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¿Hace falta siempre un descodificador


para entender una obra de arte?

Sí, siempre. Es un error imaginar que es posible el acceso a una obra de


arte, sea cual sea, con las manos en los bolsillos, totalmente
despreocupados, ingenuamente. No entendemos a un chino que nos dirige la
palabra si no dominamos su lengua o si no poseemos ciertos rudimentos de
la misma. Pero así procede el arte, como un lenguaje, con su gramática, su
sintaxis, sus convenciones, sus estilos, sus clásicos. Quien ignore la lengua
en la que está escrita una obra de arte se priva para siempre de comprender
su significado y, por tanto, su alcance. Así, todo juicio estético se hace
imposible, impensable, si se ignoran las condiciones de existencia y
aparición de una obra de arte.

Lascaux1, primera ornamentación críptica

Al igual que las lenguas habladas, el lenguaje artístico cambia en


función de las épocas y los lugares: existen lenguas muertas (el griego
antiguo, el latín),

1
Como en Lascaux, las cuevas de Altamira en España, en Santillana del Mar (San-
tander), contienen en su interior pinturas rupestres policromadas del Paleolítico. Igual-
mente, en América hay una gran difusión de grabados rupestres, especialmente en zonas
de Venezuela y de la Patagonia.

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lenguas practicadas por muy pocas personas (el kirguis), lenguas vivas, pero
en decadencia (el francés), lenguas dominantes (el inglés en versión ameri-
cana). También en materia de arte, las obras provienen de civilizaciones des-
aparecidas (Sumeria, Asiría, Babilonia, el Egipto de los faraones, los
etruscos, los incas, etc.), de pequeñas civilizaciones (los escitas), de
civilizaciones no hace mucho poderosas, pero hoy declinantes (Europa), de
civilizaciones dominantes (el modo de vida americano). Cuando nos
encontramos ante una obra de arte, el lenguaje artístico exige que en primer
lugar sepamos situarla en su contexto geográfico e histórico. Y de este
modo, responder a la doble cuestión: dónde y cuándo.
Tenemos que conocer las condiciones de producción de una obra y
resolver el problema de su razón de ser: ¿quién la encarga?, ¿quién paga?,
¿quién trabaja para quién?, ¿sacerdotes, comerciantes, burgueses, ricos
propietarios, coleccionistas, directores de museo, galeristas, colectividades
públicas? Y esta obra: ¿para qué?, ¿qué podemos decir?, ¿qué motiva a un
artista a crear aquí (las cuevas de Lascaux, el desierto egipcio), allí (una
iglesia italiana, una cuidad flamenca), o en otra parte (una magalópolis
occidental, Viena o Nueva York, París o Berlín)?, ¿por qué el artista utiliza un
material o un soporte en lugar de otro (el mármol, el oro, la piedra, el
lapislázuli2, el bronce, el papel de fotografía, la película, el libro, el lienzo, el
sonido, la tierra)? Así respondemos a las cuestiones fundamentales: ¿de
dónde viene esta obra?, ¿dónde va?, ¿qué pretende provocar?
A continuación, debemos preguntarnos: ¿por quién?, con el fin de ubicar
la obra en el contexto biográfico de su autor. En los periodos en que los
artistas no firmaban su producción (esta costumbre es reciente, al menos en
Europa, donde data de cinco siglos aproximadamente), obtenemos informa-
ción sobre las escuelas, los talleres, los grupos de arquitectos, de pintores,
decoradores, obreros activos en el mercado. Seguidamente, planteamos la
cuestión del origen de la producción estética del individuo. ¿Dónde nace, en
qué ambiente?, ¿cuándo y cómo descubre su arte, con qué maestros, en qué
circunstancias?, ¿qué es de su familia, su medio, sus estudios, su
formación?, ¿cuándo supera a quienes lo iniciaron? Todo el saber disponible
sobre la vida del artista permite, un día u otro, comprender la naturaleza y los
misterios de la obra ante la cual nos encontramos.
Porque la obra de arte es críptica, siempre. Más o menos netamente,
con más o menos claridad, pero siempre. Corremos el riesgo de quedarnos
2
Mineral de color azul intenso, duro como el acero, que antiguamente se usaba en
la preparación del color azul de ultramar. Muy empleado en el arte egipcio; puede verse
en la célebre cabeza de la reina Nefertiti.

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mucho tiempo delante de los frescos de las cuevas de Lascaux sin enten-
derlos porque hemos perdido el descodificador. No sabemos nada del con-
texto: ¿quién pintaba?, ¿qué significan esas manadas de pequeños caba-
llos?, ¿ese bisonte que embiste a un hombre con cabeza de pájaro?, ¿a
quién o a qué se destinaban esas pinturas: a jóvenes iniciados en ceremo-
nias chamánicas?, ¿por qué se utilizaba el ocre rojo aquí, como carbonilla
pulverizada, soplada, proyectada, la barra de carbón negro allí, el pincel de
pelo animal allá?, ¿cómo explicar que algunos dibujos oculten otros bajo los
dedos de terceros pintores a varios siglos de distancia?, ¿a los hombres a
quienes debemos estas decoraciones se les tenía por artesanos, artistas o
sacerdotes?

