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La Primera Guerra Mundial

En 1914 estalló la guerra más mortífera habida hasta entonces en Europa.


Las razones de un conflicto bélico de esta magnitud hay que buscarlas en
las rivalidades económicas y coloniales entre las grandes potencias y en los
conflictos y reivindicaciones nacionalistas en el seno del continente. La
Primera Guerra Mundial enfrentó a dos bloques de países: los aliados que
formaban la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se
unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y
Japón) y las potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el
Imperio austrohúngaro, apoyados por Bulgaria y Turquía).

Aunque todo el mundo creyó que sería breve, la Primera Guerra Mundial se
prolongó por espacio de cuatro años (1914-1918). Tras una fase de
estancamiento en que la muerte de centenares de miles de soldados en las
trincheras apenas movió los frentes, en 1917 los Estados Unidos entraron
en la guerra en apoyo del bando aliado, que resultaría a la postre el
vencedor. Las tensiones de la guerra propiciaron en octubre de 1917 el
triunfo de la Revolución Rusa, la primera de las revoluciones socialistas,
que se convertiría en referencia para las organizaciones y partidos de la
clase obrera en el siglo XX. Con la devastación demográfica y económica
ocasionada por la Primera Guerra Mundial se inició el declive de la Europa
occidental en favor de nuevas potencias emergentes: los Estados Unidos,
Japón y la URSS.

La Europa de 1914

Como consecuencia de la expansión industrial de las décadas anteriores y


del dominio colonial, en 1914 Europa el centro económico, político y
cultural del mundo. El viejo continente, sin embargo, no era en absoluto un
conjunto homogéneo. Francia, Gran Bretaña y Alemania lideraban casi
todas las ramas de la industria; entre las tres naciones se estableció una
feroz competencia en la que los germánicos comenzaron a destacar. Rusia,
el Imperio austrohúngaro, Turquía y las pequeñas naciones de los Balcanes
habían comenzado a modernizarse, pero todavía la mayor parte de la
población de estos países vivía de la agricultura.

Desde el punto de vista político, Francia y Gran Bretaña gozaban de


sistemas democráticos, mientras que los imperios alemán y austrohúngaro,
pese a fundarse en constituciones liberales, se regían por sistemas más
autoritarios. Rusia, pese a las reformas iniciadas en 1905, era un imperio
en el que el Zar mantenía una autoridad casi absoluta.

La rivalidad económica y las tensiones generadas por las aspiraciones


contrapuestas de los nacionalismos favorecieron a finales del siglo XIX la
configuración y consolidación en Europa de dos grandes alianzas
internacionales fuertemente armadas. Las relaciones políticas
internacionales descansaban desde 1871 en el sistema de alianzas y
equilibrio entre las grandes potencias que había diseñado el canciller Otto
von Bismarck con el objetivo de aislar a su rival, Francia, y colocar a Alemania
en una situación de supremacía en el continente europeo.

Ya en tiempos de Bismarck, y por iniciativa del estadista alemán, se había


constituido la Triple Alianza (1882), que agrupaba a los llamados Imperios
Centrales (El Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro) y al reino de
Italia, que no obstante se uniría al bando contrario tras iniciarse las
hostilidades. El ascenso al trono de Guillermo II, que destituyó de Bismarck
(1890), intensificó el expansionismo económico del Imperio alemán. La
respuesta al peligro potencial que suponía la Triple Alianza fue la Triple
Entente: lentamente gestada y negociada entre 1894 y 1907, consiguió
reunir los intereses comunes de Francia, el Reino Unido y el Imperio ruso.
Causas de la Primera Guerra Mundial

Las causas profundas de la Primera Guerra Mundial se sitúan tanto en el


orden económico como en el político, y pueden reducirse al antagonismo
económico y colonial entre las principales potencias industriales (Francia e
Inglaterra por un lado y Alemania por otro) y a la exacerbación de los
conflictos territoriales de signo nacionalista.

La unificación de Alemania en 1871 había convertido a esta nación en una


gran potencia que amenazaba directamente los intereses económicos de
Francia y del Reino Unido. La fuerte competencia por la búsqueda de
nuevos mercados y materias primas ya había provocado tensiones y
enfrentamientos por la pretensión alemana de extender su imperio colonial,
la cual chocaba con el reparto diseñado por sus rivales. Gran Bretaña y
Francia tenían numerosas posesiones en todo el mundo, e incluso algunas
naciones pequeñas o pobres, como Bélgica y Portugal, dominaban zonas
más extensas que sus propios estados. Los Imperios Centrales, en cambio,
habían llegado tarde al reparto colonial. El Imperio austrohúngaro carecía
de colonias, y Alemania únicamente había conseguido, después de muchas
tensiones, cuatro territorios africanos sin riquezas ni demasiadas
posibilidades económicas (Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la
actual Tanzania).

