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DESACIERTOS FRECUENTES EN

LA EVALUACIÓN DEL APRENDIZAJE

Los “errores” evaluativos implican y tienen que ver con todos aspectos del
proceso de enseñanza y se refieren así a por qué y para qué se evalúa, a quién
evalúa, a cómo se evalúa, a para quién se evalúa, a cuándo se evalúa, a qué
se evalúa, a a quién se evalúa, a con qué criterios se evalúa, a cómo se evalúa
la evaluación misma, etc. Algunos desaciertos consisten en sobredimensionar
algún aspecto negativizándolo, el cual, planteado en su justa medida es
positivo.

Por ejemplo, valorar los conocimientos no es un error, pero sí lo es valorarlos


exclusivamente, y sin tener en cuenta su naturaleza, su importancia, su interés,
su adecuación, su coordinación con el resto, etc. Otros, por el contrario,
descuidan funciones que son consustanciales a la educación. No se desarrolla,
por ejemplo, una evaluación democrática en la que tanto el proceso como el
manejo de la información resultante sea responsabilidad de todos los sujetos
de la experiencia educativa.

Se evalúa exclusivamente al estudiante.

En esto sí el estudiante es protagonista. Se le examina con una temporalidad


determinada, se le proporciona unos resultados prácticamente inapelables y se
le considera el único responsable de los mismos. No hay currículo que no
considere como algo muy importante la evaluación del estudiante, pero los
argumentos que tratan de avalar esa ineludible necesidad no se aplican a
ninguno de los otros elementos del currículo, tan importantes como el
estudiante.

La calificación que obtiene el estudiante es solamente el resultado de su


capacidad y de sus esfuerzos. Por eso, en caso de que fracase es él quien
paga las “consecuencias”. Además, solo él debe cambiar, mejorar y todo lo
demás puede seguir como está. Se tiene como criterio referencia fáctico la
consecución de ciertos conocimientos mínimos, que el profesor comprueba
según sus particulares criterios. Se establece una gama de puntuaciones a
partir de la comparación con el resto de estudiantes, lo cual es bastante
discutible porque ¿qué es lo que se ha comparado para colocar a los
estudiantes en ciertos niveles tan rígidos? No se sabe si se comparan las
capacidades, los esfuerzos realizados, los conocimientos adquiridos o… la
suerte que ha tenido.

Esto constituye una gran injusticia, no solo por la arbitrariedad de la asignación


de calificativos sino por la desigualdad radical de condiciones naturales y
contextuales entre los estudiantes. Comparar los resultados utilizando los
mismos raseros a partir de situaciones desiguales es una manera evaluativa
muy injusta con aires de aparente justicia.

Se evalúa sólo el caudal de conocimientos.

El proceso de enseñanza se realiza sobre un cuerpo de conocimientos más o


manos estructurado. Limitarse a la evaluación del conocimiento es un
reduccionismo escandaloso. Existen otros logros importantes que no se
contemplan, tales como las actitudes, las destrezas, los hábitos, los valores,
etc. El hecho de adquirir un abundante caudal de conocimientos, sobre todo en
la educación básica, nunca indica una formación auténtica. Pero sucede
también que la evaluación de los otros factores no es fácil y, además, muchos
profesores ni siquiera tienen conciencia de ellos o no conocen las formas de
llegar a ellos.

Únicamente se evalúan los resultados.

Pero se sabe que también deben evaluarse los presupuestos de que se parte,
las estrategias utilizadas, los procesos que se desencadenan, los ritmos de
logros, la proporción de rendimiento/esfuerzo, etc. No sólo importa qué se ha
conseguido sino también, y no es menos importante, cómo, a qué precio, con
qué ritmo, con qué medios, con cuántos esfuerzos, a qué costa, para qué fines,
etc. Por eso, el analizar solamente los resultados es una acción parcial y que
está acompañada de imprecisiones y tergiversaciones.