Arte prehistórico, extracto de Henri Lhote.

Como la mayoría de estas cuestiones no llegan a ser resueltas, muchas


veces los espectadores o los críticos se conforman con proyectar sus obse-
siones sobre las obras que examinan. Al no ver lo que los artistas quieren
manifestar, los comentadores les atribuyen intenciones que aquellos no
tenían. La historia de las interpretaciones de Lascaux deja indemne el
sentido mismo de la obra, realmente destinado a quedar ignorado, porque
sus condiciones de producción seguirán siendo desconocidas y nunca se
dispondrá de una clave de lectura digna de tal nombre. El desconocí-

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miento del contexto de una obra conduce a la ignorancia de su sentido.


Cuanto más sabemos de su entorno, mejor comprendemos su interior;
cuanto menos sabemos de él, más nos condenamos a permanecer en la
periferia.
De algún modo, conocer la época, la identidad del autor, sus
intenciones, transforma al observador en artista. No hay comprensión de una
obra si falta la inteligencia de quien la mira. La cultura es, pues, esencial para
la aprehensión del mundo del arte, sea cual sea el objeto concernido y consi-
derado. Al proponer un trabajo, el artista efectúa la mitad del camino. La otra
es cuestión del aficionado que se propone apreciar la obra. La época y el
temperamento del creador se concentran en el objeto de arte (que puede ser
tanto una construcción, una pirámide por ejemplo o un edificio firmado por
Jean Nouvel, como una pintura de Picasso, una sinfonía de Mozart, un libro
de Victor Hugo, un poema de Rimbaud, una fotografía de Cartier-Bresson,
etc.). En cuanto al objeto, este solo adquiere su sentido con la cultura, el
temperamento y el carácter de la persona que aprecia el trabajo. De ahí la
necesidad de un aficionado artista.

El aficionado no nace, se hace

¿Cómo nos convertimos en ese aficionado, es decir, en ese apasionado


del arte? Dándonos los medios de adquirir el descodificador. ¿Es decir?
Construyendo nuestro juicio. La construcción de un juicio supone tiempo,
empeño y paciencia. ¿Quién afirma que utiliza bien una lengua extranjera si
le dedica un tiempo y un empeño ridículos? ¿Quién puede creer dominar un
instrumento musical sin haber sacrificado horas y horas de práctica con el fin
de cubrir la distancia que separa el balbuceo de la maestría? Lo mismo
ocurre con la fabricación de un gusto. Poco importa cuál sea el objeto de ese
gusto (un vino, un guiso, una pintura, una pieza musical, una obra de arqui-
tectura, un libro de filosofía, un poema), solo logramos apreciarlo una vez
que hemos aceptado que hay que aprender a juzgar.
Para ello, hay que educar los sentidos y provocar al cuerpo. La
percepción de una obra de arte se realiza exclusivamente por las
sensaciones: vemos, oímos, gustamos, olemos, etc. Aceptad, al comienzo de
vuestra iniciación, estar perdidos, no comprenderlo todo, confundir,
equivocaros, dar rodeos, no obtener de inmediato excelentes resultados. No
se conversa, en las altas esferas intelectuales, con un interlocutor tras solo
unas semanas de inmersión en su lengua. Lo mismo en lo que concierne al
mundo del arte. Tiempo, paciencia y humildad, además de valor, tenacidad y
determinación. Los

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resultados se obtienen al final de un túnel más o menos largo según vuestro


empeño y vuestras capacidades.
La construcción del juicio supone igualmente orden y método, además
de un maestro. La escuela debería desempeñar ese papel, lo cual no hace;
la familia también, pero no todas pueden hacerlo. La tarea también os
incumbe a vosotros, personalmente. Frecuentad museos, salas de concier-
tos, mirad las construcciones públicas y privadas, en la calle, con otros ojos,
id a exposiciones, deteneos en galerías, escuchad emisoras especializadas
en la música en la que os gustaría iniciaros, bebed y comed solamente, si es
posible, vinos y platos de calidad, ejerciendo en cada ocasión vuestro gusto,
vuestras impresiones, comparando vuestras opiniones, describiéndolas, con-
tándoselas a vuestros amigos, vuestros novios y novias, incluso escribién-
dolas para vosotros mismos: todo ello contribuye a la formación de vuestra
sensibilidad, de vuestra sensualidad, además de vuestra inteligencia, y final-
mente de vuestro juicio. Después, un día, sin avisar, su ejercicio se producirá
fácilmente, simplemente -entonces descubriréis un placer ignorado por la
mayoría, en todo caso, por los que se conforman, delante de una obra de
arte, con reproducir los tópicos de su época, de sus conocidos o de su
entorno.

Escena sacada del Festín de Babette, película danesa de Gabriel Axel, 1987.

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