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¿Qué es la Historiografía?

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La heterogeneidad de las obras de historia

Historiografía puede entenderse básicamente en dos sentidos. En el más común hoy, la


historiografía (la escritura de la historia) equivale a un conjunto de obras de historia, es
decir, de textos sobre el pasado humano, surgidos en un tiempo y lugar determinados, que
han sido elaborados con un enfoque metodológico y/o ético-político más o menos
coherente. Así podemos hablar, por ejemplo, de historiografía medieval, renacentista o de
principios del siglo XX; de historiografía francesa o mexicana; de historiografía sobre los
Estados o de historiografía urbana; de historiografía marxista, liberal o positivista; de
historiografía internacionalista o nacionalista, etc.

La diversidad de prácticas cognitivas y de escritura a las que se asocia hoy la palabra


historia es una realidad incontestable, muy bien sintetizada por K. Pomian:

“La palabra historia designa hoy un conjunto epistemológico heterogéneo de prácticas


cognitivas (que van desde los procedimientos más tradicionales a las técnicas punta) y un
conjunto estilísticamente heterogéneo de prácticas de escritura (que van desde el relato
literario hasta las ecuaciones de un modelo econométrico retrospectivo)”. [1]

La enorme variedad de los títulos de las revistas académicas y de divulgación hoy


existentes dedicadas a la historia patentiza esa gran heterogeneidad de formas de
aproximarse al pasado.

La heterogeneidad de la historia, compartida con todas las otras disciplinas del saber (como
la sociología o la antropología), solo se entiende por la propia historicidad de aquella. Desde
Heródoto, el esfuerzo por salvar del olvido, narrar y comprender la aventura humana en el
tiempo, ha dejado tras de sí una superposición, más o menos sedimentada, de estratos de
cuestiones, de procedimientos, de documentos y de obras escritas por los historiadores. En

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esta superposición, los estratos más recientes modifican los anteriores. Justamente, en las
secciones sobre historiografía de este portal, acotadas por el tiempo en el que surgieron, se
puede acceder a diversos estratos historiográficos.

Historiografía como metahistoria

También se puede entender por historiografía una metahistoria o historia de segundo grado.
Es decir, el estudio de cómo los historiadores e historiadoras han construido sus lecturas del
pasado. En este sentido, la historiografía se interesa directamente por cómo algunos
acontecimientos y procesos del pasado han sido escogidos, captados y representados por
los autores de obras de historia. Así, las preguntas fundamentales serían de este tipo: ¿Qué
visiones del mundo, opciones político-sociales, formas estéticas y métodos de investigación
han entrado en juego en la creación de esas representaciones del pasado? ¿Cuáles fueron
los criterios explícitos o implícitos que guiaron al historiador en la selección de fuentes y en
la configuración de la interpretación de “su” temática? No se debe olvidar que la historia es
siempre a la vez “historia de algo” (history of) e “historia en favor de algo” (history for). [2]

Jörn Rüsen ha integrado en un valioso “Schema of historical thinking” las diferentes claves,
dimensiones y estrategias que se combinan en el pensamiento histórico. [3] En este
interactúan unos intereses prácticos, unos conceptos y categorías teóricas significativas,
unos métodos para tratar las experiencias del pasado, unas formas de representación y
unas funciones de orientación cultural e identitaria. Para dar un sentido histórico, el
historiador usa estrategias que son así semánticas (para simbolizar), cognitivas (para
adquirir conocimiento), estéticas (para representar), retóricas (para promover orientaciones)
y políticas (en sintonía con una memoria colectiva).

A través del estudio de las categorías intelectuales, éticas y políticas con las que han
operado los historiadores, la historiografía contribuye a desvelar las mentalidades y la praxis
cultural de un determinado tiempo y medio social, las del “presente” en el que escribieron los
autores. Se ha escrito con razón que un grupo humano nunca se desvela tan bien como
cuando proyecta tras de sí su propia imagen. [4] La historiografía se encuentra de este
modo en la encrucijada de la historia cultural (de las mentalidades), de la historia intelectual,
de los estudios literarios y de la sociología histórica.

