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[Cuarta de forros]
Una periodista deprimida que dice que no lo es. El cadáver de su amante en un basurero.
Las diligentes investigaciones policiacas. Diana, que ve una chispa en el tedio, vuelve a la
nota roja, que había abandonado por salud mental, para cubrir todas las narrativas del caso:
la del muerto, la de los policías, la suya propia. ¿A dónde nos llevarán las investigaciones
de la Policía y las historias de Diana?
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Si quiere saber la historia
La historia del hombre muerto
No la busque en las revistas
Y sí en sus pensamientos
Las revistas que publican
La historia del hombre muerto
Escriben lo que les dicen
Y olvidan sus pensamientos
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I
Aún no he logrado averiguar por qué estas reflexiones siempre me asaltan en el trole. Ya
no quedan muchas líneas en la ciudad y pronto desaparecerán todas, por fortuna para mí y
desgracia para todos, según decía un experto el otro día. En todo caso, tengo que tener
cuidado de no sumirme en mis pensamientos o puedo terminar muy lejos de mi parada.
Tampoco soy literata: mi compromiso no es con las letras y las palabras; eso son
herramientas necesarias en mi oficio, y el instrumento con el que me gano el pan con el
sudor de mi pluma. Siento cómo la anforita en el bolsillo de mi saco me golpetea insistente
el muslo al ritmo que marca el conductor con esa horrible manía de dar retozones
arranconcitos y frenazos con esta mole metálica. Odio cuando hacen eso, ¿qué necesidad
tienen? Yo sí tengo necesidad, una muy concreta, así que, como nadie repara en mi
presencia, doy un par de sorbitos. Tres. Cuatro. Cinco... ¡Qué más da, si nadie mira!
Lo mío son las historias. A veces historias reales, reconstruidas con todo el rigor
quirúrgico del buen periodista; a veces, ficciones construidas a partir de un punto de partida
verídico; a veces, elaboradas con imaginación pura, ferozmente destilada. Algunas puestas
en palabras de viva pluma o de viva voz; otras, las más, sólo para mi público interior.
¿O sí?
Tiene una mirada divertida, unas manos cuidadas y nerviosas, y una esposa atildada que
lo espera en casa. Se llama Ruth, y él, Armando. Trabaja en una oficina de correos; es el
supervisor del turno, pero hoy no está en su puesto pues va camino al médico. Como
siempre, le dirán que está perfectamente bien y, como siempre, él lo celebrará con un
pambazo y una cerveza antes de volver al trabajo y a coquetear con sus subalternas, más
por compromiso —pues es lo que se espera del jefe para poder quejarse de él— que por
interés. No que no le interese, por supuesto: le encanta la atención, y las sonrisas que le
prodigan, aunque sean forzadas. Y que se ruboricen y bajen los ojos, y digan avergonzadas
“Ay, Armando, no sea mandado”. Se siente poderoso, se siente vivo, se siente hombre, o
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eso cree. Asqueroso, abusivo. “Bien que les gusta”, piensa cada vez, y a veces hasta lo dice.
Repugnante.
Quizá tiene razón su mirada, y debería beber menos, sobre todo a esta hora de la
mañana… Quizá no.
Ésta es mi parada. Le lanzo una mirada torva que parece divertirlo. Provocándolo, doy
otro trago a mi ron. Me pongo de pie.
Las puertas se abren perezosas y yo desciendo de un brinco, ansiosa por sacudirme del
culo y de las piernas su mirada. Odio usar falda, aunque las adoro y mis piernas lucen y me
gustan más así, pero hoy era necesario vestir formal. Yo también tengo un Armando con
otro nombre al que rendirle cuentas que se cree con el derecho y hasta la obligación de
acosarme, que demanda vestido formal con falda y tacones (que me cambié al salir y llevo
en el bolso).
Cruzaré por el parque, que a esta hora no ensordece con los chillidos de los niños, ni está
ocupado por incómodas parejitas a las que una también incomoda. Algunos vejetes trotando
y un puñado de tarzanes urbanos y descamisados usando mal los aparatos de ejercicio. Y al
fondo, junto al tronco carcomido al que le crece nueva vida ajena, un montón de basura y
ropa vieja que habita ahí desde tiempos inmemoriales. Dicen que sobrevivió al sismo que
tiró al Ángel, pero no es verdad porque esto no era un parque todavía. Aquí había un
potrero, en medio de un descampado, donde un joven corría a caballo para atender a sus
pacientes de cuatro patas y visitar a los clientes.
El montón creció de tamaño desde ayer. Mucho. Por eso cruzaré por aquí, a pesar de la
falda y los pseudodeportistas; traigo el gas pimienta a mano, por si acaso.
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diablito, porque ella es menudita pero de armas tomar. Está segura que nadie la vio, pero yo
lo sé de cierto.
