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El secreto de Emma

Kattie Black
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
©Dirtybooks, enero de 2021
Portada: Diego Bober, El Cuervo Estudio
El secreto de Emma, de Kattie Black, está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se
permite la distribución, comercialización, reproducción ni el uso en obras derivadas sin permiso
expreso de la autora y los editores.
Introducción
Era la primera vez en años que Emma tenía calor en noviembre. Siempre
había sido muy friolera, hasta el punto de que por las noches tenía que
cubrirse con tres mantas, edredón y sábanas de franela, y meter una bolsa de
agua caliente en su cama. Ahora, a aquellas alturas de la vida, descubría que
había algo que funcionaba mejor que eso: un hombre.
Él era prácticamente un desconocido. No sabía casi nada de su pasado ni
de su presente, apenas sí conocía su nombre y poco más. Entonces, ¿por
qué estaba en su cama? ¿Por qué permitía que la abrazara desde atrás, que
rozase su nariz contra su cabello, que su mano amplia, áspera y cálida
acariciase su vientre de forma insinuante, haciendo círculos con el dedo
alrededor de su ombligo desnudo?
Durante años, Emma se había alejado sistemáticamente de los hombres.
Tenía el corazón cerrado, y las puertas de su dormitorio también. No podía
confiar en nadie. No quería confiar en nadie.
Y sin embargo ahí estaba, desnuda entre las sábanas ya arrugadas,
satisfecha, como flotando a causa de las horas de sexo compartido.
Eufórica, feliz. Tan feliz que no se reconocía.
Le parecía irreal. Esa no podía ser ella, era imposible, estaba soñando.
«Esto es una imprudencia. Un error. Un error imperdonable».
—Tócame otra vez —susurró. Escucharse a sí misma decir aquello era
tan raro… ¿Realmente había pronunciado esas palabras?
Oyó la risa de él, dulce y grave, como el ronroneo de un león. Sintió que
se pegaba más a sus formas. Estaba caliente, sus músculos eran duros y su
cuerpo tan grande que parecía cubrirla por completo. Se acopló en aquel
molde de piedra incandescente y suspiró, subyugada por la pasión y la
expectativa. La mano que rozaba su abdomen descendió despacio hasta
deslizarse entre sus muslos. Un dedo se abrió paso delicadamente a través
del vello púbico y comenzó a acariciarla de forma lenta, apenas rozando su
clítoris de una manera tan superficial que el delicado tacto le despertó una
sacudida de excitación y un cosquilleo eléctrico que empezó a extenderse
por todo su ser.
Al parecer, había estado equivocada toda su vida. Sí que le gustaba el
sexo, joder, le encantaba. Quería gemir, estremecerse, gritar palabras
malsonantes. Quería comportarse como una zorra y tomar el control, y
también entregarse y ser dominada como una princesa cautiva. Anhelaba
ser devorada por la pasión de su amante, aquel hombre misterioso que la
había atrapado en aquel juego peligroso y excitante.
—Te gusta así, ¿verdad?
Escucharle fue aún peor que sentir sus manos. Emma cerró los ojos y se
mordió el labio, asintiendo. La caricia proseguía, circular y precisa. Luego
él movió la mano y su índice la penetró mientras la palma rozaba todo su
sexo plenamente, con movimientos redondos y suaves. Ella ahogó un
gemido y se arqueó, sintiendo que se hundía poco a poco en aquel océano
de placer.
«Me he vuelto loca», pensó.
Y después no pensó nada más.
Capítulo 1
Dos semanas antes

Emma bajó del taxi frente a la torre Harrington, pagó la carrera y se


calzó bien los tacones. El edificio era enorme, una mole de acero y cristal
que se alzaba hacia el firmamento con una gigantesca H a modo de corona.
«Mierda. Sí que es grande».
Por un momento se abstrajo pensando en las posibilidades. Era un sitio
demasiado importante y ella una simple secretaria buscando un nuevo
trabajo. Se sentía pequeña, insignificante, pero si superaba la prueba…
¡Dios, cómo cambiaría su vida! Podría olvidarse de los números rojos, de
las facturas atrasadas y de pedirle prestado a Liz cada tres meses.
«Solo es una entrevista —se recordó, intentando no emocionarse
demasiado—, he superado las otras dos pero aún queda esta y quizá no me
cojan. No, realmente es lo más probable. No me van a coger. Genial, pues
ya está. Como no me van a coger, no pierdo nada».
Un grupo de personas trajeadas la empujaron al acercarse al paso de
peatones, todos con prisa y hablando por el móvil. Emma dio un ligero
traspiés y se apartó, mascullando un insulto. Luego carraspeó, tomó aire y
se dirigió con paso decidido hacia las grandes puertas transparentes,
apretándose la bufanda contra el cuello e intentando que el viento no la
despeinara demasiado.
En cuanto entró a la torre Harrington, el ruido de la ciudad pareció
silenciarse. El vestíbulo estaba despejado, los muebles tenían líneas
minimalistas; todo era blanco y azul en aquel lugar, dando una sensación de
limpieza y pulcritud que a Emma le gustó, aunque también le pareció un
tanto fría. En un largo mostrador a la izquierda, tres recepcionistas
tecleaban de vez en cuando en sus ordenadores y atendían llamadas. A la
derecha se encontraba una fila de seis ascensores y en el centro se
agrupaban algunos sofás y filas de cómodos asientos de piel donde un par
de ejecutivos y una mujer trajeada aguardaban.
Los nervios empezaron a hacerse un nudo en su estómago, así que
decidió avanzar rápido y acabar con aquello de una vez.
—Buenos días —dijo a uno de los recepcionistas con su mejor sonrisa
—, mi nombre es Emma Barnes, tengo una cita a las nueve.
—Buenos días, señorita Barnes —respondió el joven afablemente
mientras comprobaba algo en la pantalla—. Sí, así es. Voy a ver si pueden
recibirla ya.
Emma asintió mientras el joven hablaba al micro que llevaba unido a los
auriculares. Un instante después, el chico se dirigió a ella de nuevo:
—Puede subir. Planta veintisiete, pasillo C, primera puerta a la izquierda.
—Gracias —respondió Emma con una sonrisa. Se encaminó al ascensor,
repitiéndose mentalmente las indicaciones.
«Se me va a olvidar. No voy a llegar. Planta veintisiete, pasillo C,
primera puerta a la izquierda», pensaba en bucle mientras presionaba
insistentemente el botón de llamada.
El ascensor llegó al fin tras lo que le pareció una eternidad y entró,
suspirando. Tenía que tranquilizarse o la entrevista sería un desastre.
«Debería haber dormido más anoche en vez de pasarme hasta la una
jugando al Scrabble con Jen. Nunca aprendo», se reprendió mientras el
aparato se ponía en marcha. Estaba sola en la cabina, de modo que
aprovechó para quitarse el abrigo y comprobar su imagen en el espejo.
Había hecho bien al escoger aquel traje. Se trataba de un conjunto de cóctel
con una falda ajustada que le llegaba por las rodillas combinada con una
blusa en tono crema salpicada de discretas florecillas negras y una chaqueta
del mismo color. Las prendas favorecían su silueta esbelta y le daban un
aire serio y profesional muy adecuado. En cuanto al cabello, se lo había
recogido en un moño informal sujeto con un alfiler que temía que se cayera
en algún momento. Llevaba un maquillaje suave, casi imperceptible, y un
par de pendientes discretos, nada más. Parecía seria, corporativa, confiable.
La secretaria perfecta.
«O eso es lo que me gustaría ser».
Estaba abriendo el bolso para sacar el pintalabios y retocarse un poco
cuando el ascensor se detuvo en la sexta planta y las puertas comenzaron a
abrirse. Un hombre aguardaba al otro lado. Le atisbó en el espejo: era alto,
de cabello oscuro y facciones muy marcadas, atractivas y varoniles. Parecía
muy concentrado en abrocharse los puños de la camisa bajo las mangas de
la chaqueta y algo en él tenía un aire salvaje, indómito. Cuando las
compuertas se abrieron del todo, Emma se dio la vuelta con educación y
sonrió fugazmente al desconocido, que entró en el ascensor de una zancada.
—Hola —saludó ella, sin saber muy bien si era lo que había que hacer.
Nunca había estado en un edificio como aquel ni se había visto obligada a
compartir el ascensor con nadie que no fueran sus vecinos. ¿Sería correcto
saludar o parecería estúpida?
—Hola —respondió el hombre con naturalidad.
Entonces él la miró por primera vez y Emma dejó de pensar en
convenciones sociales y charlas de ascensor. De pronto sintió que el aire se
le hacía un lío en los pulmones, como si no supiera por dónde salir.
Aquellos ojos quitaban el aliento. Eran intensos, penetrantes, bordeados por
pestañas negrísimas que parecían delinearlos. Sus iris mostraban un color
ambiguo, más verde que azul, similar al del mar en una mañana de
tormenta.
Estuvieron en silencio un instante, mirándose, mientras el ascensor
seguía subiendo, marcando cada piso con un suave campanilleo. Cuando se
dio cuenta de que aquello no era muy apropiado, Emma apartó la vista
rápidamente, tratando de controlar los latidos de su corazón. Él se pasó la
mano por la barba de tres días. Si estaba igual de afectado que ella, lo
disimulaba muy bien.
—Disculpa, no te había visto antes. Eres nueva, ¿verdad?
—Oh, no. Es decir, sí. Puede que lo sea —respondió Emma
atropelladamente entre sonrisas nerviosas—. Vengo a una entrevista.
¡Crucemos los dedos! —añadió haciendo el gesto de forma exagerada.
«¿Qué me pasa? Dios, Emma, deja de hacer el ridículo».
—Entiendo. Mucha suerte, señorita…
—Barnes. Emma Barnes.
Él la miró de reojo y esbozó media sonrisa.
—Logan O’Reilly, seguridad privada. Un placer.
Emma se fijó entonces en la placa alargada y metálica en el bolsillo de
su chaqueta. Iba a decir algo más, a proseguir con aquella conversación,
aunque fuera diciendo tonterías como hasta entonces (total, ya no podía
empeorarlo) cuando el ascensor se detuvo en la planta quince y el hombre
salió de la cabina.
—Desnuda —dijo él cuando ya estaba fuera.
Emma abrió los ojos como platos.
—¿Qué?
Las puertas empezaron a cerrarse.
—Imagínatela desnuda. A la entrevistadora. Te servirá para controlar los
nervios.
Una media sonrisa lobuna, de pirata, fue lo último que vio antes de que
el ascensor volviera a ponerse en marcha con su irritante campanita. Tomó
aire profundamente, se arregló la chaqueta por décima vez y abrazó la
carpeta negra donde guardaba el currículum. Iba a necesitar mucho más que
imaginación para calmarse. Un buen trago de whisky, por ejemplo.
Instantes después se encontraba sentada en la antesala de un despacho
forrado de madera conversando con Evelyn Orozco, la directora de recursos
humanos de Harrington Enterprises. Era una mujer muy guapa, agradable,
maternal en cierto modo que le hacía todo tipo de preguntas. Emma sonreía,
posando con su mejor aspecto de profesional preparada mientras su mente
vagaba, recreándose en los ojos verdosos del hombre del ascensor,
rememorando el olor de su colonia y el extraño magnetismo que había
sentido al estar junto a él. No eran más que fantasías, pero la estaban
ayudando a mantenerse tranquila.
—Veo en su currículum que tiene una amplia experiencia como ayudante
de dirección.
—Así es, aunque nunca he trabajado en una compañía tan compleja
como esta.
—Ya veo. ¿Y no cree que eso podría ser un problema?
—Claro que no —respondió con una sonrisa sincera—. Al revés, es un
reto. Estoy segura de que aprenderé mucho.
—Seguro que sí, señorita Barnes, pero esto no es una escuela de
secretariado. Es un conglomerado de empresas, uno de los más importantes
del país. El señor Harrington tiene ya cinco secretarias; en caso de ser
elegida, usted sería la sexta. ¿Estará a la altura?
Emma apretó los labios. La amabilidad en las formas de la señorita
Orozco contrastaba con la dureza de sus palabras, que la llevaron de vuelta
a la tierra bruscamente.
—Confío en que así sea. No me da miedo intentarlo, ni tampoco fracasar
si es el caso.
—Entiendo, pero su fracaso sería muy incómodo para nosotros. Y no la
veo a usted muy segura de sus posibilidades.
Emma frunció el ceño. Estaba empezando a sentirse atacada. Carraspeó,
consciente de que su voz dulce y su aspecto angelical podían jugar en su
contra en entrevistas de ese tipo y respondió de manera más tajante.
—Si no estuviera segura de mis posibilidades no estaría aquí sentada,
señorita Orozco. Entiendo lo que Harrington Enterprises representa y la
exigencia que voy a encontrar; no espero menos, de hecho. Sin embargo,
desde mi punto de vista, la relación entre un directivo y un secretario tiene
que cimentarse en la confianza y es imposible confiar en alguien que miente
en las entrevistas de trabajo o infla su currículum. No, no he trabajado en
grandes corporaciones, es cierto. Y no puedo jurar sobre la Biblia que no
vaya a cometer ningún error porque ningún ser humano puede hacer eso sin
mentir. Pero lo que sí puedo asegurar, y mis cartas de recomendación lo
certifican, es que soy organizada, resolutiva, estricta y muy perfeccionista.
Y sé que estoy preparada para este puesto.
Evelyn Orozco la miró intensamente. Emma aguardó en silencio. Ya
empezaba a preguntarse si se había excedido en su argumentación cuando la
entrevistadora sonrió y pasó una página de su currículum.
—Es usted muy sincera, señorita Barnes. Espero que, si es elegida, sepa
mentir por su jefe. Es algo que viene con el puesto.
—Cuente con ello.
Después, la entrevista volvió a su cauce anterior: preguntas directas pero
prácticas y una actitud amable por parte de la señorita Orozco. Solo tuvo
que medir sus palabras cuando esta le preguntó sobre su situación personal.
—¿Está usted casada? ¿Hijos?
—No, ninguna de las dos cosas —respondió.
La entrevistadora tomaba nota, como si eso fuera algo importante.
—¿Familia?
—Tengo tres hermanos que viven aquí, en Boston.
—¿Y sus padres?
Siempre que se topaba con esa pregunta, Emma encontraba difícil hacer
que la respuesta sonara normal y aquella no fue una excepción.
—Fallecieron cuando era una niña. Crecí en un orfanato.
—Oh. Lo siento.
Siempre la misma reacción. Emma sonrió, restándole importancia con un
gesto de la mano. Nunca se acostumbraría a que su situación personal
hiciera sentirse mal a otros. La hacía sentirse responsable de algo que ni
siquiera era su culpa, como si tuviera que disculparse por no ser «normal»,
como si ser «normal» fuera algo. La otra opción era recibir miradas de pena
y lástima. Por suerte, la señorita Orozco solo hizo una leve mueca de
simpatía y continuó con las preguntas, interesándose por su disponibilidad
horaria y otras cuestiones menos importantes.
—Excelente, señorita Barnes. Pues ya tengo todo lo que necesito. Pronto
la llamaremos para informarle de nuestra decisión.
Estrechó la mano de la entrevistadora con una sonrisa.
—Muchas gracias, buenos días.
Al salir del despacho, Emma sintió que una losa se aflojaba sobre sus
hombros. Suspiró profundamente y se encaminó con ligereza hacia el
ascensor, sacando el móvil. Tenía ochenta y dos mensajes en el grupo que
compartía con Jen, Patrick y Liz, pero lo que más le sorprendió fue ver la
hora. La entrevista apenas había durado treinta y cinco minutos aunque le
había parecido una eternidad. Al mismo tiempo, le daba la sensación de que
el tiempo había pasado volando. Echó un vistazo al chat, tratando de
distraerse de la sensación de inquietud y emoción que le hormigueaba aún
en el vientre.
Liz: Os espero a las siete, no hace falta que traigáis nada.
Jen: No hace falta que lo digas, yo sé de uno que no pensaba hacerlo
Patrick: ¿Qué insinúas?
Jen: Que siempre vas con las manos vacías y te marchas con los
bolsillos llenos xddd
Patrick: Qué perra
Patrick: Tampoco es que tú tengas que llamar con los pies porque vayas
cargada de regalos cuando haces una visita, guapa
Jen: Y tú qué sabes? Ni que hubiera ido alguna vez a verte a ti
Patrick: Vivimos juntos, siempre vienes a verme a mí
Jen: Por accidente
Liz: Sois tontísimos
Liz: Emma, cómo te ha ido??
Meneando la cabeza, hizo bajar la larguísima conversación en la que
Patrick y Jen se dedicaban a lanzarse pullas para luego terminar en uno de
esos absurdos duelos de bromas que solo entendían ellos. Cuando llegó al
final, tecleó rápidamente, ya dentro del ascensor, que esta vez le tocó
compartir con cinco ejecutivas muy bien vestidas. No se podía negar que la
torre Harrington daba oportunidades a las mujeres.
Emma: Chicos acabo de salir. Creo que… bien? Aún tienen que
llamarme.
Patrick: franceses fabricando perfume con olor a queso.
Jen: franceses fabricando queso con olor a perfume.
Patrick: Quesos fabricando franceses con olor a perfume.
Jen: Perfumes fabricando quesos con olor a francés.
Patrick: xdddddd
Liz: ¡Genial! Verás como lo logras. ¿Cuándo te dicen algo?
Patrick: Eso, cuando sabes algo, Emmy?
Emma: Imagino que hoy o mañana.
Jen: Emmas frabricando queso
Jen: Fabricando*
La campanilla del ascensor y el movimiento de las ejecutivas, que le
recordó al de las manadas de cebras en la sabana —caminando todas a la
vez, mimetizándose— la avisó de que había llegado a la planta baja. Salió,
guardando el móvil antes de verse demasiado tentada a participar de los
tontos chistes de sus amigos y con la sonrisa en el rostro, se dirigió al
exterior. De nuevo, el viento gélido y veloz le revolvió el cabello y
haciéndose a un lado en la puerta, sostuvo el portafolios negro entre las
piernas mientras se esforzaba en ponerse el abrigo y la bufanda antes de que
el frío la calara por completo. Estaba terminando la operación cuando vio
pasar un taxi libre. Se acercó al bordillo y alzó la mano, pero el taxi no
paró; por el contrario siguió su camino a toda velocidad, salpicándola al
pasar por encima de un charco. Emma reculó a tiempo, pero el agua
hedionda le manchó por completo los zapatos.
—¡¡Serás cabrón!! —exclamó fuera de sí, sacando el cuerpo hacia la
calzada para enseñarle el dedo corazón al conductor.
Una risa suave y grave cerca de ella la hizo darse cuenta de lo
inapropiado que era comportarse así en las mismísimas puertas de
Harrington Enterprises. Se volvió, aún enfadada, y vio al hombre del
ascensor. Estaba allí, de pie, con una mano en el bolsillo del pantalón y esa
media sonrisa de pirata que tan nerviosa la había puesto una hora antes.
—No se ría de mí —se defendió dignamente—, acabo de salir de la
entrevista y aún estoy tensa. ¿Usted no dice palabrotas cuando está tenso?
—A veces. Pero a ti no te pega nada, Emma Barnes. —Un escalofrío
cálido, tan contradictorio como sus emociones en ese momento, la recorrió
por dentro. No sabía si era su tono de voz, el hecho de que la hubiera
tuteado o aquella sonrisa unida a la mirada verde y penetrante, pero algo en
él hacía que su cuerpo reaccionara de un modo que la confundía por
completo—. ¿Qué tal te ha ido la entrevista?
—Bien —respondió sin pensar. Aún estaba tratando de decidir si debía
marcar las distancias con él y exigirle que la llamara por el apellido, pero no
le daba tiempo a procesar, eran demasiadas cosas: su voz, su sonrisa, las
cosas que decía, sus propios nervios, que buscaban una forma de liberarse
ahora que la entrevista había terminado…—. Me han dicho que…
No había terminado de pronunciar la frase cuando el teléfono sonó.
Emma descolgó a toda prisa al ver el número: la llamada procedía del
despacho del mismísimo señor Harrington. Con el corazón disparado, se
llevó el auricular a la oreja.
—¿Sí?
Miró de reojo al hombre —«Logan O’Reilly», se recordó—, que seguía
ahí, observándola con curiosidad como si no tuviera nada mejor que hacer.
—¿Señorita Barnes?
Era una voz masculina. Había esperado encontrar a la señorita Orozco,
pero al parecer le habían dejado la tarea a un subordinado, tal vez a uno de
los recepcionistas. Aunque aquella persona tenía un tono grave y algo
autoritario que por un momento…
—Sí, soy yo.
—Soy Albert Harrington. —El hombre hizo una pausa. Seguramente
sabía que era necesaria cada vez que decía su nombre, como si sus
interlocutores tuvieran que asimilar que realmente estaban hablando con él,
en carne y hueso. Ese era el caso de Emma, a la que casi se le cae el
teléfono.
—¡Señor Harrington!
«Dios mío, ¿tan mal lo he hecho? ¿Qué habré dicho tan ofensivo como
para que me tenga que llamar él mismo y rechazarme? Dios, ¡qué
humillación!».
—Señorita Barnes, acabo de hablar con mi gente y quería darle la
bienvenida a mi equipo. Espero poder hacerlo en persona pasado mañana, si
está usted de acuerdo con las condiciones que le expuso la señorita Orozco.
—¡Dios mío! Quiero decir… sí, claro, sí. ¡Gracias! Es un honor, señor
Harrington. Estoy deseando empezar.
—Sí, eso me han dicho —respondió el magnate con una suave y
agradable risa—. Yo también tengo muchas ganas de conocerla. Nos vemos
pasado mañana, entonces. La espero en mi despacho a las ocho.
—Allí estaré, señor Harrington. Muchas gracias, señor Harrington.
—Excelente. ¡Pase buen día, señorita Barnes!
—Igualmente, señor Harrington.
Cuando la señal desapareció, Emma se quedó mirando el teléfono un
momento, incrédula. Al alzar la cabeza, lo primero que vio fue el rostro de
Logan O’Reilly, que sonreía a medias como si supiera algo que ella
desconocía.
—Felicidades, creo.
—Lo he conseguido… —murmuró Emma—. ¡Lo he conseguido!
Sin ser consciente de lo que hacía, saltó hacia él y le abrazó con fuerza,
enganchándose de su cuello como una niña entusiasmada. La cercanía de su
cuerpo y el súbito calor la devolvieron a la realidad. ¿Qué estaba haciendo?
Le soltó enseguida, en cuanto recuperó parte de su autocontrol, aunque no
el suficiente para dejar de dar torpes saltos sobre sus tacones.
—¡Lo siento! ¡Dios mío! Esto es… ¡es genial, es brutal!
¡Harrington Enterprises! Aquello podía ser la cumbre de su carrera.
—Ya veo —dijo Logan de nuevo con esa risa cálida y sexy—. He visto
que tenías problemas con los taxis, así que te he parado uno. Felicidades de
nuevo, Emma.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Hasta mañana!
Antes de sucumbir al impulso de abrazarlo de nuevo, se metió a toda
prisa en el taxi y dio la dirección de su apartamento mientras comunicaba la
buena nueva a sus amigos por WhatsApp. Aún tenía unas cuantas horas por
delante para volver a relajarse y ser la de siempre, pero por ahora quería
llegar a casa, poner música, servirse una copa de vino y bailar de alegría en
todas y cada una de las habitaciones.

***
Al caer la noche, South End parecía incluso más vivo que durante el día.
Los restaurantes, pubs y galerías aportaban cierto bullicio al barrio durante
las horas de actividad, nutriéndose de los residentes, pero también de los
visitantes que acudían atraídos por lo pintoresco de sus antiguas calles. Las
plazas de estilo inglés y las casas victorianas, todas debidamente
reformadas y engalanadas con pequeños jardines y parterres, eran un
atractivo para el turismo y para quien buscase el equilibrio justo entre la
tranquilidad y los servicios que un barrio cultural como aquel podía ofrecer.
Las terrazas de los coquetos restaurantes se iluminaban con guirnaldas de
luces doradas y en algunos locales los adornos de Halloween habían sido
prontamente sustituidos por los de Navidad.
En otros tiempos, aquellos recordatorios de las fechas que estaban por
venir habían entristecido y molestado a Emma, pero con los años, la
nostalgia de los viejos recuerdos fue diluyéndose. No dejaban de ser días
con un regusto triste, pero había creado los suficientes nuevos recuerdos,
hermosos y cálidos, como para enfrentarse a ellos con otra actitud.
«Y este año las cosas van a ser muy diferentes —pensó esperanzada, con
una nueva ilusión agitándose en su interior—. Puede que me plantee buscar
una casa en South End, más grande que mi apartamento. Con jardín y con
mucha luz, como la de Liz, pero más pequeña. No necesito tanto espacio
para mí sola».
Emma se había bajado del taxi unas calles antes para disfrutar del
ambiente nocturno del barrio y fantasear con su nueva vida. El frío aún era
soportable, pero ella ya llevaba calado el abrigo hasta el cuello, con el pelo
suave y tupido de las solapas blancas protegiéndola de la fresca brisa
otoñal. Se había quitado los tacones y llevaba unos botines de antelina de
color visón, a juego con su abrigo. Había sustituido su traje de cóctel por
unos vaqueros y un jersey blanco de lana. Jen siempre le decía que
exageraba vistiendo así cuando el termómetro apenas había comenzado a
caer, pero Emma adoraba la sensación cálida de aquellas prendas, deseaba
que el otoño llegara para cubrirse de capas y dormir bajo el tacto suave del
edredón y los pijamas de tela teddy que tanto le gustaban.
No tardó en llegar a la casa de Liz y Philip. La luz del portal estaba
encendida, como dándole la bienvenida. Era una construcción antigua de
estilo victoriano, flanqueada por otras similares. Constaba de dos plantas
más el ático, que se asomaba a la calle a través de dos ventanas abiertas
directamente en el tejado de pizarra. Había sido reformada antes de que Liz
y Philip la comprasen y el color rojo óxido de los ladrillos de la fachada
lucía limpio y vibrante, contrastando vivamente con el verdor de los dos
pequeños parterres del jardín delantero. Una verja de forja rodeaba la zona
ajardinada y la escalera de piedra gris que daba acceso a la casa. Al otro
lado de los ventanales triples de la primera planta se vislumbraba la luz a
través de las cortinas blancas.
«Liz siempre ha tenido muy buen gusto», pensó Emma mientras subía
las escaleras. Incluso por fuera, la casa parecía acogedora y daba la
bienvenida a quien se acercaba, tan cálida como la propia Liz.
Emma pulsó el timbre ya con la sonrisa en la boca. Al sonido
campanilleante le siguió el repiqueteo de unos pasos apresurados. Apenas
esperó un minuto antes de que la puerta de madera tallada se abriese y su
amiga la recibiera con una sonrisa amplia y luminosa. Sus ojos de color
aceituna destellaban de alegría.
—¡Emma! ¡Enhorabuena! —le dijo con entusiasmo, abrazándola antes
de que pudiera dar un paso en el recibidor—. No sabes lo feliz que estoy
por ti.
Emma la abrazó con fuerza y cerró los ojos. Claro que sabía cuánto se
alegraba su amiga. La conocía de sobra. Liz era incapaz de disimular o
fingir nada, sus ojos eran el espejo veraz de sus emociones y estas siempre
eran puras y limpias.
—Gracias, Liz. Al final he tenido suerte —respondió apartándose y
dejando que Liz le quitara el bolso y el abrigo para colgarlo en el precioso
perchero dorado de la entrada.
—¿Suerte? Lo tuyo no ha sido suerte. Te has esforzado mucho y te
mereces un puesto así —dijo convencida, apartándose distraídamente un
mechón rubio de la cara. Llevaba el pelo por los hombros, en un corte
regular que dulcificaba aún más sus rasgos, redondeados y suaves. Sus ojos
grandes y expresivos la miraban con tanta confianza que resultaba
imposible llevarle la contraria.
Emma sonrió. Había dejado de sentirse insegura desde el momento en
que la contrataron, pero no era ninguna ilusa y no pensaba relajarse.
—Es verdad, pero voy a tener que trabajar mucho más. Sé el reto que
significa trabajar en una empresa como Harrington Enterprises. —Emma se
acercó al perchero mientras hablaba. Sacó una botella de vino del interior
de su enorme bolso y se la tendió a Liz—. No me ha dado tiempo a preparar
ningún postre —se disculpó.
—¡Pero si siempre os digo que no traigáis nada! No era necesario,
Emma —replicó Liz. Cogió la botella, negando con la cabeza a la vez.
—Vamos, no me regañes —bromeó Emma, acercándose para darle un
beso en la mejilla—. Hace mil años que está en mi despensa esperando un
buen momento para brindar. ¿Dónde está el empollón de tu marido?
Liz señaló la puerta acristalada que daba al salón con la botella.
—Está terminando de poner la mesa. Los demás aún no han llegado —
dijo dirigiéndose a la puerta de la cocina, justo al otro lado—. Ponte
cómoda, voy a apagar el fuego, estoy segura de que Philip ha olvidado que
tiene la sopa en el fogón.
—No le culpes, tiene la cabeza llena de cosas muy complicadas —
respondió Emma riéndose.
—De pájaros, diría yo —replicó Liz entrando en la cocina, haciendo
ondear graciosamente la falda de lana del vestido verde que llevaba.
El olor de la comida inundaba la casa y despertó su apetito. La casa de
Liz siempre olía a comida, pintura o incienso. Siempre había un rastro de
vida o actividad en ella, de una forma o de otra. «Es un lugar muy vivido,
como todos los sitios por donde ha pasado Liz», pensó sintiéndose
reconfortada por aquel aroma.
Entró en el salón. Era amplio y bien iluminado; en el hogar, una estufa
de leña caldeaba el ambiente. Las paredes estaban pintadas de verde salvia,
lo que hacía destacar el color de los muebles de madera, el precioso sofá
rosa palo y los espejos dorados. Era una decoración ecléctica, entre boho-
chic, nórdico y rústico, una combinación que reflejaba a la perfección el
carácter de los dos habitantes de la casa.
Philip estaba terminando de poner la mesa con una precisión
matemática. Parecía que había usado una cinta métrica para colocar los
vasos centrados, los platos a la misma distancia, los cubiertos perfectamente
alineados junto a estos… Estaba tan concentrado en la tarea que no la
escuchó entrar. A Emma siempre le había resultado entrañable Philip. En
los años en que se conocían, no había cambiado un ápice su estilo y todo en
él parecía gritar a los cuatro vientos que seguía siendo el empollón
obsesionado con la física que había sido desde niño. Llevaba un jersey sin
mangas, con cuello de pico, de color gris, sobre una camisa de cuadros
blancos y negros y unos pantalones de tweed gris oscuro que habían pasado
de moda a mitad del siglo veinte. El pelo rubio y corto, peinado de
cualquier manera, y las gafas de montura dorada completaban una estampa
peculiar para un hombre joven y atractivo como él.
—Creo que no conozco a nadie que ponga la mesa con tanto cuidado
como tú —comentó Emma. Philip dio un respingo y se dio la vuelta,
sorprendido por la repentina interrupción.
—¡Ah, Emma! ¿Ya has llegado? Pensé que aún quedaba media hora —
dijo mirando su reloj de pulsera.
—De hecho he sido la única puntual. Jen y Patrick se harán esperar
como buenos divos.
—Vaya —respondió sorprendido, y de pronto alzó las cejas con un gesto
alarmado—. ¡La sopa de almejas!
Emma rio y le puso una mano en el brazo, deteniendo su intento de
carrera hacia la cocina.
—No te preocupes, Liz lo ha tenido en cuenta. ¿Has cocinado tú esta
noche?
Philip relajó el gesto y volvió a sonreír, recolocándose las gafas sobre el
puente de la nariz. Sus ojos, de expresión bondadosa, tenían un color gris
azulado precioso. Emma estaba muy contenta de que Liz hubiera
encontrado a un hombre como él. Sabía cuánto la quería.
—Yo he hecho la sopa y Liz el postre. El segundo lo hemos hecho entre
los dos —respondió orgulloso. Philip había sido un negado para la cocina
hasta que se casó con Liz, y a pesar de sus múltiples despistes y accidentes
culinarios, había acabado convirtiéndose en un cocinero muy versátil.
—La cocina y la ciencia están íntimamente ligadas —había dicho alguna
vez—. Todo se reduce a mezclas y reacciones, la gracia está en investigar
meticulosamente hasta encontrar el resultado deseado.
Las cosas siempre parecían interesarle más bajo el prisma de la ciencia,
pero una vez tenían su atención, era dedicado al extremo.
—Genial, seguro que está buenísimo —respondió ella—. ¿Cómo te va
en la universidad? ¿Has probado ya la teoría de cuerdas? —preguntó con un
deje divertido.
Philip era físico teórico en la universidad de Harvard, y Emma no podía
evitar bromear comparándole con los protagonistas de Big Bang Theory.
—No, aún no —respondió completamente en serio—. Pero estamos
avanzando en la comprensión de las masas de fermiones y cómo estas se
ord…
El timbre interrumpió a Philip, al que empezaban a iluminársele
peligrosamente los ojos. A Emma le costaba entender a veces sus
explicaciones cuando se entusiasmaba con algo relativo a su trabajo. Lo
vivía con pasión y era algo que admiraba de él, pero no era momento para
sumergirse en el fascinante mundo de los bosones.
—¡Ya están aquí! —Emma fue a abrir la puerta antes de que Liz lo
hiciera.
Los cuatro se reunieron en el recibidor. Jen se lanzó en brazos de Emma,
entrando en la casa como un vendaval, con un revuelo de su melena
castaña. Era un poco más alta que ella, delgada y de ojos color miel.
Llevaba gafas de pasta y vestía vaqueros y botas militares, una camisa a
cuadros roja, de franela, y una chaqueta de cuero más apropiada para el
entretiempo que el abrigo de Emma. Patrick entró cerrando la puerta tras
ellos. Era el más elegante de todos, vestido con un traje con chaleco de
color azul a juego con sus ojos, su sonrisita canalla y el pelo castaño oscuro
peinado hacia atrás. Se acercó a las chicas y las abrazó, abarcándolas a las
dos con sus brazos.
—¡Felicidades! —dijo Jen, apretándola.
—Eres fantástica, Emma —añadió Patrick, apartándose y dándole un
beso en la sien antes de soltarlas. Liz esperó para intercambiar abrazos y
saludos con Jen y Patrick.
—No es para tanto, solo es un puesto de secretaria —dijo Emma con
cierto pudor ante el entusiasmo de sus amigos.
—En Harrington Enterprises —puntualizó Jen—. Vas a tener cosas muy
gordas entre manos.
—No os molestéis, ya sabéis cómo es —añadió Liz—. No reconocerá lo
buena que es hasta su jubilación. Y eso si llega a hacerlo.
—Bueno, ya estamos nosotros para recordárselo y celebrar sus triunfos
—dijo Patrick mostrando la botella de vino que había traído en las manos.
Liz suspiró, agarrándola con una sonrisa resignada.
—Os dije que no trajerais nada, además, Emma también ha traído vino
—comentó haciendo un gesto hacia ella.
—Una botella de vino no es suficiente para brindar por este logro —
replicó Patrick alzando las cejas.
—Ahí te tengo que dar la razón —dijo Emma asintiendo.
—Vamos, entrad. La cena ya está lista. ¡Philip, vamos a sacar los platos!
—llamó Liz a su marido.
—De eso nada, vamos todos —respondió Jen, metiéndose en la cocina la
primera. Patrick fue tras ella y empezó a sacar los platos hondos de una
alacena al ver la sopa sobre la encimera. Liz suspiró y miró a Emma con
cara de circunstancias.
—No me dejáis mimaros nunca —se quejó entrando en la cocina.
—Lo haces siempre, Liz. No tienes que esforzarte tanto. Además, las
familias tienen que colaborar —respondió Emma cogiendo el primer plato
lleno de sopa para llevarlo a la mesa.
Philip saludó a los recién llegados en medio del trajín de platos y
comida. Patrick sacó las dos ensaladeras a rebosar y los entrantes, charlando
animadamente con él mientras las mujeres disponían los platos de sopa
sobre la mesa.
Entre risas y conversaciones cruzadas, todos tomaron asiento para
disfrutar la cena que Liz y Philip habían preparado con tanto mimo. Emma
saboreó la primera cucharada de sopa. Su sabor intenso hizo hormiguear sus
papilas gustativas y el calor la recorrió por dentro. Tenía las manos heladas,
pero poco a poco fue contagiándose de la calidez del hogar de su amiga.
No era solo la sopa lo que le provocaba esa sensación agradable y
reconfortante a Emma. Mientras sorbía en silencio de la cuchara, observaba
a sus amigos conversar. Patrick servía vino en la copa de Jen, lanzándole
pullas a Philip, que parecía totalmente inmune a todas sus bromas, como si
simplemente le traspasaran.
Se conocían desde niños. Habían crecido juntos en el orfanato y allí
habían acabado uniéndose tanto como si fueran hermanos de sangre. Año
tras año confiaban en encontrar una familia de verdad que les quisiera;
padres reales, un hogar al que pertenecer. Pero año tras año, las casas de
acogida se sucedían hasta que también eso desapareció. Ahora, de adulta,
Emma sabía que los niños huérfanos mayores de diez años rara vez
encontraban un hogar definitivo. Cuando era pequeña no conocía esos datos
ni tampoco los hubiera entendido. Ella solo sabía que de pronto ya nadie
quería tenerla como hija, ni siquiera se lo planteaban. Cada semana, ella y
sus amigos recibían la llamada del señor Barnes, el dueño del orfanato, que
les preguntaba por sus progresos y se interesaba por sus vidas de forma
sincera y afectuosa. Aquel hombre invisible, esa voz al teléfono, era lo más
cercano a un padre que volvería a tener jamás. Eso quedó claro cuando
Patrick, el mayor de los cuatro, cumplió los dieciséis. El mismo día de su
cumpleaños, regresó de su última casa de acogida. Estaba tan furioso que se
pasó la tarde apedreando los árboles del patio trasero. Fue entonces cuando
los cuatro hicieron el pacto.
—No importa que nadie más nos quiera, nos tenemos los unos a los otros
—había dicho Liz.
—Nunca nos separaremos, ¿vale? —la apoyó Jen—. Siempre seremos
hermanos.
—Siempre.
Aquella tarde fue la última vez que vieron llorar a Patrick. Ese día, algo
cambió en él, y Emma estaba segura de que se habría perdido por completo
en la oscuridad de no ser por el pacto.
Así, los años pasaron y los cuatro cumplieron gustosos su promesa. Era
fácil sentirse unidos cuando nadie más parecía querer crear vínculos con
ellos. Emma nunca había conocido a nadie que pudiera entender tan bien
cómo se sentía, las cargas que llevaba a la espalda y los sentimientos tan
dolorosos que la acompañarían toda su vida. No les unía la sangre pero les
unía el pasado y la experiencia compartida, lo cual a ella le parecía mucho
más importante.
—¿Qué hay de ese cuadro del ángel en el lago que terminaste la semana
pasada? —preguntó Jen a Liz tras dar un sorbo a su copa de vino. La voz
aguda de su amiga la sacó de sus recuerdos.
—Lo he vendido, a los tres días de subirlo a Instagram una señora de
Nueva York se interesó por él —respondió Liz con una enorme sonrisa.
—Qué fuerte. Estoy alucinando con lo triunfadoras que sois. —Los ojos
de Jen brillaban tras los cristales de sus gafas. Se sentía orgullosa de ellas y
no lo ocultaba.
Y ese era el calor que sentía en sus entrañas. Se sentía arropada. Se
sentía afortunada, poseedora de un don que, tiempo atrás, pensó que jamás
tendría: una familia. Nunca recuperaría a sus padres, ellos jamás la
llamarían para felicitarla por sus logros, no se sentirían orgullosos de ella,
pero ya no sentía ese vacío desgarrador que la desvelaba cuando era niña.
Jen, Liz y Patrick, sus hermanos, siempre estarían ahí. Jamás le habían
fallado.
«Sí, soy afortunada. Tengo todo lo que puedo desear. Les tengo a ellos,
tengo trabajo y un futuro por delante, ¿cuántos podrán decir eso?».
—Chicos… —dijo en un momento en que todos quedaron en silencio,
disfrutando de la comida. Patrick ya rebañaba el plato de sopa con un trozo
de pan—. Quiero que sepáis que me siento muy afortunada de teneros en mi
vida. Me siento muy feliz ahora mismo, y creo que no necesito nada más.
Todos volvieron los rostros hacia ella. La miraron con calidez. Jen sonrió
de oreja a oreja, Patrick esbozó una media sonrisilla canalla y suficiente,
pero llena de cariño. A Liz se le empañó la mirada y su marido les miró con
una expresión afable y feliz.
—No digas esas cosas. Sabes que si Liz empieza a llorar al final os
pondréis todos a gimotear y me tocará sonaros los mocos —dijo Patrick.
Jen le azotó con la servilleta de tela en el brazo.
—No seas idiota, nos está abriendo su corazoncito —le regañó—. Liz,
llora si quieres. Yo también quiero llorar —añadió mirando a Emma.
—¡No, no! Que nadie llore —replicó ella poniéndose en pie. Cogió la
copa llena de vino y la elevó—. Quiero que estéis felices por mí y por
vosotros. Brindemos por la familia.
Liz se limpió los ojos con su servilleta y se puso en pie, esbozando una
sonrisa luminosa. Los demás la siguieron.
—Por la familia —dijo Philip, mirándoles a todos. Emma también se
sentía afortunada por tenerle a él, por que Liz hubiera ampliado la familia
con un hombre tan bueno y atento.
—Por la familia y por el nuevo empleo de Emma —dijo Jen con voz
cantarina.
—Por la familia, el nuevo empleo de Emma, y la sopa de almejas de Liz
—añadió Patrick acercando su copa a las de los demás en el centro de la
mesa.
—Por vosotros —dijo simplemente Liz, aguantando las lágrimas que
brillaban en sus ojos.
Brindaron mirándose a los ojos los unos a los otros y volvieron a tomar
asiento para seguir dando cuenta de la cena. Hubo un momento de cómodo
silencio en el que solo se pasaron las fuentes de ensalada, bebieron y
saborearon los platos. La confianza entre ellos era tal, que el silencio no
resultaba incómodo ni árido, no necesitaban palabras para comunicarse a
veces, bastaba con las miradas, con observar sus gestos y ademanes, para
saber que se encontraban a gusto y que todo iba bien.
—¿De veras no deseas nada más? —habló Liz al cabo de unos minutos,
cuando se recompuso de la emoción—. ¿No te gustaría encontrar una
pareja?
Si aquella pregunta se la hubiera hecho otra persona, Emma se habría
incomodado, sintiéndola como una intromisión en su vida, pero con ellos
era capaz de hablar de casi cualquier cosa sintiéndose a salvo y en
confianza.
—No, la verdad —respondió limpiándose la boca al terminar el plato y
mirando a Liz—. Ya no tengo muchas esperanzas puestas en los hombres. Y
tampoco los necesito para sentirme plena o segura.
—Pues tienes razón. No los necesitamos para nada —añadió Jen, luego
miró a los hombres sentados a la mesa—. No os ofendáis. Bueno, ofendeos
si queréis, me da igual, la verdad.
Philip ni siquiera parecía haberse sentido interpelado. Levantó la cabeza
de la sopa y miró a Jen como si no supiera qué era lo que debía ofenderle.
Patrick, por su parte, la miró de reojo y se encogió de hombros.
—Para alguna que otra cosa sí que nos necesitáis… —dijo con sorna.
—Para eso que estás pensando tenemos una gran oferta de juguetitos en
el mercado —replicó Jen mirándole con malicia—. Y a esos no hay que
aguantarles tonterías.
—¿Y dónde queda el calor humano? —preguntó Patrick
dramáticamente.
—Bueno, si tomas la decisión de quedarte soltera porque es como más
cómoda estás, está bien. —Liz volvió al tema, ignorando las bromas de Jen
y Patrick. Miró a Emma con cierta preocupación que no supo disimular.
—No te preocupes, Liz. Estoy muy bien como estoy, y de verdad no
siento que necesite nada más o que haya algún hueco que me duela —
respondió Emma—. Además, estar soltera no es estar sola, os tengo a
vosotros y eso es lo más valioso para mí.
Liz asintió y siguió con la cena sin darle más vueltas al asunto. Pronto
las conversaciones tomaron otro rumbo más ligero y Jen y Patrick volvieron
a sus bromas.
Emma había sido sincera, pero no podía evitar preguntarse si no había
llegado a la decisión de quedarse sola empujada en cierta manera por el
miedo. Comprendía la preocupación de Liz. Ellos habían sido testigos en
primera línea de su desastrosa vida amorosa y del daño que le habían hecho
los hombres en el pasado. Todo aquello había dejado una huella profunda
en Emma, a la que siempre le había costado un mundo confiar en alguien
que no fueran sus hermanos. A sus veintiocho años, aún no se había
acostado con nadie, incapaz de superar esa barrera que ya existía antes de
que comenzase a salir con chicos. Su primera relación con un compañero de
estudios a los diecisiete años contribuyó a hacer ese muro más grueso. Eric,
que así se llamaba, era incapaz de comprender y respetar sus límites y en el
año que duró su noviazgo se vio sometida a una terrible presión por su
parte. Eric quería tener sexo y trataba de manipularla para conseguirlo: la
hizo sentir culpable, la hizo sentir un bicho raro, una enferma y una frígida,
en un intento por convencerla para acostarse. A Emma aún se le hacía un
nudo de asco en el estómago cuando recordaba ciertas situaciones en las
que cedía para dejarse tocar o dejaba que Eric cogiera su mano y la guiara
para tocarle a él. Sabía que nada de aquello era su culpa, que no tuvo la
comprensión ni la paciencia que necesitaba para establecer una relación
sana, pero no podía evitar tener miedo a flaquear, a dejarse convencer de
hacer algo que ella no deseaba hacer.
«Tal vez sí tenga miedo… —reflexionó para sus adentros—, pero eso no
resta valor a lo que siento. Realmente no necesito nada más. No necesito
ese tipo de relaciones para sentirme plena y no sentirme sola».
Sin embargo, a veces Emma se preguntaba si no estaría perdiéndose algo
maravilloso, un regalo excepcional de la vida, algo como lo que Liz tenía
con Philip. La respuesta la encontraba rápidamente al recordar las
relaciones que siguieron a Eric, asfixiantes y abusivas, de las que pudo salir
gracias a sus amigos antes de que las cosas se pusieran realmente feas:
hombres como Philip eran uno entre un millón, y ella parecía haber
consumido su cupo de suerte al encontrar una familia como la que habían
conformado.
No le costaba resignarse. Las cosas estaban bien como estaban, y serían
mucho mejores en el futuro con su nuevo empleo.
La cena siguió entre conversaciones banales, bromas y risas. Ni aquel
recuerdo amargo de sus antiguas parejas consiguió estropearle el momento,
ni la sensación de plenitud que llenaba su pecho aquella noche. Todo estaba
bien. Todo estaría bien, siempre, si sus hermanos seguían a su lado, si la
seguían queriendo como la querían y si tenía la seguridad de su apoyo por
el resto de su vida. Eran una familia y Emma siempre había necesitado eso.
Era lo único que había querido en la vida. Y lo tenía. Lo tendría para
siempre.
Eran las once de la noche cuando regresó a casa. Apenas había quince
minutos en coche desde la casa de Liz a Beacon Street, donde Emma vivía.
La calle era luminosa y tenía árboles a un lado de la calzada. Al otro lado el
tranvía iba y venía por las vías que a esas horas se encontraban desiertas y
silenciosas. A pesar de todo, no era un lugar feo. Los edificios de
apartamentos no superaban los cuatro pisos y, aunque eran antiguos,
estaban limpios y reformados. El apartamento de Emma era pequeño,
apenas tenía sesenta metros cuadrados, pero había sido suficiente hasta el
momento. Lo había decorado a su gusto, pintando las paredes blancas y
comprando los muebles estrictamente necesarios, colgando algunos cuadros
con frases inspiradoras y motivos vegetales. El salón tenía cierto aire retro,
con sus dos butacas, el sofá de color verde pistacho justo bajo el enorme
ventanal que daba a Beacon Street, y su alfombra de motivos circulares de
color gris oscuro. Emma se sentía muy bien allí, lo había hecho suyo, pero
ya empezaba a fantasear con vivir más cerca de sus amigos y perder de
vista el tranvía que pasaba frente a su ventana.
Cansada y satisfecha por el largo día, Emma se metió en su habitación,
dejando tirado el bolso y el abrigo sobre el sofá. Se sacó las botas sin
demasiado cuidado y se estiró, quitándose el jersey y dejándolo sobre el
escritorio blanco donde su portátil permanecía cerrado.
«Mañana ordenaré antes de ir al trabajo. Estoy muy cansada ahora
mismo», se dijo viendo el desorden que dejaba a su paso. Solo tenía ganas
de darse una ducha caliente y meterse en la cama.
Se quitó la camiseta interior y se desabrochó el sujetador. Al darse la
vuelta y mirarse en el espejo de marco dorado que tenía ante la cama,
Emma sintió que el vello de su nuca se erizaba. Podía ver la ventana
reflejada en el espejo, justo tras ella. Las cortinas estaban descorridas y
había luz en la calle. La habitación daba al callejón trasero y podía ver las
ventanas del edificio de enfrente, todas a oscuras. Tuvo una sensación
extraña. Se quedó mirando las ventanas a través del espejo, sintiendo que
alguien la observaba sumergido en aquella oscuridad, y un escalofrío de
miedo recorrió su columna vertebral.
Cubriéndose los pechos con los brazos, Emma se dio la vuelta y se
apresuró a correr las cortinas, echando un último vistazo al edificio al otro
lado de la calle.
«No hay nadie —se dijo, volviendo a la calma con un suspiro—. Tengo
que dejar de leer novelas de misterio».
Con las cortinas echadas, terminó de desnudarse y se metió en el baño.
Pronto, el vaho del agua caliente cubrió la pequeña habitación alicatada y la
voz de Emma resonó con un canturreo agradable y relajado.