Apurando los conceptos, cabe afirmar que la narrativa histórica, como constructo cognitivo-
existencial, resulta de la combinación de una doble mirada. Una es la mirada, con
aspiraciones de verdad, a los hechos acontecidos (las res gestae) en un tiempo pretérito de
los que tenemos múltiples trasuntos, representaciones o “fuentes” (como se decía
clásicamente). La otra mirada del historiador, aunque sea sólo semiconsciente, es una
“mirada” o una “visión” del futuro que él o ella incorpora. Pues la persona humana es, por su
condición existencial, un ser “futurizo”, que labra su vida personal y social a partir de unas
experiencias (sean estas reconfortantes o hirientes) y en vistas a unas expectativas (más o
menos fundamentadas). Esta interacción entre “ámbitos de experiencia” y “horizontes de

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espera” como clave antropológica en la construcción de las historias ya fue estudiada a
fondo por Reinhard Koselleck[5], a partir de las luminosas consideraciones agustinianas
sobre el tiempo y el triple presente: la memoria, la visión y la espera. El presente del pasado
es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la espera. [6]

Historiografía y regímenes de historicidad

Para describir las diferentes maneras en que las sociedades occidentales han articulado a lo
largo del tiempo la relación entre el pasado, el presente y el futuro, François Hartog ha
propuesto el concepto de regímenes de historicidad. [7] He aquí, simplificado, su argumento.
Hasta la gran ruptura de la Revolución francesa y sus prolegómenos intelectuales, las
sociedades occidentales daban primacía al pasado sobre el futuro. En ese régimen de
historicidad antiguo lo que se esperaba del futuro es aproximadamente lo que ya se había
vivido. La historia, como magistra vitae, tenía en ese sentido una extraordinaria utilidad,
aunque no constituyese todavía una disciplina profesionalizada. A partir de mediados del
siglo XVIII, y especialmente desde la Revolución iniciada en 1789, ese régimen antiguo va
siendo sustituido por otro, moderno, en el que prima el futuro sobre el pasado. La relación
entre el futuro y el pasado se piensa en clave de progreso (ético-científico), un concepto
capital en la modernidad. Crece la convicción de que el mañana será distinto y mejor que el
ayer. [8] Con el cambio del siglo XX al XXI en las sociedades occidentales habríamos
pasado a un último régimen de historicidad: el presentista. Este se caracteriza por la
desconfianza tanto respecto al pasado como al futuro, así como por la primacía del
presente.

Dos de los más importantes testimonios del régimen presentista de historicidad serían la
extraordinaria importancia que se concede al estudio de las épocas muy próximas
(Zeitgeschichte; histoire du temps présent) y, paradógicamente, la obsesión por la memoria
como signo identitario.

La escritura de la historia, de Heródoto a Ranke

La historiografía greco-romana ha sido siempre un referente fundamental para la escritura


de la historia en el mundo europeo-occidental. No en vano la palabra historia es una
adaptación latina de una voz griega que significa investigación. Entre los griegos, las
Historias de Heródoto (ca. 430 a. C.), y la Guerra del Peloponeso de Tucídides (ca. 396 a.
C.) son una investigación y relato de acontecimientos relevantes, cercanos en el tiempo, que
afectaron a la propia comunidad política en momentos decisivos (la defensa frente la
amenazada de los persas, en Heródoto; la lucha por la hegemonía en la Hélade entre
Atenas y Esparta, en Tucídides) escritos para enseñanza moral y de gobierno. Más
adelante, Polibio, engarza la historiografía griega y la romana, surge la historia de un
Imperio (el romano) y se constata la influencia de la filosofía estoica. La grandeza de ese
Imperio será loada posteriormente por Tito Livio, un gran historiador y retórico.