II
Tienes media hora para enviar, me recuerda, cansino, mi jefe, que no se llama Armando,
sino Édgar. Como si no lo supiera, pero yo trabajo mejor contra reloj. La presión me ayuda
a enfocarme.
La verdad es que tengo lista la crónica hace horas, pero me gusta hacerlo rabiar.
“Hacerle rabiar”, que eso también lo enfurece: Respeta los pronombres, por Dios, estalla
con un manotazo en la mesa, mientras yo me río por dentro. A mí no puede pegarme,
aunque se muere de ganas, como a su esposa, que lo aguanta por miedo a que le quite a los
hijos (la quite, me digo a mí misma, para hacerlo rabiar, aunque sea en mi imaginación, con
el error voluntario); lo soporta como una santa (paciente, sometida, sufridora) por miedo a
que la deje sin casa ni dinero, pero, sobre todo, por miedo a tener que vivir su propia vida
que a estas alturas de la violencia ya no sabe ni qué es eso. Se ha acostumbrado a verse
desde la farola de gas con que él la ilumina, con el desprecio que él enarbola, con los enojos
que él le escupe a ella que ni siquiera se reconoce en el espejo.
Édgar Michel ambién se muere de ganas de hacerme otras cosas que le hace a su esposa,
que las odia pero calla, calla, calla… Tampoco esas me las podrá hacer jamás.
Cuenta atrás en el último minuto. Seis… Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno… Hago
clic en Enviar y lo celebro con una copa de Martini que tenía preparada. Batido, por
supuesto. No como el cabeza de chorlito poser del 007.
Es casi aquí.
Salgo a mirar.
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Llevo en la mano otro Martini muy frío, que por eso hay que batir bien. No me importa
que los puristas digan que debe tomarse apenas fresco para resaltar los aromas de la
ginebra. Tampoco me importa que me vean mis vecinos: ya me conocen y sólo se
escandalizan por hábito, para que no se les note tanto que me envidian. Por pose nada más,
igual que Bond, James Bond, y los puristas del Martini.
Debo reconocer, sin embargo, que salir en shorts y playera ligera, casi transparente, y sin
brasier es poco usual incluso para mí; pero salí tan a las prisas que ni zapatos me puse. Lo
mismo pude haber salido desnuda por el apremio y por joder. Hace tanto calor, pese a la
hora, que ya apuré la bebida completa; tendré que volver a la casa por otra dosis, lo que
tampoco es demasiada molestia: era una ambulancia que vino a atender a Leonor, la
anciana que vive sola en la esquina y llama a sus servicios privados de emergencia cada vez
que se siente solitaria, lo que sucede muy a menudo. No hay mucho que mirar. Falsa
alarma.
De cualquier manera, yo salgo en cada oportunidad cuando escucho las sirenas, quizá
por el morbo de ver si la viejita entrometida ya estira la pata; quizá porque extraño cubrir la
fuente policiaca. Dicen que el rojo me sienta bien.
A lo mejor no es tan entrometida y sólo le falta emoción a su vida. Como a mí. Pero ella
no bebe alcohol. Es demasiado entrometida para ese feliz pasatiempo, pero no para dejar de
manosear a los paramédicos como no se atrevió nunca de joven y nunca quiso hacer con el
desabrido de su esposo.
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Twitter vibra y me interrumpe desde el celular. @La_policiaca está haciendo su
recuento del día, pero no hay nada que me alegre la noche.
Apago todo y me voy a dormir. Mañana será otro día, y me toca madrugar: tengo una
cita importante a la hora de la comida, y eso, para mí, es madrugar.
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III
Tuve un sueño extraño, pero no tengo tiempo para analizarlo ahora. Corro, tacones en
mano, a la parada del trolebús.
El bulto sigue ahí, como si nada, aunque un perro está husmeando. La misma vecina
escasa de cuerpo pero de gran carácter dejó una bolsa de basura abierta, con restos de
comida. Sobras de un pollo asado —muy bueno, por cierto— que venden a tres cuadras de
su casa.
Hace demasiado sol. Voy a sudar como taco de canasta con este blazer negro, varonil,
de hombreras anchas y bolsillos grandes, con grandes solapas pasadas de moda y sólo dos
botones que jamás uso. Lo que más me gusta de la ropa de hombre son los bolsillos:
abundantes en tamaño y cantidad. Cómodos. Así no necesito bolso, pero en días como hoy
me baña mi transpiración. Lo aborrezco, pero tengo una comida importante.
No he terminado de despertar, a pesar del americano que me almorcé y los dos espressos
que lo siguieron (expresos, diría mi jefe, rabioso). Y mi sueño no deja de volver a mis
pensamientos.