***
La luz de una farola destelló tras una de las ventanas cuando el hombre
bajó los prismáticos.
La imagen de la muchacha frente al espejo estaba grabada en su retina.
Cerró los ojos y siguió viéndola, con los bucles rubios cayendo sobre su
espalda hasta rozar la estrecha cintura. Sus pechos, redondos y tersos,
apuntando al frente con los pezones rosados y erizados, destacando en la
piel pálida de su cuerpo semidesnudo. No había podido evitar mirarlos,
recrearse en ella, en su rostro con forma de corazón, sus labios llenos y
rojizos, las pecas sobre su nariz y los expresivos ojos, de un azul limpio,
que durante un instante parecieron mirarle y reconocerle a través del cristal.
En ese momento sintió que su corazón se detenía. Se sintió observado de
vuelta, pillado in fraganti. Se mantuvo quieto como una estatua, observando
a través de los prismáticos mientras ella se movía hasta correr las cortinas,
mirando la calle con una sombra de duda en los ojos, que pronto se
convirtió en alivio. No le había visto.
Mantuvo los ojos cerrados y respiró pausadamente. No estaba siendo
profesional. Sentía la sangre acumularse entre sus piernas, el calor de la
excitación trepando hasta su garganta, volviendo su respiración pesada y
entrecortada. No le había pasado antes, y su carrera era dilatada. Había
tenido que seguir y vigilar a mucha gente. Gente turbia, gente que escondía
secretos siniestros, gente metida en asuntos que los convertían en el blanco
perfecto de ciertas pesquisas. Pero aquella misión era diferente. Emma
Barnes era una mujer sencilla, una muchacha que no se había metido en
problemas en su vida, que no se merecía que nadie la observase a
escondidas a través de su ventana. Su conciencia zumbaba como un
mosquito molesto, estorbándole en sus horas de trabajo con su constante
cantinela. Habría sido más fácil si fuera capaz de abstraerse, si su cuerpo no
le traicionase como lo estaba haciendo. Si pudiera simplemente alejarse de
la imagen que tenía grabada en la retina.
«Es jodidamente guapa. Y jodidamente inocente. —Aquel pensamiento
agridulce se repetía en su mente como un mantra esos últimos días—. Estas
no son las valoraciones de un profesional, y es lo que soy. Tengo que
centrarme, maldita sea. No me pagan para que me ponga cachondo
espiando a la chica».
No estaba seguro de si aquello por lo que le pagaban era mejor que eso.
Pero era su trabajo. Nunca se había juzgado por él; hacía lo posible por
sobrevivir y eso era lo que mejor sabía hacer. Era un buen agente y ofrecía
sus servicios al mejor postor, no había más vuelta de hoja. Las dudas
morales, la ética, en la mayoría de casos no eran más que un estorbo. Y esto
no iba a ser diferente. Tenía que trabajar. Tenía que ganarse la vida y
proteger a los suyos.
Abrió los ojos y dejó los prismáticos sobre la silla al levantarse. Se pasó
los dedos por el pelo, apartándoselo de la cara, y observó las ventanas del
apartamento de Emma Barnes. Podía ver la luz del baño a través de su
pequeña ventana. Una imagen se filtró en su mente como el agua entre la
arena: el cuerpo desnudo de aquella mujer bajo el chorro de agua caliente
de su ducha. Una punzada de excitación volvió a provocarle un escalofrío y
una sed incipiente en la garganta.
Sacudió la cabeza y expulsó de su mente aquella fantasía, echando mano
de toda su voluntad.
—No soy un pervertido, joder —se recriminó en voz alta—. No estoy
aquí para esto.
No consiguió sacudirse el calor del todo. Las imágenes le acechaban
desde algún rincón de su mente, dispuestas a perturbarle en medio de la
noche. Solo cuando vio la silueta de Emma al otro lado de las cortinas y la
luz del cuarto se apagó, pudo alejar sus pensamientos de las febriles
fantasías que su reflejo en el espejo le habían provocado. Suspirando, se
dejó caer en una vieja butaca a poca distancia de la ventana. Podría
aprovechar para echar una cabezadita antes de que el despertador de Emma
sonara.
Tal vez descansar un poco le ayudara a calmar su agitada mente.
Capítulo 2
El lugar de trabajo de Emma estaba en la planta treinta y cinco. Se
trataba de un pequeño despacho decorado de forma minimalista, con una
puerta que daba directamente a la oficina del señor Harrington. Contaba con
una mesa de acero y metacrilato y varias cajoneras de diseño, un ordenador
de sobremesa conectado a la red de la empresa y un mueble cerca de la
ventana —larga, del techo al suelo, con persiana de láminas— con máquina
de café y hervidor de agua, un bol con galletas, fruta y tortitas de arroz y las
macetas que Emma había comprado. El lugar le gustaba, era tranquilo y
luminoso, aunque le faltaba verde para su gusto. El primer día pidió
permiso a Susan, la jefa de secretarias del señor Harrington, para solucionar
aquel detalle y ella le dijo que hiciera lo que quisiera. Al parecer no tenía
tiempo para ocuparse de esas cosas y Emma decidió tomarle la palabra.
Le bastaron cuarenta y ocho horas en la torre Harrington para entender
que la señorita Orozco tenía razón en todo. El volumen de trabajo era
increíble, por no hablar de lo enorme que era la red organizativa alrededor
del señor Harrington. Cada una de sus cinco secretarias, coordinadas por
Susan, se encargaba de un área diferente: Lucy era quien gestionaba sus
reuniones de negocios nacionales, Lorelai llevaba las reuniones
internacionales, Eleanor todo lo que tenía que ver con prensa, Mary las
relaciones con miembros del Senado y la vida política… Susan era quien se
encargaba de la vida privada del señor Harrington y de todo lo más cercano
a él. A Emma le habían asignado que gestionara todo lo referente a la
beneficencia y la filantropía. «Es lo más ligero», le había dicho Mary, que
se había hecho cargo de ello en el pasado.
A Emma no le parecía ligero en absoluto. Buceando entre los archivos,
el correo electrónico y las cinco agendas que le habían proporcionado,
Emma empezó a temer seriamente no estar a la altura. Era demasiado, y
demasiado complejo. Pasó aquellos primeros dos días haciéndose
organigramas, persiguiendo a Susan para hacerle todo tipo de preguntas y
esforzándose al máximo por entender lo mejor posible sus obligaciones.
Finalmente, una semana más tarde, empezó a poder llevar a cabo sus
labores sin ayuda, aunque sus compañeras le hicieron saber que podía
recurrir a ellas en cualquier momento.
El ambiente, a pesar de la cantidad desorbitada de trabajo, era bueno.
Sus compañeras parecían agradables y el señor Harrington, aunque solo lo
había visto una vez, le había causado buena impresión.
Tal y como había dicho, le había estado esperando en su despacho el día
en que ella se incorporó a trabajar. Era un hombre alto, corpulento, de
cabello rubio, muy amarillo, salpicado por algunas canas, piel sonrosada y
dientes blanqueados de manera artificial, pues de otro modo no podrían ser
tan absolutamente brillantes. Tenía esa fisonomía tan peculiar de los
magnates puramente americanos, de rostro ancho, pestañas casi invisibles y
mandíbula cuadrada. Nada más verlo, Emma estuvo completamente segura
de que era republicano.
—Buenos días, señorita Barnes —saludó él cuando ella llegó.
Aguardaba apoyado en el escritorio que la joven ocuparía y se apartó de él
para tenderle la mano—. Soy Albert Harrington. Encantado de conocerla en
persona al fin.
Emma sonrió afablemente y le estrechó la mano.
—Igualmente, señor Harrington. No hace falta que le diga el honor que
supone para mí incorporarme a su equipo.
—Tiene razón, no hace falta —bromeó él. Emma rio cortésmente—.
Estoy seguro de que se adaptará a la perfección. La señorita Olsen la
ayudará en cuanto necesite. En Harrington Enterprises nuestro lema es «ser
los mejores para los mejores», así que nuestro nivel de exigencia es muy
alto. Valoramos mucho el trabajo duro. —Emma quiso decir algo pero él no
la dejó—. La señorita Orozco me dijo que le gustan los retos.
—Sí, así e…
—Entonces le encantará trabajar aquí. En fin, tengo que irme. Ha sido
todo un placer, señorita Barnes. Nos veremos pronto. ¡Ánimo! Confío en
usted.
Y sin más, estrechándole de nuevo la mano, desapareció tras la puerta de
su propio despacho. A Emma aquella primera impresión le resultó
abrumadora. Se notaba que era un hombre importante, pero al mismo
tiempo se había mostrado cercano y eso la agradó. Pero, ¿era sincero?
Probablemente no. Después de todo se trataba de un magnate millonario y
dueño de un montón de empresas de todo tipo, desde minas en África hasta
tecnología. Y como solía decir Patrick, nadie se hacía rico siendo sincero.
Pero aun así, le había gustado que aquel gran hombre quisiera dedicar parte
de su tiempo a conocerla. Se sintió halagada e importante.
Con el paso de los días, aquella sensación no desapareció: se dio cuenta
de que, efectivamente, era importante. Su trabajo lo era, igual que el de
cada engranaje de un reloj.
Pasada una semana, Emma comenzó a tomar tierra al fin, a sentirse más
segura en su puesto y a empezar a disfrutarlo de verdad. El primer viernes,
terminada su jornada, regresaba a casa hablando por teléfono con Elizabeth,
como era habitual en ella. Hacía parte del trayecto en taxi y parte andando,
y ese último tramo le gustaba conversar para sentirse menos sola.
—Empiezo a cansarme de esto, Emma —decía Liz, que había tenido uno
de sus días malos. Liz era la más sensible de los cuatro—. Cada vez que le
saco el tema a Philip dice que lo que yo quiera, como si a él no le importara
en absoluto. Se trata de nosotros, de nuestra vida… de nuestro futuro. La
primera vez que hablamos de formar una familia parecía tan emocionado
con el hecho de traer al mundo a pequeños Philips, de perpetuar su
apellido… Pero ahora, cuando le hablo de adoptar… Yo creo que en
realidad no quiere, pero no sabe cómo decírmelo.
—¿Por qué no lo hablas directamente con él? Quizá solo necesitáis una
conversación sincera. Puede que sea doloroso, pero…
—Me da miedo. ¿Y si se abre una brecha entre nosotros, algo que nos
separe? No sé.
Emma guardó silencio. Liz no solía hablar de sus problemas y en parte la
entendía. Sus proyectos de futuro eran muy distintos a los del resto. Ella
estaba centrada en su carrera y ni siquiera tenía pareja, Jen era cincuenta
por ciento extraterrestre y Patrick pasaba de una novia a otra sin el menor
remordimiento. Lizzie había resultado ser la más «normal» de los cuatro,
siempre había anhelado esa normalidad que mostraban las películas
románticas y las series de televisión. Deseaba un marido, una familia, una
casa, una vida estable… y lo había conseguido, al menos casi todo. Tenía el
marido, la casa y la vida estable, pero el asunto de la familia le causaba
muchos conflictos. Podría tener hijos naturales si quisiera pero había
decidido adoptar. Los cuatro habían crecido juntos en el orfanato, yendo de
casa de acogida en casa de acogida, sin terminar de encajar, siendo
devueltos. Liz estaba muy concienciada con aquello y se había dado cuenta
de que quería ser madre de uno de esos niños. ¿Quién podría entenderles
mejor que ella?
—Supongo que es algo a lo que te tendrás que arriesgar, Lizzie. Si de
verdad es lo que quieres… tienes que intentarlo, ¿no?
Escuchó el suspiro al otro lado de la línea.
—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, basta ya de hablar de mí —dijo
rápidamente—, ¿qué tal en la torre Harrington?
Emma rio.
—Lo dices como si lleváramos dos horas hablando de ti. Además,
aunque así fuera, podemos seguir el tiempo que haga falta.
—Lo sé, cariño. Pero prefiero pasar página por ahora. Vamos, cuéntame.
¿Hay mucho trabajo? ¿Estás cómoda? ¿Has conocido a alguien guapo?
—Es infernal, pero me gusta ese infierno. ¿Estoy loca? —respondió
riendo.
—Un poco, pero siempre lo hemos sabido.
—En cuanto a lo de la gente guapa, no hay mucho que pueda decir.
Desde que he llegado no levanto la cabeza de la pantalla o los documentos,
solo para mirar a Susan o al señor Harrington cuando llamo a su puerta. Es
una pasada… pero me acostumbraré. Eso sí…
Iba a comentar lo bueno que estaba el café cuando se detuvo en seco.
Estaba cruzando la calle, a punto de llegar a las vías del tranvía que pasaba
frente a su casa, cuando tuvo una extraña sensación. Se dio la vuelta y creyó
ver una sombra ocultándose tras una esquina. Tragó saliva, poniéndose
repentinamente alerta.
—¿Emma? ¿Sigues ahí?
—Sí, sí… perdona, es que…
—¿Va todo bien?
—No lo sé, creo que había alguien acechándome.
—¿Acechándote?
—Te llamo luego.
—¡No, espera! Es mejor que…
Pero Emma ya no la escuchaba. Pulsó el botón de colgar y se apresuró
en cruzar las vías, acelerando el paso hasta el portal. Nerviosa, subió a su
apartamento y encendió las luces. Estaba dejando el maletín sobre la mesa
cuando de nuevo tuvo esa sensación inquietante. Al mirar a través de la
ventana, vio una silueta oscura al otro lado de las vías.
«¿Qué demonios…?».
Tomó aire, nerviosa. Iba a acercarse al cristal para verlo mejor cuando el
tranvía pasó, ocultándolo de su campo visual. Cuando este volvió a
despejarse, ya no había nadie.
«Debe ser la tensión», se dijo, tratando de restarle importancia. Envió un
mensaje a Liz para decirle que todo iba bien y luego llamó para pedir una
pizza, quitándose los tacones por el pasillo.
No volvió a pensar en ello pero, a pesar de todo, esa noche cerró con
llave, pasó la cadena y puso una silla delante de la puerta. El mundo estaba
lleno de locos, nunca se sabía.

***
El sábado habían quedado para cenar en casa de Jen y Patrick. Emma se
presentó puntual, como siempre, llevando una botella de vino. Solía escoger
siempre el mismo, un rosado que ya sabía que gustaba a todos y en especial
a Jen, que solía ser algo complicada con la comida. Todo lo contrario que
Patrick, a quien todo le gustaba. El apartamento de los dos amigos se
encontraba en Little Italy, en una zona cercana a una de las calles
principales. El portal ocupaba una esquina redondeada junto a la cual se
ubicaba una antigua panadería de la que siempre salía un olor delicioso.
Emma bajó del autobús y llamó al portero automático, que abrieron sin
preguntar siquiera. Le gustaba aquel antiguo edificio de baldosas de
cerámica y barandilla de madera. El antiguo ascensor de reja la llevó hasta
el ático, donde una puerta abierta la esperaba. Dentro se escuchaba el
habitual bullicio de la casa de Jen y Patrick.
—Hola, chicos —saludó al entrar, alzando un poco la voz.
—Hola, Emma. ¡Anda, mi vino! —exclamó Jen quitándole la botella de
las manos y llevándosela al salón con cocina americana. Emma rio y la
siguió, quitándose el abrigo y la bufanda para colgarlos en una percha al
pasar.
—Es para todos, que te conozco. Hola, Patrick; hola, Linda.
Patrick levantó la mano para saludar desde el sofá rinconero donde se
encontraba haciendo trucos de prestidigitación a su novia. Linda era la
chica nueva. Emma era amable, pero tampoco se esforzaba especialmente
para que encajase; después de todo, sabía que Patrick la dejaría al cabo de
un tiempo. Ella misma parecía saberlo, pues apenas sí saludó a Emma y
siguió charlando con él. Se acercó a Jen, que estaba removiendo algo en el
fuego. La casa tenía una distribución extraña y el mobiliario era igual de
original; ecléctico. El conjunto combinaba la estética hippie y colorida de
Jen en el sofá, las alfombras y la decoración con algunos muebles sobrios y
minimalistas y detalles refinados, más del gusto de Patrick. No es que el
conjunto fuera exactamente un estilo propio, ni siquiera era un estilo, pero
no se podía negar que aquella casa tenía personalidad. Sorteó una mesa de
azulejos lacados y apartó un macetero colgante de ganchillo con una
hermosa tradescantia de vivos colores verdes y violetas.
—¿Qué estás cocinando, Jen?
—Estoy haciendo carne para tacos —respondió ella—, aunque Patrick y
Lisa han pedido una pizza también.
—Estáis locos —rio cogiendo el vino que su amiga había dejado sobre la
mesa y metiéndolo en la nevera a enfriar—. Dime, ¿qué tal con la nueva?
—añadió en voz baja señalando apenas con la cabeza a Lisa.
Jen se encogió de hombros, soplándose el flequillo.
—Es más tonta que la anterior, pero más limpia. Pregúntaselo tú misma.
Emma se giró justo a tiempo para encontrarse con Patrick, que se
acercaba con una mano en el bolsillo del pantalón.
—¿Qué me tienes que preguntar?
—Nada…
—Por tu vida sentimental —resolvió Jen. Emma quiso estrangularla. Jen
solía provocar ese efecto en ella con cierta frecuencia.
Patrick rio mientras sacaba un vaso de color azul y se servía Coca-Cola.
Era adicto a la cafeína, siempre estaba tomando bebidas que la contuvieran
o, según él, se quedaba dormido en cualquier parte.
—No hay mucho que contar. Lisa es ardiente y simpática.
—Y un poco cabeza hueca, justo como te gustan —apuntó Jen.
—Pues sí, no lo voy a negar. —Patrick pasó el brazo alrededor de los
hombros de Emma y la llevó al balcón. Tenían una gran ventana acristalada
que ocupaba casi una pared entera y daba al exterior, donde habían
colocado varias macetas, una mesita y dos sillas—. ¿Tú entrometiéndote?
De Liz me lo espero, es algo así como nuestra madre, y Jen disfruta
torturándome, pero ¿tú?
—No quiero entrometerme —gruñó Emma aceptando su gesto—, es que
me preocupas un poco. Ni siquiera nos dijiste por qué dejaste a Shirley.
En el balcón, el viento fresco del otoño hizo que Emma tuviera que
abrazarse a sí misma. Se había puesto un jersey fino pensando que estarían
dentro todo el tiempo; el piso de Jen y Patrick tenía calefacción central y
siempre acababa pasando calor allí.
—La dejé porque me aburría…
—Igual que todas.
—Qué le voy a hacer —dijo él encogiéndose de hombros con una
sonrisa encantadora—. No soy fácil de complacer.
—Creo que te aprovechas de ellas y luego las dejas —disparó Emma con
algo de tristeza. Quería mucho a Patrick, pero a veces no entendía su
comportamiento con las chicas—. ¿Por qué no buscas a alguien que te guste
de verdad?
—¿Y por qué no lo buscas tú?
Lo miró, sorprendida. Él estaba acodado en la barandilla, observando la
calle. La pregunta había sido amarga, aunque no parecía un reproche.
—Ya sabes por qué. No quiero repetir lo de Eric y Ron. No me fío de los
hombres; además, no los necesito. Estoy bien sola.
—¿Y de mí, tampoco te fías?
Emma se irguió de improviso, mirándolo con asombro. ¿A qué venía esa
pregunta?
—Sí, claro que sí. Pero no es lo mismo, tú eres como un hermano, no
podría…
Patrick se echó a reír de nuevo.
—Tranquila, no te estaba haciendo una proposición. Yo también te veo
así. ¡Qué nerviosa te has puesto! —añadió acercándose para revolverle el
pelo. Emma se zafó, intentando no reírse.
—¡No seas crío! No es eso… es que se me ha hecho raro, por el
contexto. Al fin y al cabo, somos una familia. Cualquier relación diferente
entre cualquiera de nosotros cuatro… no sé, sería tan raro…
De pronto algo cambió en el ambiente. Patrick apartó la mano y dejó de
jugar, mantenía la media sonrisa, pero ya no había brillo en sus ojos
chispeantes, ahora apagados.
—Sí, supongo que sí.
—¿Supones?
Emma entrecerró los ojos. «No puede ser…», pensó. ¿Había interpretado
mal las señales? ¿Estaba Patrick interesado en ella de esa forma? No, no lo
creía, no sentía que hubiera esa clase de química por su parte, ni las
miradas, ni… Pero Patrick era muchas cosas: estafador, ilusionista, actor…
Sus profesiones eran siempre misteriosas, muchas veces ilegales y casi
siempre tenían que ver con la mentira y el fingimiento. Con él, una nunca
podía estar segura.
—Sí, no sé, alguna vez he pensado que quizá… —Hizo un gesto con la
mano, quitándole importancia—. Bah, olvídalo.
—No, cuéntamelo. Por favor.
Patrick tomó aire, abrió la boca para hablar y entonces la melenuda
cabeza de Jen asomó por la puerta acristalada.
—Chicos, se acabaron las charlitas privadas. Además me habéis dejado
sola con la sosa. Entrad dentro y ayudadme a hacer los tacos.
Jen desapareció igual que había aparecido, pero Emma ya no necesitó
nada más. No importó que Patrick entrara justo después de Jen como si
nada, chinchándola y hablando de lo horribles que iban a quedar los tacos si
los había preparado ella; Emma ya había visto todo lo que tenía que ver: La
expresión de Patrick al mirar a Jen la hizo caer en la cuenta de algo que se
le había pasado por alto durante años.
La cena transcurrió entre risas y chistes, pero en todo el tiempo, Emma
no dejó de pensar en aquello. ¿Realmente estaría Patrick interesado en Jen
de esa manera? Y si era el caso, aquello provocaba muchas más preguntas:
¿desde cuándo?, ¿qué intenciones reales tenía?, ¿pensaba hacer algo al
respecto? Con tanta intriga respecto a lo que acababa de descubrir apenas
prestó atención a las conversaciones pero lo pasó en grande reconociendo
señales en las que nunca antes se había fijado.
Era casi medianoche cuando se despidieron, algo achispados. Emma
cogió el último autobús, que la dejó en la parada frente a las vías del
tranvía. Cruzaba hacia su casa, entretenida pensando en sus amigos y lo
mucho que se gustaban los dos sin saberlo, cuando de nuevo tuvo la
sensación de que alguien la seguía. Esta vez la impresión fue más intensa.
«Imaginaciones tuyas, Emma», se dijo. Miró por encima del hombro,
nerviosa, pero no había nadie. El tranvía se aproximaba, tenía el tiempo
justo para cruzar y lo hizo a toda prisa, pero en lugar de seguir hasta la casa
se detuvo al otro lado y se quedó mirando. Si alguien la estaba siguiendo, lo
sorprendería.
El último vagón pasó y entonces lo vio: estaba allí de pie, con una
chaqueta de cuero y pantalones vaqueros oscuros, una camiseta y un
palestino negro al cuello. Daba igual la oscuridad de la noche y la distancia,
podía reconocer a ese hombre entre una multitud: Era Logan O’Reilly, el
guardia de seguridad de la torre Harrington.
Al verla, él levantó la mano y cruzó con parsimonia. En cuanto llegó al
otro lado, Emma dio dos pasos hacia atrás.
—¿Qué demonios haces? ¿Me estás siguiendo?
Sus ojos verdes brillaban en la penumbra, penetrándola como si
quisieran leer su alma. Aquella media sonrisa ambigua haría perder el juicio
a cualquiera… y Emma sintió que ella no era una excepción.
—No tiene sentido mentir a estas alturas así que… sí, te estoy siguiendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde que viniste a la torre por primera vez.
Emma sintió que se le desbocaba el corazón. Se dio la vuelta y echó a
andar a toda prisa hacia su edificio. Cuando sintió que él la agarraba por el
brazo, se puso tensa y quiso correr, pero pronto vio por qué lo hacía: no
había mirado antes de cruzar; un coche se la habría llevado por delante de
no detenerla él.
—¡Suéltame! Eres un chalado, ¿por qué me vigilas? —exclamó.
Él la agarró por los hombros y la miró a los ojos. Sus palabras brotaron
de sus labios como disparos certeros.
—Maldita sea, porque me gustas.
Emma sintió que le quemaban el pecho y que entraban dentro de ella
ardientes, duras, líquidas. Por un momento ninguno dijo nada. Él seguía con
los ojos fijos en ella; ella parpadeó unas cuantas veces, aturdida.
—¿No tienes nada que decir? —insistió él.
—V-Vale.
«¡¿“Vale”?! ¿Qué respuesta es esa, eres estúpida?», se recriminó, pero no
pudo hacer nada. Estaba totalmente estupefacta. ¡¿A qué venía todo eso?!
Logan arqueó la ceja como si no entendiera lo que estaba sucediendo y la
soltó despacio, pasándose después las manos por el pelo. Emma lo miró un
par de segundos y después, incapaz de decir nada más, de hacer nada que
resultara lógico, salió corriendo hacia su casa, aterrada, emocionada y con
el corazón cabalgando dentro de su pecho.

***
Logan la vio marcharse, incrédulo. Aquella chica era de todo menos lo
que había imaginado. «Es demasiado dulce. Demasiado inocente. Aunque
también es peleona», recordó al pensar cómo le había esperado tras el
tranvía y la forma en que se había encarado con él. Había tenido suerte de
que se tratase de él y no de un delincuente con malas intenciones.
La miró mientras ella peleaba con las llaves y luego la vio desaparecer
en el portal. Aún sentía en los dedos el hormigueo que se le había
despertado al agarrarla, aún creía ver sus ojos enormes, azules y desafiantes
fijos en los de él.
—Estoy en problemas —se dijo a media voz. Luego sonrió. Al menos,
estos problemas eran agradables.
Capítulo 3
A medida que se acercaban las navidades, el trabajo de Emma crecía
exponencialmente. En su mesa empezaban a amontonarse carpetas y en sus
agendas las tareas por hacer ya superaban con creces las que conseguía
despejar. Sospechaba que aquella iba a ser la peor época, la prueba de fuego
que decidiría su validez o no en aquel puesto. Había llegado a creer que la
primera semana le había servido de adaptación, que ya empezaba a manejar
los volúmenes de trabajo de la empresa, pero a mitad de la segunda los
compromisos, reuniones y eventos que tenían que ver con su área se
dispararon enloquecidamente. La Navidad era la fecha por antonomasia
para las buenas acciones y la solidaridad, y su jefe no iba a quedarse atrás
en esa carrera por presentarse como el magnate más filántropo de la ciudad.
A todo eso se unía una nueva preocupación. No era capaz de sacarse de la
cabeza lo que había ocurrido con Logan O’Reilly. El recuerdo de su figura
oscura al otro lado de la calle, sus ojos verdes traspasándola, hacían que el
pulso se le acelerase. La sensación de estar siendo observada se había
repetido varias veces durante aquellos días y no sabía cómo sentirse al
respecto. Le daba miedo, como era natural, pero ese miedo siempre venía
acompañado por un cosquilleo de excitación en la piel, con una serie de
preguntas que prefería no llegar a hacerse. Por suerte, en el trabajo no había
tenido que preocuparse demasiado por el guardia de seguridad, pues no
coincidieron durante esos días. Era algo de agradecer.
—Qué carita te veo. ¿Necesitas ayuda? —Susan se detuvo ante su mesa,
sujetando un par de carpetas negras a rebosar de papeles contra su pecho.
Inclinó la cabeza y la miró con preocupación por encima de sus gafas de
leer.
—Sí, tranquila, podré con todo… Es solo que cuando creo que he
avanzado llegan cinco mails más, diez llamadas y tres carpetas. Es agotador
—respondió Emma resoplando—. ¿Va a ser siempre así?
Susan soltó una risa ligera. «Parece muy tranquila, como si todo esto
fuera normal para ella. Y seguramente lo sea. No debería haber dicho eso,
pensará que soy una floja y que no valgo para estar aquí», se recriminó
Emma nerviosa. Aún se sentía insegura, pero no pensaba rendirse. Observó
el pelo negro peinado en un sobrio recogido que llevaba su coordinadora,
tan perfecto que ni un solo cabello escapaba de él, y se preguntó cuál era su
secreto para tener ese aspecto en medio de todo ese caos.
—Las fechas antes de Navidad son las peores, pero seguro que puedes
con eso y más, Emma. Además, te echaremos una mano. Todas hemos
estado ahí en algún momento, ¿sabes?
Se sintió aliviada de inmediato. Susan la había tratado con amabilidad y
cercanía desde el principio, y el resto de sus compañeras siempre estaban
dispuestas a echarle un cable. Le daba miedo abusar o que pensaran que no
se merecía estar allí, pero ninguna había hecho nada para demostrarle que
sus temores eran fundados.
—Gracias, Susan. De verdad —respondió, tomándose unos segundos
para frotarse las sienes—. Si veo que esto se descontrola os pediré ayuda,
pero preferiría hacerlo yo sola, tengo que acostumbrarme.
—De acuerdo —respondió levantando la cabeza y ajustándose las gafas.
Miró las carpetas y dejó otras tres sobre el montón de pendientes. Emma se
quiso morir en ese preciso momento—. Pero ya sabes dónde estoy. Si hay
una emergencia, me llamas.
«Venga, tú puedes con todo esto y más, como ha dicho Susan. Solo
necesitas otro café y organizarte», intentó infundirse ánimos, mirando la
torre que ya formaban las carpetas sobre la mesa.
Susan se dirigió hacia el despacho del señor Harrington, enfundada en su
traje chaqueta y a paso seguro, con unos tacones tan altos que Emma era
incapaz de entender cómo se mantenía en pie. Cuando estaba a punto de
llamar, se detuvo y se volvió hacia ella, bajándose las gafas para mirarla con
una sonrisilla traviesa.
Emma estaba distraída con su propio drama. Ya tenía entre manos una de
las carpetas cuando Susan habló de nuevo.
—Se me ocurre algo para liberar tensiones —dijo alzando las cejas con
un gesto entre misterioso y gracioso. Emma frunció el ceño y esperó a que
despejase sus dudas—. El viernes voy a llevarte a un sitio increíble, donde
tomarás los mejores margaritas que has probado nunca. Eso hará que te
olvides de todo esto y vengas el lunes con las pilas cargadas, ¿qué me
dices?
Una procesión de excusas discurrió por su mente en ese mismo instante.
Las juergas no eran exactamente lo suyo y era capaz de prever que el
viernes llegaría arrastrándose a casa y lo único que tendría ganas de hacer
sería tirarse en el sofá y convertirse en una momia de mantas mirando
alguna película mala. Por norma, la gente no aceptaba ese tipo de razones
para no salir, así que pensó que podría decirle que tenía una cita.
«No, eso desembocará en preguntas incómodas, tendré que mentir y no
se me da muy bien, así que al final acabaré haciendo el ridículo y
confesando que no tengo citas —pensó a toda prisa».
No tenía animales de compañía de los que hacerse cargo, ni había hecho
planes con sus amigos para el viernes. Todas las excusas se fueron
evaporando en su mente hasta que, sin darse cuenta, respondió con cierto
tartamudeo.
—C-Claro, ¿a qué hora? —preguntó sonriendo y frunciendo el ceño a la
vez.
«¿Eres tonta? ¿Por qué le dices que sí? —se recriminó—. Bien. Ya está
hecho. No quiero empezar mintiéndole a mi supervisora, y es una buena
oportunidad para estrechar lazos con ella. Eso siempre viene bien».
—A las siete ante el Copley Plaza —respondió Susan, dándose la vuelta
para llamar a la puerta de Harrington—. Iremos a The Lounge, te va a
encantar —añadió mientras esperaba a recibir el permiso para entrar.
Solo entonces Emma dejó caer la cabeza sobre el escritorio, con la frente
sobre la carpeta abierta, y soltó un largo suspiro.
—Que pasen deprisa estos días, por favor —lanzó su deseo al universo
antes de levantarse dispuesta a tomar su cuarto café de la mañana y seguir
con la titánica tarea que tenía por delante.
Como en cualquier situación de estrés, aquellos días no fueron cortos ni
fáciles, pero a pesar de todo el trabajo y de la tremenda presión a la que
estaba siendo sometida, Emma consiguió llevar adelante sus tareas y llegar
viva al viernes sin pedir ayuda. Logan no había vuelto a molestarla, aunque
a veces la asaltaba esa extraña sensación que la hacía mirar por la ventana,
saber que tal vez se trataba de él le provocaba emociones confusas. Por una
parte, se sentía tranquila, y por otra tremendamente inquieta, ¿y si se trataba
de un loco? Nadie en su sano juicio se dedicaba a seguir a quien le gustaba.
«Esta noche no voy a pensar en nada de eso. Ni en Logan, ni en el
trabajo, estoy dispuesta a divertirme —pensó, intentando predisponerse
positivamente para salir».
A regañadientes, mirando con anhelo su sofá verde pistacho y la manta
peluda rosa que descansaba sobre él, se puso un vestido de corte imperio de
color azul eléctrico, se maquilló y se dejó suelta la larga melena rubia para
después cubrirse con abrigo de pelo sintético blanco que la protegiera
debidamente del frío, para ella glacial, de finales de noviembre. No
renunció a sus botines de antelina por llevar tacones: las concesiones por la
belleza tenían un límite claro para Emma, y este dependía del dolor y de las
posibilidades de terminar con los pies como dos bloques de hielo. Y,
después de todo, aquellos botines no le quedaban nada mal y tenían el tacón
justo para realzar sus piernas sin provocarle una escoliosis.
—Hasta pronto. Te prometo que no tardaré estar calentándote con mi
culo —le dijo al sofá antes de cerrar la puerta, armándose de ánimo para
afrontar aquella noche con la mejor de las actitudes.
A las siete, puntual como un caballero inglés, Emma se reunió con Susan
a las puertas del Copley Plaza, uno de los hoteles más lujosos de Boston. Su
supervisora había elegido un vestido de tubo de color dorado, se había
soltado la oscura melena y llevaba los labios pintados de un rabioso rojo. La
impresionó verla fuera de la oficina, donde vestía con tanta sobriedad, con
ese aspecto llamativo y sexy.
—Si no fuera tan heterosexual te pediría salir ahora mismo —dijo Emma
tras saludarla, mientras Susan daba una graciosa vuelta para que pudiera
admirar su modelito—. Estás despampanante.
—¿A que no te imaginabas que hubiera esto debajo de mi traje gris
perla?
—Algo sospechaba. Los trajes también te sientan muy bien —respondió
Emma con una risa agradable.
—Tú también estás muy guapa, adoro el azul eléctrico, y enfatiza el
color de tus ojos. Y ese abrigo es la bomba. —Susan se acercó para
recolocarle el mullido cuello del abrigo, sonriéndole con una hilera de
dientes blancos y perfectos—. Vamos, te voy a llevar al mejor bar de
Boston y vas a dejar que te invite. Esta semana ha sido dura, especialmente
para ti, así que te lo mereces.
Susan la cogió del brazo y se dejó guiar sin poner impedimentos ni
rechistar. Al entrar en el local, que se encontraba en la planta baja del hotel,
Emma agradeció que fuera su compañera quien pagase aquella noche.
The Lounge Bar era uno de los lugares más sofisticados de Boston.
Contaba con una zona de restaurante donde servían lo más puntero de la
gastronomía moderna y una zona de bar, donde la luz era indirecta y los
cómodos sillones forrados en piel invitaban a sentarse y pasar una agradable
velada. Emma miró impresionada el artesonado de madera del techo, las
molduras doradas de los gigantescos ventanales y la impresionante barra de
mármol negro que ocupaba el centro de la sala. Se sentía algo fuera de
lugar, como si ella, efectivamente, no perteneciera a ese mundo. Sin
embargo, no tardó en verse sumergida en el ambiente elegante y sofisticado
de mano de Susan.
Se sentaron en dos de los cómodos sillones y pidieron un par de
margaritas. La mesa de cristal y las mesillas auxiliares con lámparas de luz
cálida casi daban la sensación hogareña de un salón. Si ella hubiera vivido
alguna vez en un salón con espejos de oro y suelos de mármol de carrara.
—Qué glamour tiene todo esto… —comentó impresionada—. Me siento
como Diana de Gales.
—Ah, no, demasiado moderno. En todo caso te sientes como una
Kardashian —bromeó Susan, cogiendo su margarita de la bandeja del
camarero cuando se inclinó para servirlos. Dio un sorbo a la pajita y puso
los ojos en blanco—. Estos cócteles sí que son dignos de la realeza,
¡pruébalo!
Y Susan tenía razón. El margarita estaba increíble y nunca había bebido
nada en una copa tan elegante. Emma saboreó el brebaje entre amargo,
ácido y salado y sintió el calor del alcohol en su estómago, agradable y
hormigueante. No recordaba la última vez que había salido a tomar una
copa.
—La verdad es que he oído hablar mucho de esas chicas, pero no sé
quienes son —dijo riéndose. Susan la miró como si acabase de bajar de una
nave espacial.
Entre conversaciones banales, comenzó a sentirse más cómoda en aquel
lugar. Susan, tan profesional en la torre Harrington, resultó ser una mujer
divertida y abierta, devoradora de realities de trajes de novia y familias
ricas y una gran lectora de novelas de misterio, algo que sorprendió
enormemente a Emma. Estaban hablando de eso cuando dos hombres
jóvenes y bien vestidos se acercaron a sus sillones. Uno era rubio, algo más
joven que Emma, vestía pantalones de traje y un jersey gris marengo bajo el
que asomaba el cuello y los puños de una camisa blanca. El otro era moreno
y, aunque iba de traje, parecía más desenfadado que su amigo al llevar la
camisa negra abierta en el cuello, sin corbata, y el pelo estudiadamente
despeinado. Los dos eran altos y rezumaban la seguridad de quienes pueden
conseguir casi cualquier cosa sacando la billetera de su bolsillo.
—Buenas noches, chicas —las interrumpió el moreno. Era bastante
atractivo, pero algo en su rostro no acababa de gustarle a Emma.
Seguramente tenía que ver con esa seguridad altiva con la que se había
acercado—. ¿Os interrumpimos?
—La verdad es que… —empezó Emma, pero Susan le puso una mano
sobre la rodilla y se apresuró a hablar.
—¡No, para nada! —exclamó su compañera. El hombre moreno sonrió
de medio lado y el rubio no tardó en tomar asiento junto a ella.
—Estábamos muy aburridos y nos ha dado envidia lo bien que lo estáis
pasando —dijo el más joven, haciendo un gesto a una camarera que pasaba
en ese instante junto a ellos—. Por favor, pónganos otra ronda y cárguela a
nuestra cuenta.
La camarera asintió diligente y siguió en dirección a la barra. El moreno
tomó asiento junto a Emma, como se temía. Incómoda, se apartó
disimuladamente de él, fingiendo que le hacía sitio para que estuviera a sus
anchas.
—Yo soy Andrew —se presentó, y luego señaló a su compañero con un
gesto de la cabeza—. Él es Robert, es mi primo, y es su primera noche en la
ciudad, así que le estoy enseñando los lugares emblemáticos.
—Yo soy Susan —respondió tendiéndole la mano, primero a Andrew,
luego a Robert—. Y ella es Emma. Somos compañeras de trabajo, estamos
celebrando el viernes y que hemos terminado con esta semana infernal.
Cuando se dio cuenta de que los hombres esperaban que los saludara,
Emma reaccionó y estrechó sus manos como marcaban las leyes básicas de
la educación.
—Es un placer —dijo Andrew mirándola directamente a los ojos. Emma
apartó la mirada, incómoda por el gesto invasivo de aquel desconocido—.
¿A qué os dedicáis?
—Somos secretarias —respondió Emma escuetamente, apartándose un
mechón de pelo de la cara y bebiendo de su margarita, intentando disimular
su incomodidad.
—Ah, secretarias, claro —replicó él, como si hubiera confirmado una
sospecha.
«Claro… ¿Claro, qué? ¿Qué demonios ha querido decir con eso? ¿Es
que se ve en nuestras caras?», pensó Emma, sin abrir la boca para soltarle
todas esas preguntas irritadas.
—¿Y vosotros? —preguntó, esforzándose por esbozar una sonrisa
agradable. «Solo está siendo amable, no tengo por qué ponerme así».
—Nos dedicamos a la bolsa —dijo Robert.
—Sí, somos analistas financieros —añadió orgullosamente el tal
Andrew.
La camarera trajo una nueva ronda de margaritas para ellas y gin-tonics
para ellos. Emma cogió su copa y sorbió de la pajita, intuyendo que iban a
verse sumergidas en un monólogo sobre sus operaciones en bolsa, sus
éxitos y todo lo que giraba en torno a lo triunfadores que eran. Y no se
equivocaba. Andrew no dejaba de mirarla mientras explicaba las jugadas
que le habían hecho ganar millones en bolsa en apenas cinco años, algo que
no impresionó en absoluto a una más que aburrida Emma.
«Estábamos mucho mejor solas», se dijo al cabo del rato.
Nunca le habían gustado los hombres que solo sabían hablar de sí
mismos. Sin embargo, Susan parecía encantada con la compañía. Robert,
más humilde que su primo, le preguntaba de vez en cuando por su trabajo y
sus aficiones, intentando desviar la conversación, pero Andrew estaba
empeñado en llevarse el protagonismo, pavoneándose en un intento
bastante lamentable de llamar su atención.
A las diez de la noche, cuando miró el móvil y comprobó la hora, Emma
pensó que ya había tenido suficiente. Su sofá la estaba echando de menos,
su manta estaba sola y tirada allí en su apartamento, y no podía permitir esa
situación ni un minuto más.
—Ha sido un placer, chicos, pero yo tengo que irme ya —se disculpó,
agarrando el bolso y la chaqueta que descansaban a su lado.
—¡¿Qué?! —preguntó Susan con un tono exageradamente escandalizado
—. ¡No puedes irte! Es demasiado pronto, y hemos encontrado una
compañía excepcional —añadió con un elocuente movimiento de cejas,
mirando a Andrew con una intención que todos pudieron leer
perfectamente.
«Quiere que me líe con este. Está borracha, seguro».
Y lo cierto es que Susan llevaba ya un par de margaritas de más, pero
estaba pasándolo bien con el rubito, así que Emma no quiso estorbar más.
Cuando iba a ponerse en pie, la mano de Andrew sobre su rodilla la detuvo
y la hizo tensarse.
—Vamos, quédate un rato. Lo pasaremos bien… —le dijo inclinándose
hacia ella innecesariamente—. Luego podemos ir a mi cuarto, te aseguro
que no te arrepentirás.
Emma apartó la pierna y reprimió un gesto de asco. Era lo que
necesitaba para colmar el vaso con ese tipo. Solo con pensar en
acompañarle a ningún lado, se le revolvía el estómago.
—Venga, date un homenaje, ¡te lo mereces! —dijo Susan riendo.
Empezaba a sentirse irritada, así que antes de empezar a resultar borde,
Emma se levantó, poniéndose el abrigo. Andrew se puso en pie casi al
mismo tiempo y agarró la prenda con la clara intención de ayudarla.
—Déjame acompañarte a la salida.
—No —respondió Emma bruscamente, tirando de la chaqueta para
deshacerse de sus manos—. No es necesario —añadió suavizando el tono.
«¿Es que no entiende un no por respuesta?».
La mirada de Andrew se volvió afilada. Se lamió los labios con un gesto
tenso, pero finalmente asintió y levantó las manos en son de paz.
—Vale. Tú te lo pierdes —espetó molesto.
«Dudo que vaya a perderme nada con un engreído como tú», replicó en
su cabeza. No quería hacer la situación más tensa, aunque Susan y su amigo
no se estaban enterando de nada.
—Nos vemos el lunes, Susan. Gracias por todo —se despidió de ella
antes de irse.
Afuera, una fina llovizna había empapado las aceras y devolvía el reflejo
de las farolas y los semáforos. Emma se arrebujó en el abrigo y tomó una
bocanada de aire fresco, intentando despejarse del alcohol ingerido y de la
sensación agobiante que aún atenazaba su estómago. Se dirigió a la parada
de los taxis y la encontró vacía. Ya no llovía, así que vio aquello como una
oportunidad para caminar. Cuando se cansara, detendría un taxi o buscaría
otra parada para tomar uno hasta casa. Se moría de ganas por llegar, pero
también por sacudirse de encima la desagradable sensación que aquella
situación tan incómoda con ese tal Andrew le había provocado.
Caminó haciendo repiquetear los tacones de los botines contra el
pavimento, observando el resplandor con el que la lluvia había engalanado
la ciudad. Le gustaban esas noches, cuando las calles se transformaban en
espejos negros y replicaban las luces de las farolas y los edificios, creando
una atmósfera irreal y mágica. Empezaba a relajarse, disfrutando de la cara
nocturna de la ciudad, cuando volvió a sentirse observada. Esta vez, a esa
extraña e inquietante sensación la siguió el sonido de unos pasos tras ella.
No se atrevía a darse la vuelta para comprobar si alguien la seguía, así
que apretó el paso y sacó el móvil, dispuesta a llamar a un taxi sin esperar
más. Los pasos a sus espaldas se aceleraron. Las manos le temblaron y
apenas atinó a buscar el número de la centralita. El teléfono empezó a dar
los tonos, pero antes de que pudiera responder, alguien la empujó y la llevó
a rastras al interior de un callejón.
—¡No! ¡¿Qué haces?! ¡Socorro! —gritó Emma, dándose la vuelta y
resistiéndose mientras el hombre la empujaba. Le reconoció de inmediato:
era Andrew.
—Te creías que te podías largar sin más, ¿no? Puta calientapollas —
espetó su atacante.
El corazón de Emma latía desbocado. El miedo bombeaba en su sangre y
una ira desesperada pareció romperse en su estómago y extenderse por todo
su cuerpo. Antes de que Andrew pudiera arrinconarla contra una pared,
Emma le dio una patada con todas sus fuerzas.
—¡Zorra! —gritó—. Ahora vas a saber lo que es bueno.
No atinó con el golpe, y a pesar de haber impactado en una de sus
espinillas, el hombre la empujó contra la pared violentamente, más
enfadado. Emma abrió la boca para gritar, aterrorizada, sintiendo que el
tiempo se congelaba en ese horrible instante, pero entonces escuchó un
golpe seco y Andrew se detuvo. Maldiciendo, la soltó y se dio la vuelta.
Emma no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que abrió los ojos y vio a
Logan O’Reilly ante su asaltante. El guardia de seguridad levantó el puño y
lo descargó, inclemente, sobre la cara de un sorprendido Andrew, que no
tardó en devolver el golpe. Aún conmocionada, Emma intentó apartarse de
la pared, encogiéndose dentro del abrigo mientras era testigo del
enfrentamiento. Logan recibió algunos golpes rabiosos de su asaltante, pero
esquivó la mayoría y el resto no parecían hacerle mella. No tardó en hacerse
con el control de la pelea, parecía que sabía lo que hacía mucho mejor que
su contrincante, que no tardó en salir corriendo, advertido de que no iba a
ganar por el último cabezazo de Logan, que le partió la nariz.
—¿Estás bien? —Emma le miró intentando ubicarse. No podía creerse lo
que había pasado—. Ven, te llevaré a casa. No te preocupes: ya estás a
salvo.
La voz de Logan era grave y vibrante. Le habló suavemente, pero con
seguridad, de la misma forma en que la tomó de los brazos y la ayudó a
separarse de la pared húmeda del callejón. Emma se dejó hacer, sentía las
piernas temblorosas y apenas podía controlar su respiración. Los ojos de
Logan, fijos en los suyos, parecían devolverle al mundo la solidez que había
perdido durante el inesperado ataque.
—Estoy bien… —atinó a decir, mirándole a los ojos. Empezaba a
asimilar que él la había salvado de algo terrible.
—Tranquila. Ya ha pasado —dijo Logan, rodeándola con sus brazos en
un gesto protector que la desarmó por completo. No pudo aguantarlo,
sintiéndose pequeña e indefensa, se echó a llorar apretando el rostro contra
su pecho.
No fue del todo consciente del viaje hasta su casa. Montó en una moto,
se puso el casco que Logan le tendía y se abrazó a su cintura. El frío de la
noche la ayudó a despejar la mente y a terminar de tomar contacto con la
realidad. Abrazada a él, mientras las luces de Boston pasaban a toda prisa a
su alrededor, Emma se sintió segura y agradecida. Logan O’Reilly, aquel
desconocido de mirada intensa que parecía seguirla a todas partes, había
resultado ser su ángel guardián y, aunque saber que él podía haber estado
tras sus pasos aquella noche era inquietante, en ese momento no pudo más
que sentirse afortunada.
La moto se detuvo ante el portal de su edificio. Emma bajó
arrebujándose en el abrigo. Ya no le temblaban las piernas y se sentía de
nuevo entera. Se quitó el casco y se lo tendió a Logan, que había hecho el
trayecto sin él.
—Ese cabrón no volverá a atreverse a hacer nada parecido —dijo Logan,
con una ligera tensión de rabia contenida en la mandíbula.
—Gracias, no sé cómo voy a…
—No tienes que agradecerme nada, cualquiera habría hecho lo mismo —
la cortó él.
Pero Emma sabía que eso no era verdad. Había gritado en medio de la
calle, y solo Logan fue en su encuentro. Negó con la cabeza, suspirando y
bajando la mirada al pavimento. Se sentía extraña, avergonzada y culpable,
como si ella hubiera provocado la situación.
—No debí dejar que se sentaran con nosotras… —dijo por lo bajo.
—No hagas eso. —Logan fijó la mirada en sus ojos. Aquello sonó como
una orden, directa e irrebatible.
—¿Qué…? —Emma le miró confusa.
—Culparte. Ese tío es un cerdo, no tienes la culpa de haberte topado con
él. No has hecho nada para provocarle, ¿lo comprendes?
Lo sabía. Lo había leído en multitud de sitios, su parte racional le decía
que era cierto, pero solo cuando lo escuchó de boca de Logan, aquella parte
irracional que la hacía sentir pequeña y culpable pareció atender a las
razones. Emma asintió y levantó la mirada para observar su rostro. Logan
tenía los ojos fijos en ella, verdes, destellando intensamente de ira reprimida
y de algo más que no supo identificar, pero que hizo que su corazón se
saltase un latido. Se dio cuenta entonces de que tenía el labio partido y el
mentón, cubierto por una barbita de tres días, manchado de sangre.
—Sube a casa —le dijo sin pensar, sorprendiéndose a sí misma.
«¿Qué estoy haciendo? Casi me viola un desconocido y ahora quiero
meter a otro en casa», se reprendió al instante. No obstante, no quería
quedarse sola. El hombre que tenía ante sí, a pesar de todo y aunque fuera
una locura, la hacía sentir segura.
—No sé si es buena idea —respondió él, aún sentado sobre la moto
apagada.
—Te ha golpeado y te ha herido, deja que te devuelva parte de lo que has
hecho por mí. —De alguna manera, su respuesta la convenció de que no
era, precisamente, una mala idea. Le miró, esperando que accediera. Logan
bajó de la moto y asintió, haciéndole un gesto para que caminara delante.
Un alivio inmenso hizo que Emma soltara el aire por la nariz al darse la
vuelta y dirigirse al portal.

***
Al entrar en el apartamento de Emma, Logan sintió que el latido rabioso
en sus sienes se calmaba. Aún sentía la adrenalina recorrerle las venas y la
frustración que le había provocado no haber podido seguir golpeando a ese
hijo de puta hasta matarle. No pudo evitar volver a descubrirse siguiéndola,
pero en las cláusulas de su contrato no ponía nada con respecto a dejar que
un energúmeno violase a la mujer a la que estaba vigilando.
«No lo habría permitido, pusiera lo que pusiera ahí».
La casa olía a flores frescas y estaba tan ordenada como parecía desde el
otro lado de las ventanas. Emma dejó el bolso sobre uno de los sillones y se
quitó la chaqueta. Logan no vio señales de heridas ni moratones en las
zonas visibles de su cuerpo. Por suerte, Emma estaba intacta.
«Parece que llegué a tiempo», se dijo aliviado.
—Siéntate donde quieras… Voy a por el botiquín.
Tomó asiento como ella le indicaba, echando un vistazo al salón del
pequeño apartamento. Había un par de estantes de madera con libros y
plantas cuyas hojas colgaban de las baldas, dando un toque de color al
ambiente. La tenue luz de dos lámparas de pie junto al ventanal ayudaba a
crear una atmósfera cálida y acogedora. Emma no tardó en regresar con una
cajita blanca entre las manos. Se sentó junto a él y sacó un par de gasas con
las manos temblorosas. Su rodilla le rozó la pierna cuando se inclinó hacia
él para examinarle el labio.
—Tienes una casa muy bonita —comentó Logan, intentando romper el
extraño silencio que se había interpuesto entre los dos. Emma esbozó una
sonrisa fugaz y apartó la mirada, empapando una gasa en alcohol.
—Gracias. He conseguido tenerla a mi gusto al final —respondió ella.
Hizo un gesto con una mano, como si estuviera pidiéndole permiso para
tocarle, a lo que Logan accedió con un asentimiento.
El roce de los dedos de Emma en su mentón le resultó cálido y vibrante,
como si los tuviera imbuidos de una extraña corriente que hormigueaba
sobre su piel cuando le tocaba. Logan olvidó lo que iba a decir, mirándola a
los ojos. No se explicaba lo que había sucedido, cómo alguien podía pensar
en hacerle daño a la mujer que tenía ante sí. Nadie merecía que le ocurriera
algo así, pero Emma lo merecía aún menos. Deseó volver a abrazarla y el
recuerdo de su cuerpo contra el suyo despertó algo más que la rabia en su
interior.
—Solo es un corte superficial… —dijo ella, casi susurrando,
intensificando aquella atmósfera de intimidad que se había creado entre los
dos—. Creo que te saldrá un cardenal en el pómulo, pero nada más.
—Él se ha llevado lo peor —respondió Logan, bajando la voz sin darse
cuenta. Tampoco fue consciente de lo que hacía cuando sus ojos recorrieron
el rostro de Emma y se detuvieron en sus labios rosados y carnosos.
«No puedes estar pensando en besarla ahora. No después de lo que le ha
pasado», se dijo sintiéndose culpable al instante. Pero a pesar de todo, no
podía evitar sus deseos, solo amarrarlos con toda la fuerza de su voluntad.
El roce de la gasa empapada en alcohol cosquilleó y provocó una
sensación de quemazón en su herida. Logan se centró en ese dolor para
abstraerse de la tensión que empezaba a formarse entre los dos.
Mientras le limpiaba la herida con delicadeza, Emma le miraba los
labios. Sus ojos azules, grandes y almendrados, tenían un brillo líquido y
anhelante. ¿Se lo estaba imaginando?
—Siento no haberle detenido antes… —dijo Logan sin pensar. Le salió
del alma, en un susurro grave y algo afilado. Emma parpadeó y le miró
sorprendida.
—Lo hiciste justo a tiempo. Al menos pude darle una patada —
respondió negando con la cabeza. Luego suspiró, dejando la gasa sucia
sobre la mesilla de café—. Me siento estúpida. No he sido capaz de
reaccionar…
—Has sido muy valiente, en realidad. —Logan tenía la mirada fija en
sus ojos, incapaz de apartarse de ella a pesar de todo. Seguía notando el
contacto de su rodilla contra su pierna, ese magnetismo que parecía
mantenerles cerca y que hacía que Emma volviera la mirada una y otra vez
a sus labios.
Algo cambió en ella cuando dijo eso. El brillo en sus ojos se licuó, sus
labios se entreabrieron en una expresión entre la sorpresa y el anhelo, y
antes de que pudiera darse cuenta, Emma estaba tan cerca de él que sus
labios se rozaron.
Se quedó muy quieto, amarrándose con fuerza, negándose el deseo de
agarrarla por los brazos y reclamar un beso de su boca con toda la
intensidad que le pedía el cuerpo. Pero fue ella quien lo hizo, se adelantó y
pegó los labios a los suyos, cerró los ojos y presionó contra su boca,
ladeando el rostro y entregándole una caricia estrecha y jugosa. Logan
siguió quieto, pero abrió la boca y la dejó internarse, aceptando aquel beso
que se abría poco a poco.
«No debería estar haciendo esto», se recriminó. Pero eso no le hizo
apartarla. No le hizo hacerse a un lado y evitar lo que estaba ocurriendo. Lo
había estado deseando desde que se vieron en el ascensor.
Emma se apretó contra él, su lengua le rozó los labios, provocándole un
escalofrío de excitación. Luego se internó en su boca y se volvió más
segura, besándole con una pasión que le pilló completamente por sorpresa.
Entonces, tan rápido como se había lanzado a besarle, Emma se detuvo y
se apartó, llevándose la mano a la boca, evidentemente avergonzada y
escandalizada.
—Dios mío… Lo siento. Lo siento mucho —dijo con un resuello, con
los ojos muy abiertos—. Yo no… Han sido los nervios…
Pero Logan vio en sus ojos que mentía y antes de que aquella inútil
vergüenza la hiciera huir, la besó de vuelta, deslizando una mano en su
nuca.