Sólo se tienen en cuenta los resultados directos, pretendidos sin considerar la


evaluación de los efectos colaterales, secundarios, imprevistos que siempre
están presentes y en ocasiones son más importantes que los resultados
esperados. La pretensión de que los estudiantes adquieran imperiosamente un
elevado nivel de conocimientos llega a ocasionar aversión hacia el estudio. La
evaluación debe tener en cuenta tanto los resultados buscados como los que
se hayan provocado a lo largo el proceso.

Solamente se evalúan aquellos efectos observables.

Hay importantes efectos que no son directamente observables y que pasan


inadvertidas al evaluador. Algunos creen que no es posible evaluarlos pero
olvidan que lo no observable no equivale a inexistente o a irrelevante y, menos
aún, a no evaluable. Incluso se sostiene que la mayoría de los aprendizajes
dentro de una institución educativa no están presentes en el currículo explícito.
Por eso no se puede olvidar el “iceberg curricular” cuya mayor parte está
oculta, no muy reconocible “a simple vista”, pero que debe evaluarse.

Se evalúa sólo lo que está mal, el aspecto negativo.

Habitualmente la evaluación está regida por la realización de correcciones, por


la búsqueda de lo erróneo, deviene así en negativista y parcializante. Sin
embargo, lo que se requiere es un tratamiento holístico de los fenómenos y de
los resultados. Se está mucho más atento a los errores que a los aciertos, a
descubrir y describir problemas y deficiencias que a resaltar valores y logros.
Parece así que existe más facilidad y voluntad de describir la tensión que la
calma, de resaltar el error y no el acierto.

Sólo se evalúa a las personas.

Se somete a los estudiantes a una evaluación conclusiva, sin tener en cuenta


las condiciones, los medios, los tiempos, los contextos. Se está soslayando que
no sólo los individuos son responsables del proceso y sus resultados sino
también lo son los medios con que se cuenta, las condiciones en que se trabaja
y los márgenes de autonomía real que posee el evaluador. Son aspectos que
deben ser tenidos en cuenta en toda evaluación.

Se evalúa en forma descontextualizada.

Pretender valorar la actuación del estudiante sólo desde la óptica y los códigos
del evaluador, sin considerar el contexto, es vaciar el proceso. Encasillarse en
una plantilla elaborada por el evaluador, con unos criterios genéricos es no
entender todo lo que sucede en el aula y en la institución. Así una calificación
sobresaliente puede no serlo en un contexto diferente, una experiencia
pedagógica “modélica” puede ser valorada como negativa en otro contexto, etc.
Si en aras de una pretendida objetividad se utilizan instrumentos válidos y
fiables técnicamente, pero que no tienen en cuenta la realidad viva, compleja y
dinámica, al final solo se conseguirán datos e información desprovistos de
algún significado real. La optimización del proceso solo es posible
considerando sus peculiaridades específicas.

La evaluación es exclusivamente cuantitativa.

Cuando se realiza la fase de calificación se pretende atribuir cifras a realidades


complejas, entonces el evaluador se encuentra con una serie de obstáculos y
“trampas”. Sea cualquiera la escala que se utilice se acepta sin discusión que,
por ejemplo, es dogmáticamente cierto un aprobado es distinto que un
desaprobado, que un 11 es inferior a un 17, que de 10 hacia abajo todos son
“malos”, etc. Pareciera así que todo está claro y preciso, pero no es así. El
peligro de la evaluación cuantitativa no es solo la imprecisión sino, sobre todo,
su apariencia de rigurosidad. La asignación de números de una manera
mecánica, que es común en los procedimientos cuantitativos, no garantiza la
objetividad pretendida. Su aparente objetividad genera tal conformismo entre
los estudiantes y los profesores, que desvaloriza la realización de preguntas
más hondas y relevantes.