Este componente económico hizo que, al estallar el conflicto, las


organizaciones obreras denunciasen la situación como una guerra de
intereses propia del capitalismo y rechazasen la participación en la
contienda bélica. Los líderes socialistas de algunos países, como el
francés Jean Jaurès, se pronunciaron inequívocamente contra un conflicto que
calificaban de imperialista. Pero la división de los socialistas europeos y el
asesinato de Jaurès desmoralizó la oposición pacifista, y el sentimiento
nacionalista acabó por imponerse incluso entre los obreros, que ingresarían
sin reticencias en los respectivos ejércitos.

En el plano político, la penetración del ideario nacionalista en buena parte


del cuerpo social de los distintos pueblos y países contribuyó a crear un
clima de belicosidad. La Revolución francesa había introducido como
principio el derecho de los pueblos que compartían un origen y lengua
comunes a constituirse en naciones soberanas. Algunos movimientos
nacionalistas llegaron a colmar parcial o totalmente sus aspiraciones a lo
largo del siglo XIX (independencia de los Países Bajos en 1830, unificación
de Italia en 1861, unificación de Alemania en 1871); pero, a principios de
siglo XX, la mayor parte de las reivindicaciones nacionalistas seguían sin
satisfacerse.

Exaltando la grandeza y la gloria de la propia nación frente a las otras, el


nacionalismo proclamaba la necesidad de una unión sin reservas de todos
los ciudadanos contra el enemigo exterior común; tal doctrina, que allanaba
desigualdades sociales y discrepancias políticas o culpaba al vecino de los
problemas económicos, convenía a las clases dirigentes, y se vio fomentada
en la escuela, en el servicio militar o mediante celebraciones patrióticas;
incluso en la prensa, principal medio de comunicación de la época, se
denigraba sin pudor al enemigo. El fuerte espíritu patriótico presente en los
discursos políticos eclipsó los argumentos planteados por los líderes
socialistas y obreros. Así, las reivindicaciones territoriales formuladas por
ejemplo por el nacionalismo francés (devolución de Alsacia y Lorena, en
poder de Alemania) y por el nacionalismo italiano (incorporación de las
regiones del norte de Italia, en poder del Imperio austrohúngaro) cuajaron
en los ciudadanos hasta hacer sentir esas regiones como territorios
«irredentos» que debían ser liberados e incorporados a la nación.

En la Europa central y oriental y particularmente en los Balcanes, por otro


lado, diversas minorías reclamaban su derecho a formar un Estado propio,
mientras países como Serbia y Bulgaria se consideraban legitimados para
una ampliación de fronteras que acogiese a todos los miembros de la
patria; todo ello chocaba con los intereses de los imperios colindantes, es
decir, el Imperio austrohúngaro y el Imperio turco. Las reivindicaciones de
los pueblos eslavos eran defendidas por Rusia, que a su vez perseguía una
salida al Mediterráneo que mejorase su posición geoestratégica.

En este complejo panorama, la recuperación de territorios históricos por


naciones consolidadas y el afán independentista de los pueblos sin Estado
convivía con aspiraciones transnacionales. Diversas corrientes de
pensamiento alimentaban el deseo de conseguir, más allá de las propias
fronteras, la unificación de los pueblos de origen común; las más
importantes eran el pangermanismo alemán, que pretendía agrupar en un
gran imperio todos los pueblos de origen germánico, y el paneslavismo serbio,
que proponía la unión bajo un mismo Estado de los pueblos eslavos.
El detonante: el atentado de Sarajevo

La Primera Guerra Mundial vino precedida por diversos conflictos locales


que pusieron a prueba las alianzas internacionales y no hacían sino
presagiar un enfrentamiento a gran escala que cualquier chispa podía
encender. Perfectamente conscientes de ello, muchas naciones habían
venido realizando fuertes inversiones en el fortalecimiento y modernización
de sus ejércitos, dotándolos de una potencia formidable con finalidades
teóricamente defensivas; la escalada armamentista alcanzó tal nivel que el
periodo comprendido entre 1871 y 1914 es llamado «La paz armada». Las
fricciones por cuestiones coloniales dieron pronto lugar a diversas crisis,
entre las que destacan las causadas por el dominio de Marruecos (1905 y
1911), resueltas ambas en perjuicio de Alemania y en favor de los
franceses, que contaban con el apoyo de Inglaterra.