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El mundo greco-romano no se plantea seriamente la cuestión del sentido o finalidad de la
aventura humana en el tiempo. Esta se introduce en el Occidente latino con la filosofía
teológica de la historia de Agustín de Hipona –o san Agustín– expuesta en La ciudad de
Dios (o Las dos ciudades), una obra que tendrá duraderas repercusiones desde la Edad
Media. En la época de la Cristiandad, desde Constantino (s. IV) a Bossuet (s. XVII), la
historia de la evangelización acompaña y se superpone a la historia política. Surge la
hagiografía (vidas encomiásticas de santos). Los relatos históricos, siguiendo el modelo de
los Evangelios, se vuelven más simples y menos retóricos. Entre los autores de la
historiografía medieval, escrita en gran parte en latín, abundan los eclesiásticos como el
monje inglés Beda el Venerable (s. VIII) y el obispo germano Otón de Freising (s. XII). Ya a
fines de la Edad Media, las Memorias en las que Philipe de Commynes narra sus
experiencias como consejero real y extrae enseñanzas, marcan un punto de inflexión en el
pensamiento histórico. Commynes se halla en la encrucijada entre el moralismo
providencialista cristiano y la constatación de que el éxito acompaña a veces a quienes
conculcan la moral.

En la época del Renacimiento y del Barroco (s. XV-XVII) la historiografía sigue inculcando
sabiduría política y moral, ante todo a los gobernantes y aspirantes a serlo. Las obras de
historia son escritas sobre todo por gobernantes, por sus secretarios o por los historiógrafos
(cronistas oficiales). Entre estos últimos se cuenta en España Jerónimo de Zurita, quien
escribe unos valiosos Anales de la Corona de Aragón (1585). Entre los secretarios, el más
famoso e influyente es el florentino Maquiavelo, autor de El Príncipe (un tratado seminal de
teoría política) y de obras históricas. En estas manifiesta su veneración por la Roma
republicana y su aspiración a deducir leyes sociológicas.

Los autores del Renacimiento son grandes admiradores de la cultura greco-romana y


recuperan la dimensión retórica en el relato histórico. [9] Entre los historiadores italianos
renacentistas de los siglos XV y XVI cabe destacar, también, a Leonardo Bruni, Lorenzo
Valla, Flavio Biondo y Francesco Guicciardini. Debemos a la crítica filológico-documental
hecha por Valla el concepto de anacronismo.

Aunque en la época del Renacimiento y del Barroco predomina la historia política, hay
algunas propuestas innovadoras que propugnan una historia integral, total, de la civilización.
Así, las del erasmista valenciano Juan Luis Vives y las de Jean Bodin en su Método para un
fácil conocimiento de las historias (1566).

El desconcertante encuentro de los europeos en las Indias occidentales (América) con


grandes civilizaciones no cristianas, como la azteca o la incaica, da origen a toda una
historiografía y favorece un cierto giro antropológico en la escritura de la historia. Esa
experiencia lleva a algunos autores más reflexivos como el mencionado Bodin y a José de
Acosta –en Historia natural y moral de las Indias (1590)– a esbozar una filosofía evolutiva de
la cultura.

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Las controversias religiosas que siguen a la difusión de la Reforma luterana originan que se
quisiera indagar históricamente cuál era el rostro de la primitiva Iglesia. Las “Centurias de
Magdeburgo” (desde el lado protestante) y los Anales dirigidos por el cardenal Baronio
(desde el católico) son obras emblemáticas.

En la época del Barroco la historia sufre una seria impugnación intelectual por la
matematización del conocimiento en la física clásica newtoniana y por la crítica de
Descartes a unas prácticas de escritura que muchas veces son más propaganda –
monárquica y dinástica– que conocimiento riguroso. Ese desafío cartesiano y los ataques
del pirronismo (escepticismo) incitan a los historiadores a revisar la fiabilidad de las bases
documentales sobre las que trabajaban. En ese contexto surge en 1680 una nueva
disciplina, la diplomática, que estudia los diplomas (documentos oficiales antiguos).

Los movimientos revolucionarios que tienen lugar en las monarquías occidentales de


Europa a mediados del siglo XVII alimentan la tradición de la escritura de memorias
políticas. El cardenal de Retz, para Francia, y el conde de Clarendon para Inglaterra, son
destacados cultivadores de aquella.

