costado realmente llegar a este punto. Me gustas, quizás desde que
te vi por primera vez.
– (con un gesto de desprecio) Nunca estaría con alguien como tú, lo siento.

Esas palabras tan duras, certeras y libre de cavilaciones, destruyeron mi corazón y


lo poco de valoración que tenía ¡maldito dolor de juventud! Sentí que era lo peor, un
asqueroso y que jamás le gustaría a alguien. Para mí, no había futuro ni salvación,
estaba destinado al fracaso y al sufrimiento. Las palabras de Rei hacían que cada
vez que pensaba en mí, me diese una sensación de asco y rechazo, todas mis
inseguridades se habían vuelto locas y dominaban mi cuerpo. Desde ese momento,
sentía que, todo estaba cayendo y no tenía fin, como dice la canción de Alex
Anwandter.

Le conté a Kamui lo ocurrido con Rei e hizo todo lo posible por contenerme. Me
decía que dejara de torturarme así, y que, obviamente le gustaría a alguien a pesar
de no ser físicamente un adonis, porque realmente nadie lo era. A Kamui le gustaba

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mi opaca personalidad y yo sentía una admiración muy grande hacia él, quien
significaba la cúspide de todas las cosas que me encantaban; sabiduría en el animé,
cultura oriental en general y manejaba algo de japonés, posicionándolo en lo más
alto de mi escala social adolescente (ahora que lo pienso, terminé siendo un poco
como él). Nos juntábamos a ver series de animé y vimos un par de yaois: Zetsuai,
Bronze y Gravitation, dentro de las cuales buscábamos nuestros símiles como
personajes, claro que él representaba el ruido y los colores, y yo, el silencio.

Ya en ese momento, luego de lo de Rei, me había transformado en un habitual en


el círculo de Kamui, básicamente me había hecho una rutina de reunirme con ellos
–con él realmente–. Un día X de primavera (por las flores y el espesor del aire)
Kamui andaba nervioso y cariñoso a la vez, estaba distinto. Vimos un par de animés
y pasado un rato la atmósfera cambió. La tensión entre nosotros se hizo más
confusa, y nos vimos envueltos en esa incertidumbre sin palabras, Kamui me
confiesa que yo le gustaba –todo esto acompañado con palabras de halago hacia
mí, cosas sobre mi belleza, mi personalidad y esas frases infalibles cuando se gusta
de alguien–. Me impacté profundamente, nunca lo hubiese pensado, ni siquiera
sabía muy bien si lo que sentía hacia él era admiración o un gusto romántico.
Nuestra diferencia de edad superaba los 10 años, esta era una situación impensada.
Sin embargo, llevado por el instinto de quien no ha sido amado, correspondí a sus
sentimientos. La atmósfera me dejó llevar y mi inocencia casi infantil me hizo crear
un idilio. Luego de eso, salimos de mi casa a caminar un poco y refrescar las ideas
de lo acontecido, nos encontramos en el camino un árbol de hojas rojas viradas
hacia lo rosado, quizás un ciruelo (lo más cercano a los sakuras japoneses). Bajo
él, mientras las hojas caían, como si fuese una película romántica japonesa donde
los cerezos están en flor, nos dimos un beso, para mí el primero.

Las cosas al principio sucedieron tranquilamente, sin cuestionamientos, sobre todo


la diferencia de edad. Él debía tener más de 20 años y yo unos 14, por lo cual
nuestra relación debía quedar oculta de los demás. Claramente, nadie nos iba a
felicitar por ello —yo ahora tampoco lo haría—. La gente que nos veía tan cercanos

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nos lanzaba miradas prohibitivas, la sensación del pecado me inundaba y pensaba
muy a menudo que esto nos llevaría al infierno.

Nos juntábamos a diario en una cabina de un ciber café en el centro de la ciudad,


tal cual unos amantes furtivos. Teníamos un vínculo romántico donde había
abundancia de detalles de amor –predominante de su parte–, aún así, las cosas no
estaban tan claras para mí, no sabía realmente lo que estaba sintiendo y tampoco
lo que estaba haciendo. Era un mundo realmente nuevo y desconocido.
Paralelamente, vía chat, conocí a una amiga de otra ciudad, la cual se apodaba
Kaguya, quien a distancia comenzó a salir con un amigo. En el transcurso de esa
misma relación es que Kaguya (vía internet) me presenta a su mejor amiga llamada
Alexia, quien, en este caso, no tenía que ver con el mundo del animé, eso sí lo
lindaba debido a su amistad con Kaguya. Comenzamos a conversar mucho con
Alexia, al mismo tiempo en que yo salía con Kamui, llegando rápidamente al punto
de gustarme. Así fue como generé un rechazo hacia Kamui. Este alejamiento lo
adjudico a un profundo miedo sobre el «deber» corresponder de manera adulta a
esta incipiente relación, me autopresionaba a pensar en tener que abrirme a la
sexualidad. En ese sentido, mi infantilidad propia de la edad hizo que al cabo del
poco tiempo rompiera con la adultez de Kamui, quedando todo saldado de manera
seria y tajante. Cuando esa primavera que nos albergó llegaba a su fin, esto se
transformó en un tormento desde él hacia mí, una especie de ansia de venganza y
destrucción, situación que manejé durante años haciendo oídos sordos y ojos
ciegos a todo lo que escuchaba y veía. Alexia, efectivamente, se transformó en mi
pareja vía distancia, pero esto no soportó más allá de una primera visita, en la cual
se decepcionó de mí físicamente y prefirió cortar de manera sutil lo poco que
tuvimos. Al fin y al cabo, me volví a sentir como en el caso de Rei, pero con una
mirada mucho más amable de soportar, mis inseguridades y la depresión se
transformaron en algo tan denso, que se volvió la única manera que pude
sobrellevar el castigo que me significaba estar vivo.

16
III

La primera mitad de mi enseñanza media, terminada en el número 5 (2005) fueron


bastante similares a los últimos años en mi colegio, pero a menor escala, esta vez
no había bullyng pero sí había una especie de desprecio de los otros hacia mí.
Aunque debo ser auto crítico, en este caso se debió en gran medida a que yo me
comporté de forma poco amable con ellos. Tampoco hice ningún esfuerzo para
establecer lazos ni caerles bien, es más, yo diría que hice cosas para caerles aún
más mal. Aunque, dentro del mismo liceo, encontré amigos y amigas que les
gustaba la animación japonesa, ayudándome a tener interacción con más personas
de otros cursos del liceo, haciendo mi vida escolar un mejor lugar. También, mi
grupo de amigos fuera de lo escolar se fundió con este y se armó un grupo más
grande donde ya me desenvolvía naturalmente, pasando desde el casi aislamiento
social absoluto del colegio de hombres, a tener una vida social más activa
(calmando mi desastroso estado depresivo). No podría decir que despreciaba mi
nuevo establecimiento escolar, pero de todas maneras en mi curso, con los que
convivía casi todo el día, se generaba un panorama bastante deprimente.

En el segundo año, entró Shinta o Daniel, su nombre real, el cual pertenecía a mi


grupo de juntas del exterior. Shinta era muy popular entre sus compañeros, era
simpático, guapo y de buenas calificaciones; posicionándose automáticamente
como un ejemplo de cómo insertarse en un medio social. Yo me dedicaba a mirar
por la ventana por los recreos como si reflexionara sobre algo, en verdad era la
nada. Cuando estaba en esos estados, él siempre llegaba a saludarme con una
compañera colombiana que se llamaba Luz Marina, a la cual yo le tenía mucho
aprecio. Ella era alta; de tez blanca; pelo largo profundamente negro; ojos de un
verde muy amarillo; un par de pecas y delgada -más de la norma diría-. Al igual que
Daniel, también gozaba de popularidad en el liceo, pero tampoco hacía mucha gala
de ello.

17
En el 2005 la banda donde tocaba decidió echarme y Sebastián Marciello, un amigo
que había conocido en esos tiempos, me invitó a tocar con él en un proyecto heavy
metal. Se podría decir que Sebastián me salvó de un desamparo musical que me
dolía bastante, y gracias a su compañía, comencé a tocar bajo cada vez mejor,
repercutiendo gratamente en mi vida escolar. Se asomaba una nueva primavera.

Al comenzar el liceo, deliberadamente elegí tener enseñanza musical por sobre las
artes visuales, pues esta última me conducía a la profundidad de mis fantasmas y
heridas más abiertas. Cuando comencé a tocar con Sebastián, la apreciación de
mis compañeros hacia mí dejo de ser tan negativa, e incluso tocaba regularmente
en trabajos escolares.

Durante ese año, tocando ya con Sebastián, mi imagen –por lo menos en algunos
círculos– se tornó más afable. Ya no era solamente el huraño fan del animé, también
tenía dotes musicales, los que muy por sobre las artes visuales, son valorados en
los círculos sociales adolescentes. En ese momento, Shinta me comentó algo como
«la suerte está de tu lado», cuestión que apuntaba a mi relación con Luz Marina,
quien, si bien me gustaba, había anulado cualquier sentimiento posible por la
imposibilidad de concretar algo en la realidad. Había quedado traumado por Rei y
Kamui. Luz Marina, comenzó a acercarse recurrentemente a mí en los recreos
donde me dedicaba a mirar el vacío en la ventana. Ella me llenaba de alegría y
ensueños sobre si alguna vez, alguien como ella, podría fijarse en mí.

Si me preguntaran mi sentir de ese año, sería una total desazón. No me sentía bien
en el liceo y eso me transportaba al colegio de hombres. No obstante, ya un par de
personas me consideraban humano y se me acercaban de vez en cuando para
hablar conmigo, situación en la que yo trataba de ser lo más gentil posible (a pesar
de mi fama de arisco). Poco a poco mi traumática vida escolar se hacía presente y
solamente yo podía cambiar eso, y lo intenté. Debo confesar que mi situación
psicológica seguía siendo precaria, y no había vuelto a recibir tratamiento
psicológico y psiquiátrico. Pese a ello, Luz Marina me sacaba de todo mi barullo

18
emocional y me hacía sentir que valía la pena ir a ese establecimiento todos los
días. Aquellos días brillaban más y tenía todo tipo de sensaciones románticas
quinceañeras, por arte de magia, comenzaron a organizar una fiesta de fin de año
del liceo, la cual era una bullada tradición. Esta fiesta tenía como subtexto asistir
con tu pareja o elegir a alguien para que se concretara esa situación, una especie
de amuleto del amor. Luz Marina se me acerca en el pasillo de mi sala de clases y
me invita a esa fiesta. Yo no sabía qué pensar, ¿era posible que yo le gustase?
¿será una broma de mal gusto? ¿Por qué no iría con cualquiera de su séquito de
admiradores? Mi respuesta fue pensar lo segundo, que me hacía una broma por lo
imposible de esta situación. Respondí negativamente -no quería salir dañado de
ésta–. Luz Marina se ofendió ante mi rechazo. Se fue y nunca más volvió a
buscarme en los recesos, ni siquiera recuerdo alguna conversación después de ello.
Probablemente, si hubiese aceptado, mi vida adolescente cobrase un rumbo
radicalmente distinto, y si el mundo funciona como una línea de dominó cayendo,
quizás, ni siquiera hubiese terminado estudiando artes (las artes como uno de mis
placeres más dolorosos y autodestructivos)

IV

Era un verano caluroso, más que los anteriores, me sentía deprimido como no
estaba hace mucho tiempo. La enfermedad de la depresión muchas veces llega de
formas inclementes. Deseaba mi muerte, no quería ser quien era, mi piel, mi cuerpo
parecía como si fuese de otro, no era parte mía; sin saber mucho de esos
sentimientos culpé a la obesidad. Qué dolor es la gordofobia internalizada en la
adolescencia. No es tan solo lo que me dicen del exterior, también en lo interno,
producida sin duda por este maltrato.

En una conversación con Shinta, me dijo:


– Edvard, creo que es el momento de adelgazar antes que sea demasiado
tarde.

19
¿Será realmente demasiado tarde? ¿Será realmente necesario? Deseaba dejar
todo atrás y transformarme en alguien nuevo, más amable y más lleno de colores.
Abandonar mi grisalla.

Aquel verano, bajé 25 kilos.

El año siguiente los cursos se armaron en torno a los intereses de los estudiantes,
saliendo por fin de mi karma de estar en el «L» a estar en el «A» –el curso humanista
con mejores calificaciones– y volvía a tener artes visuales dentro de mi
programación curricular. Comencé desde el primer día esmerándome en ser
positivo, forzándome a pasar de la noche al día, un ser radiante, como cuando la
luz zénit llega a la ventana. Esto sin importar vivir en un conflicto constante con mi
atormentada cabeza. Este actuar, al no conocerme nadie, pasó inadvertido, para
todos, simplemente era alguien simpático sin ningún pasado. Así, partí de cero.

No es tan fácil deshacerse de la tristeza y cambiarla por la alegría, aunque fuese


una mascarada. Es una cuestión de aguante, una dolorosa fricción entre la realidad
y la mentira que inventaba en mi cotidiano. La pena y el tormento no se pueden
quitar, pero sí sonreír en efecto de este; cambiar la expresión, colocarme un antifaz,
y volverse otro; pese a que eso cierre mi roto corazón a quien quiera entrar en él.

La vuelta a las artes visuales que proponía este curso nuevo me daba casi urticaria.
Estar nuevamente expuesto a algo tan íntimo y des garrador me hacía temblar de
miedo. Quizás de mí mismo. ¿Desde cuándo el arte se transformó en eso para mí?
¿Por qué simplemente no podía disfrutarlo como cualquier adolescente capeando
los ramos haciendo estos trabajos desvalorados por el sistema educativo? ¿Qué
tiene de terrible el arte? Podría decirse que a mayor medida es el amor, mayor es
el miedo que se tiene de éste. El arte es un acto de desesperación ante la vida. Por
lo menos ha sido eso para mí desde un punto que no tengo retorno.

20
Pensando en mi nuevo rol dentro de la estructura social estudiantil, la respuesta que
encontré para encajar, fue hacer reír al resto, ya que, para todos, el humor es signo
de salud mental. Hice lazos afectivos que parecían, posiblemente duraderos (eso
pareció). Me hice amigo de Claudio Pizarro y Violeta Castro, los cuales compartían
mis gustos por el arte y la música. El primero, era un adorador del cine (pese a no
ser un gran conocedor), los libros con leves rasgos poéticos y la música
norteamericana. Violeta era cellista de una orquesta juvenil, gustaba mucho del arte
y la música británica, aunque en este caso, ninguno de los dos compartía mi
fanatismo por el animé y la cultura japonesa.

Con Claudio nos veíamos casi a diario fuera de los horarios de clase, arrendábamos
películas e íbamos a su casa a verlas, incluso pensamos en hacer un cine club en
algún momento. Conversábamos esencialmente de música, aunque él era muy
escéptico a escuchar bandas que no conocía, y rozando el orgullo, se oponía a
escucharlas (aunque después las terminaba escuchando más que yo). Hicimos una
especie de rutina de coexistencia entre los dos, parecíamos como atados por alguna
fuerza exterior y terminamos haciendo casi todo juntos. La mayoría de la gente
detesta los clichés, porque realmente suceden, y con Claudio, caímos dentro de un
cliché. Llevábamos un par de semanas juntándonos y un día se nos hizo tarde,
conversamos en la calle sentados en la cuneta por horas, confundiendo los minutos
con segundos, mirándonos de manera que el tiempo se alargaba, se hacía eterno y
luego volvía a ser doblemente rápido. De un momento a otro sentimos densidad y
nos vimos en una especie de escena congelada, dentro de una película romántica
con un guionista sin muchas ideas. Así ocurrió, y por eso creo que pensamos que
nuestra relación iba a ser permanente (casi lo fue), aunque claro, no debo obviar el
componente de romance de ese momento, posiblemente más que la amistad nos
unió otro tipo de vínculo. Violeta, por su parte, era más independiente y compartía
en la medida que podía, debiendo compaginar sus estudios con las presentaciones
y ensayos de la orquesta. Ella me apoyaba y valoraba mucho en cuanto a mi
desempeño en las artes visuales, cuestión que había dado por perdida y que ya

21
estaba pasando a un último plano dentro de mi vida ¿Cómo vamos a comparar el
impacto de otras expresiones culturales como la música a algo tan quieto como la
visualidad? A pesar de esta pregunta que me hacía, en el fondo creía que las
imágenes podían remover, levemente tal vez, el corazón de quienes las observan.
Es probable que el apoyo de Violeta era debido a sentir un verdadero valor en la
dedicación al arte, cuestión que yo lo veía como una causa perdida.

Violeta a diferencia de Claudio era mucho más estricta y honesta en sus juicios, lo
que a veces me parecía una afrenta directa a mi persona. Sus opiniones no estaban
veladas por la poesía juvenil -que tanto me embriagaba-, ella más bien era como un
viento cortante golpeándome la cara en medio de un inverno seco. Violeta parecía
vivir dos vidas, una estudiantil y una profesional como miembro de una orquesta. A
lo mejor, eso la hacía tener una adultez precoz. Además, militaba en las Juventudes
Comunistas, con una fe inquebrantable en el marxismo y en su partido. Iba seguido
a las fiestas, convivencias, reuniones, mítines, entre otras cosas. Su vida
deambulaba entre la adolescencia, lo político y lo profesional. Violeta, sin saberlo,
se convertiría en una de mis amigas más cercanas en mi vida –a diferencia de
Claudio quien sólo duró la pasión juvenil– y una de las personas que más creería
en mí en el camino hacia las artes, cuestión que cambiaría mi vida por completo.

22
Parte III

El 5 de enero del 2008 me encontraba en Concepción matriculándome en la carrera


de artes visuales en la Universidad de dicha ciudad. Mi madre me había contado
que tenía un campus hermoso y efectivamente, en esta visita, comprobé que su
belleza hacía justicia a sus memorias. Era un lugar con áreas verdes rodeando su
edificación, grandes murales y una intensa vida universitaria, sin duda, significaría
un cambio radical en mi solitaria forma de vida.

Unos meses antes, había postulado a tres universidades para estudiar artes. La
Universidad de Chile fue mi primera opción, la Universidad Católica la segunda, y la
Universidad de Concepción la tercera, en ésta última fui aceptado de inmediato
dado mi puntaje. No conocía Concepción, era mi primera vez ahí y el viaje había
sido un extenuante trayecto de 5 horas desde las 5:00 de la madrugada. A pesar de
eso, por un margen de minutos, logré matricularme en la universidad. El tiempo
entre tanto papeleo y trámites se extendió más de los presupuestado, y tuve que
quedarme en la ciudad sin tener idea de nada. Pregunté a cada persona que pasaba
si conocía algún lugar de paso donde quedarme. ¡Qué triste iba a resultar esta
odisea si me quedaba en la calle! Casi de milagro, una señora de unos 50 años de
edad, me llevó a una residencial estudiantil, donde los propios alumnos de la
universidad me iban a recibir. Era gente amable, me invitaron un par de cervezas y
me comentaron los pormenores de la Universidad, un mundo que estaba a un paso
de conocer en carne propia.

Pasado un par de semanas había hecho los arreglos de dónde iba a vivir, este era
un lugar de un aspecto lúgubre, con escaleras crujientes, paredes blancas que ya
parecían de un color grafito entre la suciedad y las marcas de bicicletas en ella, las
luces no funcionaban bien (algunas se prendían intermitentemente); pero se

23
respiraba un aire comunitario. Una especie de complicidad juvenil. Esta pensión
estaba cerca del campus, desde un lugar que podía ir caminando sin mucho
esfuerzo, ideal para un desconocido de la zona. Además, me habían otorgado una
beca, concretando el hecho que sería parte de esa universidad. Ya estaba
mentalizado sobre mi nueva vida a 8 horas fuera del hogar materno. Sin embargo –
probablemente el siguiente día–, me llama un ex compañero del liceo para
felicitarme por haber quedado en la Universidad de Chile. Yo me transformé en un
nudo de confusión y no entendí bien a qué se refería, solamente logré rescatar
dentro de su amena felicitación, que en una página de un periódico muy leído salían
los resultados que debía confirmar. Revisando, efectivamente, estaba a un paso de
entrar en aquella universidad. Había quedado número 1 en lista de espera, y esta
corrió unos 5 puestos. Así que, ya matriculado en Concepción, me cambiaba a
estudiar a Santiago. Todo esto fue seguido de unos procedimientos burocráticos
dignos de Kafka -mejor no mencionarlos-. Realmente es impresionante lo laberíntico
que es realizar trámites en Chile.

Cayó marzo y entré al gran galpón de la facultad de artes de la Universidad de Chile


y no en la de Concepción, la cual, a diferencia de la última, se veía como una
estructura metálica casi cayéndose en pedazos. Si bien, comenzando las clases
para mí era todo desconocido, tenía cierta fe en mí y mis capacidades artísticas,
sobre todo en el campo del dibujo, haciéndome pensar que había elegido el camino
correcto o en el que mejor me desenvolvería. Todo esto iba a tocar tierra
rápidamente. A la entrega de mi primer trabajo, justamente uno de dibujo, la
evaluación que recibí fue un 1, en una escala de 1 a 7, siendo este encargo la nota
más baja del curso. Se trató de realizar una especie de arte óptico a partir de líneas
onduladas puestas una bajo la otra muy apegadamente, en una práctica de dibujo
que se volvía más similar a la caligrafía por la utilización de plumilla metálica y tinta
china.

En verdad, no parecía tener habilidades para responder a este aprendizaje que era
brutalmente distinto a lo que había pensado. La educación artística escolar ni

24
siquiera roza la verdadera práctica del arte. Era el peor estudiante del curso, o más
bien, era un buen estudiante, pero no daba los resultados esperados. No era alguien
que se quedaba en los mínimos intentos, si tenía que hacer un trabajo hacía cinco
para que al menos uno saque una evaluación decente (la cual costaba mucho que
saliera). Entre toda esta turbulencia de frustración académica, aún me encontraba
entrampado en los dolores de una adolescencia truncada por la depresión,
transformándose en un constante deseo de extinción, una pulsión de muerte en
cada caída que tenía dentro del arte. Ya me lastimaba demasiado haber apostado
por este camino, y al parecer, éste me rechazaba. ¿Qué hacer cuando se ama
tanto? Sin duda el arte era un lugar que me sentía víctima de una pasión descarnada.
Amor/odio/decepción, sentía todo en su conjunto, pero no podría vivir sin esto, es la
belleza de la sentimentalidad del arte mi salvavidas.

En Santiago me seguía juntando con Violeta, quien en ese momento estaba


cursando dos carreras simultáneas. Por un lado, Literatura Inglesa; y por el otro,
interpretación en Cello (las dos en la Universidad Católica). En ese momento, ella
vivía en unos departamentos en Ñuñoa que se dividían estrechamente en dos pisos
en el espacio de uno, a estos se les llamaban Dúplex y quedaban
predominantemente más cerca de mi facultad que de la suya, por lo cual no
escaseaban las veces en que me quedaba con ella. Sin dudarlo, Violeta me
animaba a seguir esta tortuosa cruzada–a ella también le estaba costando su
camino en la música–. Claudio se había ido directamente a Valparaíso por una beca
que le ofrecieron en la Universidad Católica de allá y Kaguya, con quien nunca dejé
de juntarme, pese a la distancia digital, me hacía mucha compañía, pues se vino a
estudiar Cine al mismo campus que yo. Frecuentemente la iba a ver y
almorzábamos juntos en el casino de su facultad (que hace poco había sido
inaugurada).

Mi curso en la universidad, a diferencia de los otros, no era particularmente


competitivo, a ninguno le importaba mucho los logros por sobre los demás, actitud
que se podía ver en otros cursos paralelos, por lo mismo, teníamos un ambiente de

25
trabajo mucho más ameno que el resto. Ahí me hice muy amigo de Natalia García
a la que apodé como «Nat» y Miss Ayún. Si bien consideraba todos los episodios
de mi vida algo trágico, cuando me juntaba con Nat todo eso desaparecía, se
develaba frente a los demás mi personalidad más cómica y juntos era una explosión
de risas siempre. Incluso, frente a muchos de la generación fuimos considerados
unos bobos. Todo esto hacía un poco más livianos mis constantes fracasos
académicos y terminé mofándome de mí mismo, o incluso, creando un mito sobre
el artista sin talento del primero B. Esto no duró mucho. Al cabo de unos meses los
movimientos sociales hicieron que la carrera se adhiriera a una toma nacional de
los recintos universitarios, durante varios meses estuvimos alejados del cotidiano
académico.

Antes que la toma llegara a artes de la Chile, la Universidad Católica de Valparaíso


(donde estudiaba Claudio) ya llevaba meses en esa situación, por lo cual me fui
unos días a Valparaíso para vivir este escenario desde los ojos de mi amigo. Claudio
básicamente no había entrado a clases y vivía en una pensión de estudiantes entre
18 y 25 años, y mirándolo desde otro prisma, era evidente que lo que ocurría ahí
era una desmesura y un surrealismo de adolescentes cuyos padres financian su
devenir alcohólico. Sin embargo, tampoco puedo decir que yo era un tipo mesurado,
todo lo contrario, pero al ingresar de lleno a la vida universitaria pensé que mundos
así solo eran parte de los imaginarios universitarios gringos. En ese viaje conocí a
Lucía L. que era muy amiga del Claudio. Automáticamente me gustó, y en esos
momentos, fue recíproco. Una noche, salimos con ella y sus amigos (de los cuales
había varios pretendientes de Lucía) al bar Coyote quemado. Tomamos varios
tequilas y tragos de vodka, sus amigos tocaban guitarra y gritaban, conduciendo
inevitablemente a una pelea con combos incluidos con unos punkis de la otra mesa.
A mí y a Lucía no nos importó. Mientras sucedía, comenzamos a besarnos mucho,
lento y acelerado, como calculando los ritmos de una canción, ella me gustó
bastante y esta no sería la primera vez que iba a estar presente en mi vida. Así fue
y así lo imaginé aquel día. Luego del Coyote quemado nos fuimos con Claudio a la
casa de Lucía, ahí seguí besándome con ella hasta que el sueño no dio más, ella

26
se fue a su habitación y como amante quien espera escondido en las sombras,
Claudio buscó a Lucía y tuvieron sexo todo lo que restaba de la noche mientras yo
dormía. Claudio me lo contó un par de días después, como si me estuviera
aconsejando que Lucía no me convenía, a mí me parecía que hablaba su ego –muy
vasto por lo demás– justificando el despropósito de su inconsciente actuar sexual
en esa noche. No había un porqué del hecho y tampoco iba a ahondar en su vida
íntima con Lucía, no quería perder su amistad y tampoco quería perder la
oportunidad de estar con ella nuevamente.

Al volver a Santiago había una lluvia torrencial (temporal probablemente) y el viaje


en bus se veía más peligroso de lo normal, yo tiré medio en broma/medio en serio
que el bus iba a chocar, pero las probabilidades tampoco eran tan altas. Mirando
por la ventana en el viaje pensaba en Lucía y Claudio ¿si me pasara algo ellos
llorarían por mí? En ese momento de mi fúnebre reflexión, el bus dio un frenazo muy
violento y pasó lo predicho: entre tanta curva estrecha camino a Santiago el bus
había chocado y el copiloto había muerto. No dejé de pensar en que jugar con la
muerte, aunque sea imaginariamente, podría atraerla. Desde ese punto mi amistad
con Claudio disminuyó hasta la inexistencia.

La toma de la universidad siguió cerca de dos meses, y no tuvo mayor repercusión


como sí la tendría tres años más tarde. Pensándolo bien, es una paradoja que,
siendo una persona nacida en un nido político tan fuerte como lo fue mi familia, no
haya respondido fervientemente en esta toma. El contrapunto es que, años más
tarde llegaría incluso a ser amenazado por autoridades para dejar de actuar e incitar
a estudiantes a revelarse contra el sistema universitario, específicamente el de artes
visuales.

27
II

Después del episodio con Lucía llegué a la conclusión, un tanto autodestructiva, de


decidir anular mi vida sentimental en pos de una aceptada obsesión por las artes
visuales. Si algún amor debía prosperar debía ser por el arte, aunque significase la
aniquilación de mí mismo (brindé demasiado valor a algo de una sola noche). Desde
este punto las cosas se encadenaron a una vida que llevaría a cabo hasta las
últimas consecuencias: la vida hacia el arte, considerando el no cumplimiento de
esta máxima significaría la muerte. Esto llegó al punto donde la creación se fusionó
con mi propio vivir, siendo difícil diferenciar mi emocionalidad e historia a mi
quehacer visual. Quizás, estas dos cosas van de la mano, asumiendo en mi
creación artística, una autobiografía.

Desde el momento que entré a estudiar pintura como especialidad, no tuvo que
pasar mucho tiempo para ser tildado como «el peor pintor que hayan visto jamás».
Si bien, esta aseveración es un tanto exagerada, no estaba alejada de la realidad
en mi habilidad pictórica. No era novedad alguna para mí, de hecho, esa fue la razón
de elegir pintura como especialidad, lograr hacer algo que era incapaz de hacer. En
ese taller me hice muy amigo de Nadia, quien sería mi compañera de dolores del
alma; de pintura, de política, de canciones viejas, de literatura y de pulsiones de
muerte. Esos días pasaban con Nat tratando de hacer más pasable el ego de los
profesores y con Nadia nos dedicábamos a divagar entre medio de las largas horas
pintando, variando entre Spinetta y Charly García maldiciendo nuestro destino. Ni
para ella ni para mí el arte había sido un placer o una elección, era una necesidad
casi biológica, una forma de vivir entre el dolor y el éxtasis. Al final, lo bueno de no
ser un aventajado estudiante era mi invisibilidad y la poca exigencia de estar
pendiente de la competitividad de otros compañeros.
Los días pasaban y era demasiado evidente que, quizás, el arte no era lo mío,
amándolo y necesitándolo como una adicción, eso me llevó al punto de querer
desertar de la carrera, me hería no ser un aporte en mi pasión que prefería
abandonarla por siempre. Lo conversé con mi ayudante (quien fue parte de los

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docentes que me maltrataron durante la carrera) y Nadia, quienes cortantemente
respondieron que estaba haciendo una tontería y debía quedarme. No podía huir de
mi corazón. Luego de reflexionar largamente determiné quedarme, por mucho que
me doliera no dar con la talla. El deseo incumplido puede significar un impulso para
seguir adelante.

Mi profesora de pintura, Rosario Ferro, siempre fue una persona despectiva con
nosotros, no recuerdo una palabra de ánimo o algo parecido, incluso algunas veces
mis compañeros terminaban llorando en algunas correcciones. Rosario sabía muy
bien cómo romper la psiquis de sus estudiantes. Por mi parte, ya había perdido toda
esperanza de tener un logro en el taller y mucho menos aprender a pintar, tenía que
vérmelas por mí mismo si quería tener algún tipo de aprendizaje, así que Rosario
nunca me afectó demasiado. Por ese entonces, comencé a tomar clases
particulares de pintura, que eran más bien sesiones de conversaciones de obra. Sin
embargo, tratar las pinturas con un dejo de amabilidad me potenció
automáticamente como pintor, es más, dentro de la universidad parecía como si de
un día para otro me había transformado en un buen artista. Rosario Ferro se tomó
este fenómeno un logro personal como docente, aunque creo que nunca entendió
lo que era ser una profesora de algo tan delicado e íntimo como lo es producir una
obra visual. Creo que eso siempre me ha molestado de la enseñanza de arte en
Chile, o por lo menos en la Universidad de Chile, en mi generación que, de alguna
manera, es el estandarte del arte en este país. Todo siempre giraba en una dinámica
de agresividad hacia los estudiantes primando la resistencia. Tal era el caso, que a
mis compañeros los convencían de que el profesor más excesivo era el quien mejor
enseñaba, cuando en verdad era todo lo contrario. Ellos querían ejercer su poder
dentro de un espacio de personas menores e impresionables.

III

Hubo un momento, bastante inesperado para mí, donde pasé de ser el peor pintor
del taller a ser el ícono de lucha ante la validación de éste. Empecé a exponer fuera

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de la universidad, sobre todo en espacios institucionales bastante respetables y
apetecibles para el circuito artístico nacional y fui seleccionado en un par de
concursos que también representaban cierto establecimiento dentro del panorama
cultural capitalino. Sin embargo, esto solo funcionó a un nivel de doble vida, es decir,
mientras me dedicaba a tener una vida artística activa, en la universidad seguía todo
relativamente igual, salvo los profesores que sabían de esto y me daban ciertas
facilidades de tiempo –considerando que debía preparar exposiciones en medio de
la carga académica–. Mi vida empezó a cambiar poco a poco en esta situación.
Pasé de tomarme una cerveza en las áreas verdes en la universidad con mis
compañeros a ingresar a una vida bohemia con gente de todo rango de edades e
inmersos en una densa capa de humo que nublaba las noches de Santiago. Las
cosas ya no eran tan claras, las máscaras comenzaron a abundar y así, comencé a
cobijarme en un aparente jolgorio lleno de elogios y palabras bonitas que me
hicieron parecer el príncipe elegido que ascendía del fango. Todo era una fiesta y
yo estaba sumergido en ella. Era el año 2010, 5 años antes de la fecha en que vivir
en Chile se comenzaría a convertir en un túnel submarino y 10 años antes de la
pandemia mundial.

