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ANÁLISIS MORAL DE LA CARTA ENCÍCLICA CASTI CONNUBII

DEL PAPA PÍO XI SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO

JUAN FELIPE CARDOZO RAMÍREZ

NANCY STELLA RODRIGUEZ

FAIVER DARIO PASOS NARVADEZ

FERMIN GIOVANY SERNA

MAURICIO LARA TAMAYO

PASCALE OCHEIENG NYADWA

Profesor:

GUILLERMO ZULETA

ESCUELA DE TEOLOGÍA, FILOSOFÍA Y HUMANIDADES


PROGRAMA EN TEOLOGÍA
ASIGNATURA
MORAL SEXUAL Y MATRIMONIAL
MEDELLIN
La Encíclica Casti Connubii fue promulgada por el papa Pio XI el 31 de diciembre de 1980,
con la finalidad de rescatar la dignidad del matrimonio como principio y fundamento de la
sociedad, pero sobre todo como verdadero y gran sacramento instituido por Cristo, otorgando
su disciplina y cuidado a la Iglesia. Para ello, considera necesario iluminar las inteligencias
de los hombres con la genuina doctrina de Cristo sobre el matrimonio y que los cónyuges
cristianos, se conduzcan en todos sus pensamientos y obras en consonancia, a fin de obtener
para sí y para sus familias la verdadera paz y felicidad.

Sin embargo, hoy día se vive un olvido o desconocimiento de la santidad excelsa de este
sacramento, su negación o conculcación, apoyándose en falsos principios de una nueva y
perversísima moralidad. De allí, el deber de la Iglesia de levantar la voz, a fin de alejar estos
peligros. Por ende, la Encíclica tiene por objetivo, describir la naturaleza del matrimonio
cristiano, su dignidad y las utilidades y beneficios que de él se derivan para la familia y la
misma sociedad humana, los errores y vicios que se oponen a la vida conyugal y los
principales remedios que deben ponerse en práctica.

Para ello, el papa Pio XI, mantiene la vigencia de la Encíclica Arcanum del papa León XIII,
en la cual se reivindica la divina institución del matrimonio, su dignidad sacramental y su
perpetua estabilidad, que, siendo divina, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de
ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges, pues tienen por
autor a Dios. A pesar de esto, la voluntad humana tiene también en él una noble parte, basada
en el libre consentimiento de ambos esposos, siendo un acto de la voluntad absolutamente
necesario que no les concede otras atribuciones, quedando sujetos a sus leyes y propiedades
esenciales al formarse un vínculo sagrado e inviolable, diferenciándose claramente de las
uniones libres, por lo cual la autoridad tiene el derecho y, por lo tanto, el deber de reprimirlas,
así como es obligación guardar virginidad u obligarse con el vínculo matrimonial.

En este sentido, ninguna ley humana puede privar a un hombre del derecho natural y
originario de casarse, ni circunscribir en manera alguna la razón principal de las nupcias,
establecida por Dios desde el principio: "Creced y multiplicaos". En otras palabras, de Dios
provienen la institución, los fines, las leyes, los bienes del matrimonio; del hombre, con la
ayuda y cooperación de Dios, depende la existencia de cualquier matrimonio particular.
La Encíclica detalla también lo que, para San Agustín, son los bienes del matrimonio: prole,
fidelidad y sacramento, elementos que se constituyen en ley del matrimonio, que no sólo
ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la incontinencia.
Así, la prole ocupa el primer lugar entre estos bienes, donde los esposos son cooperadores de
Dios en la propagación de la vida, estando destinados a injertar nueva descendencia en la
Iglesia, recordando que, aunque ellos estén bautizados, sus hijos heredan el pecado original
debiendo ser bautizados para que se hagan miembros vivos de Cristo, partícipes de la vida
inmortal y herederos de la gloria eterna. Es también obligación de los padres, educar a la
prole, para lo cual se requiere su cooperación y mutuo auxilio, pues como dijo San Agustín:
"(…) se requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente".

Por su parte, la fidelidad, o mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato
matrimonial, exige, en primer lugar, la absoluta unidad del matrimonio entre un hombre y
una mujer, que pasan a ser para Cristo “una sola carne”, condenándose toda forma de
poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier otro acto deshonesto externo, así
como los pensamientos y deseos voluntarios relacionados, a fin de guardar inviolado el
sagrado santuario de la familia. Incluso, las mutuas relaciones de familiaridad entre los
cónyuges deben estar adornadas con la nota de castidad con verdadero amor conyugal: santo,
puro, singular, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni en
palabras regaladas, sino en el afecto íntimo del alma y que se comprueba con las obras, que
conduzca a los cónyuges a un crecimiento en la virtud y en la verdadera caridad para con
Dios y para con el prójimo.