***
Las excusas del miedo murieron en su boca. Logan sofocó sus palabras y
el roce cálido de sus dedos en la nuca hizo que su piel se erizara y el calor
que llevaba tiempo acumulándose en su bajo vientre estallara. Lo sintió
como una erupción, despertando cada nervio de su piel, como si su boca
conectase todos sus sentidos y aquella caricia los hiciera enloquecer. La
excitación era una sensación líquida y ardiente que irradiaba desde su bajo
vientre, reduciendo a cenizas todas las barreras que había querido
interponer.
«¿Qué estoy haciendo?», pensó vagamente. Su mente era un torbellino
de preguntas sin respuestas, de inseguridad evaporándose en el calor del
beso compartido.
Los labios de Logan eran duros y rotundos, sus caricias seguras e
incitantes parecían marcarle el camino hacia un mundo desconocido. El
nudo de nervios en su estómago se deshacía con cada embestida de su boca,
devolviéndole un control que no era consciente de haber poseído jamás.
Dejándose llevar por esa sed que no se había permitido sentir jamás,
Emma levantó los brazos y pasó los dedos por el rostro de Logan. Sintió la
aspereza del vello en sus mejillas, el calor de su cuello al bajar, la suavidad
del pelo en la nuca, al que se agarró para afianzarse en el beso apasionado.
—¿Sigue siendo por los nervios? —La voz de Logan sonaba ronca y
jadeante. Sintió sus dedos recorrerle los hombros. Uno de los tirantes de su
vestido se deslizó por su brazo.
—No —jadeó Emma, estremecida, y volvió a besarle antes de que las
dudas volvieran a aflorar.
Las manos de Logan parecían anclarla al mundo real, alejarla de la
pesadilla que había vivido apenas una hora atrás e incluso salvaguardarla
del miedo que había sentido durante toda su vida. Si era un espejismo o no,
poco importaba en ese momento. Mientras Logan la tocaba por encima del
vestido, Emma supo que aquello era exactamente lo que necesitaba. Si no
podía confiar en su salvador, ¿en quién podría confiar? Puede que fuera
fruto del shock, pero no había espacio para dudas ni preguntas, solo para la
emoción ardiente que la llenaba por dentro y que exigía ser colmada.
Con manos temblorosas, Emma acarició el pecho de Logan sobre la
camiseta y tiró de ella, buscando el hueco por el que colarse por debajo. El
contacto de su piel desnuda fue estremecedor. Nunca había tocado algo tan
físico, tan real… tan maravillosamente agradable. Los músculos tensos se
dibujaban bajo sus dedos, podía imaginar a la perfección la forma de sus
abdominales y sus pectorales y solo aquel contacto hizo que la sensación
hormigueante entre sus piernas se volviera más acuciante. Sin darse cuenta,
gimió aún enredada en el beso, y Logan emitió una especie de ronroneo,
parecido a una risa. Como si se hubiera dado cuenta de lo que pasaba, se
apartó de ella y se quitó la chaqueta de cuero que aún llevaba,
deshaciéndose de la camiseta a continuación.
Emma se quedó sin habla, comprobando que lo que había imaginado era
bastante pobre en comparación con la realidad. La piel ligeramente
bronceada de Logan estaba cubierta por un ligero vello oscuro sobre los
firmes pectorales, tenía los pezones erizados y un surco que parecía
cincelado dirigía la vista hasta sus abdominales. Pensó que iba a quedarse
sin aire cuando él sonrió de medio lado, con un gesto seguro y canalla. Se
inclinó sobre ella, mirándola directamente a los ojos, y deslizó despacio una
mano bajo su falda. Emma, mirándole como hechizada, se dejó caer en el
respaldo del sofá, respirando el aliento de Logan, que parecía incitarla a
volver a besarle con aquella cercanía.
Se sintió enloquecer al notar la mano caliente recorrerle el muslo y tirar
de sus braguitas lo suficiente para colarse bajo ellas.
—Abre un poco las piernas… —susurró él sobre sus labios. Emma, que
no se había dado cuenta de estar apretando las rodillas, las separó despacio.
Otros hombres la habían tocado antes, pero jamás se había sentido así.
Cuando notaba el contacto íntimo, una oleada de rechazo solía convertir sus
relaciones en fracasos, pero esa vez se sorprendió anhelando que la tocaran.
Cuando los dedos de Logan, calientes y cuidadosos, se internaron en sus
bragas y empezaron a rozarla, Emma ahogó un gemido y cerró los ojos. No
pudo ver el gesto de extrañeza y posterior comprensión de Logan, que
mientras deslizaba los dedos entre los pliegues de su sexo, observaba todas
sus reacciones.
—Abre los ojos —le pidió, y aunque su voz era suave, también era
imperativa y segura. Emma no pudo resistirse, las pocas trazas de pudor que
le quedaban desaparecieron, y abrió los ojos para mirarle.
«Es guapísimo», pensó, maravillada, sin creer que un hombre así la
estuviera tocando. Los ojos verdes de Logan estaban fijos en ella,
bebiéndose todas sus reacciones, mirándola ávidamente. Quiso gemir,
pedirle más, pedirle todo. Y en un ataque de valentía, lo hizo.
—No pares… —susurró, aunque quisiera gritar. Aquel primer gesto de
arrojo la envalentonó, y abrió más las piernas, rodeó su cuello con el brazo
y le empujó hacia sí para volver a besarle.
Logan rio en su boca, pero pronto se apoderó de ella con un beso
ardoroso. Sus dedos, mojados por la lubricación de su sexo excitado,
resbalaron de pronto sobre el clítoris de Emma, y aquella caricia la impulsó
a un paraíso desconocido. Las corrientes de placer la hicieron gemir, sintió
el latido entre sus piernas y, sorprendida, se descubrió moviendo las caderas
lentamente, rozándose libidinosamente contra la mano de Logan.
No se reconocía, pero era ella. Estaba siendo más libre que en toda su
vida.
El primer orgasmo fue extraño, rápido y relampagueante. Logan se
apartó de su boca y ella soltó un gemido ahogado, apretándose contra su
mano y cerrando los dedos en su brazo hasta clavarle las uñas. No lo había
visto venir, no lo esperaba, y la sorpresa y el placer se unieron en la
expresión asombrada con la que miró a Logan.
Jamás había tenido un orgasmo dejándose tocar por un hombre. Solo lo
había conseguido a solas y con cierta dificultad, pero las sensaciones que le
provocaban esas caricias eran demasiado intensas. Algo que no había
experimentado jamás.
—¿Qué...? ¿Cómo has…? —balbuceó.
—Vaya, sí que estabas excitada.
Un ramalazo de pudo hizo que un calor incómodo le subiera a las
mejillas. Aún sentía el orgasmo latir entre sus piernas, pero de pronto la
inseguridad amenazó con amargarle la experiencia.
—Lo… Lo siento… —dijo sin pensar, absurdamente.
Logan la miró extrañado. Sacó la mano de sus bragas y negó con la
cabeza.
—¿Por qué ibas a sentirlo? Las mujeres tenéis ese don…
—¿Qué don?
—El de poder tener todos los orgasmos seguidos que queráis —
respondió esbozando de nuevo aquella sonrisa sesgada que la hacía
enloquecer.
Emma se sabía la teoría, pero nunca había experimentado lo suficiente.
El sexo para ella siempre había sido algo secundario, algo incómodo que no
deseaba compartir con nadie y que raramente despertaba su curiosidad. Pero
había bastado ese comentario para que deseara explorar todo lo que no
había explorado en sus veintiocho años de vida.
—No sé si yo tengo ese don… —dijo mientras Logan se arrodillaba
despacio entre sus piernas abiertas—. ¿Qué haces?
—Voy a demostrarte que lo tienes —respondió él, levantándole la falda
despacio mientras acariciaba sus piernas. Emma sintió un nudo ardiente de
sed en la garganta. Verle ahí arrodillado, mirándola con esa avidez, hizo que
se sintiera insatisfecha con aquel repentino orgasmo—. Tú solo tienes que
relajarte.
Emma parpadeó y asintió, apartando las manos de sus brazos para
colocarlas sobre el sofá. Le siguió con la mirada, atenta a todos sus
movimientos mientras él le quitaba las medias rotas y los botines.
Finalmente, le bajó las braguitas y las tiró sobre la alfombra. Emma hizo un
amago de cerrar las piernas, sintiéndose expuesta con la falda levantada
hasta la cintura y su sexo el rostro de Logan, pero él no le permitió hacerlo.
Le abrió un poco más las piernas y se inclinó, cerrando los dedos en sus
muslos y dirigiéndole una devastadora y directa mirada de deseo.
—¿Has hecho esto con alguien antes? —preguntó, tan cerca de su sexo
que pudo notar el roce de su aliento. Emma se mordió los labios y solo
pudo responder moviendo la cabeza negativamente—. Bien… Tranquila,
solo déjate llevar. Y si algo no te gusta, dímelo.
«Si algo no te gusta, dímelo». Aquella frase resonó en su mente como un
himno de liberación. Nadie, jamás, le había dicho nada parecido en una
situación como esa. Su excitación se volvió de pronto insoportable y no
pudo resistirse más. Le empujó hacia sí, llevando las manos a su cabeza y
reclamando su atención.
—Yo te lo diré… pero hazlo ya… —jadeó.
Logan rio, haciendo que su piel se erizase de nuevo, y antes de que
pudiera volver a empujarle, enterró el rostro entre sus piernas provocándole
un respingo con el primer roce de su lengua. La caricia resbaladiza se coló
entre sus pliegues, pulsó sobre su clítoris y luego una succión la hizo gemir
más fuerte. Tensó el vientre, elevando apenas las caderas, atrapada por el
cepo férreo de los dedos de Logan, que empezó a devorarla con avidez,
succionando y saboreándola como si fuera un manjar.
—Dios mío… —gimió lastimosamente. El aire le faltaba y todo su ser se
concentraba en un único punto, ardiente y palpitante, que irradiaba un
placer intenso como una corriente eléctrica por todo su cuerpo.
«¿Cómo he podido vivir tanto tiempo sin esto…?», se preguntó
maravillada, sin más posibilidad que dejarse arrastrar por aquel torrente de
sensaciones.
Entonces, cuando sintió la lengua cálida y mojada de Logan resbalar
hacia su interior, pensó que iba a desmayarse. Le apretó entre sus piernas,
cerrando las rodillas contra sus hombros, temblando de lujuria. A la lengua
la siguieron los dedos expertos, que empezaron a entrar y salir de ella,
tocando en puntos que no sabía ni que existían y que le provocaban oleadas
de mordiente placer. Cuando combinó aquellos movimientos maestros con
la succión de su boca y el roce intenso y ardiente de su lengua, Emma no
pudo más.
Ese orgasmo fue mucho más largo e intenso. Nació desde un lugar más
profundo, como si Logan hubiera conseguido alcanzar algún resorte secreto
en su interior. Fue como un terremoto, brotando desde las entrañas,
arrasando con su cuerpo con una oleada de intenso gozo, haciéndola gemir
tan alto que se sorprendió a sí misma y tuvo que taparse la boca para no
escandalizar a los vecinos.
«Dios… Voy a morirme. Creo que voy a morirme», pensó con el corazón
desbocado en los oídos. La vista se le nubló por un instante y cerró los ojos
con fuerza, apretándose contra el sofá mientras Logan lamía al ritmo de las
contracciones de su cuerpo descontrolado.
Logan soltó sus muslos y acarició sus piernas, dejó de succionar en el
momento exacto en el que las sensaciones eran tan intensas que
comenzaban a resultar dolorosas. Besó sobre su vello púbico y mantuvo sus
brazos enlazados con sus piernas unos instantes, rozándole el vientre con la
nariz y cubriéndola de besos cálidos y sugerentes. Emma le miró, presa de
una dulce zozobra que no había experimentado antes.
—¿Te ha gustado? —preguntó él, levantando la cabeza para mirarla. De
nuevo Emma sintió que algo se removía en su interior cuando le hizo esa
pregunta. El mero hecho de que se interesase por ella, de que quisiera saber
si disfrutaba, hacía que se derritiese.
—Ha sido… increíble —logró decir tras buscar la palabra con cierta
dificultad. Aún se encontraba aturdida por el increíble orgasmo que acababa
de experimentar. Tal vez por eso no se paró a pensar en lo que estaba a
punto de decir—. Quiero más…
«¿Estoy siendo egoísta?». La duda, implantada por la costumbre, pasó
fugaz por su mente y se acalló cuando Logan se puso en pie y le tendió la
mano con un gesto caballeroso.
—Vamos a tu cama.
Sintió que las piernas le temblaban al ponerse en pie. La falda cayó sobre
sus piernas y volvió a cubrirla, recordándole que aún se encontraba vestida.
Logan, al ver que daba un trémulo primer paso, la ciñó por la cintura y
Emma se apoyó en su pecho antes de que sus labios volvieran a enredarse
en un beso.
Antes de que pudiera darse cuenta, estaba tumbada en su cama, arañando
con los dedos el pecho desnudo de Logan mientras este le levantaba el
vestido para quitárselo. Emma se apoyó en una mano para incorporarse
mientras él le desabrochaba el sujetador. Sabía hacia dónde iba, sabía qué
iba a ocurrir, y en lugar de sentir miedo, sintió euforia. Sintió un deseo
lúcido y determinante.
—Voy a follarte ahora mismo… —dijo Logan mientras ella hundía los
dedos en su pelo y tiraba con suavidad hacia ella, separando las piernas y
recostándose sobre los cojines—. ¿Estás de acuerdo?
Su voz era como un ronroneo. Sus ojos verdes la traspasaban. Tenía la
impresión de que Logan sabía lo que quería exactamente, de que lo había
sabido desde el principio y tal vez por eso la había buscado con tanta
insistencia.
—Sí… —respondió en un susurro, y sintiéndose audaz, llevó las manos
a la cintura de su pantalón tejano, abriendo el botón y la cremallera.
Despacio, mirándole a los ojos, metió una mano en el interior de su ropa y
no tardó en encontrar lo que buscaba.
Logan la dejó hacer, sonrió de medio lado y se mordió los labios cuando
sintió los dedos cálidos de Emma rodeando su sexo. Lejos de hacerla sentir
insegura, cada ademán, cada palabra que Logan pronunciaba, la llenaban de
confianza, y eso alimentaba el deseo que palpitaba de nuevo en sus venas.
Tiró de lo que había atrapado para liberarlo, mientras Logan se bajaba los
pantalones y se quedaba de rodillas ante ella, mostrándose sin pudor. Sus
oblicuos se dibujaban perfectamente, y siguiendo el surco que marcaban los
trabajados abdominales, Emma encontró un triángulo de vello negro del que
nacía su miembro erecto. Superó su pudor, observándolo mientras le
acariciaba, grande y proporcionado.
Por un momento, temió que le fuera a hacer daño. Logan debió ver algo
en su expresión, porque se inclinó sobre ella y susurró en su oído.
—No tienes nada que temer.
Sintió que sus pezones se erguían, que su piel se erizaba y le acarició con
más urgencia. Logan la agarró por la muñeca, obligándola a soltarle con una
petición silenciosa. La sujetó contra la almohada y la besó profundamente
antes de apartarse para terminar de quitarse los pantalones y las botas. Sacó
algo del bolsillo de los tejanos bajo la atenta mirada, y Emma sintió que la
boca se le hacía agua cuando deslizó un condón sobre su duro sexo. Logan
volvió a su posición, dirigiéndose con la mano entre sus piernas. Emma se
tensó cuando le notó en su entrada, soltó un resuello en su boca. Logan
acarició su pecho con movimientos circulares, abriendo y cerrando los
dedos sin hacerle daño, besando y mordisqueando con suavidad su cuello a
la vez.
—Tranquila… —susurró. Y Emma, como si esa palabra que nunca
significaba nada fuera un hechizo en su boca, se relajó y abrió más las
piernas, rodeándole con ellas.
Y descubrió que tenía razón. Que no tenía nada que temer. Que el dolor
que esperaba, no se produjo cuando Logan empujó despacio, contenido,
entrando milímetro a milímetro ayudado por su propia lubricación. Emma
estaba tan excitada que sintió que su cuerpo se adaptaba con facilidad a la
irrupción. Apenas sintió una ligera tensión, que pronto se diluyó a medida
que Logan se movía y ella alzaba las caderas para facilitarle las cosas. Los
ojos de Logan se fijaron en los suyos mientras empujaba, vio una ligera
tensión contenida en su mandíbula, el fuego que ardía en su mirada.
Resopló, y Emma jadeó coreándole, mordiéndose los labios y aguantando
los gemidos mientras le sentía llenarla por completo.
—¿Estás bien…? —susurró él, con la voz ronca de deseo.
—Sí… Sí. Sigue —le pidió ella.
Y finalmente se enterró del todo en su cuerpo. Una nueva sensación se
instaló en su estómago, completamente desconocida. Una extraña plenitud
que le hizo tener ganas de gritar y agitarse. En lugar de eso, cerrando los
ojos y tomando aire, Emma se movió debajo de él, despacio, dejándole
salir, para luego volver en su búsqueda.
—Eres una delicia… —jadeó él, y ya no pudo aferrar más las riendas.
Emma estaba tan mojada que no sintió dolor alguno cuando empezó a
moverse, siguiendo los contoneos que ella había iniciado.
Se aferró a él, clavando los dedos en su espalda, y cerró los ojos,
arqueándose sobre los almohadones y entregándose por completo a su
amante.
«Mi amante…», pensó por primera vez. Y dejó de pensar. Cada
embestida intensificaba el calor en su vientre, los movimientos de Logan
eran precisos, empujaba contra ella y frotaba el pubis contra el suyo,
provocándole un placer profundo y hormigueante con cada estocada. Logan
la abrazó, incorporándola y dejando que se sentara sobre él, dándole el
control. Lo hizo como horas antes lo había hecho, con un gesto protector,
pero ahora también era posesivo… y eso le gustó.
Cuando llegó el tercer orgasmo de aquella noche, la encontró enredada
en su cuerpo, con los talones clavados en su trasero, los dedos cerrados con
fuerza en sus cabellos y la piel empapada de sudor.
Y gritó. Esa vez sí gritó.
Capítulo 4
A la mañana siguiente le costó despertar. El calor a su espalda, los
enormes brazos de Logan a su alrededor, la tenían atrapada en un
duermevela cálido y agradable del que no quería salir. Abrir los ojos
significaría volver a la realidad, enfrentarse a lo que había compartido con
él, y era algo que no deseaba. Solo quería que el tiempo se parase y no tener
que hacer nada, que decir nada. Al principio le funcionó, pero después le
sintió moviéndose a su espalda y el calor agradable de su cuerpo
desapareció.
Era extraño escuchar a otra persona moviéndose en su apartamento.
Desde que había salido del orfanato, siempre había vivido sola. Deseaba y
necesitaba esa independencia tras tantos años sin intimidad alguna, y ahora
se había acostumbrado a eso. Se dio cuenta de que Logan procuraba no
hacer ruido mientras se vestía y después en la cocina, y eso le resultó
agradable. Rascó unos cuantos minutos más en la cama y finalmente se
levantó.
—Hola —saludó tímidamente al entrar en la cocina, al tiempo que se
anudaba la bata en torno al cuerpo.
—Buenos días —respondió Logan con su media sonrisa de pirata—.
Estoy haciendo tostadas francesas. ¿Te gustan? —Emma asintió, ciñéndose
bien el batín. No había sabido qué esperar de él después de la noche que
habían pasado juntos, pero lo que estaba viendo le agradaba—. Tienes frío
—añadió él al ver su gesto.
—Soy un poco friolera —admitió Emma con una sonrisa apocada.
—Boston es un mal lugar para los frioleros. ¿Has estado alguna vez en
Florida? —Ella negó con la cabeza y se acercó para sentarse en uno de los
taburetes de la isla. Se sentía como un gato cauteloso, nunca había estado en
una situación así. Pero el olor de la mantequilla y el azúcar era difícil de
rechazar—. Creo que te gustaría. Es un poco húmedo, pero muy cálido. Y
tiene mucha vida. Aunque tendrías que ir con cuidado y protegerte del sol.
Emma sonrió y se apartó el pelo del hombro.
—Sí, piel blanca, friolera… lo tengo todo.
—Tengo curiosidad, ¿tu familia es nórdica? Tienes unos rasgos muy
noruegos.
—No, mi padre era de Oklahoma y mi madre de Kentucky. Aunque
puede que nuestros ancestros sí provinieran de allí, lo cierto es que no lo sé.
—La América profunda.
Hubo un breve silencio. Ella se entretuvo mirándole las manos. Las
recordaba recorriendo su cuerpo con la misma intensidad y cuidado con el
que ahora sujetaban el pan de molde para cortarlo. Observó la flexión de
sus dedos, la ancha palma, el vello castaño que salpicaba los fuertes brazos.
Logan se había puesto los vaqueros y la camiseta de manga corta, que
marcaba todos sus músculos a la perfección. Estaba despeinado y sin
afeitar, y también descalzo. Era una imagen cotidiana y a la vez sexy.
—¿De dónde eres tú? —preguntó, tratando de apartar su mente de los
recuerdos de la noche.
—De Irlanda.
Emma alzó las cejas. Era cierto que había notado algo en su acento, pero
era un matiz demasiado suave y no lo había reconocido.
—¿En serio? Vaya, no me lo imaginaba.
—Así es. De Derry, para ser exactos. —Con la necesidad de hacer algo,
Emma se levantó y preparó la cafetera, mirándole de reojo mientras lo hacía
—. Mi padre trabaja en una fábrica textil y mi madre es maestra. Tengo una
hermana que sigue allí, así que voy a verles todos los años en Navidad y en
primavera.
—Una familia unida. Es bonito.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tienes familia?
Emma escogió bien las palabras. Le gustaba aquella conversación, la
forma en que Logan lo hacía todo natural y fácil y además llenaba la casa
con su presencia. Era una presencia amable, que aportaba calidez en aquel
día gris y frío, como una manta de lana, y quería que siguiera siendo así.
—Mis padres fallecieron cuando era pequeña. No tenía a nadie más, así
que crecí en una institución. Pero sí tengo familia —añadió rápidamente,
queriendo atajar cualquier posible comentario de lástima—, mis tres
mejores amigos del orfanato son mis hermanos. Nos reunimos cada semana,
hablamos todos los días… cuidamos unos de otros.
—Vaya. Debe ser…
—No lo digas. No digas cómo debe ser, tú no has tenido esa vida, no
puedes saberlo. —Nada más hablar, Emma se sintió culpable. Había
reaccionado a la defensiva, algo habitual cuando se trataba del tema de su
familia y su infancia en el orfanato. Normalmente estaba más atenta a esos
prontos suyos, pero en aquel momento, con la intimidad compartida y tras
la noche que habían pasado juntos, tenía la guardia baja. El silencio se
prolongó y ella apoyó las manos en la encimera, abatida—. Lo siento.
Sintió los pasos de Logan a su espalda y después sus brazos rodeándola
de esa forma posesiva y protectora que tanto le gustaba. Eso también lo
había descubierto aquella noche. Eso y todo lo demás.
—No tienes por qué disculparte. Iba a decir que debe ser muy divertido
tener tres hermanos. Yo solo tengo una y toda la responsabilidad de
molestarla y protegerla recae sobre mí. Me gustaría tener más.
Emma suspiró aliviada y abrazó los brazos de él. La cafetera eléctrica ya
gorgoteaba y el intenso aroma del café comenzó a expandirse por la cocina
americana; justo el toque que faltaba en aquella mañana por lo demás
perfecta.
—Sí que lo es. Liz es la más sensata, siempre cuida de nosotros. Se
preocupa de que llevemos agua en el bolso, analgésicos por si nos duele la
cabeza… Será una madre maravillosa. Jen está loca, le encantan los
videojuegos y los ordenadores, es programadora informática. Y Patrick…
bueno, Patrick es único, un gilipollas encantador. Dan ganas de
estrangularlo y abrazarlo a la vez.
—Vaya, seguro que me caería bien.
—Eso creo —rio Emma, apoyándose en su pecho.
Cuando el café estuvo listo, se sentaron juntos en la isla a desayunar.
Afuera llovía, el día era gris y el viento arrastraba las últimas hojas del
otoño. Era agradable charlar al calor del café humeante y las deliciosas
tostadas de Logan en una mañana como esa.
—En casa de mis padres siempre colocaban el árbol de Navidad casi un
mes antes, se vivía mucho —contaba él—. Aquí la gente se vuelve loca con
esas iluminaciones tan estresantes.
—¿Estresantes?
—Sí, joder. Ya sabes, los neones de Santa Claus en el trineo, los renos en
el jardín… Qué locura. Si Santa existiera de verdad pasaría hasta las cejas
de visitar esas casas que parecen Las Vegas; de hecho, creo que Santa
debería robar. —Emma rio de nuevo, dando un sorbo al café. Él se inclinó
hacia ella, mirándola con intensidad—. Me gustas mucho cuando te ríes.
Deberías ser feliz siempre. El mundo sería un lugar mejor.
Emma desvió la mirada, aunque no pudo evitar que una sonrisita
asomara a sus labios.
—No es necesario.
—¿El qué?
—Los halagos. No hace falta, de verdad. Solo ha sido una noche, sé que
no significa gran cosa.
Logan frunció un poco el ceño, aunque no perdió la sonrisa. Se acercó
más a ella. «No te acerques tanto», pensó Emma, sintiendo que se le hacía
un nudo en el estómago a causa de la anticipación.
—Ya veo… entonces… ¿quieres que hablemos de ello?
—¿Es necesario?
Logan se encogió de hombros, como si para él no lo fuera.
—No digo nada que no piense, pero entiendo de qué va todo esto de las
expectativas, y…
—Yo no tengo ninguna expectativa —dijo Emma a toda prisa—. Ha sido
una noche, los dos queríamos y lo hemos hecho. Pero ya no tiene por qué ir
a más. Prefiero que las cosas se queden como están.
—Como están, ¿no? ¿Y cómo están?
—Sin sentimientos. Sin esperar nada más. Solo sexo.
Emma no sabía de dónde estaba sacando la energía para decir aquellas
cosas, pero se sentía orgullosa por haber marcado bien los límites. Logan
era encantador, pero no le conocía de nada y aun así le había dejado
traspasar algunas de sus barreras. No podía permitirse confiar. No podía
permitir que él jugara con sus sentimientos, aun sin que fuera su intención.
Estudió su expresión, tratando de discernir si él estaba decepcionado, pero
no lo parecía. Era difícil leer en aquel hombre, sus ojos penetrantes
proyectaban un brillo misterioso que Emma no comprendía del todo.
—Entonces, ¿prefieres que no hable sobre lo bonita que es tu sonrisa y lo
mucho que deseo que seas feliz?
—Puedes hablar sobre mi sonrisa —puntualizó ella— pero no digas nada
que dé la impresión de que te importan mis sentimientos.
—Pero es que me importan. —Logan movió el taburete y se acercó a
ella, colocando su mano sobre la de Emma. La joven trató de apartarla pero
él se lo impidió—. Escúchame, ¿vale? Hay personas que viven su
sexualidad de otra manera, no sé cómo definirla, tal vez la palabra sea
«consumista». Se conocen, se acuestan y se despiden. No tiene nada de
malo, a mí me parece bien, pero yo creo que el sexo es un acto de
confianza. —Aquella frase se quedó resonando en la mente de Emma, que
se había tensado al sentir los fuertes dedos de Logan atrapando los suyos—.
Tú has confiado en mí y yo en ti. La confianza debe ir pareja con el
cuidado. Si tú confías en mí, yo siento el deseo de corresponder, de cuidarte
y de proteger esa confianza. Con esto quiero decir que me importa que te
sientas bien, que estés cómoda y que seas feliz. Me gustas, y me importas
porque hemos compartido una intimidad.
—Pero te arriesgas a que todo se complique.
—No, ¿por qué? ¿Qué puede pasar? ¿Que me enamore? —La sonrisa de
Logan se afiló—. Eso no sucederá, tranquila. No voy a causarte problemas.
Tanto si me voy ahora como si nos vamos a tu cuarto y vuelvo a hacerte el
amor hasta que grites, no tendrás ningún problema conmigo, te lo prometo.
—No hagas promesas.
Emma se sentía acorralada. Respondía como si estuviera disparando,
tratando de establecer de nuevo una distancia que sentía desvanecerse, no
solo en sentido figurado. Él se acercaba a ella de nuevo, su boca se
aproximaba a la de ella. El intenso cosquilleo de su vientre empezó a
diseminarse por todo su cuerpo.
—De acuerdo, te prometo no hacerte promesas… —ronroneó él en su
oído. Emma suspiró, mordiéndose el labio.
—Logan… —le advirtió.
La mano de él seguía sobre la de ella y la otra acababa de posarse en su
rodilla, buscando la abertura de la bata para acariciar su pierna desnuda.
—¿Qué?
Los labios varoniles rozaron el lóbulo de su oreja y pronto sintió el roce
descendiendo por su cuello. El perfume de su cuerpo la envolvió y sintió
que se le erizaban los pezones. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué reaccionaba de
aquella manera? Cuando le besó el cuello, ella exhaló un suspiro y echó la
cabeza hacia atrás, rindiéndose al deseo. La boca de Logan describió un
camino hacia su escote mientras su mano ascendía por el muslo en busca
del vértice entre sus piernas.
—¿Ibas a decir algo? —preguntó él de pronto.
—No. —Emma sintió que su voz sonaba débil, temblorosa.
—Bien, porque aún tengo hambre —murmuró, y le soltó la mano para
abrirle la bata de un tirón.
Ella sintió el brusco roce del aire fresco sobre su cuerpo desnudo. La
mano de él le agarró un pecho y luego su boca descendió para mordisquear
el pezón erguido, haciéndola enloquecer. Emma se mordió los labios y se
arqueó hacia atrás, abriendo las piernas por instinto. Los dedos de Logan se
abrieron paso entre su vello púbico y alcanzaron el clítoris y los labios,
cubriéndolos de caricias diestras. Emma se sentía morir. Temblaba y se
aferraba a la isla, pensando que iba a caerse del taburete en cualquier
momento, pero eso no sucedió. Como si fuera consciente de sus temores,
Logan se detuvo un instante, apartó los cacharros del desayuno con el brazo
y, tomándola de la cintura como si pesara menos que una pluma, la sentó
sobre la encimera. Después, desde su posición privilegiada, siguió lamiendo
y mordisqueando sus pechos mientras la acariciaba íntimamente.
Emma no se lo podía creer. Su primera noche ya había sido increíble
pero eso, esa forma de tocarla y despertar su placer de aquella manera
descarada y audaz ahí mismo, en la mesa de la cocina, la estaba haciendo
enloquecer. Se apoyó firmemente con las manos sobre los azulejos y le
colocó los pies en los muslos, oscilando la cadera para ofrecerse más a él.
Al hacerlo lo miró y encontró la mirada salvaje de sus ojos verdes
contemplándola como si ella fuera de su propiedad.
—Logan, por Dios… —jadeó, cerrando los párpados rápidamente.
—Shhhh, no blasfemes —dijo él burlón, pellizcándole un pezón como
castigo.
Después su lengua abandonó sus pechos para deslizarse hacia abajo,
hasta su ombligo. Depositó allí un casto beso y luego se colocó los pies de
ella sobre los hombros, inclinándose entre sus muslos. Emma sabía lo que
venía ahora y lo anhelaba con desesperación. Hundió los dedos en su pelo,
acariciándolo con ansiedad contenida. Él se acercó hasta rozar su palpitante
clítoris con los labios y respiró sobre él, acariciándola con su aliento
ardiente. Luego lo besó de manera dulce y superficial, un beso tan delicado
que, contradictoriamente, la excitó de manera salvaje.
—Pero mira qué mojada estás… —comentó a media voz con aquel tono
grave y seductor que causaba devastadores efectos en ella—, voy a tener
que ponerle remedio.
Su lengua se deslizó con habilidad en una larga pincelada, lamiendo el
sexo de Emma de abajo a arriba una, dos y tres veces. Después ella sintió
cómo sus dedos la penetraban de manera lenta, con un movimiento rotativo.
Gimió, creyendo que el calor la haría derretirse. La boca de Logan se cerró
sobre su sexo y entonces comenzó la danza salvaje: sus dedos entraban y
salían de ella, sus labios y su lengua la torturaban con un ritmo cambiante,
haciéndola vibrar como una cuerda de arpa. Ella gemía y arañaba la
encimera, sintiendo que el calor se acumulaba en su vientre y ascendía más
y más, llevándola al cielo.
—Dios, Logan, no puedo… no voy a poder… —sollozó cuando sintió
que el placer era demasiado intenso y el orgasmo empezaba a acecharla
como un tsunami.
—No te resistas —murmuró él a duras penas contra su carne mojada.
Emma obedeció. El orgasmo la sacudió como una tormenta y la hizo
temblar y gritar, agarrarle del pelo y presionar su rostro contra su sexo
mientras ella empujaba con las caderas. Era demasiado. Demasiado intenso,
demasiado fuerte, demasiada euforia concentrada en cada latido, cada
contracción, cada estremecimiento. No quería que parase, no quería que
aquel clímax se apagara. Fue largo y glorioso y cuando al fin las
convulsiones se redujeron y todo empezó a diluirse, como las olas que se
retiran de la arena, Emma se dio cuenta de que tenía la cara de él enterrada
entre las piernas, que estaban hechas un nudo alrededor de su cuello.
«Dios mío, soy una zorra», pensó soltándole rápidamente del pelo y
bajando los talones al taburete. Logan alzó el rostro, relamiéndose. Le
brillaban los ojos, no parecía ofendido en absoluto.
—Lo… lo siento, yo… —comenzó ella. Pero no pudo hablar, él la besó
en ese momento y sus manos calientes y ásperas la agarraron de los pechos,
masajeándolos concienzudamente. Emma cerró los ojos y suspiró,
dejándose llevar una vez más.
—¿Estás cansada? —le preguntó al oído cuando se separó de sus labios.
—No…
—¿Quieres volver a la cama?
—Depende de para qué.
Logan sonrió con su sonrisa de pirata.
—Para follar.
Emma apretó los labios y luego asintió con fuerza. Él la cogió en brazos
y la llevó de nuevo a la habitación. Ya no era una aventura de una noche,
ahora sería de una noche y una mañana, por lo menos.

***
A mediodía, cuando sonó el teléfono, Emma se despertó sobresaltada.
Miró la hora en la pantalla antes de descolgar: ¡¿Las doce y media?! ¿Cómo
era posible?
—¿Sí? —murmuró somnolienta.
—¿Emma?
Ella miró por encima de su hombro, Logan seguía allí, tumbado boca
abajo, con marcas de arañazos en la espalda y profundamente dormido.
Sonrió, orgullosa de sí misma.
—Sí, dime, Liz.
—¿Estabas dormida aún? ¿Ha pasado algo?
—Nada malo —respondió crípticamente—. ¿Querías hablar?
—Solo preguntarte qué tal estabas, pero algo me dice que tienes cosas
que contarme, ¿me equivoco?
—No. Pero son buenas, así que puedes estar tranquila. ¿Nos vemos esta
noche? Podemos ir a cenar al Ciudad Feliz, como en los viejos tiempos.
—Uuuuuh, vaya, esto promete. ¡De acuerdo! Nos vemos allí a las siete,
¿vale?
—Allí a las siete. Besitos.
—Besitos.
Tras colgar el teléfono, se dio la vuelta y se encontró con los ojos verdes
de Logan que la observaban de nuevo con esa mirada provocadora, como si
se la quisiera comer. Emma no pudo evitar una nueva sonrisa.
—Buenos días otra vez —dijo ella.
—Otra vez, sí.
—Borra esa mirada, es mediodía, no podemos seguir así las veinticuatro
horas —le advirtió al sentir que él la empezaba a acariciar con el pie bajo
las sábanas.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque hay que hacer otras cosas, como comer, por ejemplo. Por
cierto, ¿comemos juntos? —añadió sintiéndose valiente.
—Claro, ¿por qué no?
—De acuerdo, voy a ducharme.

***
Cuando Emma desapareció tras la puerta del cuarto de baño, Logan
esperó unos segundos hasta oír el agua corriendo en la ducha. Por un
momento pensó en entrar y asaltarla, repetir sus hazañas de la noche
anterior (y de aquel día), pero sacudió la cabeza y se centró en su trabajo.
No estaba allí por placer, por más que el placer fuera una parte importante
de lo que estaba haciendo, una parte que agradecía, y mucho. Se levantó
con cuidado y tras ponerse la ropa interior, comenzó a registrar los cajones
de la habitación de Emma de manera metódica y rápida. Comenzó por los
de la mesilla, que solían ser los más íntimos. Encontró tres juegos de llaves,
una agenda, medicamentos y algunos objetos personales que no le dieron
ninguna pista importante de lo que buscaba. Después fue a la cómoda e hizo
otro tanto, y por último hizo una inspección somera del armario. El agua de
la ducha aún funcionaba, así que buscó en su chaqueta de cuero, sacó un
trozo de masa de modelar e hizo un molde de los juegos de llaves. A
continuación se los guardó en la ropa interior y lo dejó todo como estaba.
—¿Quieres ducharte? —preguntó Emma al salir.
Estaba preciosa, con su hermoso pelo rubio húmedo y ondulado, el
rostro resplandeciente, los ojos azules más líquidos que nunca. Le habría
vuelto a hacer el amor ahí mismo, pero no era buena idea, y menos llevando
lo que llevaba oculto en el bóxer.
—Si no te importa…
—Claro que no, adelante.

***
Emma suspiró, sentándose en la cama mientras se secaba el pelo
cuidadosamente con la toalla. Le habría gustado que Logan la acompañara
en la ducha pero quizá tendrían más oportunidades. «Eso espero», pensó. Se
sentía bien, más enérgica y despierta que nunca. Abrió el armario para
buscar qué ponerse y optó por un vestido largo de punto con flores
estampadas, leggings gruesos y botas altas junto con un cuello de lana que
la protegería del frío y un cinturón ancho de cuero negro. Dejó la ropa sobre
la cama y luego miró los vaqueros, la chaqueta y la camiseta de Logan.
Antes de ser consciente de lo que hacía, se acercó a las prendas y comenzó
a registrarlas. Encontró unas llaves, el teléfono móvil, unas cuantas
monedas sueltas y un paquete de chicles de fresa. Aquello le hizo gracia,
aunque no sabía por qué. Luego intentó mirar el teléfono, buscando
mensajes interesantes, pero estaba bloqueado.
«¿Cuál será la clave?», pensó.
En aquel momento se dio cuenta de lo que estaba haciendo y devolvió el
móvil a su lugar, llena de culpa. «¿Qué demonios me pasa? ¿Cómo se me
ocurre ponerme a registrar sus cosas?». Era cierto, no sabía mucho de él,
pero hacerle un registro cual novia celosa no iba a ayudarle a cimentar una
confianza. Logan había hablado de la confianza y aquello había removido
todos los fantasmas que Emma guardaba bajo la alfombra.
Lo cierto era que Logan le gustaba. Quería confiar. Pero por desgracia no
era tan fácil como desearlo.
Cuando él salió de la ducha, ella ya se había vestido y maquillado.
Ocupó el baño unos momentos más para secarse el pelo y luego cogió el
abrigo, dedicándole una sonrisa al hombre que había hecho que las últimas
horas fueran inolvidables.
—Lista. Nos vamos cuando quieras.
—¿Puedo decirte que estás preciosa? —preguntó él, acercándose para
rodearle la cintura con el brazo.
—Puedes, y debes —replicó Emma—. No me he vestido así para que no
me digas nada.
Entre risas, los dos salieron del apartamento.

***
El lugar elegido fue Mario’s, un restaurante italiano que Emma adoraba.
Le gustaba mucho el ambiente tradicional y recogido del lugar, con sus
mesas y sillas de madera, los manteles de cuadros y botellas de aceite con
especias decorando las paredes junto a viejas fotos de Nápoles. Observó a
Logan mientras se sentaban en la mesa que les habían dado. Él parecía
mirarlo todo con mucho interés y eso le agradó.
—Vengo a menudo con mis amigos. ¿Te gusta? —preguntó ella.
—Mucho. Es muy pintoresco.
Aún era temprano y el lugar estaba bastante vacío, apenas dos mesas
ocupadas sin incluir la suya. El camarero llegó para tomarles nota casi de
inmediato. Escogieron una ensalada de la casa para compartir, y después
Emma pidió tortellini de gorgonzola y pera con salsa de queso. Logan optó
por una lasaña en cazuela de barro y lo acompañaron todo con el vino que
el camarero les recomendó.
—No sabía que la pasta podía rellenarse con pera —comentó Logan
cuando se quedaron solos de nuevo—. Sí que eres aventurera.
Emma rio.
—Yo tampoco lo sabía hasta hace unos meses. Mi amiga Jen lo pidió
una vez y estaba buenísimo.
—Si lo pidió ella y tú piensas que estaba buenísimo es porque metiste el
tenedor en su plato. ¿Así que eres de esas? —la interrogó él con fingida
seriedad.
—Por supuesto.
—Pues pienso proteger mi lasaña a vida o muerte. Logan no comparte su
comida.
—¿Acabas de hacer una referencia a Friends?
—No haré declaraciones al respecto.
Emma rio de nuevo, cogiendo un palito de pan con aceitunas y
mordisqueándolo distraídamente. Se sentía muy a gusto, tal vez demasiado.
Logan era ingenioso, encantador y divertido, además de muy guapo. Y no
miraba el móvil cuando estaba con ella. Era casi perfecto, lo cual lo
convertía en un peligro… y le despertaba demasiada curiosidad.
—Así que eres irlandés —preguntó como por casualidad—. ¿Y qué
haces aquí, en Boston?
—¿Qué hacen la mayoría de los irlandeses de Boston en Boston? —
respondió él con aquella media sonrisa que la hacía querer suspirar como
una boba—. Hoy, igual que hace dos siglos, venimos aquí a buscar trabajo
para no morirnos de hambre. No es que mi familia sea pobre. Tampoco
somos ricos pero no nos podemos quejar. Mis padres tienen una casa propia
y mi hermana ha podido estudiar una carrera. A mí no me gustaba estudiar,
así que mis únicas salidas laborales eran las fábricas, el puerto…
—Entiendo.
—Vine aquí y vi que las cosas no eran muy diferentes, pero gracias a un
par de trabajos y a mis ahorros, pude inscribirme en un programa de
formación para seguridad privada. Y así acabé en la torre Harrington.
—¿Y te gusta lo que haces?
—¿Pasearme de un lado a otro con un traje negro y un arma oculta? Sí,
la verdad. —Sonrió de nuevo—. No es el peor trabajo del mundo y pagan
bien.
Emma dio un sorbito de agua, pensativa.
—¿Y no te da miedo que haya problemas y tengas que…? Ya sabes.
Actuar.
—Estoy preparado para ello.
—Ya, pero una cosa es hacer un curso de formación y otra tener esa
capacidad de reacción o tendencia natural para… no sé, para la violencia.
—Algo en la mirada de Logan se retrajo y Emma temió haber dicho algo
inapropiado—. Perdona, no estoy juzgando tu trabajo ni quiero decir que no
sepas hacerlo, es solo que pareces tan majo… no te imagino reduciendo a
nadie.
—¿No? Pues te aseguro que se me da muy bien. —Los labios de él
volvieron a curvarse, aunque esta vez sus ojos no sonreían. Había sido algo
muy sutil pero por más que él tratara de disimularlo, Emma podía percibir
esa extraña barrera que se alzaba ahora entre los dos, el muro en sus ojos
verdes—. Si quieres, te lo demuestro en algún momento, cuando estemos
más… ya sabes. A solas.
Ella abrió mucho los ojos y sintió que el calor le subía a las mejillas.
Imaginar a Logan sobre ella, manteniéndola inmóvil, observándola serio
con aquella mirada de depredador la excitó más de lo que podía reconocer.
Carraspeó, buscando algo que responder mientras la sonrisa maliciosa de él
se ensanchaba, pero por suerte en ese momento llegó el camarero con el
vino y la ensalada.
—¿Y qué me dices de ti? —siguió hablando él una vez se hubieron
servido y estuvieron solos de nuevo—. No me has contado gran cosa.
—Ya has descubierto mucho tú solo —respondió ella con buen humor,
haciéndose la misteriosa.
—No tanto. Sé que eres la nueva secretaria de Harrington y que creciste
en un orfanato. Que tienes una familia no biológica y que te gusta la
decoración minimalista. Y también sé algunas cosas sobre tu cuerpo y tus
gustos sexuales que no vamos a mencionar en la mesa, somos personas
educadas.
Emma tragó con fuerza la porción de tomate, atún y rúcula y tosió un
poco. Se aclaró la voz.
—Pues yo diría que ya tienes suficientes datos.
—No, háblame de tu infancia en el orfanato. —Emma lo miró
escandalizada. Aquella forma tan directa y clara de abordar el tema la
desconcertó. Por lo general, la gente solía ser muy discreta con aquel asunto
y no sabían cómo hablar de ello; tampoco si debían, así que lo obviaban. Al
parecer, Logan no era muy de obviar las cosas—. Me he dado cuenta de que
odias que te tengan pena por ser huérfana. Bueno, quiero que sepas que a
mí no me das pena. Me parece una putada, pero cada vida tiene sus dramas,
así que cuéntame algo sobre eso. ¿Estabas bien? ¿Era raro?
—Lo que es raro es lo que estás haciendo tú —respondió con más
sorpresa que enfado.
—Bueno, si no quieres hablar del tema solo tienes que decirlo.
—No, no es eso. Bueno… no lo sé. ¿Por qué te interesa? ¿Tienes algún
tipo de fetiche con los huérfanos?
—No, con los huérfanos no. —La sonrisa de pirata de Logan volvió a
asomar a su rostro y Emma no pudo evitar una risilla. «Es un
sinvergüenza», pensó. Se dio cuenta de que eso le encantaba—. Con otras
cosas… puede que sí.
—¿Como qué?
—Dios mío, señorita Barnes. ¿Quién hace ahora las preguntas
inapropiadas?
—No te hagas el santo, has empezado tú.
—Cuerdas.
Emma parpadeó. No es que no lo esperase, no esperaba nada en
concreto. Tampoco la escandalizaba especialmente. Era el modo en que
Logan lo había dicho, mirándola a los ojos con descaro, escupiendo la
palabra rápidamente, como si hubiera estado deseando confesar desde el
principio. Un hormigueo de excitación se extendió por su piel. Intentó tapar
aquellas sensaciones con comida y masticó más ensalada.
—Vaya. ¿Atar o que te aten?
—Las dos cosas, aunque a ti te ataría. Seguro que estás preciosa, toda
sonrojada.
Emma tragó con fuerza. A este paso se iba a ahogar en una de esas.
—No creo que me guste.
—Si en algún momento te apetece, podemos probar.
—Tal vez… aún tengo que pensarlo bien. Ya sabes que no tengo mucha
experiencia —dijo Emma bajando la voz mientras hacía rodar una aceituna
en su plato con el tenedor—. ¿Estamos dando por hecho que seguiremos
viéndonos?
—Si tú quieres, a mí me gustaría.
Emma lo meditó un rato.
—Eso también tengo que pensarlo bien. —Logan asintió. Ella lo miró
para asegurarse de que no le había parecido mal la respuesta pero no vio
rechazo alguno en su expresión ni en su mirada. «¿Y qué más me daría? Si
le parece mal, que se fastidie. Soy yo quien elige quién entra en mi vida y
cómo…», pensó para reafirmarse. Sin embargo, en el fondo de su corazón
deseaba que él estuviera bien con eso—. No es por ti —añadió.
—Todo está bien, no tienes por qué darme explicaciones. Tienes tu ritmo
y lo respeto.
—Gracias. —Hizo una pausa—. Pero, aun así… quiero que lo entiendas.
Mis relaciones anteriores no han sido para recordar. O quizá sí, pero no por
buenas precisamente… —Él la miró, escuchando. Eso también le gustaba,
la forma que tenía de escucharla, como si de verdad le importara todo lo
que ella tenía que contar—. Nunca se me ha dado bien confiar en la gente…
como tú dices, tengo mi ritmo. Necesito ir poco a poco… Quizá te resulte
raro, nosotros no hemos ido poco a poco, pero… no sé, lo nuestro, sea lo
que sea, es muy atípico. —Logan sonrió a medias, parecía satisfecho por
eso. «Espero que no se le suba a la cabeza», pensó Emma. Luego continuó
—. Mi primera pareja parecía aceptarlo y respetarme, pero yo no estaba
preparada. Éramos muy jóvenes, yo acababa de independizarme y… bueno,
intentamos pasar la noche juntos pero no salió bien. No pude llegar hasta el
final. Ni apenas empezar, para ser sincera. Él se puso furioso y… —Al ver
cómo cambiaba la expresión de Logan, volviéndose dura y protectora, se
apresuró a terminar— no, no es lo que piensas. Solo se enfadó y empezó a
presionarme, a amargarse cada vez más. Al final lo dejé. Con el segundo
chico pasó algo parecido, llegamos más lejos pero a la hora de la verdad, no
fui capaz.
Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada. Emma fijó la mirada en su
plato ya vacío. Se sentía como un alien: venía de un lugar raro, atípico, y
sus relaciones también lo eran. Por mucho que intentara encajar, no lo
conseguía. Liz había logrado una vida normal. Patrick y Jen no, pero ellos
estaban felices con sus decisiones, con su forma de desenvolverse en el
mundo. Emma, en cambio, se sentía atrapada en una serie de conductas y
traumas que por alguna razón no podía superar.
—Comprendo —dijo Logan al fin.
—No creo —respondió ella sin pensar.
—¿No crees? Bueno, te diré lo que pienso y tú me corriges. —Emma
alzó la vista hacia él interrogativamente. Logan se encogió de hombros—.
Has dicho que quieres que lo entienda, ¿no? Te he dicho que lo hago, pero
no pareces convencida. Arreglémoslo.
—D-de acuerdo —replicó ella, desconcertada—. ¿Qué es lo que
piensas?
—Pienso que no confías en nadie.
Lo soltó así, sin más, como si no fuera tan grave, ni tan difícil, ni tan
oscuro. Emma se le quedó mirando. «Así que es así de obvio…».
—Sigue.
—Respecto a tus anteriores parejas, te esforzaste por confiar en ellos e
hiciste progresos. Pero a la hora de abrirte de forma más íntima, no te
sentiste segura. Su reacción, en lugar de ofrecerte un suelo más sólido que
pisar, te hizo sentirte culpable e incomprendida, por lo que te cerraste más.
—¿Eres psicólogo? —lo interrumpió ella medio en broma. Se sentía
analizada y aunque podría haberla ofendido, eso le gustaba. Logan se estaba
tomando muchas molestias en conocerla.
—No, pero soy observador. Y trabajé como camarero durante un tiempo
—añadió de nuevo con su ya clásica sonrisa sesgada—. ¿Qué tal lo he
hecho?
—Bastante bien.
—Entonces, ¿me crees cuando te digo que te comprendo? —De súbito,
Emma sintió el calor de su palma sobre el dorso de su propia mano. Aquella
sensación la hizo derretirse por dentro. No lo esperaba, y aquel contacto tan
personal le resultó reconfortante. Asintió con la cabeza—. Perfecto. Porque
quiero que sepas que me interesas muchísimo y me gustas. Quiero que
sigamos viéndonos, pero no te presionaré. Si tengo que esperar, esperaré. Si
quieres que te deje en paz, te dejaré en paz. No intentaré entrar en tu vida
sin tu permiso y sin que estés lo bastante segura.
Emma aún estaba pensando qué responder cuando trajeron el segundo
plato. El cambio de aires aligeró el ambiente y con maestría, Logan dirigió
la conversación hacia aguas más tranquilas sin esperar reacción alguna por
su parte. Charlaron de series, de aficiones comunes y sobre sus vidas en
Boston. Dejarse llevar por Logan era tan fácil… demasiado fácil.
Al terminar la comida, salieron del local satisfechos y llenos. Logan
llevó a Emma de vuelta a casa y la acompañó a la puerta.
—Muchas gracias por todo —dijo ella, mirándolo y sintiéndose estúpida.
Estaba segura de que, fuera lo que fuera esa emoción esponjosa y cálida que
tenía en el pecho, se le notaba en la cara.
—Gracias a ti. —Logan se apartó el pelo del rostro y le dedicó su sonrisa
favorita—. ¿Lo has pasado bien?
—Mucho. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en una… —«¿Cita?
¿Esto ha sido una cita?»— comida.
Él ensanchó la sonrisa con un brillo pícaro en los ojos, como si supiera
perfectamente lo que Emma había estado a punto de decir.
—Lo mismo digo.
Ella sacó las llaves, indecisa. No estaba segura de cómo despedirse. Una
vez más, no tuvo que pensarlo: Logan se acercó, enmarcó su rostro
delicadamente entre sus grandes y cálidas manos y la besó. Fue un beso
lento, profundo, lleno de dulzura. Cuando se separaron, ella tenía ganas de
llorar, aunque no sabía por qué. Aquel hombre estaba colándose en su
corazón a una velocidad vertiginosa y le daba un miedo atroz, pero al
mismo tiempo estaba deseando que él lo hiciera, que derribara todos sus
muros y la conquistara definitivamente.
—¿Te importa si entro un momento a por una cosa? —dijo
precipitadamente—. No te vayas, saldré enseguida.
Logan alzó las cejas, sorprendido.
—Sí, claro.
Emma abrió la puerta a toda prisa y entró como una exhalación. Tuvo
que ir hasta la cocina en busca de un bolígrafo. Volvió a salir y, agarrando la
mano de Logan, le apuntó su número en el antebrazo.
—Llámame, ¿vale? —murmuró atropelladamente antes de entrar de
nuevo en la casa y cerrar tras de sí.
Tenía el corazón acelerado. ¿Qué le estaba pasando? Tenía casi treinta
años, ¿por qué se sentía como si fuera una cría de dieciséis? «Dios mío, le
he dejado en la puerta. Va a pensar que soy estúpida. No debe entender
nada». Estaba dispuesta a salir cuando su teléfono vibró. Lo buscó en el
bolso y vio que tenía un mensaje de un número que no conocía.
Emocionada, aceptó el mensaje y lo leyó:
Te llamaré. Es una promesa.
Emma sonrió, feliz.