Nuevamente pienso en la idea de destino, hasta ese momento todo era martirio
¿será que había llegado el momento de una retribución? No lo creo, tan sólo era el
comienzo de una bruma asentada en mí. Aún pienso en el destino.

La dinámica de ese tiempo era ir a la universidad, para luego ir a alguna fiesta o


más bien inauguración por la tarde, para luego caer en algún taller de los artistas de
turno o también carretear en la misma galería. El humo de cigarro lo inundaba todo,
los vinos aparecían como por combustión espontánea y también los vodka tonic (por
entonces auspiciaban las más engreídas exposiciones de arte contemporáneo de
la capital nacional). Si bien yo era rancagüino, mi presencia en el arte era
esencialmente santiaguina. Cuando decidí irme de mi ciudad natal, pacté
implícitamente no volver. Poco a poco empecé a desaparecer dentro de mi vida
universitaria y me envolví en la constante fiesta del arte, cuestión muy distinta a lo

30
que yo sentía frente a esta profesión, me parecía un poco extraño que una práctica
que viene de la biografía y el dolor pudiese ser tan social y alegre, algo no me
calzaba, y la verdad eso era yo. Yo no calzaba ahí. De todas maneras, esa vida
llena de superficialidades colorinches me sedujo a más no poder, esos lugares me
mostraban eso a lo que yo nunca podía pertenecer, pero me generaba una atracción.
Deseo muy distinto a la belleza de las cosas del cotidiano que miraba para el arte,
la fiesta se trataba de una lujuria y el arte era la pasión sin límites.

Mi vida, desde ese punto, se volcó totalmente devota a la producción artística, me


vi de repente con muchas exposiciones a las cuales tenía que cumplir con cada vez
más altos estándares, además de considerar como parte de mi trabajo la
socialización de mi obra en estas salidas nocturnas con teóricos, curadores,
galeristas y artistas. Todo en mi vida comenzó a girar en torno a las exposiciones
que debía hacer o muestras a las cuales debía asistir, transformándose en mi rutina.
Mi vida con Violeta, Nat, Miss y Nadia se tornaba un descanso a todo esto,
seguíamos siendo como niños estudiando algo que se supone nos gustaba y nos lo
tomábamos con cierta liviandad, en el caso de Nadia, siempre todo lo que al arte
respecta iba a ser denso y oscuro. Nos sentíamos como poetas malditos de la
pintura. Era el año 2010, como siempre, múltiplo de 5.

IV

En una conversación con Nat el 2015, me preguntó: ¿Cuándo crees que tu


inestabilidad mental –o tu depresión– de comienzos de la universidad volvió a tomar
fuerza? Respondí: Probablemente hace 5 años atrás.

31
V

Al caer mi último año de universidad me aboqué casi exclusivamente a la producción


de obra, dejando por el costado mi vida académica, y como si de morfina se tratara,
el arte disoció mi vida personal. La olvidé o mi cuerpo, dopado de esta práctica, la
hizo pasar desapercibida. Desde el año 2010 tenía exposiciones pactadas con
galerías y espacios culturales, creando una dinámica donde debía dejar todo, o lo
más posible, por establecer un tiempo casi total para la producción de obra. Esta
situación, me llevó a tomar los ramos en la universidad con mayores libertades de
asistencia, y previo acuerdo con los docentes, se me permitió entregar los avances
de mi obra como parte de los encargos y metas de los programas de las diferentes
asignaturas que debía cursar –desde la perspectiva que me da el tiempo, no sé si
esto fue del todo positivo–. Indudablemente ese año 2011 me inscribió de manera
permanente en lo que podríamos llamar «la escena artística chilena» otorgándome
cierto nivel de difusión e interés de parte de galerías, coleccionistas y teóricos que
veían en mi obra un potencial discursivo. Sin embargo, también mi vida personal se
vio un poco mermada –de manera inconsciente– por el establecimiento de la
producción de obra como el único fin de existir. En ese momento, no había nada
que me interesara más que luchar contra un destino que develaba al arte como una
revancha a mi nacimiento proletario. Esta especie de revancha siempre me
recordaba un episodio donde un incipiente gestor cultural me increpó diciendo «eres
pobre y de región, es imposible que logres insertarte en el arte». Así, un poco por
rabia y un poco por demostrar lo contrario, me embarqué en lograr todo lo que se
suponía no era parte de mis posibilidades. Fui el artista de origen marginado que se
colaba en las lúgubres luces y el glamour aspiracional de capa caída que tiene el
mundo del arte chileno.

Todo esto, sin quererlo, empezó a generar un distanciamiento de mis amistades. Ya


casi no veía a Nat (siendo que nos encontrábamos a un par de salones de nuestras
clases), a Nadia la veía constantemente, por el solo hecho de que compartíamos el

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taller de pintura toda la semana, y para qué decir con Violeta, fueron muy escasos
los momentos en que nos podíamos ver las caras. De una manera muy silenciosa
estaba perdiendo las personas que me anclaban en el mundo concreto, un lugar
lejos de los pretenciosos círculos que traía consigo el mundo de los premios, las
inauguraciones, el champagne, y el vacío después de la risa (que siempre me hacía
llorar por las noches). No obstante, seguía siendo muy sociable dentro de la
universidad, sobre todo por mi posición política, llamativa para mis compañeros y
los estudiantes que iban ingresando a la universidad.

A final de ese año, el 23 de diciembre (números que por separado suman cinco),
me encontraba trabajando como asistente de una artista y docente de la universidad
ayudándola a crear una pieza que luego expondría en una connotada galería de la
capital. Trabajábamos juntos con Nadia y nuestros horarios laborales eran
extremadamente precarios por una paga irrisoria. Esa tarde del 23 de diciembre no
me tocaba trabajar, por lo que una vez terminado mi horario matutino pasé por la
escuela, que quedaba entre el camino de este lugar y donde debía tomar
locomoción para ir al terminal. En las áreas verdes frente al frontis se encontraban
unas chicas y un chico de primer año, grupo con el cual yo mantenía una buena
relación. Sin mayores dilataciones me invitaron a una fiesta que se realizaría un par
de horas más (la mayoría al otro día pasaría Navidad con sus familias). Yo acepté.
La fiesta era en la casa de una de las chicas de primero, la cual vivía sola debido a
que era originalmente de una región distinta a la metropolitana. Estaban sus amigas
(de diversos años de la universidad) y dos compañeros de su mismo curso, los que
según recuerdo no se quedaron tanto en este evento pre navideño. Una de ellas
(que siempre olvido su nombre en favor de mi trauma) se lanzó a besarme y yo no
opuse resistencia, estaba embriagado de ánimo festivo y esto al parecer era algo
de eso. Prontamente, me tomó la mano y me llevó a la habitación de la anfitriona
donde seguimos besándonos y comenzó a quitarse la ropa. La intenté detener
férreamente porque no quería que pasara, no era mi plan y tampoco estaba
sicológicamente preparado, sin embargo, ella se me abalanzaba con brusquedad
mientras yo trataba de zafar de esa situación. Le expliqué que yo era casto y que

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todo lo que conlleva sexo para mí aún era un poco chocante, pero a ella no le
importó mucho, incluso hubo forcejeos donde ella no me dejaba libre de su
presencia. Lloré. En un momento, un poco recriminándome la situación, me emplazó
diciéndome que en la universidad comentaban que yo me acostaba con casi todas,
situación errónea que, debido a mi desplante aparente, se había generado este tipo
de mitos. Después de una violenta y larga escena (hasta el amanecer), logré
liberarme de este abuso de su parte y me fui a tomar el bus a mi casa. Ella insistió
en llevarme hasta el terminal de buses y yo ya no tenía fuerzas para discutir así que
lo hizo. Llegó el bus, me dio un beso y me pidió perdón. Acto seguido, bloqueé su
nombre de mi cabeza y nunca quise volver a la universidad.

Parte VI

Haciendo un racconto de esta narración o más bien una pausa de este largo
flashback, vuelvo hacia este momento, en que relato esta autobiografía ubicada en
un intenso, oscuro e imprevisible 2020. Muchas cosas han pasado, pero hasta ahora
nada me había dejado tan estupefacto como la muerte de quien he considerado El
crítico por antonomasia del arte chileno. Un amigo, maestro y referente para
generaciones de las artes visuales y la teoría de ella. Un diario local en el cual
contribuyo con un par de columnas esporádicamente me pidió que escribiera algo
sobre él y este texto se tituló como El Crítico:

«Estamos en el 2020 y la muerte se ha hecho una macabra costumbre. Cada día


que transcurre surgen nuevos agonizantes y otros se despiden definitivamente de
la vida, las particularidades se vuelven numéricas y los funerales se convierten en
secretos sin despedidas, sin flores y sin rituales previos a que la tumba baje hasta
al subsuelo. Hay ausencias que de forma irremediable cambian el estado de las

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cosas, se transforman en agujeros negros en la vida de las personas y en los
terrenos donde han dejado su huella. En el mes 5 del 2020 murió El crítico.

El crítico era una persona irremediable, una especie de avión kamikaze en la escena
de las artes visuales chilenas. No le importaba nada ni nadie que pudiese decir algo
contra su forma de vivir, era un disidente. Quizás haya tantas maneras de morir
como muertos en la vida, pero El crítico falleció en medio de una pandemia mundial
y de una forma que aún es un misterio (quizás sea mejor así). Es muy posible que
en el futuro no muy lejano sea parte de las mitologías o los grandes hitos de la
historia chilena –por lo menos del arte ya lo es, es su terreno ganado–. La crítica
del arte probablemente sea un medio difícil (no lo sé a ciencia cierta, pues me ubico
en el lado de los artistas), pero él siempre estuvo con un caparazón de acero contra
los ataques -no eran pocos– que continuamente recibía, tanto en discursos
oficialistas como en bares y reuniones de intelectuales de avanzada. El crítico era
un rockstar, nuestro Charly García chileno que iba y venía de la muerte; de los
excesos; de la desaparición; del arte oficialista al under y de las instituciones a
galerías en habitaciones a medio construir; estaba en todos los escenarios donde
el arte pudiese existir –muy lejano de los sarpullidos que les da a muchos teóricos
acercarse a escenas no validadas por los curadores y galerías de moda (o que
mueven el sistema económico)–.

En el año 2009 murió Michael Jackson y sentí como si se acabara una vida que no
tenía fin, un personaje atemporal (independiente de los juicios éticos y morales
hacia su persona), algo así me pasó con El crítico. Él era una personalidad que
inherentemente formaba parte del paisaje del arte (siempre estaba presente), un
individuo tan cerca de la muerte que parecía que nunca sería tocado por ella. Se
había hecho inmune a las moscas que rodean a las personas que están a punto
caer a las brasas del infierno. Así, el 2020, se transformó para mí en un año donde
lo frágil de la vida se hizo más latente que nunca (probablemente para muchos más).

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Hoy estamos en un punto donde la muerte es tan grande que pareciese que todos
olemos a muerte y flores fúnebres, a medida que pasan los minutos, las horas, los
días y los meses; sumamos miles de contagiados por este virus que se volvió una
pandemia (aún sin cura) arrasando el mundo entero. Aunque la muerte de El crítico
hizo que la realidad de la carne estallara frente a mis ojos, cambiando así mi relación
con la muerte. Ella ya estaba acá y no tendría piedad por ningún referente, por muy
arraigado a la tierra que estuviese. El crítico era un ícono pop y su muerte no podía
estar exento de esa categoría. Esta debía ser un gran acontecimiento lleno de
homenajes, futuros coloquios, conversatorios, publicaciones y páginas en los diarios
que efectivamente cubrieron su deceso. Se sabía grande y ya había hecho
demasiado por la escritura chilena. Su muerte nos enseñó que este 2020 nadie tiene
la vida asegurada, todos podemos morir en un día próximo como los miles de
muertos acumulados en los cementerios de este país.»

Parte VII

¿Vivo para hacer arte o hago arte para vivir? ¿Es el arte la sublimación de mi
sufrimiento? ¿Lo acontecido a finales de mi estadía en la universidad será parte de
mi destino? ¿un dolor para la creación? Si es así, es un macabro plan. Por muy duro
que sea todo, la rabia como motor es un móvil casi imparable. Pero, no es necesario
pasar por esto. No lo quiero, no quiero entender algo así ¡qué terrorífico es existir!
Intenté dar sentido a la pintura, usé pinceladas rápidas, empastes, exceso de
material y despreocupación por la figuración. Decisiones desbordantes en la pintura
como las que nacen de la desesperación, tal como si mirásemos un Van Gogh,
Munch o un cielo de Turner. ¡qué intensidad la de Turner! Sus pinceladas parecieran
salir del inframundo para generar unos cielos cuyos vientos pudiesen volcar una
embarcación. Me gusta pensar que algo de ellos tengo, que el destino me ha

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preparado un podio del dolor junto con los grandes. El hecho de pensar que todo ha
tenido un sentido y que el arte era algo inevitable y escrito antes de mi propio
nacimiento, me emociona incluso al nivel de olvidar la pena que me significa vivir.
Enntiendo la necesidad de creer en algo ciegamente. Es un respiro para el alma.

Respirar, respirar, eso es lo que necesito.

Hablé con Francis S, quién había sido un profesor muy cercano durante todo mi
proceso estudiantil –incluso podría decirse que fue quien estuvo más presente en
cada uno de mis progresos como artista–, para que adelantásemos lo más posible
mi retirada del programa de pregrado. Quería abandonar los recuerdos agrios que
me habían sucedido el último tiempo en la universidad. Quedamos en que diese la
tesis dentro de los primeros meses del 2012 (quizás el mes 5) y así, poder empezar
a vivir la vida exclusivamente del arte. Francis me dijo que estaba preparado para
terminar y yo asentí a su aseveración. Hablamos de la oscuridad del paisaje, tanto
el urbano como el descampado, el que era de mi particular gusto, y como la
oscuridad que llevamos dentro nos puede llevar a la dicotomía de la creación y la
destrucción interior. Francis apostaba a que sería un gran creador.

Por esa época, debido al tiempo libre que había adquirido, se me veía
constantemente dando vueltas en la universidad, cuestión que me hizo ser
particularmente visible a las nuevas generaciones que iban ingresando a la carrera,
algo así como una especie de egresado sin serlo. Por esta dinámica y estado
intermedio en que me encontraba generé vínculos con los nuevos estudiantes, y,
queriendo despejarme un poco, renové y engrosé los círculos en los que me
desenvolvía. De esas personas que aparecieron estaba Aruba, una chica recién
llegada de Punta Arenas que venía con la intención de dedicarse a las artes gráficas.
Aruba era bastante querida dentro de su generación, aunque su carisma estilaba un
aire arisco o peligroso como un árido atardecer antes de la tormenta. Su presencia
no pasó inadvertida para mí y comencé a tratar de generar instancias para entablar
conversación con ella, quería ante todo conocerla y que me conociera. Anhelaba

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que me viese. Un mes aproximado desde su llegada coincidimos en un kiosko
comprando gomas de borrar, ahí le hablé, intercambiamos un par de comentarios
sobre los precios y me presenté. Así comenzamos a existir mínimamente en la vida
del otro. Si bien desde ese punto ya era una existencia en su vida, comenzaba a
sentirme muy nervioso y ansioso, quería algo más, aparecer más y más en su rutina.
Es probable que me sintiese muy solo, pese a que muchas personas me rodeaban.
Nadia siempre me reprochaba ese instinto mío, el de necesitar aceptación de quien
capta mi atención, como si todas las personas fuesen potencialmente el amor de mi
vida. Albergaba esa esperanza. Sentía que el amor era algo tan negado para mí
que quizás el destino tenía preparada la llegada de alguien, y por ello, debía estar
preparado para captar ese momento, esa única oportunidad. Así empecé a
relacionarme con los satélites de amistad más lejanos a Aruba, luego un poco más
cercanos y finalmente su círculo personal para aterrizar de manera casual a su vida.
Un día de aquellos, en un ataque de ansiedad la increpé en un pasillo de la
universidad y le dije que me gustaba, ella en una especie de shock no dijo nada y
luego de eso hui como si se me fuese la vida en ello. Mi mente comenzó a dar
vueltas y esas dos palabras pronunciadas me hacían perder la razón, me resonaban
como una gotera en una noche silenciosa, una eterna tortura de haber roto todo por
un momento de debilidad, pero ¿Debilidad de qué? ¿De ser yo? ¿Mi presencia era
tan abominable? Para que resultase ¿tenía que evitar ser yo? Todo parecía
arruinado por mi irrupción en esta normalidad, en el cotidiano de los dos, en nuestra
paz, en nuestra sutil existencia, en nuestro amable cohabitar. Nada que hacer. Me
avergoncé de mí mismo y planeé desaparecer de la universidad, total ya casi no
existía, daría lo mismo. Al otro día como una especie de maldición, coincidimos
varias veces, y mi corazón se apretaba cada vez más, pasando lo inesperado: ella,
con entereza y una presencia desestabilizante se acercó y me dijo: «a mí también».

Comencé a rodearme casi completamente del círculo de Aruba, sus amigas más
cercanas eran Paris y Betania, las que también gozaban de mucha amabilidad.
Paris era más acelerada e intensa y Betania tenía una tranquilidad que lindaba lo
inocente, como si no hubiese sufrido nada en su vida (aunque claro que no era así).

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Me hice bastante cercano a las dos, por lo que solíamos hacer planes los cuatro,
demás está decir que, salíamos con Aruba solos también. Me sentía muy bien
estando con Aruba y suponía que ella también, vagábamos sin rumbo
constantemente, fuimos a exposiciones de mis amigos, muestras que eran
probablemente sus primeras –al igual que las mías–. Sucedía esto mientras mi
incipiente carrera de artista estaba despegando, existiendo en el imaginario del arte
chileno. Comenzaba a alejarme de mis pensamientos de ruina, abriéndome
nuevamente al amor, un amor recíproco y fuera de todo el caos que había rodeado
mi existencia. Estaba intacto. Mi temor referente a las relaciones íntimas, mis
experiencias previas habían sido traumáticas y me daba pánico volver a esos
momentos. No por el hecho de que se volvieran a repetir, sino, porque enfrentar mis
miedos me daba un temor que me ponía la piel de gallina. me congelaba y hacía
que mi mente tratara de dilatar lo más posible el momento de llegar al sexo. Pero
todo lo que llega rápido, rápido se va. Un día conversando sobre cosas profundas
de ambos, Aruba me confesó que tenía una ex pareja que aún deseaba
románticamente y era un sentimiento recíproco, aunque esto no quitaba que sintiese
lo mismo por mí, cuestión que sonaba más complicado de lo que era y a mí no me
importaba, solo quería estar a su lado. Luego de esa confesión las cosas cambiaron,
ella comenzó a hablarme como si me hubiese traicionado (yo no le recriminaba
nada) y al cabo de unos días, me dijo que volvería con él y que lo de nosotros
quedaba cancelado.

Nuevamente todo se me dio vuelta, no era posible que las cosas acabaran tan
rápido ¿Cómo es posible un desencantamiento en tan poco tiempo? ¿seré yo? Mis
pensamientos iban rápido, me mareaban, me daban náuseas. Nuevamente volvía
a los paisajes llenos de tormentas, al sonido de los cables chocando unos con otros
en un día de temporal. Tan alto subí y tan rápido bajé. Choqué contra el concreto.

En ese momento me quedé sin hogar ¿podía tener más mala suerte? Un amigo,
Trabis, me ofreció alojarme temporalmente donde su familia ¡bendito seas! Me
cambié en tiempo récord y en un par de semanas ya estaba viviendo en Recoleta,

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una especie de república independiente de Santiago. Trabis, regularmente dedicaba
sus días a la introspección filosófica y a hacer intervenciones artísticas en el espacio
público. Sumado a esto, también estaba cruzando una crisis económica bastante
ruda, no tenía mucho dinero ni para comer ni para beber algo con mis amigos,
cuestión que por mi espíritu sociable era una tragedia. Trabis, por aquella razón,
estaba siempre al pendiente de que no me faltasen muchas cosas y frecuentemente
me pedía que lo acompañara a comer con su familia, que extendido en el tiempo no
siempre fui una grata presencia. A pesar de esto, mi carrera artística seguía en
ascenso, me invitaron de un par de galerías –no de mucha monta pero que
ayudarían a engrosar mi currículo–.

Si bien me sentía totalmente desafortunado, casi desahuciado, mi amistad con


Trabis logró olvidarme de muchas cosas dolorosas. Él tenía más problemas que yo,
partiendo por la salud (tenía epilepsia), lo que me hacía canalizar todo lo positivo y
animoso de mi carácter en tratar de darle un poco de alegría. Salimos
recurrentemente a distintos bares que lindaban en lo marginal y algunas veces en
lo burgués. Todo esto me hacía sentir que realmente estaba viviendo una vida que,
si bien era frágil, era todo lo que podía querer.

Un día viernes, quinto día de la semana, Trabis y yo teníamos que entregar los
últimos avances de nuestra tesis, previo a la defensa. Llegamos un tanto atrasados,
como a las 11 y la reunión era a las 10. Llegamos agitados por el atraso, pero Trabis
se veía más cansado que yo, y así, de un momento a otro, cae al suelo y comienza
a tener una crisis epiléptica. Esta crisis estaba lejos de las que había visto por la
televisión o en las películas, que por lo general muestran unos espasmos similares
a un pez fuera del agua. En este caso, el cuerpo se volvió rígido, apretado, tenso y
con mucha fuerza ejercida, una especie de Rigor Mortis. Nadie sabía qué hacer, y
yo, como su huésped y amigo, tenía la presión de hacer algo por ello. Lo primero
fue abrirle la boca y colocar algo dentro para que no se mordiera la lengua y muriese
por ello, luego acostarlo en una posición horizontal y finalmente esperar. Ya pasado
el tiempo, Trabis se «ablandó» y pedimos un taxi para su casa en el cual yo iba con

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él. En el camino para distender un poco la situación, nos reímos sobre que al final
nos salvamos de entregar nuestros minúsculos avances.

En esos momentos las crisis de Trabis se hicieron más frecuentes y yo tuve que
acostumbrarme a hacer los procedimientos adecuados cuando esto sucediera.
Situación que no coartó nuestro deseo de aventura y ganas de salir por las noches,
por muy peligroso que para él fuera. Deambulamos muchas veces por la ciudad,
algunas acompañados de Betania y Paris, incluso pasado el tiempo, con Aruba
(cuando ya había superado mi relación con ella). Fuimos a varias exposiciones,
tocatas, fiestas, quizás todo lo que le hacía mal a Trabis, pero su anhelo por la vida
lo podía todo. Pasado un tiempo, Trabis comenzó a salir con Betania, lo que no era
sorprendente, porque a pesar que era un tipo tímido no carecía de un hipnótico
atractivo. Esta relación hizo que nuevamente me acercara a Aruba ya habiendo
superado nuestro desafortunado episodio. Nos convertimos en buenos amigos.

Mientras vivía con Trabis me comenzó a rondar la idea de irme del país una vez
terminada la tesis, la cual no le quedaba mucho para ser terminada, comencé a ver
algunos destinos como Rumania, Rusia, Japón, España y México. Estos dos últimos
fueron los que más se acercaban a algo realista debido a no existir una barrera
idiomática como con los anteriores. Soñar es gratis. Otra de las razones que me
animaban para partir, era ver y vivir una experiencia más cercana al arte
internacional, debido a nuestra condición de país de extremo sur, poco es el roce
que tenemos con las producciones artísticas de otros países, incluso los vecinos.
Tampoco es que reniegue ser «sudaca» sino que hay otros horizontes temáticos,
preocupaciones, sensibilidades y referencias con diferentes perspectivas de vida, y
tomando en cuenta mi obra apelando desde un sentimiento común como la soledad,
podría ser interesante ponerlo en tensión con otras realidades. A pesar de todas
estas intenciones, era una idea vaga que no sabía bien si lo iba a hacer,
probablemente involucraría un desembolso de dinero fuera de mis precarias
posibilidades, la única opción sería postular a algún fondo estatal y eso ya era una
complicación.

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Entre estos ires y venires sentimentales produje una serie de obras dedicadas al
desamor, estas obras conformaron una serie llamada: «habitar las sombras». A la
inauguración asistió mucha gente, conocidos, amigos, galeristas, desconocidos y
un sinfín de clichés artísticos bohemios. Las personas se atochaban y chocaban
unas con otras, sudaban, salían, entraban, se pasaban a llevar; todo como si
estuviesen en el metro en hora punta. Me sentía como si hubiese sacado un
Bestseller, un éxito de aquellos que uno recuerda. No podría fingir que no me sentía
alegre. Violeta invitó a sus amigos de música, Nat fue con Nadia, Trabis con Betania
y Paris con Aruba; las personas con que más me relacionaba estaban ahí, y pese a
toda la cantidad de gente, me quedé con ellos durante la jornada.

Cuando nos íbamos con Trabis a la casa apareció un tipo como de mi edad que
también se llamaba Edvard, pero de apellido San Martín. Resultaba que también
era estudiante de artes en último año de otra universidad, me felicitó por la muestra
y me invitó a su taller que quedaba en Irarrázaval, cerca del metro, y como yo solía
decir siempre que sí, quedamos la semana próxima de vernos. Así fue como el lunes
siguiente nos encontramos en el sitio pactado y compramos un pack de cervezas
Tecate para llevar al taller y poder compartir con sus amigos en esa gran estación
de trabajo. Edvard S. estaba haciendo una serie de pinturas de imágenes mediadas
por la televisión, hitos históricos de grandes sucesos bélicos. La obra de Edvard S.
me parecía muy interesante y nunca había visto que alguien utilizara la pintura de
aquella forma, era muy atractiva en términos pictóricos que, si bien no tenía el
trabajo de pasta que tanto me apetecía, sus colores eran impresionantes, se
parecían y brillaban como fuegos en medio de protestas (temas que también
trataba). Me dio una especie de hiperventilación al observarla, quería pintar más y
más, ponerme a la par de este artista desconocido para mí.

Edvard S. al poco tiempo de hacernos amigos me presentó a Gap, que también era
pintor, un año mayor y estudiaba en mi escuela, pero nunca lo había visto, o nunca

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había prestado la atención en él. Gap vivía en el mundo de las redes sociales:
Twitter, Tumblr, Instagram, entre otras. De ahí sacaba imágenes como si fuese un
coleccionista de internet y pintaba escenas descontextualizadas de su origen. Su
trabajo a diferencia de Edvard S., brillaba por un preciosismo técnico muy inusual,
tenían una atmósfera entre melancólica y soñadora, un estado de exaltación de los
sentidos entre la vigilia y el sueño. Puede ser que también se viera una híper
sensibilidad, las obras podrían haber sido desechas con un soplido debido a su
naturaleza tan etérea. Qué increíble la pasión del arte. No faltó tiempo para que,
entre las conversaciones de pintura, ideologías dentro del arte y exposiciones, nos
hiciéramos amigos, Edvard S. era el más ambicioso y Gap era más sensible y
entregado en cuanto a la pintura, sin duda los tres éramos fundamentalmente
«pintores». Poco tiempo después, tomándonos unas cervezas cerca del metro
Santa Lucía quedamos en hacer una muestra juntos que se llamaría «Blackout» en
la misma galería donde yo había expuesto hace poco, y sin más preámbulos el
espacio nos aceptó nuestro proyecto, sería a fines del 2012 (números en cuales la
suma de cada uno de los dígitos da 5). Si bien nuestras obras eran disímiles tenían
una atmósfera que las unificaba, algo como una especie de melancolía en las
imágenes o quizás en su construcción pictórica en la que predominaba una paleta
bastante desteñida y en mi caso monocromática. Es verdad que cuando uno se
dedica al arte se encuentra con un montón de gente en el camino, pero bastante
raro es encontrar dos personas que encajen tanto amistosa como artísticamente
con uno, y eso pasó con Edvard S. y Gap.

Por esos días, Gap tuvo una exposición individual en un centro cultural en Las
Condes donde mostraba una serie de paisajes y arquitecturas (bastante cercano a
lo mío) pero hechos con tóner de fotocopiadora. En este caso el monocromo era
más suelto, más expresivo que en sus otros trabajos, había manchas que
chorreaban y otras que desaparecían, los negros que alcanzó en dicha muestra
eran como carbón, petróleo o un mar negro sin reflejar su profundidad.

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Una vez resuelto nuestros problemas, fui con Aruba a ver la muestra y quedamos
bastante conmovidos con la calidad emocional de las obras, definitivamente
estaban cargadas de algo que, no sé bien qué es, sólo lo soportan las imágenes.
Sin duda, Gap estaba en la sintonía de lo que yo quería ver, al igual que cuando vi
la obra de Edvard S. Esa noche después de la inauguración salí a tomarme una
cerveza con Aruba y ella me confiesa a modo de secreto que a la semana siguiente
se iba del país a deambular por Latinoamérica aparentemente sin fecha de retorno.

Parte VIII

5 días para el quinto mes del 2012 ocurriría una de las mayores tensiones que podía
suceder dentro de la vida universitaria: la entrega y defensa de la tesis. Ya había
pasado por todos los procedimientos de escritura y la producción de la obra final,
solo faltaba enfrentarla a una comisión de agentes externos que me pondrían a
prueba de las maneras más insospechadas posibles. Me encontraba nervioso,
estaba solo en una habitación, con un nudo en la garganta, congelado y con unas
manos temblorosas en un vaivén constante ante mi inminente salida definitiva de la
universidad. El viento estaba pesado, o quizás ni siquiera había viento, tal vez las
partículas en el ambiente generaban una pesadumbre al aire. La comisión hizo su
entrada. Uno a uno, despacio, conversando entre ellos con una frialdad gélida, cada
paso que sentía era como un sonido de reloj que marcaba mi fin de todos estos
años. Mi corazón estaba ansioso, por lo que les pedí a modo de favor que se me
permitiera fumar, lo que no tuvo una recepción muy positiva, pero accedieron.
Comencé hablando, por una parte, de la performance y el arte corporal, que por la
cronología y el encadenamiento de mis trabajos se vinculaba con mi pintura. El
cuerpo físico en la espacialidad y el cuerpo pictórico en el plano. Los primeros pasos
que di en el arte contemporáneo efectivamente eran desde la performance y no en
la pintura. Mis primeros trabajos trataban del desplazamiento del grabado en cuanto

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al concepto de impresión y copia. Hubo una obra que entinté la cicatriz causada por
la abdominoplastía de la adolescencia (posterior a mi bajada de peso abrupta), y
luego la presioné con un papel de algodón –estereotípico del grabado– y generé
una impresión de la cicatriz. Desde ese punto se podría hablar del cuerpo
materializado en obra, gustándome pensar que la cicatriz es una especie de
cordillera, un cordón rocoso como un paisaje, de esos que construí tiempo después.
Por otra parte, nunca hice performances grupales, siempre fueron solitarias y con
vestimentas oscuras que daban una sensación de monocromía en conjunto con una
sala blanca. El punto de todo esto era la pintura, la relación entre cuerpo físico de
la acción hacia el cuerpo pictórico, la materia y su volumetría en mi trabajo.

Lo más complejo y que hizo la atmósfera más pesada fue explicar lo que considero
inexplicable. Cosas que las imágenes dicen sin palabras. El paso de la performance
a la pintura se relaciona con una visualidad buscada, algo que no existe en el mundo
concreto, pero que a través de la construcción artística se hace real. Sin embargo,
pasó de un momento a otro que lo pictórico me hizo un sentido emocional mucho
más profundo que la conceptualidad arraigada en la performance, lo sensitivo por
sobre lo intelectual. Todas estas reflexiones no las pude llevar a cabo naturalmente
y sobreintectualicé mi obra, casi como si fuese una máquina de ideas, algo sin
pasión, sin olor, sin luz ni oscuridad. Definitivamente nada salió como esperaba, la
defensa debía durar unos 20 minutos y me extendí a casi una hora hablando cosas
que no importaban estructuralmente a lo que debía decir, de un momento a otro, sin
ningún aviso, dejé de hablar y se acabó mi presentación.

Nada estaba preparado para que saliera bien parado de esta situación, el ambiente
era denso, todos estaban serios como en un funeral, y de una manera u otra, de
eso se trataba (no sé a ciencia cierta si esa fue su intención desde el principio). La
muerte de eso se trata, de acabar un proceso, y éste, es en el que me había forjado
como artista dedicándome ya por completo a esta práctica, aunque nada sería fácil,
nunca lo fue ni nunca lo sería. La comisión de la tesis no estuvo de acuerdo con mi
discurso y me lo hizo saber de una manera cruda y severa. Dijeron que no sabía

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hablar –y cómo no, si me deshacía en nervios– aunque de la obra hubo elogios y
palabras que me animaban a continuar. Al final no me importó nada de lo que
expresaron, ni siquiera quise retener mucho sus críticas, solo me importó acabar, y
así fue, terminé y desde ahí comenzó mi vida solitaria en el arte, sin compañeros ni
guías de ruta.

