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Sexto bloque de cuentos, Lengua I, 2021

La intrusa
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia
mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien
la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y
la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a
contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más
prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y
divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me
engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con
probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar
algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia
de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres
y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica
de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de
ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y
otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad.
En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol
pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que
nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía
a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro
pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho.
Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de
avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos
nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de
bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse
con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el
corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por
no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado
por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba
solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de
Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La
mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,
usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no
sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que
era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que
discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo,
estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una
mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban
enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó
por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la
había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se
acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa
con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había
dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la
patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió
después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era
una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas
casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual
por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el
palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro
estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a
mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana
iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos
habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño
entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían
compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los
domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén,
vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué;
aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
La mujer que llegaba a las seis
Gabriel García Márquez (Colombia, 1927-2014)

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.


Acababan de dar las seis y el hombre sabía que solo a las seis y media
empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era
su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una
mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta
silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
—Hola reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro
extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la
mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y
rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló
desde el otro extremo del mostrador.
— ¿Qué quieres hoy? —dijo.
—Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.
Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador,
con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José
advirtiera el cigarrillo sin encender.
—No me había dado cuenta —dijo José.
—Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y
olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La
mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y
velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de
vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño
floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la
cabeza, ya con la brasa en los labios.
—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
—Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para
pagarte.
—No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el
almuerzo.
La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía
con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a
través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una
melancolía hastiada y vulgar.
—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
—Todavía no tengo plata —dijo la mujer.
—Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo
José.
—Hoy es distinto —dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
—Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis,
entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo
algo bueno. La única diferencia es esa, que hoy no dices que tienes un hambre de
perro, sino que el día es distinto.
—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado
del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres
segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos—.
Es verdad, José, hoy es distinto —dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con
palabras cortas, apasionadas—. Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José.
El hombre miró el reloj.
—Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.
—No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto
para las seis.
—Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de
darlas.
—Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.
José se dirigió hacia donde ella estaba.
Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de
uno de sus párpados.
—Sóplame aquí —dijo.
La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida
por una nube de tristeza y cansancio.
—Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se
han tomado un litro entre dos.
—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.
—Ah; entonces ahora me explico —dijo José.
—Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar
aquí.
El hombre se encogió de hombros.
—Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de
todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
—Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador,
sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo:
—Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí —volvió
a mirar el reloj y rectificó—: Qué digo; ya tengo veinte minutos.
—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo
para verte contenta.
Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador,
removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba
en su papel.
—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia
donde estaba la mujer.
— ¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.
La mujer lo miró con frialdad.
— ¿Síiii…? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un
millón de pesos?
—No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo
daño el almuerzo.
—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es
que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las
botellas del armario. Habló sin volver la cara.
—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te
vayas a acostar.
—No tengo hambre —dijo la mujer.
Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad
atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una
quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la
mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
— ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
—Es verdad —dijo José, en seco, sin mirarla.
— ¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.
— ¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin
mirarla.
—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
—Ya lo había olvidado —dijo José.
—Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.
—Sí —dijo José.
Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios,
todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el
busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua
antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
— ¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
Y solo entonces José volvió a mirarla:
—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo. Luego caminó hacia donde
ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el
mostrador, delante de ella; mirándola a los ojos, dijo:
—Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con
atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un
breve silencio, desconcertada. Y después rió estrepitosamente.
—Estás celoso, José. Qué rico, ¡estás celoso!
José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le
habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos.
Dijo:
—Esta tarde no entiendes nada, reina.
Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:
—La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de expresión.
—Entonces no —dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la
mirada, a un tiempo acongojada y desafiante—. Entonces, no estás celoso.
—En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.
Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
— ¿Entonces? —dijo la mujer.
—Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.
— ¿Qué? —dijo la mujer.
—Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.
— ¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
—Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fue contigo.
—Es lo mismo —dijo la mujer.
La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz
baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del
hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
—Todo eso es verdad —dijo José.
—Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del
hombre. Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a
un hombre?
—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
— ¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un
hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca
me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando
conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José!
¡Me das miedo!
José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la
mujer se echó a reír, se sintió defraudado.
—Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de
comer nada.
Pero la mujer, ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa,
apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla
otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo
opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio.
Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando
dijo: “¿Es verdad que me quieres, Pepillo?”
—José —dijo.
El hombre no la miró.
— ¡José!
—Vete a dormir —dijo José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se
te serene la borrachera.
—En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.
—Entonces te has vuelto bruta —dijo José.
—Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.
El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
— ¡Acércate!
El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió
fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
—Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.
— ¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el
cabello.
—Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.
—Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo
José.
La mujer lo soltó.
— ¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando
con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José. El
hombre no respondió nada; sonrió.
—Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?
—Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
—A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.
José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima
del mostrador.
—Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —
dijo.
—No se saca nada con eso —dijo José.
—Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin
preguntártelo dos veces.
José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir.
La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de
su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los
primeros parroquianos.
— ¿Por mí dirías una mentira, José? —dijo—. En serio.
Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea
tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un
oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando
apenas un cálido vestigio de pavor.
— ¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José.
Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La
mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía
difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.
—Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.
La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
—En nada —dijo—. Solo estaba hablando por entretenerme.
Luego volvió a mirarlo.
— ¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
—Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.
—No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
— ¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que
no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te
doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
—Gracias, José —dijo la mujer—. Pero no es por eso. Es que ya no
podré acostarme con nadie.
—Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José.
Empezaba a parecer impaciente.
—No enredo nada —dijo la mujer.
Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
—Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo
que no volveré a acostarme con nadie.
— ¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.
—Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Solo hace un momento me di cuenta
de que eso es una porquería.
José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin
mirarla. Dijo:
—Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte
cuenta.
—Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero solo hace un rato
acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio
concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en
la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura
harina otoñal.
— ¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre
porque después de haber estado con él siente asco de ese y de todos los que han
estado con ella?
—No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la
voz.
—¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose,
porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente
que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
—Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—.
No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta,
apasionada.
— ¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y
corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
—Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.
— ¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el
hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco
que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es
dándole una cuchillada por debajo?
—Esto es una barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo
que tú dices.
—Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace?
Suponte que lo hace.
—De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador,
sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.
La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
—Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada.
Lo agarró con fuerza por la manga.
—Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
—Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.
— ¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó entonces una mirada tibia y complaciente.
—Casi, casi —dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una
comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer
siguió seria; lo soltó.
— ¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.
—Depende —dijo José.
— ¿Depende de qué? —dijo la mujer.
—Depende de la mujer —dijo José.
—Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar
con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
—Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y
media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a
llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza,
mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la
silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los
movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que
ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz
untuosa de mansedumbre.
— ¡José!
El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la
miró para escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando
una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una
mirada de juguete.
—Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.
—Si —dijo José—. Lo que no me has dicho es para dónde.
—Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse
con una.
José volvió a sonreír.
— ¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando
repentinamente la expresión del rostro.
—Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me
iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se
inclinó hacia donde él estaba.
—Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer
hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
—Si vuelves por aquí debes traerme algo —dijo José.
—Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo la
mujer.
José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como
si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un
gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio
hacia el otro extremo del mostrador.
— ¿Qué? —dijo José, sin mirarla.
— ¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a un
cuarto para las seis? —dijo la mujer.
— ¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera
oído.
—Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.
José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y
caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.
—Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las
cosas como tú quieras.
—Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.
El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa.
Luego encendió la estufa.
—Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.
—Gracias, Pepillo —dijo la mujer.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo
extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del
mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No
oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo
en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios
medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta
cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una
muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa,
iluminado por el alegre fuego ascendente.
—Pepillo.
— ¡Ah!
— ¿En qué piensas? —dijo la mujer.
—Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo
José.
—Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás
todo lo que te pidiera de despedida.
José la miró desde la estufa.
— ¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor
bistec?
—Sí —dijo la mujer.
— ¿Qué? —dijo José.
—Quiero otro cuarto de hora.
José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que
seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el
caldero. Solo entonces habló.
—En serio que no entiendo, reina —dijo.
—No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco
y media.
La corista
Antón Chéjov (Rusia, 1860-1904)