***
A las siete menos cinco, Emma se presentó en el Ciudad Feliz. Era un
restaurante chino ubicado en el vecindario de Dorchester. Allí, entre
antiguas naves industriales reformadas como viviendas y centros de
activismo social se ubicaban todo tipo de comercios y restaurantes
multiculturales. Aquel barrio había sido uno de los favoritos para los
hermanos Barnes desde el momento en que se mudaron a Boston y siempre
que quedaban para comer fuera y recordar viejos tiempos o hablar de cosas
importantes solían escogerlo.
La campanilla sobre la puerta del restaurante tintineó cuando Emma hizo
acto de presencia. Al fondo, entre las mesas con manteles color crudo y la
decoración típica, Emma distinguió a su amiga, que se incorporó a medias
para saludarla. Fue a su encuentro con una sonrisa y se abrazaron antes de
tomar asiento de nuevo.
—Vaya, qué buena cara tienes, Emma.
«Dios, ¿tanto se me nota?», temió ella.
—Lo mismo digo, estás radiante.
—No tanto como me gustaría. Ya sabes lo que dicen de las embarazadas
—apuntó Liz con tristeza.
Emma asintió y le agarró la mano. Pidieron y pronto comenzaron a
hablar. Emma había pensado en contarle su historia con Logan pero nada
más encontrarse con Liz se dio cuenta de que ella estaba a punto de
explotar. Era habitual en su amiga. Elizabeth siempre había sido la más
maternal de los cuatro, la que les cuidaba a todos, pero eso implicaba una
contraparte muy poco saludable: solía guardarse sus problemas para sí
misma. Emma sabía que la única con la que se abría de verdad era con ella,
y aun así no lo hacía a menudo. Siempre pensaba que los problemas de
cualquiera eran más importantes que los suyos. Así que al verla tan
dispuesta a hablar, prefirió callarse lo suyo hasta más adelante; sabía que
interrumpirla supondría que Liz volviera a desestimar sus propias
preocupaciones.
—Ya no sé qué hacer Em… al principio todo parecía muy fácil. Tomar la
decisión, ponernos a intentarlo… creí que tardaría menos en quedarme
embarazada —comentaba mientras hundía los palillos en su cuenco de
pollo kung pao—. Y ahora, además, estoy tan indecisa con lo de la
adopción…
—¿Indecisa por qué? Pensaba que ibais a hacerlo de todos modos, te
quedaras embarazada o no…
—Sí, sí, era la idea, pero me da la impresión de que a Philip no le hace
gracia. Es decir, creo que no quiere solo eso, ¿sabes? Desea un hijo propio.
Está de acuerdo con la adopción, pero también quiere un descendiente con
su sangre, con su… inteligencia, supongo…
Emma frunció el ceño, tratando de seguir el hilo. Liz parecía nerviosa,
nunca había visto a nadie comer pollo picante tan rápido sin inmutarse. Era
cierto que su amiga aguantaba bien las especias, pero notaba una ansiedad
en sus gestos que la preocupó.
—¿Eso te lo ha dicho él, o son conclusiones propias? —se atrevió a
preguntar. Estaba segura de que Philip, pensara lo que pensase, nunca diría
nada como eso.
—No, son conclusiones. Es lo único que tengo para bregar con todo esto.
—Liz dejó los palillos y suspiró, frenando un poco. Bebió agua y miró a
Emma con tanta tristeza que ella sintió el impulso de levantarse y abrazarla
de inmediato—. Amo a Philip. Le adoro, es el mejor hombre sobre la tierra.
Es bueno, dulce, cariñoso, me respeta al máximo, es divertido… pero a
veces… a veces no se involucra lo suficiente. Sé que ahora está muy
ocupado con el estudio que están haciendo en la universidad, pero estamos
hablando de hijos. Es un proyecto de vida. Necesito su apoyo y que me
hable claro… y no creo que lo esté haciendo. Todo le parece bien, pero creo
que simplemente lo deja en mis manos y se desentiende.
Emma alargó la mano sobre la mesa para agarrar la de su amiga.
—Liz…
—Ya. Lo sé, tengo que decírselo, ¿verdad? Pero me preocupa.
—¿Por qué?
—Porque tal vez todas mis conclusiones sean reales. Tal vez sea cierto
que prefiere un hijo biológico y que si llevamos a cabo la adopción, ese
niño o esa niña siempre estará en segundo lugar en su corazón… ¿Sabes
cómo me hace sentir eso?
—Lo sé, cielo. Lo sé.
Emma podía notar su propio pellizco en el estómago. Ese mismo miedo
al rechazo lo sentía ella todos los días, era la carga que los cuatro llevaban.
Habían sido niños sin padres, niños huérfanos que no habían encajado en
ningún hogar. Aquello marcaba de por vida. Y el miedo de Liz estaba
justificado. Si Philip rechazara la idea de la adopción o se mostrara menos
entusiasta con eso que con su propio hijo biológico, para Liz sería igual que
si la rechazara a ella. Sería como decirle a la cara que valía menos que el
resto de las personas.
—Sé que no puedo dejarlo estar sin más… Si no tuviera tanto miedo…
—Es normal que tengas miedo. Has encontrado a un hombre maravilloso
y temes que esto os separe. Pero por eso mismo, tienes que darle un toque
de atención, Lizzie. Phil no es ningún cretino, lo ha demostrado en todos
estos años. Ha sido un amor, no solo contigo, también con nosotros. Es solo
que está demasiado en su mundo. Y si no se da cuenta por sí mismo de que
ahora tiene que centrar su atención en vuestra vida personal, creo que
deberías hacérselo notar tú. De forma clara y directa —terminó asintiendo
con convicción—. Asegúrate de que lo entiende.
—Tienes razón. —Liz suspiró profundamente y volvió a comer, esta vez
a un ritmo más normal. Su forma de hablar también se suavizó—. En
realidad ya lo sabía antes de venir aquí, pero a veces necesito dejarlo salir
para verlo claro, dejarme de excusas y tomar la decisión.
—Te entiendo. A mí también me pasa.
Siguieron cenando y la conversación se desvió naturalmente hacia temas
más superficiales. Hablaron durante un rato sobre la novia de Patrick, que
según Liz era buenísima haciendo yoga. Emma rio y lo puso en duda;
estaba convencida de que no era para tanto. Linda no le caía muy bien,
como casi ninguna de las novias de Patrick. No porque le parecieran
estúpidas o cabezas huecas, sino porque le daba rabia verlas tan sometidas a
él, tan engatusadas por las malas artes de su amigo.
—Necesita a una chica que lo ponga en su sitio —comentó Liz.
Emma sonrió a medias, recordando la mirada que había sorprendido de
él hacia Jen.
—Sí, estoy de acuerdo. —«Morena, con gafas y de metro sesenta y
cinco, para más señas»—. Ya le llegará. Todos encontramos la horma de
nuestro zapato antes o después. —Algo en la mirada de Liz y en su sonrisita
la hizo sentirse incómoda—. ¿Qué, por qué me miras así? ¿Dónde está el
chiste?
—Nada, es que hablas como si tú hubieras encontrado la tuya.
—Ah, no, para nada —respondió Emma bajando la mirada hacia su
plato.
—¡Dios mío, te has sonrojado! —exclamó Liz con emoción, tanta que
hasta dio un saltito sobre la silla—. ¡Vamos, cuéntamelo todo!
Emma bebió agua para ganar tiempo, pero luego empezó a hablar sin
más. En realidad, estaba deseando soltarlo.
—No es la horma de mi zapato, es solo… un chico. Nos estamos
conociendo.
Liz puso expresión de asombro y luego se acomodó bien en la silla,
adelantándose para escuchar mejor. Verla tan curiosa y llena de atención le
sacó una sonrisa a Emma que no se molestó en disimular.
—Vaya, vaya. Así que os estáis conociendo. ¿Y dónde lo has
encontrado?
—Es guardia de seguridad en la torre Harrington. Nos tropezamos por
casualidad y… bueno, parece ser que le gusté, porque de pronto nos
encontrábamos en todas partes… —Emma se dio cuenta de que estaba
omitiendo deliberadamente la forma tan extraña en que él la había
abordado, confesando abiertamente que la seguía. No creía que Liz se lo
tomara bien y en aquel momento necesitaba su aprobación—. El caso es
que hemos empezado a quedar.
—¡Eso es estupendo, Emma! ¿Habéis salido juntos ya? ¿Cuántas veces?
—Bueno, salir solo una… —respondió ella dubitativa. Supo que volvía a
sonrojarse al sentir el calor en su rostro—. Pero hemos hecho otras cosas
que se hacen dentro de casa… y no me refiero a la repostería.
El gritito emocionado de Liz escandalizó a algunos comensales y Emma
se echó a reír. Luego las dos cuchichearon en voz baja, inclinadas la una
hacia la otra.
—¡¡No me digas que lo has hecho!! —exclamó Liz en voz baja.
—Sí, y no me ha costado nada. Todo fue tan fluido, tan natural… Ha
sido una pasada, y él es increíble. Es considerado, divertido, sexy…
—¡Madre mía, Emma!
—Y no tengo con qué comparar, pero me ha parecido muy bueno en la
cama.
—¡¡Madre mía, Emma!! —repitió Liz—. ¿Tienes alguna foto?
—Qué va, pero en cuanto consiga una te lo enseño. Es muy guapo. Tiene
los ojos verdes, el pelo oscuro… Me encanta su nariz. Y tiene una moto. Es
de Irlanda, su madre es profesora y tiene una hermana, él vino aquí a buscar
empleo porque no quería trabajar en la fábrica.
—Un irlandés, qué bonito, Em. ¿Y cómo lo ves? Lleváis poco, ¿tienes
algún plan?
Emma negó, incapaz de dejar de sonreír.
—Ninguno, solo quiero seguir adelante hasta donde nos lleve todo esto.
Si se termina, se terminó. Y si acaba siendo algo más, pues… ya veremos.
Por ahora solo quiero disfrutar el momento.
—Eso es. Al fin estás disfrutando el momento. ¡Estoy tan contenta por
ti!
Liz se vino arriba después de aquellas confesiones. Las dos brindaron y
hablaron de hombres; después hablaron del pasado y al salir del restaurante
dieron una vuelta por el barrio recordando antiguas aventuras, noches de
juventud y tardes serenas cuando el mundo parecía más sencillo y todas las
esperanzas parecían igual de realizables. Al despedirse, Liz para ir hacia su
coche y Emma para caminar hasta el metro, aún tenía aquel sabor agridulce
en los labios, el de la nostalgia. Cuando era una adolescente se imaginaba
cómo sería su vida. Ahora ya era adulta, su vida ya era, y aquello era lo que
tenía. Lo que había conseguido. Por supuesto aún podía haber cambios,
grandes y pequeños, pero sus sueños de futuro le habían parecido más
brillantes y hermosos antes de tocarlos con los dedos. Ahora no le parecía
que la vida adulta fuera para tanto.
«Todo es mejor cuando aún está por ver», reflexionó apaciblemente,
caminando por el bordillo de la acera con el ánimo ligero y una sensación
de paz muy auténtica.
Entonces, de pronto, lo vio. Justo en un cruce, doblando una esquina. Era
él, Logan. Sonrió e iba a levantar la mano para saludarlo cuando se fijó en
su expresión y su manera de andar. Estaba serio, concentrado, hablando por
el móvil, y caminaba a toda prisa hacia algún lugar que debía conocer bien,
pues sus pasos no vacilaban.
«¿Qué hace aquí?», se preguntó. Recordó la forma extraña en que se
habían conocido y cómo había tenido el impulso de mirarle el móvil. Ahora
además se encontró queriendo seguirlo. «Emma, ¿qué pensamientos son
esos? Uno no sigue a las personas que le gustan», se reprendió
mentalmente. Pero… Logan la había seguido a ella, ¿no? Precisamente
porque le gustaba. ¿Por qué no iba a poder hacer otro tanto?
Empuñando aquel endeble argumento, aguardó a que él girase la esquina
y, pegada a la pared, fue tras él.
Capítulo 5
La zona en la que se encontraba aquel edificio no encajaba con lo que
Logan le había contado. Se encontraban lejos de West Roxbury, donde le
había dicho que residía, y aquel lugar era de todo menos un área residencial
segura. La mole cuadrada y desangelada ante la que Logan se detuvo era
relativamente moderna, mucho más, al menos, que los edificios del centro.
A esas horas de la noche el lugar era especialmente siniestro, algunas
farolas no funcionaban, había pocos coches aparcados junto a las aceras y
parecían necesitar algunas reparaciones. La fachada del edificio tenía
pintadas y muchos de los ladrillos rojos que la cubrían se habían
desprendido, dándole un aspecto viejo y desgastado.
Estuvo sintiéndose mal todo el camino, preguntándose en numerosas
ocasiones por qué estaba comportándose de esa manera, siguiendo a un tipo
con el que se había acostado y con el que no pretendía tener nada más que
buen sexo. Sin embargo, verle entrar en aquel lugar con pinta de nido de
narcotraficantes le demostró que aquel no había sido un impulso irracional.
«Irracional es que me esté acostando con un tío que me ha estado
siguiendo. Él ha hecho lo mismo conmigo, podría pensar que es un
acosador… o algo peor. ¿Y si realmente lo es? Algo pasa con él y tengo que
averiguarlo», pensó. Se arrebujó en el abrigo y caminó hacia la entrada
cuando Logan ya había desaparecido en el interior. Esperó parapetada junto
a un árbol reseco, observando el movimiento en las inmediaciones. No
parecía haber camellos en las esquinas, ni coches parando para realizar
compras dudosas, pero no era el mejor barrio de Boston y no entendía por
qué Logan le había mentido al respecto de su residencia, ¿es que le
avergonzaba?
Tras un tiempo prudencial, abandonó su escondite tras el árbol y se
acercó al portal. Buscó a Logan en los timbres, pero en la botonera no
venían reflejados los nombres, solo estaban los números de las puertas.
Justo en ese momento, cuando se planteaba tocar a un número al azar e
inventarse alguna historia para que la dejaran entrar, la luz del vestíbulo se
encendió y un hombre mayor abrió la puerta con una bolsa de basura en la
mano. Al verla allí plantada le dirigió un gesto inquisitivo y esperó a que la
puerta se cerrara tras él.
—Ah, disculpe —dijo Emma, inventando una excusa con rapidez—, soy
la hermana de Logan O’Reilly, no recuerdo su piso, ¿podría decirme cuál
es?
El viejo la miró con un gesto hosco, como si el simple hecho de que se
dirigiera a él le molestara.
—Aquí no vive ningún Logan —respondió con aspereza, iba a continuar
su camino, pero Emma volvió a hablarle.
—Sí, sí, claro que vive aquí. Tal vez no lo recuerde por el nombre. Es
irlandés, alto, moreno, con los ojos verdes… Bueno, azules —se corrigió—.
Verdeazulados, tiene un color de ojos muy peculiar, ¿no le resulta familiar
nadie así?
Según le describía, el hombre fue frunciendo el ceño hasta que su actitud
desagradable se transformó directamente en una actitud hostil.
—Márchate de aquí —sentenció.
Emma sintió que se le hacía un nudo en el estómago. El hombre había
reconocido a Logan, su cambio repentino de actitud se lo confirmaba y eso
era más que inquietante, ¿qué ocultaba para que aquel desconocido
reaccionase así al reconocerle?
—Por favor, soy su hermana y tengo que hablar con él —suplicó
intentando apelar a la empatía del hombre, pero este negó con la cabeza.
—Me da igual quién seas, ese tipo es peligroso. Vete y no vuelvas jamás
por aquí —espetó desagradablemente—. Este sitio no es para muchachas
como tú.
El viejo la miró directamente, asegurándose de que le había escuchado
antes de seguir su camino sin volver a mirarla. Emma se quedó allí de pie,
observando la puerta de hierro y vidrio opaco tras la que había desaparecido
Logan minutos atrás, con las preguntas zumbando en su mente como un
avispero. Un miedo repentino se cerró en su estómago y la hizo mirar a su
alrededor, temerosa de la oscuridad de la calle. Pensó en el hombre que la
había asaltado noches atrás, en uno de los lugares más seguros y exclusivos
de Boston, y se preguntó si la necesidad de sentirse segura en ese momento
no la había empujado a un error fatal.
«¿Y si es un delincuente?», se preguntó, sacando el móvil y marcando el
número de la central de taxis mientras cruzaba la calle, buscando una salida
hacia la avenida principal. «No puede ser. Harrington no contrataría a un
delincuente».
Le costaba creer algo así. Tal vez estaba precipitándose, no sabía por qué
el desconocido había dicho eso de Logan, puede que solo fuera un chismoso
o que tuviera algo en contra de los irlandeses. Podían ser mil cosas. Lo que
había vivido con él le hacía difícil creer que pudiera ser alguien peligroso;
la había salvado de una agresión y era el único hombre con el que había
conseguido sentir algo parecido a la confianza.
«Seguirle no es tenerle confianza, precisamente», se reprendió mientras
esperaba al taxi una vez alcanzada la avenida principal. Allí había más luz,
los edificios estaban cuidados y aún había gente por la calle. «Incluso
después de haberme acostado con él, soy incapaz de confiar. Y es evidente
que no es un error: me ha mentido. ¿Por qué me ha mentido? Yo le he
contado muchas cosas, he sido sincera… Y él… ¿en cuánto más lo ha
hecho?».
Esas preguntas no dejaron de acosarla, ni siquiera en la seguridad de su
apartamento. Ni siquiera en los sueños que perturbaron su descanso aquella
noche.
El lunes por la mañana fue especialmente arduo. Después lo ocurrido, de
lo que había descubierto, Emma se encontraba incapaz de concentrarse. El
volumen de trabajo le resultaba especialmente difícil de administrar y
fueron varias las ocasiones en las que pasó mal los recados al señor
Harrington, desembocando en un retraso en una reunión y en que perdiera
una llamada que llevaba días esperando. Susan, que había vuelto al trabajo
sin rastro de resaca y con un cutis precioso, intentó ayudarla durante la
mañana, pero sus propias tareas la mantenían ocupada e incapaz de
ocuparse de los errores de su compañera.
Aunque intentaba centrarse en la campaña de Navidad, en las citas y
gestiones que debía realizar en nombre del señor Harrington, la mente de
Emma no dejaba de volver al edificio de ladrillo desgastado ante el que
había estado la noche anterior. La voz del viejo pidiéndole de manera tan
expeditiva que se fuera, diciéndole que Logan era un tipo peligroso,
resonaba dentro de su cabeza una y otra vez.
«¿Cómo va a ser peligroso alguien que me trata tan bien? El único
hombre que no ha intentado aprovecharse de mí, con el que me siento libre
y segura… ¿por qué es un peligro? ¿Por qué miente?». Era incapaz de
imaginar por qué lo había hecho, y no quería contemplar la probabilidad de
que volvieran a hacerle daño. Sin embargo, que aquel asunto la obsesionara
hasta el punto de interferir en su trabajo solo podía significar una cosa. «Se
me está yendo de las manos. No debería importarme su vida, ni lo que haga
con ella. No quiero meter las emociones en esto…», pensó frustrada. Las
emociones ya estaban en juego y empezaban a angustiarla con un sinfín de
probabilidades nefastas.
Cerca del mediodía, el señor Harrington la hizo llamar y Emma no
necesitó que nadie le dijera qué quería. Sintiéndose idiota, pensando que
estaba poniendo en riesgo su trabajo por un hombre, por los polvos que
había echado y su estúpida manía por tomarse las cosas tan en serio, entró
en su despacho retorciéndose las manos nerviosamente.
Esperaba los ojos del señor Harrington fijarse en ella iracundos, pero en
lugar de eso, su jefe le hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a
su enorme escritorio. La observó con una expresión preocupada. Sus cejas,
casi invisibles por lo rubias que eran, prácticamente se tocaban al fruncirse.
Emma se sentó donde le indicaba, cruzando las manos sobre su regazo e
intentando no mover las piernas nerviosamente.
—Señorita Barnes, me temo que algo está interfiriendo en su trabajo esta
mañana —dijo el señor Harrington en un tono completamente desprovisto
de enfado o decepción.
«Está preocupado», pensó sorprendida.
—Señor, siento lo de la reunión con Everl…
—No tiene importancia —la cortó, evitando que siguiera disculpándose
—. No hay un error de vital consideración, pero empiezo a conocerla y me
resulta realmente extraño este cúmulo de despistes. ¿Se encuentra usted
bien?
El tono casi paternal del señor Harrington la hizo sentir peor. Había
temido que le echara la bronca, o directamente que la despidiera, pero saber
que había preocupado a su jefe le provocó un sentimiento de culpa con el
que no quería lidiar. Realmente no le había ocurrido nada de gravedad, o
eso creía ella, solo estaba distraída pensando en un hombre. En un guardia
de seguridad de la torre, para ser más exacta. No, no podía decirle eso.
Tener que mentirle la hizo sentir aún más incómoda.
—He pasado una noche terrible, la verdad —mintió, solo a medias,
porque los sueños inquietantes no la habían dejado descansar—. Estoy en…
esos días. Ya sabe. Anoche no me encontraba bien y no he podido descansar
como es conveniente.
El señor Harrington alzó las cejas al comprender y asintió despacio,
enlazando los dedos de ambas manos sobre la mesa de despacho. Se echó
hacia adelante, mirándola comprensivamente.
«Qué mentirosa soy».
—Debió notificárselo a Susan y quedarse en casa descansando. Puede
irse y…
—No, no —se apresuró a interrumpirle. Lo último que necesitaba era
irse a casa y tener tiempo libre para seguir dándole vueltas al mismo tema.
No, ni hablar—. Me encuentro bien y le prometo que voy a estar más
centrada lo que queda de día.
—¿Está segura? —preguntó frunciendo el ceño de nuevo—. No quiero
que ponga en riesgo su salud por una mala noche, señorita. Es usted una
buena secretaria, muy diligente. La quiero sana y fresca como una manzana.
Emma asintió varias veces, relajándose un poco al ver que su mentira
había colado, aunque sintiéndose igualmente mal por tener que usar ese
recurso.
—No se preocupe, de veras, me encuentro bien. Le aseguro que todo irá
como ruedas el resto del día.
—Confío en usted, entonces —respondió asintiendo su jefe y le hizo un
gesto como dándole permiso para retirarse. Emma se estaba poniendo en
pie cuando volvió a hablar—. Pero si necesita algo, cualquier cosa, o se
siente indispuesta, no dude en notificárselo a Susan. Quiero que esté lo más
cómoda posible, señorita Barnes.
—Gracias. Muchas gracias, señor Harrington —le dijo antes de dirigirse
a la puerta, sorprendida por su actitud. Por una parte, la alegraba comprobar
su buena disposición, pero saber que era tan comprensivo y amable la hacía
sentir como una arpía por mentirle a la cara después de una mañana de
errores que podría haber evitado.
Una vez en su puesto se esforzó en cumplir con su palabra. La charla con
el jefe y el sentimiento de culpa que le había despertado sirvieron para
focalizarla y centrarla en su trabajo. Fue capaz de arreglar las meteduras de
pata de la mañana, lo que la hizo sentir mucho mejor y la distrajo del
continuo recuerdo de la noche anterior. Durante el descanso del mediodía
decidió pedir algo para comer y quedarse en la oficina adelantando las
tareas de la tarde. Al consultar el móvil vio que tenía mensajes de Logan.
Su corazón se aceleró tontamente, como el de una chiquilla que recibe
un mensaje del chico que le gusta por debajo del pupitre. Emma cerró los
ojos antes de abrir el chat, sintiéndose extraña.
«¿Cómo es posible que me sienta mal y bien al mismo tiempo? Tan
blandita… Tan viva y alegre… Y tan desconfiada y temerosa por lo que
pasó anoche. Ojala pudiera relajarme y disfrutar de esto plenamente, ¿por
qué tengo que ser así?».
Suspiró y abrió el chat.
Logan: Buenos días, preciosa, cómo estás? Te he visto en el vestíbulo.
Ese traje te sienta genial, te lo han dicho alguna vez?
Emma se mordió los labios y comenzó a escribir apresuradamente.
Sintió el calor subir a sus mejillas.
Emma: La verdad es que no, y ya era hora de que alguien se diera
cuenta.
Volvió a sentir el corazón agitándose en su pecho al ver la palabra
escribiendo… parpadear en su pantalla. «No ha tardado ni dos segundos en
leerlo y responder. Está pendiente de mí».
Logan: Solo te faltan unas gafitas para ser una fantasía sexual hecha
carne. Si no fuera porque me despedirían iría ahora mismo a tu despacho
para mirarte de cerca.
Emma: ¿Solo mirarme? Yo esperaría algo más.
Miró alrededor, temiendo que alguien pudiera ver la cara de tonta
enamorada que estaba poniendo. Aunque, tuvo que recordarse, ella no
estuviera enamorada. Pero Logan conseguía provocarle reacciones
viscerales que nadie antes había provocado en ella. Las simples palabras
escritas en la pantalla del móvil consiguieron que se sonrojara y empezara a
sentir un cosquilleo entre las piernas.
Logan: Desde luego que no. Haría mucho más que mirarte, te
levantaría esa falda y te sentaría sobre la mesa del despacho para darme
un banquete a placer con ese paraíso que tienes entre las piernas.
Las rodillas de Emma se apretaron entre sí en un gesto inconsciente.
Emma: ¿Y cuándo vas a dejar que me dé yo un banquete con lo tuyo?
«¿De verdad acabo de escribir yo eso?».
Logan: Tienes mi permiso para hacerlo cuando quieras. No voy a ser yo
el que se resista a esa boca ardiente. Creo que voy a tener que dejar esta
conversación o van a empezar a sospechar que tengo una pistola en el
pantalón.
Agradeció estar sola al soltar una risa en alto. Volvió a mirar alrededor,
como si estuviera haciendo algo prohibido, y respondió para zanjar la
conversación. Ella tampoco podía seguir o mandaría al traste la
concentración que había logrado.
Emma: Enfunda tu pistola, vaquero. Y guárdala a buen recaudo para
cuando te pille por banda.
Dejó el teléfono bocabajo sobre la mesa y se llevó las manos a la cara.
Estaba sofocada. Tomó aire varias veces, intentando ignorar la sensación
calenturienta que esa pequeña conversación le había dejado. Estuvo a punto
de olvidar lo que había pasado la noche anterior, a punto de obviarlo por lo
que estaba sintiendo. Pero era imposible.
«¿Por qué tengo que ser así? Encuentro a un hombre que me trata con
respeto, que se preocupa por mi disfrute, que es un dios del sexo… ¿y sigo
desconfiando? No necesito saber nada de su vida para follar y darme un
homenaje».
No podía seguir así. Quería vivir aquella experiencia plenamente. Quería
confiar en alguien que no fueran sus hermanos por una vez en la vida, y se
encontraba incapaz. Esa espina, la voz del hombre en el edificio diciéndole
que Logan era peligroso, los primeros días en los que le sorprendía
siguiéndola… Eran detalles demasiado significativos para que alguien
como ella los pasara por alto.
«Tengo que hacer algo. Tengo que despejar mis dudas de alguna manera,
o me acabaré boicoteando».
Cuando el móvil vibró y observó las notificaciones, ver los mensajes de
sus amigos en el chat le dio una idea. Se apresuró a buscar el teléfono de
Jen en la agenda y la llamó. Su amiga respondió a los tres tonos.
—Holi, ¿qué hay? ¿No estabas currando? —saludó al descolgar.
—Sí, estoy en el descanso de mediodía. Oye, Jen, necesito pedirte algo.
Eres la única que me puede ayudar.
—Oh, me encanta. Sabes que por ti asesinaría gratis, ¿quieres que
asesine a alguien? —bromeó Jen con voz socarrona.
—No, quiero algo en lo que tienes experiencia. ¿Podrías investigar a
alguien con tus habilidades de hacker? —preguntó mordiéndose los labios.
Se sentía un poco mal por pedirle aquello, pero Jen había hecho cosas
mucho peores.
—Claro, ¿de qué se trata? ¿Hay alguien jodiéndote, Emma? —El tono de
Jen se volvió repentinamente serio.
«No, a ella sí que no voy a preocuparla», pensó resolutiva.
—Mira…, me he acostado con un tío…
—¡¿En serio?! ¡Emma! ¿Ya no eres virgen? ¿Cómo ha sido? Cuéntame
todos los detalles.
—Ahora no puedo, Jen, pero ha sido genial.
—¡Joder, me alegro! Déjame adivinar —dijo entonces—: ¿quieres que
investigue al tío al que te has tirado?
Emma suspiró y se cubrió los ojos con la mano, avergonzada. Tardó
unos instantes en responder, pero lo hizo con otro suspiro.
—Sí… Soy incapaz de fiarme, Jen. Anoche le seguí. Lo sé, no digas
nada: estoy como una regadera, pero no sé nada de él, lo que estoy
sintiendo físicamente es muy fuerte y tengo miedo de cagarla y confiarme
con alguien con quien no debo, no es por…
—Emma, Emma —la interrumpió Jen—. Calma, ¿vale? Lo entiendo. Sé
lo que está pasando y te ayudaré. Quiero que te quedes tranquila y que
disfrutes de esto a tope. No tienes que justificarte.
—Gracias… —dijo aliviada y emocionada.
—Mándame un mensaje con todos los datos del tipo: nombre, dirección,
ocupación y si tienes alguna a mano, una fotografía. Le sacaré hasta el tipo
sanguíneo y su comida favorita.
Le dieron ganas de echarse a llorar por la disposición de Jen. Ella nunca
juzgaba, siempre comprendía y siempre la ayudaba. No se había
equivocado llamándola.
—De acuerdo, dame cinco minutos y te lo envío todo.
—Genial, esperaré tu mensaje. Cuídate mucho, diosa de la seducción.
Colgó, algo nerviosa por lo que iba a hacer, y abrió la cámara del móvil.
Tenía que conseguir una fotografía de Logan, así que le tendería una
trampa. Activó la cámara selfie, se soltó el pelo y se abrió la blusa hasta
mostrar el borde del sujetador. Se dio prisa para sacarse un par de fotos con
una mirada sugerente y el escote bien abierto, echando vistazos por si
entraba alguien y la veía de esa guisa.
Una vez tuvo el cebo, le envió la mejor de las fotos a Logan. Una en la
que la expresión de zorra le resultó casi irreconocible en su cara.
Emma: Esto es para que no te olvides de mí…
Logan: Nena… esto no se hace. Así no hay quien trabaje :O
Emma: Castígame enviándome una tuya de vuelta.
Hubo unos instantes de silencio en el chat, hasta que la foto de Logan
apareció, primero borrosa, luego nítida y perfecta al cargar. Emma hizo un
gesto triunfal al verla. Logan se había hecho un selfie mirando a la cámara
con su media sonrisa de pirata y sus ojos aguamarina fijos en el objetivo.
Parecía estar mirándola a ella, sugerente y ávido.
Logan: Disfruta.
Se apresuró a reenviar la fotografía a Jen, adjuntándole todos los datos
que le había pedido.
«Soy una maldita bruja. Esto no está bien, pero no quiero seguir
desconfiando. Necesito saber qué pasa contigo, Logan».
Jen: ¿Te has tirado a ese maromazo? ¿En serio? Lo tuyo es empezar por
lo grande.
Emma: Y tan grande, Jen. Es una fiera en la cama… Tienes que
ayudarme a que esto funcione.
Jen: Tía, sí que vas en serio…
Emma: No, no es eso. Quiero disfrutar del sexo con él y no estar
desconfiando todo el rato. Solo eso. No hay sentimientos de por medio.
Jen: Ok, ok. Voy a ponerme al tajo con esto. Te aviso cuando tenga algo.
Emma: Gracias, de verdad…
Jen: Cállate, anda. Deja de dar las gracias.
Ya estaba hecho. Con suerte Jen le diría que no había nada reseñable y
podría seguir con su vida, follándose a un tío buenísimo sin sentir que
estaba exponiéndose demasiado o que lo poco que sabía de él la ponía en
peligro. Iba a seguir con su trabajo cuando Logan volvió a enviarle un
mensaje.
Logan: ¿Quieres que vaya esta noche a tu casa?
Se puso nerviosa al instante. Quería verle. Se moría por verle. Pero le
parecía que aún era pronto. No sabía si podría quitarse de la cabeza lo que
había pasado, que sabía que le había mentido. Lo más sensato y maduro era
preguntarle directamente por qué lo había hecho, pero no se atrevía, ¿y si
así lo mandaba todo al traste? ¿Y si le hacía enfadar al confesarle que le
había seguido? Él había hecho lo mismo con ella, al fin y al cabo, pero tenía
miedo. Sacudió la cabeza e intentó despejar la mente antes de responder.
Emma: Hoy no puedo. Tengo una semana horrible de trabajo y necesito
estar despejada.
Logan: ¿El viernes?
Emma: Lo hablaremos.
Logan: Eres muy cruel…
Emma: Lo sé, lo siento.
Logan: No importa, tengo mucho aguante y voluntad. Será mucho mejor
cuando te vea…
Al volver al trabajo, Emma era un cúmulo de emociones contradictorias.
A pesar de todo, haber tomado una decisión y saber que Jen estaba
investigando a Logan la ayudó a centrarse en el trabajo y no volver a pensar
en lo que había pasado. El resto de la tarde ni siquiera miró el móvil.

