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Mónica Benítez
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autorización expresa de su autora. Esto incluye, pero no se limita a
reimpresiones, extractos, fotocopias, grabación, o cualquier otro medio
de reproducción, incluidos medios electrónicos.
Todos los personajes, situaciones entre ellos y sucesos aparecidos
en el libro son totalmente ficticios. Cualquier parecido con personas,
vivas o muertas o sucesos es pura coincidencia.
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Twitter: @monicabntz
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ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 1
Bego
Parece mentira que estemos tan cerca y nos veamos tan poco. Solo
he tardado cuarenta minutos en llegar a casa de mis padres, aunque
también podría decir a mi casa, porque aquí es donde me he criado y
un lugar del que guardo muy buenos recuerdos.
A mi madre siempre le pesaba que estuviésemos tan alejados del
pueblo. Recuerdo que se quejaba a mi padre porque creía que este
aislamiento no era bueno para Yago y para mí, sin embargo, nosotros
estábamos encantados. Hay tres hectáreas de terreno con una parte de
bosque que Yago y yo recorríamos como locos todas las tardes. Lejos
de lo que mi madre pensaba, a nuestros amigos del colegio les
encantaba estar aquí y sus padres los traían siempre que podían. En
este bosque hay todavía alguna de las cabañas que construíamos, así
como marcas en las cortezas de algunos árboles que hacíamos para
identificar el circuito que habíamos trazado por los caminos más
accesibles para recorrerlos con nuestras viejas bicicletas.
Siempre le digo a Yago que tenemos que volver a recorrerlo para
recordar viejos tiempos, pero como no es muy amante de los deportes
me va dando largas cada año y he decidido que de este ya no pasa. Si
no viene conmigo, lo haré yo sola.
Recorro el único trozo de terreno asfaltado que consiste en un
camino lo suficientemente ancho para que pase un coche y que
conduce directamente hasta la entrada del garaje, situado en una
enorme construcción a veinte metros de la casa. Por lo visto, cuando
mis padres compraron la finca ese edificio era un granero y mi padre lo
convirtió en garaje. Cuando abro la descomunal puerta para meter el
coche, veo con disgusto que mi hermano todavía no ha llegado. Tenía
la esperanza de que lo hubiese hecho y así mi madre ya estaría
entretenida con la tal Nereida y quizá no se daría cuenta de que yo he
venido sola.
Saco mi enorme maleta y un macuto del maletero y camino hacia
la entrada principal, donde mis padres ya me esperan en el porche con
una amplia sonrisa después de haber escuchado el ruido del motor de
mi coche, anunciándoles mi llegada.
El corazón se me acelera como si estuviese viendo algo
emocionante y en momentos como este me siento mal por tener esos
pensamientos sobre mi madre. Sé que me adora y que solo se preocupa
por mí, y ahora lo único que me apetece es soltar los trastos y correr
para abrazarlos a ambos.
—Venga, hija, te ayudo a llevar ese armario con ruedas hasta tu
cuarto —exagera mi padre con su voz ronca y rasgada después de los
abrazos y los besos pertinentes.
Quizá sí que sea un poco exagerada con las maletas, sobre todo si
tengo en cuenta que aquí tengo lo suficiente para pasar estos días
porque siempre he conservado mi habitación.
Cuando estamos a punto de entrar, se escucha el ruido de otro
coche y me giro para ver como mi hermano sigue el camino hasta el
garaje. Qué bien que llegue tan pronto, así mi madre no tendrá tiempo
de...
—¿Has visto a tu hermano? Por fin viene con una chica a casa, a
ver cuándo me das tú una alegría y te echas un novio de una vez.
Si ya sabía yo que la aparición de Nereida no iba a servir para otra
cosa que para aumentar su insistencia.