Otro constante foco de tensiones era la zona de los Balcanes, encrucijada


de etnias diversas y objeto de interés de distintos países. Para el Imperio
austrohúngaro, que carecía de colonias y de una fácil salida al mar, los
Balcanes constituían uno de los mercados más importantes; por este
motivo rechazaba la aspiración de Serbia de unificar todos los pueblos
eslavos meridionales en un solo país. El Imperio otomano, que durante
siglos había controlado la zona, quería conservar su prestigio e influencia
en la misma; el Imperio ruso, como ya se ha indicado, necesitaba conseguir
una salida al Mediterráneo, y por ello se erigió en defensora de los pueblos
eslavos. Todos estos agentes e intereses se enfrentaron en la Guerra de los
Balcanes (1912-1913), que apenas llegó a resolver nada; en 1914, la zona
seguía siendo un polvorín.

En una situación tan conflictiva como aquélla, un enfrentamiento entre dos


países que, en otras circunstancias, habría quedado aislado o se habría
superado por medio de negociaciones, dio pie al estallido de la guerra más
sangrienta conocida hasta entonces. El 28 de junio de 1914, el asesinato en
Sarajevo del heredero de la corona austrohúngara, el archiduque Francisco
Fernando de Austria, fue la chispa que desencadenó el conflicto. El autor
material del asesinato fue un estudiante bosnio vinculado a la sociedad
secreta La Mano Negra, una organización nacionalista radical de la que
formaban parte oficiales del servicio secreto serbio y que estaba en
contacto con los jóvenes activistas bosnios.
Desarrollo y fases de la Primera Guerra Mundial
El atentado provocó la indignada protesta del gobierno austrohúngaro, que
por medio de un duro ultimátum amenazó a Serbia con la guerra si no
atendía sus exigencias de tomar medidas inmediatas contra los
nacionalistas radicales serbios. La negativa serbia condujo a una
declaración de guerra y puso en marcha el sistema de alianzas:
sucesivamente se implicaron Rusia, Alemania, Francia e Inglaterra.
Recibida con cierto entusiasmo entre la población de los países contendientes,
comenzaba la «Gran Guerra», así llamada por aquel entonces; tras la
nueva conflagración que asoló Europa entre 1939 y 1945, ambos conflictos
serían bautizados con ordinales: «Primera Guerra Mundial» (1914-1918) y
«Segunda Guerra Mundial» (1939-1945).

Las fuerzas de los dos bloques enfrentados eran bastante equilibradas. La


superioridad naval y numérica de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y
Rusia) era compensada, en los Imperios Centrales, por la capacidad de
movilización y un potencial bélico mayor. El Imperio alemán y el
austrohúngaro carecían de grandes dominios coloniales, pero formaban un
bloque territorial compacto y coordinado.

Con la idea de derrotar a Francia antes de que pudiese recibir la ayuda de


Inglaterra y de que una ofensiva de Rusia los obligase a combatir en dos
frentes, los alemanes aplicaron de inmediato el plan Schlieffen, concebido
años atrás por el anterior jefe del Estado Mayor alemán, el mariscal Alfred
von Schlieffen. Este plan de ataque preveía un vasto movimiento de las
fuerzas alemanas que, en seis semanas, habían de penetrar en Francia
pasando por Bélgica, eludiendo así las tropas y fortificaciones fronterizas
francesas.
El espejismo de una guerra rápida (1914)
Bajo la dirección del general Helmuth von Moltke, el ejército alemán venció
la resistencia belga, atravesó el país y en pocos días se adentró en
territorio francés, pero el embate germánico fue frenado alrededor del eje
constituido por el río Marne. Las fuerzas francesas, dirigidas por el
general Ferdinand Foch, resistieron el avance alemán, pero carecieron a su
vez del poderío militar suficiente para forzar su retirada; con todo, al
disipar la posibilidad de una rápida ofensiva que llevase a los alemanes a
las puertas de París, la batalla del Marne (6-9 de septiembre de 1914)
resultó decisiva; representó asimismo un triunfo moral para los franceses y
marcó el curso ulterior de la guerra.
Nuevas batallas y combates entablados desde el río Marne hasta el
Atlántico tuvieron un desenlace similar; el frente occidental se estabilizó y,
a principios de 1915, ambos bandos se encontraban atrincherados en una
línea de ochocientos kilómetros que se extendía desde Suiza hasta la
ciudad belga de Ostende, en la costa del Mar del Norte. Prácticamente no
cambiaría hasta la primavera de 1918.