II

Al salir de la Universidad dejé de vivir con Trabis y me fui a una casa donde
arrendaban una pieza que, si bien era pequeña, la adecué para que fuera mi taller
y habitación. La casa era grande con muchas habitaciones y se notaba su vejez en
lo deteriorada que estaba, aunque tenía su poética. Caminando era a unas dos
cuadras del taller de Edvard S. y eso nos facilitaba las cosas para nuestra
exposición y por supuesto para vernos más a menudo. Edvard S. insistió en que
hiciera una fiesta de inauguración de mi nuevo hogar, pero yo no me sentía tan
cómodo con la idea de llevar tanta gente a un espacio cohabitado con más personas.
Edvard S. no dio el brazo a torcer y les propuso la idea a mis convivientes. A ellos
también les pareció una idea maravillosa, ofreciéndonos un gran equipo de sonido
ya que Sebastián se dedicaba a la música electrónica y al parecer era bastante
conocido por ello, así que él propuso una fiesta con toda la parafernalia incluida.
Gap invitó mucha gente conocida en el mundo de internet –que era el lugar donde
más habitaba– incluyendo personas que no conocía presencialmente. Edvard S. se
encargó por su parte de la gente relacionada con el arte con que él se juntaba; por
mi parte, también me hice presente con artistas y mis amigos de siempre, Nat, Nadia,
Trabis, Violeta, Betania, Paris y algunos más que se me quedan en el tintero.

Uno de los beneficios de la casa es que quedaba justo en una parte donde no había
otros domicilios, es decir, nos encontrábamos en un área comercial donde no había
gente que nos pudiese reclamar por los ruidos en la noche. La fiesta comenzó desde
temprano, o por lo menos empezamos a beber comenzada la tarde. Si bien el
verano ya había pasado, el calor era infernal, como un ardor seco sobre nuestras

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cabezas. Apareció de pronto un tal Cristian Abarca que era músico de electrónica –
además de arquitecto– igual que Sebastián, pero a diferencia de él, Cristian hacía
algo más oscuro, una especie de Boards of Canada pero más denso. Edvard S.
conversaba sobre nuestro proyecto con Gap como si de alguna manera
promocionara nuestro trío artístico (años más tarde se perpetuaría). Sebastián llegó
con un piño de gente y se armó una escena digna de la aprobación del mismo
Dionisio, y no solo pensando en el alcohol y los estrambóticos bailes de ocasión,
sino, también, las drogas circulaban como agua entre los dedos. Sonaba Duran
Duran, The Cure (Lovesong fue la predilecta), Bauhaus y Joy división para poner
algo de oscuridad cruda a la escena. Pensé en medio de la fiesta, en un instante
de introspección, ya dejada la universidad, que de alguna manera estaba buscando
una forma de escapar de todo, de la maldición que sentía en el arte me había
marcado a fuego. Aunque, esta maldición era al mismo tiempo mi salvación, mi lugar
en el mundo en el cual podía ser yo mismo sin miedo al reproche, a la
autocompasión y al cariño que tanto me dolía recibir. Se podría decir que el arte era
mi amor verdadero.

Nat, Nadia y Trabis se fueron temprano, pues en realidad nunca fueron


particularmente buenos para las fiestas –a excepción de las que realizábamos en
las áreas verdes de la universidad–-; Edvard y Gap parecían más motivados debido
a que por fin yo podría vivir cerca de sus talleres. Todo se desenvolvió dentro de
una exquisita oscuridad, luces tenues, música dominada por los bajos de los
amplificadores y cada uno de nuestros pasos determinaba las huellas que
dejábamos sobre un piso color madera.

La noche oscurecía todo y cada uno de nuestros movimientos parecían ser


pequeños secretos, algunos se drogaban; con Gap y Edvard S. nos
emborrachábamos, y otros hacían de las habitaciones lugares inhóspitos. El día
llegaba y esto no terminaba, todo era un continuo de cuerpos que no se agotaban y
yo parecía en un trance único hasta ese momento, de una forma u otra, me dejé
llevar por la oscuridad. Había llegado a mi nuevo hogar.

47
Días después, Cristián Abarca se comunicó por teléfono conmigo para hablar de
una posibilidad de trabajo, le había caído en gracia y le parecía atractivo seguir en
contacto conmigo. Él –además de lo dicho anteriormente– era profesor de la
Universidad de Chile en una catedra sobre composición arquitectónica, o más bien
eso pensaba hacer desde ese momento, y al ver mi trabajo pictórico (que le mostré
en la fiesta) quería invitarme a realizar esa clase. Todos esos paisajes invadidos de
estructuras brutalistas y geométricas que había desarrollado durante mi estancia en
la universidad (especialmente las preparadas para mi tesis), fueron las que
impresionaron a Cristián, al punto de desear trabajar conmigo, cuestión que
claramente acepté sin ningún tipo de duda ni vacilación.

La verdad es que no me había visualizado nunca como profesor, aunque si bien


podríamos decir que el arte no tiene un campo laboral definido, la carrera docente
ha sido siempre una honorable salida lateral a la hora de generar ingresos (para
quienes no ven esto como una ocupación central). Esta es una buena instancia para
reforzar las habilidades y conocimientos entorno a la práctica de esta disciplina. Por
lo mismo, en Chile, incluso los grandes artistas se vinculan a instituciones
académicas, produciendo «escuelas» en torno a sus modos de creación. En
muchos casos se genera una relación de discípulo/maestro, no siempre del todo
sana, a veces se perpetúan los discursos sin dejar rastro para la autonomía. Sin
embargo, Cristián parecía ser distinto, quizás porque era un profesor nuevo y aún
no heredaba las mañas de sus pares, o lisa y llanamente, no tenía el ego de los
viejos estandartes. Así, nuestras presencias buscaban desmarcarse de las viejas
tradiciones y generar arquitectos con una visión más amplia de su disciplina, una
forma más apegada a la sensibilidad que al mero hecho de construir una edificación.

Las clases que hicimos partieron a principio del año 2012 y los nervios nos
carcomían los minutos antes de nuestra primera clase. Cada sesión estaba
constituida por una sala –tipo auditorio– con unos 70 estudiantes, dado el horario,
estaban esperando algo de motivación después de almorzar. La primera clase

48
hablamos sobre composición en el soporte bidimensional. Mostramos algunos
collages de los años 70, artistas Suprematistas, la Bauhaus, pinturas clásicas,
dibujantes e ilustradores contemporáneos. La clase funcionó mejor de lo esperado
y yo logré desenvolverme fluidamente en mis ideas, las cuales estaban chocando
constantemente dentro de mi cabeza. No podía más con todo lo que quería decir y
no pude expresar. Luego de esa clase, con Cristián nos fuimos a tomar unas
cervezas a un bar cerca de metro Baquedano, en el cual nos encontramos un
montón de gente conocida. Al parecer era un local bastante popular en los
ambientes académicos y artísticos. Luego de un rato nos llamó Sebastián y nos
fuimos a celebrar nuestro primer día de clases a mi casa, la cual en ese momento
estaba albergando unas cinco personas ya bebiendo desde la tarde. Cristián se
motivó a poner la música mientras que Sebastián preparó unos cócteles, la noche
caía al ritmo de canciones oscuras de los años ochenta y a ratos los noventas, como
una serie de ritmos melancólicos que nos llevaban a un caminar sin rumbo. Aquella
noche no tendría fin.

III

Mientras estaba dedicándome a las clases, con Gap y Edvard S. nos centrábamos
en la producción de Blackout. La galería donde expondríamos no era tan amplia,
eso sí, poseía un nivel de llegada al público muy grande, probablemente se llenaría
y fuese un éxito (considerando también nuestro poder de convocatoria). Edvard S.
empezó a trabajar sobre la muerte en los medios masivos de comunicación, algo
así como las guerras televisadas, siempre utilizando esos brillos fatuos de su
pintura; Gap por su parte trabajaba sobre la melancolía usando imágenes antiguas
sacadas de revistas Life de los años setenta, fotografías que, sacadas de su
contexto informativo, tenían un rendimiento atmosférico muy hermoso, tal cual
poesías visuales. En lo que a mí respecta, me dediqué a hacer arquitecturas minimal
japonesas, unas reinterpretaciones modernistas de la imagen clásica de las
construcciones niponas, todo siempre manteniendo un estado de misterio y de
atemporalidad, como si la lluvia fuese a llegar en cualquier momento. Edvard S.

49
tenía mucha fe en nuestra exposición, creo que él era el más motivado (a menudo
fluctuaba en ese éxtasis) con nuestro trío artístico. A decir verdad, estaba
funcionando muy bien nuestra unión, si bien éramos disímiles, de una manera u otra
nos parecíamos. El arte tiene caminos misteriosos, a veces, nos lleva a
encontrarnos pares, una de las cosas más bellas de esta práctica; el hecho de
encontrarnos con personas que sienten similares y han apostado por el camino más
riesgoso, el de la soledad y la emocionalidad. Ya me estaba cansando de estar solo,
hacer algo que implicaba tanto destierro humano me pasaba la cuenta, aunque no
todos los artistas lo viven así, en mi caso, significaba una especie de marca.

Todo iba relativamente bien, tenía trabajo, exposición y amigos; al parecer no era
suficiente, me sentía sumido en un hoyo depresivo que se mostraba tan oscuro que
una salida se veía casi imposible. A cada segundo me quería morir y no podía
controlar esas ganas de borrarme para no vivir el presente. No sé si lo que me
pasaba era inconformismo, muchos dirían que era tan banal como eso. Ciertamente,
no podía gozar nada de lo bueno que me sucedía (usaba cualquier excusa). Por
entonces había dejado la terapia psicológica y pensé que estaba bien, pero al cabo
de meses todo se volvió muy intenso. Mi dolor era como una punzada ardiendo en
mi pecho, muy al centro, y cuando no era así, mi cuerpo estaba deprimido, sin ganas
de nada. En esas condiciones llegaba diariamente de las clases con Cristián y me
tomaba regularmente un par de cervezas con él, nada del otro mundo, sólo un par,
aunque muchas veces me pasó que quería borrarme por completo, dejar de sentirlo
todo, y en esos casos, tomaba hasta hartarme. Edvard S., por su lado, se
preocupaba por la exposición y yo no tenía la fuerza para rendir con eso, aunque
sabía que lo lograría de una manera u otra –me estaba costando demasiado vivir
dentro de un profundo agujero negro–. Con Blackout, Gap y Edvard S. esperaban
coronarse como artistas en la cresta de la ola de los emergentes, en realidad era
así, estábamos recién emergiendo. Por mi parte, vi muchas películas –quizás
demasiadas– buscando imaginarios para construir mi obra, y este tiempo invertido,
me sirvió mucho para superar los desastrosos hechos de mis últimos dos años en
la universidad. Ahora ya no era un estudiante y no tendría que ver a nadie que me

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haya hecho daño, ya sea de la índole sexual (los recuerdos me atormentaban) como
del lado profesional. Confieso: las llagas ardientes no cicatrizan nunca en nuestra
carne.

Paralelamente a la producción de Blackout, me interesé por el posgrado que ofrecía


mi universidad, mediante el cual, podría encontrar una validación mayor dentro del
circuito artístico y así enfrentar mi obra ante artistas de mejor carrera que la mía.
Planeé que, al año siguiente, postularía al magíster; si no quedaba vería la
posibilidad de irme a México, idea recurrente en ese entonces. Según había visto,
bastantes artistas que estaban en la palestra actual, eran estudiantes o egresados
del magíster de la universidad donde estudié (Si lo pensaba fríamente, no era
visibilidad lo que yo necesitaba, pues ya la tenía) y por lo general, todos ellos, habían
conseguido exposiciones mediante los vínculos hechos durante este grado
académico. Esta razón me motivaba entrar a estudiar nuevamente. Pensaba que lo
necesitaba, mas no dejaba de reparar en lo roto que estaba ¿Desde cuándo estoy
quebrado? ¿desde la universidad? ¿desde la infancia en 1995? ¿por los abusos?
Era imposible tener alguna respuesta. El arte –el cual ya era doloroso para mí–
estaba siendo la puerta de salida a mis fantasmas, y también eso quería, morir y
volver a nacer; quemar mi pasado y volver a empezar desde el arte; que éste me
renovara y pudiese alcanzar un estado de felicidad; por muy superficial que fuese.
Quizás el éxito, efímero sin duda, podría tapar algo de mis sentimientos destructivos.

Realmente no tenía ganas, ánimo o fuerzas para seguir pintando, no quería mostrar
nada respecto a la exposición con Edvard S. y Gap. No tenía nada, salvo un par de
pinturas de 20 x 20 cm, unos paisajes muy preciosistas de campos nevados de
Rancagua. A veces pienso que me hubiese gustado ser como mis coetáneos
quienes producen obra constantemente, y como cual oficina, se dedican todas las
mañanas a ir a su taller y hacer piezas artísticas. Yo, únicamente pintaba dentro de
la desesperación. En ese punto creo hacer gala de mi nombre, mi madre lo pensó
bien, la desesperación en la cual pintaba me recordaba mucho a los cuadros de
Edvard Munch, haciéndolo uno de mis pintores favoritos. Además, empatizaba

51
profundamente con su obra, junto a la de Van Gogh (ellos son los mayores
exponentes de hacer de la oscuridad un terreno terroríficamente fértil. Un campo de
girasoles envolviendo un lecho de muerte).

En esta parálisis creativa me justificaba aludiendo a la búsqueda de palabras


precisas dentro de la producción de obras, cuestión que era una farsa. Quizás en
otro momento, al principio, buscaba encontrar un corazón de oro como decía Neil
Young, ahora mi pena me ahogaba. No había imagen que me removiese hasta el
momento, ningún discurso me emocionaba, y eso se traducía en una constante
desmotivación. Uno de esos días grises como pinturas deslavadas, Francisca Pino,
una videasta realizó una ponencia sobre su trabajo en el Museo de Arte
Contemporáneo; algo en su trabajo me conmovió, un apretón en el corazón como
una angustia y deleite estético, una delicia proveniente de los imaginarios de la
pintura «velazquiana» y una inmovilidad natural como un paisaje de Corot. Su video
eran escenas naturales en encuadres fijos, algo que al rato hipnotizaba. Quienes
vimos su obra nos encontrábamos sumergidos en la observación del vaivén de los
árboles de una geografía indeterminada, una especie de ningún lugar, pero todos a
la vez. En ese momento la fe volvió a mi cuerpo y me brotaron unas renovadas
ganas de pintar y ser un artista, uno que crea paisajes comunes y universales que
tocan lo individual de cada persona, la memoria, lo emotivo y sentimental. Esa
misma noche llegué a pintar a mi pieza y me sumergí en la muestra próxima. Esta
vez sabía qué hacer.

Mi obra para Blackout se llamaba «El lugar y el tiempo» y me dirigí por la dirección
de las pequeñas pinturas de paisajes nevados de Rancagua. Hice una serie de
pinturas de pequeños formatos de parajes melancólicos como atrapados en un
tiempo indeterminado, siguiendo mi línea de obras monocromas. La pintura había
rescatado la poesía de la inmovilidad de los videos de Francisca Pino, que muy
gratamente me motivaron a seguir pintando. Quizás sea eso lo que genera el arte,
ganas profundas de crear un mundo interno, de sentir y emocionarse. Eso realicé,
una serie de pinturas sentimentales. La muestra fue la primera semana de

52
septiembre, y todo estaba alborotado, había comenzado la feria de arte
contemporáneo de Santiago y el mundo vivía pendiente de eso. Nos asustó en un
principio, no íbamos a estar preparados para competir con tal evento, y nos
equivocamos: la muestra fue un éxito. Por una parte, los brindis abundaban en la
exposición, la gente se embriagó y llegaron un par de medios, uno escrito y uno
radial, nos entrevistaron y les llamó mucho la atención que sin planearlo todas
nuestras obras eran de pequeño formato. Nuestras pinturas convivían en total
armonía, los tres apelábamos a un tipo de sensibilidad, las individuales, éstas a su
vez, envolvían a los otros. Fue una muestra que calaba hondo en la emoción. Por
otra parte, este evento se preparó con tiempo, fue de lujo, lindando en lo desmedido.
Nos conseguimos auspicios de un par de marcas de licores y uno de comida, el
lugar se llenó sin dar tregua a quien intentaba entrar, incluso, muchos se quedaron
sin poder ver la exposición y sólo pudieron ir a visitarla la semana siguiente. Nos
sentíamos como si hubiésemos alcanzado algo, tocado un poco de gloria artística
–por muy pasajera que fuese–. Estábamos saciados de logros, una felicidad que
logró tapar por una noche los demonios asechando mi cabeza. Esa noche dormí
bien a pesar de mis problemas de sueño, no tenía nada más que decir ni de qué
quejarme.

IV

Las cosas vuelven siempre a su punto de inicio, y la felicidad de la muestra había


caducado. Yo, Gap y Edvard S. conseguimos exposiciones individuales en distintos
espacios con un mediano prestigio; debíamos pensar en el futuro y dejar el jolgorio
del presente. Si bien había que dejar amainar nuestra obnubilación del momento,
no significaba volver a ser tristes –por lo menos en mi caso-. Las cosas artísticas
nunca me habían ido mal, ahora todo iba viento en popa, cuestión que me tenía
alegre y ocupado, aunque fuese una manera de tapar mis sentimientos
autodestructivos. En verdad, me hubiese gustado que todo esto cambiara mi forma
de ser, pero los estados depresivos estaban demasiado arraigados dentro de mí e
inevitablemente surgían en los peores momentos –o los mejores–. En mi casa yo

53
casi ni aparecía, estaba encerrado pintando y no quería establecer muchos lazos
que me alejaran de mi camino. Inevitablemente caía muchas veces en dinámicas
con alcohol y alguna que otra droga, nada importante, pero sí, cuando eso sucedía
surgía en mí un deseo inconmensurable de morir. Cada momento donde la alegría
tocaba un punto cúlmine, se alzaban las ganas de morir. De ahí surge el nombre de
mi siguiente exposición: «Cómo desaparecer completamente». Tenía bastante
tiempo para preparar esta muestra, sería al año siguiente según lo ofrecido por los
galeristas que fueron a Blackout.
Ya estábamos a la mitad, o un poco más, del semestre en arquitectura con Cristián
y los estudiantes estaban creando trabajos realmente interesantes, habían logrado
mezclar las artes visuales con la construcción arquitectónica, a su vez, estaba
tomando distancia de Cristián, en realidad, comencé a tomar distancia de todos,
menos de Nat, Violeta, Nadia y Trabis; a quienes veía lo más seguido que pudiese.
Aunque, Trabis estaba bastante enfermo, incluso tenía prohibido salir de su casa
por el miedo a sufrir una crisis epiléptica en la calle o con alguien que no supiese
hacer los procedimientos adecuados para ayudarlo, sumado a la reciente ruptura
con Betania; yo era su único soporte y trataba de no abandonarlo, pese a la
complicación de no vivir juntos.

Betania una vez terminada con Trabis se acercó bastante a mí, no para hablar mal
de él, sino que para reafirmar la amistad que habíamos trazado cuando nos
conocimos. Salimos algunas veces a ver a Paris y comer unas pizzas por un local
que quedaba cerca de su casa, y otras veces, preparábamos unos intentos de
comida mexicana, todo muy amistoso. En esas visitas creo nunca haberme fijado
en la belleza de Paris, quizás me había fijado más en Betania, incluso fantaseé con
ella, pero nunca había reparado en Paris. Distinguí -por vez primera- su piel tostada
y dorada, muy tersa; su pelo castaño que caía por sobre sus hombros, ni tan largo
ni tan corto; sus labios que parecían siempre húmedos como si existiese una
desnudez dentro de ellos y sus ojos claros, casi amarillos como los de Luz Marina;
uno de mis primeros amores en la adolescencia. Paris, un día me invitó a que
viésemos películas japonesas –de las cuales yo tenía muchas–, así que me surtí de

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mi mejor material para llevar a su casa. Elegí Himuzu de Sion Sono y Tokio Sonata
de Kiyoshi Kurosawa (no tiene nada que ver con el icónico Akira Kurosawa). Me
preparé para ir, me vestí relativamente bien, incluso me coloqué un perfume que me
habían regalado la navidad anterior y tomé la micro para ir a su casa. Paris tenía
lista la sala para que viésemos las películas, pero no pasó mucho tiempo para que
éstas pasaran a segundo plano. Nos besamos casi empezando Himizu, su cuerpo
se acercó a mí antes de que yo planeara o me atreviera hacerlo. Sus manos doradas
tocaron mis dedos y sutilmente las entrelazamos, nos acercamos al punto de anular
completamente nuestros espacios privados para ser una sola cosa, una abstracción
de cuerpos. Me sentía muy cómodo con ella, como si ese momento estuviese
destinado a pasar, una especie de profecía cumplida. Prontamente nos fuimos a la
habitación de Paris, nos desvestimos, nos abrazamos y seguimos besándonos. Sin
embargo, en el momento en que los dos decidimos tener sexo, emocionalmente
colapsé, no sentía que lo pudiese hacer y vinieron imágenes de todas mis
experiencias traumáticas al respecto, solamente quería acostarme y descansar de
estas emociones que ya eran suficiente para mí.

Luego -de casi acostarnos con Paris-, comenzamos a salir, sorprendiendo a la


mayoría de las personas que nos conocían, sobre todo a Betania y Trabis. De cierta
manera, pese a mi pánico a tener relaciones sexuales con ella, me sentía cómodo
y querido, motivado a pintar como no había estado en un buen tiempo y anhelaba
ser una mejor persona. No aquel bodrio metido en los agujeros más profundos de
la depresión y las conductas autodestructivas. Pasaron unos meses, y dentro de
nuestra relación el sexo se volvió un tabú. Cada vez se hacía más necesaria esa
interacción, sobre todo para Paris, quien consideraba que estábamos demasiado
cercanos a ser sólo amigos sin ese factor. Esta presión me generaba un estrés muy
fuerte y cada vez me sentía más inseguro, era algo con lo cual no sabía lidiar.
Debido a esto, Paris decidió cortar la relación para que no entrásemos en conflictos
que mermaran definitivamente nuestra relación. Aunque me dolía, acepté y entendí
su decisión.

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V

El arte a veces lleva por caminos extraños. Terminando el casi infinito 2012
(específicamente 5 semanas antes de su fin) fui premiado por un concurso a nivel
nacional que gozaba de un alto prestigio dentro de los escenarios del arte
contemporáneo. La obra ganadora era un políptico de cinco pinturas que había sido
rechazada por los comités universitarios cuando la mostré como parte de mis
trabajos de estudiante, dada esta negativa, la escondí durante largo tiempo. En
estas pinturas había usado como referente las obras más polémicas de los
accionistas vieneses, donde el cuerpo y el dolor se hacían uno con sus aclamadas
performances. Fuimos a la ceremonia con Edvard S. – él había quedado finalista
del concurso– y nos emborrachamos de alegría y alcohol, con los ya conocidos
vodka tónica. El puesto donde se encontraba la gente sirviendo vodka estaba
abarrotado de gente, no era posible moverse y aún no comenzaba la premiación,
esto daba cuenta de la expectación ante tal espectáculo de las artes chilenas. Al
momento del discurso todos estaban un poco borrachos y un poco confundidos con
los que se estaba diciendo desde el micrófono. Luego, uno a uno llamaron a los
finalistas. Cuando llegó mi turno, no pude evitar la emoción, lloré. Era un momento
importante para mí. Si bien no estaba encontrando el sentido del arte que perseguía,
sí me mostraba el sendero de un camino, sea cual sea.

El comité de mi universidad que elegía los candidatos a magíster no se quedó


inmóvil ante la noticia del premio. Me eligieron para realizar este posgrado. Tras una
seguidilla de eventos desafortunados por fin recibía ayuda –quizás por karma–, para
que el mundo y su cotidiano vivir, se me hiciese un poco más liviano, sin la
necesidad de abandonarme al sufrimiento cada vez que pintaba. Sin embargo, tenía
que conseguir dinero y postulé a fondos del estado para poder realizarlo. Estaba
confiado, ya había salido todo bien, sólo faltaba este punto. De seguro lo lograría
(aunque penaba aún la idea de irme del país). En el último mes del año, a cinco
días de la navidad, me entregaron los resultados y no había quedado seleccionado.
El jurado me consideró demasiado joven para realizar un posgrado.

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Parte IX

Las cosas no funcionan bien siempre, es más, es dificultoso mantenerlas en


ascenso mucho tiempo, y yo, llevaba tirando hacia delante un lapsus
considerablemente amplio. Hablaba con Nadia de eso y me decía:

– ¿Crees que esto durará mucho?


– No lo creo
– Y cuando esto acabe ¿Qué pasará?
– Moriré probablemente
– ¿Cómo es eso?
– En el arte me refiero
– ¿Es realmente importante estar vivo en el arte? Vigente quizás
– Si no se puede estar vivo ahí, no encuentro en que otro lugar estarlo. Creo
incluso que mi muerte ya comenzó.
– ¿Y si te vas?
– ¿Cómo «Por qué te vas» de Jeanette?
– No es chiste
– Podría irme a México o España, un lugar donde no necesite aprender otro
idioma, además dice la gente, que es mejor irse antes que a uno lo echen.
– Nadie te va a echar
– Pero morir en el arte es ser marginado, echado
– ¿Tanto te importa estar en el circuito artístico?
– No es eso… Se trata de vivir del arte, de no hacer otra cosa más que crear
algo, aunque sea de la tristeza…
– Creo que ha sido demasiada tristeza ya, empieza a capitalizarla, si vas a
estar en el circuito ¡hazte famoso ya!

57
– Ya soy medio famoso
– Pero medio, no famoso, no eres un inevitable en el arte nacional
– Es verdad, pero por ahora mi ley es: Nunca morir.

Nadia al igual que Nat eran mis consejeras más íntimas, por lo menos en lo que
al arte respecta, me estaban impulsando a irme del país como fuese, con beca,
sin beca; con plata o sin plata. La negativa de los fondos del estado para hacer
el magíster en Chile me había dejado con la moral muy baja, estaba
ensimismado en una constante pregunta sobre mi futuro y no encontraba
ninguna respuesta, este destino me parecía un negro muy profundo, tal cual el
hueso quemado usado para fabricar el óleo negro.
¿Cómo puedo superar mi propia barrera si no tengo la oportunidad de hacerlo?
¿Será este mi límite? ¿Qué puedo esperar del destino ahora? Destino por el cual
yo siempre me había sentido protegido e incluso elegido. El arte sin duda me
daba una lección de la mentira de la meritocracia, no importaba qué tanto me
esforzara, siempre todo estará a la disposición de los adinerados y yo no lo era,
por lo cual, mi techo estaba a punto de tocarme la cabeza.

Las exposiciones no iban mal, nunca faltaban y cada vez iban en mejores
espacios de exhibición. Aunque eran lugares institucionales donde los beneficios
monetarios de la producción artística no se asomaban ni en lo más mínimo. La
preocupación era inminente. A merced de la verdad, hasta ese momento me
estaba «salvando» con las clases realizadas en arquitectura, además de poder
desenvolverme en un habitad amable y constructivo para mis saberes, la paga
andaba mal. El problema era mi visión de futuro, mi cabeza quedó demasiado
ofuscada después del tema del magíster, aunque si vivía el presente no tenía
nada de qué preocuparme. Por esas fechas (finales del 2012) fui incluido en una
compilación de artistas chilenos que estaban impulsando el arte joven en el
momento. Era la primera vez que salía en un libro (no sería la única ocasión) y
me posicionaba como alguien digno de mencionar cuando se hablase de esta
época. Por lo menos algo estaba ganando, notoriedad, fama, difusión o algo

58
parecido, mi trabajo estaba generando un ruido a pesar de ser una pintura
silenciosa y oscura, totalmente distinto a las cromías de mis contemporáneos. A
veces me siento tan distinto a los otros artistas de mi edad, llegando a pensar
que yo estoy o soy el equivocado. Tenemos modos de vida muy disímiles,
pareciera que toda la tristeza estaba de mi lado y la alegría de vivir el arte y la
cultura del suyo. Aunque claro, estoy banalizando esta situación, no creo en
verdad que alguien dedicado al arte sea totalmente festivo, de hecho, dentro de
las artes, las visuales y las literarias son las menos alegres de todas, y por
supuesto, las más solitarias. De todas maneras, el libro se estaba expandiendo
bastante dentro de los círculos culturales, eso me valió un par de llamadas por
teléfono de galerías y la concreción de algunas exposiciones dentro del circuito
comercial, cuestión que más me preocupaba.

Durante este tiempo estaba crónico de futuro, mi miedo al mañana era tan
grande que incluso me empezó a costar horas de sueño perdido. Nadia y Nat
estaban preocupadas porque me encontraba pálido (más de lo normal), con
unas ojeras muy marcadas y unos ojos vidriosos como si hubiese estado
drogado de sueño. Este estado febril me llevó a producir más pinturas –muy
distinto a mi inmovilidad anterior– hallándome disponible para una o más
exposiciones sin repetir ninguna pintura, era mi mejor y peor soplo. Mi pieza ya
se hacía pequeña, no había manera de circular sin pasar a llevar alguna pintura,
ante esto, mis políticas antisociales me hacían alejarme de tener una vida en
taller, prefería estar viviendo en una semi bodega a pagar por la sociabilización
de un espacio artístico, en eso me diferenciaba de Gap y Edvard S., a ellos les
encantaba estar en taller y se gastaban gran parte de sus ganancias en estar
viviendo la vida del arte, mientras yo estaba encantado de mi lúgubre estado de
oscuridad. Quizás haya leído demasiado poetas malditos, pintores malditos, y lo
que venga de la maldición de lo creativo. A menudo conversábamos de esto con
Nadia, ella también estaba enclaustrada en su casa pintando, ubicada en una
población en la periferia de la ciudad, y a diferencia mía, sin la intención de
mostrar jamás su trabajo. Muchas veces intenté sin éxito que expusiera, se

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negaba rotundamente, quizás en algún momento estuve cerca, pero siempre
terminaba siendo imposible convencerla. Nadia admiraba artistas que en sus
épocas vivieron en el anonimato o en la enfermedad, siendo ésta, a su vez la
vida, la vida del arte que consume los cuerpos; años después de que murieron
en la más putrefacta soledad se hicieron conocidos por viejos coleccionistas de
lo extraño quienes develaron sus obras a la humanidad. Quizás eso le pase a
ella, tal vez el día que muera y vendan la casa que habita, descubran una gran
obra, se venda por millones y se exponga en todos lados contra sus deseos en
vida. Yo, quería algo más inmediato, prefería morir siendo nadie, pero vivir un
éxito, moderado, tampoco algo tan impactante, algo que me diera la tranquilidad
del presente y del futuro, porque el pasado –otra enfermedad– no quisiera ni
tocarlo.

Nadia de pronto comenzó a desaparecer. Era evidente que ya no siendo


compañeros no nos veríamos con la regularidad de antes. Pasaba muchos días
sin comunicarse con absolutamente nadie. Tenía la costumbre de no contestar
llamadas ni tampoco correos electrónicos, solamente veía algún mensaje de
texto que le enviábamos al celular (no tenía internet), y ahí, si teníamos la suerte,
podía llegar a alguna cita concertada bajo esta vía. Su mundo interno la estaba
consumiendo, la poesía que tanto anhelaba se estaba fusionando con su carne,
residía la oscuridad profunda de los poetas más malditos que alguna vez
admiramos. Es verdad, ambos siempre fuimos así, pero ella desapareció del
alcance de nuestras manos, y ya no era posible tocar su mundo, aunque no
estaba del todo perdido, todavía contestaba a las pequeñas luces que
dejábamos en su celular. Una vez me pidió no dejar de enviar esas señales
tintineantes a su vida, que fuese su farol, su conexión con el mundo de los vivos
y eso intenté hacer; mal que mal, éramos como hermanos en el sufrimiento del
arte. Nunca nos sentimos parte del carnaval cultural.

Tantas muertes legendarias leídas, fuegos apagándose en las más inhóspitas y


románticas situaciones, almas quebradas creando vida y muerte, limbos

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hermosos. De alguna forma anhelamos nuestra propia extinción. Pensábamos
que cuando nos sucediera tenía que ser poética, aunque, para ser más honestos,
siempre pensamos en suicidarnos (tal como lo pienso ahora, en este año 2020,
mientras escribo estas historias, espero se desencadenen los acontecimientos
para mi trágico final). Por una suerte de invocación, Nadia enfermó. Esta vez sin
mayores versos. Cuando conversamos mencionó que era cáncer y yo no quise
preguntar más, no quería saber qué tipo era o si estaba en un estado irreversible.
No porque no me importara Nadia, sino por el hecho que su enfermedad era algo
incambiable. Simplemente, podía acompañarla en lo que fuese necesario. En el
día que me lo reveló, dijo:
– Tanto que idealicé la muerte, tanto que hablé de ella como una poesía y
ahora no me quiero morir.
Nadia no quería desaparecer, mas enfrentaba la crudeza de la muerte, sin
palabras lindas ni últimos adioses –tampoco creo que los quisiera–. Por mi parte,
no quería pensar en esto como una muerte, sino, centrarme en el momento
propio de la enfermedad, no en su futuro hacedero, aunque claro, eran las
primeras líneas de un dramático guion. Nadia no había sido desahuciada,
simplemente debía seguir un tratamiento, y si todo salía bien, seríamos felices y
valoraríamos la vida como nunca antes, quizás viviríamos tan a concho que nos
olvidaríamos de la infinitud de futuros posibles y existiríamos en una constante
embriaguez de presente.