Mi padre y yo soltamos las maletas y nos quedamos en el sitio
esperando a los recién llegados. Mi hermano debe de haberse pillado
mucho por esa chica si dos meses después ya la está presentando a la
familia. El aire frío de los días de diciembre hace que varios mechones
de mi melena se me vengan a la cara. Miro hacia la zona boscosa
mientras me los coloco detrás de las orejas. Este sería un momento
excelente para sacar mi cámara y echar algunas fotos. Me encanta
perderme por el bosque, dejar que el ruido de los árboles y las especies
que allí habitan sea lo único que mis oídos escuchan junto al flash de
mi cámara. Eso es lo que me fascina y el motivo por el que decidí
hacerme fotógrafa profesional, pensaba que eso me permitiría sentirme
así de bien todos los días, sin embargo, la vida de una fotógrafa de
bodas o eventos no se parece en nada a lo que había imaginado.
—Mira, ahí están, es muy guapa, ¿no? —anuncia mi madre
subiéndose las gafas como si así pudiese verla mejor.
Me giro hacia el garaje y ahí están, Yago y la tal Nereida
caminando hacia nosotros como si posasen para la galería. Sí, mi
madre tiene razón, Nereida es guapa hasta rozar lo insultante. Debe
tener la edad de mi hermano y ojalá me mirase alguien a mí como lo
mira ella a él. Cuando Yago nos la presenta mi madre se deshace en
halagos y le estruja los mofletes hasta ponérselos rojos mientras ella se
queda petrificada.
—Mamá, te he dicho mil veces que no hagas eso —la regaña mi
hermano.
Yo trato de contener la risa por educación, pero cuando mi madre
deja de profanar las mejillas de Nereida, la pobre tiene sus dedos
marcados en blanco y ya no puedo aguantarme. Mi padre y yo
soltamos una risotada nerviosa que hace que Nereida nos enfoque de
forma directa por primera vez. Primero mira a mi padre y después a
mí, y cuando nuestras miradas se cruzan siento una cercanía con ella
que soy incapaz de explicar. Nereida permanece unos segundos
mirándome y yo me quedo quieta con los labios estirados a pesar de
que ya no me río. Finalmente, y tras pensar con toda probabilidad que
soy tonta, me devuelve una sonrisa leve y a la vez sincera antes de dar
un paso hacia mí para presentarse.
—Soy Nereida —dice, y mi cara de idiota se multiplica porque soy
incapaz de reaccionar.
No lo hago hasta que ella toma la iniciativa y me da dos besos que
invaden de una calidez desconocida mis mejillas. ¿Será porque mi
madre se las ha dejado ardiendo?
—Disculpa a mi madre —le digo tratando de demostrarle que no
soy tan tonta como aparento en este momento—, cuando llegan estas
fechas se vuelve cariñosa hasta el extremo y tiende a tratarnos como a
niños.
—Y eso que ya tengo los huevos negros —suelta mi hermano ante
la mirada escandalizada de mi madre.
Mi padre y yo nos reímos y Nereida no sabe hacia dónde mirar, así
que sin que yo comprenda por qué lo hace, vuelve a clavar sus ojos en
los míos como si yo fuese la única que le proporciona tranquilidad en
esta casa de locos.
—Vayamos adentro antes de que este desvergonzado diga alguna
barbaridad más —ordena mi madre asesinando a Yago con la mirada.
Cuando entramos huele a pan recién horneado, una de las
especialidades de mi madre y algo con lo que yo podría alimentarme el
resto de mis días si no fuese porque engordaría hasta reventar. La casa
está a la misma temperatura agradable que recuerdo gracias a que mi
padre mantiene la chimenea encendida desde que se levanta hasta que
se acuesta, y cuando lo hace, se asegura de dejar una buena fogata que
dure hasta bien entrada la madrugada.
Mi padre cierra la puerta a mis espaldas y mi madre nos invita a
seguirla hasta el fondo del salón, donde está el árbol de Navidad.
—¿Qué os parece si es Nereida quien lo enchufa este año? —
propone mi madre.
Todos afirmamos y Nereida mueve los ojos entre todos los
presentes en busca de una respuesta. Yo miro a Yago confundida, ¿es
que no le ha hablado de nuestra tradición? Pues parece que no, porque
acaba de carraspear buscando mi ayuda con su mirada suplicante.
—Qué fuerte —le digo cabeceando mientras tomo a Nereida del
brazo y la invito a caminar hacia el árbol.