En el frente oriental, Alemania hubo de responder a la ofensiva lanzada por


Rusia. Mal entrenadas y poco coordinadas, las tropas rusas fueron vencidas
por las alemanas, comandadas por los generales Paul von Hindenburg y Erich
Ludendorff, en la batalla de Tannenberg (26-30 de agosto de 1914). Los
rusos sufrieron numerosísimas bajas, pero su acción posibilitó el éxito de
Francia en el frente occidental, ya que obligaron al general alemán Helmuth
von Moltke a trasladar diversas divisiones del frente occidental al oriental
para frenar la ofensiva rusa. La ausencia de estas divisiones fue decisiva
para inclinar la batalla del Marne en favor de los franceses.

Pese a la derrota frente a los alemanes, el Imperio ruso obtuvo algunas


victorias sobre los austriacos; pero, aunque no tan firmemente como el
occidental, el frente oriental quedó también estabilizado en una línea que
se extendía desde el mar Báltico a los Montes Cárpatos. A finales de 1914,
estaba claro que la guerra sería larga. Ante los exiguos resultados
conseguidos por la llamada «guerra de movimientos» de 1914 (rápidas
movilizaciones de grandes contingentes para aplastar al enemigo), los
estados mayores se prepararon para la «guerra de posiciones», es decir,
para una agotadora guerra de desgaste que se prolongaría casi hasta el
final de la contienda.

La guerra de trincheras (1915-1916)

A principios de 1915, ambos bandos construyeron complejas líneas de


trincheras que serpentearon por los cientos de kilómetros del frente. La
fortificación alcanzaría tal grado de virtuosismo que ninguno de los
contendientes lograría una penetración decisiva. Al quedar protegidos los
soldados del alcance de las ametralladores enemigas, la capacidad
armamentística (morteros, lanzagranadas, lanzallamas) y muy
especialmente la artillería pesada se transformó en dueña y señora del
campo de batalla. La industria siderometalúrgica se puso al servicio de las
necesidades militares y produjo masivamente cañones, morteros y obuses.
El consumo de municiones en los primeros meses de la guerra rebasó
largamente las previsiones, y la cuestión del aprovisionamiento acabó
trasformándose en un asunto esencial, que obligó a modernizar y planificar
la producción y a utilizar mano de obra femenina.

Ciertamente, la única arma eficaz contra las trincheras era la artillería, pero
ni siquiera los bombardeos de saturación podían garantizar una ruptura del
frente, ya que eran contrarrestados por la mayor eficacia de las medidas de
protección personal y la complejidad de la red defensiva, que incluía el
escalonamiento en profundidad de las fuerzas de reserva. Sin embargo,
mientras los frentes se mantenían incólumes, las trincheras registraban
espantosas carnicerías. Después de cada batida de la artillería, el terreno
quedaba arrasado, cubierto de hombres destrozados o mutilados. Las
trincheras se convirtieron en un infierno porque, además, las condiciones
higiénicas eran deplorables; el abastecimiento, insuficiente; y la tensión,
insoportable. El uso intensivo de armas como los gases letales obligó
además a los soldados a luchar con unas máscaras que reducían la
visibilidad e intensificaban su angustia.