***
Bloqueó el teléfono y lo deslizó en el interior del bolsillo de sus
pantalones. Pasándose la mano por el pelo, Logan miró a su alrededor. El
departamento de Emma estaba limpio y ordenado, incluso había hecho la
cama antes de ir a trabajar, lo que le obligaba a ser especialmente metódico
y no dejar ningún rastro. Empujó la imagen del escote de Emma y su
mirada sugerente al fondo de su mente y siguió buscando, abriendo los
cajones con cuidado, devolviendo a su lugar las cosas cuando miraba
debajo de ellas, dejándolo todo tal y como estaba. A sus pensamientos
venían una y otra vez imágenes de lo que había vivido en aquella cama, en
la cocina, en el salón, no hacía ni veinticuatro horas. Pero era un
profesional, eso no lograba hacerle cometer errores, ni siquiera disuadirle
de dejar lo que estaba haciendo. Le pagaban por aquello y en su trabajo los
errores traían consecuencias fatales. No pensaba cometerlos.
Estuvo horas registrando meticulosamente cada rincón del apartamento
de Emma, incluso revisó las cajoneras y alacenas de la cocina, la cisterna
del váter y el armarito de plástico de la ducha. Miró en todas sus libretas, en
todos los apuntes y notas que encontró en la casa, y no halló nada que se
pareciera remotamente a lo que buscaba. Ya estaba anocheciendo, Emma no
tardaría en salir del trabajo y llegar a casa. Logan había agotado su tiempo
sin obtener ningún fruto de aquel registro. Frustrado, sacó el móvil del
bolsillo y marcó el número de su jefe.
—El apartamento está limpio. He buscado incluso en sus diarios, aquí no
hay ningún código —anunció con la voz temperada.
—No tenemos mucho tiempo —respondieron al otro lado.
—Lo sé. Buscaré en otro momento. Lo haré las veces que haga falta y
donde haga falta. Encontraré esos códigos.
—Presiona más. Haz lo que tengas que hacer.
—Sí, señor Harrington. Estoy intentándolo por otras vías.
—Deja de intentarlo y hazlo. El tiempo se acaba —dijo con aspereza su
jefe y la línea quedó libre.
Logan maldijo por lo bajo, mirando a su alrededor.
—Puto gilipollas.
Odiaba trabajar con tipos así. Estaba cansándose de eso, de tener que
aguantar a cretinos como Harrington, a hombres de la peor calaña, sin
escrúpulos, a los que tenía que permitir que le trataran como a un jodido
esbirro. Esa gente creía que el dinero les daba derecho a todo, y el mundo
no dejaba de darles la razón.
«Gajes del oficio», se dijo. Él no era diferente. Necesitaba ese dinero, era
su trabajo.
Tenía que tomarse todo aquello con cierta filosofía. Ser pragmático
como era en el resto de encargos. Pero aquel le estaba costando
especialmente. Harrington era un gusano, un gusano que le pagaba bien,
pero un gusano, al fin y al cabo. No le habría causado tantos inconvenientes
si le hubiera pedido que persiguiera a un narco, a uno de sus colegas
ricachones de su misma estofa, pero Emma no era nada de eso. Era una
chica normal. Era inocente y era buena persona. Nunca había tenido que
seguir e investigar a una buena persona. Lo que estaba haciendo no estaba
bien.
Logan no sabía para qué quería Harrington esos códigos que se suponía
que ella tenía en su poder, pero si eso era cierto, si Emma tenía algo que
interesaba a ese tipejo, no sería para nada bueno. No se la imaginaba metida
en ninguna trama que tuviera que ver con su jefe, un tipo corrupto capaz de
vender a su abuela por más poder y dinero, al que nada le importaba más
que su propia integridad y posición.
Por suerte si algo tenía Logan era disciplina. Apartar esa clase de
pensamientos solo requería la voluntad de hacerlo. Centrarse en su trabajo
le costaba tan poco como apuntar con una mira telescópica. Tenía su
objetivo fijado y no se le iba a escapar. De una forma o de otra, conseguiría
lo que estaba buscando.
Se arregló la chaqueta, cogió de la mesa del salón el ramo de flores que
había comprado antes de colarse en la casa, y salió cerrando
cuidadosamente la puerta. Se apoyó en la pared del pasillo, cruzando los
pies sobre la moqueta y adoptando una pose de casual espera.
Diez minutos más tarde, Emma aparecía con las llaves en la mano y su
traje de trabajo.
«Es realmente preciosa». No pudo evitar fijarse. Nada de lo que le había
dicho era mentira. No del todo, al menos. Le parecía preciosa, enfundada en
aquel traje o sin él. Quería volver a hacerla suya de la manera que fuera. Al
final, aquel trabajo no estaba resultando tan desagradable como parecía en
algunos momentos. Al menos, se llevaría un buen sabor de boca y un
puñado de recuerdos agradables.
Esbozó una media sonrisa, irguiéndose al verla llegar por el pasillo y
fijando una ardiente mirada en ella.
—No podías enviarme una foto así y luego darme largas…
La expresión de sorpresa de Emma le hizo afilar la sonrisa. Sus mejillas
se tiñeron de rojo y el brillo de su mirada se licuó al fijarse en él.
«No te vas a escapar...», pensó complacido, acercándose para besarla al
ver que era incapaz de reaccionar.
Capítulo 6
Todo lo que había estado rondando por su mente se diluyó en el preciso
momento en que sus ojos se posaron sobre Logan. No esperaba encontrarle
allí, no creía que fuera a atreverse a presentarse en su casa y esperarla, pero
allí estaba, con su traje de segurata y un maldito ramo de flores.
Intentó recordar si le habían regalado flores en el pasado, pero nunca
tuvieron ese detalle con ella. No le importaba si Logan solo quería sexo, si
había acudido impulsado por el juego de seducción en el que se habían
enredado durante el mediodía. Quería tenerle allí y no podía negárselo.
Antes de que pudiera decir nada, Logan se acercó a ella de una zancada,
rodeó su cintura con la mano libre y la besó. Emma sintió cada poro de su
piel despertar y erizarse con la lengua húmeda y caliente de Logan
deslizándose entre sus labios y tomando posesión de su boca como si le
perteneciera. Casi por instinto, cerró una mano en el ramo que le ofrecía
mientras la besaba, pero apenas era consciente de nada más que de sus
bocas enredadas, de la sensación pulsante que volvía a despertar entre sus
piernas y parecía insuflarle vida tras una jornada agotadora.
—¿Te parece esto un atrevimiento? —dijo Logan rozándole los labios al
hablar, apenas apartándose de ella.
—Lo es. ¿Siempre te sales con la tuya…? —preguntó con la voz
sofocada tras el tórrido beso.
—Intento hacerlo. Pero si quieres que me largue por donde he venido, lo
haré. Una palabra tuya bastará. —Logan mordió con suavidad el labio
inferior de Emma, que sintió un escalofrío recorrerla de los pies a la cabeza.
—Dejaré que vuelvas a hacerlo… Pero no te acostumbres —susurró
Emma contra su boca antes de volver a besarle.
Dando tumbos, agarrando como podía el ramo de flores blancas y
amarillas, abrió la puerta entre besos y manos que la tocaban sin pudor.
Entró en el departamento ahogando las risas en la boca de Logan, que no
esperó a que cerrara la puerta para acorralarla contra ella provocando que se
cerrase con el peso de su cuerpo. Las manos grandes y calientes de él se
colaron bajo su abrigo, se abrieron paso bajo la blusa blanca hasta cerrarse
en sus pechos sobre el sujetador. Los amasó con movimientos lentos,
besándola profundamente, haciendo que se derritiera y no pudiera pensar en
nada más que en volver a tener sexo.
«¿Por qué provoca esto en mí…?», pensó vagamente Emma. «No puedo
controlarme». Había descubierto un nuevo mundo, un abanico de
sensaciones y necesidades que hasta el momento no habían significado nada
para ella, pero de los que ahora tenía una sed insaciable. Logan parecía
tener la clave para satisfacerla. No podía controlarse ante él.
Y no quiso hacerlo. Le empujó, haciendo frente al beso desenfrenado,
hasta que le hizo chocar con la mesa del salón, donde dejó el ramo de flores
sin demasiado cuidado. Algunas hojas se desprendieron y cayeron sobre la
moqueta. Logan apartó las manos de sus pechos y tiró de su falda con
urgencia, levantándosela para agarrar sus nalgas con firmeza y decisión,
apretándola contra su cuerpo.
—¿Ves lo que eres capaz de hacer…? —susurró con aquella voz
profunda y salvaje que le erizaba el vello de la nuca.
Emma le mordisqueó el mentón y se frotó contra él, sintiendo la
aspereza de su barbita de tres días contra la mejilla y la erección clavándose
en su vientre.
—Y eso no es nada… —jadeó en su cuello. Se sentía eufórica. Valiente.
Esas eran las cosas que despertaba en ella y que hacían que abandonase
toda razón y prudencia. Tiró de la camisa de Logan hasta sacarla del
pantalón, besándole el cuello mientras desabrochaba el botón y bajaba la
cremallera despacio. Con más decisión, metió la mano en su ropa interior y
empuñó su miembro, ya despierto y duro.
—Ah… Joder… —casi gimió Logan, aliviado. Empujó apenas las
caderas contra ella, provocando una primera caricia que los dedos de Emma
volvieron apretada—. Me vuelves loco, ¿lo ves?
Emma sintió esa nueva sed robándole el aliento. El tacto aterciopelado
contra sus dedos, el calor, la densidad de la carne dura que pulsaba en su
mano, le provocaba un deseo que nadie más le había despertado. Emma
levantó la cabeza para mirarle, se mordió los labios al ver los ojos
depredadores de Logan fijos en ella.
«Hazlo», se dijo. «Quieres hacerlo. Hazlo. Él se muere por que lo
hagas».
Logan, como si hubiera leído lo que pensaba en sus ojos, le acarició los
labios con el pulgar, anhelante, y Emma no necesitó indicaciones para saber
lo que tenía que hacer. Volvió a pegar los labios a su cuello, succionando la
piel y lamiendo mientras sus manos desabrochaban los botones de la
camisa. A medida que descubría su pecho, que los duros pectorales y la
musculatura de su torso quedaba descubierta, Emma descendía, besando,
lamiendo, saboreando la piel caliente y suave de su amante.
El olor especiado que desprendía se volvía más denso y atrayente a
medida que bajaba, siguiendo el camino que el vello oscuro de Logan
marcaba. Le acariciaba poco a poco mientras se agachaba, empuñando su
sexo con decisión, dejándose llevar por la sed que el perfume de Logan
estaba alimentando hasta la locura. Cuando sus rodillas al fin tocaron el
suelo y lo tuvo delante, lo observó unos segundos mientras lo tocaba.
Firme, grande y terso, aquella visión que le hubiera resultado desagradable
ante cualquiera de sus anteriores parejas, le parecía una delicia en ese
momento. Algo apetecible.
Levantó la mirada y los ojos de Logan la atraparon como los de una
serpiente a su presa. Se sintió arder, la sed se cerró como un nudo en su
garganta y, dejándose llevar por el embrujo al que la sometía, por los dedos
de Logan que se cerraron en su pelo y la empujaron con gentileza, Emma
abrió la boca, sacó la lengua y lamió lentamente el glande enrojecido.
Logan apretó los dientes y reprimió un gemido sin dejar de mirarla.
Emma cerró los ojos y deslizó la lengua sobre el miembro erecto,
introduciéndolo poco a poco en su boca. Sintió que empezaba a salivar,
como si el hambre fuera real. Cerró los labios alrededor de la carne
palpitante y la engulló despacio para liberarla después, poco a poco,
disfrutando de la textura y el calor que llenaba su boca. Y del sabor, salado
y picante de aquella deliciosa piel. El hormigueo en su bajo vientre se
convirtió en una sensación líquida, caliente. A medida que empapa de saliva
el pene de Logan, que lo saboreaba y succionaba, su propio sexo se
humedecía. Acicateada por la excitación cada vez más acuciante, Emma
chupó y se echó hacia adelante para acogerlo con mayor profundidad. Los
dedos de Logan se tensaron en su pelo, la empujaron hacia él siguiendo el
ritmo de las embestidas de su cabeza. Tenerle en la boca, palpitando sobre
su lengua, solo acrecentaba la desesperada necesidad de sentirle dentro de
ella.
—Eres maravillosa… —jadeó él, con la voz tomada por el placer—.
Mírame, Emma.
El pudor era un recuerdo lejano, algo que ya no le pertenecía. Al
escuchar la orden en la voz grave y aterciopelada de Logan, abrió los ojos y
los elevó hasta su rostro. Movía la cabeza cadenciosamente, hundiéndolo en
su boca y liberándole rítmicamente. La mirada de Logan estaba fija en ella,
era un mar embravecido, había algo realmente salvaje contenido en ella,
algo que esperaba a ser liberado. Deseó que lo hiciera, que se soltase de
aquellas cadenas y la arrasara por completo, que la dominara sin darle la
oportunidad de replicar.
Animada por aquel pensamiento, Emma se aplicó con más brío. Su
saliva goteaba por el talle del miembro de Logan, le empapaba los labios y
volvía su tacto resbaladizo. No dejó de mirarle, succionando, mamando
hambrienta. Logan apretó la mandíbula, frunció el ceño, contenido y
concentrado. Cerró los ojos. El puño fuertemente cerrado en su pelo tembló
y Emma supo instintivamente que no iba a aguantar mucho más. Le soltó,
se lamió los labios y le miró con un resplandor ávido en las pupilas. Si se
hubiera visto en ese momento, si hubiera sido consciente de su propia
imagen en el suelo, con las rodillas separadas y la mirada osada y llena de
deseo, no se habría reconocido. Sin embargo, imaginarse la estampa que
ofrecía desde fuera la excitó aún más.
—Fóllame —le pidió en un susurro sofocado. Esa voz ni siquiera parecía
suya. Nunca había estado tan sedienta. Logan se agarró del borde de la
mesa, tomó aire profundamente sin dejar de mirarla. Se preguntó si la
habría escuchado, así que para asegurarse volvió a decírselo, alzando el
tono de voz—. Fóllame ya.
No eran más que palabras. No eran más atrevidas que lo que había
hecho, pero Emma se sintió liberada. Se sintió dueña de sí misma al pedirle
con tanta claridad y rotundidad lo que necesitaba. Logan sonrió de medio
lado. Ya no parecía un pirata, ahora era un lobo relamiéndose ante la presa
cazada. Pero ella también se sentía como una loba. Antes de que tirase de
ella, Emma se puso en pie y le arrolló con un beso hambriento y posesivo.
Logan le levantó la falda y volvió a abrir las manos en su trasero. La
acarició a conciencia, apretándola contra su cuerpo, y le bajó las bragas y
las medias mientras la besaba lúbricamente. Cuando empezó a tirar de su
blusa, Emma se apartó de sus labios, respirando sofocada.
—No pierdas el tiempo desnudándome… —le pidió mirándole a los
ojos. Logan mordisqueó sus labios con suavidad, la agarró firmemente por
las caderas y con un movimiento brusco y medido le dio la vuelta.
Emma se vio repentinamente acorralada contra la mesa, que quedaba a la
altura de su pubis. Sin oponer resistencia, puso las manos sobre el tablero
blanco y se echó hacia adelante, dejándose guiar por la mano que Logan
cerró en su nuca. Levantó el trasero, incitante, mientras él le levantaba la
falda hasta la cintura y acariciaba sus nalgas con su sexo. Sintió el calor de
aquella carne dura y pulsante hundirse entre sus nalgas, empaparse de su
propia lubricación y recorrer de arriba abajo el surco entre sus piernas.
Cerró los ojos y se mordió los labios. La piel de todo su cuerpo se erizó
cuando escuchó el sonido crujiente del envase del condón al romperse.
Logan la soltó un instante y supo lo que iba a venir cuando volvió a
recorrerla con el pene y empaparse de ella. La agarró de las caderas
decididamente y ella levantó la grupa, apretándose contra la mesa y
manteniendo los ojos cerrados, anhelante.
La embestida fue dura y completa. La llenó hasta su límite y, sin
embargo, no le dolió. Estaba tan mojada que tenía el interior de los muslos
manchado de su propia lubricación. Logan se había echado sobre ella y
mordió su hombro con suavidad, conteniendo un gemido que sonó como un
ronroneo al quedarse en su interior, latiendo rotundamente. La apretaba
contra la mesa, con las piernas abiertas y los pies apoyados en el suelo,
Emma no tenía que hacer ningún esfuerzo, estaba sometida a él por
completo y esa sensación le encantó. Apoyó el pecho sobre la mesa,
abandonando del todo el peso, y se llevó las manos a la espalda, dándole un
mensaje claro a Logan al ladear el rostro y mirarle con abandono.
No hizo falta más para que él le agarrase las manos y las inmovilizara
contra su espalda.
—No te preocupes… —susurró con aspereza inclinándose sobre ella y
empujando más en su interior. Emma gimió ahogadamente—. No voy a
dejar que te escapes.
Sintió como se retiraba, despegando las caderas de su trasero,
moviéndose lentamente. Pudo notar cada centímetro que salía de ella,
resbalando, y como, antes de sentir el vacío de su ausencia, embestía
enérgicamente y volvía a llenarla. Pronto el ritmo se volvió más intenso, las
acometidas de Logan hacían temblar la mesa, la obligaban a abrir más las
piernas, a gemir sin poder evitarlo. Con cada una de las arremetidas de su
cuerpo, Emma se apretaba más contra el tablero, provocando un placer más
profundo al frotar su sexo contra él. Sintió la mano de Logan cerrada en su
pelo mientras se movía tras ella, salvaje y al mismo tiempo cuidadoso, ya
que en ningún momento el dolor hizo acto de presencia en algo tan
impetuoso y visceral como lo que estaban compartiendo.
Estaba atrapada, no podía mover los brazos y ahora tampoco podía
levantar la cabeza, pero lejos de hacerla sentir mal, aquello elevó su
excitación a cotas desconocidas. Inmovilizada, a su merced, se sintió arder
con cada movimiento y empezó a gemir con abandono.
—No te resistas… —jadeó Logan a sus espaldas, muy cerca de su oído
—. Córrete y déjame escucharte… Grita para mí…
Entonces Emma forcejeó hasta soltarse del cepo de la mano de Logan y
apoyó las palmas sobre la mesa, levantando las caderas y sacudiendo la
cabeza. El pelo se le soltó y se escurrió sobre su espalda.
—Sí… Sí… Más deprisa —le exigió. Ya no pudo sorprenderse por nada.
Era puro placer, el deseo hablaba por ella.
Logan obedeció, embistió con más brío, llenándola con cada estocada, e
hizo algo que le arrebató el control por completo. Emma no supo qué era,
pero algo en la trayectoria del movimiento cambió, un impulso hizo que
Logan llegase más profundo y tocase un punto desconocido que la proyectó
sin remedio a la salvaje ola del clímax.
Gritó. No le importó nada más que el placer que estallaba en su interior.
Gritó y arañó la mesa, haciéndola traquetear con el movimiento de sus
cuerpos. Logan gruñó y pareció reírse, pero pronto le sintió latir en su
interior y un gemido ronco y prolongado se unió a los jadeos de placer de
Emma.
Cuando Logan se detuvo, inclinándose sobre ella para besar su cuello,
resollante y sudoroso, Emma se dejó caer desmadejada sobre la mesa del
salón.
—Sigues estando preciosa con este traje… —jadeó Logan en su oído,
con una risa ronroneante.
Emma, con la falda levantada hasta la cintura y las medias en los
tobillos, no pudo evitar soltar una risa lenta y perezosa.
El sol ya se colaba entre las blancas cortinas cuando abrió los ojos. El
despertador aún no había sonado, así que comprobó la hora. Apenas eran
las siete de la mañana. Desactivó la alarma y se quedó unos instantes allí,
quieta bajo las sábanas, acurrucada contra el cuerpo cálido y dormido de
Logan. Sentía su respiración, el movimiento pausado y rítmico del pecho
viril contra su espalda, la caricia leve de la respiración profunda en sus
cabellos. Él seguía allí. No se había esfumado durante la noche, no huía
después de que echaran aquellos maravillosos polvos. Emma cerró los ojos
un momento y se recreó en lo que había pasado, no solo en cómo habían
follado sobre la mesa, y luego bajo el chorro de la ducha, donde Logan le
devolvió de rodillas lo que ella había hecho en el salón. Después de aquello,
él preparó la cena y le preguntó si podía dormir con ella. Estuvo a punto de
negarse, pero antes de que lo hiciera, Logan le prometió que solo dormiría.
«Ha sido un error», pensó a medida que iba despejándose. «No debí
dejarle quedarse a dormir. Solo quiero follar con él, no quiero sentirme así».
La noche anterior estaba demasiado cansada y ahíta para negarse. Quería
permitírselo, dormir acompañada, sentir que todo estaba bien, sentirse
protegida. Después del sexo y la deliciosa cena, Emma no vio qué peligro
había en dejarle dormir con ella, pero ahora se daba cuenta. Al pensar en
levantarse y acudir al trabajo se le cerró una especie de nudo nervioso en el
estómago. No quería. Quería quedarse allí, darse la vuelta, besarle,
montarse encima de sus caderas y cabalgarle. Hacer el amor con Logan.
«Hacer el amor...», pensó, sintiéndose cada vez más agobiada por esos
pensamientos. «Tengo que irme y no seguir pensando en estas tonterías».
Con cuidado, sin volverse para mirar el rostro dormido del irlandés para
no verse tentada, Emma salió despacio de la cama y se vistió con el mayor
sigilo posible, se metió en el baño para peinarse y asearse y volvió a salir.
Él no había despertado. Cometió el error de mirarle antes de irse, arrimando
la puerta, y le vio dormido, con el brazo sobre el edredón ocupando el lugar
que instantes antes había ocupado ella.
Algo volvió a agitarse en su estómago. Rápidamente, se dio la vuelta y
corrió hacia la salida del apartamento, agarrando el bolso y el abrigo que
habían quedado tirados la noche anterior en el salón. Estaba huyendo, lo
sabía. Necesitaba poner distancia física, porque en ese momento, al notar el
frío del exterior, fue consciente del vacío que había sentido al apartarse de
su cuerpo, y supo que llegaba tarde para interponer una barrera emocional
entre los dos.
«Esto es malo... Es muy malo».
Había salido demasiado pronto de casa, así que decidió caminar un rato
para despejar la mente. No iba a poder abstraerse de aquello, porque a los
pocos minutos recibió una llamada de Jen en el móvil. Emma se apresuró a
descolgar mientras caminaba.
—Buenos días, Jen.
—Buenos días, espero no haberte despertado —respondió.
—No, estoy de camino al trabajo. ¿Cómo es que has madrugado tanto?
—No he madrugado, aún no me he acostado —rio Jen—. He estado
investigando.
—Pero no tenías que… —trató de disculparse Emma, sintiéndose mal
por que su amiga no hubiera dormido para hacer algo que ella le había
pedido.
—¡Ni se te ocurra seguir! —la interrumpió Jen—. Sabes que mis
horarios son muy locos, así que cállate. Tengo cosas que contarte.
—Vale, vale. Sigue —respondió Emma suspirando. Era verdad que Jen
no seguía el horario del resto de los mortales y su trabajo le permitía
administrar las horas como quisiera, no tenía por qué sentirse mal por
aquello.
—Mira, Logan te ha dicho la verdad en cuanto a su trabajo. Es quien
dice ser, se llama Logan O’Reilly y es segurata en la torre Harrington, pero
no figura ninguna residencia en West Roxbury a su nombre, ni como
propietario ni como inquilino, así que en eso sí te ha mentido.
—¿Por qué me mentiría en algo tan tonto? —preguntó Emma.
—No lo sé. Puede que sea un muerto de hambre y le dé vergüenza
decirte que vive en un cuchitril, pero me extraña teniendo el trabajo que
tiene. Tal vez tenga algún problema del que no puede o no quiere hablarte
—continuó Jen—, pero ese tipo te ha contado una mezcla de verdades y
mentiras muy rara.
—Eso parece… —suspiró resignada Emma.
—Hay algo más, aunque no sé si es importante. Investigando sobre él
encontré una fotografía en la que aparece en una noticia antigua de un
periódico irlandés. Por lo visto detuvieron a su padre por pertenecer al IRA.
Sorprendida, Emma se detuvo y frunció el ceño.
—¿Su padre del IRA? ¿Y él tiene algo que ver con eso?
—No, no hay información relacionada sobre él, pero es curioso, ¿no te
parece?
—No sé qué pensar, la verdad…
—Bueno, si descubro algo más te llamaré enseguida. Por ahora es todo
lo que tengo.
—Gracias, Jen.
Tras despedirse, colgó y guardó el móvil, sintiendo que tenía más
preguntas que dudas resueltas con lo que Jen le había contado.
—¿Qué más escondes, Logan O’Reilly? —dijo sin esperar respuesta.
—Tal vez yo pueda responder a esa pregunta, señorita Barnes —dijo
alguien a su lado, agarrándola repentinamente del brazo para caminar junto
a ella. Emma se detuvo en seco para mirarle, sorprendida y asustada.
Era un hombre asiático, joven. Sus ojos rasgados se cerraban aún más
por su sonrisa amplia y amable. Era alto, llevaba gafas, el pelo largo y
negro atado en una coleta y una interesante barba cubría su mentón. Parecía
de origen japonés, pero Emma no estaba segura.
—¿Qué…? ¿Quién es usted? —preguntó confusa. El gesto de aquel
hombre fue tan repentino que ni siquiera intentó deshacerse de su brazo.
—Venga conmigo, enseguida responderé a sus preguntas en un lugar
más recogido —dijo con voz amable. Emma, sin saber qué esperar y
asustada, se dejó guiar por el hombre, que la llevó hasta el límite de la
acera, donde un coche negro esperaba con la puerta de atrás abierta—. No
tenga miedo. Suba, por favor.
La amabilidad del desconocido la descolocó. Le miró extrañada y
temerosa e hizo lo que le pedía, sentándose en el asiento de atrás del coche
cuando el hombre la soltó y la invitó a entrar con un ademán cortés. Él
entró tras ella y se sentó a su lado. En el asiento del conductor, otro joven
asiático esperó a que cerrasen las puertas para arrancar el motor.
—Soy Takeshi Sato —se presentó al fin—. Y no tiene nada que temer,
señorita Barnes. La conozco como si nos hubiéramos criado juntos. Sé que
se escapaba con Jen, Liz y Patrick a Somerville a jugar a los recreativos
cuando tenían once años. Había una caseta de mantenimiento en el patio del
Hogar Barnes, estaba abandonada y solía ir para estar sola. Allí escondía
sus tesoros y logró acondicionar el lugar con muebles viejos y objetos
abandonados que sacaba del mismo hogar. Siempre fue una muchacha
curiosa, usted y Patrick abrieron una vez la puerta del ático y pasaron una
noche curioseando los baúles y los trastos viejos que se apilaban allí. Sé que
con trece años adoptó a una camada de gatitos y los alimentó, dejándolos
dormir en su refugio, y que enterró a escondidas a tres de ellos cuando
murieron. Solo Liz supo cuánto lloró por esos animales, ¿verdad?
Emma se sintió paralizada. Era imposible que nadie supiera esas cosas.
Eran sus secretos de infancia, vivencias que solo había compartido con sus
hermanos… Y estaba segura de que ellos no le habían contado eso a nadie.
Le costó reaccionar, mirando a los ojos oscuros del asiático, logró al fin
negar con la cabeza, atónita y asustada.
—¿Qué…? ¿Cómo sabe eso? —alterada, Emma intentó bajar del coche,
pero las puertas estaban cerradas—. ¡Déjeme bajar!
—Escúcheme, por favor. Sé todas esas cosas por una razón: no soy su
enemigo, he sido su amigo siempre, aunque no lo sepa. —Emma dejó de
intentar abrir la puerta y le miró. Le temblaban las manos—. Está pasando
algo muy serio, algo que la involucra a usted y a sus hermanos, y voy a
ayudarles a solucionarlo, pero para eso tiene que venir conmigo. Quiero que
llame a su trabajo y diga que unos asuntos familiares urgentes la impedirán
acudir hoy.
Takeshi hablaba con calma y seguridad. Tenía una voz suave y agradable
y se dirigía a ella como si realmente la conociera, como si diera por sentado
que iba a acabar confiando en él. Algo en esa actitud, en su aspecto sereno y
su mirada amable, hizo que se detuviera a escuchar por encima del temor
que sentía. Algo estaba pasando, y fuera lo que fuera tenía que ver con
Logan y con ella. Takeshi había mencionado a sus hermanos, y si eso era
así, no podía huir sin indagar, sin al menos tratar de conseguir algunas
respuestas.
«Pero estas no son formas de hacer las cosas...».
—No puedo llamar y simplemente decirles que no voy, tengo mucho
trabajo, tengo que…
—Señorita Barnes, le aseguro que cuando sepa de qué va esta historia lo
último que la preocupara será faltar a su trabajo. Siento la descortesía de
este encuentro, sé que es extraño para usted, pero pedirle una cita formal era
un riesgo que no podía asumir, por su propia seguridad —explicó Takeshi.
Hablaba un inglés perfecto, sin rastro de acento, lo que hizo pensar a Emma
que, si no era ciudadano estadounidense, llevaba mucho tiempo viviendo
allí.
Eso tenía cierto sentido. Y si el hombre estuviera mintiéndole, ya había
cometido el error de subir al coche. Estaba atrapada y a merced de aquellos
dos desconocidos por no haber sabido reaccionar. En cualquier caso, era
una oportunidad que no podía desaprovechar y que no le hubieran quitado
el móvil era buena señal.
—¿Vas a decirme al menos dónde me llevas? —preguntó, sacando el
móvil del bolso para marcar el número de Susan.
—Vamos a ver al señor Barnes —respondió con naturalidad, como si
fueran a ver a un viejo conocido.
Y lo era, pero Emma no podía tomárselo con aquella serenidad. Se
quedó con el móvil en la mano, mirando a Takeshi con los ojos muy
abiertos. Emma conocía al señor Barnes, sí, pero jamás le había visto en
persona. El director del Hogar Barnes había sido como un padre para ella.
Durante los años que pasó allí fue una voz al otro lado del teléfono con la
que hablaba casi a diario. Recordaba conversaciones que duraban horas, en
las que se había sentido segura y querida a pesar de no tenerle delante. El
señor Barnes no tenía rostro en sus recuerdos, era una voz grave y suave,
atemperada, que nunca se alzaba y que siempre mostraba comprensión y
cariño. Era una presencia al otro lado de la línea… El único adulto que se
había preocupado por ellos durante su infancia. Y el único que realmente
había velado por su seguridad.
La sonrisa de Takeshi le pareció irreal en ese momento. Todo se
desdibujó y necesitó unos instantes para volver a la realidad. ¿Iba a conocer
al señor Barnes? Parecía que su pasado regresaba a ella, ¿pero qué tenía que
ver Takeshi Sato con eso? ¿Y dónde encajaba Logan ahí? No era capaz de
establecer una relación entre las cosas que estaban sucediendo, entre los
personajes que se presentaban en aquella extraña obra en la que se había
convertido su vida en tan solo unos días.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Takeshi en un tono preocupado.
—Ah, sí… Disculpe, es que hacía mucho que no escuchaba ese nombre
—respondió, aún confusa. El coche ya se había puesto en marcha y miró a
través de la ventana tintada, sintiéndose arrastrada por una marea de
recuerdos—. Voy a… llamar a mi trabajo.
Susan no puso ninguna pega cuando contactó con ella. No le mintió,
Takeshi tenía razón, lo que la mantenía ocupada en ese momento era un
asunto familiar, así que Susan se mostró comprensiva y ni siquiera le hizo
preguntas. Solo le deseó suerte antes de colgar y le aseguró que se
encargaría de su trabajo del día.
Hasta que el coche se detuvo en una calle residencial de las afueras,
Emma permaneció en silencio. Extrañada, observó la hilera de casas
idénticas ante la que se habían parado. No reconocía ese lugar.
—¿Vive aquí el señor Barnes? —preguntó mirando interrogante a
Takeshi. Él negó con la cabeza, esbozando una sonrisa agradable.
—No, tenemos que cambiar de coche. Hay que tomar precauciones.
«Esto es serio...», se dijo. Empezaba a sentirse la protagonista de una
novela de espías. ¿Por qué era necesaria tanta precaución? ¿Quién les
seguía? Si es que alguien lo hacía. Emma bajó del coche sin poner pegas y
siguió a Takeshi hasta otro vehículo que permanecía aparcado junto a la
acera. Era un BMW de color azul marino, muy distinto al coche negro de
las lunas tintadas que abandonaban.
El vehículo se puso en marcha una vez se sentaron y no tardaron en
abandonar Boston en dirección a Somerville. Cuando Emma se dio cuenta
de hacia dónde se dirigían, el corazón se le encogió en el pecho y la
sensación de nostalgia que había despertado el nombre de Barnes se
intensificó.
«No sé si estoy preparada para esto», pensó cuando el coche estacionó
ante el jardín de la antigua casa señorial. El edificio parecía sacado de sus
recuerdos: las mismas ventanas de forja, antiguas y enormes, la misma
piedra desgastada por el tiempo, el mismo tejado rojo que durante tanto
tiempo la cobijó. Takeshi abrió su puerta y esperó a que bajara, pero Emma
se tomó su tiempo, observando desde el interior del coche como si marcara
una zona segura.
El muro del jardín seguía en pie, con su verja de hierro y sus ladrillos
rojos. La hiedra había crecido por todas partes, pero estaba cuidada, verde y
bien recortada para que no invadiera todo el espacio. En las puertas de
entrada un letrero forjado rezaba: Hogar Barnes. Un nudo se cerró en su
garganta al bajar el primer pie del coche. Takeshi la agarró gentilmente del
brazo, como si adivinase lo que estaba ocurriendo en su interior.
—Tómese su tiempo. Podemos entrar cuando lo desee —le indicó
amablemente.
—Es tal y como lo recordaba… —respondió ella, mirando las puertas
antes de decidirse a entrar por el camino de gravilla—. Esos columpios eran
diferentes, entonces eran de hierro.
Había niños allí, deslizándose por los toboganes, balanceándose en los
columpios y sentados sobre la arena, jugando y riendo a pesar de la frescura
de la mañana. Recordó que ella nunca tenía frío entonces, que era capaz de
jugar horas en la nieve sin darse cuenta de tener las manos entumecidas o la
nariz como un témpano. Una sonrisa nostálgica curvó sus labios y mientras
se acercaban al edificio el brillo de los recuerdos dulces de la infancia tiñó
sus ojos. Takeshi, respetando su silencio, la llevó sin pronunciar una palabra
al interior del edificio.
En los corredores había más niños. La alarma estridente que señalaba el
reinicio de las clases sonó, provocando un alboroto. Pasos apresurados y
carreras de vuelta a las aulas llenaron el pasillo por el que caminaban de un
agradable estruendo. También era el sonido de sus recuerdos. Las risas, los
gritos en los pasillos, los cuchicheos en las habitaciones durante la noche.
No había sido infeliz allí, había tenido todo lo necesario y encontró a las
personas a las que más quería entre aquellas paredes. Lo único que siempre
le había pesado era el vacío, ese hueco irremplazable que dejan los padres
en el corazón de un niño. Esa soledad era un recuerdo amargo que aún la
acompañaba en la adultez.
Takeshi la acompañó escaleras arriba. Pasaron frente a las habitaciones.
Emma recordaba cada una de ellas, había estado en muchas, con diferentes
compañeras de cuarto. No se detuvieron allí y subieron otro piso más. Al
llegar al corredor superior, supo dónde se dirigían. La puerta blanca al final
del pasillo siempre fue un enigma para ellos. Patrick intentó entrar más de
una vez, sin éxito, y durante años inventaron historias sobre lo que esa
habitación escondía. Lo que descubrió cuando Takeshi abrió la puerta era
más prosaico que lo que su imaginación había indagado de niña.
No era más que un despacho, luminoso, pulcro, de muebles de madera
de haya, claros y limpios. Había algunos libros en las baldas, pero la
decoración era ligera y minimalista. Sentado tras un gran escritorio, un
hombre de rasgos asiáticos parecía esperarla. Era maduro, llevaba el pelo
corto, con algunas canas visibles en las sienes y llevaba una barba corta,
limpia y recortada que le aportaba más distinción a sus rasgos cincelados.
Algo en él le recordó al mismo Takeshi, pero no le reconocía por nada más.
No lo hizo hasta que no se puso en pie y habló.
—Buenos días, Emma. Espero que tu regreso esté siendo agradable.
«Es el señor Barnes». Un acceso de emoción la hizo taparse la boca con
la mano. No pudo impedir que dos gruesas lágrimas emborronasen la visión
de aquel hombre antes de rodar por sus mejillas.
Capítulo 7
Cuando eran niños, todos en el orfanato jugaban a imaginar cómo sería
el señor Barnes. Aquel hombre misterioso que hablaba por teléfono con
cada uno de ellos, que enviaba regalos, que conocía los gustos y aficiones
de cada pequeño, tomaba una forma distinta para cada cual. Emma solía
dibujarlo alto, con el pelo blanco y una gran barba, como si fuera una
especie de Santa Claus. Nunca se había esperado aquello.
El señor Barnes era un hombre serio, de hombros anchos y estatura
normal. Vestía un traje oscuro con camisa negra, chaleco y corbata del
mismo color con un alfiler opalescente. Mantenía las manos unidas con los
dedos cruzados. Al mirarlas, Emma vio que tenía un único anillo en el dedo
anular, una alianza de oro. «¿Existe una señora Barnes?», pensó de pronto,
muerta de curiosidad y también de incertidumbre.
Él no decía nada. Parecía estar aguardando a que Emma reaccionara. Sus
ojos oscuros la miraban con una evidente emoción, sin embargo, no había
nada más en su semblante que expresara nada: su ceño estaba relajado y su
actitud era tan tranquila que un aura de serenidad, casi de majestad, parecía
envolverle. A pesar de no aparentar más de cincuenta y cinco años, algo en
él daba la impresión de ser antiguo y noble, igual que un templo.
—¿Es usted de verdad? —fue lo primero que Emma pudo pronunciar.
El señor Barnes asintió y se puso en pie, señalándole con la mano una
silla frente a su escritorio. Emma avanzó y tomó asiento, observándole con
los ojos como platos.
«No te rindas, Emma», le había dicho aquel hombre cuando, con
dieciséis, desesperada, lloraba al teléfono diciéndole que no iba a poder
aprobarlas todas, lo fracasada que se sentía. «El único fracaso es rendirse.
Inténtalo, y si no lo consigues este año, lo lograrás el que viene. No te
presiones, nadie espera que seas perfecta».
Recordaba perfectamente aquella conversación, igual que muchas otras.
El señor Barnes, al otro lado del teléfono, le preguntaba por sus estudios,
por sus amigos, por sus sentimientos. Y siempre, por una u otra razón,
acababan volviendo a lo mismo: la necesidad de no rendirse, pero también
de tener paciencia y no exigirse la perfección. El señor Barnes la conocía
mejor de lo que nunca la habían conocido sus propios padres y ella, al igual
que el resto de los jóvenes del hospicio, lo adoraba e intentaba por todos los
medios no decepcionarle.
—Tenía muchas ganas de verle —acertó a decir, aunque inmediatamente
le sonó tonto y ridículo.
—Yo también. Lamento que tenga que ser así. No es lo que me hubiera
gustado.
Aquellas palabras y su tono triste hicieron que su mente volviera a
ubicarse. Rápidamente miró a Takeshi, que permanecía de pie junto a la
puerta.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es lo que ocurre?
El señor Barnes suspiró y se inclinó hacia adelante, mirándola con
gravedad.
—Te he hecho traer porque estás en peligro, Emma. Todos lo estamos.
La sangre se le congeló en las venas. Miró fijamente a aquel hombre que
siempre había sabido tranquilizarla cuando aún era una niña. ¿Por qué le
decía esto ahora? Recordó entonces las primeras palabras que Takeshi Sato
le había dirigido cuando se encontraron y el mundo se le cayó encima.
—Es por Logan, ¿verdad? —acertó a decir.
El señor Barnes se apartó un poco para abrir un cajón del escritorio y
extrajo una carpeta del interior y una Tablet. Colocó esta última frente a
Emma y la encendió, mostrando una carpeta llena de fotografías ordenadas
por fecha. Las primeras imágenes estaban datadas en 1890 y mostraban el
antiguo edificio del orfanato. Emma pidió permiso con la mirada antes de
empezar a pasarlas con el dedo.
—El señor O’Reilly no es más que una pieza. Todos estamos en este
tapiz, cada uno con una función asignada…, queramos o no.
Emma se había quedado mirando una de las fotografías. En ella aparecía
un hombre de cabello blanco, vestido a la moda de principios de siglo,
estrechando la mano a otro ante las puertas del orfanato. Los dos parecían
venerables y dignos. Junto al primero había un joven asiático vestido con un
traje a su medida, como un pequeño caballero, y mirando a la cámara con la
misma expresión seria que los adultos.
—¿Y qué tienen que ver estas fotos, de qué va todo esto?
—Este es Arthur Barnes —aclaró el hombre señalando con el dedo al
caballero de pelo blanco—, y este es Edmund Harrington. —Emma
parpadeó, mirándolo sorprendida—. Y el niño es Tsukikage Sato, hijo
adoptivo de Arthur… y mi padre.
Emma asintió y no hizo más preguntas, ni siquiera al escuchar el
apellido Harrington. Con el corazón en un puño, dejó que el señor Barnes
prosiguiera.
—En 1890, Arthur Barnes fundó este lugar, el Hogar Barnes para niños
huérfanos, gracias al dinero que había ganado con sus empresas mineras.
Arthur fue un hombre lleno de claroscuros, pero dedicó los últimos años de
su vida a tratar de devolverle al mundo parte de lo que este le había dado.
La fundación del Hogar Barnes era parte de sus proyectos filantrópicos y en
un principio funcionó como casa de acogida para niños huérfanos de estrato
social bajo, con dificultades económicas, o hijos huérfanos de mineros de la
compañía Barnes. Esta foto, tomada en 1910, captura el momento en el que
Edmund Harrington, magnate dedicado al desarrollo tecnológico, se unió a
la causa de Barnes aportando una fuerte suma para dotar al hospicio de
atención médica. Cuatro años después, comenzó la guerra.
El señor Barnes pasó unas cuantas fotografías hasta mostrar otra. En ella,
un joven asiático con un asombroso parecido a Takeshi posaba vestido con
el uniforme de las Fuerzas Expedicionarias: firme, con las botas altas, el
casco semiesférico y la mirada decidida.
—Desde el principio, Arthur Barnes se oponía a la violencia y participó
activamente en las labores diplomáticas destinadas a evitar el conflicto
armado, pero no tuvieron éxito. El señor Harrington, por el contrario,
consideraba la guerra como una buena oportunidad e hizo negocios
fructíferos fabricando y vendiendo motores para las Potencias Centrales.
Ambos comenzaron a tener desencuentros… que empeoraron en 1917,
cuando mi padre se unió a filas. Fue entonces cuando comenzó otra guerra:
la guerra entre los Barnes y los Harrington.
Emma miró al señor Barnes con incredulidad. Este prosiguió.
—Arthur comenzó a denunciar las actividades desleales de Edmund,
poniendo su posición social en juego. Para cuando la guerra terminó, entre
las dos familias ya había un ambiente irrespirable. Arthur era muy pertinaz,
pero no conocía las artes de la sutileza. Mi padre le suplicó que cejase en
aquella campaña contra Harrington, que se limitaba a defenderse mientras
preparaba su golpe maestro. En 1921, el anciano señor Barnes falleció en
extrañas circunstancias y todos sus bienes pasaron a ser propiedad de su
mujer e hija.
Las fotos, algo más modernas, mostraban ahora a una familia de lo más
inusual: una mujer de edad avanzada y una joven pareja: el muchacho
asiático, ahora ya más adulto, y una dulce joven de ojos claros y cabello
aparentemente rubio vestidos según la moda de los años treinta.
—Que la muerte de Arthur había sido causada por Edmund Harrington
era algo fuera de toda duda para los Barnes, que mientras reunían pruebas
para llevarle a la justicia se encontraron con la situación de una herencia
demasiado grande en manos de una viuda y su hija soltera. Para asegurar el
futuro de los Barnes, mi padre se casó con la hija biológica de Arthur, mi
madre.
—Y… ¿encontraron las pruebas que buscaban? —se atrevió a preguntar
Emma al ver que el señor Barnes hacía una larga pausa, observando
aquellas fotos con expresión perdida, como si le fuera imposible no
hundirse en sus recuerdos.
El hombre volvió en sí y la miró, asintiendo.
—Así es. Sin embargo, mi padre tenía un temperamento muy diferente al
de Arthur Barnes. Descubrió lo lejos que llegaban los tentáculos de
Harrington, que alcanzaban con su ponzoña al mismísimo gobierno de los
Estados Unidos, y fraguó un plan a largo plazo. El enfrentamiento directo
había resultado tener un precio demasiado alto, así que mi padre decidió
espiar a los Harrington para reunir toda la información posible sobre sus
turbios manejos a lo largo del tiempo… y sacarlos a la luz en el momento
adecuado.
—Pero eso no llegó a suceder —aventuró Emma.
El señor Barnes asintió.
—Cuanto más averiguaba mi padre, más consciente era de lo difícil que
sería tumbar una corporación como aquella, que además crecía y se
enriquecía más cada año que pasaba. Armas, drogas, diamantes de sangre,
espionaje industrial, extorsión, tráfico humano… No había palo que los
Harrington no hubieran tocado. No les importaba vender sus armas a los
terroristas y los paramilitares de África o Sudamérica, ni les temblaba la
mano a la hora de eliminar a los agentes enemigos…, es decir, a las
personas que se oponían, en mayor o menor medida, a sus planes. —El
señor Barnes hizo entonces otra pausa que a Emma le resultó de lo más
significativa—. En los setenta, cuando yo apenas era un adolescente, mi
padre y mi madre comenzaron a prepararme para ser el próximo señor
Barnes. Fue entonces cuando empezamos a acoger en el hospicio a los hijos
huérfanos de familias asesinadas por los Harrington.
Emma parpadeó con fuerza, negándose a mirar de frente hacia la idea
que empezaba a formarse en su mente.
Las fotos pasaron una a una. Emma vio imágenes de casas incendiadas,
recortes de periódicos sobre accidentes, esquelas.
—Sabíamos que antes o después, nuestros actos atraerían de nuevo la
mirada de Harrington hacia nosotros… y así fue. Pero esta vez, el hijo de
Edmund, Archibald, fue más paciente. Observó y preparó a su propio hijo,
Albert, igual que mi padre me preparó a mí.
—Señor Barnes, la muerte de mis padres… —interrumpió Emma con
voz débil, incapaz de escapar por más tiempo al grito de su conciencia.
El hombre asintió. No hizo falta más. Emma se mordió el labio, dejando
que dos gruesas lágrimas corrieran por sus mejillas. Cuando el señor Barnes
alargó la mano para agarrar la suya, Emma la apartó, súbitamente tensa.
Siempre había creído que, si algún día llegaba a conocer a su benefactor, le
abrazaría con fuerza y todo sería alegría, pero ahora… Aquella historia era
demasiado retorcida, demasiado cruel.
—Lo lamento mucho, Emma…
La voz de aquel hombre seguía siendo su referente, pero esta vez,
aunque la tranquilizó por puro instinto, Emma no se sintió tan reconfortada.
—Usted… ¿Usted sabía que yo iba a presentarme a un puesto de
secretaria en la torre Harrington…? —preguntó sin querer conocer la
respuesta.
—Lo sabía.
—¿Y por qué lo permitió? —preguntó mirándole desamparada, con los
ojos anegados por el llanto—. ¿Por qué no me lo impidió, por qué no me
contó que la muerte de mis padres era culpa de ellos?
—Porque no era necesario.
La respuesta totalmente sincera y convencida del señor Barnes la hizo
erguirse.
—¿Cómo que no era necesario? Era mi pasado, tenía derecho…
—Sé que no quieres oír esto y yo tampoco quiero decirlo, pero hay cosas
más importantes que tu pasado, Emma.
Aquellas palabras, suaves y paternales, la dejaron clavada a la silla.
Parpadeó con fuerza, incrédula.
—Los Harrington siguen matando, siguen corrompiendo y provocando
que cosas horribles sucedan en el mundo. Su dinero y sus negocios
sustentan actos terroristas, guerras fratricidas en los países más
desfavorecidos, muerte, violaciones y atropellos de toda clase en todo el
mundo. Sus manos están llenas de sangre inocente, y cada día que pasa, ese
río de sangre crece. Y ahora, todas las pruebas que hemos reunido contra
ellos a lo largo de más de un siglo están, por desgracia, en sus manos.
Emma suspiró y se masajeó las sienes.
—Así que, ¿a usted le conviene que yo esté allí?
—Sí. Tanto como a él le conviene tenerla cerca.
Esas palabras le causaron un escalofrío y alzó la cabeza de nuevo, alerta.
—¿Por qué?
La actitud del señor Barnes cambió entonces. Sus hombros se hundieron
y agachó la cabeza un tanto, desviando la mirada hacia la ventana que había
a su izquierda, por la que entraba la luz del día.
—A principios de los noventa ideamos un sistema que impidiera todo
filtrado de información. Archivamos todo lo recopilado en una serie de
documentos encriptados que se guardarían en un único dispositivo, creado
para contenerlos y solo reproducirlos al introducir un código de activación
con cuatro cifras de cuatro números. Para evitar que nadie aparte de mí
pudiera acceder a ellos, repartí las cifras entre vosotros.
—¿Cómo?
—Tú posees una, Jen, Liz y Patrick las demás.
Emma soltó un jadeo y sintió que la habitación comenzaba a
oscurecerse. «No me puedo desmayar ahora. Ahora no», se ordenó,
inclinándose hacia adelante. Fue Takeshi quien acudió rápidamente con un
vaso de agua y le preguntó si estaba bien. Su voz se oía desde muy lejos.
Emma se dio cuenta de que iba a empezar a hiperventilar en cualquier
momento.
—Esto debe ser una broma…
Agarró el vaso de agua que le ofrecían y se lo bebió a grandes tragos,
aguantando el deseo de gritar y tirarlo al suelo a continuación.
—Ojalá pudiera decirte que sí. Pero vosotros siempre habéis sido
diferentes… especiales. Habéis sido como hijos propios para mí. Así que
pensé…
—¿Hijos propios? —Emma soltó el vaso con fuerza en la mesa y lo
miró, rabiosa—. ¿Hijos propios? Nos ocultaste todo esto… no solo a
nosotros, ¡a todos! Jamás nos dejaste verte, nunca estuviste cerca, solo…
solo eras una voz tras el teléfono y ahora resulta que somos las víctimas del
juego de poder de los Harrington y que tú nos has utilizado para
salvaguardar información con unas cifras que ni siquiera sabemos que
tenemos. ¿Por qué? ¿Por qué nosotros, por qué ahora estamos en peligro?
—Por culpa de mis decisiones —dijo sencillamente el señor Barnes.
Emma deseaba levantarse y abofetearle, quería salir de allí y regresar
con un bate o algo así para gritar su frustración, destrozar el despacho y
luego irse lejos, muy lejos. Sin embargo, se limitó a mirarle con ira y
escuchar.
—Hace unos meses supe que habíamos sido traicionados. Me habían
robado el dispositivo y ahora estaba en manos de los Harrington. Sabía que
necesitarían el código, no hay forma de acceder a los datos sin él, y para
ello vendrían a por mí. Fingí mi propia muerte para ganar tiempo, pero sea
quien sea la persona que nos la está jugando, sabe demasiado y al dar por
hecho que yo había fallecido, empezaron a buscaros.
—¿Cómo que fingiste tu propia muerte? ¿Por qué no hemos sabido nada
de eso?
—Porque no apareció ninguna esquela sobre el señor Barnes, sino la
esquela de Akira Sato. Es mi verdadero nombre, el auténtico apellido de mi
padre.
Emma frunció el ceño y suspiró. Todo aquello era una locura, una
maldita locura que parecía salida de una serie de Netflix.
—Entiendo, así que los Harrington van tras nosotros… ¿por eso me llegó
la oferta de empleo?
—Tras comprobar la entrada en acción de Logan O’Reilly creo que
podemos estar seguros de ello.
—Deja de hablar en plural —espetó Emma, cada vez más triste y furiosa
—, yo no soy parte de este maldito tapiz.
—Lo eres, aunque no quieras. Todos lo somos.
Se pasó las manos por la cara. Tenía demasiadas preguntas, pero no
quería oír la respuesta a ninguna de ellas. Sin embargo, las necesitaba.
—¿Quién es Logan O’Reilly? ¿Qué papel tiene en todo esto? —
murmuró abatida.
—Trabaja para Albert Harrington. Creo que quiere recuperar tu parte del
código. Puede que también utilizarte para obtener las de Liz, Jen y Patrick.
—¿Pertenece a su familia de pirados?
—No, es un agente independiente. Un… mercenario, por llamarlo así.
«Un mercenario». Emma recordó sus bromas sobre su formación como
profesional de seguridad. También estaba lo que Jen había descubierto: que
su padre había pertenecido al IRA. «A saber cuántas mentiras más me habrá
contado».
Observó el vaso sobre la mesa, negando con la cabeza. Quería marcharse
de allí y olvidarlo todo, pero ni siquiera tenía fuerzas para levantarse.
—Esas cifras… ¿por qué no las recuerdo?
—Las recordarás cuando llegue el momento.
Soltó una risa seca y miró al señor Barnes. Su voz paternal, su mirada
conmovida… todo aquello era una maldita fachada. No podía confiar en
nadie. Nunca había podido. La vida acababa de demostrárselo.
—Y tú decidirás cuándo es el momento, ¿verdad? Igual que has decidido
ponernos en esta situación y provocar que… —Tomó aire, sintiendo que se
mareaba de nuevo, y dejó caer la cabeza hacia adelante—. Oh, Dios mío…
¿qué es este lugar, qué son para ti todos estos huérfanos? ¿Tu ejército de la
venganza?
—No se trata de venganza, Emma —insistió el señor Barnes, conciliador
—, es lo que hay que hacer. Los Harrington son una amenaza para todos,
son el enemigo y debemos acabar con ellos.
—¿Debemos? ¿Por qué nadie nos ha preguntado a nosotros? ¡No somos
tus juguetes! —exclamó alzando el rostro, incapaz de contener más el
estallido de emociones amargas, desesperadas y confusas—. Él nos arrebató
a nuestros padres pero tú no eres mejor. Tú has comprometido nuestras
vidas. ¡¿Cómo has podido?!
—Emma…
El señor Barnes intentó acercarse a ella de nuevo, pero Emma se puso en
pie a toda prisa y se alejó de espaldas hacia la puerta.
—No. No te acerques. Quiero irme de aquí…
—Emma, debes tener cuidado con Logan O’Reilly. Es un hombre
peligroso, hará lo que sea necesario. Tienes que saber a lo que te expones
si…
—¿Ahora? —Negó con la cabeza—. No, guárdate tus advertencias.
Llegan tarde. Años tarde. Quiero irme de aquí. Quiero irme a casa.
Lo vio acercarse a ella y trató de darse la vuelta, abrir la puerta, pero
estaba cerrada con llave. Takeshi observaba desde un rincón, claramente
dolido con lo que estaba ocurriendo.
—Emma…
Cuando las manos del señor Barnes la agarraron por los brazos hubiera
deseado pelear, zafarse, marcharse a toda prisa de allí. O tal vez golpearle.
Pero no hizo nada de eso.
—Emma, de veras lo siento. Ahora sé que me equivoqué…
Era aquella voz, la voz que siempre la había alentado, la voz que le había
hecho sentir desde pequeña que le importaba de verdad a alguien. Había
sido como un ángel de la guarda, como un mentor, el refugio de todas sus
frustraciones, la única seguridad que había tenido hasta la adolescencia.
Sintió que se le encogía el pecho y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Entonces, él la abrazó. La estrechó tiernamente contra sí, acariciándole el
cabello. Por primera vez, Emma sintió su cuerpo y pudo percibir el perfume
de su colonia. El recuerdo de sus padres la golpeó con fuerza y rompió a
llorar, estremeciéndose a causa de los sollozos. Sin poder evitarlo,
odiándose por ello, abrazó a aquel hombre cuyo apellido había aceptado
con el mayor de los orgullos.
—No tenías derecho… Lo que hiciste… —balbuceó desarmada.
—Ahora lo sé. Lo siento con toda mi alma, Emma. —Durante un
momento solo se abrazaron en silencio—. Y siento más aún lo que tengo
que pedirte.
Emma se separó, mirándole a los ojos. De nuevo se sentía como una
niña.
—Tienes que recuperar el dispositivo de manos de Harrington.
De nuevo tuvo la impresión de que le fallaban las rodillas, se sujetó a él.
—No puedo hacer eso, señor Barnes… Yo…
—Puedes hacerlo, Emma.
Eso le había dicho siempre. «Puedes hacerlo, Emma».
—Pero…
—Solo tienes que descubrir dónde está. Takeshi se encargará del resto.
«Soy estúpida. Una estúpida patética», pensó. A pesar de todo, aunque
sabía que la estaba manipulando, también quería complacerle. Quería hacer
lo que le decía, demostrarle que podía… Quería que él, la voz al otro lado
del teléfono, estuviera orgulloso de ella. Era tan triste…
—Lo intentaré —afirmó limpiándose las lágrimas con los dedos.
Él volvió a abrazarla y se quedaron así durante minutos enteros. Emma
se sintió aún peor al darse cuenta de que no quería soltarlo, de que quería
hablarle de todo lo que había hecho en aquellos años, desde que abandonó
el orfanato, para que él le diera su aprobación. «¿Por qué soy tan débil? Jen
le habría roto la máquina de agua en la cabeza», pensó mirando de reojo el
pequeño depósito de plástico junto al cual aguardaba Takeshi, con las
manos cruzadas al frente y la vista perdida.
Finalmente se separaron. El señor Barnes acercó la mano para retirarle la
última lágrima. Emma lo miró como si quisiera grabarse sus facciones,
dolida y conmovida al mismo tiempo.
—¿Aún quieres irte a casa? —preguntó él.
Aquella pregunta la consoló tanto o más que los abrazos. A pesar de
todo, había cosas que eran verdad. Sabía que el señor Barnes quería pasar
más tiempo con ella y eso la llenaba de una estúpida alegría que calmaba su
dolor igual que el alcohol sobre la herida: escocía un poco, pero valía la
pena.
—Sí —respondió con sinceridad. Se sentía agotada.
El señor Barnes asintió con la cabeza.
—Takeshi te llevará. Estaremos en contacto. Hasta pronto, Emma.
El joven asiático tecleó algo en su móvil y la puerta sonó con un
chasquido. Luego giró el pomo y salió delante, invitando a Emma a hacer lo
mismo. Ella obedeció de forma automática. Estaba aturdida, agotada y
triste. Tenía mucho, demasiado en lo que pensar.

***
El trayecto de regreso a casa fue igual de cauteloso que el anterior,
cambio de coche incluido. En esta ocasión, sin embargo, Emma no podía
mantenerse alerta: estaba demasiado cansada.
—Siento mucho todo esto.
La voz del joven era algo similar a la de su padre, suave y sensible.
Emma le miró a través del retrovisor sin saber qué responder.
—Mi padre lleva una gran carga sobre los hombros. No siempre toma las
mejores decisiones, pero su intención es buena.
«Me importa una mierda su intención», hubiera querido decir, pero no
fue capaz.
—¿Es tu padre biológico? —preguntó en cambio.
—Sí, lo es. Cuando él no esté, yo seré el nuevo señor Barnes.
—Claro. Tradición familiar —dijo Emma con sarcasmo.
—No es tan malo. Si todo esto termina antes de que deba ocupar el
cargo, mi labor será mucho más amable.
Emma miró a través de la ventanilla y suspiró. Recordaba las largas
tardes fantaseando a escondidas con aquellos a quienes había elegido como
hermanos.
Jen, Liz, Patrick… Con quince años se escondían en la parte de atrás de
la enorme casa señorial para fumar a escondidas mientras soñaban con
crecer. «Ojalá pudiera volver a entonces, olvidar todo esto, ser simplemente
Emma», pensó con desazón.
—Lo que ha dicho es cierto. —De nuevo, la voz de Takeshi la sacó de
sus pensamientos—. Sois como hijos para él. Os eligió. Puede que fuera un
error hacerlo, pero ya os había elegido en su corazón.
—¿Y tú qué opinas de eso? —preguntó Emma al darse cuenta de la
forma contenida en que Takeshi hablaba del tema.
Hubo un largo silencio.
—Me hubiera gustado conoceros antes. Que todo fuera normal. Poder
formar parte. Pero nunca he podido, era peligroso.
—¿Peligroso, por qué?
—Porque para mi padre, todo siempre es peligroso —dijo él con media
sonrisa sesgada—. Lamentablemente, muchas veces tiene razón, así que me
he limitado a mirar desde lejos.
Emma le observó. Era atractivo y serio. No debía tener más años que
ella, no muchos años al menos, y sin embargo se comportaba como un
hombre maduro, recto y curtido. Su actitud, sumada a su aspecto, le recordó
a un samurái.
—Tú también eres víctima de su juego —afirmó Emma, poniendo voz a
lo que ambos sabían—. No es el mejor padre del mundo, ¿no?
—Puede que no —respondió Takeshi—, pero es nuestro padre.
Emma apartó la mirada y no habló más.
Cuando llegaron frente a su casa, después de que Takeshi comprobara
que no había nadie por los alrededores, Emma salió del coche. No sabía
cómo despedirse de aquel desconocido que tanto parecía conocerla y tener
en común con ella, así que se limitó a levantar la mano. Él, desde el coche,
le devolvió el saludo.
Una vez en su apartamento, tras cerrar con llave y colocar una silla ante
la puerta, Emma cerró todas las cortinas. Vio marcharse el coche de Takeshi
antes de echar la última. Solo entonces, completamente a solas, caminó
hacia el sofá, se acurrucó en él y, devastada, lloró hasta dormirse.
Capítulo 8
Despertó con los párpados hinchados y pegados por las lágrimas. Se
sentía agotada, derrotada después del duro despertar que había significado
su encuentro con el señor Barnes. El hombre que era lo más parecido a un
padre que había tenido les había manipulado, mentido y mantenido en una
ignorancia peligrosa, sí.
Y también les había protegido. Gracias a él seguían vivos y habían
permanecido alejados de las conspiraciones de la Corporación Harrington.
Al recordar lo que Barnes le había revelado, se encogió sobre sí misma en
el sofá, sintiendo un acceso de náusea. ¿Cómo podía ser verdad algo así?
Emma no era capaz de concebir esa maldad más allá de la pantalla del
televisor, de las historias de ficción. O se negaba a concebirla.
«No. Sabes que existe desde hace mucho. Sabes lo oscuro, vil y
traicionero que puede ser el ser humano», reflexionó, sintiéndose vulnerable
como una niña ante los recuerdos.
Bajo la luz de las revelaciones, las cosas tomaban un nuevo sentido.
Había recuerdos a los que Emma no quería regresar, enterrados en su
memoria, firmemente clavados en su psique como un puñal cuyo dolor se
había vuelto sordo y con el que había aprendido a convivir. Ahora no podía
evitar regresar a ellos y hacerse dolorosas preguntas.
Si el Hogar Barnes daba refugio a los huérfanos que esa organización
había dejado, ¿tenía que ver la muerte de sus padres con ella? La culpable
llevaba veintidós años en prisión. Sí, conocía bien las sombras del ser
humano. La hermana de su propio padre fue la que apretó el gatillo. Su tía,
la persona que la cuidaba cuando sus padres no estaban, alguien en quien
confiaba, alguien a quien quería, fue capaz de matar a sus familiares, y lo
hizo delante de ella.
El recuerdo la hizo encogerse otra vez en el sofá, buscando un refugio
que ya no podía salvarla de las imágenes del pasado. Emma se abrazó a un
cojín y enterró el rostro en él, aguantando el llanto que pugnaba por brotar
de su dolorida garganta.
Lo que hizo su tía la cambió para siempre. No solo le arrebató a las
personas a las que más quería en el mundo, quienes representaban el
universo para la niña que era, también quebró por completo su capacidad
para confiar en nadie. Durante años, estuvo encerrada en sí misma,
dirigiéndose a los demás solo para lo estrictamente necesario, paralizada
por el miedo y el shock que había supuesto el terrible acto de su tía. Eso
solo cambió al conocer a sus hermanos. Liz, Jen y Patrick hicieron que
recuperase un ápice de su inocencia y su fe en la humanidad.
Jamás fue capaz de entender lo que había ocurrido. No había nada que
pudiera justificar la muerte de dos seres humanos y ella no había tenido las
fuerzas para indagar en todos aquellos años. Lo había enterrado todo en el
fondo de su mente por mera supervivencia, pero ahora no podía
simplemente apartar la atención y seguir con su vida.
¿Tenía que ver la Corporación Harrington con la muerte de sus padres?
Si lo que el señor Barnes le había contado era cierto, la respuesta estaba
clara. Entonces… ¿habían obligado de alguna manera a su tía a hacer lo que
hizo? Fuera lo que fuera, no justificaba aquel acto aberrante, pero al menos
era una respuesta, una razón que explicaba el sinsentido de sus muertes.
Tenía que averiguarlo. El limbo en el que había vivido hasta ese preciso
momento ya no le valía. Ya no le servía para sobrevivir. Ahora sabía que
estaban en peligro; su pasado había regresado, como regresan las cosas que
quedan sin resolver. No podía quedarse encogida en el sofá y esperar que la
tormenta pasara porque sabía que eso la destrozaría. Se puso en pie de
golpe y buscó el móvil, dispuesta a llamar a sus amigos, pero al tener el
aparato en la mano se sintió bloqueada.
«¿A quién debo llamar? ¿A quién puedo pedirle esto?», se preguntó
angustiada.
La primera persona que le vino a la mente fue Liz, pero al instante supo
que no era buena idea. La situación de su amiga era delicada. Liz era muy
sensible y se preocupaba demasiado por los demás, si le contaba lo que
ocurría, agravaría las cosas para ella, dejaría de lado sus propios problemas
para ayudarla y Emma era consciente de cuánto necesitaba su amiga
centrarse en su vida y solventar lo que la estaba angustiando tanto.
Suspiró, mordiéndose el labio inferior. ¿Y Patrick? Enseguida supo que
sería peor. Era temperamental, le insistiría hasta que le contase todo y luego
estallaría. No necesitaba eso en ese momento, lo que quería era un apoyo,
no estar sola ante una de las cosas más difíciles que iba a hacer en su vida.
Finalmente, Emma buscó el nombre de Jen en la agenda y pulsó el botón
de llamada.
—Jen —dijo cuando descolgó, sin dejarla saludar siquiera—. Necesito
que me acompañes a Suffolk. Quiero hablar con tía Donna.
—Vale. Estaré en quince minutos en la puerta de tu casa —respondió
ella sin más, y colgó.
Emma se sintió algo aliviada al no tener que darle más explicaciones,
aunque sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo.
El Subaru BRZ azul eléctrico de Jen se deslizaba casi sin hacer ruido
sobre la carretera. Iban de camino a la prisión de Suffolk, donde Donna
cumplía la cadena perpetua por el asesinato a sangre fría cometido veintitrés
años atrás. Llevaba veintidós años cumplidos allí dentro, y en ese tiempo
Emma no había ido a visitarla una sola vez. Se había esforzado por
olvidarla, hasta el punto de que casi había conseguido borrarla de su vida.
—Estás muy rara últimamente, ¿esto tiene algo que ver con Logan? —
preguntó Jen incorporándose al tráfico de una calle principal tan rápido que
dio un bandazo con el coche.
Conducía algo alocadamente, deprisa, lo que contradecía su mirada
calmada fija en la carretera. Emma se sintió peor al pensar en Logan. Ese
cabronazo la había utilizado y ella le había dejado meterse hasta en sus
bragas como una idiota. ¿Cómo había podido ser tan confiada? ¿Cómo
había dejado que la manipulara de esa manera? Nunca se había dejado
llevar por los impulsos, y la única vez en que lo había hecho todo le
confirmaba que era un error imperdonable.
—Preferiría no hablar de él ahora mismo —respondió. No se sentía
capaz de gestionar todo aquello a la vez.
Lo de Donna era suficientemente doloroso como para añadirle el trago
amargo de la traición de Logan. Al final, parecía claro que solo podía
confiar en sus amigos. Su vida estaba bien como estaba, pero tuvo que
dejarse llevar por la sonrisa de pirata de ese cabronazo.
—Emma… ¿qué ha pasado? Podría ayudarte mejor si me lo contaras.
¿Ese tipo te ha hecho daño? ¿Qué tiene que ver con esto? —insistió Jen,
mirándola de reojo mientras conducía.
—Te prometo que te daré las respuestas cuando las tenga. Ahora todo
es… complicado y confuso. —Emma intentó que dejara el tema ahí, pero
Jen no se rindió.
—Te has pasado el día llorando. Te lo noto a millas. Tienes los ojos
hinchados y no sonríes ni por quedar bien. No puedes llamarme pidiéndome
algo tan bestia como visitar a tu tía y pretender que me quede a esperar a
que me expliques las cosas —dijo Jen con la mirada puesta en la carretera.
Dio un volantazo para adelantar a tres coches que hizo que Emma se tuviera
que agarrar a la puerta para no golpearse contra ella—. Algo gordo está
pasando, y tienes que contármelo, no puedes tragarte esto sola como haces
con todo.
Emma suspiró y se pasó las manos por la cara, apartándose el pelo. No
era un buen momento para enzarzarse en pormenores, se sentía agotada y ni
siquiera había hecho lo más difícil, pero Jen tenía razón. Ella tenía que ver
con lo que estaba pasando y se merecía una explicación.
—Hoy he conocido al señor Barnes, Jen. Su hijo me ha llevado a
Somerville, al Hogar Barnes, y me ha explicado lo que hace en el orfanato.
Ofrece seguridad y refugio a las víctimas de una organización criminal —le
resumió Emma.
Esperaba que Jen se sorprendiera, que compusiera una expresión de
estupor o soltase una maldición, que palideciera al conocer la verdad, pero
su amiga siguió conduciendo con la vista al frente y se limitó a asentir.
—Vaya movida… —dijo simplemente.
—¿Vaya movida? Te acabo de decir que fuimos víctimas de una mafia,
¿qué clase de reacción es esa, Jen? —le preguntó sorprendida.
—Hace tiempo que investigué al señor Barnes y a nuestro orfanato —
confesó Jen sin inmutarse—. Accedí a los archivos privados del Hogar
Barnes y descubrí algunas cosas interesantes, como que siempre hay un
señor Barnes, aunque no sea siempre el mismo. Sé que todos tenemos algo
en común y que por eso nos llevaron allí, pero no sé toda la historia.
Emma estaba atónita. La miró incapaz de reaccionar por un instante,
hasta que al fin pudo preguntarle, enfadada.
—¿Y por qué no nos dijiste nada?
—No es tan fácil tomar esa decisión, Emma —replicó Jen con
tranquilidad—. Liz tiene la vida hecha, ha conseguido un marido ideal y
está formando una familia, tú has conseguido un buen trabajo y estás
centrada en él. Y Patrick… es Patrick, nada de esto le interesa. Todos habéis
conseguido ser felices a vuestra manera, no quería perturbaros con asuntos
del pasado, sabía que removería demasiadas cosas y lo último que quería
era verte en el estado en el que estás a causa de ello.
El tono de Jen ocultaba una nota amarga. Parecía tranquila, otra persona
lo habría obviado, pero Emma lo percibió enseguida. Vio como apretaba el
volante y fijaba los ojos con tozudez en la carretera, como si intentara
imponerse la tranquilidad que aparentaba.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó suavizando el tono de inmediato—.
¿Por qué investigaste tú al orfanato?
—Yo solo quería encontrar a mis padres. Vosotros no teníais que ver en
ello, ni tenéis por qué pasarlo mal por mí —respondió Jen sin dirigirle la
mirada.
Se sintió mal de inmediato. No la había tenido en cuenta. Todos tenían
una historia de pérdida en común, algo que de una u otra manera les
marcaba. Liz, Patrick y ella al menos guardaban recuerdos de sus familias,
podían ser confusos, atenuados por el tiempo, pero sabían de dónde venían.
Sin embargo, Jen… Jen era la que más tiempo llevaba en el orfanato cuando
los demás llegaron. No tenía más que dos años cuando aquella institución se
convirtió en su hogar y no guardaba un solo recuerdo de sus padres ni de su
verdadera familia. Emma no llegaba ni a imaginarse lo que eso podía
suponer para su amiga.
—¿Los encontraste? —preguntó tras unos instantes de silencio.
—Preferiría no hablar de ello —respondió Jen. No parecía enfadada, ni
siquiera triste, pero Emma se dio cuenta de que se distanciaba, replegándose
sobre sí misma—. Ahora vamos a centrarnos en lo tuyo, que ya es bastante
jodido, ¿vale?
Jen la miró y esbozó una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos.
Emma le cogió la mano derecha y la apretó sin decir nada más. Fueron en
silencio el resto del viaje.
Un agente la llevó hasta la sala de reuniones. Era un lugar gris,
impersonal, al que se accedía después de pasar dos cancelas que el hombre
uniformado había abierto y cerrado tras su paso. Jen se había quedado en
una sala de espera. Donna no había recibido una sola visita en todos esos
años, así que no les costó convencer a los funcionarios de que concertaran
una cita urgente con ella. Después de haber estado esperando una hora con
Jen, Emma sentía que una desagradable ansiedad se agitaba en su pecho al
sentarse en la silla frente al cristal de protección.
Al ver a Donna aparecer tras una puerta al otro lado, sintió que el
corazón se le detenía en el pecho. Se le secó la boca y se aferró a los
reposabrazos tomando una bocanada de aire. La mujer que se sentaba ante
ella, al otro lado del cristal, distaba mucho de la mujer que recordaba.
Donna había sido hermosa y jovial. Era la hermana pequeña de su padre y
había vivido con ellos desde que nació, los recuerdos enterrados de su risa,
de las horas que pasó jugando con ella, de los cuentos que le contaba antes
de dormir, despertaron dolorosamente en contraposición a la imagen
demacrada que tenía ante ella.
Donna no debía superar los cincuenta y tres años, pero parecía una
anciana. Llevaba el cabello crecido hasta el pecho y tan lleno de canas que
era casi blanco, apenas se distinguía el castaño que lució en su juventud en
algunos mechones. Su piel lucía apagada y tenía los ojos hundidos,
rodeados de arrugas marcadas que hablaban de un profundo sufrimiento. Al
sentarse, con la mirada fija en ella, Donna se echó a llorar, apartando la
mirada de Emma con evidente vergüenza.
Emma soltó una mano del reposabrazos y agarró el teléfono que
comunicaba con el otro lado del cristal de seguridad. Miró a su tía con un
gesto distante y frío, esperando a que hiciera lo mismo. La mujer descolgó
el teléfono con una mano huesuda y temblorosa. Estaba extremadamente
delgada, tan cambiada que a Emma le costaba reconocerla.
—Emma… Emma… —dijo Donna entre sollozos, atreviéndose a
mirarla con los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento. Lo siento mucho,
perdóname. No sabes cuánto he esperado poder decírtelo… —dijo con la
voz rota.
No se esperaba eso. Emma se quedó petrificada, con el teléfono en la
oreja, mirando a su tía. Un frío intenso se expandió desde su estómago, un
dolor mordiente que la obligó a permanecer en silencio, quieta, durante un
largo instante. Se mantuvo entera, distante, obligándose a no derramar las
lágrimas de dolor y rabia que sentía tras los ojos.
—¿Por qué lo hiciste? —Su voz la sorprendió, más fría y distante de lo
que pensaba que era capaz de expresar.
—No tenía opción —respondió su tía con una súplica desesperada en los
ojos.
—¿Por qué lo hiciste? Siempre hay una opción —replicó Emma,
echándose hacia adelante en el asiento. Se mordió las lágrimas de rabia—.
Me merezco esa respuesta, Donna.
La mujer negó con la cabeza y apartó la mirada de ella.
—No puedo… Lo siento —gimoteó—. Lo siento mucho, Emma. Yo no
quería, pero no tenía opción.
Se la quedó mirando. Donna se había encogido sobre sí misma,
temblaba, apretando el teléfono contra su oreja, aferrada a él. Estaba
sufriendo, seguramente había pasado cada minuto de su vida desde que
apretó el gatillo haciéndolo, pero eso no hacía que Emma sintiera pena por
ella. Se lo merecía.
—Tienes miedo… —le dijo al darse cuenta—. Es por ellos, ¿verdad?
Donna levantó la mirada, repentinamente aterrada, alarmada. Emma se
dio cuenta de que no hablaría, de que no le diría por qué lo había hecho,
pero no se iría de allí sin obtener las respuestas que había ido a buscar.
—No hables si no quieres, pero responde con un gesto. No quiero tus
disculpas ni tu arrepentimiento, lo que hiciste no tiene perdón ni
justificación, así que ten la valentía al menos de mirarme a la cara y
responderme. —Emma se sorprendió de haber podido decir eso sin que se
le temblara la voz, con la rabia latiéndole en las sienes como lo hacía—.
¿Tienen que ver los Harrington con que mataras a mis padres?
Los ojos de Donna parecieron quebrarse. La miró repentinamente
paralizada, como si la simple mención de aquel nombre la aterrase. Durante
unos instantes permaneció tan quieta que Emma pensó que había entrado en
shock, pero finalmente, Donna bajó la cabeza y la levantó, en un lento
asentimiento.
Tuvo suficiente con aquello. La rabia estalló dentro de ella y se levantó,
colgando el teléfono con un fuerte golpe y dándole la espalda a la mujer que
había destrozado su vida arrebatándole a sus padres. No le importaba su
miedo, no había justificación alguna para lo que hizo, y no sintió compasión
por ella. Al dirigirse a la salida escuchó los gritos amortiguados tras los
cristales de seguridad.
—¡Emma! ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Yo os quería! ¡Os quería a los tres!
No le dirigió una última mirada. No estaba dispuesta a entregarle ni esa
pequeña concesión. Cuando bajó a recepción, Jen se puso en pie al verla
llegar y se apresuró a ir a su encuentro para abrazarla.
Derrumbándose al fin, Emma se abrazó a ella con fuerza y se echó a
llorar, enterrando el rostro en sus cabellos.
Ya era de noche cuando Jen la dejó en casa. Se sentía tremendamente
cansada y vacía, como si hubiera llorado todas las lágrimas que había
estado años conteniendo en algún rincón. Ya no le quedaban energías para
el llanto, y tampoco para la rabia o la pena. Subió las escaleras pensando en
irse directamente a la cama y dormir, pero al llegar a su piso vio a Logan
esperando ante su puerta.
Se quedó bloqueada un instante, plantada al final del pasillo. Logan aún
no la había visto, estaba consultando el móvil, apoyado en la puerta de su
departamento. Emma no supo qué hacer. Descubrió que aún le quedaban
energías para la ira cuando su primer impulso fue acercarse para cruzarle la
cara de un golpe.
«Es un manipulador. Un mentiroso, un traidor. Ha sido capaz de usarme
y aprovecharse de mí. No necesitaba meterse en mi cama para hacer su
trabajo», pensó con amargura. Quería golpearle, dejarle claro que no era
ninguna idiota y luego expulsarle de su vida. Y al mismo tiempo sintió toda
su confianza y sus emociones traicionadas. «Yo siento algo real por él...», se
dijo frustrada. Aún lo sentía. Una parte de ella, que aún pensaba que todo
aquello pudiera ser un error, algo que podía subsanarse, sintió un alivio
irracional al verle allí, como si su presencia pudiera brindarle algún
consuelo después del día infernal que había pasado.
Logan la vio allí, al pie de la escalera, y la sonrisa de canalla que esbozó
hizo que su estómago se encogiera. Quería estrangularle y besarle con las
mismas ganas. Pero tenía que ser racional. Su situación era delicada en ese
momento: si ahora le hacía saber que estaba al corriente de lo que hacía,
Logan podría informar a su jefe y todo se volvería aún más peligroso. Nadie
debía saber que se había reunido con el señor Barnes ni lo que se había
dicho en esa conversación. Ahora tenía una ventaja, sabía lo que estaba
ocurriendo, y que Logan y Harrington pensaran que seguía en la ignorancia
era beneficioso para ella.
—Hola, Logan. —Forzó una sonrisa al llegar a su altura. Él la recibió
con los brazos abiertos, rodeó su cintura y le dio un cálido beso en los
labios que hizo que el vello de su nuca se erizara—. No te esperaba…
—Quería darte una sorpresa. Hoy no has ido al trabajo y estaba
preocupado —respondió mirándola de cerca. Frunció el ceño.
«Qué bien finges que te importa una mierda cómo me sienta», pensó
ella, tragándose las palabras. «Has debido pasarlo fatal sin encontrarme por
ninguna parte para darle el informe a tu jefe, ¿verdad?».
Sonrió más ampliamente, bajando la mirada y suspirando.
—He tenido que atender un asunto familiar —se excusó.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó preocupado. Emma no dejaba de
sorprenderse de lo bien que lo hacía, de lo honestas que parecían sus
emociones. Reprimió de nuevo las ganas de abofetearle.
—No tengo ganas de hablar de eso —dijo apartándose de él para abrir la
puerta.
—De acuerdo. No hablaremos de eso. Te haré la cena, entonces.
Emma apretó los dientes mientras le daba la espalda. Le escuchó entrar y
cerrar la puerta tras ella. Cerró los ojos unos instantes y tomó aire
profundamente, insuflándose fuerzas. Resulta que a pesar de todo lo vivido
ese día, aún le quedaban. No pensaba flaquear ni descubrirse. Si él podía
manipularla, ella podía hacer lo mismo con él. Dejó el bolso sobre la mesa
y se quitó la chaqueta, apoyando el trasero en ella y cruzándose de brazos.
—La verdad es que no tengo hambre —dijo en un tono algo árido que
hizo que el ceño de Logan volviera a fruncirse con extrañeza.
—¿Ha pasado algo más que deba saber?
—No, solo ha sido un día duro para mí y lo último que quiero al llegar a
casa es seguir dándole vueltas.
Logan se acercó con cautela, como si temiera que fuera a rechazar su
contacto. Puso sus manos sobre los brazos de Emma y los estrechó con
suavidad, mirándola a los ojos. Parecía realmente preocupado, como si no
supiera qué hacer para aliviar la tensión que destilaba de ella. ¿Cómo podía
fingir tan bien? ¿Cómo podía componer esa mirada cálida y preocupada
mientras le mentía a la cara? Esa capacidad para fingir la enfurecía, pero
también le provocaba un inmenso dolor.
Era el único hombre en quien había confiado lo suficiente como para
dejarle superar la barrera de su intimidad. Se había sentido segura entre sus
brazos, y al notar la calidez de sus manos un estremecimiento de anhelo y
pena la recorrió de arriba abajo. Sintió ganas de llorar, de derrumbarse y
entregarse a la fantasía que había vivido una vez más.
—Vale… Vale. No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea, no tiene que
preocuparte más. Al menos, no por esta noche. Cuando necesites hablar, lo
haremos, pero ahora… —dijo inclinándose y dándole un beso en la frente.
Emma sintió otro estremecimiento y un dolor intenso en la garganta—,
vamos al sofá. Pondremos Netflix y te traeré chucherías.
Emma apartó el rostro y le empujó en un impulso.
—Tampoco quiero chucherías —espetó.
Logan la miró, confuso. Iba a decir algo, abrió la boca para replicar, pero
Emma se lanzó a la desesperada. Estaba actuando de forma muy extraña,
ella no sabía fingir, no era una maldita espía consumada como parecía serlo
él, así que antes de que pudiera decir nada e iniciar una discusión que la
delatase, Emma se lanzó sobre él y le besó.
Las manos de Logan se posaron en sus caderas. Su boca enseguida la
recibió y correspondió con un gemido grave de sorpresa. Emma, rabiosa,
hundió las manos en su pelo y tiró hacia sí, besándole bruscamente, como
no lo había hecho hasta el momento. Quería golpearle, en realidad quería
abofetearle, decirle todo el daño que la había hecho y devolvérselo. Le
mordió los labios y Logan se apartó de pronto, mirándola extrañado.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —preguntó con un
resuello. Emma asintió y le empujó la cabeza de nuevo hacia ella para
besarle. Logan resopló y la agarró de las caderas para subirla a la mesa.
«Yo confiaba en ti. Cabrón», pensó mientras le besaba, arañándole la
nuca. Logan le quitó el jersey que llevaba de un tirón y empezó a
desabrocharle la blusa, haciendo frente a ese beso que era como una
tormenta rabiosa. «Yo también sé jugar a tu juego...».
Sintió la mano firme y caliente subir por su muslo y se tensó
inconscientemente. Logan se apartó e intentó mirarla a la cara, pero Emma
la volvió y le empujó hacia su cuello. Los besos no lograron despertarle
más que rechazo, cada roce de la lengua de Logan hacía que sus músculos
se contrajeran.
—Creo que no es buena idea… —resolló Logan. Irguió la cabeza y la
agarró con suavidad por el mentón, obligándola a mirarle—. ¿Qué te
ocurre, Emma? Tú no eres así, esto no te está gustando… y yo no quiero
hacer nada que no quieras. No tenemos por qué hacerlo.
—Sí quiero hacerlo —replicó en un susurro ahogado—. No te detengas.
—Creo que deberíamos hablar —respondió él, sacando la mano de su
falda y colocándole bien la blusa. No se apartó de ella, no la rechazó. Emma
empezó a sentirse vulnerable, bloqueada—. ¿Qué te pasa? Quiero ayudarte,
Emma.
«Yo no valgo para esto», pensó, sintiéndose acorralada. Le miraba y no
entendía cómo él sí podía hacerlo; mirarla a los ojos, verla en ese estado de
nervios y tensión y mentirle a la cara. Fingir que sufría por ella, que no
quería hacerle daño. Ya se había aprovechado antes de su disposición, ¿por
qué ahora no quería? ¿Por qué le hacía eso en el peor momento? Quería
creer esa sarta de mentiras, pero solo era su debilidad, su cansancio
pidiéndole que se rindiera.
—Esto no está funcionando… —respondió al fin con la voz temblorosa,
apartando la mirada y tragando saliva costosamente.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Logan pasando una mano por sus
cabellos. Aquel roce le dolió, la hizo sentir más expuesta y traicionada. Se
encogió sin poder evitarlo y Logan dejó de tocarla al darse cuenta.
—Sí. Será lo mejor —le pidió bajando de la mesa y empujándole con
suavidad. Él se apartó sin oponer resistencia—. Vete.
—Emma… Envíame un mensaje cuando quieras hablar, ¿de acuerdo?
—Vete, por favor —le pidió conteniendo las lágrimas de rabia.
No hubo más preguntas. Ni siquiera se atrevió a mirarle mientras asentía
y se daba la vuelta, aceptando su petición. Tenía el impulso de detenerle, de
decirle lo que había pasado, de implorarle que le asegurara que todo era
mentira, que la estaban manipulando. Pero no cedió a las trampas de su
corazón. Emma apretó los labios y cerró los ojos, esperando a que se fuera.
Y cuando al fin la puerta se cerró y la dejó sola, Emma agarró el bolso
que había dejado sobre la mesa y lo tiró contra la puerta con rabia.
—¡Cabrón!

