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Jack Gilbert
Antología (1962-2012)
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Impugnación de la poesía
a Robert Duncan
Para Gianna
I
Al principio
había seis dragones marrones
que se llamaban
Sal, Sal, Sal, Sal,
Bafflebar
y Kenneth Rexroth.
II
Lo eran todo y eran idénticos y sin forma.
Como lo eran todo, vivían, por necesidad,
uno adentro del otro.
Como no tenían forma eran, por necesidad,
aburridos.
III
Entonces el cuarto dragón,
que se llamaba Sal,
se murió,
o se aburrió
y paró.
Entonces llegó al mundo la angustia.
IV
Lo cual le molestó tanto al primer dragón
que hizo un ovillo con el cuerpo para hacer lugar
y lo llenó de olmos
y de paradiclorobenceno
y de lunas
y de peces llamados humuhumunukunukuapua’a.
V
Pero nada conservaba la frescura.
Los olmos aburrían al invierno.
Las lunas se hundían sin parar.
Los humuhumunukunukuapua’a flotaban panza arriba en la pecera.
Y el olor del paradiclorobenceno no se iba nunca.
VI
Así que el segundo dragón y el sexto
decidieron ayudar
y mostrar cómo había que hacer las cosas.
Pero por algún motivo todas salían varones y mujeres.
Y el mundo estaba en graves problemas.
VII
Alarmados, los dragones pararon.
Pero era demasiado tarde.
En todo el mundo, los hombres hablaban sobre los olmos.
O hacían cálculos sobre la luna.
O escribían canciones sobre los humuhumunukunukuapua’a.
Y las mujeres estaban ahí sentadas, repitiendo sin parar lo absolutamente insoportable que les
resultaba el olor del paradiclorobenceno.
Estuve demasiado
cómodo con los árboles.
Demasiado a gusto con las montañas.
La alegría era costumbre.
Ahora
de repente
esta lluvia.
Músico de provincia
No fue impaciencia.
Por supuesto que Orfeo
era impaciente, pero no era un chico.
No fue impaciencia,
fue desesperación. Estaba todo mal
desde el principio.
Desde el principio.
Desde la primera risa.
Fue un infierno. No fue una fábula
sobre el dolor mecánico,
sino algo importante que se volvió banal.
Y, por eso, el permiso.
Ella había vivido ya bastante
siempre de diversión en diversión.
Concedido, por eso.
No fue impaciencia,
sino que le vieran por lo menos la cara
de pérdida reciente
para siempre. Un paisaje.
No fue impaciencia.
Se dio vuelta por desesperación.
Y, a lo lejos, llegó a verle la espalda.
Orfeo en Greenwich Village
¿Y si Orfeo, confiado
en la difícil
destreza conquistada,
bajara a los infiernos?
¿Dejando atrás la luz, su limpidez?
¿Y, enseguida,
rodeado de alimañas,
advirtiera, de pronto,
no más sacar la lira,
que no tienen orejas?
Antes de que se haga de mañana en Perugia
(a la manera de Waley)
Llegaban extenuados
cada mes de la caleta.
Las luces del océano detrás.
Cada vez, quizá un mundo.
Para Michiko