—¿Por qué no tiene ninguna decoración? —me pregunta ella entre
dientes para que mi madre no la escuche.
—Esto es algo que hacemos cada año, no sé por qué mi hermano
no te ha hablado de ello — digo sin comprender nada—. Todas las
navidades mi padre monta el árbol y mi madre le pone las luces de
Navidad, pero no las enciende hasta que mi hermano y yo hemos
llegado. Es como si con ello se iniciase la Navidad oficialmente en esta
casa. No está adornado porque eso es algo que siempre hemos hecho
los cuatro juntos, puede que te suene cursi, pero es una tradición
familiar que ninguno queremos perder.
—No me parece cursi, me parece maravilloso —dice en tono
sincero sin apartar la mirada del árbol—, y para mí es un honor que me
permitáis encenderlo, aunque creo que no merezco hacerlo, siempre lo
habéis hecho uno de vosotros y yo acabo de llegar…
—Eres la novia de mi hermano, así que técnicamente eres de la
familia. Además —añado en voz muy baja—, mi madre se llevaría un
disgusto enorme si rechazases la oferta. Tú enciéndelo y mañana lo
decoraremos entre todos.
—Está bien —acepta, y cuando me guiña un ojo a la vez que
sonríe, siento por primera vez una extraña punzada de celos hacia mi
hermano.
Nereida se agacha junto al árbol y su melena oscura se derrama por
sus hombros deslumbrándome con su brillo, hasta que enchufa las
dichosas luces y los aplausos de mi madre me devuelven a la realidad.
Miro a Yago para indicarle con un gesto que su novia me cae bien y
me lo encuentro chateando con el móvil. ¿Cómo puede prestar más
atención a ese aparato que a la mujer que hay frente a mí? Quizá
después de dos meses ya se le ha pasado la impresión inicial y por eso
ya no permanece bajo el efecto hipnotizante que produce Nereida. No
puedo dejar de mirarla.
Capítulo 3
Bego
Cuando abro los ojos, Yago se está vistiendo con la poca luz que
entra por la rendija de la ventana. Lo miro y cabeceo preguntándome
qué cojones hago aquí. Una pared, eso es lo que me separa de lo que
verdaderamente quiero; Begoña.
—Estás despierta —anuncia como si yo misma no me hubiese
dado cuenta, y me asusto porque estaba tan absorta pensando en Bego
que no lo he visto girarse hacia mí.
Me destapo y me siento en la cama, después me atuso un poco el
pelo y me paso los dedos por los ojos, porque eso de que una mujer se
despierte perfectamente peinada y sin ojeras o legañas solo pasa en las
películas.
—Buenos días —saludo cuando consigo vocalizar.
—Buenos días, ¿has dormido bien?
Tenía intención de abordar el tema más tarde, cuando estuviese
más despierta. Mi plan era insistirle a Yago en ir a dar un paseo antes
de bajar al pueblo con su familia para poder hablar con él, pero su
pregunta me brinda la oportunidad y no voy a desperdiciarla.
—Pues la verdad es que no —afirmo con la voz hueca, y no miento
en absoluto, me he pasado la noche pensando en Bego y en esa terrible
angustia que le produce una situación que únicamente yo puedo
detener.
—¿No? —se sorprende—. ¿Y eso?
—No quiero seguir más con esto, Yago, no puedo.
—¿No puedes? Claro que puedes —dice con tono severo—. Solo
nos quedan tres días aquí, Nereida. ¿Vas a dejarme mal delante de mi
familia? ¿Tengo que recordarte lo que hablamos?
—Sé perfectamente lo que hablamos.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Yo no te agobio y te dejo a tu
aire, y mi familia se está portando muy bien contigo.
Yago está elevando el tono de voz y lo último que necesito es que
su madre pase por el pasillo, lo escuche y después venga a
preguntarme por qué motivo hemos discutido. Porque lo que tengo
claro es que no se lo va a preguntar a él, ya que a Yago le basta una
sonrisa o un gesto cariñoso y se mete hasta al diablo en el bolsillo.
