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El fracaso de la utopía freudiana en Chile pandémico

William Tapia, Filósofo

Sigmund Freud es un hombre muy conocido. Médico, psicólogo y neurólogo


austriaco, promotor en su momento del consumo de coca como analgésico y como
elemento terapéutico, es sindicado, a su vez, como el descubridor de los mecanismos
ocultos de la acción y del pensamiento humano. El filósofo francés, Paul Ricoeur, lo incluía
dentro del famoso grupo de “los filósofos de la sospecha”, quienes, en su afán por descubrir
la verdad, habían dado con elementos que la razón humana no había querido ver hasta el
momento. En ese sentido, el afamado Dr. Freud habría encontrado el inconsciente humano,
fuerza esquiva y desbordante que explicaba el comportamiento y los pensamientos más
oscuros de la humanidad en su afán de existir. Sin embargo, hay facetas más ocultas o
desconocidas del mismo Freud. Una de ellas es su idealismo utópico, es decir, su querencia
de un estado de cosas irrealizable o que “no halla lugar” en que las ideas parecen querer
superar a la realidad. De este modo, podemos plantear la pregunta: ¿Qué papel juega la
utopía en Freud? ¿En qué elementos de la psicología freudiana podemos hallarla? Y, más
en profundidad y haciendo eco del título, ¿qué nos puede enseñar esta concepción de la
realidad del Chile pandémico? ¿En qué sentido nos ayudaría a entender cómo es que, en el
contexto de una pandemia sin igual, en este país los contagios siguen en aumento y no se ve
cómo se podría parar, a pesar de los esfuerzos de las autoridades?

El cuadro de la psicología freudiana

En sesiones con los pacientes, en afectuosas tardes en su despacho repensando a los


clásicos o en conversaciones con Breuer y otros amigos, Freud habría encontrado un
elemento insospechado en el comportamiento de las personas. Durante años el austriaco
intentó infructuosamente hallar la vía de encuentro con ese fenómeno oculto del
inconsciente humano. Las técnicas de hipnosis o de asociación libre parecían prometedoras,
pero el análisis de sueños pareció más útil a la hora de indagar en las profundidades de la
psiquis humana. Y esas indagatorias dieron como resultado no solo el encuentro con lo
subterráneo en la mente humana, sino con el descubrimiento de la configuración de las
diversas dimensiones de la psiquis. En definitiva, el cuadro resultaba así: estaba el Ello,
fuerza dinámica incontrolable y plenamente inconsciente que motiva la acción humana sin
importar las consecuencias, compuesta por las pulsiones de Eros y Thánatos, es decir, de
vida y de muerte, que no hallaban su satisfacción sino en su despliegue total y pleno. No
obstante, aquello, la fuerza de la cultura estaría presente por medio del Súper Yo que,
constando de elementos conscientes como inconscientes -y preconscientes-, lucha
encarecidamente en controlar los ímpetus del Ello. Fruto del Complejo de Edipo, el Súper
Yo impone su impronta moral que es la base de nuestra civilización en tanto permite la
convivencia con los demás. Por último, estaría el Yo, que no vendría siendo sino el
escenario del conflicto en que estos dos titanes del Ello y el Súper Yo ajustan cuentas.