El pintor favorito de Nadia era Edvard Munch, alcance de nombre conmigo que
nos hacía hacer más de una broma cruel sobre sus pinturas de lechos de
muertes y rostros que muestran brutales expresiones de dolor. La enfermedad
de Nadia nos llevó a ambos a producir obras de forma más fuerte que nunca,
tanto en cantidad como en expresión; como si se nos fuese la vida en cada trazo,
en cada soporte, en cada color (o ausencia de él en mi caso). Ella comenzó una
serie llamada «El lecho» y yo «Pandora». Una vez a la semana nos juntábamos
a ver cada uno de nuestros avances en torno a las pinturas, y como acuerdo,
decidimos no exponer nada de lo que produjésemos. En las pinturas de Nadia

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abundaban los interiores, las camas, las cocinas, los rincones ocultos de las
casas del conurbano; las imágenes construidas aludían a lo precario, a la
pobreza a lo infecto de una muerte olvidada, a la vida de los marginados, a las
personas que no se les permite morir porque deben sostener a la burguesía; en
total, a los imaginarios más alejados de la higienización blanca del arte
contemporáneo. Sus cromías eran oscuras, moradas y cafés desgastados, los
cuerpos eran sombríos cargados hacía el negro óptico (negro mezclado a partir
de los colores primarios) y sus rostros estaban distorsionados, manchados,
dejando la identidad relegada a un segundo plano. Es increíble que, dentro de
tanta desesperación surja algo tan hermoso, conocerlo le da sentido a estar vivo.
El arte es realmente conmovedor.
Nadia siempre cavilaba en la poesía de Baudelaire cuando éste hablaba de la
peste en las calles parisinas del siglo XIX (otro de los grandes poetas malditos).
Ella se enarbolaba desde la precariedad de una población, una maldición
impuesta por el capitalismo de este país, segregando todo ápice de proletariado
hacia las periferias que Nadia habitaba, lugares que las clases dominantes
determinaban como lo peor de la sociedad, y ella, cargaba con esa cruz.

El tiempo pasaba y seguíamos con nuestras obras, no hablábamos nunca de su


enfermedad, aunque de a poco se iba haciendo visible. En ese lapsus, mi trabajo
en arquitectura llegaba a su fin. Cristián se iba a vivir a Berlín y nuestro curso no
iba a seguir el próximo año, lo cual me dejaba prácticamente a la deriva laboral
y el futuro se tornaba más incierto, esta vez, más oscuro de lo imaginado en
esas noches de desvelo pensando qué será de mi vida. De todas maneras, no
me lo tomé mal y con Cristián planeamos trabajar una exposición para un museo
de Berlín donde lo habían invitado a mostrar sus proyectos arquitectónicos, yo
crearía las imágenes de éstos en pinturas al óleo como una propuesta artística
de su trabajo. Los estudiantes nos agradecieron el tiempo que estuvimos con
ellos y nosotros nos emocionamos, en verdad creímos que hicimos una especie
de cambio a la perspectiva clásica de las ideas del habitar transmitidas
generalmente en primer año de carrera. Al finalizar, como una despedida,

62
seguimos nuestras rutinas y ritos como si fuesen sagrados, un vínculo
inquebrantable que estaba a punto de morir. Salimos, como cada día de clases,
a tomar algo a un bar al borde de la universidad, un lugar bonito, sin tanta
parafernalia, pero bien arreglado dentro de su pequeñez. Pedimos unas
cervezas al mesero y las trajo sorprendentemente rápido. Cristián me
preguntaba si tenía algo armado para el próximo año, tal vez hacer clases en
alguna universidad o talleres, o si me estaba yendo bien con las ventas,
respondiendo meras negativas. Mi situación en ese momento se había vuelto
frágil y precaria. Le comenté que, con Nadia estábamos produciendo una serie
de obras, pero quedarían en el más absoluto secreto, no serían expuestas;
Cristián se enardeció por hacer pinturas sin un futuro monetario considerando
mi situación, me decía que debía sobrevivir, ciertamente, mas mi situación con
Nadia era prioridad. Cuando ya habíamos bebido varias rondas mencionó que
podía conseguirme un trabajo en un museo, algo pequeño, montajista quizás,
cuestión que me alivianó bastante mi ansiedad y que también me dieron ganas
de hacer. Nos fuimos con Cristián del bar y regresé rápidamente a mi casa a
pintar. Lo único concreto y apasionante que estaba haciendo en ese momento.
Pintar la muerte de Nadia como si fuese la mía propia, una obra que se
extinguiría quizás en el tiempo de su producción, una vela iluminando frutos
pudriéndose y que ansía apagarse para no ver más.

Pandora iba bien, las pinturas estaban fluyendo y eran como oscuridades salidas
de una caja guardada milenariamente como el mito del mismo nombre. Había
paisajes nocturnos, arquitecturas corroídas por el paso del tiempo; y personajes
ambiguos de género, asexuados, e incluso de una dudosa vida o muerte, como
si estuviesen en el limbo de ser estatuas. Me preocupaba Nadia. Hacía unas
semanas no contestaba ninguno de mis mensajes, incluso intenté hablar con ella
por teléfono a sabiendas que no es del tipo de persona que contesta, igual lo
intentaría. Era desesperante convivir con su desaparición, que no fuese capaz
de responder las constantes señales enviadas, por último, para saber si estaba
viva. Era realmente cansador. Siempre supe que era así y la quería con ello

63
incluido, nada qué hacer. Llegó navidad y fui a compartir a Rancagua con mi
familia, todo muy normal, tranquilo tal como es mi familia, particularmente
silenciosa. No quise hablar de lo que se venía el próximo año, traté de ocultar lo
más posible mi situación de miedo constante ante el mañana, tampoco les conté
de Nadia y las pinturas en camino que, en el peor de los casos, terminaría siendo
una obra póstuma de ella. Toda la atención de las festividades se las llevaron
los nuevos bebés de la familia, cuestión perfecta para ocultar mi propio pesar.
Mientras estaba allá, Nadia me llamó por teléfono para que nos juntáramos el
día de año nuevo y ver nuestras obras, propuse mi casa en Santiago y que
llevara todo lo que tenía hasta el momento, luego beberíamos champaña para
celebrar el año venidero. Esperablemente hubo un silencio los días anteriores a
finalizar el año y no quise presionar la situación. Mientras tanto, por esos días
fui a la entrevista en el museo para ser montajista y resultó todo bien, tenía
trabajo para el siguiente año y solo faltaba cerrar el año con buenas obras para
alivianar el alma. Cayó el día 31, y a las 5:00 de la tarde Nadia estaba afuera de
mi casa cargada con sus obras; se veía pálida, enferma, su contextura seguía
siendo la misma; pero había adquirido un rostro que mostraba una salud débil y
probablemente falta de sueño; no emití palabra al respecto, probablemente era
una obviedad de la que ella también se daba cuenta. Pasamos a mi pieza y
estaba más desordenada que nunca, era un caos total; telas colgadas, apoyadas
en las paredes, apiladas de forma horizontal, otras verticales y un atril con una
pintura de 1 metro por 80 centímetros a medio pintar. Nadia se sentó en la cama
y en el poco espacio disponible desplegó sus pinturas. Las obras que trajo eran
muy oscuras, bordeando lo terrible. En ningún caso había escenas que fuesen
fuertes en sí mismas, si no, era la atmósfera que generaba este remezón. Sin
duda eran hermosas y de una ejecución sumamente delicada, muy apegada al
oficio –algunos lo llaman «pintar bien»–. Ella manejaba a la perfección la labor
pictórica y en sus trabajos lo hacía notar. Nadia no estaba esperando mis
halagos, sólo compartir lo único que ella consideraba un apego a la vida.
Sacamos la champaña, la batimos según la costumbre y la destapamos a las
00:00 del primer día del 2013 (20:1+3=5). Sonaban fuegos artificiales a lo lejos,

64
y los más caseros, de muy cerca. En el barrio, a pesar de no ser precisamente
residencial, igualmente había personas saludándose en las calles, alegres de
que un año nuevo vendría a borronear los sinsabores del 2012 y que sus vidas
se reinician por lo menos simbólicamente un año más. Nadia no celebraba
particularmente por eso, quizás lo hacía por la compañía, por la tradición o
quizás qué razón. Esa noche bebimos hasta ver el amanecer, como si pronto
fuese el final de algo, tal vez de nuestra obra, de El lecho y Pandora o quizás de
nuestra vida juntos. Nadia desapareció luego de ese encuentro (su costumbre),
pero esta vez, me llegaron pronto noticias de ella. Murió dos meses después de
año nuevo. Pese al dolor, no quise saber los detalles.

II

Decían que nuestra generación estaba maldita, y quizás así lo fue. Antes de la
muerte de Nadia habían muerto dos compañeras, una por un accidente
automovilístico y la otra se suicidó. No eran particularmente cercanas a mí, pero
generaron un fuerte remezón en mis pensamientos. Eran dos personas con las
cuales compartimos pasillos, clases, almuerzos en el casino de la universidad,
frustraciones académicas, fiestas y todo lo que corresponde a una coexistencia
universitaria. En general, habitaban el lugar donde pertenecía. En el momento
de sus decesos una tenía 20 y la otra 25 años. Cuando supe la muerte de Nadia
había pasado un tiempo, no pude ir a un velatorio ni a un funeral, aunque lo
prefería así, despedirme escuchando su amado Spinetta y pintando en mi
habitación como ella hubiese querido. La pena me invadía, no obstante, en su
honor, no me permití dejar de pintar, esta era la práctica que nos amarraba
hondamente transformándonos en un ser sin piel, algo así como un ente de
energía construido por la empatía hacia un posible desconocido, o con todos los
desconocidos del mundo. Así, en la conexión con otro, eliminamos las barreras
corporales, intentando tocar el corazón directamente, sin más dilataciones.

65
A veces soñaba con Nadia, nos sentábamos en la cama de mi habitación y me
decía que dejase pasar el tiempo, que no la busque, que estará ahí para mí.
¿Espera que viva la vida sin atajos? ¿Que no acorte lo que me es insostenible?
Me parece otra acción egoísta de su parte.

Lamentablemente el mundo no dejó de andar, yo comenzaría en breve a trabajar


en un montaje para el museo que me contrató y debía ponerle todo el corazón
en pos de quedar bien parado y poder mantener el laburo. Era marzo y tuve una
previa conversación a ser contratado:
– Edvard Casablanca ¿cierto?
– Sí
– ¿El pintor?
– Supongo que sí, soy pintor
– Por lo que veo la profesión no está dando tantos dividendos
– Nada de la cultura en este país da dividendos
– Es verdad, mientras estés acá estarás ocupado, pero no dejes de pintar
– Gracias, esa es mi idea
– El sistema es cruel, pero se puede hacer llevadero con el arte. Yo también
soy pintora
– Mire que maldición esto ¿no?
– Una exquisita. Sin más rodeos, comenzamos este mes con una exposición
nueva así que espero tu mejor disposición
– Definitivamente la tendré
– Ya, manos a la obra
– ¡Muchas Gracias!

Lo primero en que trabajé fue una exposición de juguetes populares de


Latinoamérica, parte de la colección del Museo del juguete en Ciudad de México.
Era una muestra bellísima y mi labor se enfocaba en instalar las vitrinas que
albergarían cada pieza en la sala, cuestión que no involucraba una reflexión
estética, sino más bien era un trabajo de fuerza. Entre medio de esa labor

66
conversé mucho con un par de mexicanas que llegaron. La primera, Luz, era
morena, de una piel levemente tostada por un aparente sol calmo, húmedo, no
como el seco y quemante que conocemos en Chile, era un sol lleno de
amabilidades y preciosuras. Luz Era oriunda de Oaxaca, y la otra chica, Isis, de
Ciudad de México. Ella también mostraba una piel tostada, pero de una forma
más parca, menos dorada, algo común en las ciudades más ligadas al cemento.
Ellas me contaban de las maravillas artísticas de México, si bien la delincuencia
los había hecho famosos en el mundo, sobre todo por el tema del narco, era un
país con una riqueza cultural sin igual, desde los períodos pre hispánicos hasta
el arte contemporáneo más consagrado del país. Yo les contaba que había
hecho dos postulaciones a magíster, una en Chile infructuosa doliéndome aún
el resultado y otra para México, sin respuestas de la beca hasta el momento, por
lo cual también la daba por perdida. Cuestión por qué me estaba dedicando al
montaje de la exposición que habían traído. A la noche salimos con Luz e Isis a
un bar cerca de Bellas Artes, nos pedimos una ronda de cervezas –dos rubias y
una Stout– y comenzamos a hablar sobre el panorama artístico local en
contraposición al mexicano. Claramente no había dónde perderse, la escena
norteña estaba muchísimo más nutrida en oportunidades y propuestas que la
chilena, sin embargo, no carecemos encanto, las obras de mi generación
contenían una melancolía inquietante, quizás por ser la generación inmediata
después de la dictadura militar en Chile, éramos como el caldo de cultivo de
todas las frustraciones y dolores de quienes vivieron a carne viva el suplicio que
era el país en los aterradores 70’ y 80’. Todos nosotros fuimos criados desde el
miedo, el terror a ser escuchados como una cuestión prohibida, a ser
identificados y catalogado como subversivos, y eso, en el arte lo
transformábamos en una melancolía, aunque es veraz que mi obra fue más
literal en cuanto a eso; dolorosa, melancólica y solitaria. A ellas les gustaba,
encontraban interesante ese contraste con México, que eventualmente sería una
bonita tensión mostrar obras mías y de mis contemporáneos en su país.
Obviamente yo estaría encantado, por ahora, eran solo suposiciones –o tal vez
mi pesimismo me hizo pensar aquello al estar frente a dos exponentes del arte

67
mexicano–. Pedimos otras dos rondas y sugerí tomar pisco, en particular
«piscola», a ellas le extrañó que le echáramos bebida al destilado. Lo bebieron
sin muchas más preguntas y les gustó, aunque insistían en beber el destilado
puro. En Chile no tenemos la costumbre del alcohol puro y ellas sí ¡qué ganas
de probar un buen mezcal! Bebimos demasiado y yo me fui muy mareado en
bicicleta a mi casa que, de todas maneras, no estaba muy lejos, mientras ellas
se fueron en un taxi a su hotel. Nos veríamos al otro día para el montaje. Todo
salió como debía, tuve que trabajar como nunca transportando paneles de un
vidrio que era tan grueso que parecía antibalas. Armamos bellas vitrinas
verticales, horizontales y cuadradas, todo se veía muy pulcro, en contraposición
con la manera y la manualidad del arte popular. Claro, no lo digo en forma
peyorativa sino ensalzando su belleza en el hacer, sobretodo las huellas de lo
manual que databan su naturaleza humana y no maquinal a la que estamos
acostumbramos a ver diariamente.

Las chicas mexicanas se quedarían mientras durara la exposición, por lo que en


su breve tiempo en Chile logramos establecer una pequeña amistad. Le presenté
a mis amigos y ellas nos hablaban de los suyos. Por lo general no nos movimos
muy lejos de los bares del centro de la ciudad para que no tuviesen problemas
en regresar a su hotel, aquello no quitaba que nos emborracháramos en
nuestras salidas. Siempre era Luz la que alzaba la mano primero para pedir las
rondas iniciales, y luego, nosotros seguíamos con las siguientes. Todo esto para
terminar tomando tequila por sugerencia de Isis –aunque no era de la misma
calidad del que se podría encontrar en México–. Isis había estudiado en la
Escuela Nacional de Artes Plásticas y su especialidad era el grabado, en
específico, la xilografía. Siempre nos hablaba de la gran tradición gráfica de su
país y cómo ésta es parte de la cultura popular mexicana. En esos momentos
me preguntaba si existía alguna expresión artística que formara parte de nuestra
cultura popular, o si había alguna obra de arte que haya calado hondo en nuestra
historia, la de las personas comunes. A esto nunca llegaba con una respuesta
clara, quizás por ignorancia o porque en realidad no existía tal potencia en

68
alguna expresión artística. Isis en cuanto al arte era una persona intensa –por
eso me agradó tanto–, pero no era de una fuerza interior oscura, ella no se
vinculaba al arte y la muerte como yo -o la recién fallecida Nadia-, sino, era de
colores fuertes, como una fiesta de la vida. Con Luz e Isis nos juntamos mucho
en ese mes que se quedaron, de alguna forma mitigaban el dolor que sentía por
la muerte de Nadia. Nat, Trabis y Violeta no decían nada sobre su muerte, de
hecho, nadie preguntó (me incluyo) sobre si alguien había ido al velorio o funeral,
aunque no dudo de que todos estábamos viviendo un dolor interno muy fuerte.
Nadia era nuestra amiga y compañera en el camino del arte.

Cuando Isis y Luz se fueron quedó algo vacío dentro de mi cotidiano, ya no tenía
cómo obviar la muerte de Nadia, y ellas, por este corto período de tiempo, se
habían transformado por un mes en mis más íntimas confidentes. Siento que
ellas eran una señal de reconstrucción en mi espíritu, salimos muchas veces
como si no nos importara nada excepto vivir el presente, ya que mi pasado
estaba podrido –mi pasado próximo me refiero–. La enfermedad de futuro que
me aquejaba se disipó en ese tiempo, ya no me importaba fallar y haber perdido
la oportunidad de hacer un magíster en Chile o en México (aunque el fracaso no
era seguro del todo) no tenía relevancia, total era un artista con muy buenas
proyecciones y con una obra incipientemente conocida o por lo menos eso
pensaba para consolarme. Creo que a Nadia le hubiese gustado conocerlas. La
imagen que me proyectaron de México, sobre todo Isis, que vivía en Ciudad de
México, me maravilló de sobremanera, quería estar allá, empaparme del ruido
de las calles y los vendedores ambulantes, de la cultura tanto mexica como la
extranjera que también permeaba los círculos artísticos. Se transformó en mi
«latinoamerican dream».

Pasado el mes de la muestra, fui a dejar a Isis y Luz al aeropuerto, compramos


un par de detalles ahí mismo, cambiamos la moneda chilena a unos dólares que
a su vez ellas lo cambiarían por pesos mexicanos en su país y aprovechamos
de tomarnos algo de despedida. Las dos me regalaron un puma tallado en

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madera que habían traído de Oaxaca y nos despedimos de forma afectuosa
antes de pasar a los tramites de migración propios de un aeropuerto. Tenía en
lo más profundo de mi ser deseos de volver a verlas, pero esta vez en México.

III

Nat nunca estuvo en desacuerdo con mi vida artística. pero esta vez, me señaló
que me estaba descomponiendo. Ella siempre fue una persona tranquila, estudió
grabado por eso, por el tema de los procesos y la espera: nunca se apuró a nada,
simplemente ha esperado los momentos donde debe brillar. En la universidad
siempre fue de las mejores, mas no le gustaba la pedantería de los que se
consideraban «los mejores» por un par de buenas calificaciones y simpatía con
los profesores. Con Nat nos hicimos amigos casi instantáneamente, nos reíamos
de todo y disfrutábamos la compañía del uno y del otro a pesar que yo era un
ser mucho más oscuro, en verdad, Nat era más luminosa que todo el resto. Ella
también era de región y emigró a Santiago para estudiar, por lo cual hicimos un
grupo bastante unido de los migrantes, pese a nuestra lamentable situación
económica. Por idea de Nat, tratábamos de darnos algún lujo al mes, un café
rico, una cerveza buena –mejor de las acostumbradas– o cualquier fruto de un
pequeño instante de dicha. Nat era la contraparte de Nadia. Con una, me hundía
en pensamientos intensos de la vida del arte, el dolor y la tristeza, y con Nat,
tratábamos de ser un poco más felices con nuestra labor, porque sea como sea
nuestra profesión, es el lugar que elegimos como nuestro. Lo cierto es que tenía
razón, quizás en otro espacio estaría peor, frustrado y lleno de odio, sintiéndome
miserable por un futuro truncado por mí mismo. Por lo menos, lo que yo
considero mi destino está enraizado en la decisión de lanzarme al vacío. Nat
amaba la música como nadie, por ende, también a los músicos, los que eran su
debilidad carnal, aunque solamente salió con un par. Por esto, constantemente
me invitaba a ir a la facultad de música donde estudiaba también Violeta, así
aprovechábamos de verla y de compartir con sus compañeros de labores.
Cuando salimos de la universidad ella siguió dedicándose al grabado, pero en

70
pequeños formatos, algo más casero, y también a la acuarela, un medio que se
le daba espléndidamente. Nat siempre estuvo en mis procesos artísticos, en mi
lento aprendizaje, en mis rotundos fracasos y en las pequeñas victorias que fui
acumulando con el tiempo. Podría decir que ella conoce mi carrera mejor que
nadie –quizás solo se le compare Nadia, quien no verá mi futuro–, apoyándome
cuando mi inclusión en los circuitos artísticos no le llamaba la atención, iba a
verme como fuese.

Nat nunca criticó cómo llevaba mi vida; el ajetreo, el estrés, el constante


deambular entre inauguraciones, los vinos de honor y las borracheras que eso
implicaba; ahora era distinto, Nat decía que me estaba enfermando, que mi vida
no podía seguir a la deriva, el arte no necesariamente tiene que ver con el
descontrol y la depresión. Mi mente, los neurotransmisores y mi corazón,
empezaban a jugarme una mala pasada; estaba cayendo profundamente en un
estado de oscuridad permanente de la cual quizás no tenía una pronta salida.
La realidad es que me era complicado entender lo que me decía Nat, siempre
me había sentido en ese abismo, ocultándome en un manto de flores marchitas,
eso era lo que yo pensaba de mí mismo. Ella apuntaba más allá, mi cuerpo
estaba más débil, había engordado, me sentía enfermo, mi color de piel palideció
y cada vez que podía descontrolarme, me dirigía a un límite más lejos del anterior.
Mi vida se transformó en un paisaje desolado con fronteras desdibujadas, por
esto, es que Nat me interpeló. Ella sabía que yo la escucharía, aunque me
lastimara mucho, en ese momento, debido a la muerte de Nadia, sentía que
correspondía escuchar a una de las pocas amigas que me quedaban.

¿Cómo se quita la oscuridad del corazón? ¿Cómo se puede vivir en el fondo de


un pozo? Nat veía las cosas con objetividad y yo no, quizás la depresión me
tenía ciego. Accedí a su consejo y retomé la psicoterapia.

Era extraño estar contando mi vida desde el principio a un extraño (como lo hago
ahora antes del desenlace en el fatídico 2020), pero sabía que era un precio a

71
pagar por una futura salud mental. Los acontecimientos de mi infancia, mi
relación con el número 5 fue lo primero que hablamos, mi destino en 5 cifras.
Era el año 2013 y no había un 5 de por medio a primera vista, yo encontré un
cinco en esta operación matemática 20:1+3=5, y pensé que al menos algo podría
suceder en mayo, lo que calzaría con el quinto mes del año –quizás debería ver
un experto en numerología–. Probablemente, era necesario volver a atenderme
con un psicólogo, le conté mi vida en el arte y mis dolores del cotidiano; el pánico
que sentía frente a mi futuro y todo el desquicio que me había provocado la
muerte de Nadia. El arte era un peso demasiado grande para un solo corazón,
y entre los dos, soportábamos un mismo peso. Eso ya no era posible, debía
superarlo, olvidarla, o mejor honrarla en mi memoria, guardarla para siempre en
algún rincón de mi cerebro y dejar su tumba enterrada ahí. Aquel ataúd que
nunca vi.

Me alejé un tiempo de las inauguraciones y la vida social, y me encerré en mi


pieza a pintar como loco, solo salía a mi trabajo en el museo y dentro seguía
pensando qué hacer. Deseaba tener una exposición pronto, aunque no tenía
ninguna oferta. Por un lado, estaba empezando a hacer dibujos muy sutiles,
trabajando con el blanco del papel y un grafito muy etéreo para hacer figuras
humanas marcadas solo por las sombras que generaban los pliegues de sus
ropajes y las oscuridades propias de las formas del cuerpo. Comencé a dibujar
en papeles pequeños sacados de las muestras de papel de las librerías, luego
en formato de croquera pequeña y luego me lancé con hacer algunos de pliego.
Por otro lado, en el campo de la pintura estaba obsesionado con los monolitos
tipo odisea al espacio 2001 de Stanley Kubrick; unos paralelepípedos negros,
lisos, tan brillantes que reflejan el cielo, un cielo perdido en el negro de esta
geometría. Así, estaba generando una mezcla entre la desaparición
fantasmagórica en los dibujos y una presencia dura, monolítica en paisajes
desolados dentro de la pintura. Esta intervención de formas llanas en los
diferentes escenarios tiene como inevitable inspiración a Richard Serra, el artista
de los 70’ y 80’ que implantaba en naturalezas llanas grandes placas de metal,

72
a veces negras y otras en su color natural, generando una sensación de fricción
entre lo natural y la fabricación humana. La obra que estaba haciendo también
tenía asidero en una cuestión de pesos y liviandades, fluctuando entre lo colosal
y lo etéreo; el dibujo se podía deshacer con un soplido y la pintura, llena de pasta,
no se movería con nada. Me agradaba lo que estaba haciendo, era la contraparte
de mi vida friccionando mi mente, las piedras atadas a los pies que me llevaban
a la oscuridad, y una resiliencia sutil y frágil que aún daba la pelea por sobrevivir.

Estaba haciendo esta obra, aún sin nombre, y me invitaron a exponer al Museo
de Arte Contemporáneo en el mes de marzo. Era la ocasión perfecta para
mostrar esta nueva faceta que exploraba. La curadora, Solana Flores, quería
realizar una exposición colectiva de los artistas jóvenes presentes en el circuito
nacional, algo así como el Art Now chileno, una movida bastante común por esos
años. Lo cierto, es que estaba muy interesado en mostrar mi investigación visual
de ese momento que, si bien era muy melancólico, pretendía que se expusiera
como una parte fundamental de mí. Un Edvard Casablanca alejado del peso de
la pintura y expandido hacia la liviandad de los blancos en el dibujo, así ya no
solo sería «El pintor», figuraría como «Artista visual» (diferenciación que no tiene
mucho valor, pero en ese momento me interesaba). Si bien me había alejado de
los círculos sociales del arte, nunca está demás hacer una que otra aparición
pública, por lo menos, para datar que uno no está muerto en el circuito.

Al poco tiempo de esto, me di cuenta que no me serviría mezclar pintura con el


dibujo, esta vez tendría que ser exclusivamente gráfica. Para complejizarlo aún más,
el espacio otorgado era exageradamente grande para el formato de mis obras,
cuestión que debía solucionar haciendo muchísima producción para esta exposición,
y quizás, no alcanzaría a hacerlo. En los tiempos libres del museo me dedicaba a
dibujar sin parar, en el transporte público me dedicaba a dibujar, en mi casa lo
seguía haciendo, y así, sin parar ningún día hasta el montaje. Esta situación no
dejaba escapar sinsabores, yo pasaba por grandes temporadas para hacer alguna
pieza artística, cuestión que me gustaba, pero ahora en un lapso de sólo un mes

73
debía producir por lo menos 100 obras, cosa que parece exagerada, pero
considerando el espacio no lo era en lo más mínimo. De todas formas, el tiempo
llegaba y debía hacerlo, no podía perder ningún segundo.

Llegó el día de montaje. Me tocó que otra obra expuesta junto a la mía era una masa
negra gigantesca devorándose cualquier imagen que uno pudiese poner a su lado,
Lo mío, lleno de sutilezas y blancos, quedaba totalmente anulado. Ese día fui con
Edvard S, quien se dedicó como siempre a saludar a mucha gente. En el momento
de su ayuda, llegamos a la conclusión que mi trabajo pudiese verse autónomo y con
potencia, haciendo una composición grande sin tanta estructura visual, como un
diagrama desorganizado en el muro que, en su centro, llevaría un monolito negro
de madera y pintura brillante que acarreé para colocar en esa ocasión. Esto nos
llevó bastante tiempo utilizando escaleras y herramientas que no acostumbro
emplear, pero Edvard S tenía mucha más experiencia que yo y logró que la imagen
resultante de la obra, quedara mejor de lo esperado. Aunque la verdad, me
molestaba un poco ese tipo de estructura de montaje porque me es parecida a
muchos autores en el mundo, de alguna manera, esa forma compositiva se había
propagado por todo el planeta.

Días después del montaje, nuevamente me encontré en la vorágine de las


inauguraciones, y en esta ocasión, en una realmente multitudinaria –un poco
lógico pensando en la cantidad de artistas que albergaba–. Nat no me dijo
palabra alguna porque sabía que no se trataba de un descontrol al que me dirigía,
sino, era una situación profesional. Aprovechamos de tomar unas copas de vino
con la ya clásica formación de Violeta, Nat, Trabis, Gap y Edvard S, quienes se
dedicaron a mirar y criticar lo que realmente sucedía con la escena joven
nacional. No llegaron a ninguna conclusión positiva, mucha copia a artistas
extranjeros y obras muy poco arriesgadas tanto en lo visual como en lo
sentimental o experiencial. Por cariño o porque realmente era así, me
comentaron que mi obra quedaba exenta de este juicio. Yo sabía que, por lo
menos en el montaje, cabía dentro de sus críticas. No importaba nada, pues ya

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lo había hecho. Lo realizado en términos de importancia para mí, era que abrí
una nueva tangente dentro de mi trabajo: lo sutil mediante lo blanquecino de las
obras.
IV

El quinto día del quinto mes del año, me enamoré. Era el cumpleaños de Gap y
con Edvard S. decidimos preparar algo especial para él. Edvard S., que conocía
más gente, invitó variadas personas cercanas al cumpleañero y también algunas
pertenecientes al circuito del arte con quienes regularmente brindábamos como
camaradas. Por mi parte, me dediqué a ver el tema de los tragos por lo que fui
a una distribuidora de alcohol llamada «El cielo», en un rincón –para mi
apreciación– perdido en Santiago. Este lugar, tenía muy bien ganado su nombre,
realmente era un paraíso de los precios bajos si hablamos de comprar
cantidades obscenas de trago, intención con la que yo iba. Compré unas
cervezas importadas de quizás dónde, al parecer chinas, que abastecerían una
curadera de muchísimas personas, pensando en el gran montón de latas que
adquirí para esta festividad. El cumpleaños de Gap sería un magno evento, por
lo menos eso era lo que Edvard S. proponía, y yo, junto a mi tocayo, haríamos
todo para que así fuese. Nuestro amigo no era muy asiduo a celebrar su vuelta
al sol, es más, yo creo que le deprimía un poco, cuestión que, implacablemente
queríamos revertir a punta de descontrol, o solo un poco; algo de locura
queríamos poner sobre la mesa. Llegó el día del cumpleaños y Gap se dedicó a
recibir a los invitados en el taller de Edvard S. -por cuestiones logísticas, nos
pareció el mejor lugar-. Entraban personas a borbotones, reconocimos ciertas
caras, pero muchas nos parecieron sacadas de círculos muy lejanos al nuestro,
aunque daba igual, estábamos cumpliendo nuestra misión. Edvard S pululaba
entre distintas conversaciones y personas, parecía el representante de Gap en
ese día, yo me encontraba un tanto aislado de todo tomando una cerveza en un
rincón del taller. En un rato llegó Edvard S con un grupo de estudiantes y ex
compañeras de la universidad, las cuales yo no conocía, en ese grupo se
encontraba María, una estudiante de artes de tercer año. Tenía el pelo dorado,

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baja de estatura, tez blanca pero levemente bronceada, como si tomara baños
de sol por la mañana; y particularmente silenciosa, tímida probablemente. Me
puse a conversar con ella y poco a poco me alejé del resto del mundo, incluso
de Gap que era el centro de la noche. Al principio nuestra interacción fue un
poco torpe, nos costaba mantener un hilo conductor de las palabras y mucho
tartamudeo de mi parte. Sin embargo, poco a poco se fue relajando el ambiente
y terminamos conversando de múltiples temas visuales, aunque no
específicamente de artes, sino un varieté de temas: cine, moda, arquitecturas,
etc. María era muy apegada a ver películas, veía todos los días una nueva y se
especializaba en filmes de los 60’ y 70’, mientras que yo era más apegado a los
80’ y 90’. Conversamos solo un momento breve, ya que pronto se fue con una
amiga a su casa, le ofrecí llevarla en bici pese a que nunca había llevado a nadie,
a lo que claramente no accedió. Yo seguí en la fiesta un par de horas más y
luego tomé rumbo a mi casa pensando en este breve encuentro. La había
encontrado hermosa a más no poder y profundamente simpática, cuestión que
desestabilizó mi espectro emocional, sentía ansiedad, pero una feliz, una
esperanzada.