En esa sociedad doméstica, es necesario que florezca lo que San Agustín llamó jerarquía del
amor, resaltando la primacía del varón sobre la mujer y los hijos y la sumisión de la mujer y
su obediencia, que no niega ni quita su libertad, ni la obliga a dar satisfacción a gustos del
marido a costa de su dignidad de esposa, ni la equipara a otras mujeres, pero que le prohíbe
licencias exageradas que pongan en peligro la familia, pues a ella pertenece el principado del
amor, correspondiéndole también asumir las veces del hombre en la dirección de esta, en
caso de su falta.
Sobre la fidelidad, la Encíclica rescata las palabras de León XIII, para quien el hombre
representa a Cristo y la mujer a la Iglesia, debiendo comprender: unidad, castidad, caridad, y
honesta y noble obediencia, para garantizar la paz, dignidad y felicidad del matrimonio.

Finalmente, el Sacramento, que le confiere indisolubilidad al vínculo matrimonial,


constituyéndolo signo eficaz de la gracia, por lo cual quien se separa no puede unirse con
otra persona, pues como dijo Cristo “No separe el hombre lo que ha unido Dios”, llevando
un lazo perpetuo e indisoluble e indivisible por ninguna ley civil ni autoridad humana.
Significa que, aunque exista separación de hecho, el lazo se mantiene perpetuamente,
únicamente con las excepciones contempladas por la Iglesia, que siempre vela por el bien de
los cónyuges y los hijos, así como por la sociedad, defendiendo la generosa entrega de éstos,
la castidad fiel, el temor de infidelidad en tiempos adversos o de vejez, la dignidad y mutua
ayuda, la protección y educación de los hijos. Así, el matrimonio es fuente de honradez y de
integridad en las costumbres, asegurando la felicidad y el bienestar social.

En consecuencia, para quienes lo cumplen aumenta la gracia santificante, añadiendo además


otros dones que elevan la fuerza de los cónyuges para cumplir sus deberes y obligaciones,
por lo cual deben cultivarlos para poder llevar la carga, siendo fortalecidos, santificados y
consagrados. De allí, la preocupación de la Iglesia al ver esta divina institución tan
despreciada y vilipendiada en nuestros días, donde en todos los espacios se pone en ridículo
esta santidad y se ensalzan los divorcios, los adulterios y otros vicios, incluso con posturas
medias pretendiendo ceder en algunos aspectos, siendo obligación de la Iglesia mostrar esta
equivocación.

La primera de ellas, es que el matrimonio no ha sido instituido por Dios, sino que es invención
de los hombres, lo que se considera torpe y apartado de los principios de honestidad. Se aplica
a aquellos que dicen poder tener hijos fuera del matrimonio, a los que se divorcian por ley
civil, a los que establecen modos de unión distintos al matrimonio sin el compromiso que
éste implica y pretenden que las leyes les protejan.

Con respecto a la prole, se opone a los bienes del matrimonio, el fundamento de que los hijos
son una pesada carga, por lo cual deben evitarse por medios distintos a la honesta continencia
consentida por ambos esposos. Por ende, los métodos anticonceptivos van contra la ley de
Dios y contra la ley natural, convirtiendo a quienes los utilicen en pecadores, siendo
obligación de los sacerdotes no consentir, no mantenerse indiferente y no aceptar dichas
fallas, haciéndose igualmente pecadores si no cumplen su deber.

La Iglesia, sin embargo, entiende los argumentos sobre la salud y el peligro de la vida de la
madre, siendo Dios quien le dará el premio que le corresponde por su sufrimiento. También
comprende el padecimiento del cónyuge que sufre infidelidad, acepta el uso de métodos
naturales entre los cónyuges para evitar la concepción y sufre por el padecimiento que
ocasiona la pobreza en los esposos que no pueden dar alimento a sus hijos. Sin embargo, deja
claro que estos deben robustecerse por la gracia divina para evitar errores y cumplir sus
deberes.

