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La dignidad del riesgo como antídoto al

estigma
Por Eduardo Basz.
Miembro del Observatorio Dignidad sobre la aplicación la Convención de los Derechos de
las Personas con Discapacidad y de la Ley de Salud Mental
http://observatoriodignidad.blogspot.com.ar

Proyecto cofinanciado por la Unión Europea:

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La dignidad del riesgo como antídoto al
estigma
Si aspiramos a que el diagnóstico no fortalezca el estigma debemos vivir la dignidad del
riesgo. Debe hacernos pensar que estos dos conceptos (el del estigma y el de la dignidad del
riesgo) vinieron de afuera del campo de la salud mental. Es decir, de personajes que eran
algo así como extranjeros o viajeros que visitaron un continente antiguo y lo observaron
con ojos nuevos. Estoy hablando de un sociólogo y de un pastor metodista. Ambos
americanos. Aunque el libro clásico de Goffman fue escrito en el ´63, con casi un decenio
de anticipación a la formulación de la noción de dignidad del riesgo, ya plantea algunas
propuestas para enfrentar al estigma. Después de un largo y sinuoso camino, estos
conceptos se fusionaron con el paradigma de nuestra época: políticas de salud mental
compatibles con los derechos humanos. Hoy día, sabemos que puede ser humillante la
protección y puede haber dignidad en el riesgo, quiero decir, que cuando hablamos de
extensión de derechos y garantías no estamos hablando de otra cosa sino de la autonomía
de las personas.
Aun así, puede haber estigma sin diagnóstico. De hecho es lo que suele suceder. Basta que
un sujeto empiece a manifestar problemas de salud mental para que todo el dispositivo
social del estigma caiga sobre él y que la maquinaria kafkiana (estatal o privada) ponga en
funcionamiento el modelo tutelar. La “locura” moviliza mitos primitivos sobre la posesión
diabólica, vigentes hoy día en la figura del “loco peligroso”. Eso no impide que ante la
irrupción de un psicópata tenga en forma inmediata un séquito de devotos. Por definición el
estigma es una marca visible, una diferencia abominable que el canon social establece
como intolerable. Afecta a un individuo que podía intervenir en el juego social pero queda
excluido al poseer (o estar poseído) por ese rasgo que coloca en la penumbra sus cualidades
y talentos. La persona estigmatizada esta desacreditada, es una no-persona y en situaciones
extremas un subhumano, untermench. Suele recordarse que el proyecto genocida del III
Reich comenzó en los manicomios. No está mal. Pero también sería bueno tener presente
que el único fiscal de toda la República de Weimar que se atrevió a llevar a Hitler a un
proceso penal fue una persona con trastorno bipolar.
Si puede haber estigma sin diagnóstico, el desafío ético es que este recurso del
pensamiento científico actué en favor de los derechos. Si queremos actuar en favor de la
autonomía de las personas con problemas de salud mental, podemos buscar nuevas
prácticas que permitan la intervención de los usuarios en la elaboración de su diagnóstico.
Esto tiene un valor adicional si comprobamos la dificultad para la elaboración de un