La puntuación aparenta un lenguaje claro, pero es engañosamente claro,


porque incluso el profesor se siente “seguro” al colocar la nota de la prueba
corregida con un fórmula matemática, coloca el número exacto, con decimales
de gran aproximación y, además, establece con seguridad y claridad y
matemáticamente la línea divisoria entre malo/bueno, aprobado/desaprobado,
apto/no apto, continúa/no continúa. Sin embargo, esa objetividad tiene el
problema que su “claridad” impide ver cuestiones más importantes, tales como:
¿cómo aprende el estudiante? ¿cómo relaciona lo aprendido? ¿cómo incorpora
los nuevos conocimientos a los que ya posee? ¿para qué le sirve lo aprendido?
¿ha disfrutado aprendiendo? ¿estudiaría “todo eso” por su cuenta? ¿tiene
ganas der aprender más cuando concluyen los exámenes?

Se utilizan instrumentos inadecuados.

Con frecuencia un instrumento de evaluación “objetivo” está cargado de mucha


subjetividad y arbitrariedad. Así, por ejemplo, se tiene que es bastante ambiguo
puesto que no considera importantes aspectos como: ¿lo que está en la
planificación como contenido mínimo es lo realmente valioso, importante e
interesante? ¿lo seleccionado para la prueba es significativo para lo que el
estudiante tenía que aprender? ¿las preguntas del profesor son exactamente lo
que quiere saber sobre lo que ha aprendido el estudiante? ¿lo que el
estudiante lee es lo que el profesor ha querido preguntar? ¿lo que responde es
exactamente aquello que sabe sobre el asunto? ¿lo que interpreta el profesor
es lo que realmente el estudiante ha expresado? ¿la valoración corresponde a
lo que el profesor entiende que ha expresado el estudiante?.

Ese tipo de pruebas no mejora el aprendizaje porque el estudiante sólo presta


atención al mejor modo de contestar en próximas ocasiones. Con frecuencia se
prefiere la aplicación de estas pruebas objetivas considerando que son “justas”
porque “miden” a todos por igual, pero no se tiene en cuenta que es una gran
arbitrariedad el querer “medir” de la misma forma a personas que son
radicalmente diferentes. Por ejemplo, un estudiante tímido no desearía una
entrevista o examen oral y quien no se expresa bien por escrito preferiría la
entrevista. La naturaleza misma de la prueba lleva en sí un componente
sesgado de valoración, independientemente del tipo de contenido y su forma
de presentarlo.

Se evalúa sin coherencia con el proceso de enseñanza aprendizaje.

Es clásico aquello de que “se evalúa como se enseña y se enseña como se


evalúa”. Sin embargo, se estudia sólo para la evaluación y por eso este
proceso dirige el aprendizaje, aun siendo así los estudiantes lo hacen sólo para
el examen, en función de ese momento y “de forma” que les permita enfrentarlo
con garantía de éxito. Entonces, si el examen es de tipo V/F estudiará en forma
distinta que si se trata de una prueba de ensayo o en una que le pide un diseño
creativo. Más aún, tratarán de acomodarse a las expectativas del profesor, a
sus códigos personales.

Se establece una gran incoherencia cuando se quiere alcanzar un aprendizaje


por comprensión pero se aplica una prueba de carácter memorístico, rígido y
repetitivo. Se viene aceptando, de hecho, que una enseñanza basada en la
explicación debe terminar en algún examen escrito, que el trabajo grupal
concluye con la evaluación individual. Pero sucede en realidad que se aspira a
un proceso de enseñanza aprendizaje para el desarrollo integral, pero acaba
con una evaluación exclusivamente preocupada en considerar el caudal de los
conocimientos adquiridos.
Se evalúa competitivamente.

El verdadero significado del proceso educativo radica en el análisis de todos


los elementos que lo integran y no en la contrastación, comparación y
competencia de unos con otros. En la evaluación habitual del estudiante se
suele priorizar la comparación y la competencia. Para la mayoría de profesores
y estudiantes únicamente importa el “cuánto” (en comparación con los otros) se
“saca” y el tener que estar “por encima de” (los compañeros). Siendo así el
carácter de la evaluación se transforma en una velada contienda en la que sus
puntos de referencia son “saber menos que …” o “saber más que …” y, por
supiesto, se es “el mejor” solamente por haber obtenido más puntaje que otros.
Se establecen comparaciones arbitrarias que en nada consideran a las
condiciones, los medios y las personas.