Tras años de indagación, el cuadro psicológico freudiano era más bien, entonces,
pesimista. El descubrimiento del inconsciente trajo consigo el hallazgo de las pulsiones más
profundas del hombre y su capacidad de inmoralidad. Al describir los principios por los
cuales se rigen estas pulsiones, Freud no encontraría más que fuerzas dinámicas tendientes
a su plena satisfacción, sin mediar consecuencia alguna. El placer es el principio
fundamental que rige la pulsión de vida, incluso entendida en sus diversos compuestos de
pulsión sexual y pulsión de autoconservación, ya que esta última responde a las
posibilidades de existir y procurarse mayor placer. La pulsión de muerte, por su parte,
ejercería la violencia sin escatimar en posibilidades de restricción. He ahí que la cultura, es
decir, todo el aparato simbólico compartido con los demás no era más que el intento por
controlar dicho cuadro, para algunos, dantesco. El austriaco en “El malestar de la cultura”
(1930) explica, finalmente, que los individuos deben renunciar a la plena satisfacción de
sus ímpetus en aras de obtener mayor seguridad por parte de la sociedad, en tanto el
despliegue total del Ello en cada individuo podría conllevar magras consecuencias. La
cultura que subyace a la civilización debe ser, querámoslo o no, represiva u ofrecer vías
alternativas de satisfacción, a modo de sobrevivir y no acabar en el estado de naturaleza
hobbesiano en que el ser humano no es más que Homo homini lupus, un lobo para sí mismo
y para los demás.

El constructivismo freudiano
Con todo, este cuadro pesimista en que el hombre no halla satisfacción alguna
mientras se encuentre inmerso en sociedad, no era la única posibilidad para Freud. Y es
aquí donde se manifiesta el elemento utópico en la psicología freudiana. Antes de 1930,
específicamente en 1927, el psicólogo austriaco publica “El porvenir de una ilusión”. En
esta obra, Freud no solo analiza las posibilidades de aún abrigar sentimientos religiosos o la
configuración paterna del Dios cristiano, sino que analiza la posible existencia de hombres
que superen el conflicto mayor entre la necesidad de control y la satisfacción de las
pulsiones. Y ahí es cuando aparece la utopía. Para Freud, existiría la posibilidad de que
aparezcan ciertos hombres, una élite, compuesta por hombres egregios que, trascendiendo
el conflicto, sean capaces de circunscribir a Eros y a Thánatos a lineamientos más
razonables.

La misma idea repite en una serie de cartas que envió a Einstein entre 1932 y 1931,
tituladas “¿Por qué la guerra?”. En el contexto de la II Guerra Mundial, el físico le consulta
sobre los mecanismos más profundos de la guerra y de la psicología de la muerte que ronda
en las filas de los soldados entregados al sacrificio por ilusiones políticas vanas. Freud,
además se recalcar su idea de la difuminación del Yo en un Yo colectivo, ya aparecida en
1921 en su obra “Psicología de masas y Análisis del Yo”, vuelve a mencionar esa
posibilidad de un conjunto de hombres capaces de superar el conflicto y que, incluso,
estarían llamados a dirigir al pueblo. La educación, es decir, el proceso de socialización por
excelencia de la cultura represiva sería el encargado de promover esa superación y la
construcción de esos hombres excelentes.

La utopía y la superación del conflicto en el Chile pandémico

En ese sentido, queda más claro el papel de la utopía en Freud. Ante un cuadro tan
pesimista en que toda la expresión cultural se circunscribe a la elaboración de vías de salida
de las pulsiones aceptables en un contexto social, o derechamente a la represión de estas,
que parece necesaria dada la configuración psicológica de los individuos, el psicólogo
vienés abraza la idea de la existencia de individuos excelentes, egregios, superiores,
capaces de superar o superponerse al conflicto básico entre el Ello y el Súper Yo. Y esto no
habla de la mera internalización de la regla moral. La existencia del Súper Yo, como regla
moral internalizada ya por los sujetos, es el resultado de un conflicto original que no deja
de presentarse de diversas maneras en la psiquis humana. En cada momento existiría un
nuevo conflicto psicológico, de modo que el ser humano estaría condenado a la
insatisfacción. Sin embargo, existirían sujetos que podrían superar ese estado
insatisfactorio. El problema es que en la historia no han existido jamás esos sujetos. Varios
han querido enarbolarse como sujetos racionales capaces de suprimir o decantar sus
pulsiones de maneras positivas para la sociedad y que, por lo mismo, han de ser capaces de
enseñar y dirigir a los demás en ese objetivo. No obstante, aquello, las experiencias
desmienten esa posibilidad. Las élites se han configurado en torno a intereses propios
siempre amañados por sus deseos, encubiertos de manera que perezcan motivados por la
preocupación por los otros. Es así como un conjunto de hombres, ya sean los
revolucionarios franceses, ya sean los bolcheviques, ya sean los nazis, han buscado
instaurar sus designios, construyendo sociedades nuevas sin estimar los lineamientos
básicos de la naturaleza o la psicología de los hombres, embobados de un afán
constructivista, como diría Hayek y que, al parecer, engaña al mismo Freud.

