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De la Muerte y la Vida como Aspectos de un

mismo Problema
-María Cintia Caram-

“lo que se llama una razón para vivir es,

al mismo tiempo, una excelente razón para morir”

Albert Camus.

Muchos trabajos han centrado su reflexión en la muerte, sin embargo, la mayoría


de las veces se ha entendido como el dilema de la inmortalidad; mucha tinta fue gastada
para justificar la creencia –o no– en la inmortalidad, parados desde la pregunta por la
muerte. Hemos sido espectadores de diversos tipos de enmascaramientos, de silencios
sobre este tema; la muerte no se tomaba como hecho en sí mismo sino como elemento
disparador de otras preguntas. Sin embargo, la muerte sigue ahí presente en cada hombre.
También podemos ver cómo la reflexión sobre la muerte se va transformando, se va
abordando cada vez más en su relación con la vida ya que la simple pregunta por la
muerte implica una serie de interrogantes sobre el sentido de la vida, los valores éticos
que rigen la acción de los hombres, la validez del individuo concreto que la sufre, etc.

La primera respuesta, la del hombre común y un poco distraído ante la pregunta


sobre la muerte, será que es el fin de los seres vivos; así vemos cómo somos llevados
inevitablemente a la pregunta qué es la vida. Las ciencias que dan respuesta a esta última
pregunta son la biología y la fisiología, que determinan “el momento exacto” del origen
de la vida y del fin de ésta, es decir la muerte. Ahora bien, el materialismo de las ciencias
y el rigor científico, que se traduce en atenerse lo más posible a los hechos, dan
respuestas que distan mucho de satisfacer la pregunta, puesto que ésta no se reduce a una
cuestión biológica sino más bien a lo filosófico y existencial de este hecho.

Establecer el sentido, las razones, los motivos de la vida es el reverso de la


pregunta por la muerte. Positivo y negativo de un mismo y único asunto, que la mayoría
de las veces no logra delimitarse como tal; sin embargo está presente en cada acción que
el hombre realiza. Éste es un asunto que se resuelve individualmente, depende de la

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experiencia de cada uno. Es como “descubrir” la solución a un problema matemático
siguiendo paso a paso las instrucciones de un profesor en un anfiteatro atestado de gente
que llega a la misma conclusión; la resolución en sí se da cuando uno, y sólo uno,
consigue “descubrir” la respuesta. Pascal decía: “Se vive solo, se muere solo; los demás
nada pueden”.

Sin embargo no hace falta que se haga totalmente conciente este problema.
Todos en mayor o menor medida (de conciencia) actúan condicionados por una intuición
de la muerte. Siguiendo a Freud, vemos que la psiquis humana se estructura en base a dos
pulsiones: la de vida y la de muerte. Esta última representa lo inconsciente, lo caótico, lo
inefable del hombre; mientras que la primera es lo conciente, lo ordenado, lo que
responde a la norma. Estas dos fuerzas psíquicas, Eros y Tánatos, están en pugna
constantemente. Como lo conciente es la pulsión de vida, lo natural es vivir, y no el
cuestionarse por el sentido de la vida. Todos nosotros conocemos personas que jamás
reflexionaron ni reflexionarán sobre los motivos, suficientes o no, que poseen para
continuar viviendo. Esto no significa que estas personas vivan desconociendo su finitud;
toda su existencia está determinada por la dicotomía vida-muerte.

Entre todos los seres vivos, el hombre es el único que se sabe mortal; los
animales por ejemplo, huyen del peligro por el instinto de conservación de la especie,
pero no significa que conozcan –o reconozcan- su muerte. En el hombre la conciencia de
sí precede por muy poco a la conciencia de la muerte. Fue necesario un proceso de
individuación progresivo para poder llegar a ver en la muerte el destino personal de los
hombres. Desde las comunidades primitivas, de conciencia gregaria, hasta la actualidad,
donde prima la conciencia individual que nace de la dignidad personal que nada le debe
al grupo social, se fue haciendo cada vez más presente la muerte como hecho irreversible
al que están sometidos todos los hombres. Es por eso que la vida del hombre tendrá
significación en la medida que lo tenga su muerte.