Se justifica la comparación aduciendo que sirve de estímulo y de emulación.


Entonces se trabaja con “émulos” con los que hay que medirse y el éxito
consiste sólo en aventajarlos, desviando así la atención del verdadero
aprendizaje. Se piensa que el “ganador” se siente satisfecho y el “perdedor”
estimulado, pero, en realidad, el primero se siente falsamente orgulloso y el
segundo humillado, con todo lo que esto implica.

Se evalúa estereotipadamente.

Los profesores repiten una y otra vez sus esquemas de evaluación y cada año
los estudiantes se preocupan por saber la costumbre evaluadora del profdesor.
El profesor repite reiteradamente su esquema y ni siquiera intuiye que puede
negocias con los estudiantes sus planteamientos evaluativos. De hecho, nunca
evalúa sus propios mecanismos de evaluación y si piensa en ello sólo es para
confirmar sus estereotipos. Por otra parte, los profesores evalúan cada uno de
forma personal y diferente, sin noción de equipo. Entonces sucede que, por
ejemplo, en una clase que lleva cinco asignaturas el estudiante tendrá que
“someterse” a cinco formas y estilos diferentes de evaluación. Sin embargo,
cada profesor, tal vez por comodidad, evalúa de manera idéntica las diferentes
asignaturas que debe desarrollar.

No se tiene en cuenta el aspecto ético del proceso.

Además delos problemas técnicos, se presenta al evaluador una serie de


conflictos éticos, que de no tenerlos en cuenta la evaluación puede convertirse
en un instrumento de opresión. Porque es necesario preguntarse curiosamente
¿qué pasaría en el aula si al profesor le quitaran su “arma” de evaluación?
Pensemos en todas las connotaciones que llevaría aparejada esta situación. Es
notorio que cuando el proceso educativo descansa sólo sobre los resultados
evaluativos se corre el riesgo de manipulación y sometimiento del estudiante.
Entonces, el punto crítico no es el aprendizaje sino la evaluación y cuando es el
profesor quien lo decide todo respecto a ese momento, todo el poder está en
sus manos. Si no asume adecuadamente esta responsabilidad, la evaluación
puede llegar a ser un instrumento de control, de amenaza y de venganza
respecto, sobre todo, a algunos estudiantes que pueden haber sido críticos,
discrepantes o indisciplinados.
Se prescinde de la autoevaluación.

La autoevaluación es un proceso de autocrítica que genera hábitos de reflexión


sobre la propia realidad. Los estudiantes pueden y deben practicarla y el
profesor debe proporcionarles los instrumentos que precisan para ello. En la
autoevaluación el estudiante lleva a cabo, en mayor o menor grado, reflexiones
y análisis sobre su propio aprendizaje y materializa el resultado de eso, como
sujeto activo del proceso, en una parcela de sus calificaciones. Pero sucede
que con frecuencia el profesor actúa con reticencias en este sentido, aduciendo
que el estudiante no se va a calificar con criterios justos, sea por falta de
objetividad o por carencia de referencias exteriores que le sirvan de contraste.

Al respecto, se dan situaciones paradójicas como aquella en la que en una


institución educativa los profesores se resisten a practicar la autoevaluación
considerando que los estudiantes “eran demasiado pequeños y no tenían
capacidad para ello”. Pero, al mismo tiempo, en una universidad los profesores
argumentaban que la autoevaluación “no era posible en el ámbito universitario
porque los estudiantes no tenían experiencia de haberla practicado en los
niveles inferiores” En realidad, cuando los profesores utilizan estas excusas,
son ellos los que no están en condiciones de realizar esta experiencia. El
hecho de no asumirla tampoco se justifica por el número de estudiantes, la
condiciones de trabajo el tiempo con que se cuenta para llevarla a cabo,
porque tampoco se puede afirmar con seguridad que con un menor número de
estudiantes y mejores condiciones será factible llevarla a cabo.

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