Pero veamos el caso chileno en el contexto pandémico. Si la historia ya es decisiva


para descartar la posibilidad de que la educación sea una llave para superar el conflicto
freudiano original, la reacción de los chilenos durante la pandemia del Coronavirus es más
que decisiva, al menos para nosotros. A medida que las críticas de la izquierda y los
temores fueron en aumento en el gobierno de Sebastián Piñera, el ahora ex ministro de
Salud, Jorge Mañalich, invocó la cuarentena total en el radio metropolitano de Santiago. El
comportamiento de los chilenos no se hizo esperar. Largas filas en supermercados -aunque
existirían los permisos necesarios para abastecerse-; las fiestas clandestinas; las protestas en
overol y con mascarillas; las salidas a fumar o a tomar a los parques, todo muestra que el
chileno no ha superado el conflicto original entre sus deseos, su llamado erótico y tanático
y la necesaria asimilación de la cultura representada en el Súper Yo que le conminaría al
resguardo personal. ¿Y es que acaso los egregios, los “mejores” lo han hecho mejor? En un
par de semanas vimos al mismo presidente sacándose una foto en Plaza Baquedano, sin
mascarilla, sin overol, en plena pandemia. Vimos apenas se instaló la cuarentena parcial a
muchos santiaguinos yendo a sus patios de recreo en Viña del Mar, en Santo Domingo, y en
otros balnearios de visita habitual de la cota mil. ¿Qué se podría decir de aquellos que,
tomando su helicóptero, simplemente hicieron caso omiso de las solicitudes de la autoridad
a no salir de sus cuarentenas?

Se podría alegar que en Chile no existe educación o que su concreción ha sido


abandonada por las autoridades, todas afirmaciones desmontables por los datos que nos
tienen en el pináculo de las pruebas PISA y TIMMS en Latinoamérica, o con dos
universidades chilenas dentro de las 600 primeras en todos los ranking internacionales,
elementos que tampoco, ante un eventual alegato de desigualad de acceso a esa educación,
en todo caso, explicarían cómo es que aquellos egregios, que pueden acceder a dicho
“privilegio”, no son capaces de hacer caso en un contexto pandémico como el actual.

Conclusión

En definitiva, el caso chileno es ejemplo del fracaso de la utopía freudiana y nos


coloca en la búsqueda irrestricta de otros factores que expliquen el asunto. Una utopía ideal
más válida, para un viejo liberal, como se llamó a sí mismo Freud, que estaría a la vuelta de
la esquina, haciendo eco de los postulados de Mario Vargas Llosa, sería aceptar la
consiguiente lucha infinita de la educación, no dirigida por élite ninguna, en mejorar en lo
posible las condiciones culturales de un país que demuestra, una y otra vez, que su historia
es bien merecida, si bien no dejaría de ser una utopía y, por lo mismo, un lugar o estado de
cosas inalcanzable que, en su mera búsqueda de concreción, ya parecería peligroso e
imposible, aunque irrenunciable para aquellos que porfiamos frente a la existencia de una
realidad que nos empuja al acomodo, aunque sin llegar a la ubicación que necesitamos.
Algunos somos así. Como diría Ortega y Gasset: “(…) tiene este Chile florido algo de
Sísifo, ya que, como él (…) parece condenado a que se venga abajo cien veces lo que con
su esfuerzo cien veces levantó”. Algunos tenemos algo de ese Chile condenado. No se nos
malinterprete.

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