En la actualidad tiene lugar una de las más grandes paradojas en lo que respecta
al sentido que se le da a la vida y a su compañera inseparable, la muerte. Dada la
progresiva secularización del pensamiento, sobre todo de las verdades que surgen de éste
–está de más agregar que, además, las verdades más fundamentales provienen de la
ciencia, es decir de un pensamiento sistemático, positivo y, si es posible, perteneciente a
la rama más “dura” de la ciencia- nos vamos quedando sin consuelos trascendentes, sin

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fórmulas eternas y universales que den sentido a nuestra existencia. Sin embargo, asumir
la entera responsabilidad de nuestra vida sin depositar esperanzas más allá de la muerte,
sin esconder bajo la manga la carta de la posibilidad de que la muerte sea la puerta para
pasar a otra vida en condiciones de igualdad absoluta, esto ya nos parece demasiado.

Entre los hombres la muerte está siempre presente otorgando a cada acción un
significado preciso, es decir, a partir de nuestra posición ante la muerte es que los actos
de los hombres pueden entenderse. Esta posición no siempre es conciente, mucho menos
es declarada. Considero que podemos alinear a los hombres, de acuerdo a sus modos de
enfrentar a la muerte y sus consecuencias, en dos grandes (y muy esquemáticos) grupos.
Voy a llamarlos a uno los “Epicúreos Contemporáneos” y a los otros los “Creyentes De
Nuestra Época”. Sin embargo, la pertenencia a uno u otro no depende de una elección
voluntaria como tampoco es final. Digo esto porque ante la pregunta elemental por la
muerte, muchos hombres contestan que no existe o que no hay un sentido trascendente
para la vida, sin embargo viven como si su entera existencia estuviera condicionada por
valores externos a su propia existencia. ¡Ay del espíritu humano, que no llega a sincerarse
ni con él mismo! Por esta razón es que vamos a tomar como criterio de clasificación al
modo de resolver la vida que tiene cada individuo.

La esperanza de una vida después de la muerte aparece, de modo acabado y


sistemático, en Occidente por primera vez con el Cristianismo bíblico. Entre los griegos
la creencia mitológica en el Hades, no representa una trascendencia, una vida distinta; la
muerte más que un cambio sustancial, es visto desde esta mitología como el paso a ese
lugar del cual, incluso, se puede ir y volver casi a gusto de cada uno, mediante el engaño
del Dios de esos parajes. Muy distinto es el tono de los filósofos y científicos de la época
que sostenían la inmortalidad del alma frente a la corrupción del cuerpo, la trasmigración
o la reencarnación de la sustancia espiritual. La actitud de los que llamo Creyentes de
Nuestra Época es comparable con la del Cristianismo, aunque no necesariamente tiene
que profesar este credo.

El nombre de Epicúreos Contemporáneos radica no en que sigan las doctrinas de


este filosofo del siglo III a. C. sino más bien en que su actitud ante la muerte y las
consecuencias que ésta acarrea son similares. La célebre doctrina de Epicuro sostiene
que la muerte no existe, por la simple razón de que mientras estamos vivos no podemos
tener experiencia de la muerte y cuando morimos ya no somos nosotros mismos. Esta

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filosofía era acabadamente materialista y atomista; todas las cosas del universo incluso
las almas son conjuntos de átomos unidos azarosamente que están en constante
movimiento en el vacío. En los seres vivos una vez que los átomos se separan, la muerte
deviene; para ellos el principio que determina lo que es bueno o malo es la distinción de
placer y dolor; el dolor más grande proviene del miedo a la muerte y el miedo a la
ingerencia de los dioses en los destinos humanos, temores que esta doctrina tiende a
desterrar. En algunos puntos esta filosofía helenística me recuerda a la actitud de algunos
hombres contemporáneos, los conocidos como “hombres de ciencia” –no necesariamente
serán científicos sino todo aquél que le dé cierto status a las ciencias- éstos son
marcadamente materialistas, y lo suficientemente hedonistas como para cuadrar dentro de
la comparación.