***
La noche le recibió con una fina llovizna en el exterior. Tenía el corazón
en un puño y el estómago encogido. Ver así a Emma le había afectado más
de lo que cabía esperar. En ese instante ni siquiera estaba pensando en el
desastre que el rechazo de ella suponía para su misión. Su misión no le
importaba en absoluto. Ver a Emma encogerse bajo su contacto le había
provocado una sensación más que amarga. Parecía indefensa y herida. No
sabía si su actitud estaba relacionada en modo alguno con su misión, con él
mismo, pero verla en ese estado le había preocupado genuinamente. Se
había ido porque se lo había pedido, pero lo hacía a regañadientes, con la
sensación molesta de que estaba dejándola desamparada.
«Estoy jodido», pensó mientras se dirigía a su moto, metiendo las manos
en los bolsillos de la chaqueta de cuero. «Me he implicado. Esta misión no
es como las otras. Emma me importa y no merece esta mierda. Joder».
Maldijo por lo bajo. Una sombra alargada se dibujó en el suelo y le hizo
levantar la cabeza. Un hombre joven, alto y con barba, asiático, vestido con
un abrigo negro, se detuvo ante él.
—Señor O’Reilly —dijo el desconocido, colocándose las gafas sobre el
puente de la nariz—. Tenemos que hablar.
Capítulo 9
No sabía qué demonios estaba haciendo en aquel coche. ¿Por qué había
aceptado subirse con aquel tipo? «Porque no tengo instinto de
supervivencia. Por eso y porque ha mencionado a Emma».
Sentado en el asiento del copiloto, Logan miraba por la ventanilla de vez
en cuando, en aparente calma, mientras el desconocido conducía con actitud
de falsa serenidad. Logan conocía bien aquellas poses, él mismo era un
experto. Los profesionales de su sector sabían mantenerse así, como felinos,
aparentemente inmóviles pero preparados para atacar en cualquier
momento. Aun así, sabía que tenía ventaja sobre el asiático. Él no sujetaba
el volante ni tenía que mantener parte de la atención en el tráfico, lo cual
dejaba a su acompañante en clara desventaja si a él le diera por resistirse. Y
eso le intrigaba.
—¿Cómo sabes quién soy? ¿Y de qué conoces a Emma?
—Obtendrás respuestas a su debido tiempo.
Logan entrecerró los ojos.
—¿Y quién me las va a dar? ¿Tú?
—No. —Hubo un breve silencio y luego el conductor añadió—: Se las
dará el señor Barnes.
Logan sintió un escalofrío. Conocía aquel nombre demasiado bien: el
año anterior, Albert Harrington le habían contratado para investigar a aquel
misterioso hombre y el resultado de sus descubrimientos había sido la
misión que le tenía en la cuerda floja en aquellos días. Tenía entendido que
el señor Barnes había muerto, pero al parecer ya le habían sustituido. No
sabía de qué se sorprendía. Siempre era así, siempre había un señor Barnes.
«Me han atrapado», concluyó sin dificultad. Aquello le hizo relajarse. No
tenía sentido estar alerta, su suerte ya estaba echada.
—Entonces supongo que todo ha acabado para mí.
El conductor no respondió. Logan se dejó llevar, contemplando la ciudad
a través de las ventanillas, sintiendo que de alguna manera se había quitado
un peso de encima.
No fue consciente de gran parte del trayecto, demasiado perdido en sus
propios recuerdos y pensamientos. Cuando llegaron a Somerville y vio
abrirse la verja del orfanato, una torcida sonrisa se instaló en su semblante.
—El nuevo señor Barnes no es muy original. Todos se pasan la vida aquí
dentro. ¿No se aburren?
El conductor no respondió.
Estacionaron en una plaza de aparcamiento marcada con líneas blancas y
el tipo salió primero, abriéndole la puerta a continuación. Aquella cortesía
le hizo gracia, dadas las circunstancias.
—Muy amable —respondió intentando no sonar sarcástico.
—Por aquí, por favor.
—¿Y si no quiero ir? —Aquello no tenía mucho sentido pero quería
probarle, saber hasta qué punto estaba en peligro.
El asiático le observó con la misma calma que había demostrado durante
todo el camino. Era algo más joven que él y tenía un aspecto atractivo, con
algunos rasgos marcados que le hacían pensar que seguramente era mestizo.
—Si no quisiera llegar hasta el final no habría aceptado acompañarme en
primer lugar. No obstante, si pretende resistirse, nadie va a obligarle a nada.
Logan apretó la mandíbula.
—Ya. Imagino que no ahora, pero después algunos de los vuestros me
buscarán para terminar lo que habéis empezado, ¿no? Os he investigado. Sé
cómo actuáis. Los Barnes tampoco sois santos.
—Ni lo pretendemos. Pero ese «tampoco» es muy elocuente, me dice
que usted sabe que la corporación Harrington es el mal y aun así les apoya.
—Logan alzó las cejas ante la vehemencia del joven, que parecía contener
su enfado—. Por aquí, por favor.
Con un suspiro, Logan lo siguió, preguntándose una vez más el objetivo
de todo aquello. Al encontrarse con su captor, este le había dicho que tenían
que hablar. Cuando Logan preguntó sobre qué, él simplemente dijo el
nombre de Emma Barnes. Si estaba allí, era por ella. ¿Qué querrían de él?
Tal vez amenazarle. Quizá sonsacarle algo sobre Emma, igual que los
Harrington; comprobar si ella había traicionado la confianza de Barnes
entregándole el código… O puede que una alianza. Eso último era lo menos
probable, pero al mismo tiempo lo que más le convenía. Tal y como estaban
las cosas, teniendo en cuenta sus propias emociones y lo que estaba
descubriendo poco a poco en sí mismo, quizá eso le ofreciera una salida
digna y la posibilidad, aun remota, de arreglar las cosas en la medida de lo
posible.
«Arreglar las cosas… ¿cómo voy a arreglar nada? Puede que no haya
llegado a robarle el código a Emma, pero la he mentido desde el principio.
Si lo descubre, todo se irá a la mierda… aunque, ¿por qué me preocupa
eso? Ni siquiera tenemos nada. Solo hemos compartido unas cuantas noches
y… demasiadas confidencias. Joder. No debí involucrarme con ella. Y no
debí aceptar este trabajo, en primer lugar».
Mientras elucubraba sobre sus opciones, viendo su futuro cada vez más
oscuro, su guía le llevó a través del enorme y antiguo edificio, entrando por
una puerta lateral. El interior era vetusto pero con detalles modernos. Por
deformación profesional, Logan no pudo evitar fijarse en las cámaras y los
sistemas de alarma. Aquel orfanato estaba bien protegido, eso lo sabía
desde hacía tiempo. El señor Barnes sabía hacer bien su trabajo. Subieron
por unas escaleras laterales y finalmente se encontraron en la última planta,
frente a una puerta que se abrió para darles la bienvenida.
El rostro que los recibió no era desconocido para Logan: Se trataba de
Akira Sato, el actual señor Barnes… que al parecer, no estaba muerto en
absoluto.
—Señor O’Reilly.
—Señor Barnes —saludó, resignado a lo que viniera.
—Entrad, por favor.
Una vez dentro, Logan tomó asiento en una de las sillas cercanas al
escritorio sin esperar a que le dieran permiso. Akira Sato era un hombre
elegante, vestido de riguroso negro, con un aura de honorabilidad que no
pasaba desapercibida para nadie. Tampoco para Logan. Lo había visto en
fotografías a lo largo de su investigación y siempre le había llamado la
atención el aire melancólico y al tiempo firme de su semblante. Ahora,
estando frente a él, sentía además la serenidad que parecía rodearle y que, al
contrario de lo que había percibido en el coche con su esbirro, esta vez sí
parecía real.
—Sé que está muy ocupado —comenzó Akira sentándose a su vez en el
sillón de piel oscura que dominaba el escritorio—. Yo también lo estoy, así
que seré breve. Le he hecho venir para pedirle que se aleje de Emma.
—Sí, me imaginaba algo así —dijo Logan con cierta indiferencia.
—Emma es mi hija. Fue Harrington quien mató a sus padres. El único
objetivo de su jefe, señor O’Reilly, es deshacerse de todas las pruebas
incriminatorias que tenemos en su contra y proseguir con sus actividades
criminales, como ha hecho su familia durante generaciones.
—Estoy al tanto de los trapos sucios de los Harrington —declaró él sin
más. Esto hizo que el señor Barnes frunciera el ceño—. ¿Le sorprende?
—Lo cierto es que sí.
—¿Estaba intentando apelar a mi conciencia para que deje este trabajo?
Pues no se canse. Llega unos cuantos años tarde. —La expresión severa del
señor Barnes le causó algo de pena pero continuó sin arredrarse—. Usted no
sabe nada de mí, ha pensado que soy un simple mercenario que no sabe lo
que hace, manipulado por la malvada corporación contra la que usted lucha.
Con escrúpulos y sentido del deber. Pues se…
—No, no creo que me equivoque. —La respuesta tajante del señor
Barnes espoleó su deseo de contradecirle, pero no pudo hacerlo, él siguió
hablando—: Sé quién es usted, Logan O’Reilly, conozco su historia lo
suficiente como para saber que sus ideales tienen mucho peso. Sé que es
natural de Derry y que estuvo en el Ejército Republicano Irlandés con su
padre, Ronan. Sé que ha pasado su adolescencia y su juventud protegiendo
a las comunidades católicas de Irlanda del Norte de los abusos y la
violencia y que tras el cese de la lucha armada de su grupo, usted se rebeló
y se unió a otros subgrupos militares que combatían el tráfico de drogas en
su condado. Sé que en 2014 el novio de su hermana Keira y su mejor
amigo, Shane, se suicidó tras años de drogadicción y depresión. Sé que su
hermana no se recuperó del trauma y ha perdido el habla y parte de la
movilidad, sé que la cuida su tía Beth. También sé que su padre fue
encarcelado por su participación en algunos golpes de la banda terrorista a
la que ambos pertenecían y que Keira ya no tiene a nadie que pueda
ayudarla salvo a usted. Sé que por eso vino a Boston. Sé que por eso aceptó
trabajar para los Harrington, aunque sea un trabajo sucio que no habría
aceptado jamás.
Logan pensó que se había olvidado de cómo respirar. Cuando volvió a
tomar aire, este le pesaba en los pulmones. Se sentía acorralado por lobos.
¿Cómo había sido tan ingenuo como para pensar que Akira Sato, el
mismísimo señor Barnes, no iba a investigarle en profundidad?
Obviamente, lo había hecho. Y ahora le tenía contra la espada y la pared.
—Parece que está bien informado.
—Así es.
—Imagino que también sabe en qué prisión se encuentra mi padre y
posee la dirección de mi hermana —preguntó cautelosamente.
—No se equivoca. Pero no pretendo utilizarlo para extorsionarle.
Recurro a su honor para que deje en paz a Emma y abandone a los
Harrington. De lo contrario, su final, señor O’Reilly, llegará pronto, ya sea
por nuestra mano o la de ellos. —Hubo una pausa tensa—. No es algo que
yo quiera hacer, pero si no me deja alternativa…
—Y si no piensa hacer nada en contra de mi familia, ¿por qué los ha
mencionado? —replicó a la defensiva. Aquel hombre le desconcertaba.
—Para que dejara de hacerse el despiadado.
Logan suspiró, pasándose la mano por la cara. Miró al señor Barnes, que
no perdía la compostura ni la gravedad.
—Dice que Emma es su hija.
—Lo es. Llevan mi apellido.
—¿No es así con todos los huérfanos que no encuentran familia?
—Sí, pero ellos son diferentes.
Logan asintió, sabiendo a quiénes se refería.
—Escuche, quizá… ¿por qué no llegamos a un acuerdo, usted y yo? —
dijo, inclinándose hacia adelante en la mesa y buscando el interés de su
interlocutor—. Entiendo que quiere proteger a Emma, y aunque no me crea,
yo también. Me gustaría protegerla. No puedo dejar a los Harrington así
como así… ni de ninguna manera, realmente. No hasta terminar mi trabajo.
Si los abandono, acabarán conmigo, usted lo sabe. Pero podría ser su
agente. Trabajar para usted mientras finjo que sigo haciéndolo para Albert.
¿Entiende lo que quiero decir?
El señor Barnes no dijo nada en un rato. Después, rascándose la barba
recortada, se recostó un poco en la silla y respondió.
—No es posible.
—¿Por qué no?
—No podría fiarme de usted. ¿Cómo sabría que no está actuando como
agente doble?
—Póngame a prueba. Tiene en sus manos a mi padre y a mi hermana,
¿no? ¿Por qué iba a ser yo tan idiota como para ponerles en peligro?
Póngame a prueba, señor Barnes —insistió tenso.
Akira se acercó a él, cruzando los brazos.
—No comprendo su conducta. Parece desesperado. Puede dejar a
Harrington y volver a Irlanda. Si necesita dinero, yo se lo daré, pero
¿trabajar para mí? ¿A qué viene todo esto, señor O’Reilly?
«Yo también me lo pregunto», pensó Logan, suspirando y
derrumbándose en la silla. Se pasó la mano por el rostro. No solo estaba
acorralado, en manos de unos y de otros, de los Harrington, de los Barnes…
No era solo eso. La imagen de Emma no paraba de aparecer en su mente: el
recuerdo de su voz, de su piel, de su risa… «Soy un imbécil. Un novato.
¿Cómo he podido involucrarme así con ella?, maldita sea».
Tomó aire y lo soltó sin más, lanzando su última carta, la más real de
todas.
—Es por Emma. —El señor Barnes frunció el ceño, sorprendido—.
Mentir a Emma es cada vez más duro y sentir que lo hago para traicionarla
no es lo mismo que hacerlo para protegerla.
—Ya la has traicionado —intervino de pronto el conductor, que había
estado inmóvil, en silencio, junto a la máquina de agua. Su voz sonaba
tensa, como si le guardara rencor.
—Sí, vale, ya lo he hecho. Pero aún puedo enmendarlo. Si simplemente
me voy, si salgo de su vida así… será terrible para ella. Y no voy a negar
que tampoco es algo que me apetezca hacer a mí.
—Quizá deberías haberlo pensado antes de…
—Takeshi. —El joven asiático calló de inmediato al escuchar cómo
Barnes le llamaba por su nombre con aquel tono autoritario. Luego respiró
con fuerza y volvió a su posición. Logan miró fijamente al líder de los
Barnes, sintiendo que su futuro pendía de un hilo. Este se tomó su tiempo,
pensativo, antes de responder—. Lo lamento. No puedo fiarme de usted.
Sería poner demasiado en juego.
—Pero Emma sufrirá…
—Lo superará.
—¿Esto no tendría que decidirlo ella? ¿No tiene opinión sobre esto?
—Ella ya sabe quién es usted y lo que está haciendo. —Aquellas
palabras golpearon a Logan con tanta fuerza que sintió que perdía el aliento
por un segundo—. Sean cuales sean las esperanzas que alberga, déjelas ir.
Olvídese de todo esto y regrese a Derry con su hermana. Si decide
quedarse, tendremos que resolver el problema que usted supone y lo haré
con el corazón afligido… pero lo haré. —La mirada decidida del señor
Barnes no dejaba espacio a la duda—. Buenos días, señor O’Reilly.
Logan se levantó de la silla, aturdido. Acompañó a Takeshi hasta el
exterior y se montó en el coche siguiendo sus indicaciones, sin pensar, sin
ver, casi sin oír. Había llegado a Boston cinco años atrás en busca de un
futuro mejor para Keira y se había visto obligado a hacer cosas que odiaba
para garantizarlo. Con el tiempo se había acostumbrado y su brújula moral
se había relajado lo suficiente como para hacer el trabajo sin sufrir más de
la cuenta, pero ahora, con Emma, todo era distinto. Era lo peor que había
hecho nunca y al mismo tiempo, su única oportunidad de redención.
«Que me olvide de todo esto… como si pudiera», se dijo, con el
recuerdo de la sonrisa de Emma grabado a fuego en su mente.
Capítulo 10
Le dolía terriblemente la cabeza. Apenas había podido dormir, y cuando
lo consiguió lo hizo agotada por el llanto. Era sábado, gracias a Dios no
tendría que llamar al trabajo para avisar de que, un día más, no podía ir. Le
habría sido imposible concentrarse. Aún estaba en shock, sentía las
emociones entumecidas en su interior, como si la intensidad de lo vivido las
hubiera anestesiado en cierta manera. Los pensamientos revoloteaban sin
mucho sentido por su cabeza: la voz de su tía pidiéndole perdón, su rostro
consumido por el dolor, la expresión preocupada de Logan, el señor Barnes
revelándole que el primer hombre en el que había confiado en tantos años la
estaba mintiendo y utilizando… Era demasiado para cualquiera, demasiado
en un solo día, y apenas podía asimilarlo.
«Y pensar que hace unas semanas creía que mi vida se había encarrilado
y al fin me sentía satisfecha», pensó con una desagradable sensación de
desconsuelo.
La estabilidad, el éxito, era como agua entre los dedos para ella, por lo
visto. Tan pronto como asía esas fantasías de bienestar, se diluían. La vida
se encargaba de recordarle de nuevo que no había suelo bajo sus pies y que
probablemente nunca lo tendría, como si su destino hubiera estado marcado
desde el día en que nació.
Estaba sorbiendo el café cargado que se había preparado, sumida en sus
trágicos pensamientos, cuando el timbre la sobresaltó, sacándola de ese
momento de autocompasión. Recelosa, Emma se levantó y se ató el
cinturón de la bata, acercándose a la puerta para observar por la mirilla. Al
otro lado estaban Jen, Patrick y Liz con un evidente gesto de preocupación
en sus rostros.
Abrió la puerta enseguida, sorprendida y en cierto modo aliviada. Sus
hermanos eran lo único firme y estable que había tenido en su vida, pero no
entendía qué hacían allí.
—Chicos…, ¿qué hacéis aquí?
—Emma, ¿cómo te encuentras? —Liz se adelantó a los otros y la abrazó
con ternura.
Patrick cerró la puerta una vez estuvieron dentro. Los tres la miraban
preocupados. Emma no presentaba su mejor aspecto, tenía los párpados
hinchados y enrojecidos, ojeras, ni siquiera se había peinado al levantarse y
sus ojos habían perdido todo el brillo. Tuvo ganas de volver a llorar al sentir
los brazos de Liz a su alrededor, pero se tragó las lágrimas y se apartó.
—Jen nos ha contado lo que pasó ayer —dijo Patrick.
«Así que es eso. Jen se ha ido de la lengua», pensó enfadada,
dirigiéndole una mirada fulminante a su hermana. Se sentía traicionada. No
estaba preparada para dar explicaciones, para contarles todo lo que estaba
ocurriendo en ese momento.
—¿Por qué les has dicho nada? Quería ser yo quien os lo contase —dijo
pasando la mirada de Jen a los demás.
—Pues eso que te ahorras —respondió Jen encogiéndose de hombros y
dirigiéndose a la cocina para servirse un café—. Ayer me dejaste muy
preocupada. Además, lo que está ocurriendo nos interesa a todos.
—Estamos aquí para ayudarte, Emma —dijo Liz.
—Ya, pero yo no os he pedido ayuda. A lo mejor no estoy preparada
para eso ahora mismo, ¿no lo entendéis? —replicó irritada. Se sentía
vulnerable, demasiado expuesta incluso ante sus hermanos—. A lo mejor lo
que quiero es quedarme sola y sentirme desgraciada hasta sentirme con
fuerzas para contarlo.
—Bueno, esta vez no vamos a dejar que escondas la cabeza como un
avestruz —intervino Patrick, yendo junto a Jen a la cocina. Emma les siguió
sin creer lo que escuchaba.
—¿En serio vosotros tenéis la cara dura de decirme eso? —replicó
irritada. Lo último que quería era discutir con ellos, pero nadie tenía
derecho a revelar sus secretos sin su consentimiento. Patrick y Jen la
miraron extrañados, se estaba dirigiendo a ellos directamente—. Ninguno
de vosotros puede echarme en cara que oculte nada. Hay que sacaros las
cosas con destornillador, Patrick es especialista en fingir que no pasa nada,
nunca, y Jen… ¿les has contado también lo que estuviste investigando o
solo les has hablado de mis problemas?
Jen dejó de remover el café. Apartó la mirada. Emma se sintió fatal,
pensando que la había herido. Tal vez estaba siendo injusta, no estaba
midiendo sus palabras, pero era cierto que se habían distanciado, que la
relación entre ellos era desigual.
—Eso no es…
—Tiene razón —dijo Jen haciéndole un gesto a Patrick para
interrumpirle—. No debería haberlo hecho así, y lo siento. No sé cómo
enfrentarme a estas cosas, sabéis que relacionarme con el resto de la
humanidad no es mi fuerte, se me da fatal… pero lo último que quería era
hacerte sufrir. No quiero que ninguno de vosotros sufra. Si estamos aquí es
porque vamos a necesitarnos. Probablemente más que nunca. Siento
haberles contado lo que pasó sin consultártelo, pero me parece que no
deberíamos perder más el tiempo.
—Yo también siento haber dicho eso del avestruz. Tienes razón, soy
especialista en hacer eso, precisamente… pero podemos enmendarlo —dijo
Patrick, pillándola por sorpresa con su disculpa sincera.
Emma suspiró y se llevó la mano a los ojos, frotándose los párpados para
tratar de despejarse. Sintió las manos de Liz en sus brazos, sus dedos
estrechándola cariñosamente.
—Vamos, siéntate en el sofá. Vamos a hablar los cuatro y a poner las
cosas sobre la mesa. Sabes que siempre hemos solucionado las cosas juntos,
y cuando no hemos podido solucionarlas, tenernos los unos a los otros nos
ha ayudado a superarlas. —Emma apretó las manos de Liz contra sus
brazos y asintió, comprendiendo que tenían razón—. Nunca vamos a dejarte
sola, ya deberías saberlo.
«No solo se trata de mí», pensó, pero no lo dijo. Comprendió que aquello
era necesario, que hundirse en la autocompasión no le iba a servir de nada y
que prolongar su silencio en esa situación tan alarmante era injusto y
peligroso para todos.
Hizo lo que Liz le pedía y se sentó en el sofá, acurrucándose contra los
almohadones y cubriéndose con una manta. Los chicos le prepararon otro
café caliente y se sentaron con ella con sus respectivas tazas.
Permanecieron unos instantes en silencio. Emma ordenó sus
pensamientos antes de empezar. Ahora se sentía mucho mejor, la presencia
de sus amigos allí, junto a ella, empezaba a hacer del mundo un lugar
estable otra vez. No iba a rendirse. Si les tenía a ellos, jamás se rendiría.
Tomó aire profundamente y empezó a hablar. Les habló de la familia
Barnes y la familia Harrington, de cómo surgió su enemistad y cómo el
abuelo del señor Barnes había sido asesinado. Les habló de la guerra que lo
inició todo y se extendió a ambas familias, de cómo los Barnes reunieron
información a través del tiempo y la mantuvieron a buen recaudo.
Compartir con ellos lo que había escuchado de boca de Mr. Barnes hizo que
el peso en su corazón se aligerase. No podía enfrentarse a aquello sola, la
responsabilidad que habían puesto en sus manos era demasiado para ella,
pero sus hermanos también estaban metidos en eso. Les contó que Albert
Harrington, su jefe, la contrató para espiarla, usando a Logan para eso.
—El señor Barnes nos dio una cifra de cuatro números a cada uno de
nosotros —continuó antes de que pudieran interrumpirla. Todos escuchaban
con los ojos bien abiertos, incrédulos, asimilando como podían aquella
información—. Nos eligió como sus hijos y también como depositarios de
lo que esa caja contenía: los secretos de los Harrington. Todo lo que esa
familia ha hecho a través de las décadas está contenido en ese dispositivo.
La caja está en poder de Harrington, se la arrebataron a los Barnes. Él cree
que el señor Barnes ha muerto; solo yo y su hijo, y ahora vosotros, sabemos
que sigue vivo.
—Por eso tu jefe nos necesita para abrir la caja… —dijo Liz tratando de
comprenderlo todo.
—Sí. Necesita los números que tenemos —respondió Emma—. El señor
Barnes quiere que descubra su ubicación para que su hijo se encargue de
recuperarla antes de que pueda descubrir esos números.
—Pero yo no tengo ningún número —interrumpió Patrick—. ¿Vosotros
recordáis que os diera algo parecido?
—Yo tampoco lo recuerdo, pero dice que lo haremos. Supongo que es
mejor así… —dijo Emma.
Se miraron los unos a los otros. Emma cogió las manos de Patrick y Liz,
que a su vez se agarraron de las de Jen. Por mucho que ella les hubiera
puesto en antecedentes, no esperaban verse envueltos en una trama de
intrigas familiares como aquella.
—Así que nuestros padres… —empezó a decir Patrick.
—Las muertes de nuestros padres tuvieron que ver con esa organización.
Es lo que tenemos en común los cuatro, Harrington nos los arrebató… por
eso Akira Sato nos localizó —dijo Jen, mirando a Patrick.
—¿Akira Sato? —inquirió él. Emma no había llegado a revelar su
nombre.
—Sí, es el verdadero nombre de Mr. Barnes. En realidad es hijo adoptivo
del primer señor Barnes. Su hijo se llama Takeshi y heredará la misión de
su padre. Esa familia es algo así como los X-Men, tienen un propósito y
entrenan a sus herederos para desempeñarlo. En este caso, su objetivo es
desenmascarar a los Harrington y hacerse cargo de las víctimas que dejan
en el camino con sus negocios —explicó Jen—. Esos cabrones mataron a
mis padres. Hicieron cosas horribles.
—¿Cómo…. Cómo sabes eso? ¿También has hablado con él? —
preguntó Liz.
—Hackeé el sistema del orfanato. Investigué en sus archivos. Hay
muchísimas cosas que no sé, pero eso pude averiguarlo.
Hubo un momento de silencio. Liz les miraba con los ojos muy abiertos,
impactada, y Patrick se puso de pie de forma brusca, soltando las manos de
Emma y Jen y mirando a esta última con un repentino enfado.
—¿Has estado investigando al orfanato? ¿Es que estás loca? Te has
metido en problemas muy gordos, ¡y lo peor es que no me has contado
nada!
Jen le lanzó una mirada fulminante y no tardó en replicar.
—¿Y por qué tendría que habértelo contado a ti? —preguntó echándose
hacia adelante en el asiento—. De todas formas, no se lo he contado a
nadie, así que no dramatices tanto. No ha sido por nada personal.
Patrick se la quedó mirando. Parecía haberse quedado sin habla. Era
evidente lo dolido que estaba. No esperaba aquella respuesta por parte de
Jen, ni la actitud fría con que se la había dado. Se dio la vuelta, caminando
airado hacia la puerta de la terraza, alterado. También estaba siendo
demasiado para él. Para todos.
—¡Eh! ¿Dónde vas? Tenemos que hablar de esto —dijo Jen. Intentó
ponerse en pie para ir en su búsqueda, pero Emma le puso la mano en la
pierna y la detuvo.
—Necesito fumarme un cigarro —espetó él antes de abrir bruscamente
la puerta de cristal.
—Se supone que lo habías dejado —le reprochó Jen antes de que
desapareciera al otro lado.
—Esperad un momento —les pidió Emma a las chicas, poniéndose en
pie y enrollándose en la manta. Sabía qué estaba pasando, debía ser
evidente para todos menos para Jen y Patrick.
Envuelta en la prenda, Emma salió a la terraza y cerró tras de sí. La
mañana era fría y había algo de niebla. La llovizna de la noche había dejado
las calles empapadas y un ambiente húmedo y plomizo. Patrick estaba
apoyado en la barandilla, observando las vías del tranvía mientras se
encendía un cigarro. Se acercó a él y le rodeó la cintura con una mano,
cubriéndole la espalda con su manta. Patrick la miró de reojo y tomó una
larga calada.
—Todos tenemos nuestros secretos, ¿no? —le dijo en un tono
confidente.
—Sí…, pero el mío no me ha puesto en peligro —replicó Patrick, y
suspiró, soltando una bocanada de humo al aire.
—Hay partes de nosotros que no nos atrevemos a mostrar ni a aquellos
en quienes más confiamos. Tú lo sabes, también lo haces… —dijo Emma
apoyando la cabeza en su hombro. Patrick pareció relajarse un poco
mientras fumaba—. Lo has reconocido hace un rato. Eres un maestro del
ilusionismo, y siempre nos haces creer que todo está bien, que nada te
importa.
—Sí que me importa.
—Lo sé. A mí no me engañas. Y en realidad a ellas tampoco —Emma
suspiró y le miró. Patrick estaba dolido, pero había mucho más que eso en
sus ojos. Preocupación, angustia… Llevaba demasiado tiempo ocultando su
secreto, fingiendo que lo que sentía por Jen no existía—. No se lo tengas en
cuenta —dijo al fin, levantando la mano para revolverle el pelo—. Ella ya
ha revelado su secreto, ahora necesita que la apoyes.
Patrick soltó una última calada y apagó el cigarro en la barandilla,
tirándolo después al jardín delantero del edificio, que se encontraba justo
debajo de ellos. Cuando Emma entró, él lo hizo tras ella, pensativo y en
silencio. Jen le dirigió una mirada ambigua, era difícil saber si seguía
enfadada o estaba preocupada, pero le dio una tregua a Patrick al ver que
regresaba.
—Vale… Entonces… —Liz miró a unos y a otros, incómoda por la
repentina tensión que se había generado. Tomó las riendas de la situación
con fluidez para volver a centrarles en el urgente tema que tenían entre
manos—, si todos tenemos una cifra, deberíamos ponerla en común,
intentar recordarla.
Patrick se sentó de nuevo junto a Jen. Se dirigieron una mirada de reojo,
pero volvieron los ojos a Liz enseguida.
«¿Cómo es posible que no lo vean?», pensó Emma antes de centrarse en
lo que había dicho Liz.
—No. Creo que es mejor que no lo hagamos hasta que no tengamos la
caja y podamos asegurarnos de abrirla. Si conseguimos la cifra y todos la
sabemos, estaremos más en peligro. Ahora mismo nos protege no tener ese
número íntegro —razonó al mismo tiempo que hablaba. Todos se mostraron
de acuerdo asintiendo.
—Hay que trazar un plan —añadió Patrick.
Se quedaron callados unos segundos, pensando. Emma dio un largo
sorbo a su segundo café. Se encontraba despejada al fin y con la mente
centrada en aquello, su corazón roto había quedado en segundo plano. Tenía
que encargarse de los problemas en orden.
—Tú tienes una ventaja, trabajas en la torre Harrington y tu jefe no sabe
nada de esto aún, ¿no? —preguntó Liz, apretando la taza de café caliente
entre sus delicados dedos.
—No —respondió Emma, guardándose sus dudas.
No pudo evitar pensar en Logan. ¿Y si se había dado cuenta de algo? No,
era imposible, no le había contado nada y estaba segura de que Takeshi
había sido muy cuidadoso.
—Genial, entonces deberíamos pensar en una distracción para evitar que
haya personal en un determinado momento y que puedas colarte en su
despacho a investigar —apuntó Patrick.
—Puedo entrar en los sistemas y hacer saltas las alarmas de incendios —
añadió Jen, mirándole de reojo con picardía. Los dos se sonrieron y luego
miraron a Emma.
—Sería una buena idea si supiera dónde está la caja. Todo esto es
construir castillos en el aire, no podemos pensar en un plan en base a la
improvisación ni a suposiciones, necesitamos saber dónde está para saber
cómo actuar —reflexionó Emma en voz alta—. Si damos algún paso en
falso y Harrington descubre lo que sabemos podría intentar sacarnos los
números con otros métodos. Métodos en los que prefiero ni pensar.
Volvieron a quedarse en un silencio reflexivo, algo frustrados. El sonido
del timbre les hizo dar un respingo. Todos miraron a Emma cuando se
acercó al telefonillo.
—¿Quién es? —espetó.
—Soy yo, Logan. Tengo algo que contarte.
Emma colgó sin responder, pálida, y miró a sus amigos.
—Es Logan. Tengo que bajar y hablar con él o empezará a sospechar que
sé lo que está pasando.
Todos se pusieron en pie, mirándola preocupados.
—¿Quieres que bajemos y le demos una paliza? Somos cuatro contra
uno —dijo Jen.
—No, ¡no! Vosotros quedaos aquí.
—¿Estás segura? —preguntó Liz.
—Sí, tengo que hacerlo. Voy a cambiarme y bajaré…
—Vale, pero iremos contigo —dijo Patrick.
—No podéis venir conmigo, sería más sospechoso aún —replicó ella—.
Quedaos aquí, por favor.
Jen sonrió y volvió a sentarse, cogiendo su taza para dar un último sorbo.
—No te preocupes, os seguiremos de cerca y él ni se enterará —dijo
dirigiéndole una sonrisita socarrona a Patrick, que asintió devolviéndole el
gesto.
Capítulo 11
Él estaba abajo, con una chaqueta de piel bien abrochada para protegerse
de la niebla gélida que campaba a sus anchas. Mientras avanzaba por el
portal, Emma se arrebujó en su abrigo de paño gris. Se había puesto una
falda larga y un jersey para bajar. Hacía frío, pero no era eso lo que la hacía
estremecerse, sino la imagen de Logan, su perfil y el gesto grave de su
rostro. El corazón le latía con demasiada fuerza cuando abrió la puerta y se
enfrentó a él.
—Hola.
—Hola, Emma. —«Sabe que lo sé», pensó de inmediato. Si no, ¿por qué
tenía esa expresión culpable en la mirada?—. Tenemos que hablar.
—Hablemos entonces.
—Aquí no. No es seguro.
—Ya, ¿y esperas que vaya contigo a dónde, exactamente? —respondió
más a la defensiva de lo que deseaba.
Pero así se sentía.
Logan se pasó la mano por el pelo y suspiró, parecía afectado.
—De acuerdo, ¿podemos entrar al portal, entonces?
Emma se lo pensó un rato y luego asintió. El interior tenía falso mármol
en las paredes, era tan frío estar allí dentro como permanecer en la calle,
pero de alguna manera se sentía más segura dentro. Se sentaron en el banco
de madera que había bajo el espejo, entre dos monsteras que no estaban
pasando por su mejor momento. Emma sacó el móvil y escribió en el grupo
que compartía con sus hermanos para que supieran dónde estaba mientras
Logan, a su lado, parecía buscar la forma de empezar.
—He estado con el señor Barnes.
Ella alzó la cabeza rápidamente para mirarle. Aquello no se lo esperaba.
—¿Has ido a verle? ¿Por qué?
—No, no he ido… vinieron a buscarme. Un tipo, Takeshi, se presentó y
me hizo acompañarlo. Me dijo que lo sabes todo.
Emma se mordió el labio, asintiendo con la cabeza. Tuvo que hacer un
gran esfuerzo para mantener la compostura.
—Trabajas para los Harrington… —dijo con voz trémula—. Ellos
mataron a mis padres, ahora quieren algo de mí, y tú estás aquí para
conseguirlo.
—Es un buen resumen, sí.
Ella tomó aire y se agarró el bajo del abrigo, bajando la cabeza.
—Esperaba que lo negaras. Aún tenía algo de fe en que no fuera
verdad…
«No te pongas a llorar ahora», se ordenó. Por suerte, las lágrimas no
llegaron a caer. Logan la miraba, sentía sus ojos verdes clavados en ella
mientras el silencio les envolvía.
—No sé qué decir, Emma. Esto no debería haber salido así.
—No, ¿verdad? —rio ella sin humor—. Yo no debería saber nada y tú
tendrías que completar tu misión sin tener que… ¿qué vas a hacer ahora?
¿Amenazarme? ¿Matarme?
—Claro que no.
Emma frunció el ceño, mirándole extrañada. No entendía por qué se
escandalizaba tanto.
—Estabas en el IRA, supongo que no es algo nuevo para ti.
—Pues te sorprenderías. —Logan tenía la expresión desencajada y los
ojos muy brillantes, como si estuviera enfrentándose a algo realmente duro.
La luz del portal le daba un aspecto más terrenal que las sombras de la
noche, en las que realmente parecía un personaje de novela negra. Ahora
Emma le veía como un hombre real, un hombre de verdad, afectado y
vulnerable—. No soy ningún santo, eso está más que claro, pero jamás he
ejecutado a nadie. Yo… mi padre y yo luchábamos por la justicia. Nunca
hicimos daño a inocentes, cuando hubo situaciones de violencia siempre fue
con otros más violentos aún. Traficantes, militares… Nunca hemos…
Nunca he hecho daño a personas indefensas. —Logan hizo una pausa,
respirando profundamente—. Joder, escuchármelo decir a mí mismo suena
a excusa barata.
—Sí, un poco —admitió ella—. Y no es que pueda fiarme de ti, ¿sabes?
—Lo sé. Soy muy consciente de lo que he roto.
Aquellas palabras no se las esperaba. «¿Qué hago aquí, escuchándole
hablar? Él ya sabe que yo lo sé, su misión ha fracasado… o puede que no, y
yo esté en un peligro aún mayor. Debería largarme o pedir ayuda, no estar
aquí sentada oyendo sus disculpas, si es que eso es lo que es esto».
—No puedo pedirte que me creas después de todo esto. Imagino lo que
estarás pensando. Solo quiero que sepas que el señor Barnes me ha dicho
que te deje en paz y yo le he pedido que me permita cambiar de bando y
trabajar para él, protegiéndote a ti. No ha aceptado, no confía en mí.
—Es normal —dijo ella sin poder evitarlo.
—Sí, lo sé. Desde que te conocí he sabido que esta misión me iba a traer
problemas.
—Vaya, lo lamento mucho —espetó ella con sarcasmo.
—No quiero decir eso. Quiero decir que me gustaste desde el primer
momento y que aunque me acerqué a ti por la misión, luego…
Emma se giró hacia él, sintiendo que su sangre se había convertido en
fuego dentro de sus venas.
—¿Qué quieres decir, Logan? ¿Que aunque tenías que manipularme y
robarme información te enamoraste de mí por el camino? —espetó
amargamente—. ¿Que lo que compartimos fue real? ¿Que he sido especial
para ti? ¿Que todo empezó como un trabajo y ahora te sientes involucrado?
Pues no me vale, lo siento. No quiero oír tus explicaciones ni tus excusas.
¿No entiendes que ya no podré creerte nunca?
—Emma…
—¡No! —exclamó ella haciendo un gesto con la mano—. No te
conozco. Confié en ti. Me dejé llevar. Te entregué algo importante, mi
confianza… y me traicionaste. Venías a eso, de hecho, a traicionarme. ¿Pero
sabes lo peor? He sido tan estúpida como para culparme a mí misma por no
ser más cuidadosa, por bajar la guardia. Ahora sé que la culpa no es mía. Es
tuya y solo tuya —añadió señalándolo con el dedo—. Me engañaste, me
manipulaste y te aprovechaste. Todo lo hiciste a conciencia.
Le vio sacudir la cabeza y apretar los dientes, aunque su imagen
empezaba a estar borrosa. Emma se limpió las mejillas con las manos,
maldiciéndose a sí misma por llorar. No quería parecer débil en aquel
momento.
—No puedo negar nada de eso, salvo una cosa: sí que me conoces. Tú
sabes que todo lo demás es verdad. Lo que has dicho antes, lo nuestro… eso
fue real. Estoy involucrado. Y tú también, aunque te sientas dolida.
—Puede, pero eso no cambia nada —insistió ella.
Los dedos de él se cerraron en su muñeca, haciéndola dar un respingo.
—Te equivocas. Lo cambia todo. —La agarró de las manos, girándose
hacia ella por completo, acercándose más. Sus ojos verdes la deslumbraban
y para su desesperación, se sintió perdida en ellos otra vez—. El señor
Barnes me ha dicho que te deje en paz y que regrese a Derry, de lo contrario
acabarán conmigo. Los Harrington también me pondrán en su punto de
mira en cuanto descubran que voy a protegerte. Porque eso es lo que voy a
hacer, Emma.
—No quiero que lo hagas. Nadie te lo ha pedido —negó tratando de
liberar sus manos.
«¿El señor Barnes le ha amenazado?». Se encontró a sí misma
preocupándose por él y quiso abofetearse. «¿Por qué soy tan tonta?», se
lamentó.
—Puede, pero como te he dicho, yo antes… antes de ser esto en lo que
me estaba convirtiendo, luchaba por las cosas que me importaban. Por mi
país, por mi gente. Ahora voy a luchar por ti. Déjame luchar por ti, Emma.
No podía soportarlo. Sus ojos, su expresión, sus palabras arrebatadas…
aquel rostro varonil que había visto crisparse de placer tantas veces, curvar
sonrisas canallas, quedar sereno y pensativo en ocasiones, cuando creía que
nadie lo miraba…
—Logan…
Quería decirle que se marchara. Que se pusiera a salvo. Él le soltó las
manos y la tomó por los brazos.
—Dime que tú no sientes nada y me iré. Volveré a Derry y me olvidaré
de ti.
—No siento nada… —susurró ella con el corazón acelerado, arrollada
por su voz, por sus ojos de brillo trémulo, sabiéndose rendida a su arrebato.
—No es verdad. Me estás mintiendo.
—Tú también a mí. Diga lo que diga, no te irás.
Logan sonrió a medias y ella supo que no podría dejar atrás a aquel
hombre, ni entonces ni nunca.
—¿Ves? Sí que me conoces.
Ella trató de deshacerse de su agarre sin mucha voluntad, desviando la
mirada para huir de sus ojos.
—Dices que nuestros sentimientos lo cambian todo, pero te equivocas.
Si te quedas aquí te van a matar, si no lo hacen los Harrington puede que lo
haga el señor Barnes para protegerme. Y yo ya estoy en peligro, pero me las
arreglaré mejor sin ti. No puedo tenerte cerca.
Iba a seguir argumentando pero no pudo. La boca de él se pegó a la suya
y todo pareció estallar, como si hubieran acercado una cerilla a la pólvora.
Ella le devolvió un beso ansioso, hambriento, horadando su boca con rabia
e impotencia. Él la agarró con fuerza y la estrechó contra su cuerpo y antes
de entender qué estaba pasando, ambos se estaban empujando hacia el
ascensor.
Entraron entre besos desmadejados, tocándose por encima de la ropa con
desesperación. Emma pulsó el botón para subir al ático pero él lo detuvo de
un manotazo, haciendo que la cabina quedase entre dos pisos. Ni siquiera
fue consciente de lo arriesgado que era mientras manipulaba la cremallera
de él, devorando su boca con besos desesperados. «¿Por qué tiene que salir
todo tan mal? ¿Por qué tiene esta que ser la última vez?» pensaba con el
corazón retumbando. Él le masajeaba los pechos con una mano,
estrujándolos con ganas bajo el jersey mientras con la otra intentaba
levantarle la falda. Soltó un gruñido de satisfacción al ver que ella no
llevaba medias y metió la mano dentro de sus braguitas, tocándola con
maestría. Emma abrió las piernas y gimió, sus pezones se irguieron de
inmediato, empujando contra la palma de la mano izquierda de Logan
mientras su derecha recibía el calor y la humedad de su sexo. Arqueó la
espalda contra la pared de espejos del ascensor, mirando el reflejo de él a su
derecha.
—Esto no… —murmuró él.
—Cállate. Solo… cállate —dijo ella rápidamente al tiempo que liberaba
su sexo. No quería pensar. No quería juzgar. Solo quería vivir aquel último
instante de pasión entre los dos.
Acarició su dura verga hasta que la sintió palpitar, entrecerrando los ojos
a causa del placer y tratando de contener los gemidos al tiempo que le
miraba a ratos de frente, a ratos en el espejo. Luego se levantó la falda y le
estaba guiando hacia ella cuando él se detuvo para colocarse la protección,
que sacó del bolsillo trasero de los vaqueros.
Cuando al fin la levantó por el trasero y la penetró, Emma sintió que se
deshacía en calor. Rodeó su cintura con las piernas mientras la falda
colgaba hecha un lío sobre su cadera derecha, empujando contra la pelvis de
él con desesperación. Logan la sujetó con fuerza y empezó a embestir, duro
y ardiente en sus entrañas, llenándola por completo en un intercambio
salvaje y primitivo que ella recibía bien dispuesta.
—Más —le pidió, aun sintiéndose al límite.
Logan obedeció, embistiendo con más fuerza, más rápido, entre jadeos
atropellados. El ascensor se movía, hacía ruidos extraños con cada
embestida. Emma se sentía arder por dentro, como si se estuviera
fundiendo. Aquel fuego, aquella furia, aquellas manos que la sostenían, que
la apretaban… No quería olvidarlo. No quería olvidarlo nunca. No quería
que terminara.
Pero terminó. El orgasmo le llegó como un fogonazo, cayendo sobre ella
y haciéndola gemir con tanta fuerza que Logan tuvo que taparle la boca. Él
enterró el rostro en su cuello y resolló, gimiendo con un tono grave y
aterciopelado que a ella la volvía loca. Las contracciones de su sexo la
llevaron al paraíso, haciendo que su mente quedara en blanco. Durante un
instante solo existió su olor, su voz queda, sus manos y aquel
estremecimiento compartido, como una ilusión inolvidable, por mucho que
estuviera destinada a quebrarse.