Con el movimiento cultural de la Ilustración se franquea en el siglo XVIII un umbral en las


lecturas del pasado y se entra en un nuevo régimen de historicidad: el moderno. El futuro
será el punto de referencia desde entonces. Montesquieu, admirador todavía de Roma,
somete a crítica los fundamentos legales del Antiguo régimen socio-político y propugna la
división de poderes. La idea capital del progreso –de la civilización– como síntesis del
pasado y profecía del futuro domina la historiografía “racionalista” escrita por los
“philosophes” (intelectuales) franceses, como Voltaire y Condorcet, y los escoceses de la
escuela de Edimburgo (entre los que destaca, como historiador, William Robertson). Hay ya
una nueva “filosofía de la historia” (la expresión es acuñada por Voltaire) y abundan las
“consideraciones”, “discursos” o “ensayos” que son más que simples relatos.

La época de la Ilustración nos ha brindado algunos clásicos que combinan talento narrativo,
erudición y enfoque filosófico. Uno de los más célebres es La historia de la decadencia y
ruina del Imperio romano (1776).

Hay una coherencia entre el protagonismo que va adquiriendo la burguesía en la evolución


social de los países europeos occidentales y la reclamada presencia de ese sector del
Tercer Estado en las obras de historia. En España, nos ofrecen un buen testimonio de ello
las Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes [gremios] de la antigua ciudad de
Barcelona (1792) escritas por el catalán Antonio (o Antoni) de Capmany.

Dada la gran influencia cultural de Francia en la Europa del siglo XVIII, la Revolución
iniciada en París en 1789, que pone fin al Antiguo Régimen socio-político, tiene un enorme
impacto en todo el continente europeo. También en las lecturas del pasado. La nación de
ciudadanos empieza a ser el objeto de estudio y de relato, así como de una cierta

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sacralización. Conocer el pasado de la nación francesa se convierte, desde entonces, en
tarea de los poderes públicos (republicanos o monárquicos). Así se fragua la asociación
entre historiografía y nacionalismo,[10] tan característica de los siglos XIX y XX y más bien
contraria al cosmopolitismo de la Ilustración.

Entre los historiadores franceses que escriben apasionadamente en favor de la Revolución


destaca Jules Michelet. Lo hace en un estilo épico-romántico, aspirando a “la resurrección
de la vida en su integridad”, [11] y desea explicar cómo el pueblo francés predica su
“evangelio” al mundo. El nacionalismo francés y la ocupación napoleónica suscitan en
Alemania, España y Rusia un sentimiento nacional contrapuesto que se manifiesta no solo
en la historiografía sino también en la novela histórica. Guerra y paz (1869), de Tolstoi,
acude enseguida a la mente por su excepcional valor.

Cuando escribe Michelet, en Francia, Alemania y otros países de Europa la historia se


enseña ya como disciplina autónoma en las cátedras de enseñanza media y de universidad.
El modelo de seminario historiográfico adoptado por la universidad de Berlín en la que
termina su carrera Leopold von Ranke (1795-1886), es especialmente influyente. La labor
de Ranke ha suscitado interpretaciones diferentes. A veces, se le considera positivista, por
su deseo de atenerse estrictamente a la documentación comprobable; otras, se valora como
un testimonio de la interpretación idealista-hegeliana de la historia, atemperada por su
moderantismo temperamental. La identificación de Ranke con su país de origen (Alemania)
y con la Reforma protestante no le impidió realizar excelentes estudios sobre los Papas,
sobre la historia del siglo XVII en Francia e Inglaterra, así como sobre los Imperios español y
otomano.

El siglo XIX ha sido quizás aquel en el que la historia –como conocimiento y relato– ha
tenido más importancia. En esa centuria, se percibe ya una cierta especialización en la
investigación sobre el pasado. Además, la recopilación de fuentes y la creación de archivos
nacionales se convierten en objetivo y compromiso de los diferentes Estados europeos. El
estudio de la historia como genealogía del estado-nación es un común denominador de gran
parte de la historiografía.