Al otro día la busqué por internet y al encontrarla la agregué a mis contactos de


redes sociales y me comuniqué con ella, quería verla y que hablásemos
nuevamente, sin delatar esas intenciones, conversamos temas muy banales
lindando lo insignificante, no importaba mucho el qué sino el hacer, y en eso
estaba, intentando acercarme. Al poco tiempo, comenzamos a conversar todos
los días, generamos una costumbre, por la mañana la saludaba y luego en la
tarde noche nos quedábamos hablando hasta horas prejuiciadamente altas. Me
contaba que iba todos los fines de semanas al persa a buscar fotos antiguas
para sus trabajos de la universidad – en su mayoría se trataban de intervenir sus
colecciones con estas imágenes–. Era una especie de archivera de pasados de
otras personas, gente anónima de la cual se apropiaba un trozo de su historia y
la hacía suya, una reapropiación biográfica. Pasada un par de semanas
conversando diariamente María me dice: ¿Cuándo me invitarás a salir? Pregunta

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que me dejó pasmado, me di cuenta que yo no era el único con intenciones.
Quizás ella también las tenía conmigo. Comenzamos a ir juntos en busca de las
fotografías que deseaba, y en mi caso, compraba revistas Life antiguas, para
leer acontecimientos pasados desde una perspectiva de un pasado lejano, y en
algunos casos, inverosímil. Salimos muchas veces y cada vez nos hacíamos
más cercanos, cuando la veía sentía que estaba frente a la mujer más hermosa
que había visto, estaba obnubilado por ella, quería que estuviésemos siempre
juntos, no tan solo los fines de semanas en el persa. En una de nuestras salidas
pedimos comida para llevar y la comimos en mi casa viendo «Cría Cuervos» de
Carlos Saura, una película donde dos niños muy tiernos asesinan a su padrastro
y que también popularizó la canción «Por qué te vas» de Jeanette. Estuve mucho
tiempo pensando en atreverme a tomarle la mano, me moría de miedo de tan
solo rozar su piel, de acercarme a su espacio íntimo y lanzarme al vacío, un
agujero sin fondo donde el fracaso me haría deambular en la oscura nada. Me
tiritaba el cuerpo, María se acercaba un centímetro, yo temblaba y me acercaba
otro. La tensión era evidente, el tiempo se detenía en el denso aire. Luego otro
centímetro, pronto otro y otro. Sentía el calor de su mano. Sabía que otro
movimiento sería el decisivo. María lo hizo. Los dedos se entrelazaron y mi
corazón no podía más. Nos acercamos, nuestros rostros estaban rojos. El deseo
fue inevitable. Nos besamos despacio, sin prisas, tiernamente como dos
adolescentes. Mi enamoramiento llegaba a un punto sin retorno. La quería y
anhelaba estar con ella cada segundo, y éstos eran eternos. Sin respiro, sin
tiempo.

Casi instantáneamente, por nuestro deseo, empezamos a salir ya con un folio


de pareja, no era necesaria la nomenclatura, era una suerte de promesa de
futuro, de un lazo inquebrantable. La ciudad de un momento a otro nos quedó
pequeña. Siempre sentí que Santiago era una gran ciudad, pero con María
recorríamos hasta los más ínfimos rincones inundados de un amor desbordante.
Las calles se nos hacían estrechas y cada esquina era cómplice de nuestro
cariño. Las cosas iban avanzando, nos veíamos muy seguido, salíamos casi

77
todas las noches, aunque fuese sólo a caminar sin rumbo por la ciudad o
simplemente salir a algún local cerca de nuestras casas. Vivimos una sexualidad
que lindaba la ausencia. No queríamos intimar, y eso estaba bien. El miedo a
partir de las malas experiencias sexuales me congelaba y María lo entendía.
Pese a que faltase ese factor, el amor no mermó. Pasaron los días, los meses,
específicamente tres meses, y viajamos cerca de la zona central arrendando un
auto que ella conducía. A 10 minutos de haber partido en nuestra primera
travesía como pareja, llega la llamada más fatídica y alegre (una paradoja) que
me podía llegar. Íbamos a una velocidad promedio, ni fuerte ni despacio, yo iba
de copiloto cuando mi ringtone rompe la monotonía del paisaje montañoso del
horizonte matutino. Era Antonia del consulado mexicano en Chile, me dice algo
como:

– Edvard ¿Cómo estás?


– Bien, creo…
– Te llamo para algo muy puntual, te has ganado la beca para realizar el
magister en la UNAM y necesitamos que estés hoy en el consulado antes de
su cierre para tramitar tu visa, el próximo viernes viajas.
– Pero, ¿cómo? ¿así, de un momento a otro?
– Se dio así, esta es la única chance
– No se preocupe, ahí estaré
Corté.
– María…
– ¿Qué paso?
– Debo devolverme ahora, me gané la beca y tengo que ir a tramitar la visa,
me voy el próximo viernes
– …
María no sabía si reír o llorar ni yo tampoco, nuestro idilio se vería roto por una
abismal distancia, pero a su vez era la oportunidad anhelada. María dio vuelta el
auto para regresar y me dejó en el consulado. Me sacaron una fotografía y al
siguiente día tendrían lista la visa. Pasó todo velozmente y llegó el viernes como si

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nada hubiese ocurrido. Llegamos al aeropuerto, estaba mi familia y yo con María,
cada segundo que corría era uno menos en Chile, y el dolor se acrecentaba, no
quería dejar mi amor en este país, uno que me había costado tanto obtener. Tanta
espera, tanta soledad. Lloramos desconsoladamente, llenos de un dolor que
tratábamos de esconder frente a lo bueno del viaje, pero los dos no queríamos esta
situación. Pasaron los últimos segundos y nos dimos el beso de despedida, un beso
dulce, tierno y visceral. Entré al avión, me senté, miré por la ventana y lloré, mis
últimas lágrimas en Chile por un buen tiempo.

Parte X

En este trágico 2020 ha muerto El Poeta. El Poeta era sin duda un referente, era
cálido, amistoso y a la vez trágico. La enfermedad lo acompañó toda su vida, tenía
diversas dolencias, algunas mentales y otras físicas. Tenía trastorno bipolar
diagnosticado desde su más temprana edad, sin embargo, vivía con ello. A
diferencia de lo que uno se imagina, él era sumamente religioso, quizás demasiado
recto para los parámetros bohemios donde se desenvolvía. No creía en el Dios
católico o cristiano, era del bando de Buda, desde sus fases más caóticas hasta las
más cercanas al nirvana. El poeta no era alguien de las grandes capitales. Al igual
que yo, era de Rancagua, una ciudad carente de escenas culturales. La gran
minería es la principal ocupación de la ciudad. No obstante, luchaba por un espacio
para la poesía regional, una trinchera más martirizante que gratificante en cuanto a
logros profesionales. Ser poeta en una ciudad solitaria, poco centralizada, es una
pugna constante entre el existir y el desaparecer. El poeta murió dormido, se veía
una sonrisa en su boca, había dejado –quizás porque lo sabía– todo resuelto en
torno a sus relaciones interpersonales, no se olvidó de nadie. Tampoco nadie se
olvidaría de él. Sus amigos quedaron con una misión importante, dar vida a la
muerte y dejar expandir su legado fuera de los horizontes que en vida tocó. Dejó un
libro listo para publicar, y su gente cercana, harán una antología de sus versos.
Entre sus últimos poemas –que mezclaban la fe y las pulsiones más humanas– se

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encontraba uno que hacía alusión a una muerte repentina, una tranquila, en paz,
como la que tuvo. Nadie quedó exento del sufrimiento de perder al poeta rancagüino,
y en este fatídico 2020, fue una de las muertes que quisiéramos olvidar.

Parte X
I

Me encontraba tomándome una cerveza en el Salón Corona, en el centro histórico


de Ciudad de México, cuando me encontré un chileno. Fue básicamente inmediato
nuestro cruce de miradas al momento en que cada uno pidió sus menús con una
voz aún sin influencia mexicana. Nos sentamos juntos luego de nuestra interacción,
estábamos solos, y en mi caso, llevaba poco más de una semana en México a
diferencia de él que llevaba ya un par de meses. Carlos Bravo, era su nombre. Vivía
cerca del Salón Corona en un Hotel (básicamente estudiantil) llamado «El Señorial»
cerca del metro El Salto del Agua. Carlos pidió otra ronda de cervezas, unas
victorias, y me comenzó a interrogar:

– ¿De qué parte de Chile eres? Por lo que noto eres del centro del país.
– Si, soy del centro, vengo de Rancagua, del centro de Rancagua.
– ¿Qué haces aquí en Ciudad de México? En Chile este país tiene la fama de
peligroso, aunque yo no lo siento así ¿has venido de turismo?
– No me da miedo México, incluso en este momento me da esperanza, una
que ya había perdido. Y mi razón es que estoy empezando a hacer la
maestría en artes en la UNAM.
– ¡OHH! ¡Qué buena suerte!
– ¿Por qué?
– Yo también empecé a hacer la maestría hace poco, a huevo nos
encontramos por San Carlos.
– Ja, ja, já, a huevo… Es muy posible que nos encontremos.
– ¿Por qué no te vienes al Señorial? Es muy barato, probablemente bastante
más que el tuyo.

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– Puede ser, por lo que dices no está tan lejos de la Academia de San Carlos
– Ja, ja, já. La Academia…
– Claro, La academia de San Carlos es conocida por ser la primera academia
de bellas artes en Latinoamérica. Vengo informado.
– Vaya güero informado, vámonos al hotel y te lo muestro.
– … bueno.
– Y seguimos con las cervezas, obvio. Ja, ja, já.

Me parecía un poco riesgoso ir a la pieza de un hotel de un desconocido, pero la


situación migrante de ambos, me producía una suerte de empatía y confianza.
Caminamos unas cinco cuadras y llegamos al Señorial. Este hotel –u hostal– tenía
una gran entrada, con un frontis que parecía hecho de ladrillos pintados de café
para darle una sensación de antigüedad, además de una entrada alfombrada roja.
Su lobby era amplio y lleno de personas de entre 25 hasta pasado los 35 años
viendo televisión o absortos en sus computadores. Se olía un ambiente ameno,
universitario, por lo que me explicaba Carlos, era gente que venía de todas partes
de México para negocios o estudiar en la capital, sin contar a los que venían de
otros países, quienes tampoco eran reducidos en su cantidad. Subimos al cuarto
piso, donde vivía Carlos, y nos encontramos con un pasillo lúgubre, de luces
solitarias y escasas; una atmósfera misteriosa como producto de un oscuro y bello
encuadre cinematográfico. Un lugar repleto de posibles peligros fantasmagóricos.
La habitación de Carlos era amplia, tenía baño interior y un gran closet donde
guardar su ropa (que no era mucha) y sus menesteres, en general, sólo libros.
Pusimos sobre una mesa unas papas fritas compradas en el camino y seguimos
tomando cerveza victoria, la que más bebía en ese rato. A eso de las 00:00 de la
noche volví a mi hotel decidido con mi cambio hacia El Señorial, si bien no era
ninguna maravilla, podía mantenerme cerca de alguien conocido.

Las clases en el posgrado eran radicalmente distintas al tipo de educación que


conocía en Chile. La gente era amable y las criticas eran más constructivas que
destructivas –problema brutal en la enseñanza universitaria en Chile–. Todos los

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cursos que tomé estaban orientados hacia la pintura. Por primera vez me dedicaría
a pintar como si nada más existiera, una fantasía hecha realidad, solo yo y el soporte.
Uno de los primeros profesores que tuve (y me importaron) fue el maestro Pedro
Cruz. Pedro Cruz era una persona luminosa y oscura a la vez, alguien lleno de
secretos rebeldes que lo constituían como un referente sin par. Según se cuenta,
había sido expulsado de la orden jesuita por negarse a sus designios, aunque
seguía vinculado a la religiosidad. Incluso algunos comentaban que seguía
oficiando misas en algunos rincones ocultos de la Ciudad de México. «El maestro
Cruz» como le decían mis compañeros realizaba la clase de Encáustica (pintura
construida a base de pigmentos y cera), la catedra de David a Cézanne y
Psicoanálisis del arte. Como es de esperar tomé todos sus cursos. Cruz era español
de familia migrante, se vinieron en la misma época que Buñuel tocó suelo mexicano,
de hecho, eran amigos; y el maestro vivió en su infancia la locura de la escena
artística arraigada a partir de inmigrantes europeos en un México que se
transformaba en el sueño surrealista de los creadores de la época. Demás está
decir que el maestro Cruz era viejo, no uno acabado, sino todo lo contrario. Era
energético, tranquilo sí, pero cuando tomaba de su elixir favorito <<el mezcal>> se
tornaba polémico en cuanto a juicios artísticos de sus pares. Un día, estábamos con
mis compañeros de taller, luego de las clases, pintando en nuestro salón y tomando
unos mezcales ¡qué destilado más delicioso! De pronto llega Pedro Cruz. Uno de
mis compañeros le puso una silla para que se sentara, le sirvieron un mezcal, uno
artesanal que había traído Juan Cuauhtémoc –colega de taller–, específicamente,
de Oaxaca. Cruz se puso a despotricar contra la indignidad intelectual de la escuela
de San Carlos. Para aportar otros datos sobre él, había estudiado filosofía,
psicología y artes antes de pertenecer a la docencia de la UNAM, aunque partió
como bibliotecario. Cruz tuvo que bajar al baño y ahí se encontró con uno de esos
colegas a quienes puso en cuestión mientras hablaba enmezcalado. Dicen algunas
fuentes, que se pelearon a golpes y Cruz luego de una paliza, se fue a su casa a
las afueras de la ciudad de México. La verdad es que no lo vimos por un par de
semanas. Lo extrañamos mientras tomábamos nuestros mezcales post clases.
Probablemente siempre mis clásicos 5 vasos.

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Juan Cuauhtémoc junto con Carlos Bravo eran las únicas personas con que me
juntaba, al principio inevitablemente era un extranjero solitario por las intensas calles
del centro histórico de Ciudad de México. Juan era muy querido entre sus pares,
era amable y chistoso, aunque su obra no era tan buena como su simpatía.
Trabajaba mucho con texturas en pinturas abstractas carente de expertiz en teoría
de color. Era bastante condescendiente y poco autocrítico consigo mismo. Yo, para
evitar conflictos, nunca hice una apreciación negativa de él, me limité a siempre dar
ánimos para mejorar (desconozco qué tanto quería mejorar). Juan fue de las
primeras personas que me invitaron a salir en el posgrado. Nos fuimos a comer
unos pollos con mole y unas cervezas micheladas –con clamato incluido (especie
de jugo de tomate, entre jugo y salsa)–. Esa noche nos fuimos de peda a la Faena,
una cantina, a su vez, especie de museo taurino. Pedimos unas chelas y nos traían
comida, no poca, así que tomábamos y tragábamos sin más. Yo terminé deplorable
llorando por lo mucho que extrañaba a María, también mis amigos: Violeta, Trabis,
Nat, Miss y la difunta Nadia; también por mi familia, que tanta esperanza pusieron
en mi partida. Juan me contaba de sus andanzas mujeriegas, casi invitándome a
las mismas prácticas, donde siempre terminaba encantando a las chicas que le
interesaban. Tenía un encanto particular que lo hacía siempre cumplir sus deseos
carnales. Seguimos bebiendo y me invitó a seguir la peda –como dicen en México
a la fiesta, vinculado a emborracharse– a una pulquería en Xochimilco. A pesar de
que se nos hacía tarde me motivé a ir. Llegamos alrededor de una hora a su
santuario en Xochimilco -quedaba cerca de su casa-, y me encontré con un licor
que nunca había pensado posible. Era una especie de batido de fermentado de
agave, inclusive, estaba en el mismo proceso de fermentación al momento de
tomarlo. Poseen una variedad increíble de sabores, incluso de apio, guayaba, entre
otras increíbles combinaciones. Tomamos, uno, dos, tres…y a morir. Todo se
desencadenó en una gran peda, mi cabeza se volvió en un paisaje confuso, oscuro
y luminoso intermitentemente; mi cerebro era una pintura de Turner, intensa. Juan
decidió dejarme con celeridad en un taxi para el Señorial, porque no podíamos
olvidar que al otro día debía volver a clase, lo que claramente no me importó. El taxi

83
se dio unas vueltas muy extrañas entorno a mis memorias de cómo llegar a la casa,
temí, pasamos por barrios que parecían parte de una distopía futurista. No pasó
nada. Quizás fue suerte. Cuando regresé, le recé a la virgen de Guadalupe.

II

Mi maestra de pintura, Itzel Palenque, estaba obsesionada con que dejara el blanco
y negro y me volviese más «colorido», evidentemente una costumbre mexicana
hacia el color o simplemente era el hecho de poner en cuestión mis lugares
comunes y cómodos. De todas formas, no estaba mal hacer algún cambio dentro
de mi producción artística. Me puse a observar el cielo, los distintos cielos, unos
tormentosos propios de la intensidad mexicana, algunos más calmos, de un azul
aparecido de alguna gema imposible; y otros que se develaban como una visión
impresionista, construidas de manchas que se superponían y creaban una belleza
sin par. El cielo mexicano realmente me hizo estremecer. Estaba tan lleno de
carácter, identidad y emocionalidad que, frente a él, no quedaba nada más que llorar.

Comencé una serie llamada «el cielo en el agua». Eran estudios o bocetos en
pintura sobre papel donde representaba los diversos estados del cielo. Me situaba
todos los días en el mismo lugar a distintas horas y pintaba como se veía el cielo en
ese momento. Inevitablemente eran representaciones rápidas, debían captar el
momento preciso en el que me encontraba, todo sumido en un estado de
observación, impresión y sentimentalidad. Es posible que el cielo en la pintura sea
la representación del alma del artista. También, habían días de lluvia con luz tropical,
donde la fuerza del sonido de los rayos hacía parecer que el cielo se caía, se
destruía y volvía a nacer en medio de la luminosidad de la tarde. Esto me hacía
pensar en las deidades aztecas, su potencia y naturaleza. Entendía por momentos
de dónde aparecían las intensidades de la tradición mexicana. La pintura para mí
era un método de expresión, en esta ocasión, la naturaleza era la que se expresaba.
Y yo, únicamente, debía captar esa emoción. Pensaba en los pintores románticos,
en Caspar Friederich y en William Turner. Sus obras eras magníficas, plasmaban la

84
inmensidad del paisaje frente a lo nimio de la existencia humana. Lo impresionante
de lo inmemorial comparado con nuestra corta estadía en el planeta: un pequeño
fragmento de la historia.

La maestra Itzel era la profesora más querida en el campo de la pintura en la


academia, tenía un séquito de alumnos que la seguían a todo lugar, incluso, fuera
del campo de los estudios. Solían ir a algunas cantinas del centro histórico, también
fui un par de veces con ellos y me empedé como el resto, aunque cada vez que
tomaba me daba una nostalgia brutal hacia Chile, mis bares favoritos y mis personas
más queridas. En la lejanía extrañamos incluso a las personas más improbables
dentro de nuestros pensamientos. Cuando salía con mis compañeros cada trago
me sabía a nostalgia, pero a su vez, me renovaba con el sentimiento de una vida
nueva, donde no tenía un pasado condenatorio a los infortunios del destino.
¿Cuánto uno puede huir de lo predestinado? El número cinco ¿tendrá efecto en mi
nueva vida? Ahora lo único que puedo hacer es vivir, vivir sin un ayer y sin un
mañana.

Carlos Bravo me mantenía informado sobre las convocatorias y diversas


posibilidades de exposición en México, él era un cazador de oportunidades de
inserción dentro del circuito artístico, y le funcionaba. Había sido seleccionado para
representar a México (a pesar de ser chileno) en un concurso internacional que se
iba a realizar en Kiev, Ucrania. Pasado un par de meses fuimos a exponer juntos a
una muestra de dibujo en la universidad de Toluca, donde el curador era un
compañero de ambos en la maestría. Ricardo se llamaba nuestro anfitrión, y
estudiaba la especialidad de artes gráficas en la academia, era un chico bajo, de
tez morena que para algunos pasaba desapercibido; más con los que compartió,
era recordado como una persona entrañable y generoso, tanto que nos invitó a su
ciudad natal a exponer. El maestro Cruz fue quién me ayudó a seleccionar mi obra
para mostrar en Toluca, llevé a su taller una carpeta llena de dibujos hecho en la
maestría, también, algunos traídos desde Chile. El trabajo que más me parecía, y a
Cruz también, era un pliego donde había dibujado un iceberg con un fondo negro

85
hecho con carboncillo mezclado con aguarrás, técnica improvisada generando un
efecto de deslavado en el negro del fondo. Más inestable, menos plano y más
atmosférico. De todas formas, esta exposición me acercaba más a lo que pretendía
Carlos: lograr entrar en el circuito del arte mexicano, lo que a mí también me parecía
deseable y motivacional, no quería pasar sin pena ni gloria en mi estadía al sur de
Norteamérica o en el norte de Latinoamérica.

Eran unos días muy tortuosos los venideros, soñaba muy a menudo con María,
quería verla, estar con ella, irme a Chile o que ella viniese a México a estar conmigo,
cumpliéndose. María, casi al finalizar mi estadía el primer año estudiando vendría a
hacerme compañía un par de meses. Conté los días con ansias, con desesperación,
dolor y alegría; todo mezclado, el ayer y el presente friccionaban para determinar el
instante mismo donde me encontraba yo. Había dejado hace un par de meses El
Señorial y alquilé un departamento cerca de metro Xola, al lado de una taquería de
dudosa reputación. Cuando María llegó, inmediatamente la llevé a conocer el Zócalo
y donde quedaba la Academia de San Carlos, el lugar más caótico que había
conocido hasta ese entonces en la Ciudad de México. Caminábamos desde el metro
hasta San Carlos y las calles, donde debían pasar los automóviles, estaban llenas
de vendedores ambulante gritando: ¡Sólo a 100 baros! ¡llévele, llévele! ¡pásele
güerita! Le gritaban a María. Las motocicletas se encaramaban en las veredas como
si de una calle se tratase, en las más osadas maniobras, pensarían que andaban
en una bicicleta. Todo esto acompañado con una fuerte música mexicana del ayer
y hoy, probablemente para amenizar sus despampanantes jornadas laborales, las
cuales le daban un toque de caos –sin duda hermoso– en el cual yo ya me había
visto inmerso y lo buscaba en cada esquina de mi vida.

La visita de María definitivamente le dio un giro a lo que estaba viviendo. Es


inevitable sentir, por muy bien que te reciban, que uno es una persona ajena a la
realidad en un país distinto, el «extranjero». Dicha nomenclatura puede ser positiva
o negativa, en cualquiera de los casos se es discriminado. María me acompañó,
probablemente en un período bastante oscuro de mi estadía. En ese momento

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sentía unas ganas irrefrenables de desertar. Es muy difícil estar alejado de la
biografía. María me llenó de ánimo e incluso durante su compañía avancé como
nunca en mi proyecto de tesis, una sobre estudios de cielo.

Solíamos dividir el día en hacer de turistas mientras había luz, y en la oscuridad, me


dedicaba a escribir. Lo primero que quisimos visitar fue las trajineras en Xochimilco.
Estas eran como una especie de botes largos, adornados con muchos colores y
tipografías muy llamativas. El recorrido era alrededor del rio que se encontraba bajo
Ciudad de México, por alguna razón, este caudal seguía existiendo ahí. Fuimos al
bosque de Chapultepec, pasamos por su castillo que albergaba grandes murales
de Siqueiros (me dejó absorto), Orozco (José Clemente), Sorales, entre otros que
quizás no vi; no los recuerdo muy bien. Chapultepec era un lugar gigante, tenía un
bosque plagado de verde, no uno esquemático, sino impredecible, salvaje y
misterioso; cualquier cosa podría suceder en medio de esos árboles, escondiendo
probablemente grandes secretos. Había museos por la zona; el Museo de Arte
Moderno, El Rufino Tamayo cruzando la calle, y el Museo antropológico. El
antropológico era impresionante, más de lo que esperaba. Ahí se podía datar toda
la historia Azteca, Maya y Olmeca. Todas sus deidades, cosmovisión y avances
tecnológicos y artísticos de la época, que no eran menores. Realmente era un viaje
a tiempos inmemoriales. Es particular que las expresiones artísticas prehispánicas
tienen ciertas características aún vigentes, incluso, cercanas al arte contemporáneo.
Sus formas, discursos y motivaciones en la representación hablaban de un contexto,
un pueblo y una idiosincrasia; fácilmente ubicables en los artistas de mayor
vanguardia en el siglo XXI. Todas estas reflexiones las hacíamos con María y
terminadas nuestras jornadas nos dirigíamos en metro a mi casa, extenuados de
estímulos.

Mi relación con María, increíblemente, se volvió más estrecha que cuando


estábamos en Chile, se podría decir que éramos felices. Pasábamos la mañana en
el mercado cerca de la casa, a un par de cuadras; comíamos frutas exóticas para
nosotros; preparábamos quesadillas o tacos al pastor; cocinábamos algunas

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recetas conocidas; o simplemente comíamos afuera. Teníamos una vida tranquila,
alegre. Aunque fue poco el tiempo que estuvo María (un mes) tratamos de disfrutarlo
sin un mañana, y cuando el tiempo llegó a su fin, en un arranque de estupidez decidí
decirle que nuestra relación debía terminar por la distancia, cuestión que hasta ese
momento no había sido ningún problema. ¡Qué grande puede ser la idiotez humana!
María estuvo de acuerdo ¿Cómo llegué a este punto? Así terminé lo más feliz que
había vivido en mi existencia. Me autosaboteé. Probablemente, no sabía vivir con
la felicidad formando parte de mí.

III

Nunca se menciona lo difícil que es vivir afuera, muchas veces es penoso y otras
increíble. En México me sentí en casa, como si fuese un lugar que siempre me
estuvo esperando, aunque marcado por mi condición foránea. Nunca me podría
quitar ese estigma y aprendí a vivir con ello. En una de las largas caminatas que
realizaba yendo a distintas galerías de arte que tiene la Ciudad de México, conocí
un artista de Sonora que llamó particularmente mi atención, se llamaba Pavel y era
un hombre del desierto; de rasgos duros como una roca y meditabundo como mirar
por horas la línea horizonte de un paisaje infinito; Pavel era como un llano en llamas.
Inmediatamente establecimos amistad, yo iba a inauguraciones sin revelar mucho
de mí y Pavel hacía lo mismo, era inevitable que no llamara la atención, pues tenía
cierto sitial dentro de la escena artística mexicana. Por él, yo comencé a ingresar
dentro de los circuitos expositivos del país mexicano, les parecía interesante lo que
hacía con los monocromos y comenzaron a invitarme a diversas curatorías en
variados Estados de México. Partí con una exposición en una galería que al mismo
tiempo era un hotel, teniendo cierto valor dentro de la escena. Carlos Bravo, quien
sorprendentemente era amigo de Pavel, también formó parte de esa muestra y
luego de ella nos vimos envueltos en una peda, en la mezcalería la botica, bastante
del gusto de Pavel y Carlos. Hicimos unos brindis con pequeños vasos rebosantes
del líquido alcohólico con mayor porcentaje etílico que había probado. Carlos me
dijo:

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– Bienvenido al arte mexicano
– (con una cara colorada llena de pudor) Balbuceé muchas gracias, espero
hacer lo mejor posible
– ¿Y en Chile que tal te iba?
– La verdad es que bien, no podría quejarme de mi posición en el arte sureño,
aunque tampoco he buscado nunca una notoriedad
– La verdad es que como chileno te digo: ya has sido presa de comentarios
positivos acá. Es posible que, si regresas a Chile, cuestión que no te
recomiendo, llegarás con una experiencia inolvidable de este país.
– Y tú ¿has tenido una experiencia inolvidable acá?
– Cada día es inolvidable, es posible que jamás olvide lo que me ha pasado en
Ciudad de México, han sucedido demasiadas cosas como para comentar en
tan solo una peda. Nos hacen falta varias
– Entonces seguiré exponiendo para que tengamos muchas celebraciones
juntos.
– ¡Ese es el espíritu!
– Me han dado la fuerza, tú y Pavel.

Pavel se mantenía silencioso, pero expectante, estaba feliz por sucedido y le


motivaba la idea de generar un vínculo los tres; pese a que entre Carlos y él se
notaba una relación posiblemente inquebrantable. Mi aparición tenía un valor latente
para él. Una semana después, Pavel inauguraba en una galería de la colonia
Condesa y asistí solo, sin Carlos esta vez, tampoco fue, estuvimos solo Pavel y yo,
además de una cantidad incontable de artistas. De repente llegó una chica, Larissa,
que era la novia de Pavel. Los dos eran de Sonora y se habían venido a vivir juntos
a Ciudad de México, se notaba que habían pasado por algún tipo de desventura en
su pasado, tenían un rostro perdido en el horizonte, como quien, a cada momento,
recuerda un lugar tempestuoso. Larissa sin duda era una artista célebre dentro de
lo que pude ver en la inauguración, aunque por más que saludara a todo el mundo,
algo de despersonalización había en su actuar, en menor medida que Pavel. Larissa,
me comentaba que en ese momento había varias convocatorias a las cuales podía

89
postular. Aquel entonces, tenía ya agendada dos fechas dentro de Ciudad de
México, lo que hacía más llamativa mi inserción en el arte mexicano.

Un par de meses más tarde inauguré una muestra individual que se llamaba «La
tormenta que habitamos los dos». Esta exposición era una declaración de amor y
desamor hacia el mundo, mis fracasos y dolores. Sentimientos varios
conflictuándome en ese instante. Estaba hecho un caos internamente, con Pavel
solíamos ir por unos mezcales y yo lloraba o me extasiaba, en cualquiera de los
casos terminaba con una depresión post alcohol. Quería ser feliz, estaba en el mejor
lugar donde había habitado, pero nada era suficiente para mí. La muestra individual
sucedió en una galería que estaba bastante de moda en el centro de la ciudad y
tuvo una visibilidad para nada despreciable. Me retrotrajo a esas inauguraciones
recordadas con mucho cariño cuando empecé a dedicarme al arte en Chile, aunque
si lo vemos objetivamente, estaba empezando mi carrera en México. Pavel y Larissa
- de alguna manera- me apadrinaron en el arte y constantemente me acompañaban
a exposiciones, revisiones de portafolio y cuanto evento se presentase. El maestro
Cruz también me apoyaba, pero desde su vereda académica, en general, obtuve
mucha ayuda para que mi estadía fuese lo más fructífera posible. Larissa un día, en
una inauguración en el museo Tamayo, específicamente en la exposición de
Francys Allÿs (un gran suceso, me atrevo a decir que removió la escena mexicana)
me dijo que sería bueno que hiciéramos alguna exposición en Sonora, o por lo
menos que fuese a conocerlo. Me hacía sentido el paisaje, el cielo, la línea de
horizonte; reflexionando acerca de mi obra, una que, si tocaba el suelo sonorense,
probablemente se encontraría en casa.

Todo me estaba yendo bien, el posgrado, las exposiciones. Estaba haciendo


grandes amistades, pero mi constante dolor por la vida me hacía palidecer. ¿Es
posible que alguna vez dejase de sentir toda esta agonía? En uno de esos días, fui
a ver a una profesora que me había invitado a celebrar el día de muertos en su casa
cerca del metro Velódromo, nombre dado por la cercanía al connotado Velódromo
de Ciudad de México. Nos reunimos en su casa, estábamos yo, ella, su hija y un

90
amigo invitado, un pintor al parecer medianamente connotado del país. Este tipo,
Juan Henríquez, se tornó agresivo a mi presencia, me interpeló en cada juicio que
hacía sobre el arte, tema que debido a nuestras profesiones –la de todos los
presentes– era el tema central. Juan Henríquez era un pedante, sin duda. No puedo
negar que hablaba con elocuencia y dominio, sabía lo que decía y también conocía
claramente cuál era su posición en aquella velada: un artista con trayectoria. Yo
también tenía la mía, pero no era nadie en México y además tenía por lo menos
unos 20 años menos que él, de alguna manera no había nada que pudiese hacer
ante su arrolladora performance. En esos instantes me pesaba sin poder desligarme
un estado depresivo que me superaba, definitivamente no tenía la misma energía
que en Chile, por lo menos, en lo artístico, y eso me estaba pasando la cuenta.
Sentía que el mundo se me venía encima y yo estaba sometido a la implacable vida
cotidiana, a veces bella, a veces cruel. Predominando en ese estado lo cruel. Esta
situación hizo que no resistiera de buena manera la noche de muertos en casa de
mi maestra y me fui sin mayor dilatación. Entré al metro Velódromo y todo comenzó
a darme vueltas. Estaba parado en el andén y una pulsión de muerte dominó -de un
segundo a otro- mi cuerpo y mente en absoluto. Di un paso hacia las vías, di otro,
otro, y otro, estaba al borde, luego me alejé e hice nuevamente la operación. Mi
corazón latía muy fuerte, mi mente estaba llena de un ruido como de un televisor
desintonizado, mis manos temblaban. Me alejé. Tomé fuerza y corrí nuevamente
hacia la vía. Me detuve fuertemente al borde. El viento del tren golpeó mi cara. Puse
un rostro como si nada hubiese pasado e ingresé para irme con destino a metro
Xola, la gente no me miraba, era uno más, pero en un instante anterior pude haber
hecho la diferencia en la vida de todos los que iban en ese tren. La vida continuó en
mi recorrido.

