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Tras años de indagación, el cuadro psicológico freudiano era más bien, entonces,
pesimista. El descubrimiento del inconsciente trajo consigo el hallazgo de las pulsiones más
profundas del hombre y su capacidad de inmoralidad. Al describir los principios por los
cuales se rigen estas pulsiones, Freud no encontraría más que fuerzas dinámicas tendientes
a su plena satisfacción, sin mediar consecuencia alguna. El placer es el principio
fundamental que rige la pulsión de vida, incluso entendida en sus diversos compuestos de
pulsión sexual y pulsión de autoconservación, ya que esta última responde a las
posibilidades de existir y procurarse mayor placer. La pulsión de muerte, por su parte,
ejercería la violencia sin escatimar en posibilidades de restricción. He ahí que la cultura, es
decir, todo el aparato simbólico compartido con los demás no era más que el intento por
controlar dicho cuadro, para algunos, dantesco. El austriaco en “El malestar de la cultura”
(1930) explica, finalmente, que los individuos deben renunciar a la plena satisfacción de
sus ímpetus en aras de obtener mayor seguridad por parte de la sociedad, en tanto el
despliegue total del Ello en cada individuo podría conllevar magras consecuencias. La
cultura que subyace a la civilización debe ser, querámoslo o no, represiva u ofrecer vías
alternativas de satisfacción, a modo de sobrevivir y no acabar en el estado de naturaleza
hobbesiano en que el ser humano no es más que Homo homini lupus, un lobo para sí mismo
y para los demás.
El constructivismo freudiano
Con todo, este cuadro pesimista en que el hombre no halla satisfacción alguna
mientras se encuentre inmerso en sociedad, no era la única posibilidad para Freud. Y es
aquí donde se manifiesta el elemento utópico en la psicología freudiana. Antes de 1930,
específicamente en 1927, el psicólogo austriaco publica “El porvenir de una ilusión”. En
esta obra, Freud no solo analiza las posibilidades de aún abrigar sentimientos religiosos o la
configuración paterna del Dios cristiano, sino que analiza la posible existencia de hombres
que superen el conflicto mayor entre la necesidad de control y la satisfacción de las
pulsiones. Y ahí es cuando aparece la utopía. Para Freud, existiría la posibilidad de que
aparezcan ciertos hombres, una élite, compuesta por hombres egregios que, trascendiendo
el conflicto, sean capaces de circunscribir a Eros y a Thánatos a lineamientos más
razonables.
La misma idea repite en una serie de cartas que envió a Einstein entre 1932 y 1931,
tituladas “¿Por qué la guerra?”. En el contexto de la II Guerra Mundial, el físico le consulta
sobre los mecanismos más profundos de la guerra y de la psicología de la muerte que ronda
en las filas de los soldados entregados al sacrificio por ilusiones políticas vanas. Freud,
además se recalcar su idea de la difuminación del Yo en un Yo colectivo, ya aparecida en
1921 en su obra “Psicología de masas y Análisis del Yo”, vuelve a mencionar esa
posibilidad de un conjunto de hombres capaces de superar el conflicto y que, incluso,
estarían llamados a dirigir al pueblo. La educación, es decir, el proceso de socialización por
excelencia de la cultura represiva sería el encargado de promover esa superación y la
construcción de esos hombres excelentes.
En ese sentido, queda más claro el papel de la utopía en Freud. Ante un cuadro tan
pesimista en que toda la expresión cultural se circunscribe a la elaboración de vías de salida
de las pulsiones aceptables en un contexto social, o derechamente a la represión de estas,
que parece necesaria dada la configuración psicológica de los individuos, el psicólogo
vienés abraza la idea de la existencia de individuos excelentes, egregios, superiores,
capaces de superar o superponerse al conflicto básico entre el Ello y el Súper Yo. Y esto no
habla de la mera internalización de la regla moral. La existencia del Súper Yo, como regla
moral internalizada ya por los sujetos, es el resultado de un conflicto original que no deja
de presentarse de diversas maneras en la psiquis humana. En cada momento existiría un
nuevo conflicto psicológico, de modo que el ser humano estaría condenado a la
insatisfacción. Sin embargo, existirían sujetos que podrían superar ese estado
insatisfactorio. El problema es que en la historia no han existido jamás esos sujetos. Varios
han querido enarbolarse como sujetos racionales capaces de suprimir o decantar sus
pulsiones de maneras positivas para la sociedad y que, por lo mismo, han de ser capaces de
enseñar y dirigir a los demás en ese objetivo. No obstante, aquello, las experiencias
desmienten esa posibilidad. Las élites se han configurado en torno a intereses propios
siempre amañados por sus deseos, encubiertos de manera que perezcan motivados por la
preocupación por los otros. Es así como un conjunto de hombres, ya sean los
revolucionarios franceses, ya sean los bolcheviques, ya sean los nazis, han buscado
instaurar sus designios, construyendo sociedades nuevas sin estimar los lineamientos
básicos de la naturaleza o la psicología de los hombres, embobados de un afán
constructivista, como diría Hayek y que, al parecer, engaña al mismo Freud.
Conclusión