Otro crimen que se considera muy grave en relación a la prole, es el aborto, es decir atentar
contra la vida de un feto por cualquier razón, incluidas causas médicas, sociales o
eugenésicas, independientemente de si son o no apoyadas por las leyes penales de una nación
en particular, como ocurrió recientemente en Argentina. Es sagrada tanto la vida de la madre
como la del hijo, siendo obligación de las autoridades defender la vida de los inocentes con
leyes y penas adecuadas. Finalmente, se reprueba la prohibición de contraer matrimonio o la
intervención médica por razones eugenésicas, aduciendo la posibilidad de engendrar hijos
defectuosos por razón de la transmisión hereditaria.

En cuanto a los errores que atañen a la fidelidad conyugal, los mencionados anteriormente se
incluyen, pero además todos aquellos que alteren la casta lealtad de ambos cónyuges, la
honesta obediencia de la mujer y el firme y sincero amor mutuo. Por ejemplo, las ideas sobre
la fingida y perniciosa amistad con una tercera persona, incluso de índole sexual, en quienes
califican de anticuados o celosos a los cónyuges que reprueban o rehúyen estas conductas,
recordando el mandamiento: “No fornicarás”.

De igual modo, se considera error los comportamientos de apoyo a/o la propia emancipación
de la mujer, tanto social, como económica o fisiológica, lo que se considera libertad falsa e
igualdad antinatural, en otras palabras, corrupción del carácter propio de la mujer y de su
dignidad de madre, que trastorna la sociedad familiar. Se aclara que la igualdad de derechos
debe admitirse en lo referente a la persona y dignidad humanas, así como en las cosas que se
derivan del pacto nupcial, pues los cónyuges gozan de los mismos derechos y tienen las
mismas obligaciones. El último error relacionado con la fidelidad, es la sustitución del amor
por la conveniente simpatía, que cuando cesa, debilita y puede destruir el vínculo
matrimonial.

Ahora bien, entre los errores que atañen al sacramento, están aquellos que afirman que el
matrimonio es algo profano y exclusivamente civil, considerando perfectamente válido el
divorcio, e incluso llegan a considerar el matrimonio religioso un simple rito, o quieren que
se permitan los matrimonios mixtos sin tomar en cuenta la religión ni solicitar el permiso
correspondiente, olvidando el carácter religioso del matrimonio cristiano. Por ello, la Iglesia
prohíbe los matrimonios mixtos al estar vedados por ley divina, aunque a veces puede
conceder la dispensa siempre y cuando se aleje el peligro de perversión de la prole, pues
generalmente termina con la indiferencia religiosa, la incredulidad e impiedad de los hijos,
además que se hace más difícil la unión de las almas que debe imitar la unión de la Iglesia
con Cristo por la disconformidad de pareceres y diversidad de voluntades sobre las verdades
y sentimientos religiosos, destruyéndose la paz y felicidad.

Pero lo que impide finalmente la perfección del matrimonio es la facilidad que existe para el
divorcio, aduciendo causas subjetivas u objetivas y pretendiendo demostrarlas, por el bien de
ambos cónyuges, por el bien de los hijos o por el bien común de la sociedad o pretendiendo
acomodar las leyes a sus necesidades, olvidando la ley de Dios: “No separe el hombre lo que
Dios ha unido”, por lo cual el divorcio civil es completamente nulo para Dios y la Iglesia. En
consecuencia, quienes además de pretender disolver el matrimonio, forman nuevas uniones,
quedan en adulterio. Por otro lado, en circunstancias extremas la Iglesia puede conceder la
separación imperfecta de los esposos, que mantiene intacto el vínculo, velando por la
educación de los hijos y la incolumidad de la familia, pero que evita los peligros que
amenazan a cónyuges, hijos y a la sociedad.

Es lamentable entonces que el hombre anteponga sus pasiones, errores y vicios a estos
designios, lo que hace necesario buscar remedios para que el matrimonio recobre la
reverencia que le corresponde, retornando al camino de la razón divina del matrimonio y
conformándose con ella a fin de restituirlo al debido orden, sometiéndose a Dios para
conseguir refrenar las pasiones que hacen faltar a las santas leyes del matrimonio. Se requiere
que los cónyuges estén animados por una piedad íntima y sólida hacia Dios, que llene su
vida, inteligencia y voluntad, acatando la suprema Majestad de Dios y en eso es
imprescindible el apoyo de los pastores en la instrucción de los fieles. También es
fundamental una humilde y filial obediencia para con la Iglesia, como depositaria y maestra
de las verdades religiosas y morales, sin confiar en el poder de la propia inteligencia o las
razones internas.