Ese episodio lo guardé para mí, no lo quise contar, pero era lógico que necesitaba
ayuda, no podía hacer oídos sordos a cómo me estaba sintiendo, estaba al filo de
terminar con todo. Si moría nadie lo notaría, quizás, hasta un buen tiempo pasado
el suceso. Eso pensaba. En un instante de tranquilidad comencé a racionalizar todo,
darme cuenta que se trataba de una depresión y si quería seguir adelante debía

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hacer frente a ello, por lo cual, pasado un par de días, me presenté en la clínica
psiquiátrica de la UNAM para una evaluación. Esta no duró mucho para que me
derivaran a tratamiento, donde se comentó de una posible internación, pero como
la universidad no cuenta con un hospital, sería por el servicio público mexicano, al
que le tenía mucho miedo (infundado). Esto no sucedió. Una vez más tranquilo,
comenzamos con las sesiones para tratar de lleno mi padecer.

No sé si silenciosa es la palabra, pero la depresión no se manifiesta con escándalo.


Está ahí. Esperando, creciendo hasta llegar a dominar cada centímetro de su
afectado. Desde dejé de tratarme en Chile no había sentido grandes caídas
depresivas, pero si lo miro con retrospectiva, es claro que iba dando señales de a
poco, notados en malos actuares en ocasiones con María. Por mucho que la amara
no fui un idilio de pareja, siempre estaba hipersensible e irritado, en general muy
afectado por la vida, por todo. Sentía constantemente un desgano y una
animadversión por la vida ciclópeo, no había nada ni nadie que pudiese eliminar mi
desazón. No sentía ganas de hacer nada. Me esforzaba mucho por lograr hacer las
cosas que debía cumplir, si bien lo lograba, esto involucraba un cansancio triple de
lo normal y creo que, toda mi vida estuvo nublada de deseos de desaparecer, de
ser parte del mundo de los muertos. Esto fue escalando de manera silenciosa y
progresiva hasta llegar al metro Velódromo, momento en el que muchas cosas
confluían y ya no tenían vuelta atrás. Si bien, a fin de cuentas, no pasó nada en este
metro, pude haber estado muy cerca de morir por un deseo irrefrenable, una pulsión
a flor de piel. Estas cosas comenzamos a tratar en mis sesiones, y poco a poco,
fuimos llegando a mi pasado, por ejemplo, a aquella vez en 1995 cuando me lancé
del techo de mi casa. Me sentía solo y desamparado, no era capaz de disfrutar lo
que iba sucediéndome ¡y vaya que cosas sucedían! Estaba viviendo apoyado del
gobierno que me hospedaba, debía dedicarme exclusivamente a pintar y escribir,
sumado a que en la escena artística mexicana ya estaba siendo querido y valorado.
Era el único que no veía una riqueza en mí. Definitivamente, mi vista estaba nublada
y la depresión era una enfermedad demasiado grande para mis escasas
herramientas. A veces escuchaba Joy Division y pensaba en Ian Curtis con su

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depresión ¿Seré como él? ¿tendré algo de esa genialidad oscura? Por lo menos
quería algo hermoso, brillante, algo poético de mi dolor. Si este ha de ser mi destino,
que sea oscuramente bello. Tal vez, por este absurdo anhelo, es que nunca dejé de
pintar. No dejaba de producir obras, algo así como pequeñas canciones de desamor
que buscaban convertirse en mi disco, en uno editado en Ciudad de México.
Pasaron unos meses y el cambio en mí era revelador, me enfrentaba a mis peores
demonios y la batalla iba mostrando cierta fortaleza invisible anteriormente. La
ideación suicida me rondaba todos los días, aunque haciéndose cada vez más débil
y mi pulsión de vida se hacía más latente. La depresión no se puede curar
rápidamente, lo sé, hemos convivido toda la vida, no obstante, había una sensación
de bienestar. Estaba viviendo con la aceptación de mis lados oscuros. Los peores
se transformaban en pinturas. Mis pesadillas eran la creación, siempre lo habían
sido, sólo que ahora tomaba sentido este escape. Es posible que la pintura sea el
único lugar donde realmente podía habitar siendo auténticamente yo. De ahí salió
el título de mi siguiente exposición «Habitar una pintura».

IV

El maestro Cruz decidió que correspondía darme el tiempo de visitar los museos de
Ciudad de México lo más pronto posible, ya que hasta ese momento me había
dedicado exclusivamente a tareas propias del posgrado. Por mis prejuicios
latinoamericanos, no había dimensionado la calidad y cantidad impresionantes de
obras de arte en esta ciudad y país. Lo primero que visitamos (él ofició de guía) fue
el museo Soumaya en la colonia Polanco. Este museo, propiedad del multimillonario
Carlos Slim, albergaba, según decían, la tercera colección más grande de Rodin del
mundo. Sin embargo, fueron las pinturas las que me llamaron la atención. Tenían
obras del Greco, Tiziano, José de Ribera, José María Velasco, entre muchísimas
más. También grandes obras mexicanas de Diego Rivera o Tamayo. Lo más
conmovedor –quizás por mi gusto personal– fueron las pinturas de Van Gogh.
Parecían de un estado previo o sus mayores éxitos. En especial, había una obra, El
pastor con un rebaño de ovejas, que no dejaba de mirar. Era una pintura oscura,

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podría decir lúgubre, con un cielo oscuro como si fuese a llegar una tormenta; donde
el personaje, de clase obrera en su representación, llevaba un rebaño de ovejas
representadas a partir de manchas muy sueltas, una sobre otra, sin descansos,
generando cierto volumen y misterios en la obra, uno muy secreto y de una
radicalidad de clases –el personaje no era un idilio de pastor sino uno crudamente
pobre–. Es difícil creer que una escena común, como la de un pastor, pudiese
evocar tantos sentimientos. Primero, sentí un escalofrío, algo propio de la oscuridad
o una sentimentalidad atormentada. Luego, la manera de pintar me evocaba ciertos
momentos, quizás de genialidad y desequilibrio, donde la pulsión de pintar era más
importante que cualquier representación. Esta escena, era un traspaso sin piedad
ni remordimientos de un estado mental del autor, detonándome interrogantes, en
qué momentos he tenido la fortaleza de ser tan crudo en la expresión de mis
sentimientos en la obra, cuestión que yo siempre me jacté, pero nunca había visto
una luz de brutalidad como la de Van Gogh, aunque claro, sin desmerecer, él es
Van Gogh y yo sólo Edvard.

Al lado del museo Soumaya se encuentra otro espacio cultural, el connotado Museo
Jumex, recién inaugurado, de hecho, cuando llegué a México estaban
construyéndolo y en este preciso momento era su inauguración. Su colección de
arte contemporáneo era impresionante, los hits más conocidos de la escena mundial.
Jeef Koons, Jeff Wall, Donald Judd, Demian Hirst, Andy Warhol, entre muchos
nombres; de los cuales sólo basta poner arte en el buscador para que aparezcan
en los primeros resultados. Todo lo impresionante se me desintegró al ver una
pequeña y silenciosa obra del artista Yoshihiro Suda, hasta ese minuto desconocido
para mí. La obra, primavera de madera, fue todo lo contrario a mi experiencia con
Van Gogh. Esta era silenciosa, pequeña, sin grandes operaciones plásticas de por
medio, era una belleza delicada en medio del ruido de grandes obras. Eran dos
flores, muy realistas, talladas en madera y luego pintadas para parecer como si
fuesen un momento, como el nombre lo dice, de primavera, en contraposición a la
grandilocuencia de un espacio museal. Lo percibí como un acto de transgresión,
donde el arte, que cada vez necesita ser más impresionante para llamar la atención,

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queda silenciado ante un mínimo gesto, una pequeña flor surgida desde la pared y
el suelo para detenernos en la observación más profunda de un objeto que
podríamos ver a diario, como un instante cualquiera de nuestras vidas.

En esos mismos días, Larissa me invitó a que fuésemos a Puebla a la inauguración


de la retrospectiva de Annette Messagger en el Museo Amparo de esa ciudad. Lo
primero era ver cómo podíamos quedarnos a dormir para poder asistir al evento. En
esa búsqueda recordé que una amiga artista de Chile me había dado a conocer a
un curador de Puebla, junto a él estuvo en una exposición en Estados Unidos, este
se llamaba Ismael y era encargado de un extraño programa privado dedicado a
orientar a millonarios en inversiones de arte contemporáneo. Ismael -como dicen en
México- era algo chaparro, moreno de rasgos duros como si fuese un boxeador y
siempre andaba con una kipá en la cabeza con la cual uno inmediatamente lo
identificaba como judío. Ismael nos ofreció el alojamiento que necesitábamos y en
nuestra primera salida nos hizo un tour por los talleres de artesanos que hacían
cerámica, llamada Talavera, muy propia de la identidad de esa región. Estas
cerámicas o más bien mayólicas, que significa loza con esmalte, se caracterizaban
por un color blanco parecido al mármol y diseños con un azul profundo que la hacían
verse de una belleza sin par, como si fuese una artesanía de medio oriente. Sin
embargo, lo más impresionante eran los procesos rudimentarios de producción de
quienes realizaban estas piezas. Uno en particular, nos mostró cómo las
«quemaba» en un fogón hecho en la tierra y tapada por la misma, ahogando el
fuego simplemente con la tierra que ubicaba encima. Este artesano, Juan, nos
regaló un par de talaveras a cada uno y luego seguimos nuestro camino. Ismael,
nos llevó a comer a un restaurant en una terraza donde se podía observar cada
rincón de puebla y particularmente la sobrepoblación de iglesias en la ciudad,
parecía que por cada cuadra había una, y cada cual muy preciosamente cuidada y
de un colorido propio de México.

Al otro día fuimos con Larissa a ver la muestra de Messagger, estaba atiborrada de
gente, quizás no tan solo de Puebla reunidas en este exclusivo evento, no por nada

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es una de las artistas con mayor renombre mundial. Corrían las copas de vino y
pequeños vasos de mezcal para dar cuenta que nos encontrábamos en México, no
en otro lugar del primer mundo. Esta vez, era en este país alejado muchas veces
de la mano de dios, el que recibía esta visita. Con Larissa nos ofuscamos un poco,
ninguno de los dos era realmente sociable, pero a su vez nos gustaba poder beber
sin miramientos en estas ocasiones. Pasado un poco el barullo nos adentramos en
el mundo de Messager, sus obras, que a momentos parecían infantiles, escondían
un cierto dejo lúgubre en la atmosfera que transmitía. Muñecos de trapo, algunos
rellenos con almohadas; letras hechas de género también con relleno; y en general
piezas que daban un aire lúdico a la muestra se tornaban -a partir de juegos de
iluminación y montaje- en piezas realmente siniestras. Parecía como si Messager
estuviese mostrando al mundo que las infancias perdidas, corroídas por sucesos
oscuros se podían sublimar en obra, aunque eso significara romper el halo del
silencio. Una biografía puesta radical y visceralmente en un espacio museal. A ratos
pensaba en ella, en su obra, en su pasado y en su dolor. No es posible hacer obras
así sin tener una espina clavando el corazón, uno sangrante. Pensaba también en
mí, en Larissa, en Pavel y en el maestro Cruz; personajes oscuros en una historia
desgarrada ocurrida en México, un país abandonado de la gracia divina. Todos ellos
eran individuos marginales y marginados, que sólo son posibles en los variopintos
escenarios del arte. Maestro Cruz ¿Qué habrás sentido en tu destierro de la
religión? ¿ha valido la pena el arte? ¿realmente es posible amainar el dolor con la
creación? Yo también me sentía desterrado, abandonado a mi suerte tratando de
encontrar una luz que le diera sentido a hacer arte, aunque también es posible que
haya estado equivocado, quizás, hacer arte tenía sentido, lo que carecía de éste
era la vida propia, lo único valioso era entregar ese espacio de duda –la vida– para
el arte.

Larissa se encontraba muy dubitativa, perdida en sus pensamientos, no tomaba casi


nada de atención a lo que le decía, nos encontrábamos en un bar de la plaza central
de Puebla y parecía como si la noche se tornara infinita, Larissa y sus pensamientos
me generaba una pesadumbre en mi cuerpo y mente. Nunca sabría lo que

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realmente pasaba por su cabeza, era otro de los personajes marginales de mi vida,
ella se consideraba una desterrada de su natal Sonora, no me imagino qué habrá
pasado allá. De un momento a otro, se acerca hacia mí y me dice que volverá al
desierto, que tiene cosas por hacer, que regresará pronto y que debía esperar
tranquila su vuelta. Yo no entendía muy bien qué era lo que hablaba ¿Por qué tanto
secreto si era tan solo un viaje? Quién sabe qué se le habrá cruzado por su mente.
Inevitablemente, contra todos los intentos para que se quedara, un mes después
partió a Sonora, Pavel la intentó detener, sin éxito. Él estaba nervioso con la
decisión de Larissa, los dos eran personajes misteriosos y oscuros, no podría
imaginar qué cosas sucederían en ese viaje. Tal vez, nunca sabría muy bien, pero
de alguna manera quería a Larissa, la anhelaba en mi vida, siempre alegraba mis
momentos oscuros. Nunca se lo dije. Lo cierto es que se fue a Sonora por un tiempo
indeterminado.

Pavel y Carlos me comentaron que había una cena (eufemismo para decir que era
una peda) entre artistas y curadores en la Covadonga, ubicada en la colonia La
Roma. Yo estaba en una campaña de darme a conocer, que para ese entonces ya
había dado ciertos frutos, haciéndose interesante poder compartir con gente más
alejada de mis círculos. Aún era un personaje oscuro, de rincones ocultos en el
circuito del arte, valiéndome cierta fama. Si bien no interactuaba, por lo menos,
estaba. Fuimos a la cena y se encontraban un montón de figuras del arte mexicano,
entre ellos artistas habituales de las grandes galerías como Kurimanzutto, fundada
por el notable artista Gabriel Orozco. La jornada estaba excesivamente motivada,
todos hablaban al mismo tiempo; algunos para hacerse notar subían mucho el nivel
de voz y todos se reían al son de los más famosos artistas que se encontraban esa
noche. Nosotros con Pavel y Carlos estábamos al final de la mesa, pues llegamos
tarde a la cita. Pedimos unas cervezas (como es mi costumbre pedí una victoria),
sin duda éramos los tímidos en esa situación. De pronto, todos reconocieron a Pavel
debido a gozar de cierto prestigio. Él nos presentó a Carlos y a mí en ese momento,

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nuestros nombres le sonaban, alguna que otra exposición había llegado a sus oídos.
Lógicamente me sentí halagado, pero también un poco ofuscado. Si bien en Chile
vivía como un artista más bien conocido, en estas tierras me plantee empezar de
cero y resulta que ya no estaba en cero, había logrado algo, poco a poco, a mi lento
ritmo, estaba siendo un artista conocido en estas latitudes. Al parecer el destino /mi
querido número 5/ siempre me acompaña en mi suerte, mi gracia divina. Por cábala
me tomé cinco botellines de cerveza y comí cinco tacos, pese a estar todos
comiendo como bárbaros. Las enchiladas pasaban de un lado a otro, los pozoles,
los chilaquiles y algunas delicias medias europeas para darle cierto glamour
aspiracional a la fiesta. Pasaba el rato y yo me quería ir, Carlos y Pavel también. En
un momento inesperado se le ocurrió a la concurrencia ir al Patrick Miller a bailar,
cuestión que no me pareció mala idea, aunque no conocía el lugar. Bailar siempre
es un escape catártico a los problemas. Nos fuimos en auto al Patrick Miller a pesar
que no quedaba muy lejos, pagamos la entrada e ingresamos a un mundo
alternativo. Las luces cambiaban de un segundo a otro, las personas se movían de
una forma excéntrica; muy distinto a las discoteques conocidas hasta ese entonces.
Era un espacio oscuro, libre y desprejuiciado. Pavel se movía estrambóticamente
en una especie de trance, Carlos, también lo hacía. Patrick Miller era un lugar
misterioso, lóbrego en cuanto a atmósfera, tal cual un secreto entre los asistentes y
también de alguna manera una complicidad. Las personas se reunían en círculos y
uno a uno se iban poniendo al centro de este para demostrar sus mejores pasos de
baile, pese a que yo no quise participar, Carlos lo intentó. Inmediatamente fue
ovacionado, quizás no por su genialidad, sino por la valentía demostrada. Todo era
festivo y yo no era particularmente así. Sentía que ese lugar me pertenecía, al igual
que México, eran espacios donde podía ser yo mismo, sin pasado, sin futuro. Mi
verdad más cruda e iluminada a la vez, una mezcla de penumbra y brillo. Como
decía Virus en su tema Sin Disfraz del disco Locura: «a veces voy a donde reina el
mal, es mi lugar, llego sin disfraz»

Es muy complicada mi relación con México, nunca me había sentido tan a gusto en
un lugar al cual debía irremediablemente abandonar contra todos mis deseos. Eso

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sucedía, mi tiempo en México comenzaba llegar a su fin, mi tutor de tesis ya me
estaba pidiendo mi proyecto completo, cuestión que sí tenía, pero deseaba dilatarlo
un poco. Por un lado, estaba alcanzando un nombre dentro de la escena artística
mexicana (muy importante para mí) y por otro, estaba el compromiso con la beca
ganada que especificaba muy bien mi limitada estancia en México. Mi tesis hacía
tiempo la tenía lista, por lo menos el grueso del documento. Como mencioné
anteriormente, la idea se trataba de habitar sentimentalmente una pintura, y en mi
caso, el paisaje. Deambulaba por el romanticismo y el impresionismo para llegar
prontamente a trabajos más actuales como los realizados por Richard Serra con sus
estructuras que parecían incrustaciones de tiempos indeterminados, muy al estilo
de Odisea al espacio 2001 de Stanley Kubrick. Todo esto me atormentaba, no me
dejaba dormir, pensaba también qué sería de mi vuelta a Chile, dónde trabajaría,
con quién tendría que hablar para eso, si tendría alguna galería que me ayudase y
una serie de menesteres como exceso de futuro. Me daba pánico el mañana, sólo
me aferraba al ideal de detener el tiempo y estar bajo la lluvia tropical mexicana,
tomarme una cerveza en el Salón Corona o un Pulque en Xochimilco. Es extraño
pensar que cuando me fui de Chile lloré en el avión, ahora que lo pienso, lloraría de
nuevo por tener que abandonar mi nuevo lugar en el mundo.

La maestra Itzel se había sentido conforme con mi desempeño pictórico en este


tiempo. Si bien me resistí a su constante presión por los colores, llegué a una
intensidad que no había explorado antes de llegar a la maestría, en verdad fue una
especie de catarsis; dejé de lado la sobriedad propia de la dolorosa cultura visual
de Chile para adentrarme en el mundo de los sentimientos, camino que nunca
abandonaría. En esos días me rondaba por la cabeza Larissa, no supe más de ella,
le pregunté a Pavel, que era su pareja, pero no decía nada, solamente que no
volvería de Sonora y pronto iría con Carlos para allá. Carlos no conocía bien a
Larissa, es más, yo creo que nunca estuvo cerca de ella ni sabía cómo se llamaba,
o si existía. Solo Pavel tenía su recuerdo, y también algunas personas de galerías
donde expuso, pero en este momento estaba perdida para mí y no había forma de

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verla. Esto no tendría un final ni una despedida, algo quedaría pendiente de mi vida
mexicana, Larissa, querida Larissa.

Los días avanzaban muy rápidos, me quedaba algún tiempo en el país, pero se
sentía como si fuese mañana. Dejé de dormir, la ansiedad me mataba, no podía
conciliar el sueño de ninguna manera, pensaba en mil maneras de llegar a Chile,
conversaciones que tendría, ayuda que pediría y cuántas caras conocidas volvería
a ver. Esto no era una ansiedad por volver, era una ansiedad de no querer irme.
Quizás no hice tantos vínculos como los otros extranjeros del posgrado, eso sí, los
que establecí eran importantes, lo suficiente como para sufrir mi partida. En mis dos
años en México me comuniqué muy poco con la gente en Chile, mantenía contacto
con mi familia y María, por lo cual mi vuelta vendría cargada del reproche de mi
ingratitud. Estaba en esas reflexiones, cuando me escribe Edvard S. para contarme
que se cambió de ciudad y tenía contacto con una nueva galería en Valparaíso,
coincidimos con Gap de volver a exponer juntos, esta vez en la quinta región de
Chile. Señal de tener un pie en Chile, y ya nada podría frenar mi llegada.

Me dieron fecha de defensa de tesis para el 25 de junio del 2015, conjunción precisa
de cincos. Estaba muy nervioso, a su vez, confiado en mi desempeño a lo largo de
la maestría. Nada podía salir mal, aunque las cosas no son como uno imagina. La
comisión, sin preverlo, se ensañó con mi trabajo. Me dijeron cosas que nunca
pronunciaron en mis dos años de estudio, se olvidaron de todo lo enseñado y
aprendido, y me destruyeron. Mi alma se rompió. Quería correr, nunca volver a esas
aulas y cuando todo terminó casi corrí con mis amigos a tomarnos una cerveza a la
faena. Quería llorar en este ambiente festivo, la gente me quería subir el ánimo,
incluso, algunos compañeros y compañeras con que no había compartido mucho
en ese tiempo. Por un momento borré todo. Bailé sin parar. Poníamos canciones en
una rocola antigua y dábamos nuestra vida en cada paso, cada movimiento pélvico,
cada braseo, todo podía quedar atrás en una noche, incluso el hecho de irme. Todo
valía la pena; las personas, las situaciones, los recorridos nocturnos, mis oscuras
aventuras en pasadizos ocultos en Ciudad de México; todo se condensaba en un

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baile sin detención. Mis piernas se caían a pedazos, mis pies dolían como si pisara
piedras, mis brazos estaban exhaustos. Toda mi vida mexicana se sublimó en este
baile, uno intenso como el cielo de este país, uno sin límites como cada momento
vivido en este norteño lugar. Mi último baile en México.

Un amor real es como vivir en aeropuertos


Pasajera en Trance, Charly García

Parte XI

I
El 2015, en medio del invierno, quizás uno de los mas crudos que he vivido, llegué
a Chile. Me esperaba mi mamá en el aeropuerto con un tío que nos llevaría a
Rancagua. Esa misma semana debía empezar a poner en orden mi vida: el trabajo,
el dinero, el arte, las relaciones que dejé y las que vendrían. Cerca de mi llegada se
contacta conmigo Natasha, una galerista incipiente que le interesó mi trabajo para
ir en representación de su galería en una feria de arte que se comenzaba a hacer
en Chile. Probablemente mi ausencia en el país haya generado el mito del éxito,
siempre muy ponderado cuando uno se va al extranjero, aunque claro, no es lo
mismo irse a Latinoamérica que a Europa, cuestión que estaban haciendo varios de
mis ex compañeros. Mientras ellos se iban, yo llegaba desde los rincones más
extravagantes del arte contemporáneo. La oferta de Natasha era bastante
interesante, la feria que se promocionaba prometía unas ventas más o menos
seguras, y me ofrecía además, ser parte de los artistas representados por su galería,
cuestión que me parecía más que atractiva.

Como una deuda no paga, ese 2015, volví a mi casa en Rancagua luego de
haberme asentado en Santiago y luego en México. Todos esperaban mi regreso, yo
me había ido por muchos años de la ciudad y ahora venía a pasar una temporada
indefinida. Fiestas por doquier, amigos inmemoriales, visitas a mi familia cercana y
lejana eran el pan de cada día en esta estruendosa vuelta en un año con cifra 5 en

101
su final. Rancagua me parecía distinto, el tiempo la había hecho más «capitalina»,
ya no era una ciudad provinciana en que todo giraba en torno a su plaza central,
todo era muy distinto, al punto de desconocerla. Tuve que aprender de nuevo las
calles, los nuevos centros comerciales, el cine nuevo –al que fui 5 años después– y
en mi familia también todo estaba cambiado. Mis primos eran grandes,
profesionales, y los más pequeños estaban ingresando a la universidad. Mis amigos
ya eran adultos, trabajaban, algunos tenían casa, pareja estable y todas esas cosas
que aún yo no aspiraba. Mi forma de vida era demasiado volátil para el tiempo en
que llevaba vivo. Sin embargo, fue una vuelta hermosa, cariñosa y llena de
recuerdos que atesoraba en lo profundo de mi corazón.

Comencé a vivir donde mi mamá mientras trabajaba esporádicamente en Santiago.


Tenía un par de clases de pinturas en una academia de arte y más pronto que tarde
volvería a vivir en esa ciudad. Las cosas no mostraban un futuro tan incierto, dentro
de una semana se realizaría la feria de arte a la que me habían invitado y ya
estábamos fijando una fecha para mi próxima exposición individual en esta galería,
lugar que además se especializaba en el tipo de obra que yo llevaba a cabo, la
relación entre arquitectura y paisaje en el arte contemporáneo. De todas maneras
hubo algunos sin sabores a mi regreso. Edvard S se fue de Santiago a vivir a la
playa y eso mermó nuestra cercana relación, por lo menos en el aspecto físico, ya
que por internet seguíamos en contacto. Gap, por su parte, estaba centrado en otras
amistades con las cuales estaba produciendo obra y logrando un leve éxito
mediático. Seguimos siendo amigos, pero nuestra amistad cada vez más escasa, al
punto que dentro de un par de años no sabíamos casi nada del otro. En esos días,
de idas y vueltas a Santiago, fui a una inauguración en la cual yo participaba con
una obra que había mandado desde México y estaba entre las seleccionadas de la
muestra, esta exposición fue en un museo connotado de la ciudad y por decirlo poco,
este evento, era un material inevitable en la agenda artística nacional. Esta vez fui
solo, no quise juntarme con nadie en especial, quería ir, echar un ojo y
probablemente ver a María para saber un poco más de su vida en el tiempo que
habíamos estado separados. Aquí fue cuando conocí a Mark, un artista desconocido

102
hasta el momento, que sabía de mi por rumores, anécdotas y cosas que se decían
en mi ausencia (no necesariamente malas). Él era amigo de alguien cercana a Gap
y había escuchado mucho del trabajo que habíamos hecho juntos sobre todo de
Blackout. Me saludó con afecto, como si fuésemos grandes amigos, quizás todo lo
que sabía de mí lo hacía sentir cercano a mis historias. Mark tenía el pelo teñido
verde, usaba lentes, era muy expresivo, de tez blanca y estatura media, quizás de
1.70 m. Hablamos del arte, de mi viaje, de su incipiente pero prometedora carrera
de artista, de nuestros amigos en común (no eran pocos), vimos una a una las
piezas y opinábamos que el arte joven se veía un tanto decepcionante, aunque
siempre sucede en este tipo de exposición (concursos), pero también había obras
brillantes, gente desconocida que valía su peso en oro. Mark me invitó a tomar unas
cervezas a su taller un día de esos y quedamos en vernos el viernes de esa semana
(el día 5 de la semana como lo dice mi cábala).

El taller de Mark era un perfecto equilibrio entre lo caótico de la práctica pictórica y


un orden perfecto para sociabilizar en ese espacio. Quizás ese era el punto, el taller
de Mark parecía siempre dispuesto a recibir visitar y constituirse como un espacio
de historias y anécdotas artísticas. Los atriles estaban dispuestos al centro del taller,
mostrándose como el tema central de las conversaciones que ahí se deparaban, los
sillones rondaban las periferias de lugar y a la entrada se encontraban dos
esculturas de leones blanquecinos que parecían hechos del más fino mármol, uno
a cada extremo del portal. Definitivamente la visualidad del taller estaba muy bien
pensada, al punto que estaba dispuesta bajo una fina planificación de lo que se
conversaría en el espacio: las obras del centro y lo magnánimo de la propuesta
visual en la entrada a ese lugar sacro. Desde el principio, una vez atravesada la
gran apertura de los leones, comenzamos a hablar de las obras de Mark, todas sus
creaciones, lo cual me parecía interesante, muy poco visto en el imaginario chileno.
Sus obras eran pop, pero no recordaba ese género en la historia del arte, era uno
muy propio chileno –Quizás solo Juan Dávila pueda tener este título–. Las pinturas
tenían contingencia nacional, marcas populares, cómics de impacto en el país,
animaciones japonesas de conocimiento generacional (los dos pertenecemos a la

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post dictadura) y una serie de elementos que mezclados parecía la amalgama más
brutal de la idiosincrasia chilena. Su trabajo era político –de una forma irónica– pero
también era muy pictórico. En su obra había elementos pintados de una planicie
perfecta, como hechos por una maquina, y en otros momentos, tenía una manera
muy expresiva de representar, logrando una mezcla y dominio de los dos lenguajes.
Sin duda Mark era un artista interesante.

Compramos un sixpack de medio litro y comenzamos a beber. Hablábamos de arte,


de sus obras, de las mías, también de la posibilidad de hacer algo juntos, cuestión
que hicimos en esa misma tarde. Redactamos un proyecto para enviar a una galería
en la cual los dos estábamos interesados y lo concretamos inmediatamente.
Enviamos el proyecto. Seguimos bebiendo, nos reímos, hablábamos mucho y sin
parar. Cuando pasó ese día, sin quererlo, concretamos una nueva amistad,
íntimamente mezclada al arte, los deseos, aspiraciones y sueños de los que
estábamos seguros cumpliríamos.

Natasha llamó a una reunión de los participantes de la feria de arte, entre ellos había
varios amigos míos, o más bien compañeros de juerga, y la cita tuvo lugar en la
galería de mi nueva patrocinadora, donde ahora yo participaría como artista
representado. Se inicia la reunión y en la mesa colocan un balde con varios
champagne llenos de hielos. La reunión fue minúscula. Todo se trató, luego de los
pocos minutos de conversar, sobre la disposición de cada uno en el espacio de la
feria. Al final el tema central fue la tomatera bajo la elegante impronta del espumante.
En otro lugar una fiesta sería con cualquier cosa que se pudiese tomar (rones
baratos, vodkas intragables y cervezas de poca monta) pero aquí era distinto, lo
vulgar se velaba por la calidad del bebestible. Yo me uní sin mayor dilatación, tomé
mi copa y la rellené cuanto fuese necesario, no escatimé en gastos. Los artistas
estaban felices, se venía una feria y prometía un ingreso para todos. Uno de ellos,
un muralista que también hacía collages se me acercó y conversamos bastante, era
muy amable y chistoso, se hacía llamar «Piccolo» como el personaje de Dragon Ball.
Piccolo me comentaba que conocía mi trabajo hace un tiempo, y yo sin saberlo

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también conocía su trabajo. Estaba en los más proclamados muros de la ciudad y
quizás del país. Lo que sucedió después es que fuimos a seguir tomando a otro
lugar, a un cumpleaños de un desconocido (por lo menos para mí). Este no
esperaba visitas y fue notoria su molestia con nuestra presencia, pero no nos
detuvimos en beber en su hogar y nos dirigimos a otra casa. Así lo hicimos,
deambulamos por lugares hasta que nos dio el amanecer y cada uno –muy
destruido– retornamos a nuestros hogares. Yo me fui a estación Central y tomé un
bus a Rancagua. Al llegar, dormí como dos días despertando intermitentemente
cada cierta cantidad de horas, quizás dos o tres, siempre con un dolor intenso de
cabeza y ojos producto de una caña brutal.

De cierta manera se generó un grupo de artistas que íbamos a todos lados juntos
luego de esa tomatera, aunque nunca me interesé mucho en ninguno, es más, sólo
recuerdo con claridad a Piccolo, con el cual mantengo contacto hasta la actualidad.
Íbamos todos de inauguración en inauguración, bebiendo, conversando con los
artistas, galeristas y todo el aparataje cultural detrás de cada exposición. Nos
hicimos conocidos como grupo. Nos querían de alguna manera, esperaban nuestra
presencia como quien espera el caos solo por el gusto de ver el mundo arder.
Éramos una entretención y también significábamos el circuito del arte, el arte vivo,
el que camina, corre, se emborracha, opina de las piezas e intercambia obras. En
esos días conocí a Magdalena, una artista de Viña del Mar que había estudiado
artes en mi escuela en Chile casi al mismo tiempo que yo sin coincidir. Con ella
tuvimos mucho en común, incluso compartimos algunos personajes de nuestro
pasado. Nos hicimos muy amigos, salíamos en conjunto con estos artistas
vagabundos, aunque ella no se vinculaba tanto con ellos. Pasado el tiempo
deambulaba entre exposiciones solo con Magdalena, Piccolo y uno que otro artista
de esta cofradía del alcohol. Mis otros amigos como Nat, Violeta, trabis y demases
no gustaban de este «mundillo» artístico. Aunque con Magdalena estábamos
entregados al destino del arte, al de la locura, comenzamos a vivir al límite, salíamos
y volvíamos con el cuerpo destruido de las fiestas y los deambulares infinitos por la
ciudad. En ese momento Magdalena me alojaba luego de esas andanzas. Esto Me

105
recordaba la historia de los grandes artistas que se encontraban inmersos en el
descontrol y la pasión por el arte, y la verdad es que tanto yo como Magdalena
estábamos totalmente entregados a la creación, la vida al limite y el arte en llamas
quemando nuestros días y pensamientos. Una crucifixión.