Desde esta clasificación, la vida cobra significados distintos; así en primer lugar
vemos que ante la pregunta por la muerte, uno de los primeros cuestionamientos que se
derivan es aquél que pregunta por los imperativos éticos. Si sostenemos que éstos son
absolutos, ¿pueden ser atribuidos a sujetos contingentes?

Los creyentes sostienen que justicia, libertad, dignidad, son valores absolutos;
como tales no pueden ser atribuidos a sujetos contingentes por tanto se le atribuye valor
absoluto al individuo, Ergo, ¿cómo es posible pensar que se acabará junto con la muerte
algo que posee valor universal? No puede perderse en la inmensidad de la nada, en un
vacío sin sentido. Así frente a la muerte los creyentes ponen sus esperanzas en la
trascendencia, que se expresaría diciendo “no desapareceré para siempre”. Ya sea que
este valor haya sido otorgado por un Ser superior y Creador, o se extraiga de la misma
naturaleza humana, es ilógico pensar que se extinguirá. Junto a este supuesto, o mejor
dicho a partir de él, es que se puede sostener la verdadera esperanza de los creyentes, la
de la Resurrección.

Toda esta esperanza en una vida post mortem se formula a partir de una
insatisfacción ante la realidad vivida, un presente poco acogedor donde reina la
contradicción; es necesario ofrecer a todos la oportunidad de disfrutar de un mundo sin
contradicción. Es así como surge el Postulado de la Resurrección. Éste se formula más
sistemáticamente en la religión cristiana; en ella no se habla de inmortalidad sino de una
salvación del cuerpo y el alma después de la muerte. Además, no es una salvación
individual, sino que por el contrario es la resurrección de la humanidad. Es decir, frente a

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un mundo organizado injustamente se plantea la esperanza en otro cosmos ordenado en
base a la justicia, la libertad, el amor, etc.

Esta actitud supone querer la muerte, desear morir para poder disfrutar al fin de
una vida sin dolor y sin problemas. Partiendo de esto es sólo una simple deducción, un
paso lógico lo que nos separa de la inacción, o el suicidio, es por eso que las normas
religiosas en ese sentido son muy precisas. Para los cristianos, esa vida no le pertenece al
hombre, su valor y dignidad son dados por el Ser Creador, el suicidio es hacer “uso y
abuso” de algo que en realidad no nos pertenece, por lo tanto está prohibido. Así obligado
a vivir y en convivencia con otros hombres igualmente obligados, el principio para la
convivencia es “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Como estamos de paso a otra vida,
lo que hagamos en este trance condicionará el rumbo de nuestra existencia eterna.

Para aquellos que no depositan sus esperanzas en una vida ultraterrena, la única
existencia con la que cuentan es ésta, se revelan ante el deseo de la muerte ya que
después de ella no hay nada. Frente a la realidad que nos toca vivir, ésta llena de
contradicciones, de injusticias, no se postula otra; la muerte ya no se puede querer, la
única esperanza posible es la de seguir viviendo, no en una prolongación sempiterna, sino
mantenerse tal cual uno es, con exactas características físicas y psíquicas. Habíamos
dicho que estos epicúreos contemporáneos eran los representados por los hombres que
apuestan a la ciencia. Y ¿en qué sino en la prolongación de la vida, de esta vida en que se
gasta la ciencia actualmente? Dado que es imposible, por ahora, mantenerse vivo para
siempre, es que deviene la actitud de evitar la muerte. Es la negación de ésta para la que
cualquier promesa de resurrección gloriosa, lejos de la corrupción intrínseca a este
mundo, no es suficiente. El razonamiento de Epicuro se va haciendo más nítido: quiero
vivir tal cual soy para siempre; la muerte es inevitable; me prometen otro cuerpo, otra
vida sin dolores. Si no es esta vida, si no es mi cuerpo no soy yo el que perdura, por tanto,
una vez muerto no soy yo, más allá de la muerte nada hay. Esta actitud ante la muerte,
lejos de ser resultado de una reflexión de elites filosóficas, es la actitud de muchos
hombres comunes; o ¿no hemos escuchado alguna vez a alguien parodiar la imagen de la
vida eterna como altamente aburrida sentado en una nube y tocando el arpa? Este hombre
evidentemente reconoce las contradicciones y los obstáculos que presenta la realidad y
además la acepta como su forma intrínseca y acepta vivirla.

