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GERARDO ENRIQUE ARENAS PERIS

Fuego, ceniza

A Alejandro.

Fernando y Luis caminaban -no muy distraídamente- por la Costanera; era el


tercer día que pasaban en Buenos Aires y su suerte con las mujeres era nula. El
viernes estaba nublado y corría un viento húmedo que amarronaba más el río.
Luis caminaba con las manos en los bolsillos y Fernando, frotándose los
hombros con energía, se arrepentía por haber dejando el pullover en el hotel.
Los carritos estaban semivacíos, y en la calle sólo había algunos pescadores,
elemento esencial de la escenografía.
Un restaurante con luces amarillas y mucha madera clara los invitó a entrar.
Adentro no hacía tanto frío, y al menos cesaba la insistencia del viento. Se
sentaron frente a la barra, debajo de la única estufa de gas encendida. Fernando
pidió al mozo una cerveza y dos vasos, seguro de la aprobación de Luis; cada
tanto, casi rítmicamente, con un cierto aire ritual, estiraba las manos en busca
del calor de la estufa. Las luces de mercurio no estaban completamente
brillantes aún, y Luis las veía juguetear sobre el largo, mezclarse y pulverizarse
como un caleidoscopio asimétrico y monocromático.
Para Fernando, ésta era su primera estadía en Buenos Aires; es más, debo
confesar que era la primera vez que atravesaba la frontera uruguaya. Luis, en
cambio, había perdido el asombro mucho tiempo atrás, aunque una vez él
también había sido Fernando.
Cuando terminaron de beber decidieron seguir caminando un poco más. Una
pequeña franja de cielo se había anaranjado y el río, del otro lado, volvía a
parecer azul. Caminaron apurados por el frío. Al pasar ante la entrada de la
Ciudad Universitaria oyeron un lejano rumor musical mezclado, posiblemente,
con perfume de mujer. Y entraron. Desde la plata de estacionamiento vieron el
perfil de la capilla en construcción al lado de un gran grupo de jóvenes con un
núcleo de fuego. Ponchos, guitarras y tres fogones montados sobre ladrillos y
alineados en dirección a la capilla. Todos los estudiantes cantaban una misma
canción pero en varios tonos disonantes entre sí.
Luis y Fernando se sonrieron uno al otro y entraron en la ronda, sin saludar a
nadie, disfrutando de esa pequeña exterioridad que los coloreaba. Las amapolas
más bellas para cada uno de ellos fueron divisadas casi inmediatamente, y se
notificaron recíprocamente de la elección realizada. Luis tomó la iniciativa; se
paró y, luego de dar unas vueltas disimuladoras, se sentó al lado de su
preferida. Fernando, mientras tanto, le dijo al muchacho que tenía a su derecha,
que se llamaba Fernando y vos, Pablo, estoy de vacaciones, de dónde sos, y la
conversación siguió su rumbo prestablecido.
Sin perder el tiempo, Luis se presentó a Carolina; le dijo que era uruguayo,
estudiante de Biología y que estaba de vacaciones por una semana. Carolina le
sirvió un mate muy lavado y enlozado, y le dijo que estudiaba computación,
que tenía frío, y que estaba saliendo con Jorge, aquél flaco de barba sentado del
otro lado de la línea de fuego; del otro lado de la línea de fuego. Luis lo miró y,
al volver sus ojos a los de Carolina, ella los recibió con una sonrisa de
bienvenida. Cuando le tomó la mano y vio que llevaba una delgada alianza de
plata, volvió a mirar a Jorge, fantasma tras el humo, y ya no lo miró más, había
cumplido su función.
Pablo le dijo a Fernando que el nombre de la petisa morena sentada junto al
guitarrista pelirrojo era Sandra, le habló de la reunión en lo de Tavo, y
Fernando anotó una dirección en su agenda.
La noche cayó tranquilamente, como un sueño marino, dejándose llevar por
las agujas del reloj. El viento se hizo brisa y el fuego, ceniza.
La habitación del hotel tenía dos camas de hierro con una mesa de luz entre
ambas, y otra mesa, inexplicablemente pequeña e inútil, en el medio de un
amplio espacio vacío. Recuerdo que la mesita era elíptica, con cuatro patas
curvadas hacia adentro, y entre ellas, a media altura, tenía una tablita
rectangular sobre la cual reposaban dos o tres revistas sin tapas y muy gastadas
por un uso que correspondía a otra época. El piso de madera crujía bajo los pies
de Fernando, que caminaba del guardarropas al espejo mientras se vestía. Luis
terminó de bañarse, encendió una lamparita sin velador que colgaba muy lejos
del techo, y una blanca opacidad vaporosa comenzó a invadirlo todo; se peinó,
pero sin usar el espejo, se vistió y esperó que Fernando acabara de perfumarse.
Las luces de neón de los carteles daban al cuadro un rítmico colorido.
Caminaron hasta Bernardo de Irigoyen para tomar un taxi. El aspecto de
Constitución bajo la lluvia les pareció aún más trágico.
Güemes al cuatromil trescientos, por favor.
En el centro había mucho movimiento y el obelisco se alzaba como el eje de
una calesita gigantesca y sin sortija. Las diez de la noche giraban a su alrededor,
danzando entre los paraguas y moviendo todos los hilos. El limpiaparabrisas
del taxi no daba abasto y el conductor protestaba a menudo, mirando el espejo
retrovisor para encontrar respuesta. Los uruguayos charlaban acerca del éxito
que tendrían esa noche con las dos muchachas argentinas.
Las fantasías de Fernando resbalaban lastimosamente por la piel de Luis, por
la costumbrada piel de Luis, que prefirió callarse y ver las gotas que se
deslizaban por la ventanilla.
Al llegar, ya no llovía tanto. El edificio no parecía muy nuevo, y tenía una
entrada decididamente espantosa. Luis buscó el 6°B en el portero eléctrico,
llamó y abrieron la puerta sin contestar. En el ascensor, Fernando se volvió a
peinar y ambos se dieron un cómplice apretón de manos, mientras la música se
hacía cada vez más nítida.
Cuando Sandra abrió la puerta Fernando se quedó helado, sin saber qué
hacer ni qué decir. Entonces Luis saludó a Sandra como si fueron viejos amigos
y le presentó a Fernando. Esta vez fue Sandra la sorprendida. Una vez adentro,
Luis se alejó y Fernando no tuvo otro remedio que quedarse con Sandra.
La mirada de Luis buscó inútilmente la figura de Carolina y, como no la
hallara, se integró a un grupo que charlaba de pie ante la puerta de la cocina.
Fernando y Sandra pasaron por entre algunas personas que jugaban,
sentadas en círculo sobre el suelo de la sala, y llegaron a la habitación de Tavo.

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