La feria se realizó en un espacio cultural de renombre en la ciudad, estaba copado


de artistas y gente que compraba (no sólo coleccionistas), era una fiesta de colores,
de felicidad, de champagne, de creadores que vendían su trabajo bajo una
desesperación propia de la carencia. En mi caso, me ofusqué, y tampoco las
personas estaban tan interesadas en una obra tan visceral, tan lejano a sus
preciosos livings minimalistas de colores primarios. Me fue mal en la feria, no vendí
nada, solo bebí para pasar el trago amargo o el tiempo perdido. Me deprimí
profundamente, quise llorar, mi llegada de México no era lo que esperaba y ya
extrañaba estar allá, el lugar que escogí. Muchos errores comienzan aquí, en el
2015, la maldición del número 5.

Luego del fracaso en la feria, Natasha comenzó a dilatar el tema de mi exposición


en la galería, pasaron meses y nada. Me empecé a preocupar. Era casi fin de año
y no me hablaba, comenzaba a sentir el rechazo de ella por mi fracaso comercial,
aunque por muy leve que fuese (la feria no digamos que era particularmente
importante) hacía gala de que trabajar pudiese ser un riesgo y un error, cuestión
que me dolió profundamente. Llegaba a un fin de año doloroso, dejé México, fracasé
como artista comercial y ya nadie se interesaba en representarme, solo me quedaba
la fiesta, las luces efímeras y banales del arte. Todo se volvía de colores, bebía casi
todas las noches, iba de una inauguración a otra con Magdalena, reíamos,
bailábamos en éxtasis y la noche parecía no acabar. Los días parecían minutos y
las semanas horas, las cosas no terminaban, no tenían fin y cada vez que
parábamos habían días de resacas y pensamientos autodestructivos. En ese
momento llorábamos, nos veíamos miserables, poetas malditos, pintores
desahuciados, ninguno de los dos quería vivir el momento, solo hundirse.

106
A pesar de todo, Magdalena era una gran amiga, no solo compartíamos los festines
y regurgitaciones del círculo artístico, sino, también nos acompañábamos en la
odisea de ser artistas en el tercer mundo. A los dos nos costaba desapegarnos de
la eterna reflexión, esa que mucha veces inmoviliza, y envidiábamos a esa gente
que no la tenía, que producía obras con total naturalidad. Yo estaba en una quietud
desesperante, solo vivía para la fiesta y ya no tenía nada que mostrar, nada que
justificara mi existencia en el arte. En cambio, Magdalena era muy rigurosa, siempre
pintaba o dibujaba, pero el arte es muy crudo, los dos sentíamos eso. Los dibujos y
pinturas de Magdalena, sobre todo sus acuarelas, eran realmente preciosas, sus
figuraciones (cuerpos humanos) se deshacían entre el correr del agua de la
acuarela, seguían el flujo natural del material y a la vez estaban guiadas. Magdalena
producía figuras que lindaban entre la extrema belleza de la representación y la
melancolía vinculada a la atmósfera de las pinturas. Si bien las cosas iban difíciles
y evadíamos nuestros problemas en las fiestas, las pinturas de Magdalena siempre
me daban esperanza, el arte siempre me la daba, en cada momento en que caía
profundamente, encontraba alguien único que me daba vida. Magdalena cumplió
ese rol. Un día entre esas resacas malditas, despertamos y decidimos darle fin a
esa vida. Volveríamos a casarnos exclusivamente con el arte. En su casa, comencé
una nueva serie de nombre «Como habitar la tormenta».

II

«Estoy muy motivado con esto» me dijo Mark cuando hablamos sobre nuestra
posible exposición, aunque la verdad es que no se contentaba con esperar a esos
resultados inciertos de la postulación, quería hacer algo ahora, urgente, apremiante
e impactante (Mark tenía la tendencia al impacto en el arte, era un personaje de
cosas grandiosas) y un día me llamó por teléfono:

– ¡Edvard! ¡Tengo una idea genial!


– Ya… ¿De qué se trata? (pensaba con cierta desconfianza)

107
– Estaba pensando que tu oscuridad puede llevarse muy bien con mi pop, y
también con el pop de gente que conozco.
– Disculpa y lo siento, la verdad no me gusta participar de exposiciones
colectivas, siento que se pierden las obras.
– No te preocupes, esta será apoteósica, seremos 4, será genial, todos son
unos genios.
– (Yo también comenzaba a motivarme) ¿Y qué esperas que haga? ¿paisaje?
¿figuración?
– Quiero que saques provecho de tu cercanía con los imaginarios japoneses.
Es tu momento de brillar con eso.
– ¡Ya! (no sé de dónde salió tanta energía de mí) Lo quiero hacer ¡Me anoto!
Te debo cortar para pensar en esto, me tomaste de sorpresa y quiero
proponer algo pronto.
– ¡Ese es el espíritu! te llamaré de nuevo para ver la fecha exacta, pero te digo
desde ya que será en un mes y medio aproximadamente.
– ¿Y ya hablaste con quien hará el texto?
– Sí, Lo hará El crítico

Era el mes 5 del 2016.

Mi amistad con Mark se hacía cada vez más cercana, y yo iba progresivamente
mostrándole avances para la exposición que me invitó. Comencé a pintar imágenes
de fotografías de adolescentes japoneses, a los cuales les dejaba el rostro blanco
como para generar una perdida de identidad, fijándome siempre en la relación entre
los fondos blancos y su relación con la blanquecina piel. Así, se veía como si los
cuerpos se desvanecían en su escenario. En cambio, Mark, estaba realizando unas
pinturas de gran formato con muchos referentes pop, era como una fiesta, una
alegría que también podía ser melancólica –en el sentido de que aludían a una
infancia que ya no existe, un período del crecimiento al que nunca volveremos–. Sin
embargo, no tenían nada de la adolescencia infantil, eran irónicas y podía crear la
representación más política al lado del logo de chocapic sin ningún intermediario,

108
así es el siglo XXI y me gusta que sea así. Con Mark nos juntábamos muy seguido
a pintar en su taller, era amplio y fácilmente tenía espacio para albergar todas mis
cosas. En ese momento no tenía residencia oficial, vivía en Rancagua, pero me la
llevaba deambulando en casa y talleres de amigos en Santiago, de alguna manera
me resistía a la idea del hogar materno, lo había dejado hacía tanto tiempo que
sentía un fracaso muy grande al volver, aunque era un hecho. Magdalena me ayudó
mucho al brindarme alojamiento constante, incluso a ratos me sirvió de taller, hacía
casi todo allí o en el taller de Mark, sin embargo, esto no se podría sostener en el
tiempo. Tendría que partir luego.

La exposición con Mark se llamó Pop is dead por la canción (que es un b side) de
Radiohead. La muestra contra nuestros humildes pronósticos fue espectacular, se
llenó completamente, mucha gente de diversas áreas del arte, discursos y personas
gozadoras de lo japonés, confluyeron en nuestra inauguración. Para la ocasión
compramos jabas de cervezas chinas en la distribuidora El Cielo, en San Diego,
también compramos dulces clásicos de los años 90 para dar una atmósfera de pop
antiguo, de capa caída, de la muerte del pop y su nuevo renacer en esta muestra.
El crítico escribió un texto envidiable, hicimos una gran impresión de él y lo
colocamos a muro fuera de la sala de exhibición. Una de mis compañeras de
exposición, Francisca, quien era una de las pocas escultoras que conocía que
mantuviera la práctica de «esculpir» escribió un texto biográfico para el catálogo de
la exposición. Era muy bello y también, al igual que toda la muestra, aludía a nuestro
pasado post dictatorial, a esas infancias tenebrosas y traumadas que tuvimos. Lo
ominoso en una edad precoz era lo que escondía la alegría de nuestro pop, también
la muerte de este género y el intento de revivirlo precariamente era una lucha vacía,
pero eso lo sabíamos, estábamos al tanto de que hacer algo muerto llevaba un
destino en el mejor de los casos incierto, en el peor, un error fatal en nuestras
carreras. Al Crítico no le importaba eso y estaba encantado con nosotros, sabía que
haríamos algo que valiese la pena y nos ayudó hasta el final. Nos acompañó en un
conversatorio que hicimos después con teóricos interesados en la muestra y luego
a una fiesta que llamamos Pop is still dead. Esa noche los rostros no se podían

109
distinguir, la luz era precaria, la música estaba fuerte, pasábamos de un Dark Wave
al pop más furibundo. Podíamos sentir nuestros pies al lado de otros, moviéndose
en aparentes círculos, el alcohol se caía de los vasos y bañaba el piso de una
transparente capa pegajosa, nadie se fijaba en eso, todos gritaban cuando salía una
canción icónica de los 90 como Estrechez de Corazón de Los Prisioneros ¡Pero no
voy a aguantar… Estrechez de Corazón! Todo era intenso y las horas pasaban,
estábamos Mark, Magdalena, Francisca, El Crítico (que buscaba nuevas formas de
éxtasis ya a altas horas de la noche), Nat, Trabis, Miss, Violeta, Gap, algunos
coleccionistas, otros curiosos y teóricos -que fueron a destruir nuestra exposición a
partir de sus postulados, pero terminaron engullidos por nuestra propuesta-, entre
otros especímenes clásico del arte. Esta fiesta tendría ribetes inesperados al igual
que la exposición, Pop is Dead sería recordada por muchos años desde su
inesperada aparición.

III

A pesar del éxito de Pop is Dead mi situación en Santiago era precaria, no había
logro que me pudiese llevar a tener una vida independiente, fui a todas las
universidades posibles a dejar currículum con mi magister recién obtenido y no
conseguí nada, todo estaba perfectamente articulado en cada institución, no falta ni
sobraba nadie. Se me desencadenó una crisis depresiva que me hacía deambular
sin rumbo todos los días por Santiago, incluso, muchas veces, sin comer y
consiguiéndome techo en el último minuto de la noche. Básicamente no tenía dónde
vivir si no quería volver a Rancagua. Entre esas andanzas conseguí que alguien me
arrendara un taller ínfimo de tamaño, cabía un escritorio, una silla y un espacio para
poner un sofá cama pequeño, pero no como para extenderlo en su totalidad, de
todas maneras, si lograba hacer un par de clases, algún curso, podría arrendarlo,
aunque no estaba permitido pernoctar ahí, Acepté. Desde ese momento fingí

110
trabajar desde temprano hasta muy tarde para que no sospecharan que estaba
viviendo allí, aunque claro, la gente no es tonta y muy probablemente todos lo
sabían sin llegar a quejarse en mi cara, quizás por lástima o por no afrontarme
directamente. Al rato, me conseguí un trabajo de profesor de pintura en una
universidad medianamente nueva, con el sueldo obtenido podría pagarme el
cuchitril donde residía. Las clases no eran muchas con un sueldo bajo, pero
entretenidas, nunca había enseñado pintura y descubría poco a poco un gusto por
la docencia, parecía a ratos que pudiese iniciar una carrera en esa área, la cual me
generaba incluso ilusión de proyectarme, aunque en la condición que estaba tenía
que aferrarme a lo que fuese para no decaer. Mi vida en ese cuchitril tambaleaba
día a día. Mis amigos me iban a ver muy seguido al taller y bebíamos
constantemente cervezas auspiciadas por ellos mientras no recibía mi sueldo de
profesor, y como hacía pocas horas a la semana, podía emborracharme sin ninguna
culpa. Es posible que en ese momento no haya pensado tanto en el futuro porque
estaba demasiado ocupado tomando mi presente. Dejé incluso de pintar un tiempo
y solo vivía para las clases y salir de fiesta. En estricto rigor, en el taller solo pasaba
la caña, dormía y esperaba el momento de ir a la universidad. Aunque mis
momentos de profesor eran amenos y los atesoraba (era probablemente lo mejor
de la semana) nada me hacía olvidar la miseria en que estaba viviendo (quizás un
poco la docencia) ¿será posible que acaben las penurias? En ese momento podría
decir que mis problemas venían del mundo de lo concreto; es decir, estaban por un
lado mis lamentaciones emocionales con las que siempre he vivido, pero por el otro,
lo más latente era la escasez económica. Cuando el hambre arrecia ni la filosofía
aguanta.

El arte es irónico, las victorias en él son muchas veces morales. Si bien puedes
tener un éxito mediático, en mi caso, una fama moderada, el factor monetario no va
de la mano con ella. Desde la universidad obtuve buenas exposiciones, hice un
magíster en el extranjero, expuse varias veces fuera de Chile (aunque no tenía la
plata para viajar), pero los beneficios económicos no se habían visto. Pienso a veces
que el arte puede ser sostenible únicamente para las personas que tienen ya un

111
capital económico considerable, ganan dinero sin necesitarlo. En esa situación
estaba, viviendo a penas, pese a cualquier logro que haya obtenido. Quizás por eso
tienen tanta parafernalia los concursos de arte en Chile, pues son pequeñas
instancias donde sus premios monetarios cumplen momentáneamente el sueño de
la subsistencia. Esta situación es una de las razones de mantenemos como un país
tercermundista, un lugar donde la cultura y su financiamiento es un constante
concurso. Por esta razón, la autogestión es la tónica de Chile. Todas estas
reflexiones rondaban mi cabeza sin cesar, no quería más hambre en mi vida, ni las
victorias morales del arte.

Estaba cansado de no producir nada, estaba deprimido, sumido en la vanidosa vida


de la bohemia artística, cuando Mark me contacta para hacer una exposición en una
galería de importancia en la escena del arte. Debíamos prepararnos mucho, sin
embargo, dentro de nuestras grandilocuentes divagaciones, decidimos hacer una
exposición en Japón. Parecía imposible, pero queríamos hacerlo, y pusimos manos
a la obra en eso. Buscamos galerías que pudiesen aceptarnos, mandamos muchos
correos y portafolios hasta que dimos con una respuesta positiva, tendríamos una
exposición el día 5 del mes 5 del año siguiente a Pop is Dead coincidiendo
perfectamente con el aniversario de la muestra. Esta vez seríamos sólo Mark y yo,
tendríamos una sala en una galería en el connotado barrio de Harajuku. En ese
momento empecé a alojarme en el taller de Mark, pintábamos todo el día y
diariamente para realizar la muestra en Chile y en Japón, queríamos que fuese una
muestra que funcionara simultáneamente en los dos países, por cual el tenor de
trabajo que debíamos tener era de un máximo nivel de producción. Parecía una
locura, sin duda con Mark estábamos zafados, nuestras metas estaban por sobre
nuestras posibilidades, pero haríamos todo por lograrlo, esta exposición sería
apoteósica, un hito, y así debía ser, esta fuerza que logramos tener hacía que todo
pareciese en la palma de nuestras manos. La muestra se llamaría «HIT».

No debíamos esperar mucho para que todo lo relacionado con HIT sucediera,
estábamos a un paso de hacerlo y esta vez yo viajaría a Japón a montar e inaugurar

112
la muestra. Compré los pasajes justos para llegar un día antes del 5 del 5. Cuando
llegué me fui directo a Asakusa, donde se encuentra el gran templo Sensou-ji
próximo al Sakura Hostel, que según la publicidad era el lugar más económico de
Tokio. Al comienzo di muchas vueltas al lugar, estaba perdido y con mi precario
japonés intentaba pedir auxilio. Deambulé por el cuadrante donde se ubicaba el
hostal aproximadamente una hora y cuando lo encontré me di cuenta que siempre
estuve pasando por el lado ¡qué estupidez! El lugar era aparentemente pequeño,
pero una vez entrando a la zona de las habitaciones, se podía ver su tamaño real.
Todo esto sin contar de que demostraba una pulcritud solamente visible en un país
como Japón. Todo era un blanco invierno impecable, parecía que nos ubicásemos
en el más profundo paisaje nevado.

La gente que atendía, para mi suerte, hablaban diferentes idiomas, y una chica en
particular, que parecía que había vivido en México, hablaba español. Según sus
indicaciones, me logré hacer un mapa mental de como llegar a la galería y disfrutar
de la fauna fashion del mundo de Harajuku –nido de las nuevas tendencias en la
moda en Japón–. Cuando llegué a Harajuku me di cuenta que el mundo avanzaba
a velocidades indeterminadas y sin un ápice de pudor, todo es actitud. Este lugar
era un punto donde confluían todas las vanguardias y los estratos sociales sin
discriminación ni máscaras. Sin duda Harujuku era un lugar sin igual. La gente
pasaba en un espacio sin tiempo, las Gothic lolitas se rodeaban de personas
vestidas de un visual de los 90’. Entremedio una tienda de tatuajes (gran tabú en
Japón) que dada la estética Yakuza y las más nuevas modas de occidentes, se
constituía como un lugar único inmerso entre la multitud. Sentí que el mundo me
impulsaba hacia nuevas experiencias del arte. Estaba en un lugar fuera de la
academia, pero que ahí, en la capital de una isla, me estaba enseñando nuevas
visualidades y la libertad de vivir.

Si bien Harajuku, con su multiplicidad de referencias, había calado en mí, había


cierto dejo de soledad en las calles que seguían hacía el limite con Shibuya –lugar
donde expondría–. Ese silencio que inundaba todo, solamente roto por el sonido de

113
algunas bicicletas y el ruido de los cables de electricidad. Me parecía de una poesía
muy parecida a la que buscaba con mi trabajo. Esta relación literaria con mi obra, a
veces era muy directa en cuanto a la inclusión de textos, estaba a punto de cambiar.
La imagen no necesita tantas guías para expresar, aún desde la literalidad que tanto
me gustaba. Una figura y un gran espacio blanco era suficiente para decirlo todo.

En medio de esta minimal emocional que me provocaba Japón, sentía que en ese
espacio había un lugar para mí, uno donde regresar y llamar hogar. Vagué por
muchos barrios pensando en lo provechoso de esta atmósfera para mi espíritu
creativo, aunque también apelaba a lo más oculto de mi ser interno, a mi soledad y
su dolor. Todo era muy solitario, impersonal, quizás por eso, me vi reflejado ahí. En
esos días en que caminaba por los templos conocí a Kensuke, un historiador que
pertenecía al Máster en estudios latinoamericanos de la Universidad de Tokio, pero
trabajaba en un ambiente más bien burocrático del gobierno. Lo conocí en un bar
en Asakusa, donde yo con un torpe japonés intentaba pedir comida y sake para
beber. Él se acerco y pidió lo que yo quería. Se ubicó frente a mí y rompiendo un
poco mi espacio personal –Impensado para un japonés– comenzó a hablarme en
español. Ahí comenzaría nuestra amistad.

Kensuke era una persona sociable, muy extraño para el canon japonés. Me
comentaba que los nipones no eran así, aunque quienes habían tenido temporadas
en el extranjero eran distintos. Así me contó que había estado de intercambio en
Colombia. Un país sumamente poco japonés según relataba. Yo le comenté que
estaba en una misión expositiva, que haríamos algo importante, aunque el tamaño
de la galería no era gigante, sí lo era para cumplir las pretensiones de Mark y mías.
Fuimos a la galería y Kensuke llevó una amiga que era parte de los estudiantes del
Máster en Estudios Latinoamericanos. Ella había aprendido a hablar español con
un argentino, su acento me parecía realmente cómico. Se llamaba Kaoru. Kaoru era
hermosa, podría haberme enamorado y dejar todo por estar ahí, con ella. Nos
conocimos, congeniamos y quedamos de juntarnos antes de irme, era algo
realmente maravilloso. Con su presencia, la exposición perdió prioridad en mi

114
corazón, y nos dedicamos a salir los últimos tres días de la muestra. El último día,
luego del desmontaje, nos fuimos a un karaoke para dos personas, o por lo menos
ese servicio pedimos. Cantamos a todo pulmón canciones del ayer y de hoy en
Japón. Pasamos del Kitch, al City Pop y a openings de animés que también fueron
transmitidos en Latinoamérica. Llegó el momento de la despedida, nos tomamos las
manos y ellas las besó, yo la besé en la boca, y estuvimos mucho tiempo abrazados
como si fuese solo un instante. Tomé el metro, cogí mi maleta en Asakusa, tomé el
metro a mi aéreo destino y me despedí de Tokio con un cigarro en un cuarto para
fumadores en el aeropuerto de Haneda.

IV

Recapitulando «HIT», resultó todo un éxito, tanto en Japón (sala copada todos los
días de la muestra) y en Chile en la galería que nos cobijó, considerando que mi
suerte estaba echada en haber elegido el día 5 del quinto mes del año. Mark no
supo nada de mi amor fugaz por Kaoru y decidí que esto fuese así. Luego de todo,
me sentía cansado emocionalmente y hablé con Mark sobre tomarme un receso en
la pintura, quizás un año, no lo sabía. Mientras tanto me dediqué a escribir un libro
de textos sobre otros artistas, algo sin mucha pretensión, claramente quería que
fuese un material muy pulcro. Hablé de Mark, de Gap, de Edvard y de muchos otros
artistas que andaban pululando en la escena del arte. No quise meterme mucho con
artistas consagrados porque ellos ya tienen su espacio, esta oportunidad era para
los jóvenes, los under, los marginados, y quienes realmente hacían que el arte se
moviera de su statu quo. Así comencé a hacerme un poco conocido entre los
circuitos emergentes de la escritura. Sin embargo, los letrados, personas que han
estudiado la teoría como carrera universitaria, encontraban lo que yo hacía una
aberración, un vómito informe, una pequeña acción de alguien que no tiene idea de
lo que hace bajo sus juicios estéticos. Como dijo un amigo: «La historia la hacen los
libros» y yo publiqué lo que hice. La historia estaba de mi parte.

115
El lienzo en blanco me esperaba, yo estaba en receso, pero aún así me esperaba.
Descubrí que no puedo pasar mucho tiempo sin pintar, aún cuando no hay
exposición de por medio –que había sido mi tónica hasta el momento–. Empecé a
pintar cuerpos humanos figurativamente, en su rostro se ubicaban formas
geométricas, como ocultando su individualidad y haciéndolo parte de un general. El
cuerpo sin cara, o tapada por algo, sentía que algo hablaba de mi identidad, una
que quería se mantuviese al margen de los demás, no quería volver a entregar
sentimientos a otro. Todo era demasiado riesgoso para mi salud mental en un país
donde esta se encuentra tan precarizada que no hay forma de salir del círculo de
los trastornos ¿Cómo es posible sobrevivir en este país? ¿cómo no querer morir?
Me dijeron en ese entonces que no estaría sano nunca, que jamás tendría una vida
sin pastillas. Una sentencia a muerte. Crónicas de una muerte anunciada.

Si lo pienso ahora, ese juicio se conecta con el momento que vivo y la razón de este
texto, la razón de escribir antes de morir, de entregarme al sueño, al descanso, a
aflojar los brazos y dejar de luchar. Mi nombre es Edvard como Edvard Munch, un
pintor que sufrió toda su vida y que en la enfermedad encontró la pasión, la pasión
y la muerte. La pintura. Yo no quiero ser como él, algo rescataré de esta despedida,
de mis últimas pinturas, de este mes, el cinco del año. Si he de morir que sea con
el número cinco en la frente, la cifra de mi destino.

Parte XII

La epilepsia de Trabis se volvió cada vez más fuerte, no pasaban días sin que
tuviese crisis. Ya no me encontraba viviendo con él, no pude tener mayor incidencia
en su brutal vida de aquel momento. La familia de Trabis siempre le recriminó haber
seguido el camino del arte, sobre todo él, que era una persona muy poco práctica,
cuestión que incluso en el arte puede ser un peso. Creo que se arrepienten de eso
hasta el día de hoy.

116
No sabía del asunto, pero Trabis estaba nuevamente de novio con una chica que
yo no conocía. Era una persona extrovertida, todo lo contrario a él, sin embargo,
hacían una pareja muy equilibrada. Ella lo sacó de su entrampado mundo interior,
uno lleno de teorías, máquinas sin utilidad y reflexiones sin fin. Esto no es algo malo,
que conste, pero ella lo llevó a la vida concreta, salir, vivir el día, era lo que más
necesitaba Trabis, vivir algo que no fuesen sus crisis epilépticas. La novia de Trabis
se llamaba Daniela, Daniela Jara, estudiaba turismo y esa misma labor los llevó
muchas veces de viaje fuera de Santiago ¡qué bueno es salir de la capital!

De vuelta a México no le dediqué mucho tiempo a mis amistades de siempre, quizás


me obnubilé con la gente nueva –cosa de la que me arrepiento– Trabis se perdió
entre mis compromisos incumplidos, muchas veces lo dejé de lado y la culpa me
corroe. Mencioné que, en el 2015, todo comenzó a caer y fue cierto, después de
HIT todo parecía éxito y grandes cosechas de mis esfuerzos, pero las cosas se
cayeron al abismo hasta llegar al día de hoy. Podría decir que desde el 2015 al 2020
solamente fue un año, un gran y olvidable año, un bloque de cemento cayéndome
sobre la cabeza. Las crisis de Trabis fueron de las cosas perdidas por mi ausencia,
que luego se enfrentaron conmigo como una dura pared.

El día antes del cumpleaños de Trabis, me llamó por teléfono. Estaba con Daniela
y ella me invitaba a celebrarlo al otro día, aunque su mamá parecía no agradarle la
idea. Poco me importaba si eran los deseos de él, total era su cumpleaños, no el de
ella. Me dispuse a viajar al otro día, me estaba bañando a las 10:00 am y me llama
Trabis, le contesto, no era él, era Daniela, y llorando me dice: Trabis murió ven
rápido.

II

Llegué a la casa de Trabis más rápido de lo que yo suponía posible, esa casa donde
también viví, estaba llena de personas, yo no podía creerlo, no era posible, creía

117
que era una broma (muy mala) pero que simplemente se trataba de su cumpleaños.
Al entrar me dirigí a la pieza de Trabis, donde muchas veces jugamos y perdí al
Mario Kart en un emulador de Nintendo 64, él estaba acostado, recto y frio, su piel
era azul, lo más azul que había visto en mi vida, no tenía vida, parecía de hielo. Su
madre estaba acostada junto a él como si pudiese despertar de un momento a otro,
pero claramente no sería así. Trabis tuvo un ataque epiléptico y esto le ocasionó un
ataque al corazón, él estaba solo en ese momento, su mamá estaba trabajando esa
mañana, quizás el sentimiento de culpa nunca la podrá dejar libre (aunque no lo
era). También tenía lo mío con el sentimiento de culpa. Ya nada podía hacer.

Al otro día fue el funeral en uno de esos parques hechos para los difuntos (que
cruelmente parecen parques temáticos) pese a que Trabis no necesitaba una tumba,
iba a ser cremado. Me hubiese gustado llevarle el disco London Calling de The
Clash que le había regalado años atrás, no fue posible buscarlo entre sus
pertenencias. El acontecimiento fue multitudinario, por lo menos una generación de
la universidad estaba ahí, hacía mucho tiempo no los veía y que lástima que esta
situación nos suscitaba. Algunos me decían que dijera algunas palabras, me hacían
pensar que yo era la persona más cercana a Trabis, su amigo más valorado y
también el más en deuda. El sentimiento de culpa de haberlo dejado de lado en el
último tiempo me corroía, ya no podía hacer nada más que ocultarlo y guardármelo,
incluso quizás como un tesoro, quién sabe. La hermana de Trabis se acercó a mí y
hablamos de los tiempos en que nos pasábamos las tardes jugando en el
computador a lo que de repente, súbitamente, casi sin pensarlo dijo:
- A Trabis le hubiese gustado que siguieras jugando
- Ya no tengo nadie con quien jugar (lloré)
Pensé en que quizás el alcohol podría apagar nuestras penas y propuse ir a tomar
algo y resultó que uno de nuestros amigos ofreció su casa, que casualmente
quedaba cerca del cementerio. La reunión fue muy sentida y tranquila, muy lejos del
descontrol que me hubiese gustado darle de despedida. Pensaba en esos funerales
que salen en películas de la ex Yugoslavia, donde rompen copas y se baila.

118
Claramente puede ser un cliché inventado por mis recuerdos. Cuando muera, eso
espero.

Con los acontecimientos de Trabis mi obra cambió, se puso más desesperada, no


necesariamente más oscura, sino rabiosa, caracterizándose por un odio a realidad,
una donde no estaba Trabis y tampoco yo. Mi cuerpo se disociaba de cualquier
ápice de un cable a tierra. El carboncillo volvió a acompañarme, carbón y piroxilina,
una mezcla que generaba una destrucción de la gráfica realista hacia una
experimentación material que se acercaba más a la abstracción. Quizás la rabia sea
mi sentimiento más recurrente, mi control de ira había desaparecido y
progresivamente me volvía más iracundo. Ya no podía con la sociedad, y para qué
decir la del arte, llena de caretas amables. Sentía que nada me pararía, que todo
iba a acabar en una muerte inevitable, no obstante, estaba lleno de vida, la rabia
me energizaba, Trabis me llevó a un nuevo nivel de abismo creativo. Decidí en ese
momento tener un aislamiento de Santiago, la ciudad que me albergaba la mayor
parte del tiempo, y quedarme en Rancagua. Ya no tenía vínculos. Básicamente
nacería de nuevo en un espacio donde todo mi pasado no existiría, ya no volvería
a ser el mismo. Renacería.

Parte XIII

Rancagua. Después del tiempo, me recordaba un poco a Puebla en México. Sus


arquitecturas coloniales que aún permanecen en algunos espacios como el museo
regional, las casas de adobe que aún quedan paradas luego del terremoto del 2010,
entre otras cosas; me hacía pensar en un pasado, el de la ciudad y mi pasado en
México. Estuve pintando algunas cosas, nada muy relevante, me había alejado de
los círculos del arte, y no tenía fechas comprometidas para tener el deber de
exponer y producir. Mis días eran más bien vagos, aunque cada cierto tiempo salía
a fiestas de gente conocida anteriormente, sobre todo del colegio. En ese momento

119
me reencontré con Paola, con quien éramos amigos en primero medio, pero por
circunstancias fuera de mi alcance nos separamos. Una vez nos juntamos, comenzó
a aparecer una serie de personas que había visto e incluso compartido en el pasado
con la cual empezamos a crear un grupo de juntas. Además, una amiga de mi familia,
que era especialmente amiga de mi tío, también fue parte de la construcción de mi
vida social en Rancagua. Sol era su nombre.

Intenté calmarme, hacer decaer mi intensidad en esta nueva vida, y mi obra


comenzó a volverse más preciosista, los cuadros hacían aparecer la materia
pictórica no desde la rabia sino que de un estado más contemplativo, la pintura que
observa la pintura. La ausencia de identidad permanecía, aún no me daba el coraje
para apuntar a alguien, o quizás a mí mismo, dentro de las figuraciones. Todo
quedaba en el terreno de lo ambiguo. Mis arquitecturas también se mantenían en el
terreno de lo geométrico, pero cada vez dentro de su abstracción se volvían más
ajenas a la realidad, como paisajes idílicos que no tienen sentido en el mundo
concreto, solamente en una visión surrealista de las cosas. Quizás mis seres sin
rostros son los habitantes de este extraño sueño: mis pinturas.

En mis ires y venires en Rancagua, Sol me invitó a tener taller con ella -también era
pintora-, totalmente distinta a mí. En ella abundaban los colores y el vacío no existía
en su trabajo, todo estaba lleno de estímulos como si fuese una bomba Kitsch, una
gran oda a la vida mientras que la mía era a la melancolía, o directamente a la
tristeza. Quizás sea demasiado exagerado considerarme un artista triste, pero esa
es la imagen que los demás tienen de mí, no así socialmente. En esta nueva vida
que traté de darme, comencé a intentar ser más amable y alegre, aunque mis
sentimientos de rabia hacia la vida no se iban. Aún tenía problemas de ira. Ante
cualquier estimulo negativo me daban ganas de abandonar todo, irme lejos, a pesar
de que emocionalmente ya lo había hecho. Se supone que en ese lugar estaba
ahora, el lejano (Rancagua básicamente queda al lado de Santiago, aunque quizás
mi corazón aún estaba en Ciudad de México). Mis sentimientos también estaban en
otro lugar, extrañaba a María, nunca fui capaz de olvidarla, olía su perfume de

120
pronto en la calle, a veces veía su pelo dorado resplandecer en medio de la gente,
deseaba con locura volver a verla y ser novios nuevamente, o lo que fuese con tal
de estar con ella. De todas maneras, intentaba conocer gente nueva y no quedarme
estancado en mis recuerdos, la melancolía no era el camino que quería recorrer.