Pero lo más importante es que los cónyuges, tengan una voluntad firme y decidida de guardar
las leyes santas que Dios y la naturaleza han establecido sobre el matrimonio, decretando que
“se sometan a las disposiciones divinas: en prestarse mutuo auxilio, siempre con caridad; en
guardar la fidelidad de la castidad; en no atentar jamás contra la indisolubilidad del vínculo;
en usar los derechos adquiridos por el matrimonio, siempre según el sentido y piedad
cristiana, sobre todo al principio del matrimonio, a fin de que, si las circunstancias exigiesen
después la continencia, les sea más fácil guardarla a cualquiera de los dos, una vez ya
acostumbrados a ella”. Todo ello, requiere del ánimo de la gracia de Dios.

Por ello, se requiere prepararse y conservarse para el matrimonio durante la infancia y la


juventud para saber elegir diligentemente consorte según la prudencia cristiana, buscando en
el matrimonio aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido, recomendando considerar
el consejo de los padres y la previsión de posibles dificultades materiales.

Sin embargo, cuando los cónyuges sufran con las angustias de la vida familiar y la escasez
de bienes temporales, es necesario ayudarles a superar la situación. En este sentido, la
sociedad debe establecer un régimen económico y social en el que los padres de familia
puedan ganar y procurarse lo necesario. También deben fundarse asociaciones privadas o
públicas que puedan socorrerles, practicar la caridad cristiana en su auxilio, y las autoridades
deben suplir los medios a las familias que carezcan de ellos, que les permitan tener vivienda,
salud y alimentación, de modo que puedan tener una adecuada convivencia doméstica y
cumplir los mandamientos de Dios, en garantía de tranquilidad pública, siendo este uno de
sus principales deberes. Asimismo, se deben dar leyes justas relativas a la fidelidad conyugal,
al mutuo auxilio, entre otros aspectos, basadas en la rectitud del orden moral, a cumplirse
fielmente. Para todo esto, es imprescindible que exista concordia y amistad entre la Iglesia y
las autoridades civiles, cooperando diligentemente para proteger el matrimonio y la familia.
Por tanto, las leyes civiles deben tener en cuenta lo establecido en la ley divina y eclesiástica,
estableciendo castigo a quienes las quebranten.

Moralmente, la Encíclica concede a los fieles, dada por Dios, la libertad para contraer
matrimonio con quien se desee, pero sin cuestionar la naturaleza de este sacramento, por lo
cual la persona debe sujetarse a sus leyes y propiedades fundamentales: tener hijos, criarlos
y educarlos cristianamente con benignidad, ser fieles y no disolver el vínculo, ni mucho
menos unirse a otro.

Así, el matrimonio debe ser casto, respetar la jerarquía del amor, ser imagen de la unión de
Cristo con la Iglesia, evitar errores que afecten sus bienes y lleven a su destrucción
cumpliendo las exigencias de la moral conyugal; pero es obligación de las leyes y autoridades
civiles y religiosas respetarlo, resguardarlo y apoyarlo como fundamento de la sociedad, bajo
la protección de la ley divina.

Por último, la Encíclica enfrenta la doctrina y consecuencias de la llamada “moral del derecho
al amor”, separando su especificidad humana. Además, aborda con toda crudeza distintos
males que afectan la vida conyugal y resalta el amor matrimonial como la fusión de amor
espiritual, amor afectivo y amor carnal, que abarca a la persona totalmente, es indisoluble y
debe ser fiel. Finalmente, se apoya moralmente en tres aspectos fundamentales:

1. El acto conyugal está destinado por su misma naturaleza a la procreación, todo


desorden voluntario atenta contra su naturaleza, haciéndolo moralmente deshonesto.
2. Su fin procreativo no depende del fruto logrado, sino de la actitud de respeto frente a
la unión carnal, siendo esto esencial para su bondad moral.
3. Si no se consigue el fin primario, se alcanzan los fines secundarios “el auxilio mutuo,
el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia”, trayendo como
consecuencia el arrinconamiento de los valores personales.
Referencias bibliográficas

Papa Pío XI. Carta Encíclica Casti Connubii sobre el matrimonio cristiano. En:
http://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-
xi_enc_19301231_casti-connubii.html

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