—El problema soy yo, ¿de acuerdo? —respondo en voz baja con la
esperanza de que él me imite.
—¿Tú? Pues no lo entiendo.
Yago se agacha frente a mí y me mira con su cara de niño bueno,
esa con la que por lo visto consigue siempre todo lo que quiere.
—Por favor, Nereida —suplica—, terminemos los días aquí en paz.
En paz, paz es lo único que Bego no tiene ahora mismo, ni yo
tampoco. La voz de sus padres se escucha en el pasillo y Yago se pone
en pie como si lo hubiese salvado la campana. Da por hecho que la
conversación ha acabado aquí y abre la puerta y sale de la habitación.
—Venga, Nereida, hija —dice Josefina cuando me ve al pasar—.
Prepárate que ya mismo nos vamos.
Cuando bajo veo a Bego en el salón con una taza de café humeante
que se toma en el sofá. Creo que es la primera vez que se levanta antes
que yo, y ha tomado la decisión de desayunar lejos de mí. Me duele
esa distancia, pero me duele más ver como sufre, así que me resigno y
me mantengo firme en mi decisión de darle espacio mientras estemos
aquí. Lo que no puedo evitar, porque me sale solo, es guiñarle un ojo
de camino a la cocina. Ella al principio se queda inmóvil con la taza de
café entre las manos, sin embargo, cuando doy por sentado que me va
a ignorar por completo y la angustia comienza a estrujarme las
entrañas, me sonríe de esa manera tan suya que ilumina todo el salón.
Somos cinco, así que podríamos bajar al pueblo en un coche tal y
como propone Yago, pero Bego insiste en que iremos más anchos si
ella también lleva el suyo, así que ella y su padre van con un coche y
Yago, su madre y yo en el otro.
Llegamos al pueblo sobre las doce y, como su madre ha reservado
para comer a las dos, su padre le pide a Yago que lo acompañe a la
tienda de productos agrícolas para comprar algunas semillas y otras
cosas que necesita para la huerta.
—Yago, voy con vo...
Josefina no me permite terminar la frase y me agarra por un brazo
arrastrándome con ella y con Bego, sin permitirme ir con Yago como
pretendía para darle ese espacio que le he prometido a su hermana.
—Nosotras podemos aprovechar para ir de tiendas, nos vemos
luego en el restaurante —decide su madre.
Yago y su padre se despiden de nosotras con la mano y se
encaminan justo en la dirección opuesta. Yo saco el móvil, y con la
excusa de contestar unos mensajes pendientes a mi madre y mis
amigas, me quedo unos pasos por detrás mientras observo a Bego
caminar al lado de su madre. Lo hace con las manos metidas en los
bolsillos y el cuello hundido en la chaqueta a pesar de que hoy no hace
nada de aire y el sol por fin ha decidido honrarnos con su presencia
después de varios días seguidos con el cielo encapotado.
Josefina le habla y, aunque no logro entender muy bien lo que le
dice, Bego no parece estar muy interesada en la conversación y solo
contesta con monosílabos o gestos de cabeza. Llegamos al único
centro comercial del pueblo, que a estas horas está lleno de gente y
caminamos por el amplio pasillo hasta las escaleras mecánicas que nos
llevan a la primera y única planta. Bego se detiene frente al escaparate
de una tienda de ropa y yo miro hacia el frente buscando alguna tienda
de libros o zapatos que me permita escabullirme con la excusa de
buscar algo mientras ellas miran aquí, pero de nuevo, Josefina, que
parece empeñada en que su hija y yo permanezcamos juntas, nos
agarra del brazo y nos arrastra hacia el interior.
Miro a Bego con resignación y ella me devuelve una sonrisa
amable que me indica que es consciente de lo insistente que es su
madre. Eso me alivia, porque caminar junto a ellas con la sensación de
que estorbo era muy incómodo.
La tienda es de ropa para gente joven y Josefina no tiene ningún
interés en nada de lo que hay aquí. Bego se distrae mirando pantalones
con su madre pegada a la espalda y yo me quedo en el pasillo paralelo
mirando camisetas.