En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se
encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov,
su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de
comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y
destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un
paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita
y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el
cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha
fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer
desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias,
pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de
subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se
sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios,
tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes
ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y
las manos-. ¿Qué marido? – repitió, empezando a temblar.
-Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varias veces el pañuelo
por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración.
Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y
perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña
sonrisa.
-Yo… no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame… -balbuceó la desconocida, mirando a
Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí… es una miserable. Celebro mucho,
muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida
de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus
mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo
siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin
flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le
habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora
desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí
o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están
buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha
hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el
miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó
escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-.
Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es
usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la
señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me
veo impotente… sépalo, miserable… Me veo impotente; usted es más fuerte que
yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo!
Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces
se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía
las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella
algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la
conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no
fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la
oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la
señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por
principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone,
pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de
sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado,
mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio
para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los
novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo… yo no
sé nada… No los he visto siquiera…
-No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo.
Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como
usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a
comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha
metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho
muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo
sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico,
devuélvame las joyas.
-Hum… -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho
gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede
creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos
cosas. Si quiere, se las daré…
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un
anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le
pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido… a ese
desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted
unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo
inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña… -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro
que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo
único que traía eran pasteles.
-Pasteles… -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué
comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el
espacio.
« ¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es
hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a
esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi
marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los niños… los niños… ¿Qué
culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella
misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he
arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de
él… En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás
salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado,
y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro… me humillo… ¡Si quiere,
me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella
señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el
teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo,
movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la
corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero
tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me las regalaron otros
señores. Pero si usted lo desea…
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una
sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -
siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de
rodillas-. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima, haría mejor en
tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino…
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos
gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin
decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y
sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En
sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo,
dígame?
-Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la
cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado…
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta quería ponerse de
rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he
consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí… canalla! -gritó con asco,
haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería
ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse
alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse
desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía
ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón
alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

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