Ante esa situación de estancamiento, durante el año 1916 alemanes y


franceses intentaron romper el frente concentrando los esfuerzos bélicos en
un solo punto. Tal era el objetivo de la gran ofensiva alemana sobre la
ciudad de Verdún, planeada por el jefe del Estado Mayor, Erich von
Falkenhayn. Iniciado el 21 de febrero de 1916, el ataque topó con la tenaz
resistencia de los franceses, que, bajo las órdenes del general Henri Philippe
Pétain, frenaron el avance sobre la ciudad y recuperaron, ya en noviembre
del mismo año, las escasas plazas que había llegado a ocupar el enemigo.
La ofensiva aliada sobre la región del río Somme, planeada por el mariscal
francés Joseph Joffre y el general británico sir Douglas Haig, tuvo el mismo
carácter masivo; iniciada el 1 de julio de 1916, concluyó sin éxito a
mediados de noviembre del mismo año. Ambas campañas costaron
centenares de miles de vidas y sólo movieron los frentes unos pocos
centenares de metros.
La guerra en el mar tuvo su episodio central en la batalla de Jutlandia (31
de mayo de 1916), en la que se enfrentaron la armada británica y la
alemana, comandadas respectivamente por los almirantes John
Jellicoe y Reinhard Scheer. Aunque la «Gran Flota» de Jellicoe sufrió pérdidas
superiores, el resultado favoreció a los ingleses: la escuadra alemana no
pudo romper el cerco establecido por los aliados, de modo que su campo de
acción quedaría reducido al Mar del Norte durante toda la guerra. La
excepción fueron, obviamente, los submarinos, que antes y después de
Jutlandia obstaculizaron el aprovisionamiento por vía marítima de Gran
Bretaña hundiendo los barcos británicos o aliados que se acercaban a la
isla. En mayo de 1915, el hundimiento del trasatlántico de
pasajeros Lusitania, que había zarpado de Nueva York, provocó una airada
reacción estadounidense, y el alto mando alemán hubo de aceptar
restricciones a la guerra submarina. Pero en febrero de 1917, los alemanes
anunciaron la extensión del bloqueo a todas las embarcaciones sin importar
su pabellón, decisión que pondría fin a la neutralidad de los Estados Unidos.
La intervención estadounidense y el final de la guerra (1917-1918)

Durante el año 1917, la población civil de muchas naciones en conflicto


llegó a una situación límite: a las dificultades para la mera subsistencia
había que sumar los trastornos familiares por la pérdida o ausencia de los
miembros más jóvenes y el agotamiento psicológico. Hubo intentos de
amotinamiento en las guarniciones, que fueron severamente reprimidos, y
también huelgas de protesta por la escasez de productos de primera
necesidad.

La aceptación más o menos entusiasta que gran parte de la población de


los países contendientes había manifestado al inicio de la guerra se había
convertido en un rechazo frontal a su continuación, sobre todo en las
grandes ciudades industriales de Alemania. También era especialmente
crítica la situación en el Imperio austrohúngaro, donde el
desabastecimiento y la falta de productos básicos se agudizaban día a día.
Por otra parte, después de la división y dispersión iniciales, y a la vista del
inmenso matadero en que se habían convertido los frentes, el movimiento
obrero internacional se pronunció abiertamente contra la guerra, y los
socialistas de cada Estado comenzaron a adoptar posiciones críticas
radicales.

En octubre de 1917 triunfó en Rusia la revolución dirigida por Lenin y los


bolcheviques, que se hicieron con el poder; el agotamiento de la población
y la promesa de poner fin a la guerra favorecieron el éxito revolucionario.
Para Lenin, que siempre había tachado el conflicto de «conflagración
burguesa, imperialista y dinástica» y de traidores a los socialdemócratas
europeos que la habían apoyado, la paz era prioritaria e imprescindible
para poder organizar el nuevo Estado surgido de la revolución; de ahí que
se apresurase a firmar un armisticio y a acordar la paz con los Imperios
Centrales (tratado de Brest-Litovsk, 3 de marzo de 1918), aun a cambio de
importantes concesiones territoriales.
Pero el acontecimiento clave de aquel año fue la entrada de los Estados
Unidos en la guerra (6 de abril de 1917). El motivo oficial fue la decisión
alemana de suprimir las restricciones a la guerra submarina; en adelante
atacarían a todos los buques (militares o civiles, aliados o neutrales) para
sostener el bloqueo marítimo contra Inglaterra. También se dio difusión a
un mensaje enviado por el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur
Zimmermann, a su embajador en México: el llamado «Telegrama
Zimmermann», interceptado por los servicios secretos británicos, reveló el
propósito del Imperio alemán de incitar a México a declarar la guerra a los
Estados Unidos, brindando al país vecino ayuda militar y financiera para
recuperar los territorios perdidos en la Guerra Mexicano-Estadounidense de
1846. El motivo de fondo, sin embargo, era el temor a no recuperar los
créditos concedidos a Gran Bretaña y Francia en caso de que ganasen los
Imperios Centrales.
El apoyo de Estados Unidos a Francia e Inglaterra decidió el desenlace de la
guerra. En pocos meses desembarcaron en Francia más de un millón de
soldados y un gran número de tanques, aviones, camiones y piezas de
artillería; con el respaldo de la llamada Fuerza Expedicionaria
Estadounidense, comandada por el general John Pershing, la superioridad
bélica de los aliados se hizo abrumadora.