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El tiempo de la resolución se acorta, nada puede quedar para después, porque no
hay tal después. Sostener sistemáticamente esta actitud frente a la vida nos conduce a la
angustia, al sentimiento trágico de la vida, al absurdo de la existencia. Incluso,
ahondando la reflexión en esta dirección la cuestión podría resumirse en la pregunta de si
vale la pena vivir o más bien el suicidio acabaría con tanto sufrimiento. Pero el suicidio
no es común entre estos hombres, recordemos que ante todo no quieren morir aunque este
hecho sea inevitable; quieren permanecer, ser únicos; que el lugar que dejen no pueda ser
llenado por nadie; en realidad se continúa viviendo con la secreta esperanza de que la
muerte nos encuentre resistiendo.

Prestemos atención a los supuestos de los que se parte, el criterio ético es la


distinción del placer y el dolor y la condena a la muerte es tanto para el cuerpo como para
el espíritu; y el cuerpo se adelanta al espíritu al retroceder al aniquilamiento, huimos del
dolor. Por otro lado, el hombre no tiene valor absoluto, no somos el resultado del
proyecto de una Inteligencia superior ni tampoco la materialización de un concepto
universal; vemos como para estos individuos la existencia precede a la esencia. No
podemos explicarnos el impulso a la existencia, pero una vez acá no nos queda otra que
seguir adelante. Y ¿qué significa seguir adelante? Quiere decir, hacer camino; somos
únicos responsables del camino a seguir.

Ahora bien, si el placer y el dolor son el criterio para determinar lo bueno y lo


malo y éstos se miden subjetivamente, ¿entonces no existe la posibilidad de normas
intersubjetivas? ¿es que cada uno elige lo que se le venga en gana? La respuesta es
negativa; hablamos de responsabilidad que no sólo abarca a la propia persona sino a la
humanidad entera. Cuando elegimos lo que vamos a ser, creemos que es bueno, por eso
estamos además dándole valor a eso que elegimos. Creamos, en nosotros, la imagen de lo
que el hombre debería ser. La dignidad del hombre está dada por los mismos hombres. A
lo único que le podemos atribuir más valor es a la libertad. El hombre es libertad de él
depende hacer concreto este valor, como decía Sarte: “ Estamos solos, sin excusas. (...) el
hombre está condenado a ser libre”. Que tanta responsabilidad genera angustia no cabe
duda pero es una consecuencia inevitable de una posición ante la muerte.

Hacemos cosas, emprendemos grandes riesgos, amamos, odiamos, sufrimos y


eventualmente nos sentimos felices (o a lo sumo satisfechos) porque, concientes o no,
“sabemos” que disponemos de una única existencia. Incluso si contamos con la esperanza

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de una vida después de la muerte, la eternidad depende de nuestros actos en esta vida. De
la muerte podemos tener una teoría formulada o solo quedar a nivel consciente como
mera intuición de la finitud. Sin embargo, siempre está implicando un modo de dar
sentido a la vida. La muerte está imbricada en la vida; intentamos la mayor acción en esta
existencia, es decir vivimos a partir de la intuición de la muerte, porque sabemos que sólo
muere el que vive.

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