¿Qué tipo de conocimiento consigue la “ciencia” de la historia?


La historiografía, en cuanto estudio de la manera en que se ha escrito e investigado la
historia, confina con la historiología. [12] Este término, aunque poco usado hoy, define una
aproximación al pasado en la que prevalece el aspecto teórico-filosófico, es decir, una
reflexión sistemática sobre las cuestiones más radicales que plantea la historia (como
conocimiento o como evolución humana).

La reflexión historiológica sobre el tipo de conocimiento que consigue la historia y sobre su


diferencia con el que obtienen las ciencias naturales se llevó a cabo en los últimos decenios
del siglo XIX, especialmente en el ámbito germánico. Con las aportaciones de Gustav

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Droysen, Wilhelm Windelband y Wilhelm Dilthey, se configuró una teoría de la historia que
se inclinaba a distinguir entre las Kulturwissenschaften o Geisteswissenschaften (ciencias
culturales, ciencias humanas o ciencias del espíritu) y las Naturwissenschaften (ciencias de
la naturaleza). Estas últimas, como la física, captan regularidades y leyes generales
matematizadas, por lo que serían ciencias nomotéticas (de nomos, ley, en griego). En
cambio, las ciencias de la cultura, como la historia, aprehenden mediante la interpretación
unas realidades humanas específicas propias de un tiempo, lugar y sistema cultural, por lo
que serían ciencias idiográficas (de ídios, singular o particular).

En la segunda mitad del siglo XIX se configura un ámbito de saber, la sociología, próximo a
la historia. Auguste Comte, Karl Marx y Max Weber, a pesar de sus grandes diferencias,
coinciden en este principio para interpretar la evolución social: los conocimientos históricos
concretos han de relacionarse estrechamente con unas dinámicas sociales amplias. La
historia quedaba así, en cierto modo, supeditada a la sociología.

La historia ha conservado siempre también la dimensión literaria y estética. De hecho,


muchos de los historiadores más famosos, como Edward Gibbon, Jules Michelet, Jacob
Buckhardt, Theodor Mommsen, o más recientemente, Winston Churchill y Fernand Braudel,
han sido excelentes escritores. La importancia que tiene en la historiografía la forma de
configurar el relato se ha visto muy acrecentada en la segunda mitad del siglo XX, tras los
estudios de Paul Ricoeur y de la publicación, por Hayden White, de Metahistoria. La
imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (1973).

Desde principios del siglo XX, cuando entran en crisis los relatos teleológicos (finalísticos)
de la historia y crecen las sospechas respecto a la metafísica, la historiología se ha
dedicado sobre todo a tratar problemas epistemológicos. Es un campo académico cultivado
por filósofos –así como por unos pocos historiadores– denominado a veces filosofía
analítica de la historia. [13]

¿Tiene valor preguntarse por el sentido de la aventura humana en el


tiempo?

Se ha llamado, en cambio, filosofía especulativa de la historia, a la que teoriza sobre el –


posible– sentido global de la trayectoria colectiva de la humanidad en el tiempo. El clima
cultural del siglo XX y XXI ha sido reacio a dar valor a esta filosofía. Este tipo de teorización
implica un serio riesgo de desmesura y de ensayismo. Con todo, la necesidad de disponer
de una explicación relativamente unitaria y coherente que dé sentido a la aventura humana
en el tiempo parece subyacer como requisito a la tarea más común que llevan a cabo la
mayoría de los historiadores. Esta consiste en investigar, comprender y relatar un conjunto
de acontecimientos, acotados temporal, espacial y temáticamente. Pero ¿cómo valorar y
contextualizar de manera amplia esos acontecimientos o procesos sin un background que
suministre un cañamazo para interpretarlos y darles una significación? ¿Es posible, por
ejemplo, tratar hoy de la presencia española en América durante el siglo XVI (llamémosla,

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discutiblemente, colonización y evangelización) sin tener cierta visión de conjunto del
proceso de mundialización y de la relación entre la civilización europeo-occidental y las otras
culturas?