En otoño de 1918, tal superioridad comenzó a dar resultados concretos; a


principios de noviembre, tras la destrucción de las líneas austriacas en la
batalla de Vittorio Veneto, el Imperio austrohúngaro aceptó el armisticio.
En el frente occidental, un último intento alemán de avanzar sobre el Marne
fue desbaratado en la batalla de Château-Thierry (4 de junio de 1918); en
septiembre, la contraofensiva aliada había obligado a los alemanes a
retroceder hasta la Línea Hindenburg, que sería aniquilada a primeros de
noviembre. En Alemania, una insurrección socialista se propagó de Baviera
a Berlín, donde un gobierno provisional proclamó la República y obligó al
emperador Guillermo II a abdicar y a exiliarse en los Países Bajos. El 11 de
noviembre de 1918, Alemania firmaba el armisticio.

Consecuencias de la Primera Guerra Mundial


Las consecuencias más evidentes de la Primera Guerra Mundial fueron las
que derivaron de los diversos tratados de paz, que modificaron
profundamente el mapa de Europa. Contra lo que pueda sugerir su nombre,
la Conferencia de Paz de París fue una mera negociación entre los
dirigentes de los países vencedores: el presidente norteamericano Woodrow
Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, su homólogo
francés Georges Clemenceau y el jefe del gobierno italiano, Vittorio Emanuele
Orlando. Ningún representante de Alemania participó en la conferencia, de
modo que la razón asistía a quienes calificaron de «diktat» (imposición) el
tratado de Versalles, firmado el 29 de junio de 1919, tras casi seis meses
de conversaciones.

Aunque se partió de los bienintencionados catorce puntos propuestos por el


presidente norteamericano Woodrow Wilson, las condiciones impuestas a
los vencidos fueron muy duras, y, especialmente por parte de Francia, no
hubo ninguna voluntad conciliatoria. El tratado de Versalles declaraba a
Alemania única culpable de la guerra y supuso para el antiguo Imperio
alemán la pérdida de todas sus colonias y también de numerosos
territorios, que pasaron a manos de los viejos y nuevos países limítrofes
(Francia, Bélgica, Dinamarca, Checoslovaquia, Polonia). El tratado
establecía asimismo la desmilitarización general del país (prohibiendo a
Alemania fabricar armamento, barcos y aviones de guerra y tener más de
cien mil soldados) y la obligación de pagar reparaciones de guerra, tasadas
en 132.000 millones de marcos oro, a las potencias vencedoras.

A excepción de las fronterizas, muchas de estas disposiciones no llegaron a


cumplirse; para Alemania, sin embargo, supusieron una humillación que
penetró profundamente en su tejido social y alimentó un sentimiento
revanchista que había de constituir una de las causas de la Segunda Guerra
Mundial. Los tratados de Saint-Germain-en-Laye (10 de septiembre de
1919) y de Trianon (4 de junio de 1920), por su parte, supusieron el
desmantelamiento del Imperio austrohúngaro, del que surgieron Austria,
Hungría, Checoslovaquia y la futura Yugoslavia. Austria y Hungría quedaron
reducidas a la tercera parte de la superficie que tenían antes de la guerra, y
sin salida al mar; además, se prohibió explícitamente a Austria cualquier
unión con Alemania.

Las consecuencias alcanzaron también, por supuesto, a los países europeos


vencedores, que vieron igualmente diezmada su población y destruidos sus
campos, fábricas y ciudades, y quedaron, en suma, tan arruinados como
los vencidos. Financiar la guerra había ultrapasado en mucho los ingresos
de los países contendientes, que hubieron de recurrir a préstamos y a
emisiones masivas de billetes, lo cual incrementó la deuda interna y
externa y disparó la inflación; el proceso inflacionario afectó especialmente
a las clases medias y bajas, pues los sueldos no subieron al mismo ritmo
que los precios, causando el empobrecimiento general de la población. La
incorporación de la mujer al mundo laboral, forzada por las necesidades
bélicas, fue uno de los escasos aspectos positivos; se reconoció su papel en
la sociedad y, en muchos países, se aprobó el sufragio femenino.