***
Minutos más tarde, Emma volvió a pulsar el botón de bajada mientras
ambos se recolocaban la ropa.
«Esto ha sido una mala idea», se repetía. Tenía que arrancarse a aquel
hombre de dentro, no podía seguir alimentando aquella pasión absurda que
no llevaba a nada. Puede que él dijera la verdad y no fuera su enemigo, pero
¿y qué? Trabajaba para los Harrington. Suponía problemas. Y además,
aunque el sexo fuera fantástico, Emma sabía que los sentimientos ya habían
entrado en juego… así que era mejor cortar con todo de raíz, quemarlo en
su alma antes de que fuera a más.
—Será mejor que te marches —dijo cuando el elevador llegó a la planta
baja, saliendo a su vez del cubículo. Necesitaba dar un paseo, despejar su
mente, olvidarlo todo por unos minutos.
—Deberíamos hablar…
—¿Hablar de qué? —insistió ella.
—Déjame demostrarte que puedes confiar en mí.
Ella no pudo evitar que una risa triste se escapara de sus labios, casi
susurrada.
—No puedo, Logan.
Él la agarró de las manos mientras ella se dirigía hacia la puerta,
haciendo que se detuviera en medio del portal. Sus ojos penetrantes se
clavaron en ella, haciéndola estremecer al recordar el instante que habían
compartido minutos atrás.
—Por favor. No voy a fallarte. No quiero perder lo que tenemos.
—¿Y qué tenemos? —soltó ella derramando toda su amargura—. Sexo y
mentiras, eso es todo lo que hay entre nosotros. Yo sabía que no podía
confiar en ti, ¿sabes? Así que hice que Jen te investigara, aunque no dimos
con nada relevante. Tú me has estado espiando. ¿Esto es lo que quieres
conservar? —Se soltó de su agarre y dio unos pasos hacia atrás, mirándole
con la angustia reflejada en su rostro—. Esto es todo, Logan. Es más de lo
que deberíamos haber tenido. Déjalo correr.
Él parecía no comprender, como si lo que ella le estaba diciendo
escapara a su comprensión. Negó con la cabeza.
—No lo acepto.
—¡No es una negociación! —exclamó ella—. No puedo volver a confiar
en ti, ¿no lo ves? La confianza no es algo que se da, sino algo que se
conquista. No puedo volver a entregarte la mía, ni aunque quisiera.
Él volvió a acercarse y la agarró por los brazos antes de que Emma
pudiera zafarse. Aquello estaba siendo peor de lo que imaginaba. Las
lágrimas ya pugnaban por derramarse de sus ojos otra vez pero las contuvo,
estoica, volviendo el rostro para evitar su mirada intensa.
—Dime qué tengo que hacer. Pídeme lo que sea, solo dilo. ¿Es que no lo
ves?, estoy dispuesto a todo para no perderte.
Emma suspiró, sintiendo que esas palabras se clavaban en su corazón
como veneno y antídoto al mismo tiempo. Le miró de soslayo, sin girar la
cara.
—Dime dónde esconde Harrington la caja.
Al principio, Logan frunció el ceño. Luego la soltó, observándola como
si no terminase de creer lo que le decía.
—¿Quieres jugar a su juego? ¿Vas a seguir con esto?
—No tengo opción.
Logan suspiró profundamente. Parecía decepcionado. Emma lo podía
comprender, parecía que ella le estuviera manipulando para hacer el trabajo
sucio del señor Barnes, y puede que así fuera. Pero ya le daba todo igual.
—De acuerdo. Buscaré esa estúpida caja para ti —dijo él, dirigiéndose al
fin a la puerta. Puso la mano en el picaporte y en el último momento se giró
hacia ella. Sus ojos parecían refulgir en la oscuridad, llenos de
determinación—. Te quiero, Emma. —Las palabras la golpearon de nuevo
—. Y aunque ahora no me creas, pronto no te quedará más remedio que
hacerlo.
Instantes después, la puerta se cerraba ante la mirada atónita de Emma
que al fin, rompió a llorar.
Estaba tratando de poner en orden sus sentimientos, sentada en el banco
del portal, cuando el ascensor se movió y luego regresó abajo. Patrick, Jen y
Liz salieron de él como un vendaval.
—Le hemos visto marcharse desde la ventana, ¿estás bien, Emma? —
exclamó Patrick, yendo a su encuentro.
«No, claro que no estoy bien», pensó ella tratando de controlar el
temblor de sus manos. No podía dejar de sollozar, como si con aquel llanto
estuviera limpiándose de años de frustración y abandono.
—¿Qué te ha hecho ese bastardo? —espetó Liz sacando su lado
guerrero. Iba lanzada de nuevo hacia el exterior cuando Jen la detuvo.
—Mejor dale un poco de agua.
Los tres la rodearon de inmediato. Liz le ofreció una botella de plástico,
Jen la abrazó, peinándola con los dedos y Patrick se limitó a quedarse
sentado a su lado, mirando el teléfono móvil.
—Deberías venirte a mi casa.
—No quiero irme, Liz —hipó ella. Se sentía estúpida y frágil. Bebió
agua y trató de ordenarse el pelo, recomponiéndose a duras penas—. No
pienso tener miedo.
—¿Y si nos quedamos contigo?
—Puedo quedarme yo —se ofreció Patrick—, soy el más preparado para
situaciones peligrosas.
—Y una mierda —protestó Jen—, no vas a dejarme sola en el piso con
tu novia. Si piensas mudarte, te la llevas.
—Esto es serio, Jennifer —espetó Patrick con expresión severa—, no es
momento de ponerse exquisitos.
—Ni tampoco de hacerse los héroes. Dices que eres el más preparado
pero yo lo estoy tanto como tú, ¿o es que no llevamos toda la vida juntos?
—A veces parece que no —soltó él con amargura.
Jen se puso en pie y abrió los brazos a ambos lados del cuerpo,
exasperada.
—¿Y eso a qué coño viene ahora?
—A nada. ¿Sabes? Me parece genial, quédate tú. —Patrick también se
puso de pie y se dirigió a la salida, agitando el móvil en el aire—. No dejéis
de informar.
—Patrick… —Liz alargó la mano hacia él pero luego exhaló el aire con
agotamiento y le dejó marchar—. ¿Qué demonios os pasa?
—A mí no me metas —se defendió Jen—, el que está más raro que un
perro verde es él. —Hizo un gesto con la mano—. Olvídalo, ahora lo
importante es Emma.
—Gracias por quedarte, Jen —susurró ella. Se había dado cuenta
perfectamente de lo ocurrido: Patrick aún estaba lidiando con sus
sentimientos hacia Jen y la actitud hostil de esta, que no tenía ni la menor
idea de lo que estaba sucediendo en su amigo, no ayudaba. Pero en aquel
momento no estaba como para preocuparse por eso. El lío en el que estaban
metidos no dejaba de complicarse y se sentía cansada y rota—. Pero de
veras, no quiero ser una molestia.
—No lo eres —dijo tajante su amiga y luego tecleó en el móvil—. Liz,
vuelve a casa. Yo me encargo del resto.
—Vale. ¿Qué haces?
—Pedir una pizza.
—Muy prudente.
—Tendremos que comer algo, ¿no? —se defendió ella.
Media hora después, las dos estaban en el piso de Emma compartiendo
una familiar de pepperoni. Emma tenía que reconocer que la comida, el
pijama y el sofá ayudaban. Habían echado la llave y Jen había conectado el
portátil de Emma a las cámaras de seguridad del edificio. Lo tenían
colocado sobre la mesita de café, bien a la vista, para controlar las entradas
y salidas. Jen estaba sentada junto a ella, con los pies encogidos sobre el
sofá, devorando la pizza con ganas y bebiendo sorbos de Coca-Cola. Le
había preguntado sobre lo ocurrido con Logan y Emma le dijo la verdad; no
tenía fuerzas para mentir ni ganas de hacerlo.
—Todo esto es una maldita locura, Jenny… pero lo que más me duele no
es lo de Logan. Es doloroso, pero es… reciente, ¿sabes? Lo peor es lo del
señor Barnes. Que nos haya mentido todo este tiempo… aunque tú ya lo
sabías. —Jen asintió con la cabeza, masticando—. Que investigaras el
orfanato en busca de tus padres fue muy valiente. Siento que lo hicieras
sola.
—Ya… se me da bien hacer las cosas sola. Aunque no siempre es lo
mejor.
Emma no pudo evitar sonreír, la manera en que Jen hablaba y se
expresaba era tan honesta que a veces resultaba insultante, pero no dejaba
de adorarla.
—Eres la única que creció sin saber nada sobre tu origen —dijo Emma,
más como una reflexión en voz alta.
—A veces pienso que habría sido mejor así.
—¿Por qué? ¿Qué descubriste?
Jen suspiró y dejó el borde de la pizza, como hacía siempre para
desesperación de Patrick. Apoyó el peso en el respaldo del sofá,
hundiéndose un poco en él y empezó a hablar con indiferencia, la mirada
fija en la pantalla del portátil.
—Mis padres eran periodistas de investigación. James y Margaret Miller.
También tuve un hermano mayor, Jeremy. Los tres fallecieron en el
incendio de la casa en la que nací, en Pennsylvania.
—Dios mío, lo siento mucho… —murmuró Emma.
—No importa. Busqué fotos de ellos y lo cierto es que no nos
parecemos. No sentí nada al verles, así que no hubo ningún momento de
duelo real cuando lo averigüé. Eran perfectos desconocidos, ni siquiera
tienen mi misma nariz. —Aun así, Emma acarició el brazo de su amiga. La
conocía bien y sabía que cuando adoptaba esa actitud distante y aséptica era
porque algo le dolía y le importaba de verdad—. Ahora que gracias a ti he
completado la información, supongo que todas las piezas encajan. Los
Harrington y el señor Barnes están en guerra así que probablemente la
muerte de mi familia es obra de Harrington, por eso Barnes me acogió.
Imagino que el incendio fue provocado. Y la profesión de mis padres… no
sé, creo que tal vez estaban investigando algo relacionado con la
corporación Harrington y así fue como firmaron su sentencia de muerte.
—Es increíble que pudieras sobrevivir.
—Sí, ¿verdad? Según la página de sucesos en la que encontré la
información no hubo supervivientes, pero en las fichas del Hogar Barnes
pone claramente que James y Margaret Miller son mis padres… aunque
quién sabe. Tal vez todo es un error. Supongo que nunca sabremos la
auténtica verdad.
—Ya. Los muertos no hablan… —murmuró Emma pensando en sus
padres y en su tía.
—Así es. ¿Ves? Por eso no me gusta mirar el mundo —continuó Jen
cambiando de postura en el sofá—. Cada vez que echo un vistazo ahí afuera
veo cosas horribles que me quitan las ganas de vivir, no literalmente, claro,
ya me entiendes. Ni siquiera nuestro padre adoptivo, nuestro querido y
glorioso señor Barnes, la voz en el teléfono durante nuestra infancia, es del
todo honesto. Al fin y al cabo tiene un orfanato donde acoge a los hijos de
los enemigos de su enemigo, como si pretendiera crear una especie de
ejército de la venganza o algo así. —Emma se mordió el labio, inquieta. Las
palabras de Jen estaban poniendo voz a su propia angustia—. Por eso
prefiero estar a mis cosas, con mis videojuegos, mi trabajo y mis redes
sociales. No quiero mirar más allá. Cuando miro, por desgracia, siempre lo
veo todo. Veo demasiado. Y lo odio.
—Te entiendo, pero tienes que intentar ser más positiva… hay cosas
horribles pero también hay cosas buenas en el mundo, ¿no crees? —
comentó Emma, también para darse ánimos a sí misma.
—Sí, vosotros. Vosotros sois lo bueno. —Emma sonrió conmovida
mientras Jen daba otro trago de Coca-Cola a través de la pajita, haciendo
mucho ruido—. Liz, tan inocente y buena, tan atenta… siempre sabe cómo
mantenernos unidos. Y tú, que eres trabajadora y resuelta y solucionas
cualquier problema como si no te costara nada. Incluso Patrick es genial,
aunque esté loco.
Emma sonrió a medias, arrebujándose más en el sofá.
—Patrick tiene demasiado encanto, tanto que a veces nos engatusa como
quiere.
—A mí no —dijo Jen muy segura—, pero me hace reír.
—¿Por qué estáis enfadados? —preguntó Emma observando cómo la
expresión de su amiga había cambiado.
—No estamos enfadados. Es él. Está muy raro últimamente. Siempre ha
sido un poco controlador pero últimamente no deja de meterse en mi vida.
Monitoriza todo lo que hago.
—No creo que Patrick sea controlador —dijo Emma con sinceridad—,
es una de las personas más pasotas que existen.
—¿Tú crees? A mí me parece que está demasiado pendiente de lo que
hago.
—Eso es porque se preocupa por ti… Sobre todo en esta situación tan
peligrosa.
—Pues debería preocuparse menos por mí y más por sí mismo y su
novia —soltó Jen con tanta dureza que Emma no pudo evitar sonreír de
nuevo.
—Para ver tanto como dices, a veces creo que estás un poco ciega,
amiga mía.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Emma no insistió. Pasaron el resto de la noche viendo Netflix y con un
ojo en el portátil, donde las cámaras de seguridad registraban un portal
vacío y calles desiertas. A las tres de la mañana, las dos amigas se habían
quedado dormidas en el sofá, Jen ocupando la mayor parte, Emma hecha un
ovillo, aún acunando su dolor por la pérdida de tantas cosas en tan poco
tiempo.
Capítulo 12
Pasar el domingo con Jen fue como un bálsamo. No se quitaron el
pijama. No se molestaron en recoger las cajas de pizza, los vasos y los
platos llenos de sobras de la mesa. Estuvieron todo el día en el sofá, viendo
series, películas y manteniendo conversaciones banales, haciendo lo que las
dos necesitaban hacer: evadirse de una realidad que las había golpeado de
lleno. Emma comprendió la actitud de su amiga más profundamente. Jen
siempre había llevado una coraza para protegerse del mundo hostil que
conocía demasiado bien. Parecía una chica dura, alguien a quien pocas
cosas sorprendían o impresionaban, pero en realidad era increíblemente
sensible y había sufrido más que ninguno de ellos. Al fin y al cabo, ni Liz,
ni Patrick, ni la misma Emma habían tenido que enfrentar la verdad hasta el
momento, pero Jen llevaba mucho tiempo lidiando con ella en silencio,
portando esa carga por todos, protegiéndoles de alguna manera para que no
les hiciera tanto daño.
Lo que estaba ocurriendo era como abrir una vieja herida enquistada, lo
que hicieran a partir de ese momento haría que sanara como era debido o
que se infectara, pero Emma sabía que sus hermanos no iban a esconderse.
Le habían demostrado con creces que estaban con ella y que eran los únicos
en quienes podía confiar.
El lunes por la mañana, aunque se moría de sueño por haber trasnochado
en una sesión terapéutica de insultos a Logan, apoyada por el odio de Jen,
Emma acudió a su trabajo con energías renovadas. Estaba dispuesta a lidiar
con todo aquello, se sabía fuerte y sus vínculos con sus hermanos también
lo eran, así que, de una manera o de otra, conseguirían salir airosos de la
complicada situación que enfrentaban.
Suzanne dejó una pila de carpetas sobre su mesa. Iba maquillada y bien
vestida, con su aspecto pulcro y serio habitual, pero Emma pudo ver las
ojeras y el gesto cansado incluso a través del corrector.
—¿Cómo estás? ¿Fue bien con tu familia? —preguntó la secretaria,
bajándose las gafas hasta la punta de la nariz para mirarla.
—Estoy bien, todo se solucionó, no te preocupes —respondió Emma—.
¿Cómo estás tú? Parece que has tenido un fin de semana movidito.
—Tengo una resaca infernal… —dijo Suzanne suspirando. Casi se dejó
caer sobre la silla frente al escritorio de Emma—. Déjame descansar aquí
un poco. Y déjame darte un consejo también, es el consejo más sabio que te
darán jamás: aléjate de los chupitos. Mezclar alcohol no es bueno.
Emma soltó una risa y cogió las carpetas para ordenarlas en las bandejas.
Su fin de semana había sido una pesadilla, pero parecía más fresca que su
compañera.
—No lo olvidaré. Dicen que tomarse una cerveza es bueno para la
resaca, ¿has probado?
—¿Cerveza? —Suzanne alzó las cejas con un gesto casi cómico—. Solo
pensar en alcohol me da ganas de vomitar. Ha sido una locura, y lo peor es
que apenas recuerdo nada. Pero sé que me lo he pasado genial.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque sí recuerdo los orgasmos —respondió Suzanne esbozando una
sonrisilla maliciosa—. Y la cara del Adonis que me los ha proporcionado.
—Espero que tomaras precauciones —replicó Emma mirándola de reojo.
Estaba empezando a introducir datos en el ordenador. Suzanne la miró
escandalizada.
—Por el amor de Dios, claro que las tomo, mamá —replicó molesta.
En ese momento su móvil vibró sobre la mesa. Pensó en dejarlo pasar y
consultar los mensajes durante el descanso del mediodía, pero sus amigos
podían haber descubierto más cosas y estar enviándole información. Todos
estaban pendientes de ella. Cogió el móvil y lo desbloqueó para consultar
los mensajes.
El corazón le dio un vuelco al ver que la notificación era de Logan. Solo
ver su nombre en la pantalla le provocó una reacción visceral y le trajo a la
cabeza las últimas palabras que le dedicó. Una sensación fría se instaló en
su estómago y le temblaron los dedos al abrir el mensaje.
—¿Va todo bien? —preguntó Suzanne preocupada.
—Sí… Sí. Es solo… —respondió torpemente mientras veía el contenido
del mensaje. Era una fotografía de una mesa auxiliar que reconocía. Había
visto esa mesa y el jarrón sobre ella multitud de veces en el despacho del
señor Harrington—. Cosas de mi familia. Tengo que responder, disculpa.
—Sí, sí, claro. Espero que todo esté bien. Luego hablamos —dijo
Suzanne entendiendo la indirecta y levantándose para seguir con su trabajo.
Emma se centró en el mensaje al quedarse sola.
Logan : Debajo de esa mesa, en una lama suelta del suelo, hay una
caja fuerte.
Emma: ¿Tiene la caja ahí?
Logan: Sí, pero no por mucho tiempo. Debes darte prisa.
Emma: ¿Tienes el código?
Logan: No he podido conseguirlo, tendrás que apañártelas.
Con el corazón latiéndole en los oídos, Emma cerró el chat y buscó el
teléfono de Jen para llamarla. Ni siquiera estaba asimilando lo que había
ocurrido, el hecho de que Logan hubiera cumplido su promesa y lo que
significaba eso. No tenía tiempo para centrarse en esos detalles; era el
momento de actuar y debían ser rápidos. Tenía que concentrarse en el plan.
—Jen, ¿puedes agitar el avispero ahora? —le preguntó nada más
descolgó. Tenían el plan trazado, solo había que ponerlo en marcha.
—Necesito una hora. Avisa a los demás —respondió escuetamente antes
de colgar.
Emma se apresuró a escribir en el chat grupal de sus hermanos,
avisándoles de que sabía dónde estaba la caja y en una hora iban a poner
todo en marcha. Tanto Liz como Patrick respondieron al instante, estaban
pendientes del teléfono como bien había supuesto Emma.
Patrick: Espero que no te hayas puesto en peligro sola.
Liz:¿Estás bien? ¿Estáis seguros de esto?
Emma: No te preocupes, Patrick. La fuente es fiable. Sí, Liz, tenemos
que hacerlo, es la única manera de librarse.
Liz: De acuerdo, estoy aquí para lo que haga falta. Solo decidme qué
tengo que hacer.
Emma: Sé que la caja está en una caja fuerte, pero no tengo el código
de esa caja fuerte. Necesitamos abrirla como sea.
Patrick: Déjame eso a mí. Voy para allá.
Emma: Dentro de una hora Jen hará saltar las alarmas, es el tiempo
que tenemos para prepararnos.
Liz: Id con cuidado, por favor.
Simuló que volvía al trabajo, puesto que los nervios la impidieron
concentrarse realmente en él mientras transcurría el tiempo hasta la hora
indicada. Cada dos minutos, miraba el reloj de la pared del despacho y no
podía evitar mover nerviosamente la pierna o golpear compulsivamente
sobre la mesa con el bolígrafo.
«Van a darse cuenta. Como no me calme, todo el mundo va a saber que
estoy tramando algo».
Sentía como si un foco brillante estuviera apuntándola directamente,
como si cualquier gesto fuera a delatarla delante de sus compañeros. No
obstante, todos seguían enfrascados en sus trabajos. El resto de secretarias
no levantaban la cabeza de su escritorio mientras atendían llamadas y
tecleaban a toda prisa en sus teclados.
Emma pensó que se moriría de ansiedad. Fue la hora más larga de su
vida, pero cuando la alarma de incendios saltó, haciéndola dar un respingo
en su silla, el tiempo pareció acelerarse de pronto.
—No es un simulacro —dijo Suzanne levantándose de su mesa. Aunque
miró alarmada alrededor, hizo un esfuerzo por mantener la calma para
dirigirse a los demás—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer: salimos
ordenadamente y sin perder la calma y bajamos por la escalera de
emergencia.
Hubo una serie de exclamaciones y susurros ahogados mientras
secretarias y empleados recogían lo imprescindible y se dirigían a la salida.
Emma se puso en pie y fingió estar buscando su bolso. Se aseguró de que
todos estaban ocupados en ponerse a salvo para agacharse y esconderse
debajo de la mesa. Desde esa posición, observó como dos guardias de
seguridad abrían la puerta del despacho de su jefe y lo sacaban
prácticamente a rastras.
—Señor, tenemos que ponerle a salvo.
—No puedo abandonar el despacho ahora —protestaba Harrington.
—Tenemos que comprobar si permanecer en el edificio es seguro. Hasta
entonces, debemos salir —replicó uno de los guardias.
Pronto abandonaron la sala. Emma creyó que se había quedado sola al
asomar la cabeza sobre su mesa, pero se encontró con Suzanne, mirándola
alarmada y extrañada.
—¡Emma! ¿Por qué no has salido aún?
«Mierda, está esperando a que estemos todos fuera», maldijo para sus
adentros, sintiendo que el pulso se le aceleraba.
—Ah… ¡He perdido una lentilla! —se apresuró a excusarse. Era una
mentira de mierda, pero fue lo primero que se le ocurrió.
—¿Una lentilla? No sabía que usabas lentillas —dijo Suzanne
agachándose apresuradamente.
«¿Piensa ayudarme con eso en plena alarma?», se sorprendió. Rodeó la
mesa con rapidez y agarró a Suzanne por los hombros para que volviera a
ponerse en pie.
—Suz… Yo la busco, no tardo nada, si no la encuentro ya voy detrás de
ti. Date prisa.
—¿Estás segura? —Le temblaba un poco la voz, Emma supo que estaba
asustada y se sintió mal por ella.
—Sí, de verdad. No voy a arriesgarme por una lentilla. No tardo nada en
ir —la tranquilizó.
Suzanne no necesitó nada más para abandonar el lugar. Estaba deseando
ponerse a salvo, lo que pesaba mucho más que las poco convincentes
excusas de Emma. Los nervios generados en esa situación de alarma
jugaban a su favor, seguramente Suzanne no repararía en lo absurdo que era
que se pusiera a buscar una lentilla en un momento así hasta que no
estuviera a salvo y relajada.
El móvil de Emma sonó casi al mismo tiempo en que Suzanne se iba.
—Patrick, ¿dónde estás? —dijo al descolgar.
—Ya he llegado.
—Usa los ascensores de servicio, están junto a las escaleras de
emergencia, en un pasillo a la izquierda del hall, esos no estarán
bloqueados. Sube al piso treinta y cinco, te espero aquí.
Intentó abrir la puerta del despacho, pero estaba cerrada con llave. Los
minutos que Patrick tardó en llegar los pasó intentando calmarse, mirando
por la ventana a la congregación de trabajadores de la torre que se estaba
reuniendo a sus pies, observando curiosos y alarmados el edificio en un
intento por averiguar de dónde venía el fuego.
—¡Patrick! Gracias a Dios, ¡date prisa! La puerta está cerrada —le urgió
al verle aparecer en la sala.
—No te preocupes, aquí llega tu salvador —respondió su amigo
acercándose a la puerta a zancadas. Sacó una tarjeta de su chaqueta y la
deslizó entre la hoja de la puerta y el marco. Le costó unos segundos hasta
que la cerradura chasqueó—. ¡Voilá! No hay cerradura que se me resista.
—Cojamos la caja y larguémonos —dijo Emma entrando a toda prisa en
el despacho de Harrington. No perdió el tiempo y fue directa hacia la mesa
auxiliar. Patrick la ayudó a apartarla sin hacer preguntas—. Logan dice que
está aquí, bajo un tablón suelto.
Los dos se arrodillaron y palparon el suelo. Patrick golpeó con los
nudillos sobre la madera hasta que el sonido hueco le indicó el lugar exacto.
Metió la tarjeta entre las lamas y levantó la indicada, descubriendo el panel
de una caja fuerte empotrada.
—Vigila la salida mientras yo hago mi magia —le dijo a Emma.
—No tardes, por favor. Se van a dar cuenta de que no hay ningún
incendio.
Las alarmas seguían sonando, estresándola aún más. Se asomó y miró en
dirección a la puerta de las escaleras. Había quedado abierta. Vio a un par
de empleados pasar corriendo por el corredor, sus voces no tardaron en
apagarse engullidas por el sonido agudo de las alarmas. Emma consultó el
móvil nerviosamente. Liz había dejado algunos mensajes, ansiosa por saber
cómo estaban. Solo había pasado un cuarto de hora desde que Jen había
hecho saltar el sistema. Tuvieron que pasar cinco minutos más hasta que
Patrick lo consiguió.
—¡La tengo! —exclamó poniéndose en pie. Se acercó hasta ella de tres
zancadas, mostrándole una pequeña caja metálica de color negro bloqueada
por un mecanismo de engranajes numerados—. Es esto lo que buscamos,
¿no?
—Espero que sí —dijo quitándole la caja de las manos para guardarla en
su bolso—. Vámonos de aquí.
Agarró de la mano a Patrick y tiró de él, llevándole de vuelta al ascensor
mientras marcaba el número privado del orfanato con la otra mano.
—¿Sí?
Reconoció la voz de Takeshi.
—La tenemos —fue lo único que le dijo antes de colgar.

***
La familiaridad del Hogar Barnes la hacía sentir a salvo. Allí no había
más recuerdos amargos que algunas noches anhelando una familia que
nunca llegó. Siempre fue un lugar seguro, un refugio donde el mundo no les
alcanzaba, donde se encontraban a salvo.
«Ya está. Lo hemos hecho, y estamos bien. Estamos enteros y seguros»,
pensó aliviada.
Allí se habían reunido, en el despacho del señor Barnes. Liz y Jen habían
llegado con Takeshi, que se había encargado de recogerlas. Patrick y ella
acudieron juntos. No tuvieron problemas para salir de la torre en medio del
caos generado por la falsa alarma. Ahora se encontraban todos reunidos,
Takeshi, su padre y los cuatro hermanos a los que de algún modo había
adoptado.
Cuando Emma dejó la caja sobre la mesa del despacho se hizo un
silencio espeso y tenso. Jen, Takeshi y Patrick se quedaron de pie, ocupando
espacios opuestos en la sala. Liz, nerviosa, se apretaba el bolso contra las
piernas mientras les miraba, asegurándose de que todos estaban enteros y
bien. Barnes observaba a Emma, que tomó asiento junto a Liz, mirándole a
los ojos. Todos esperaban a que el venerable hombre dijera algo, pero este
se tomó su tiempo, observándoles con la misma emoción contenida con que
miró a Emma la primera vez.
—Tendréis que quedaros unos días aquí —dijo al fin, entrelazando los
dedos serenamente—. Tendréis todo lo que podáis necesitar hasta que el
peligro haya pasado.
—¿Y eso cuánto tiempo será? —preguntó Patrick, algo a la defensiva.
—Nos encargaremos de que sea el mínimo posible —dijo Takeshi.
Su padre asintió con un gesto casi reverencial.
—Vuestras vidas volverán a la normalidad muy pronto —añadió el señor
Barnes—. Mientras tanto, aceptad la hospitalidad debida por las molestias.
Esta es vuestra casa, siempre lo ha sido y siempre lo será.
—¿Las molestias? Vaya eufemismo —saltó Jen acercándose a la mesa.
Se detuvo tras la silla de Emma, que la miró frunciendo el ceño. La
expresión de su amiga no presagiaba nada bueno—. Has estado
utilizándonos todo este tiempo, ¿a eso lo llamas molestias?
—Vosotros sois hijos para mí, nunca he pensado en… —intentó
defenderse el señor Barnes, pero Jen siguió hablando en un tono de voz que
no admitía réplica.
—Le conseguiste la entrevista a Emma, ¿verdad? A mí me animaste a
dedicarme a la seguridad informática, ¡incluso has alentado las aficiones
delincuentes de Patrick! —añadió señalando a su amigo—. Liz es la única a
la que has dejado en paz, aunque vete a saber, después de esto no aseguraría
que no estás reservándola para algún otro retorcido plan en tu maldita
guerra contra los Harrington. Todo lo que nos has dicho estos años, la forma
en que nos regalabas el oído de pequeños… ¿todo era parte de tu plan?
—Claro que no. Yo…
Ella siguió sin dejarle hablar, mientras Barnes la miraba en silencio,
aceptando que la interrumpiera, sin defenderse, con los dedos entrelazados
sobre la mesa. Emma pudo ver un brillo amargo en su mirada.
—Te has creado un bonito ejército de agentes para eso, ¿no? Que los
Harrington dejen huérfanos por donde pasan te ha venido muy bien, ahora
tienes quien defienda tus propios fines y ni siquiera tienes que esforzarte en
convencerles.
El señor Barnes bajó la mirada. Lo que Jen estaba escupiéndole a la cara
sin piedad le afectaba, de alguna manera lo hacía, aunque permaneciera
sereno y pareciera inmutable. La tensión en la habitación casi podía
palparse, todos esperaban una contestación, con los ojos puestos en él.
—¡Responde, maldita sea! Eso sí que nos lo debes; una respuesta. Dime
que me equivoco, que lo que he dicho no es verdad. ¡Dínoslo a todos! —le
gritó Jen perdiendo los nervios ante su impasibilidad.
—No es tan premeditado como planteas —respondió al fin—. Es cierto
que alenté vuestras habilidades. Os animé a seguir un camino en el que
pudierais desarrollaros, pero no porque pensara utilizaros. Lo que ha
ocurrido no lo calculé, simplemente se ha dado así.
—¡Venga ya! ¡Incluso nos enseñaste las cifras de ese maldito código!
¿Pretendes que nos creamos este cuento paternal que te has montado? —Jen
gritaba cada vez más. Se agarró del respaldo de la silla de Emma, que trató
de calmarla poniendo una mano sobre la suya, pero Jen la apartó
rápidamente para señalar a Barnes—. Tú impediste nuestras adopciones
para que guardásemos esos números. ¡Tú nos has negado una familia todo
este tiempo!
Esas palabras hicieron que el rostro impasible del señor Barnes se
demudase. Por primera vez, Emma vio que algo le afectaba de manera
clara. Vio que su ceño se fruncía con un gesto de dolor, como si hubiera
recibido un bofetón. El hombre bajó la cabeza, afectado.
—Lo siento. Siento profundamente haber cometido ese error. Nunca debí
poner sobre vosotros una responsabilidad como esa. Sé que os he puesto en
peligro, y espero que podáis perdonarme —dijo levantando la mirada para
observarles uno a uno. Parecía sincero y había un brillo trémulo en sus ojos
—. Pero nunca evité vuestras adopciones. Nunca planeé las cosas para que
ocurrieran como están ocurriendo. Solo quería protegeros.
—Yo te creo… —dijo Emma sintiendo un nudo en la garganta.
Comprendía el enfado de Jen, su frustración y su dolor, ella también los
había sentido, pero no podía evitar seguir confiando en el señor Barnes más
allá de lo racional.
Por primera vez, aquel hombre parecía a punto de desmoronarse ante
ellos.
—Yo también. Y acepto tus disculpas… —añadió Liz.
Jen les miró a todos incrédula. La disculpa no había serenado sus
ánimos. Estaba colérica, apretando los dientes como si estuviera
conteniéndose de seguir gritando o golpear algo. Miró al señor Barnes con
rencor y le dio la espalda, dirigiéndose a grandes zancadas a la puerta.
Patrick, que había permanecido distante en un rincón del despacho, salió
tras ella sin decir nada. El portazo volvió a dejarles en silencio.
—Tenéis derecho a estar enfadados. Debí pensar que esto podía ocurrir,
espero que Jennifer pueda comprenderlo, y vosotros también…
Emma ya no escuchaba. Se había puesto en pie y observaba a través de
la ventana. Vio salir a Jen al patio y a Patrick detrás de ella, casi corriendo.
Vio como la detenía y como ella intentaba deshacerse de su agarre y seguir
su camino hacia la salida. Emma se sintió angustiada por Jen, sin embargo,
cuando vio que Patrick la abrazaba con fuerza y ella correspondía con
desesperación, rompiendo al fin a llorar, supo que solo él podría consolarla.
Los dos se quedaron en el patio, abrazados durante un largo rato.

***
En el patio hacía mucho frío. Ya habían cenado y el ambiente enrarecido
les empujó a acabar la noche al aire libre, sentados en los columpios donde
solían pasar el tiempo cuando eran niños. Allí se reunían para jugar, tramar
travesuras o simplemente charlar. A veces solo se balanceaban en silencio,
cuando las palabras no les llegaban para expresar lo que sentían. Ahora
habían crecido, y eran capaces de poner nombre a las cosas. Emma y Liz,
sentadas en los columpios, se balanceaban lentamente, enfundadas en sus
abrigos y bufandas intentando protegerse del aire gélido. Patrick y Jen se
apoyaban en la estructura a ambos extremos de los balancines, con el
trasero contra el travesaño de metal.
—¿Os acordáis cuando Liz empujó a Patrick por sorpresa y le atizó tan
fuerte que lo lanzó proyectado hacia la arena? —preguntó Emma en voz
baja, arrebujándose en su chaqueta. Tenía los pies fríos y las manos
congeladas, pero se encontraba bien en ese lugar, rodeada de buenos
recuerdos junto a sus hermanos.
—Sí, nunca podré olvidar los llantos de Liz —dijo Patrick riéndose por
lo bajo.
—Me sentí fatal porque te raspaste las dos rodillas y te rompiste los
vaqueros… —añadió Liz sonriendo nostálgicamente—. Tú ni siquiera
lloraste. Viniste a consolarme y me diste chicle. Qué tonta era, tú sangrando
y yo llorando.
—No eras tonta, nunca lo has sido —replicó Patrick—. Siempre te has
preocupado mucho por todos.
Emma miró a su amiga y sonrió. Patrick tenía razón. Alargó una mano
para coger la de Liz y estrecharla con cariño. Se quedaron agarradas,
balanceándose lentamente.
—Me siento muy triste —dijo entonces Liz.
—Hace mucho tiempo de eso, Liz —bromeó Patrick.
—Estamos unidos por las maldades que otros hicieron… ¿No os parece
triste? —continuó Liz.
—Eso no es cierto —se apresuró Patrick a responder, antes incluso de
que Emma pudiera decir nada—. Había muchos más niños aquí,
¿recuerdas? Pudimos haber hecho otras amistades, incluso pudieron
habernos adoptado y separado, pero eso no ocurrió. Es verdad que nuestra
situación era complicada, pero formamos una familia, decidimos hacerlo.
No importa lo que otros hicieran, eso es real, y eso lo hicimos nosotros. Es
nuestro esfuerzo, nuestra dedicación, nuestra entrega y nuestro cariño lo
que nos ha unido y nos mantiene unidos, no lo que esos cabrones hayan
hecho.
Las chicas parpadearon casi a la vez y le miraron sorprendidas. A Liz se
le empañó la mirada, Emma le apretó la mano. La que más sorprendida
parecía era Jen, que miraba a Patrick con los ojos muy abiertos, haciendo un
esfuerzo evidente por no mostrar lo que estaba sintiendo. Ninguna habría
imaginado al superficial y bromista de Patrick decir algo así, decir justo lo
que necesitaban para no sentir que todo en su vida había sido cimentado
sobre una mentira. Emma sintió ganas de abrazarles a los tres, pero cuando
iba a ponerse en pie para reunirles, el teléfono de Liz sonó, rompiendo el
momento.
La muchacha se limpió apresuradamente las lágrimas de los ojos.
—¡Es Philip! —dijo antes de descolgar y poner el manos libres—.
Buenas noches, cielo, ¿va todo bien?
—Sí, todo bien. Ya me han recogido para llevarme —respondió de buen
humor—. Tengo ganas de verte y saber que realmente estáis todos bien.
Los cuatro amigos se miraron unos a los otros, alarmados de pronto.
—Philip…, ¿cómo que te han recogido? ¿Quién te ha recogido? —
preguntó Liz, cada vez más angustiada.
—El hombre que enviaste. —Aquella frase pareció detener el tiempo un
latido. Los cuatro se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. Liz apretó
los labios, asustada, y respondió con la voz temblorosa.
—Yo no he enviado a ningún hombre.
Al otro nado nadie volvió a responder. Se escucharon varios chasquidos,
un golpe, y el silencio espeso que indicaba que habían colgado.
—¡Philip! ¿Dónde te llevan? ¿Dónde estás? ¿Philip? —Liz se puso en
pie, gritando las preguntas al móvil. Ya no había nadie al otro lado de la
línea—. No… Phil… ¡Responde! ¡Por favor!
Emma se abalanzó para abrazarla y Liz soltó el móvil, que resbaló entre
sus manos.
Capítulo 13
Liz aún no parecía recuperarse. Jen la ayudó a sentarse y le dio un vaso
que había llenado del agua de la máquina de la habitación. Las manos le
temblaban tanto que apenas podía beber sin ayuda. Ver la pistola de Takeshi
no la ayudó a calmarse, y tampoco lo hizo con la presencia de sus
compañeros, que esperaron tensos a que el señor Barnes hablara.
En lugar de hacerlo, el hombre pulsó el botón del manos libres del
teléfono y permitió que todos escucharan lo que su interlocutor estaba
diciendo.
—Tengo al marido de tu querida hija pródiga. Devuélveme la caja o haré
que los maten a todos. —Emma reconoció de inmediato la voz al otro lado
del teléfono: era el señor Harrington. Nadie necesitó que lo dijera en voz
alta—. Uno a uno. A ellos, a sus amigos, a los dueños de las panaderías
donde compran el pan…
—No puedes hacer eso —respondió el señor Barnes sin perder los
nervios. Su voz sonaba fría, pero su mirada decía mucho más que sus
palabras. Emma supo que estaba angustiado—. Si lo haces, nunca
conseguirás la clave.
—Estás vivo, viejo amigo. Eso lo cambia todo —replicó Harrington con
una risa profunda y vibrante—. Tienes una hora para pensártelo. Una vez
transcurrida, haré que maten a ese pardillo y seguiré con los demás.
Harrington colgó. Liz, que había estado cubriéndose la boca con las
manos, rompió a llorar desesperadamente. Emma fue hacia ella y la abrazó.
Jen golpeó el tablero de la mesa, abalanzándose sobre ella para gritarle al
señor Barnes.
—¡Tienes que sacarle de ahí! ¡Todo esto es tu responsabilidad!
Barnes se puso en pie, serio como la muerte, y les miró a uno a uno.
—Tenéis que marcharos de aquí, poneros a salvo. Yo arreglaré esto, pero
vosotros no podéis permanecer aquí —respondió con un tono teñido de
desesperación. Incluso en ese momento, el señor Barnes parecía digno y
noble, pero su fachada estaba a punto de venirse abajo—. Lo arreglaré,
todo.
—No.
Todos volvieron la mirada a Takeshi. Él no solía interrumpir a su padre y
raramente había hablado en las reuniones. Permanecía apartado como una
sombra, solo escuchado y acatando las órdenes, pero esa vez intervino,
mirando a su padre con una expresión grave.
—Es suficiente, padre —continuó.
—No voy a dej…
—Esto no puede continuar así —siguió Takeshi, volviendo a
interrumpirle, acercándose hasta la mesa para enfrentarle—. Los crímenes
de los Harrington ahora no importan, ¿no es más valiosa la vida de Philip y
de mis hermanos que esa condenada caja?
—No lo plantees como si yo no lo considerase así —replicó el señor
Barnes, envarándose y dirigiéndole una mirada fría que intentaba ocultar su
desesperación—. Ni ellos ni tú podréis tener una vida normal mientras los
Harrington sigan haciendo del mundo su patio de juegos. ¡Este orfanato
seguirá teniendo que acoger a los niños a quienes destroza la vida! Niños
cuyos padres fueron asesinados por investigar, por estar en el lugar
equivocado en el momento equivocado o se atrevieron a demandarles. Si no
les detengo, esto nunca terminará.
—Eso pasará siempre, les detengas o no, ¡no puedes cambiar el mundo
tú solo! —Takeshi levantó la voz y golpeó la mesa con la mano.
El rostro del señor Barnes cambió por completo. Esa desesperación se
evaporó y en sus ojos brilló una ira contenida que nadie había visto hasta
entonces. Le miró tan gravemente que pensaron que iba a darle un bofetón
en cualquier momento. Pero no lo hizo. En lugar de eso, volvió a hablar,
con una voz que hizo descender la temperatura de la habitación.
—Salid de aquí. Todos —sentenció señalando la puerta con un gesto
brusco.
Salieron al pasillo sin replicar. Ni siquiera Jen se atrevió a contradecir al
señor Barnes, que les miró con una expresión severa y pétrea hasta que
cerraron las puerta. Liz estaba temblando, se había echado a llorar mientras
sus amigos trataban de consolarla en vano. Se sentaron en las sillas que
había a ambos lados del pasillo y Patrick le dio un tranquilizante que nadie
supo de dónde había sacado. Durante un rato estuvieron volcados en ella,
mientras Takeshi recorría el pasillo arriba y abajo, preocupado y nervioso.
Emma estaba acariciándole el pelo a Liz, que había apoyado la cabeza en
su hombro, cuando notó la vibración en su bolsillo. Tratando de no molestar
a su amiga, que empezaba a calmarse, deslizó los dedos en el interior de la
chaqueta y sacó el móvil lo justo para comprobar quién llamaba. El nombre
de Logan brillaba en la pantalla.
En ese momento lo último que necesitaba era escucharle. Se imaginaba
lo que quería; hablar sobre lo que había pasado, volver a decirle cosas
completamente inapropiadas, intentar aclarar la situación entre ellos. No, no
podía prestarle atención ahora: tenía que pensar un modo de salvar a Philip,
y el tiempo estaba corriendo ya en su contra.
—No podemos confiar en que Barnes lo solucione —dijo en voz baja.
Takeshi detuvo su deambular por el pasillo y les miró.
—Es lo último que debemos hacer. Hay que trazar un plan y hacerlo ya
—replicó.
Takeshi había demostrado con creces su lealtad hacia ellos. No habían
sabido de su existencia hasta ese momento, pero de alguna forma le sentían
cercano. Emma confiaba más en él en ese momento que en su padre, era el
único que realmente les había protegido sin ningún interés. Era como un
hermano más, uno al que nunca habían conocido pero que se entregaba a
sus causas ciegamente. Incluso se había enfrentado al señor Barnes por
ellos.
—Sí, porque no parece que tu padre tenga intención de salir de ahí para
explicarnos qué piensa hacer, si es que piensa hacer algo —dijo Patrick con
un tono desdeñoso—. ¿Qué proponéis?
El teléfono siguió sonando en el bolsillo de Emma. Empezaba a ponerse
nerviosa. Estaba cansándose de la situación y no iba a permitir que nadie
volviera a manipularla para sus intereses.
—Somos cinco contra uno. Vamos a robarle la caja al señor Barnes y la
intercambiaremos por Philip —decidió, mirando a sus compañeros uno a
uno.
—Estoy de acuerdo —dijo Jen.
—Hagamos lo que sea…. Pero hagamos algo. —Liz tenía la voz
temblorosa. Levantó la cabeza para hablar, limpiándose las lágrimas con los
dedos. Tenía los ojos enrojecidos—. No podemos abandonar a Philip.
—No lo haremos —añadió Patrick, acercándose al grupo desde la
ventana ante la que había estado observando—. Él no va a ser el sacrificio
para que Barnes se convierta en el héroe que quiere ser.
—Iré yo misma a entregársela a Harrington —dijo Emma.
—Iremos todos —interrumpió Takeshi.
—Pues no perdamos tiempo —Patrick se plantó de dos largas zancadas
ante el despacho del señor Barnes.
Emma se puso en pie, decidida a acompañarle. Sacó el móvil del
bolsillo, dispuesta a apagarlo, cuando vio la notificación de un mensaje
entrante de Logan. Tenía una fotografía adjunta. Irritada, pensando que el
irlandés estaba siendo demasiado insistente e inoportuno, abrió el chat y se
quedó clavada en el lugar al ver la imagen que se desplegó en la pantalla.
Logan estaba sosteniendo a un pálido y aterrorizado Philip, que ni
siquiera miraba a la cámara. Debajo de la fotografía, el irlandés había
escrito un mensaje.
Logan: He encontrado al novio de tu amiga, ¿dónde lo llevo?
—¡Esperad! —pidió a Takeshi y a Patrick, que disponían a abrir la puerta
—. ¡Es Logan, tiene a Philip!
—¡¿Qué?! ¿De verdad? —Liz se puso en pie. Jen lo hizo tras ella—.
¿Está bien?
Todos miraron expectantes a Emma, que asintió mientras se llevaba el
teléfono al oído tras marcar el número de Logan. Su corazón latía deprisa,
liberado del peso de la angustia. Aún no podía creerse que fuera cierto.
—Logan, ¡¿le tienes?! ¿Cómo has…? —empezó a hablar cuando
escuchó que descolgaban.
—Soy parte del cuerpo de seguridad de Harrington, le saqué de la torre
durante el caos que habéis armado y he estado protegiéndole. Estaba
delante cuando se enteró del robo de la caja y mandó a sus matones a por
«cualquiera relacionado con esos malditos Barnes».
—Gracias a Dios… —dijo Emma con la voz ahogada por la emoción.
—Le dije que iba a vigilarte, pero fui tras el compañero al que
Harrington envió a por Philip y le neutralicé —siguió explicando Logan.
—¿Cómo está Philip? ¿Está bien? ¿Le han hecho daño? —preguntó Liz
con urgencia acercándose al teléfono. Emma puso el manos libres y todos
pudieron escuchar la respuesta.
—Estoy bien… Logan ha llegado a tiempo… —Philip tenía la voz
temblorosa, pero escucharle fue una bendición para todos—. Cariño, no te
preocupes, estoy bien.
Liz se echó a llorar, intentó hablar con su marido, pero la voz de Logan
volvió a tomar el control del aparato.
—¿Dónde estáis? Hay que ponerle a salvo.
—Ven al Hogar Barnes —le indicó Emma. Takeshi asintió, apostado
ante la puerta del despacho de su padre, a la que se limitó a llamar con los
nudillos.
—De acuerdo, estaré allí enseguida.
—Logan… Gracias… —dijo Emma antes de que colgara—. Gracias.
Gracias, gracias.
—No me des las gracias por hacer lo correcto —replicó Logan—. Ahora
nos vemos. Preparaos, porque esto no va a terminar aquí.
Takeshi abrió la puerta del despacho después de llamar. Su padre le
lanzó una mirada fulminante cuando su hijo se acercó a él y le arrebató el
teléfono, colgando con un golpe firme.
—Philip está en camino. Logan lo ha recuperado, ha cambiado de bando
—dijo Takeshi antes de que pudiera replicar.
El enfado en los ojos del señor Barnes se atemperó de inmediato y
detuvo el gesto de recuperar el teléfono, dejándolo colgado. Dirigió una
mirada al resto del grupo, que estaba entrando en el despacho.
—Harrington debe haberse percatado a estas alturas de que han sustraído
a su rehén —respondió con voz grave. Recuperando la fría serenidad, dio
las instrucciones necesarias a su hijo—. Vendrá hacia aquí. Vamos a
evacuar el orfanato, es urgente poner a los niños a salvo, ese hombre no
tiene escrúpulos y querrá recuperar la caja al precio que sea. Yo asumiré las
consecuencias de esto. Vosotros poneos a salvo con los niños.
—No voy a dejarte aquí solo —replicó Takeshi con firmeza.
—No, no, de eso nada —irrumpió Patrick acercándose a la mesa—. Ese
cabrón es el responsable de la muerte de nuestros padres, ¿no? Todo esto
tiene que ver con nosotros. Independientemente de lo que tú hicieras, nos
concierne. No vamos a irnos, esto también es cosa nuestra.
Patrick se volvió para mirar a sus hermanos y encontró la aceptación que
esperaba. Emma, Liz y Jen estaban dispuestas a plantar cara al asesino de
sus padres. El señor Barnes les miró en silencio durante unos instantes,
pareció comprender que no podía convencerles. Después de todo, tenían
derecho a defenderse, a plantar cara al hombre que les había arrebatado una
parte tan importante de sus vidas… A poner las cosas en su sitio. Asintió,
pero fijó los ojos finalmente en su hijo.
—Solo puedo confiar en ti para poner a salvo a los niños. Quiero que lo
hagas tú personalmente, así sabré que están bien y que esto no es en vano…
—En su mirada brilló una súplica silenciosa.
Takeshi bajó la cabeza en un respetuoso asentimiento.
—Nosotros estaremos con él. No vamos a dejarle solo, y vamos a
defenderle, Takeshi. —Emma se acercó y puso una mano en su brazo,
estrechándole con calidez—. Pon a los niños a salvo, todo saldrá bien.
Haremos que salga bien.
Los ojos del joven asiático brillaban cuando la miró.
—Mi padre es lo único que tengo. Mi padre y a vosotros —dijo
simplemente.
Emma lo entendía a la perfección. Asintió, emocionada. Él respondió
con un gesto de cabeza y puso su mano sobre la de ella para estrecharla.
Sintió una corriente de cariño y simpatía hacia él. El joven Barnes tenía una
mirada limpia y les había demostrado con creces que era buena persona. Era
su hermano, un hermano que no habían conocido hasta ese momento, pero
que siempre había velado por ellos, tal vez incluso más que aquel a quien
consideraban su padre.
Se pusieron en marcha. El grupo ayudó a Takeshi a organizar a los niños
y prepararlos para la evacuación. Los pequeños estaban asustados, pero
parecían listos para la emergencia. Además, el hijo de Barnes parecía saber
cómo tratarlos, era extremadamente dulce con ellos en contraste con su
carácter neutro y sereno en otras circunstancias. Ya estaban solos en el
orfanato cuando Emma vio la moto de Logan aparcando en la acera frente a
la verja. Philip y él se apearon del vehículo y corrieron hacia el edificio.
Patrick se apresuró a abrir la puerta y cerrar tras ellos.
Liz se lanzó a abrazar a su marido, que correspondió rodeándola con
fuerza con sus brazos y hundiendo el rostro en su cabello.
—¡Philip!
—Liz…
Mientras los demás les arropaban, Emma se acercó a Logan, apartándose
del grupo tras el reencuentro. No sabía qué esperar. Quería besarle,
abrazarle, darle las gracias y decirle todo lo que se agolpaba en su garganta
en ese instante, pero se quedó plantada ante él como si la hubieran clavado
en el suelo.
Los intensos ojos de Logan la traspasaron, había un mar embravecido
contenido en ellos y pudo ver el reflejo de sus propios deseos al fondo de su
mirada.
—¿Estáis todos bien? —preguntó, en lugar de besarla como en su
opinión debería haber hecho.
Emma asintió, tragó saliva con fuerza y se volvió hacia sus amigos.
Incluso Liz y Philip les miraban expectantes.
—Chicos… Este es Logan —dijo señalándole apenas. Logan inclinó la
cabeza. Sabía sus nombres, sabía dónde vivían y sus costumbres, había
estado estudiando a Emma y a su entorno por mucho tiempo, pero aún no se
habían presentado—. Logan, estos son Liz, Jen y Patrick, mis hermanos.
Se sintió extraña. Notaba el calor de su presencia a su espalda, tan cerca
que solo tenía que apoyarse en él para que le abrazara. Quería besarle con
todas sus fuerzas, pero no tenían tiempo para eso.
—Me alegro de conoceros por fin, aunque hubiera preferido que fuera en
otras circunstancias —dijo Logan.
—Sin espionaje de por medio y eso… —añadió Jen sarcásticamente.
—Supongo que ha quedado claro que está de nuestra parte —
interrumpió Patrick mirando a Philip, que seguía abrazado a su esposa.
—No tenemos tiempo para eso, los hombres de Harrington no tardarán
en llegar —dijo Emma esforzándose por apartar sus sentidos de Logan.
—Sí, a estas alturas habrá enviado a una buena panda de cabrones a por
nosotros. —Logan señaló hacia los ventanales del vestíbulo, haciéndoles un
gesto para que se acercaran—. Pero no os preocupéis, nosotros tampoco
vamos a estar solos.
Los amigos se asomaron a las ventanas. Estaban empezando a llegar
vehículos, coches y motos que aparcaron en el mismo patio del orfanato, de
los que comenzaron a bajar un grupo variopinto de hombres de todas las
edades y complexiones. Debía haber unos veinte y todos estaban armados.
—¿Qué…? ¿Quiénes son? —resolló Liz, llevándose las manos a la boca
impresionada.
—Boston es de los irlandeses —respondió Logan, acercándose a la
puerta para abrirla y dar paso al grupo que iba llegando—. Son viejos
amigos. Acabaron desencantados con el IRA, igual que yo, y nunca
dejamos de tener trato. Nos ayudamos los unos a los otros cuando es
necesario.
—¿El IRA? —Patrick se le quedó mirando con el rostro desencajado.
—He hecho muchas cosas cuestionables en mi vida… —respondió el
irlandés mirando a Patrick—, pero puede que ahora eso juegue a nuestro
favor.
Patrick no pudo seguir interrogándole. Los hombres ya estaban entrando,
saludaban a Logan estrechándole la mano, golpeándole el brazo y
abrazándole directamente. No necesitaron muchas instrucciones, pronto
cada uno de ellos estuvo apostado y preparado para defender el perímetro
del edificio y a quienes había en su interior.
Minutos después, ya dentro del edificio, Emma aún no podía creer lo que
estaba sucediendo. Se había quedado ante una ventana, mirando a Logan y
al grupo de hombres que había ido desfilando por el patio, armados hasta
los dientes. No solo era que la escena pareciera sacada de una película de
acción, irreal, sino que no acababa de asimilar que la decisión de Logan
fuera real, que algo estuviera saliendo bien al fin.
No le había mentido. «Voy a luchar por ti», eso le dijo. Y lo estaba
haciendo, literalmente. Era cierto, era real. Y si era real, todo lo demás, todo
lo que le había dicho, también lo era. Cuando los irlandeses se hubieron
posicionado, Emma se apresuró a acercarse a Logan y agarrarle del brazo.
Las palabras le quemaban en la garganta, tenía la sensación de que se
quedaba sin tiempo para decirle todo lo que quería decirle, aunque no
supiera exactamente cómo hacerlo.
—Logan… Tenemos que hablar.
El irlandés se dio la vuelta. La fuerza de su mirada la golpeó y sintió que
se quedaba sin aire.
—No es un buen momento.
—Si no te lo digo ahora, no lo haré nunca —replicó ella, apretando los
dedos contra su brazo, con la mirada fija en él.
—No hace falta que digas nada. Podrás hacerlo después, cuando esto
termine —respondió Logan, acercándose a su cuerpo.
Emma sentía que las palabras se agolpaban en su garganta, pero no sabía
cómo ponerlas en orden, cómo expresar lo que quería decirle en ese
momento.
—¿Y si no hay después? —preguntó asustada. Logan levantó una mano
y le acarició la mejilla, apartándole el pelo del rostro.
—Lo habrá. Te lo prometo.
No pudo soportarlo más. Le agarró de la chaqueta y se irguió para
besarle. Logan correspondió con un gesto contenido, rodeando su cintura
con un brazo y apretándola contra sí. Emma se aseguró de que
comprendiera lo que intentaba decirle. Confiaba en él. Le creía. Y creía que
había un futuro si no morían allí.
El rugido de los motores les hizo separarse precipitadamente. Logan le
dirigió una última mirada llena de determinación.
—Ya están aquí. Vamos a solventar esto —dijo el irlandés.
Emma no pudo más que creer en su promesa.
Capítulo 14
Albert Harrington se presentó al atardecer, acompañado de seis coches
negros con las lunas tintadas. Desde las ventanas del piso superior, los
Barnes observaban a la oscura comitiva sin pronunciar una palabra. Vieron
salir de su despacho al señor Barnes, que bajó las escaleras sin prisa,
arreglándose la chaqueta, y se encaminó a la puerta como si fuera a recibir a
un viejo amigo.
Akira Sato había pasado toda su vida observando a aquel hombre. Desde
que ambos eran unos muchachos hasta ahora, sus vidas habían girado en
torno a la del otro de manera enfermiza, y sin embargo, era la primera vez
en años que se encontraban cara a cara. Akira recordaba la última ocasión:
ambos estaban casados y coincidieron en una gala benéfica. Se saludaron y
compartieron un par de comentarios sutiles sobre el tiempo y la política
mientras sus esposas desplegaban encanto y educación. Cuando la mujer de
Akira falleció, dos años después, Albert Harrington le envió una tarjeta en
la que ponía: «A pesar de todo, te aseguro que lo lamento. Era una gran
mujer». El señor Barnes valoró aquel gesto, pero no por ello tenía menos
ganas de hundir a su enemigo para siempre. Al menos era un buen rival. Un
rival honorable.
Cuando llegó a la verja exterior, cientos de puntos rojos se concentraron
en su pecho. No tenía miedo. No era solo el chaleco antibalas lo que le
aportaba seguridad, sino también la certeza que siempre le acompañaba
acerca de la muerte. Era algo inevitable, algo que ya estaba decidido; su
hora llegaría cuando tuviera que llegar y preocuparse por ello era fútil. Se
detuvo ante la puerta y de uno de los vehículos salió Albert Harrington. El
hombre era tal y como recordaba: alto, con el cabello amarillo pajizo, el
rostro ancho y los rasgos amables contrastando con su mirada peligrosa.
Llevaba un abrigo oscuro y tenía las manos en los bolsillos. Cuando sacó
una de ellas fue para tendérsela a través de la reja.
—Ha pasado mucho tiempo, Barnes.
—Así es.
Akira no dejaba de mirarle, valorando las opciones que cada uno de ellos
tenía. Albert volvió a meterse las manos en los bolsillos, como si tuviera
frío.
—Las cosas se están complicando bastante, ¿no crees?
—Eso parece.
—Tan aséptico como siempre —rio afablemente—. Oye, ¿por qué no me
das la caja y acabamos con todo esto? Mira, haya lo que haya ahí adentro…
no niego que pueda ser un golpe duro para nosotros, pero no me destruirá.
Ni a mí ni al legado de mi padre. Nos repondremos y todo seguirá como
siempre, ¿sabes?
—Tal vez.
—¿No me crees? —Harrington sonrió como una serpiente.
—Eso no importa. Tienes que pagar por tus actos, Albert… y yo por los
míos. Eso es lo que significa la justicia.
El señor Harrington se echó a reír. Su risa era clara y campechana, cálida
en medio de la tarde fría.
—Eres un idealista, amigo mío. Eso de pagar por los actos no es para
todo el mundo, ¿sabes? Y desde luego, no es para los Harrington. —Hizo
una pausa y le observó con compasión—. Llevas toda tu vida luchando
contra algo tan inmutable como el tiempo. Has invertido toda tu energía,
todos tus años… los que podías haber pasado disfrutando de tu familia… de
tu auténtica familia, no de estos chiquillos —añadió señalando con desdén
el orfanato— en un loco intento de derribar ni más ni menos que el orden
mundial. ¿No entiendes lo inútil de todo ello? Los poderosos siempre
seremos poderosos, Akira. Esa es la naturaleza de nuestro mundo, y así será
hasta el fin de los tiempos: unos pocos hombres poderosos manejando el
mundo por el bien común… y apartando a quienes se oponen contra lo
establecido. No puedes cambiar eso. El sistema es más fuerte que tú. Es
más fuerte que yo, más fuerte que nadie.
—Tienes razón. —Albert alzó las cejas, como si no esperase esa
respuesta, pero el señor Barnes no tardó en decepcionarlo—. Pero sí hay
una cosa que puedo hacer: detenerte a ti.
Harrington suspiró, mirándole con lástima. Akira había recibido esa
mirada muchas veces por su parte y no le importaba en absoluto.
—De acuerdo… si es eso lo que quieres, empezaremos ahora mismo. —
Harrington se dio la vuelta para regresar a su coche—. Me habría gustado
que fuera de otro modo, pero no olvides que tú has querido esto.
—No lo olvidaré, te lo aseguro.
Cuando Harrington volvió a su coche, las miras láser de color rojo
desaparecieron poco a poco, una a una, del pecho de Akira. El hombre se
dio la vuelta y regresó al interior del orfanato sintiendo su alma más pesada
que nunca.
En cuanto cruzó el umbral, se escuchó un ruido sordo, como el de un
interruptor saltando, y un zumbido que siempre había estado ahí se apagó,
al tiempo que la oscuridad se adueñaba del espacio: habían cortado la luz.