La influencia de las nuevas realidades socio-culturales en el pensamiento y


en la escritura históricos
Esta panorámica de la historiografía se ha centrado en la escritura y el pensamiento sobre la
historia surgidos en la civilización europeo-occidental. A raíz de la quiebra moral y política
de Europa en el siglo XX y de la aceleración de la globalización en los últimos decenios, se
ha hecho evidente un cambio de perspectiva historiográfica. En esa nueva perspectiva
reclaman su sitio las relecturas del pasado surgidas desde los antiguos dominios de Europa
o desde países casi ajenos a la civilización europeo-occidental. [14]

Nuevas realidades socioculturales de hoy están ampliando y transformando las lecturas del
pasado humano. Entre estas nuevas realidades cabe resaltar la extraordinaria importancia
adquirida por la imagen en detrimento de la palabra, la primacía que se da a las emociones
sobre el razonamiento, la conciencia de la responsabilidad que nos incumbe a todos en la
preservación del medio ambiente natural. Dar la voz a las minorías y otros grupos sociales
antes postergados (por la raza, la clase, el género o la religión) en los relatos históricos
canónicos es una demanda social que se ha de atender también cuando se escribe sobre el
pasado.

Fernando Sánchez-Marcos (2020)

(Catedrático emérito de Historia Moderna de la Universitat de Barcelona. Fundador y


Director de http://culturahistorica.org).

NOTAS AL FINAL
[1] Pomian, Krzysztof (199). Sur l’histoire. París: Gallimard, pp. 31-32.

[2] White, Hayden (1978). Tropics of Discourse. Londres: J. Hopkins University Press, p.
104.

[3] Rüsen, Jörn (2005). Narration, Interpretation, Orientation. Nueva York: Berghahn, p. 133.

[4] Carbonell, Charles-Olivier (1984). L’Historiographie. París: PUF, p. 4.

[5] Koselleck, Reinhart (1993). Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos.
Barcelona: Paidós. (Ed. orig. alemana, 1979).

[6] Cfr. Ricoeur, Paul: Temps et récit, II. París: Seuil, p. 28.

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[7] Cfr. Hartog, François (2003). Régimes d’historicité. Présentisme et experiences du temps.
París: Seuil, 2003. Hartog desarrolla un concepto propuesto antes por Koselleck en Futuro
pasado (op. cit.).

[8] Se ha discutido hasta qué punto ese concepto de progreso es, en último término, una
visión secularizada de la esperanza cristiana. Cfr. Löwith, Karl (1968). El sentido de la
historia, Madrid: Aguilar, 1968. En Invitación a la historia (Barcelona: Labor, 1993, p. 126)
me he referido a la paulatina sustitución de Providencia por Progreso iniciada ya antes de la
Ilustración.

[9] Petrarca, precursor del humanismo renacentista, llegó a escribir: “¿Qué es toda la
historia, sino la alabanza de Roma?”.

[10] El filósofo Fichte, en sus Discursos a la nación alemana (1809), sostenía que los límites
auténticos de la nación eran los internos, especialmente los de la lengua.

[11] Michelet, Jules (1869). Histoire de France. Postfacio de 1869.

[12] “Historiology / Philosophy of Historical Writing”, aparece en Boyd, Kelly (ed.) (1999).
Encyclopedia of Historians and historical Writing. Historiología ha sido un término empleado
en el mundo hispánico por el filósofo José Ortega y Gasset y por el historiador mexicano
Edmundo O’Gormann.

[13] Los contenidos de la revista más emblemática en teoría de la historia, History and
Theory, son un testimonio claro de la primacía concedida a lo epistemológico.

[14] En este portal puede verse una amplia panorámica de la historiografía que abarca
también China, Japón y el mundo islámico: Daniel Woolf, «Historiography», en M. C.
Horowitz (ed.) (2005). New Dictionary of the History of Ideas, v. 1. Nueva York: Charles
Scribner’s Sons, pp. xxxv-lxxxviii.

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