Al poco tiempo conseguí un trabajo de medio tiempo cosechando verduras. Era un


verano caluroso, sudaba brutalmente y era una labor realmente extenuante,
terminaba las jornadas realmente acabado y no había otra opción disponible. Las
ventas de las obras se habían mantenido bajas a pesar de haber hecho
exposiciones que tuvieron repercusiones muy positivas en el circuito del arte,
aunque en ese momento necesitaba sobrevivir de alguna manera –no me hacían
falta las victorias morales–. De todas manera seguí produciendo obras por si
resultaba alguna exposición en Rancagua y así romper el mito de que nadie es
profeta en su tierra. Mi nueva vida de cosecha comenzaba temprano a las 5 de la
mañana y terminaba a las 5 de la tarde. Entraba, comía algo y de ahí no paraba
hasta las 2 que era la colación y luego hasta las 5. Mis manos estaban desgastadas,
callosas después del tiempo, y mi cuerpo se volvió más quemado por el sol. No solía
hablar mucho con nadie, pues como no era bueno en el trabajo me trataban con
desdén. Me esforzaba, pero el trabajo manual, excepto la pintura, nunca fue lo mío;
era torpe, cometía muchos errores y era generalmente molestado por mis
compañeros de trabajo –los cuales sí tenían habilidades para la cosecha-–.
Definitivamente me sentía mareado de trabajo, muchas veces llegaba con deseos
de llorar desconsoladamente, todo esto me provocaba una frustración terrible y una
admiración notable a quienes realizan esta labor todas las temporadas, es
realmente rudo este trabajo. Mi idea era poder pintar paralelamente al trabajo, pero
llegaba tan exhausto que solo quería dormir hasta la nueva jornada. El trabajo
obrero no está hecho para los tiempos de la creación artística y mucho menos al
ocio, por eso es que vivimos enajenados en esta terrible realidad.

Pasaban los días y el paisaje me parecía más hermoso, esos extensos campos
llenos de verde y un café claro de la tierra del valle central de Chile, quizás mi

121
verdadera experiencia estética estaba en la apreciación del cielo, las plantaciones
y la tierra. Pienso en los pintores de siglos pasados que representaban el paisaje
de esta cuenca trabajando al aire libre y quizás este genero es el que debía explotar,
buscar el corazón de oro de mi precaria situación laboral, algo debía sacar de esa
experiencia. Tomé mi atril y comencé a pintar luego de trabajar, en el atardecer. Los
cielos del valle me acompañaban siempre en mis pinturas, eran como aguas
turbulentas donde el movimiento del pincel debía ser anímico, a veces rabioso y
otras calmo, todo dentro del mismo cuadro, el cielo tiene mucho que decir de los
temperamentos del ser humano y de la naturaleza. Quizás el cielo sea el espejo del
alma. Con el tiempo se podría decir que me transformé en un pintor de género como
dicen regularmente, del género paisajístico, cuestión que no me molestaba en lo
absoluto. Sentirse adherido a una clasificación genera cierta tranquilidad, cierto
camino pavimentado hecho por toda una historia del arte, y eso me gustaba, me
hacía sentir en casa.

Mi situación económica si bien era precaria y desgastante, se había regularizado,


aunque no tenía tiempo de gastar en nada, sólo un par de libros para volar en mis
tiempos de descanso en el almuerzo. Compré Crimen y Castigo de Dostoievski, El
nocturno de Chile de Bolaño y Space Invader de Nona Fernández, dos chilenos y
un ruso. Tengo cierta fascinación por la literatura rusa y chilena, son mis naciones
favoritas cuando se trata de escritura, tienen cierta oscuridad que a ratos es
matizada por un humor tan negro como el carbón, como hueso carbonizado. Bolaño
y Nona Fernández hablan directamente de la dictadura militar en Chile desde
distintos puntos de vista y el de Dostoievski es un trágico libro que habla sobre la
culpa como el mayor de los castigos. Mis compañeros no veían de buena forma que
me dedicara a leer en los tiempos libres, me alejaban de ellos, y aunque ellos
realmente no querían hablar conmigo, eso les molestaba. Un día llegué a mi
casillero y los libros ya no estaban, alguien hizo un robo literario, no quise decir nada
al respecto, solo callé. Llevó tiempo establecer lazos dentro del trabajo, creo que
nunca lo logré del todo, al llevar varios meses me había acostumbrado a mi soledad

122
ahí, hasta que un día colapsé y al ver mi baja en la producción me echaron del
trabajo por «necesidades de la empresa». No alcancé a durar más de 5 meses ahí.

Cuando terminó este periodo dejé de tener taller con Sol y me fui a armarlo en la
casa de mi abuelo, así aprovechaba de verlo y de todas maneras tener un espacio
para trabajar (sin tener exposición por el momento). Con Sol nos veíamos muy a
menudo, al igual que con Paola, ellas se transformaron en mi circulo más cercano
en Rancagua, Sol tenía 40 años y Paola 35, si restamos sus edades nos da 5, el
número de mi vida. Sol, a diferencia mía, exponía más seguido en Rancagua, era
más conocida. Solíamos caminar por el centro de la ciudad y siempre había alguien
que la conociera y saludara, era una rutina para ella su popularidad, aunque no se
jactaba de eso ni mucho menos, creo que no le gustaba. En el fondo era una
persona que no quería vincularse mucho con el resto, era tímida y probablemente
haya un pasado oscuro que no quería revelar a nadie. Con el tiempo encontramos
un café en el que juntarnos regularmente a conversar: el Coco Jambo. Ese café lo
establecimos como rutina e invitábamos a gente para que nos acompañara en
nuestras reflexiones alrededor de un café o un chocolate caliente, y en casos de
verano, un jugo de frambuesa. Paola a veces nos acompañaba, pero casi siempre
estaba ocupada en sus labores de médica, tenía unos horarios desoladores.
Nosotros por nuestras ocupaciones artísticas teníamos cronogramas más holgados,
y a veces terriblemente agitados. Algunos meses me la pasaba completamente
pintando y otros en la divagación máxima. Si bien ya no tenía el taller con Sol,
constantemente nos comentábamos sobre lo que estábamos haciendo
(artísticamente) y hablábamos sobre qué rumbos tomar en la pintura, también en la
vida de la autogestión. Cuestionamientos propios de vivir del arte. Todo confluía en
reflexionar sobre todo lo que había hecho y no quería volver a repetir, también
acerca de renacer en esta ciudad abandonada de las luces de las grandes capitales.
De pronto sentía que el aire en Rancagua iba más lento que el resto del mundo, que
no había riesgo de nada, las cosas no importaban mucho, no importaba quién era
uno, la ciudad era como un viento en el cual uno entraba y se dejaba llevar. Creo
que hoy estoy engullido por este lento caminar y vivir.

123
Aún no podía mantenerme solo del arte teniendo cierto terreno ganado en los
circuitos, los días se tornaban complicados para vivir. Mi madre tenía una fe
acérrima sobre mi futuro y yo veía pura oscuridad. Tenía que sobrevivir o
simplemente dejarme caer en la muerte. En ese momento, un amigo me recomendó
trabajar de noche como guardia de un hospital abandonado, ahí podía dedicarme a
escribir o dibujar por la calma en la rutina. Me pareció una idea bastante buena,
aunque no significaba realmente una solución a mi vida artística, por lo menos no
iba a ser una carga para mi familia. El trabajo comenzaba a las 11 de la noche y
terminaba a las 7 de la mañana, ahí debía dedicarme a hacer rondas cada una hora
en las diferentes dependencias de lo que había sido el hospital donde nací. Era
particularmente terrorífico ver todos esos lugares que alguna vez fueron habitados
regularmente y ahora eran patios olvidados, espacios sucios, destruidos y con una
atmósfera oscura que se proyectaba por las viejas baldosas de los hospitales de
antaño. Solía hacer bastantes rondas a cada noche, pero la mayoría de las veces
veía películas o escribía lo que futuramente sería mi primera novela. La veta de
escritor se vio fuertemente potenciada por estos tiempos «muertos» en el hospital,
pensaba en México, en mis aventuras y desventuras siendo un artista extranjero,
también en mis vivencias desoladoras de infancia y formación universitaria, en
general todo lo que era un repaso a mi vida. Decidí generar más ficción que realidad,
sumé episodios inventados, lo suficientemente interesantes como para sacar una
risa o una mueca de un terror tragicómico. Es así como la vida de guardia al principio
no me generó mayores problemas, incluso, pintaba bastante en las horas diurnas,
cosas inspiradas en arquitecturas abandonadas como el hospital, pero poco a poco
el cuerpo se desgasta. El ambiente del trabajo era muy denso y todo el mundo
intentaba recalcar los errores del resto, como en una competencia de quien era más
imprescindible sin trabajar realmente. Es un hecho que la mayoría de los
trabajadores nocturnos están ahí por que no tienen que trabajar mucho y pueden
dormir en medio del horario laboral sin que nadie se dé cuenta. Yo intentaba ser lo
más recto en el trabajo en lo que labores se refiere, entre las pocas cosas que hacía,
me dedicaba a hacerlas bien, aunque con el tiempo me di cuenta que no era eso lo

124
que se esperaba de nosotros, sino simplemente existir en el puesto. Era el puesto
número 5, cada sector de la ciudad donde existían guardias tenía un número y
nosotros éramos el quinto. Muy esporádicamente pasaban por nuestro puesto unos
supervisores que no hacían otra cosa que maltratar nuestra labor, siempre
intentaban pillarnos haciendo algo indebido y despedirnos, eran como patrones sin
estatus, cuidaban el rancho del dueño sin que realmente a él le importara. Los
supervisores realmente eran una calaña oscura de seres humanos, lo peor que
había vivido en cuanto a abuso de poder.

El tiempo pasaba y cada vez me iba desgastando más. Instalé unas gruesas
cortinas negras en mi pieza para poder dormir de día, aunque eso funcionaba
esporádicamente, de ninguna forma podía dormir un tiempo decente para
descansar. Así seguía, sin importar mi cuerpo, total lo importante era poder escribir
mi novela y pintar de día, aunque por lo menos en la pintura estaba fallando. El
ensueño en que vivía mermaba mi producción pictórica y ya no producía como antes.
Al poco tiempo ya había generado un cuerpo de obra decente para hacer alguna
exposición, incluso hice un par de videos del hospital de noche, todo para mostrar
la lúgubre experiencia que era estar en ese trabajo. Esperé, seguí trabajando, la
plata estaba realmente esquiva, no estaba vendiendo pinturas, así que tenía que
morderme la lengua en contra de todas las vicisitudes al enfrentarme a la noche. La
vida se volvía un poco más depresiva, no existía el sol. Era una ilusión dentro de
mis sueños. Sólo contemplaba el atardecer antes de trabajar y el amanecer al volver
del trabajo. Las cosas poco a poco se tornaban totalmente oscuras, el frío del
invierno me calaba los huesos, no había baño donde poder orinar en las frías
noches, era una precarización total. Solía ir al baño en rincones ocultos a las
cámaras y olvidados dentro de la ex construcción, aunque siempre me asaltaba el
miedo de que algún desconocido apareciera mientras hacía esos menesteres.
Muchas de las cosas que tuve que vivir ahí eran humillantes, el trato que tenían los
funcionarios con oficina hacia nosotros era una especia de asco, como si fuéramos
las lacras más despreciables de la escala humana, eran prepotentes, autoritarios y
despectivos, sumado a nuestra dura labor de cuidar sus escasas pertenencias por

125
la noche. El trabajo muchas veces no era particularmente dignificante, sentía que
cada vez me pasaba a llevar más como persona, y lo soportaba, la supervivencia y
la necesidad de generar dinero para pintar era lo que me mantenía despierto –
literalmente– todas las noches de la semana. Mi salud mental progresivamente se
iba mermando, al principio era una sensación de sueño todo el día; luego, un
sonambulismo muy fuerte, solía despertar botado en la calle durmiendo después de
haber ido a comprar cajetillas de cigarros a una bencinera cercana, otras veces
compraba cosas tan impensables como helados o donas, pero el resultado era el
mismo, me quedaba durmiendo a los pies de mi edificio. Mi madre tenía mucho
miedo de esta nueva costumbre en mi vida, la cual de verdad tenía cierto riesgo;
ser atropellado en la calle, ser asaltado, o cualquier cosa que pudiese suceder con
una persona inconsciente en medio de una calle. La vida se me estaba haciendo
demasiado precaria.

De a poco la atmósfera de mi vida iba oscureciendo, se me hacía cada vez más


difícil dedicarme al arte, de alguna manera estaba eligiendo un camino que excluía
la creación y eso me dolía. Tantos años invertidos en exposiciones, estudios,
sufrimientos y sublimaciones para terminar eligiendo ser guardia, esto me
atormentaba. Las noches estaban rodeadas de personajes inverosímiles, era un
safari de personalidades; por un lado, estaba los vagabundos que pedían dinero
todos mis turnos con excusas de lo más ridículas; estaba también un tipo, que nunca
le pregunté el nombre, que cada noche decía que se había quedado sin bencina
para el auto, siempre repetía lo mismo y estaba trajeado como un hombre de oficina;
estaban también los que arrancaban de peleas, generalmente a cuchillas, y se
intentaban esconder en la caseta; Estaba la gente que creía que el hospital seguía
funcionando y que no había ido en más de 15 años; por otro lado, mucha gente
borracha sumida en las más oscuras adicciones en la Rancagua nocturna. Todo
esto hacía que mi noche se volviese un poco menos monótona, pero no le quitaba
cierta sensación de peligro al trabajo, en cierta forma, siempre estaba la posibilidad
de que algo terrible pudiese pasar ¿Qué cosa? No lo sabía.

126
El puesto 5 siempre era un lugar de rotación, nadie duraba mucho en el trabajo y yo
cambiaba de compañero de trabajo constantemente hasta que llegó Pablo, un
exiliado de otros puestos que a modo de castigo lo mandaron a nuestra jurisdicción.
Pablo era todo lo contrario a un buen empleado, dormía en el trabajo, no hacía las
rondas, llevaba su PlayStation y jugaba los tiempos en que no dormía, era lo peor
en cuanto a empleado se podría esperar. Sin embargo, si algo requería de valentía,
él era el primero en, como dicen, dar cara. Al principio lo odiaba por trabajar mal,
siempre me causaba problemas con los supervisores, pero con el tiempo me enseñó
lecciones fundamentales, como que ningún trabajo valía mi salud mental, y que es
una cuestión estúpida cuidar «la plata» del dueño, total a él no le importábamos en
lo más mínimo. En realidad, querían que haya alguien en nuestros puestos de
trabajo, hacer bien la labor de guardia era un añadido. En verdad el puesto 5 era
tierra de nadie. Una vez reflexionado al respecto, me relajé, incluso me dediqué a
escribir la novela de mis experiencias en México, un proyecto que me llenaba y
requería de mucho tiempo, aunque de todas maneras tenía que dejar la pintura de
lado. Mi nueva vida parecía que iba a acabar con el arte en mis venas, solo me
preocupaba sobrevivir a la vida diaria, debía responder de alguna manera a la
hospitalidad de mi madre en todo mi tiempo en Rancagua, también tenía que tener
vida, aunque fuese una vez a la semana, que era lo que tenía permitido de descanso.
¿Cuál será realmente la vida real? ¿Sobrevivir? ¿Vivir para amar lo que haces? ¿A
qué costo? Todas esas eran las preguntas que llenaban mi diario. Aún tenía los
paisajes que hice trabajando en el campo y las obras que hice al principio de mi vida
de guardia, quizás hacer algo con eso podría ser un salvavidas, una señal de algún
camino, de alguna decisión importante que tomar. Rápidamente busqué un espacio
de exposición. Había un lugar nuevo que estaba recibiendo propuestas y entregué
las piezas de la vida de guardia, las de mi vida de campesino las guardaría para mí.
La exposición se llamó «El espacio de acá» y tenía cada rincón de ese tenebroso
hospital. La exposición salió incluso en el diario, era algo totalmente nuevo para la
región, hablar de un espacio que ahora era un lugar sin valor pero que a partir de
esto volvía a vivir. Todo funcionó bien y de alguna forma me revivió, no importaba

127
si no tuviese que dormir, seguiría pintando. Esta muestra me renovó y respondió
todas las interrogantes que tenía, la conclusión fue: no claudicar.

II

El puesto 5 quedaba a varios metros de la entrada que daba a la alameda. Por una
ordenanza estúpida de alguna jerarquía desconocida para nosotros, ubicaron el
puesto a la entrada, al lado de la brutal calle nocturna. Hubo luchas internas para
que esto no sucediera, pero nuestra voz, de empleados de baja categoría, no era
escuchada. Incluso dentro del mismo mundo de los guardias, nosotros éramos
considerados lo más bajo en la escala alimenticia laboral. No pasó mucho tiempo
para que esto pasara y cada vez se hacía más peligroso el trabajo. Los que alguna
vez eran personajes casi folclóricos de la noche, pasaron a transformarse en una
masa de asaltantes con que teníamos que lidiar todos los turnos. Nuestros jefes nos
obligaban a tener la caseta abierta, por nuestra seguridad, la manteníamos cerrada
con un candado improvisado, amarrado de unos alambres de muy baja categoría.
Siempre teníamos miedo, pero nos olvidábamos de eso haciendo lo más amable
posible nuestra labor, yo escribiendo y viendo películas (vi alrededor de 200) y Pablo
jugando videojuegos. Muchas veces dejábamos de hacer rondas y nos ubicábamos
los dos en la caseta para prestarnos apoyo en cualquier situación complicada que
pudiese ocurrir. Siempre creí que Rancagua era una ciudad tranquila, sobre todo
después de haber vivido en Ciudad de México, sin embargo, la situación en que nos
encontrábamos me hacía dudar profundamente de esta apreciación. Una noche
cualquiera, de esas donde partía el turno a las 11 de la noche «Sin novedad» como
se decía en la jerga de guardia, pablo estaba desde temprano en el puesto, al
parecer iba a hacer doble turno, aunque siempre tenía energía como para ganar
más dinero. La noche estaba bastante solitaria, no pasaba nada, el hospital estaba
en completo silencio, solamente interrumpido por mis informes cada una hora. A
eso de las 5 de la mañana escuchamos un ruido en la parte trasera del hospital, una
que daba a un muro pequeño que se juntaba peligrosamente con la calle. Pablo fue
a ver que pasaba y yo esperé en la caseta, a los minutos escucho por el radio de

128
que necesitaba apoyo en esa zona, había tres personas que se habían colado por
el muro. Sin dudar mucho, sin esperar y sin piedad hicieron tres disparos, a Pablo
no le dieron, sin embargo a mi me llegó un balazo en la mano. Nunca había sentido
tanto dolor y desesperación, casi como si hubiese muerto, pensé en toda mi vida y
como había llegado a este punto, si era feliz o no, si acabaría todo ahí, solo quería
dormir eternamente. Tenía sueño y un dolor indescriptible, como si se acabara mi
mundo de cuajo, me desmayé y no supe nada más. Al cabo de unos minutos la
ambulancia me llevó al hospital que quedaba a 5 minutos desde mi posición. Las
tres personas escaparon y nunca supimos más de ellos.

Parte XIV

La Modista caminaba todos lo miércoles a la feria del barrio, con su humilde


presupuesto compraba bolsas llenas de verduras, cebollas, acelgas, zanahorias y
una que otra aceituna de Azapa, sus favoritas. No solía comprar carne, para ella era
un lujo que la clase trabajadora no podía darse. Recuerdo una vez que viajó a
Huasco y trajo bolsas de aquellas aceitunas regalándome un frasco que duró sólo
un par de días en mi casa.

La Modista era una persona calma mas no sin vida. Encarnó múltiples vidas en una.
Ella creció en un pueblo minero que en la actualidad no existe como lugar poblado,
sino como refinería. Es un lugar fantasma, existente únicamente en los raccontos
de quienes llegan al limbo de la muerte. Caletones, era su lugar de nacimiento, un
espacio de familias numerosas y precarizadas –aunque muchos la recuerdan con
nostalgia–. Los conjuntos habitacionales de su clase obrera eran piezas que
compartían baños comunes y espacios de lavandería, eufemismo para nombrar el
restregar de telas sobre una batea, en la primera mitad del siglo XX. Su abuelo fue
el director del colegio del campamento minero, por lo cual el despliegue cultural
siempre estuvo de su parte. Ella gozaba con la lectura, sobre todo lo que escribían
las personas cercanas a ella, más de un miembro de la familia escribía y un par se

129
dedicaban a las artes pese a no contar con el capital cultural secuestrado por la
burguesía.

La Modista se fue de Caletones hacia Rancagua con dos niños a cuesta y un


matrimonio, cuando la gran contaminación del campamento minero hizo imposible
la vida ahí. Llegaron a una población acondicionada para quienes trabajaban de la
extracción del cobre, con un patio y un antejardín, otorgándole algo de vida natural
dentro de su hogar, aunque con cuatro hijos y un esposo no bastaba el espacio para
la comodidad. La Modista realizaba las labores propias de su profesión y recibía
encargos, generando un ingreso importante para el grupo familiar. Además, en
contexto de Dictadura Militar, repartía volantes subversivos contra la represión
militar que ahogaba a la sociedad chilena, sobre todo a las clases más desposeídas.
La comida escaseaba en esos tiempos y dado su don matriarcal por tradición hacía
«cundir» los platos que preparaba a sus hijos. En su casa habitaban libros
prohibidos para la época y vinilos censurados por su alto contenido político. En este
escenario, esa casa sobrevivía a las inclemencia de los tiempos.

Un día, luego de una reunión clandestina en su casa, fue apresada junto a su hija y
llevada a un monasterio llamado El buen Pastor. Su hija no quiso despegarse de
ella al momento de su detención, por lo cual fue enviada con ella a prisión un corto
tiempo. En El buen pastor, conoció a Georgina, una compañera de celda quien se
transformó en su mayor amiga y confidente. Nadie imaginaría que en aquel recinto,
debido a su religiosidad, se practicaron y sistematizaron las más viles torturas. La
Modista no fue una excepción, se enfrentó a la tortura. La golpeaban violentamente
con las dos manos en los oídos, dejándola sorda por momentos, esto una y otra vez
con la esperanza de que confesara quienes estuvieron en esa reunión clandestina,
La Modista permaneció estoica. Uno de los apresados confesó que se encontraba
el esposo de La Modista en la casa, no obstante, esto fue desmentido al declarar
que él se encontraba durmiendo luego del turno vespertino en la mina, cuestión no
carente de verdad. La Dictadura definitivamente le giró la óptica donde veía el
mundo, observando el horror de aquellos días. Por momentos vivía con dolor y su

130
mente volaba en esos parajes pantanosos, muchas veces deseaba llorar pero no lo
hacía, mantenía acallados esos recuerdos.

Su esposo, fue despedido por razones políticas y su vida se tornó a la marginación


y el activismo político. La Dictadura duró hasta 1989, para ella toda la vida.

En 1990, se creó la fundación PRODEMU encargada de capacitar a las mujeres a


la inserción del mundo laboral, estemos de acuerdo o no con la posición política de
la fundación, para La Modista fue una oportunidad de rehacer el mundo, una
cuestión lejos de la oscuridad que había copado su vida. Ella ingresó como
profesora de moda en esa institución, mencionando en alguna oportunidad
«sentirse importante», había felicidad en sus palabras. Sin embargo, las huellas del
pasado estaban grabadas a fuego: solía hablar despacio por miedo que los vecinos
escucharan lo que decía, clara marca del espionaje barrial de dictadura, la cultura
del “sapeo”. La Modista nunca paró de trabajar en su máquina de coser, día a día,
año tras año. Crecía la familia, sus hijos engendraban nietos y seguía cosiendo,
inventando, creando piezas de ropa, innumerables prendas, quizás miles. Bautizos,
primeros días de clases, matrimonios, y variopintos festejos; siempre estaban
cubiertos de sus hermosos cortes, hábiles y ligeros. Todos los días resonaba el
inconfundible sonido de su máquina Singer. Los tiempos cambiaban, la situación
del país se transformaba en un experimento neoliberal determinado por la
constitución de Jaime Guzmán. Ella se mantuvo incólume en su pedal. Se separó
de su esposo cerca de la primera mitad de los años 90´, causando una cruz en ella,
una marca propia de quien públicamente rompía su matrimonio en tiempos donde
era considerado un brutal tabú. La hipocresía democratacristiana. El quiebre familiar
también repercutió en su ánimo, se volvió más dura y hermética, no quería vulnerar
más su profundo corazón. La transición acarreó un confuso paso entre vivir en
dictadura política y personal hacia una extraña y triste libertad.

Las heridas se transforman en cicatrices y La Modista se ablandó con el tiempo.


Sus nuevos nietos pudieron gozar de una amabilidad y alegría paliativas de un

131
pasado cruento. Ella no tan solo era ese pasado, era también Caletones, la escuela,
el trabajo de modista, su docencia, la crianza que efectuó de su primer nieto y
también la ternura entregada a los demás. A comienzos del 2000 se murió su madre,
una señora de carácter duro y un humor rebelde. En ese punto, La Modista decidió
dar un vuelco en su vida llena de trabajo, esfuerzo, carencia y dolores. El dinero
resultante de la venta de la propiedad materna lo gastó íntegramente en un gran
viaje. Estuvo en el Museo del Prado en España, mirando las grandiosas pinturas de
Velázquez; se sorprendió por la pequeñez del formato de la Gioconda de Leonardo
Da Vinci en el Louvre; paseó por Italia. Alemania e innumerables rincones de Europa.
Ese viaje abrió un apetito insaciable de explorar otras rutas. Anduvo por Buenos
Aires más de una vez, por Mendoza, por Ciudad de México, Texcoco, Las pirámides
de Teotihuacán, Antigua en Guatemala, la Habana, Rapa Nui y muchos lugares que
merecen sus propias planas. Su carnet de millas estaba repleto.

La Modista vivía con uno de sus hijos, se acompañaban y nunca se encontraba sola,
sus genios no siempre compatibilizaban mas se entendían, compartían la vida, la
de una modista y un artesano. Ella tuvo una adherencia hacia todas las expresiones
artísticas, era habitué del Teatro Regional, de los museos y los conciertos en
Rancagua como en algunas otras ciudades. Poseía vasto conocimiento de música
e historia y siempre con afán enciclopédico tenía un dato que aportar a las más
variadas conversaciones. Ella se podría describir con infinidad de sinónimos y
oficios, por ejemplo, hablar de su presencia serena y segura, del amor suculento
por sus plantas, disfrutar el aroma de un buen estofado o carbonada, y así un largo
etcétera. El tiempo transcurrió y una enfermedad repentina se alojó más allá de su
alma. En estos tiempos pandémicos las muertes parecen algo habitual, las personas
fallecen unas tras otras tal cual pasajeros de estación remota. Lo que nos convoca,
eso sí lo declaro con seguridad, es la ausencia de La Modista. Una existencia tan
silenciosa que no pareciese todo albergado: una tormenta de historias y
sensibilidades, una cronología existente entre el siglo XX y XXI viviendo los cambios
fundamentales de la sociedad chilena, incluso las alegrías y penas de las grandes
ideologías.

132
XV

Luego de que el puesto número 5 me llevara a la desgracia, pasé un tiempo en el


hospital, no mucho, pero para mí fue infinito. Definitivamente no iba a volver a utilizar
la mano derecha, la mano con que pintaba. Dejé un poco de lado el arte por generar
dinero de guardia, ahora era el momento en que más quería producir obra. El deseo
ante la imposibilidad. Sé que muchos pintores son zurdos o que algunos incluso
pintan con otras extremidades, pero yo estaba deprimido, destruido en un abismo
oscuro que me atraía hasta el total de su profundidad. No sé si toqué fondo, porque
cada vez me hundía más, este agujero no tenía fin. Las manos son lo único que
tenía y ahora me faltaba una por seguir un trabajo con un miserable sueldo mínimo,
casi sin descansos, esto no valía lo que me pasaba. Pablo quedó con un trauma por
lo que no volvió al trabajo en un mes, y cuando salí del hospital, me preguntaron si
quería seguir trabajando ahí. Lógicamente renuncié. Comencé una vida donde
dormía todo el día y a veces lloraba de frustración, como si una maldición había
caído sobre mí, era un dolor inconmensurable, no había forma de describir esto. Al
poco tiempo, empecé a ir al taller a ver mis telas vacías que me había comprado
tiempo atrás, las miraba con pena, estaban preparadas con la primera capa de color
que coloco antes de pintar el blanco y negro, un color verde vejiga. Esa cromía era
un tanto oscura, incluso opaca, un poco muerta, y así me sentía, muerto.
Recurrentemente me acercaba al balcón del departamento para lanzarme al vacío
y suicidarme, pero nunca me daba el valor, me sentía frustrado por eso. Rutina que
hacía todos los días, a cada momento quería morir. Intenté una sobredosis de
pastillas, pero mi cuerpo, por el tratamiento psiquiátrico, generó una resistencia a
las pastillas, Intento fallido. Creo que el peligro siempre estaba inminente en el paso
entre mi departamento y la nada. Realmente se me hacía difícil lograrlo, fue una
sensación horrible. Mi madre estaba constantemente asustada con esta posibilidad,
y yo le hacía la vida imposible. Me imagino que debe ser horrible vivir con alguien

133
en ese estado, pero no podía hacer nada más, considerando que ya de base tengo
una enfermedad psiquiátrica.

El tiempo pasaba como un río con un caudal descontrolado, pasaron 5 meses antes
que me pudiese levantar, ahí fue cuando comencé a intentar pintar con la mano
izquierda, todo fue un fallo pero no podía abandonar, era un asunto de vida o muerte.
El mundo me parecía un asco y no sabía qué hacer. Todo lo que intentaba no
funcionaba, estaba en medio de un vórtice de dolor. El circuito del arte no me
recordaba, el tiempo fue inclemente, ya no existía como artista. Inesperadamente,
una luz apareció, un día sin mucho valor sentí una epifanía: Toda la pena, todo lo
que me ha pasado tiene que ser una fuerza que me lleve a la vida o fallar y morir.
Ya no había medias tintas, de esto se ha tratado toda mi vida, el limbo entre
sobrevivir y mantenerme de pie, tozudamente, estúpidamente y con una brutal
resiliencia.

II

He llegado al momento actual, la biografía se acabó y ha pasado tiempo desde que


comencé a escribirla (con una mano). La intención original de este texto fue mi carta
de suicidio. Han pasado cosas entremedio. Efectivamente, entre todas las muertes
que han ocurrido en este tiempo (El crítico, El poeta, La modista y tantos otros que
no relaté), he comenzado a re pensar la mía. Fantaseé con mi muerte de
innumerables formas, en situaciones y tiempos distintos, una especie de multiverso
de decesos. Hoy, después que el puesto 5 me hizo recordar todo lo que amaba del
arte, recordé lo que aprendí tiempo antes: no claudicar. El tiempo ha estado
pasando a una velocidad voraz y la gente fallece sin piedad. Estamos en medio de
una pandemia mundial que ha hecho que la muerte sea una costumbre, yo mismo
he llorado mucho, y otras veces he visto llorar a otros, gente que la entierran sin

134
funerales por miedo al contagio, otros que la creman sin que sus familiares puedan
despedirse. Es una época despiadada. Este tiempo parece una película de ciencia
ficción, los más inesperados escenarios han sucedido y lo peor parece nunca
acabar. Todo esto ha hecho que mi muerte pase a un segundo plano, y este relato,
no termine de la forma que empezó. Probablemente no muera, por lo menos no de
forma auto infringida. Quizás sea una decepción para mí mismo, sobre todo para
quien comenzó esta pseudo tragedia marcada por el número 5.

Entre toda esta nueva vida que he comenzado a vivir, estoy comenzando a ser
zurdo. Esto es una necesidad y el camino para volver a la pintura, y así dejar de
lado todo el dolor de mi historia, de mi trastorno psiquiátrico y los inclementes
pensamientos que siempre rondan en mi cabeza para dejar de existir. La vida de
rehabilitación no deja de frustrarme, pero ya soy un zurdo pintor, ya he pasado esta
etapa, y luego de contar toda mi historia cruzada por el 5, me gustaría encontrar
nuevos números, unos que no estén vinculados a mi pulsión de muerte. Así es como
el pintor Edvard Casablanca, contra toda especulación, no murió.

Prólogo

El pintor siempre pintaba con desesperación, pintaba con la mano izquierda, y la


derecha, la ocultaba bajo su largo traje negro con el que solía hacer sus obras
blanco y negro. Se dicen muchas cosas de él, que su vida es un alarido, que es
misterioso, que está loco y muchísimas cosas referidas a su estado mental. Lo que
sí es seguro, es que era un pintor extremadamente apasionado. Escucharlo hablar
de pintura era todo un acontecimiento, una experiencia, no obstante, sus dolencias
lo hacían desfallecer. Se cuenta que escribió una autobiografía cuando quería morir,
pero al llegar la devastación del Covid-19, fue víctima extrema de la enfermedad.
Probablemente él nunca se lo esperó, ni en sus más desquiciados sueños pensó en
una muerte tan poco glamourosa, porque se sabía que al Pintor le gustaba la
fanfarria. Murió con el rostro tapado y nunca más nadie supo de él ni de sus victorias,
por lo menos de sus pasadas, porque en el circuito del arte ya tenía un nombre

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grabado en piedra. El pintor era joven y había logrado mucho para su edad, algunas
veces él pensaba en que había sido bendecido por la divina providencia, o por el
número 5 como solía decir. De todas formas, El pintor marcó un pequeño grupo de
gente, nunca tan escueto para no significar nada. Siempre estuvo y estará en
nuestros pensamientos, sobre todo en esos oscuros momentos en los cuales él
aparece como un ángel de la pasión y la resiliencia.

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