Ya llego a la parada, que, por fortuna, está vacía y me podré sentar unos minutos a la
sombra. Espero que el trole no tarde mucho y tenga asientos libres. Me acomodo los lentes
de sol y me arreglo el peinado —cola alta, nada elaborado, pero me favorece y casa con el
saco formal— que con la carrera se había insubordinado… Como el sueño, que no dejaba
de volver obsesivamente a distraerme de lo urgente.
Una idea me asaltó en ese momento o. ¿Traía todo lo necesario? Dudé, como me ocurre
siempre, así que tuve que revisarme los bolsillos por tercera o cuarta (¿quinta?) ocasión
desde que me lo puse. La llaves. La cartera con algo de dinero y una tarjeta de débito sin
muchos fondos, por si acaso. Labial, desodorante. Condones y gas pimienta porque uno
nunca sabe. El celular, la libretita y la pluma. Un tampón por si acaso. Pero algo me faltaba
de revisar, y no lograba identificar qué. Era importante, sin embargo. “Espero haber
apagado la estufa”, pensé. “Y cerrado el refrigerador y la puerta. Echado llave”. Qué ganas
de un mojito… Eso. Revisé el bolsillo interior derecho y allí estaba mi fiel nalguera que yo
solía llevar más bien cerca del corazón. Saqué la cantimplorita de acero inoxidable y bebí
un par de tragos. Quizá fueron tres. O más. Da lo mismo, hacía mucho calor. La tapé, la
besé y la devolví, amorosa, a su bolsillo.
Respiré aliviada.
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Llegó el trole.
Me subí.
Había lugar. De hecho, iba casi vacío. Sorprendentemente, solo éramos pasajeras.
Respiré aliviada. Y incluso les fui sonriendo al pasar. Me senté en la última fila y me sumí
en mis pensamientos. En mis sueños. En mis pensamientos obsesivos sobre mi sueño, que
ahora sí podía acometer, mientras me sobaba el hombro derecho que me dolía desde el
lunes como si hubiera hecho mucho ejercicio o cargado cosas pesadas.
La verdad es que sí, había hecho ejercicio, mucho, en la cama y alrededores, y cargado
al pesado de Beto. “Mi galán”, según Lucía. Honestamente no era tan galán, y se había
vuelto aburrido, repetitivo. Hasta el sexo estaba dejando de ser bueno. Aquello no iba a
ningún lado. Bueno, sí, al albañal. Qué manía tienes con los sinónimos rebuscados, me
espetaría el Lic. E. Michel Aponte, como decía la plaquita en su puerta, en su escritorio y
en sus tarjetas de presentación, que decía ser mi jefe (y quizá, sólo quizá, jurídicamente sí
lo era); Déjate de tonterías: tú eres periodista, no poetisa, remataría. ¿No soy poeta? Quién
sabe… Po-e-ti-sa, hubiera remarcado Édgar, ventajista, montado en su cargo para embestir
a quien se deje. Tienes razón, habría respondido yo. “Zahúrda” queda mejor. Casi pude ver
cómo le latían las venas colesteroladas de sus sienes. Ojalá reventaran. Ojalá se lo comieran
los perros y los gatos.
No lo sé. Era yo misma susurrándome al oído, pero a gritos, con voz chillona y
acuciante. Me taladraba no ya el tímpano y los cuatro huesecillos del oído, sino el cerebro.
Saqué la pequeña vasija metálica para llevármela a los labios, pero algo me detuvo.
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Y jamás bebería tequila antes de una cita tan importante. Apestas si lo haces, y se nota
mucho. Por eso hoy llevaba vodka: bastan unas mentas y no se nota el olor. En cambio el
tequila y el mezcal, los sudas y atufas a borracho.
Pensar en el encuentro que venía me ponía nerviosa. Sin embargo, pensar en el sueño me
ponía aún más.
Titubeé.
Revisé.
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IV
Cerré los ojos para abismarme en mi sueño, o, más bien, en mi ilusión de estar viviendo el
sueño una vez más. Con los párpados laxos y la respiración lánguida, me sumergí en las
frescas aguas de mi imaginación y me dejé llevar por su vaivén.
Una brisa fresca y salada me mecía las trenzas mientras un sol afable entibiaba apenas
mis mejillas pálidas. Estaba, en cambio, metida hasta las rodillas en el jugo helado de las
olas. Todavía me incomodaban la espalda y los hombros tras la dura maniobra del drakar,
pero tenía una misión.
Tras una breve pausa, tomé la maroma y comencé a tirar del bote hacia la orilla. Era un
trabajo pesado, lento, fastidioso, pero inevitable. Resbalé y caí tres veces de bruces al agua,
mas no me detuve hasta haber sacado toda la embarcación, y haberla arrastrado al centro de
una aldea que parecía desierta. Ahí, finalmente, me tomé un respiro.
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