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La civilización helenística nace con el propagarse de la cultura griega por toda la cuenca oriental
del Mediterráneo y muchos países contiguos (hasta la India), como consecuencia de las conquistas
de Alejandro Magno y de la política de conciliación y fusión parcial con los pueblos subyugados
puesta en práctica por el mismo Alejandro, pero sobre todo por las diversas dinastías greco-
macedónicas que se repartieron su inmenso imperio. Sin embargo, aunque más o menos adaptada
a las nuevas exigencias la cultura helenística es una cultura griega y no una mezcolanza de culturas
diversas; pero si esto es así no lo es por imposición, sino por virtud de la manifiesta superioridad
intelectual y artística de la primera sobre las segundas. Difícilmente la cultura griega clásica
hubiera podido dar mejor prueba de sí. Pero su inagotable vitalidad se hace patente con igual si no
mayor evidencia por el hecho de que al poco tiempo no sólo sobrevive a la conquista romana, sino
que logra informar de sí al mundo romano mismo, hasta el punto de que es posible hablar de una
civilización helenístico-romana como de una unidad sustancial, bien que articulada y enriquecida
por valores específicamente latinos (que examinaremos por separado en el siguiente capítulo).
Sin embargo, no se puede dejar de observar que, bajo un cierto aspecto importante, la civilización
helenística parece representar una total desnaturalización de la cultura propiamente helénica.
Desde luego en lo esencial era ésta una civilización de la polis, y en el periodo helenístico la
polis ha dejado de existir como realidad autónoma. En efecto, salvo los breves periodos en que las
diversas alianzas de ciudades griegas trataron de aprovechar la discordia entre Macedonia y Roma,
las antiguas formas de libertad política son un recuerdo del pasado y la vida democrática local se
reduce, cuando subsiste, a modestas funciones de administración municipal.
Si la cultura griega sobrevive con tanta pujanza a su matriz natural, ello se debe a que los valores
de la libertad, —en cuanto valores de comunicación humana, de curiosidad y agilidad intelectual,
de autonomía espiritual del individuo— son universales, y en consecuencia trascienden las
situaciones específicas que hicieron posible su afirmación inicial. Por otra parte, es de reconocer
que el ocaso de la polis como punto de referencia de los valores, explica gran parte de las
características más salientes de la cultura helenística, que se pueden resumir como sigue:
2. Carácter erudito y especialístico: Venida a menos la matriz natural de la cultura griega,
la polis, también la creatividad artística se estanca notablemente, a resultas de lo cual el literato
tiende más y más a convertirse en minucioso exégeta, en sistematizador del patrimonio artístico
del pasado, y deja de ser un creador de obras nuevas. Por otra parte, el rápido acreci miento de la
cultura por efecto de los nuevos conocimientos, sobre todo en el campo de las ciencias, adquiridos
merced al contacto íntimo con otras grandes civilizaciones del pasado, plantea la exigencia de la
especialización, de tal forma que acaba por afirmarse un nuevo tipo de científico que cultiva una
sola disciplina (matemática, astronomía, geografía, medicina, etc.) con gran pericia y no pretende
ser enciclopédico ni se preocupa gran cosa por la filosofía. En el terreno literario, la gramática se
cultiva también como una ciencia precisa v minuciosa dando nacimiento a la filología.
El fin que perseguían gran parte de las filosofías helenísticas era en lo sustancial idéntico:
garantizar al hombre la tranquilidad del espíritu. Pero las vías que señalaban para ello eran
diversas.
1. EL ESTOICISMO
Fundador de esta escuela fue Zenón de Citium, Chipre (336-264 a. C.) cuya obra fue continuada
por Cleates de Assos (304-223 a. c.) y por Crisipo de Soli, Cilicia (281-208 a. C.). De los escritos de
estos y otros maestros sólo quedan fragmentos. Los estoicos dividían la filosofía en tres disciplinas
fundamentales que correspondían a las tres virtudes necesarias para alcanzar la felicidad, a saber,
la racional, la natural y la moral. Por tanto, esas tres disciplinas eran la lógica, la física y la ética.
2. EL EPICUREÍSMO
Fundador de la escuela y autor de la doctrina epicúrea fue Epicuro de Sarnas (341-271 a. c.), que
enseñó primero en Mitilene y Lámpsaco, y luego en Atenas, donde habitó desde 307 hasta su
muerte. Epicuro fue autor de unos 300 escritos, de los que nos han llegado sólo algunos
fragmentos. Exigía de sus secuaces la más estricta observancia de sus enseñanzas y a esa
observancia se mantuvo fiel la escuela por todo el tiempo que duró, que fue larguísimo (hasta el
siglo IV d. C.). Los discípulos veneraban a Epicuro casi como a una divinidad y se esforzaban por
ajustar a su ejemplo la propia conducta. En Roma, Tito Lucrecio Caro (96-55 a. C.) nos ha dado en
su poema De rerum natura una exposición bastante fiel del epicureísmo.
FISICA: La física de Epicuro se propone liberar al hombre del temor de hallarse a merced
de fuerzas desconocidas, misteriosas y arcanas, y pretende, por tanto, dar una explicación
puramente mecánica del mundo. A tal fin, Epicuro adopta con escasas e insignificantes
modificaciones la física de Demócrito, merced a lo cual excluye del origen y marcha del
mundo todo designio providencia], cuestión sobre la que los epicúreos polemizan
ásperamente con los estoicos. Epicuro sustituye la necesidad racional de los estoicos por la
necesidad mecánica debida al orden y movimiento de los átomos. Los mundos son
infinitos y están sujetos a nacimiento y muerte. Nacen por la caída de los átomos en el
vacío y, a este propósito, Epicuro, al observar que los cuerpos caen en línea recta y con
igual velocidad, de tal forma que no podrían chocar unos con otros, admite una desviación
casual de los átomos de modo que, al apartarse de su trayectoria rectilínea, provocan
choques y vórtices que dan origen a los mundos. La desviación de los átomos es el único
acontecimiento natural que no está sometido a necesidad. Lucrecio, quien la
denomina clinamen, dice que “rompe las leyes del hado”. Es probable que existan los
dioses, puesto que poseemos sus imágenes; pero viven en su beatitud y no se ocupan de
nada, tanto menos de los hombres, y se están en los intermundos, es decir en los espacios
que separan un mundo del otro. El alma humana, como todas las cosas, compuesta de
átomos, si bien más sutiles que los otros y semejantes a los de las sensaciones, se disuelve
al sobrevenir la muerte más allá de la cual no existe, por lo tanto, ni placer ni dolor. Esto,
según Epicuro, elimina el temor a la muerte.