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diagnóstico preciso. Al establecer una relación cuasi-igualitaria con el usuario, el
profesional queda desacralizado y definido en términos laicos y terrenales. Su ejercicio
profesional es valorado en términos de pericia técnico-científica. Lamentablemente, no es
lo que suele suceder. Poco después de un diagnóstico psiquiátrico (preciso o erróneo) pero
más aun después de una internación, una persona queda expuesta a la marca abominable
del estigma. De todos modos, cuando Goffman escribió su libro en el 63 mencionaba entre
las poblaciones estigmatizadas a los judíos, los negros, los homosexuales, las personas con
discapacidad física, lo que nosotros llamamos “pibes chorros” y por supuesto los así
llamados “enfermos mentales”. Desde entonces, muchas de estas poblaciones han avanzado
en la lucha contra la discriminación y lograron cambios significativos en la percepción
social. De hecho, en El Bolsón las personas con algún problema de salud mental expresan
que tienen el apoyo de la comunidad. Las prácticas discriminatorias son ejercidas por una
minoría. En contraste, en el Chaco sufren un maltrato constante aunque en esa provincia no
hay manicominios. Nunca los hubo. De todos modos, la maquinaria kafkiana se las ingenia
para funcionar a la perfección sobre todo si el sujeto afectado es pobre, negro y loco.
En la nueva agenda de los derechos humanos, la autonomía de las personas aparece como
una cuestión central. Entonces, ¿en qué punto el diagnóstico opera en favor del estigma?:
cuando frente a determinados problemas de salud mental deriva en una anulación de
derechos. En estas situaciones, los profesionales de la salud pasan a formar parte de la
maquinaria kafkiana. Lo contrario sucede cuando el diagnóstico puede convertirse en un
punto de apoyo sólido para que el usuario enfrente a sus demonios y salga del infierno.
Dicho en términos de la Red Mundial de Usuarios y Sobrevivientes de la Psiquiatría, se
trata de “crear sólidos modelos alternativos para una respuesta social a las personas que
vivencian locura, problemas de salud mental y trauma. Estos modelos hacen hincapié en la
experiencia en primera persona, honrando pensamientos y sentimientos, cumpliendo con
necesidades prácticas, tomando el tiempo suficiente para la solución o la curación y ponen
énfasis en la capacidad de cada persona de transformar su vida”. Esto no es otra cosa que
una crítica de la mitología del desvalimiento y una propuesta de una ética de la confianza
en sí mismo. La mitología del desvalimiento da lugar a un conjunto de reglas de ayuda y
protección que sólo sirven para la invalidación y la infantilización de las personas con
algún problema de salud mental. Es como si hubiera habido una conspiración, por decirlo
de alguna manera, entre diferentes fuerzas sociales para instruir al así llamado “enfermo
mental” a comportarse de una manera preestablecida: un inútil para el juego social, el idiota
de la familia, un individuo débil de carácter y asustadizo. Desgraciadamente, muchos lo
aceptaron y le reclaman a la familia, al Estado, a la religión que los proteja y les resuelva
sus problemas.
Cuando Robert Perske (pastor metodista, capellán de un instituto psiquiátrico, veterano de

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la guerra del Pacífico) creó la expresión dignidad del riesgo a comienzos de los ´70 le dio
un significado muy distinto: “La sobreprotección puede parecer amable en la superficie
pero puede ser muy mala. Puede asfixiar emocionalmente a la gente. Exprimir sus
esperanzas y despojarlas de su dignidad. La sobreprotección puede impedir que la gente se
convierta en lo que debería ser. Por otro lado, el riesgo es real porque no se sabe de
antemano si una persona va a tener éxito. El mundo real no siempre es seguro y predecible.
No siempre dice “perdón”, “por favor”, “lo siento”. En el pasado, encontramos formas
ingeniosas de evitar el riesgo de las personas con discapacidad. Ahora, tenemos que trabajar
igual de duro para que estas personas ejerzan sus derechos de apropiarse del riesgo. Puede
haber un desarrollo saludable en la toma de riesgo y puede ser paralizante la seguridad de la
indignidad”.
Constituido en sujeto social, el usuario interviene en el debate de las políticas de salud
mental con una voz nueva, diferente y desafiante. En este sentido, la lucha contra el estigma
y la práctica de la dignidad del riesgo aparecen en el nudo de los problemas
contemporáneos, donde se encuentran y chocan el pensamiento científico con los derechos
humanos.
Sabemos que el encierro degrada a las personas. Posiblemente, la dignidad del riesgo no
tenga todas las respuestas ni todas las soluciones. Pero es una propuesta efectiva para poner
en crisis el dispositivo kafkiano del maltrato, de la crueldad y para decirlo con todas las
letras de la tortura. Pero sobre todo para abrir nuevos caminos.

texto.basz@gmail.com

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