***
—¿Qué está pasando? —exclamó Liz.
Emma se apresuró a rodearla con el brazo. Los cuatro amigos habían
estado observando desde la ventana aquel extraño parlamento entre
Harrington y Barnes, aunque ninguno sabía qué habían podido decir. Logan
se había unido a ellos. Todos aguantaron la respiración al ver los rifles que
apuntaban al pecho del hombre que había sido como un padre para ellos, y
soltaron el aliento cuando le vieron regresar intacto. Pero entonces habían
saltado los plomos y ahora todos sentían el peligro espesándose en el aire.
—Tranquilos, todo irá bien —dijo Emma por inercia.
—Venid, el despacho es seguro —dijo Patrick, abriendo la puerta con
una tarjeta. Liz y Philip entraron los primeros.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Emma al ver que Logan no hacía
ademán de unirse a ellos.
—No he venido hasta aquí con mis chicos para esconderme —respondió
él con aquella mirada decidida que ya conocía bien—. Hemos luchado
muchas veces por causas no tan justas. Esta vez lo haremos para proteger
este lugar y a vosotros.
—Yo tampoco voy a ocultarme —dijo entonces Patrick, saliendo del
despacho—. Odio que me metan en problemas sin preguntarme antes.
—Pues yo voy contigo, no voy a ser menos —dijo entonces Jen.
En ese momento, el señor Barnes apareció por la escalera. Parecía
cansado. Se hizo el silencio en el corredor y Emma sintió que algo le pesaba
sobre el corazón. «¿Por qué ha tenido que ser todo así? Yo quería… Me
hubiera gustado tanto conocerle en otra circunstancia, poder hablar sobre el
pasado, darle las gracias… No esto. Yo no quería esto, nunca lo quise». De
nuevo, el rencor y el cariño se mezclaban en su alma creando un cóctel
agridulce.
—Creo que nosotros tenemos algo más importante que hacer —dijo el
señor Barnes—. Tenemos que abrir esa caja.
Los cuatro hermanos se miraron, dudando. Emma lo meditó un instante.
No quería obedecer al señor Barnes sin más, pero aquella maldita caja era la
culpable de su situación, si abrirla les liberaba a todos, ¿por qué no hacerlo?
Iba a expresar su opinión cuando vio cómo todos asentían uno a uno de
forma tácita. Habían pensado lo mismo.
Entraron todos uno a uno.
—Venid. Reuníos en torno a la mesa —dijo Barnes.
Emma apretó los labios y miró la puerta tras la que Logan había
desaparecido una última vez antes de unirse a sus hermanos.

***
—Veo a seis cruzando la valla —dijo Seamus a través del comunicador.
Logan asintió, sujetando la Glock como si le fuera la vida en ello, cosa
bastante ajustada a la realidad.
—Disparadles desde las ventanas. No esperéis a que den el primer paso
—replicó.
—Oído, Jefe Verde.
—¿Jefe Verde? —Logan soltó una risa sorda, hacía años que nadie le
llamaba así y el recuerdo era agridulce. Shane le había puesto aquel nombre
cuando pertenecían al mismo comando del IRA y se dedicaban a
desarticular los cárteles de droga que hacían estragos entre la juventud de
Derry. Ahora aquello parecía un recuerdo de otra vida.
—¿Prefieres otro nombre? —La voz de Larry sonaba más cerca, estaba
al otro extremo del pasillo, ajustándose el chaleco.
—No, está bien. Una última vez.
—Nos vas a dejar a deber una fortuna en material, ¿sabes?
—Os voy a deber más que eso. No entiendo por qué habéis aceptado
venir, la verdad —admitió.
—Porque tú nos llamaste —dijo Larry simplemente. Luego le saludó con
dos dedos en la frente y se marchó a su posición.
Logan suspiró profundamente. Aquella lealtad era la peor de las cosas
que había traicionado. «La de ellos la olvidé y la de Emma la rompí», se
dijo con rabia. Pero ahora podía arreglarlo. Al menos podía hacer algo
bueno. Una última vez. Con cuidado, levantó la persiana de madera y
apuntó con la Glock a través de la ventana abierta.
***
En el interior del despacho, Emma se afanaba en encender las velas que
Akira le había entregado mientras el resto se sentaba alrededor de la mesa.
La caja metálica estaba allí, aguardando.
—Parece la caja de Pandora —dijo Jen con tono misterioso.
—En cierto modo lo es —adujo Barnes—. Comencemos. Patrick,
¿recuerdas la canción?
Patrick frunció el ceño.
—¿La canción? ¿Qué…? Aaaah, sí, aquella canción. ¿Por qué, qué tiene
que ver con esto?
—Tú recítala.
Patrick recitó a media voz:
—En el bosque de Brecilia, dos hermanos se sentaron junto al fuego…
se tomaron de las manos para jugar a un juego… —hizo una pausa para
recordar—. Cinco ciervos se escondieron, volaron tres búhos ciegos… y a
la mañana siguiente todos desaparecieron.
—Qué sonsonete más inquietante —comentó Philip, pero Liz le hizo
callar con un siseo.
—Dos, cinco, tres, cero —dijo Barnes mientras introducía las cifras. El
cerrojo emitió un chasquido ante la expresión atónita de todos.
—Así que ahí están las cifras. En las canciones —comprendió Jen,
poniendo voz al pensamiento de todos.
Emma miró a Patrick, que parecía soltar el aire en aquel momento.
Todos parecían extraños allí reunidos, con la luz mortecina creando
contraluces en sus rostros. La situación no mejoró cuando empezaron a
oírse los disparos: automáticas, semiautomáticas y rifles de asalto.
—¿Estarán a salvo los niños? —preguntó Liz enseguida.
—Takeshi se encarga —dijo Barnes muy seguro—. Tu turno, Jen.
—En el monte del Destino, seis lobos buscan cobijo; tres de ellos son
muy grandes, los otros tres son canijos, encontraron su refugio en una
profunda cueva y allí esperan tres de ellos a que los montes se muevan.
—Seis, tres, tres, tres.
De nuevo, la cifra hizo chasquear el cerrojo.
—Esto es de locos —susurró Patrick— aún estoy alucinando con todo lo
que has montado alrededor de nosotros cuatro. ¿Cómo puedes tener las
agallas de decir que eres nuestro padre? Aunque no hay más que ver cómo
tratas a tu hijo biológico…
—Tú no sabes nada sobre mi hijo ni sobre mí, Patrick —espetó Barnes
con dureza—. Tu turno, Emma.
Emma hizo un gesto disimulado con la mano a Patrick, instándole a
dejar la discusión por el momento y recitó su parte de la canción.
—En el desierto de Bao, ocho serpientes bailaban, una tenía un vestido y
las demás la envidiaban… entre tormentas de arena, las ocho se
contoneaban, y cuando dos se mordían, las otras las animaban.
—Ocho, uno, ocho, dos…
La rueda volvió a girar, hubo un nuevo chasquido. Liz habló antes de
que nadie le preguntara.
—Un mensaje he enviado a la playa del Olvido, escrito con siete plumas
para mis queridos hijos… —Liz se llevó los dedos a los labios y se le
volvieron a empañar los ojos, como si de pronto comprendiera algo—. El
mensaje es un secreto que os entrega un buen amigo: aunque creáis que sois
cuatro… sois cinco.
Emma miró al señor Barnes, mordiéndose el labio. Por mucho que
quisiera odiarle por ponerles en aquella situación, no podía olvidar que
aquel hombre les quería de verdad. Quizá no de la manera más sana ni más
racional, pero les quería. Y aquella última estrofa le parecía especialmente
triste. «Espero que Takeshi esté bien», pensó.
—Uno, siete, cuatro, cinco…
La caja hizo otro chasquido pero no se abrió hasta que Barnes introdujo
otras cuatro cifras, las que nadie más allí conocía. Solo en aquel momento,
la tapa se levantó.

***
El orfanato se había convertido en un campo de batalla. Los corredores
oscuros se iluminaban con las linternas instaladas en los cascos tácticos de
los hombres de Harrington, con los fogonazos de los disparos y con las
miras láser. Eran paramilitares bien entrenados, pero no tanto como ellos.
Logan se dio cuenta pasados los primeros cinco minutos. Había algo en su
forma de moverse y de avanzar que hablaba de cierta inexperiencia, como si
a pesar de su preparación no hubieran tenido que enfrentarse a iguales en
ninguna circunstancia. Logan y los suyos, por el contrario, tenían mucho
bagaje a sus espaldas. Desde su adolescencia en Derry se había
acostumbrado a tratar con hombres como sus compañeros de aquel día:
gente que se había enfrentado a militares; al Ejército Británico, ni más ni
menos, para defender a los suyos. Había también otro tipo de personajes en
el Ejército Republicano al que antaño pertenecieran, claro. Gente menos
idealista, mucho más pragmática y dura, para quienes la violencia no era un
medio sino un fin y los ideales un lastre. Eran esos los que al final habían
tomado las decisiones que hicieron que Logan comprendiese lo errado que
estaba. Había entrado en el IRA por su padre, siguiendo su ejemplo de
patriotismo, solo para defender su país, como bien le había inculcado él.
Proteger a los suyos, a su pueblo, a su gente, a su familia. Sin embargo,
nada de eso había ayudado a que las drogas dejaran de hacer estragos, nada
había apartado a su amigo Shane de la desgracia y tampoco a su padre.
Ellos nunca habían matado a nadie, eran rangos menores, pero tras la
detención de su padre, Logan se había negado a seguir así y se marchó con
algunos desertores para formar un grupo diferente, más honesto, que hiciera
lo que realmente había que hacer sin dañar a inocentes. Aun así, Logan
llevaba sobre su conciencia la vergüenza y el arrepentimiento de haber
formado parte de un grupo que acabó demostrando su falta de escrúpulos y
asesinando a inocentes en atentados de espantosas consecuencias. Puede
que él no hubiera pulsado ningún detonador ni apretado ningún gatillo, pero
había formado parte de ello y no se lo perdonaba. En aquel momento,
mientras se parapetaba tras una salida de emergencias para huir de una
ráfaga de disparos, se sentía mejor que en años. Luchar contra
narcotraficantes le había dado buenos tiempos allá en Derry, pero ahora
estaba luchando contra los hombres que querían hacer daño a su chica y
había algo terriblemente tonto y romántico en ello. Jugar a ser un héroe
siempre le había gustado. Y se le daba bien.
Asomó tras la hoja de metal y apuntó bien a la pierna para hacer caer a
su oponente sin disparos letales. Había dado esa orden a todos los que
habían depositado su confianza en él: no tirar a matar. Necesitaba eso para
sentirse tranquilo.
Se encontraba ya tras la última esquina, solo tenía que doblarla y se
encontraría a unos diez metros de la salida al patio. Sin embargo, justo ahí
había uno de los hombres de Harrington, vigilando precisamente por si a
alguien se le ocurría esa idea. Logan se agachó en silencio y apuntó al
brazo. Era una de las extremidades más difíciles de alcanzar pero la más
eficaz si quería inhabilitarlo sin matarle. Iba a disparar cuando el tipo se
giró y la linterna de su casco le apuntó directamente. «Mierda». Una lluvia
de balas cayó sobre él, que se resguardó tras el muro justo a tiempo.
—Tenemos un dos seis en la salida norte —oyó que exclamaba el tipo,
seguramente a través del transmisor.
No podía permitir que le atraparan tan cerca así que se asomó para lanzar
algunos tiros de advertencia y luego esperó a que su enemigo tuviera que
recargar para salir a toda velocidad y arrojarse sobre él.
Una pelea a puñetazos contra un tipo vestido con uniforme de asalto no
era nada sensato, pero era su única opción. Confiaba en que la instrucción
cuerpo a cuerpo de su rival no fuera muy buena y tuvo suerte, pues aunque
tras los primeros tres puñetazos empezaba a dudarlo, el rodillazo en el
estómago que le propinó no se lo esperaba. El hombre de Harrington se
quedó sin aliento, momento que aprovechó para quitarle las armas y hacerle
una llave en el cuello que le cortó el riego sanguíneo y lo dejó inconsciente.
—Lo siento, amigo, pero no puedo permitir que me detengas.
Acto seguido le sacó el casco, era un tipo muy joven. El transmisor debía
estar dentro, así que se lo puso un momento y habló.
—Situación controlada.
Nadie dijo nada. Tal vez había colado, quizá no, pero no podía quedarse
a comprobarlo. Agarró la recortada que su enemigo había dejado a medio
cargar y se la llevó junto a su fiel Glock, saliendo al exterior con cautela.
El patio estaba desierto. Avanzó deprisa rodeando el edificio por detrás y
saltó la verja en una zona llena de maleza y totalmente despejada. Luego
avanzó dando un rodeo para llegar a los coches. Los hombres de Harrington
se sentían seguros de sí mismos y nadie sabía que alguien había escapado
así que no le costó arrastrarse hasta el vehículo adecuado.
Lo había visto entrar, se sentaba en el asiento trasero. Probablemente el
coche estaba blindado así que su mejor opción era hacer salir a los
guardaespaldas. Disparó desde el suelo hacia adelante, pasado el morro del
Bentley, y la bala impactó en otro de los vehículos vacíos, varios metros por
delante. Al instante, las puertas del Bentley se abrieron y dos tipos de negro
salieron, avanzando hacia el lugar donde había sonado el disparo.
Era el momento. Muchas cosas podrían salir mal, pero era su única
oportunidad. Con rapidez, entró al coche, se sentó en el asiento delantero y
apuntó con el arma a Albert Harrington justo en la cara.
—Buenas noches, señor.
El hombre alzó las cejas y luego suspiró resignado.
—No me lo puedo creer. ¿Tú?
—Qué se le va a hacer.
—Ya no hay lealtad.
—Ya. Bueno, puede que yo sea un traidor, pero usted se lo merece. ¿De
verdad mató a los padres de esos niños? —Hizo la pregunta sin saber por
qué lo hacía, pero el suspiro hastiado de Harrington le molestó más que si
hubiera dicho que sí riéndose a carcajadas—. ¿Cómo ha podido?
—Son negocios, hijo. No te lo tomes tan a p…
No le dejó terminar. Estrelló el puño contra su rostro, sintiendo gran
satisfacción, y luego le agarró de las solapas, sacándolo a rastras del coche,
encañonado.
—¡Maldito cabrón!
—Pues esto no son negocios. Esto es personal.

***
Emma observaba asombrada el contenido de la caja. Viejos microfilms,
diskettes, discos duros, cd’s…
—¿Y ahora qué? —preguntó Patrick.
—Ahora hay que hacerlo público —dijo Barnes.
—¿Y cómo hacemos eso?
—Vamos a necesitar mucho equipo especial. Avisaré a Takeshi para…
—¿Para que vaya a buscarlo en medio de esta locura? ¿No oye los
disparos o qué? —resopló Patrick—. Vale, vale, lo he pillado. Me toca a mí,
¿no?
Se apartó para coger su chaqueta, pero entonces Philip se interpuso
sorprendiendo a todos.
—Podemos llevar los dispositivos a Harvard. Allí tenemos todo lo
necesario y nadie nos molestará. Y estos tipos no se atreverán a asaltar la
universidad.
Todos se miraron buscando la aprobación de los demás pero Liz parecía
a punto de llorar otra vez.
—No lo hagas… ya te has involucrado demasiado, no quiero que te
pongas en peligro de nuevo.
—No estará en peligro, te lo juro —dijo Patrick.
—Iremos con él —añadió Jen.
—¿Tú también vienes?
—No voy a dejarte solo.
Patrick pareció algo desconcertado por las palabras de Jen, que no eran
sardónicas ni condescendientes. Por una vez en la vida parecía querer decir
únicamente lo que había dicho.
—Jennifer, yo…
Ella hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia y luego
sonrió a Liz.
—Todo va a ir bien.
Emma suspiró y les vio marchar a los tres juntos con la caja. Cuando
salieron, dejó escapar el aire entre los labios y se sentó al lado de Liz, que
estaba llorando de nuevo. Barnes hizo lo mismo al otro lado y tomó la mano
de la chica.
—Elizabeth, lamento mucho todo esto. ¿Podrás perdonarme algún día?
—dijo el señor Barnes.
Liz no dijo nada, solo apoyó la cabeza en su hombro y se dejó consolar.
Emma miró con angustia y admiración a su amiga. Luego observó a Barnes.
«Su nombre es Akira Sato, quizá debería empezar a llamarle así», pensó.
Parecía tan cansado, tan herido…
Todo aquello le había hecho tanto daño como a ellos y aun así lo había
hecho. Entonces se dio cuenta. Igual que si de pronto hubiera salido el sol
tras una noche terrible, limpiando el mundo y el alma, su corazón estaba
tranquilo. Había perdonado al señor Barnes.
Alargó la mano y la puso sobre la de ambos mientras fuera de su refugio
resonaban los disparos.

***
Logan empujó a Harrington todo el camino. Lo hizo a propósito. Podía
haberle llevado sin más, hasta con amabilidad, pero no le daba la gana. Solo
quería maltratarlo. Le guio por el camino hacia la verja mientras obligaba a
todo hombre que encontraba a dejar el revolver en una alcantarilla que
pronto acabó atascada.
—Diga a sus hombres que cojan los coches y se vayan —dijo al oído de
Harrington.
—No voy a…
—Sí, lo va a hacer porque de lo contrario lo mataré aquí mismo. Y usted
no es de los que mueren por ponerse dignos, es de los que sobreviven para
vengarse.
Harrington volvió a hacer aquel gesto tan suyo, el suspiro de hartazgo, y
se dirigió a los cinco hombres de negro que se alineaban ante ellos,
desarmados.
—Largaos. Llamad a retirada y que se vaya todo el mundo. —Los tipos
dudaron—. Ahora.
Como si la palabra activara un resorte, los hombres de negro empezaron
a hablar a través de sus auriculares con micro y en cuestión de minutos, el
orfanato quedó desierto. Logan sintió que un peso abandonaba sus
hombros.
—Bueno, al fin solos —dijo, y siguió empujando a Harrington,
guiándole hacia el interior.
Hicieron el camino en silencio, pasando junto a las manchas de sangre y
los hombres que habían querido acompañar en aquella locura a Logan.
Milagrosamente, no había habido muertos. Subieron las escaleras sin que
Harrington preguntara nada; o no le interesaba o ya sabía dónde se dirigía.
Finalmente llegaron delante del despacho de Barnes y Logan le hizo
detenerse.
—Llame.
—¿Qué?
—Que llame a la puerta.
Harrington hizo lo que le decía.
Hubo ajetreo y conversaciones dentro hasta que finalmente, alguien
abrió. Era el mismísimo señor Barnes, que frunció el ceño al ver a su rival
allí, con la nariz manchada de sangre y despeinado, con una pistola en la
sien.
—¡Logan!
La voz de Emma le llegó como un rayo de luz.
—Estoy bien, Emma. Salid todos menos Barnes. Nosotros nos
quedamos.
—Pero…
—Hacedlo.
Emma y Liz salieron a toda prisa. Logan se preguntó dónde estaban los
demás pero no quiso decir nada aún. Entró y le hizo un gesto a Barnes para
que cerrase la puerta. Luego cacheó a Harrington y cuando le hubo quitado
su arma, le indicó que se sentara. Él hizo otro tanto y Barnes hizo lo mismo,
cauteloso, en su sillón.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Barnes.
—Esperar a la policía. Y mantenernos alejados de Emma. —No soltó la
pistola pero con la misma mano se sacó un cigarrillo de la chaqueta y lo
encendió—. Ustedes y yo vamos a pagar por nuestros actos y la vamos a
dejar tranquila. Ya le hemos hecho sufrir demasiado.
Harrington resopló como si todo aquello le pareciera una broma de mal
gusto pero Barnes se limitó a mirar a Logan con los dedos entrecruzados.
—Veo que hablaba en serio cuando vino a declararme sus intenciones —
le dijo.
—Yo siempre hablo en serio —replicó Logan.
Minutos después, las luces azules y rojas de la policía entraban a través
de la ventana del despacho, iluminándolo todo más que las velas. Logan se
sentía tranquilo, más tranquilo que nunca. Por primera vez en su vida estaba
seguro por completo de que hacía lo correcto. Sin matices. Sin daños
colaterales. Simplemente, lo correcto.
Capítulo 15
Dos semanas después

Sentados en el sofá de Liz, todos miraban el televisor casi sin pestañear.


Tras ellos, más allá del ventanal, caía una copiosa nevada que presagiaba
unas navidades blancas. Todo había vuelto a la normalidad, pero las
consecuencias de lo que había pasado apenas estaban comenzando a
despuntar. Durante aquel día, las noticias se habían dedicado casi en
exclusiva a desglosar las fechorías de la familia Harrington. Sus tentáculos
se extendían por todo el mundo y también lo hacían a través del tiempo.
Como Akira les había dicho, llevaban siglos dedicándose a sus turbios
negocios, marcando el destino de naciones enteras con sus decisiones,
provocando guerras y conflictos incluso si eso beneficiaba a sus intereses.
—En los documentos filtrados se han encontrado antiguos archivos que
vinculan a esta adinerada familia con la trata de esclavos y diversos
crímenes raciales en el siglo XVII —desglosaba el reportero de la Fox,
apeado frente a la torre Harrington, que estaba rodeada de periodistas—.
Asimismo, hay numerosas pruebas de su implicación en la presencia de
grupos paramilitares en países en vías de desarrollo. Harrington Enterprises
podría haber especulado tras provocar previamente varios conflictos
armados en diversos países del Tercer Mundo. Los documentos, filtrados
por un anónimo, se encuentran en poder de los federales en este momento…
—Qué fuerte… —dijo Jen, mirando el televisor fijamente. Tenía un
botellín de cerveza en la mano pero hacía rato que se le había olvidado.
—No han dicho nada de Barnes, ¿creéis que le implicarán? —preguntó
Liz preocupada.
—Takeshi dijo que está en el programa de protección de testigos —
respondió Patrick—. Supongo que no le procesarán hasta que termine la
investigación de Harrington, y viendo todo lo que hay por investigar, puede
que tarden un tiempo.
Emma suspiró con cierto alivio. Sabía que Akira tenía que responder
ante la justicia por sus propias faltas, pero lo que había conseguido era
suficiente para redimirle. A pesar de todo, no deseaba que el señor Barnes,
al que había considerado y seguía considerando un padre, acabase sus días
en una triste celda.
«Eso ya no está en nuestras manos», pensó con cierta amargura. «Hemos
hecho lo posible por solucionar las cosas y ahora hay un monstruo menos
suelto en el mundo...».
—Parece que Takeshi está llevando bien lo del orfanato —comentó
dejando de lado el tema del señor Barnes—. Es un buen hombre, ojalá le
hubiéramos conocido antes de todo este lío.
—Desde luego, es mejor que su padre —dijo Patrick—. Al menos no se
esconde como un villano de cómic en su despacho. Seguro que hace lo
mejor para todos esos críos.
—No seas tan duro… —replicó Liz. Estaba sentada junto a Philip, que la
tenía rodeada con un brazo en un gesto cálido. Después de lo ocurrido, las
cosas se habían afianzado entre ellos, Phil parecía más pendiente de Liz y el
tema de la paternidad había dejado de agobiarles. Unos días antes, su amiga
le hizo saber a Emma que habían decidido tomárselo con calma tras
hablarlo largo y tendido—. Takeshi ha sido educado por Akira, se parecen
mucho en realidad. A pesar de sus errores, el señor Barnes es un buen
padre.
—Sí, bueno, podemos decir que seguimos vivos, al menos —concedió
Patrick, dando un trago a su cerveza.
—Tampoco han hablado de… —Jen interrumpió la conversación y miró
a Emma con cautela, como si acabara de meter la pata.
—Podéis decir su nombre, no pasa nada —respondió ella con un suspiro.
—¿Sabes algo de él? —inquirió Jen con un tono suave.
Cada vez que se interesaban por él eran sumamente cuidadosos con
Emma. Sabían que el tema la afectaba, pero no quería que se convirtiera en
un tabú.
—No. Nada desde aquella noche… Es como si hubiera desaparecido de
la faz de la tierra —dijo Emma bajando la mirada. Apretó su botellín entre
los dedos.
Se hizo un incómodo silencio en el que solo el reportero de la Fox siguió
hablando, desglosando una serie de tramas de corrupción que parecían
inacabables. Fue Liz quien rompió el momento de mutismo, poniéndose en
pie y apagando el televisor.
—Ya está bien. Es hora de comer y de dejar atrás esta historia. Hay
mucho que celebrar.
—¡Oh, venga! —se quejó Patrick.
—Ahora venía lo interesante, iban a hablar de los políticos untados por
Harrington —añadió Jen.
—¡A callar! Philip ha hecho un pollo al curry buenísimo, así que todos a
la mesa —les regañó Liz.
—Cariño, tú siéntate. Nosotros pondremos la mesa y… —empezó a
decir Philip.
—Oye, Phil —le interrumpió Jen mientras se ponía en pie, estirándose
—, desde que casi te mata la mafia te has vuelto una lapa. Has pasado de un
extremo a otro.
—Ver a la parca de frente cambia mucho la manera de ver las cosas,
créeme —replicó él sin achantarse—. Cambia tus prioridades, para
empezar.
—Me alegro de escucharlo, empezaba a pensar que tenías alguna clase
de parafilia con los neutrones —bromeó Jen mientras se dirigían al salón.
—Pues yo voy a tomarle la palabra y me voy a sentar —dijo Liz
tomando posición en la mesa.
Emma les observó mientras ponían la mesa. Todo había terminado bien y
se sentía tranquila por sus hermanos. Al fin estaban a salvo, las heridas del
pasado podrían sanar y las cicatrices, algún día, dejarían de doler. Sin
embargo, no era feliz. Logan había desaparecido y no sabía si volvería a
verle. No pudo decirle lo que quería decirle aquella noche, ni siquiera pudo
despedirse. Al llegar la policía, él simplemente se había esfumado.
Y la vida seguía para todos, pero para ella era como si hubiera quedado
suspendida en ese último beso, en la última promesa que el único hombre a
quien jamás había amado le había hecho. Aceptar que tal vez no volvería a
verle estaba siendo un infierno, y a duras penas conseguía dejar de pensar
en él durante el día.
—¿Cómo va tu vida de soltero? —Liz, que había permanecido sentada
mientras todos ponían la mesa, se dirigió a Patrick cuando al fin se
sentaron. Los platos a rebosar olían deliciosamente a especias.
—Mejor de lo que esperaba —respondió él.
—Resulta que ser un adulto independiente y funcional es guay, ¿eh? —
dijo Jen dándole un codazo.
—La verdad es que sí. —Patrick se encogió de hombros, aceptando la
pulla con naturalidad.
Volvían a ser los de siempre. Linda dejó a Patrick, como pasaba con
todas sus novias, pero esta vez había algo distinto. Patrick no se había
lanzado a la búsqueda de una nueva mujer de la que aprovecharse. Emma se
preguntó si había reflexionado sobre su estilo de vida y decidido cambiarlo,
o si Jen tenía algo que ver en aquel cambio de actitud.
Lo que era evidente era que lo ocurrido les había cambiado a todos. Eran
más fuertes, estaban más unidos y una dolorosa puerta al pasado se había
cerrado al fin. Al mismo tiempo, seguían siendo los mismos y Emma pudo
comprobarlo mientras comían entre bromas, conversaciones animadas y
miradas cómplices. Seguían siendo una familia y nada en el mundo podría
cambiar eso.
La hermosa estampa de las calles nevadas no consoló sus agitadas
emociones al regreso a casa. Decidió no tomar un taxi e ir a pie, en un
intento porque el frío y la nieve despejaran su mente de pensamientos
tristes. Sentía una molesta sensación de vacío en el pecho. Sabía que
tampoco volvería a ver al señor Barnes con la misma certeza con la que
sabía que ese hueco jamás se llenaría. Las cosas estaban en su sitio al fin,
pero eso no le devolvería a sus padres. Había perdido demasiado durante su
vida, y ahora, saber que ni siquiera podría contar con el señor Barnes
cuando se sintiera mal, la hacía sentir más vacía. Volvía a perder a un padre,
a alguien que la hacía sentir segura cuando su vida estaba en suspensión.
«Ojalá pudiera hablar con él una última vez… Decirle que sé lo
profundamente arrepentido que está de las cosas que tuvo que hacer»,
reflexionó arrebujándose en su abrigo.
Como todos los padres en el mundo, el señor Barnes lo había hecho lo
mejor que había podido, a pesar de sus errores. Al final, siempre había
buscado lo mejor para todos, aunque sus métodos fueran los equivocados.
«¿Cómo voy a seguir adelante con mi vida ahora…?», se preguntó con
cierta desesperanza.
Sabía que lo haría. No estaba sola; tenía una familia, y contaba con ellos,
pero había vacíos que ellos no podían llenar. Fuera como fuera, Emma tenía
la convicción de que sobreviviría, cómo siempre lo había hecho.
Pero no imaginaba cómo.
La respuesta llegó sin que la esperase cuando dobló la esquina de su
calle. Allí, ante el portal nevado, Logan esperaba con un ramo de margaritas
en la mano. Emma pensó que estaba delirando, aún así, apretó el paso
ignorando el peligro de resbalar. Su corazón se aceleró al mismo tiempo que
lo hacían sus pasos yendo a su encuentro.
Al llegar a su altura, simplemente se arrojó contra él y le abrazó. Estaba
allí. Pudo sentir que el mundo se volvía más físico, más real, cuando Logan
cerró los brazos a su alrededor, estrechándola contra su cuerpo duro y
cálido. Sonriendo, Emma irguió la cabeza y le tocó la cara como si aún no
pudiera creer que estaba ahí.
—Dios mío… Logan…
—No esperaba este recibimiento —respondió él con su media sonrisa de
canalla, que no ocultó el brillo intenso y preocupado de sus ojos—. ¿No
estás enfadada?
Apenas le dejó acabar la frase. Emma le besó, pegándose a su cuerpo
con alivio.
—¡No! ¡Claro que no! —respondió al apartarse de su boca, por si no
había quedado claro—. Estaba preocupada… Pensé que te habrían detenido.
—Tuve que irme antes de que llegaran y solventar algunas cosas. No he
podido contactar antes por…
Emma le puso un dedo en la boca, haciéndole callar.
—Has cumplido todas tus promesas… —Logan asintió, silenciado por
su suave dedo—. Incluso la última. Me prometiste que habría un después.
Este es nuestro después, así que ahora tienes que escucharme. —El irlandés
volvió a asentir, mirándola con intensidad—. Empezaste con mal pie, y te
odié por ello… pero luego me demostraste que podía confiar en ti. Pusiste
tu vida en peligro, traicionaste al hombre al que le debías lealtad y si hemos
podido detenerle es gracias a ti y a esos amigos tuyos.
—Bueno, vosotros y…
—¡Shh! —le chistó, haciéndole callar—. No me dejaste hablar esa
noche, así que ahora tienes que escucharme. —Logan volvió a asentir en
silencio—. Quiero luchar por lo nuestro, Logan O’Reilly. Quiero al hombre
que sé que eres. Te quiero, y quiero que lo nuestro sea real.
Las palabras brotaron de sus labios sin contención. Las había estado
guardando desde aquella noche, le habían estado quemando el corazón cada
instante en que había pensado que no le volvería a ver. Al decirlas, la
angustia se tornó en calidez y se sintió libre y ligera entre sus brazos. Logan
la miraba con un brillo trémulo en los ojos, con la media sonrisa prendida
en sus labios.
—Te quiero —respondió él con un susurro.
Antes de que pudiera besarla, Emma se apartó y le agarró de la mano,
tirando de él al abrir la puerta. Le llevó a rastras hasta casa y solo dejó que
la besara cuando hubo cerrado tras ella.
—Tengo muchas cosas que contarte… —resolló Logan encadenando los
besos. Emma tiraba ya de las solapas de su abrigo para quitárselo—. Mucho
que explicarte…
—Ahora no, has esperado dos semanas… puede esperar una noche más
—replicó ella, tirando de él mientras le conducía hasta la habitación.
Se desnudaron sin palabras, entre los resuellos ahogados de sus
respiraciones y los chasquidos de los besos ansiosos. No hicieron falta más
palabras cuando cayeron las prendas y se enredaron entre caricias sobre la
cama. Todo el frío que había sentido aquellas días, el vacío que se llenaba
de la sensación gélida de la soledad, empezó a desaparecer en el corazón de
Emma. Aunque hubiera rincones de su alma que jamás se llenarían con
nada, las caricias de Logan, sus besos entregados y su mirada honesta la
consolaron como nada lo había hecho antes.
Confiaba en él. Al fin podía hacerlo. Había cumplido todas sus promesas
y ahora podía ver al hombre que era, una vez las mentiras habían sido
destruidas; un hombre capaz de arriesgar su propia vida por lo que era
correcto, capaz de valorar sus sentimientos hasta el punto de haberlos
elegido por encima de los deberes que había adquirido.
No habían comenzado de la mejor de las maneras, no, pero Logan había
luchado por ella como nadie lo había hecho y le había demostrado que el
amor que sentía por él no estaba cimentado en una mentira.
Hicieron el amor hasta el amanecer y antes de quedar dormida, hecha un
ovillo entre sus cálidos brazos, Emma supo que al fin había encontrado un
hogar al que pertenecer. Un hogar propio en el que vivir, al fin, plena y
segura.
Epílogo
Un año después

La primavera había llegado con todo su esplendor. Las flores y los


árboles alrededor de la plaza principal de Somerville daban fe de ello y
Emma no podía evitar quedarse mirándolos a medida que el vehículo
avanzaba.
—¿Es por el dinero?
Emma apartó la mirada del paisaje y la fijó en el conductor. Sonrió.
Logan se había dejado crecer el pelo y aún llevaba esa barba descuidada de
tres días que tanto le gustaba, por lo que ahora tenía aspecto de motero
sexy. Su perfil clásico era perfecto y sus ojos verdes brillaban más claros
que de costumbre debido al reflejo de la luz del sol.
—Las cosas van bien en el taller, no quiero que te preocupes por eso, ¿de
acuerdo? —insistió él.
—No, no es por eso, es solo que… me parece muy pronto para comprar
una casa. Tú estás bien ahora, pero yo sigo en paro y no es fácil.
—Vale, como quieras… Pero puedo hacerme cargo de los gastos si
cambias de idea.
Emma se alargó sobre el asiento para besarle en la mejilla.
—Lo sé. No te preocupes. Te lo haré saber.
—Estupendo. —Él la miró de reojo—. Somos un buen equipo, ¿no
crees? —dijo con media sonrisa.
Emma amaba esa media sonrisa. Siempre la había amado, pero ahora
podía hacerlo con total libertad. Sin miedo.
—Lo somos —afirmó sonriente.
Los últimos meses habían sido una locura. Tras el acuerdo al que Logan
había llegado con el FBI durante la investigación a Harrington, que aún
proseguía, él había quedado en libertad sin cargos a cambio de colaborar en
todo con la oficina federal, cosa que Logan hacía gustosamente. En las
películas, siempre que ocurría algo así, el colaborador se sentía presionado
y agobiado pero en el caso de Logan no había nada más lejos de la realidad.
Le gustaba ir a hablar con ellos, darles información e incluso se ofrecía a
realizar pequeñas misiones, aunque siempre le decían que no y le enviaban
a casa, diciéndole que no aceptaban voluntarios. Emma había acabado por
tomárselo a broma y le preguntaba si no le gustaría pertenecer al FBI.
Haber formado parte del Ejército Republicano Irlandés le había cerrado esa
puerta para siempre pero Emma creía que de no ser por aquella errada
decisión, ahora Logan podría haber encontrado una auténtica vocación en la
oficina federal.
Por lo demás, el irlandés había abierto un taller mecánico junto con
antiguos compañeros de su grupo paramilitar que querían dejar la mala
vida, y no les iba mal en absoluto. Todos tenían muchos conocimientos
sobre vehículos y muchas ganas de abrirse camino como individuos
productivos de la sociedad, sin actuar al margen de la ley. Cumplían
escrupulosamente el pago de sus impuestos y se comportaban, en suma,
como ciudadanos ejemplares.
—¿Por qué no aceptas la propuesta de Takeshi y le ayudas con el
orfanato? —preguntó Logan mientras tomaba la última rotonda—. Ya sabes
que te lo ha dicho un par de veces y si no insiste más es por no ser pesado,
pero le vendría bien la ayuda y tú tendrías un buen trabajo.
—Quizá lo haga… pero quiero quemar otros cartuchos antes.
Acababan de mencionarlo cuando la mole de ladrillo del orfanato
apareció ante ellos. Logan entró a través de la verja abierta y aparcó en el
área destinada a tal fin. Tras el tiroteo, Takeshi había invertido en remodelar
la fachada, reparar las ventanas y mejorar el sistema de seguridad. Los
Barnes, o mejor dicho, los Sato, nunca dejaban de estar alerta ante lo
imprevisto.
Bajaron del coche y se encontraron con Jen y Patrick que jugaban a
piedra papel o tijera.
—Estás haciendo trampas —exclamaba Jen.
—De eso nada, mira, se ve claramente que esto es papel, no piedra.
—¿Qué se va a ver? Tienes la mano así como arqueada, no lo acepto.
—¡Hola, chicos!
Jen corrió a abrazarla mientras que Logan y Patrick se saludaron con uno
de esos saludos absurdos que compartían últimamente. Había resultado que
los dos se llevaban de maravilla, quizá demasiado bien. Habían tenido
vivencias similares aunque Logan, con más experiencia vital, podía dar
consejos a Patrick y este los aceptaba, cosa curiosa ya que no los solía
aceptar de nadie. Además salían juntos con frecuencia a beber y ver
partidos de rugby.
—¿Dónde están Philip y Liz?
—A punto de llegar.
Dos minutos después, los dos aparecieron en un monovolumen negro,
bajaron y saludaron a todos con grandes abrazos. Luego, juntos, entraron en
el edificio. Allí les aguardaba Takeshi, que les saludó con las mismas
muestras de afecto. En los últimos tiempos habían tenido más relación y
estrechado lazos con su hermano. Era Takeshi quien les informaba también
sobre el paradero y estado de salud del antiguo señor Barnes, nombre que
ahora había heredado él.
—¿Estáis listos? —preguntó.
—Eso espero —dijo Philip inquieto.
—No lo he estado más en mi vida —dijo en cambio Liz. Tenía los ojos
brillantes. Emma se emocionó.
—Bien, venid y esperad aquí.
Takeshi les hizo pasar a una sala de espera. Jen y Patrick se sentaron
juntos, cuchicheando y contándose locuras, como siempre. Liz y Philip
estaban agarrados de la mano, muertos de nervios. Emma se sentó junto a
Logan y le tomó la mano a su vez. La sala de espera estaba decorada de
forma agradable, con dibujos infantiles por todas partes. Finalmente, la
puerta contigua se abrió y Takeshi apareció llevando de la mano a un niño y
una niña de ocho y diez años respectivamente. Los pequeños tenían el pelo
oscuro y la piel clara, rasgos similares y grandes ojos azules. Parecían
ligeramente desconfiados, a la expectativa. Los ojos de Liz se empañaron y
Philip se irguió, con la mirada teñida de emoción.
—Laura, Sam… os presento a mis hermanos —dijo Takeshi—. Ellos son
Jen y Liz, estos son Emma y Logan… y ellos son Philip y Liz, de quienes
ya os he hablado. ¿Les queréis saludar?
—No, gracias —dijo el niño educadamente.
Emma tuvo que contener una risa.
—Yo sí —dijo en cambio la niña acercándose a Philip y Liz. Les tendió
la mano tímidamente—. Encantada. Soy Laura. ¿Queréis ser nuestros
nuevos padres?
Liz y Philip no pudieron evitar que se les escaparan las lágrimas, pero
Takeshi intervino enseguida explicando a la niña que si ellos dos querían,
así sería.
—Pero tenéis que querer los dos. Sois hermanos y no os vamos a
separar. Los hermanos siempre están unidos.
Emma tomó aire despacio, mirando alrededor. «Los hermanos siempre
están unidos», se dijo observando a Liz y Philip, sonrientes, con los ojos
llenos de lágrimas, estrechando la mano del niño y la niña; a Takeshi, que
mediaba con una excelente vocación mientras niños y adultos se conocían;
a Jen y Patrick, que hacían manitas de forma disimulada mientras fingían
jugar a alguno de sus estúpidos juegos…
Apretó la mano de Logan entre sus dedos y le miró, hundiéndose en
aquellos ojos verdes que le habían descubierto quién era ella realmente.
Pasara lo que pasase en su futuro, ella nunca estaría sola. Tenía a su familia.
A toda su familia.

FIN

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