Mis ojos no pueden dejar de desviarse hacia ellas porque la
presencia de Bego es algo que me atrae de una forma incontrolable.
Trato de disimular y aparto la mirada siempre que ella desvía sus ojos
hacia mí como si tampoco pudiese evitarlo.
Finalmente, se hace con un par de pantalones que le han gustado y
yo cojo una camiseta y un jersey.
Nos dirigimos hacia los probadores y comprobamos que solo hay
uno libre.
—Mira, cómo es ancho entráis las dos y así acabamos antes, que se
nos está echando el tiempo encima —concluye Josefina mirando su
reloj.
A veces pienso que algo se está alineando en mi contra y que
cuanto más alejada trato de mantenerme de Begoña, menos lo consigo.
—Entra tú, yo esto no necesito probármelo —le digo a Bego
señalando las prendas que llevo en la mano.
—¿Cómo que no vas a probártelo? —se escandaliza su madre—.
Que luego no te queda bien y seguro que acaba en el fondo del armario
porque a las jóvenes os da pereza venir a descambiar las cosas.
—Es una camiseta, Josefina, el jersey no creo que me lo quede.
Estoy dispuesta incluso a no quedarme nada, pero entonces vemos
que viene una chica con prendas en la mano y si no nos decidimos
rápido pasará delante de nosotras.
—No pasa nada, entremos —me sorprende Bego, cogiéndome por
el brazo y desatando toda esa ansia de sentirla cerca que llevo tratando
de mantener a raya toda la mañana.
Cuando pasamos al probador y corremos la cortina es como si
entrásemos en otra dimensión, donde el ruido de la música de los
altavoces desaparece y el aire se vuelve denso. Las dos reaccionamos
del mismo modo, pegando la espalda en paredes opuestas, quedando
frente a frente. Me cuesta respirar, Bego me mira con las mejillas
ardiendo de calor y su respiración acelerándose a un ritmo tan
vertiginoso como lo hace la mía.
—Nos daremos un tiempo prudencial y después salimos y le
decimos a tu madre que no nos gusta nada —susurro sin poder apartar
la mirada de ella.
—Me parece bien.
Su voz vuelve a sonar estrangulada por la angustia y yo vuelvo a
sentir ese deseo irrefrenable de acercarme a ella con la única intención
de consolarla. Necesito que esté bien, jamás me había encontrado en
una situación ni remotamente parecida a esta, en la que ver a la
persona que quiero pasarlo así de mal, me atormenta como si me
estuvieran arrancando un trozo de corazón.
—¿Me abrazas?
Tengo que parpadear un par de veces cuando me lo pide con ese
tono suplicante, como si mi abrazo fuera lo único que puede salvarla
ahora mismo de hundirse en un pozo oscuro y profundo y necesitase
mendigarlo. Me despego de la pared como si un muelle me hubiese
expulsado y la atraigo hacia mi cuerpo apretándola con fuerza. Bego
responde del mismo modo, agarrándose a mis hombros con las manos
con una fuerza sobrecogedora mientras hunde su cara en el hueco de
mi cuello. No puedo contenerme y no paro de darle pequeños besos en
el hombro de una forma convulsiva que me deja sin aliento. Bego
permanece tensa, haciendo largas respiraciones contra mi cuerpo que
me dejan ver claramente el estado de ansiedad en el que se encuentra.
Decido en este momento que se ha terminado, me da igual lo que me
diga Yago, hoy comeremos con su familia y trataré de que tengamos
un día tranquilo, pero mañana me marcho.
—No tires la toalla, Bego —le digo en un susurro que la
estremece, después le sujeto la cara por las mejillas y la beso en los
labios manteniendo los míos pegados a los suyos durante unos
segundos que hacen temblar todo mi cuerpo.
—No quiero que le hagas daño a mi hermano —dice ella cuando
me separo unos milímetros, como si su dolor no tuviese importancia y
el de su hermano sí.
—Te prometo que no lo haré, confía en mí.
Se lo digo completamente en serio, aunque ahora mismo estaría
dispuesta a cualquier cosa con tal de que ella dejase de sufrir por mi
culpa.
Capítulo 16
Bego