En el plano geopolítico, los Estados Unidos, sobre todo, y también el Japón,


fueron los principales beneficiados del desarrollo y desenlace de la Primera
Guerra Mundial. Mientras duraron las hostilidades exportaron alimentos y
material bélico a Europa, y una vez finalizada la contienda prestaron los
capitales necesarios para la reconstrucción. Al no haber padecido en su
propio territorio la devastación de la guerra, ambos países quedaron en
óptima posición para erigirse en nuevas potencias mundiales; a ellos se
sumaría muy pronto, tras la acelerada industrialización que impuso Stalin, la
Unión Soviética.
En el terreno político, la Primera Guerra Mundial culminó el proceso de
liquidación del absolutismo monárquico iniciado en la Revolución Francesa. Los
antiguos imperios (el alemán, el austrohúngaro, el otomano) fueron
sustituidos por repúblicas democráticas; pero este avance quedaría
desvirtuado por la crisis que iba a experimentar el sistema liberal y por la
evidencia de que, lejos de resolver los conflictos de fondo, la guerra
únicamente había acentuado las ambiciones y el revanchismo de
vencedores y vencidos, dejando en la inoperancia iniciativas como la
flamante Sociedad de Naciones (1919), auspiciada por los Estados Unidos.
La vieja Europa, con sus imperios coloniales, salió adelante, pero sólo para
enzarzarse, tras el «crack» de 1929 y el auge de los nuevos totalitarismos
(fascismo y comunismo), en una nueva conflagración, la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945), en la que perdería definitivamente la hegemonía
mundial que había ostentado en los últimos cincos siglos.

La Segunda Guerra Mundial


La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue uno de los acontecimientos
fundamentales de la historia contemporánea tanto por sus consecuencias
como por su alcance universal. Las «potencias del Eje» (los regímenes
fascistas de Alemania e Italia, a los que se unió el militarista Imperio
japonés) se enfrentaron en un principio a los países democráticos «aliados»
(Francia e Inglaterra), a los que se sumaron tras la neutralidad inicial los
Estados Unidos y, pese a las divergencias ideológicas, la Unión Soviética;
sin embargo, esta lista de los principales contendientes omite multitud de
países que acabarían incorporándose a uno u otra bando.
La ciudad alemana de Dresde tras los bombardeos aliados (febrero de 1945)

La Segunda Guerra Mundial, en efecto, fue una nueva «guerra total» (como
lo había sido la «Gran Guerra» o Primera Guerra Mundial, 1914-1918),
desarrollada en vastos ámbitos de la geografía del planeta (toda Europa, el
norte de África, Asia Oriental, el océano Pacífico) y en la que gobiernos y
estados mayores movilizaron todos los recursos disponibles, pudiendo
apenas ser eludida por la población civil, víctima directa de los más
masivos bombardeos vistos hasta entonces.

En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial suelen distinguirse tres


fases: la «guerra relámpago» (desde 1939 hasta mayo de 1941), la
«guerra total» (1941-1943) y la derrota del Eje (desde julio de 1943 hasta
1945). En el transcurso de la «guerra relámpago», así llamada por la nueva
y eficaz estrategia ofensiva empleada por las tropas alemanas, la Alemania
de Hitler se hizo con el control de toda Europa, incluida Francia; sólo
Inglaterra resistió el embate germánico.

En la siguiente etapa, la «guerra total» (1941-1943), el conflicto se


globalizó: la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour
provocaron la incorporación de la URSS y los Estados Unidos al bando
aliado. Con estos nuevos apoyos y el fracaso de los alemanes en la batalla
de Stalingrado, el curso de la guerra se invirtió, hasta culminar en la
derrota del Eje (1944-1945). Italia fue la primera en sucumbir a la
contraofensiva aliada; Alemania presentó una tenaz resistencia, y Japón
sólo capituló después de que sendas bombas atómicas cayeran sobre las
ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

El miedo a la expansión del comunismo soviético había hecho que Hitler


fuese visto por las democracias occidentales como un mal menor,
suposición que sólo desmentiría el desarrollo de la contienda. La Segunda
Guerra Mundial costó la vida a sesenta millones de personas, devastó una
vez más el continente europeo y dio paso a una nueva era, la de la «Guerra
Fría». Las dos nuevas superpotencias surgidas del desenlace de la guerra,
los Estados Unidos y la URSS, lideraron dos grandes bloques militares e
ideológicos, el capitalista y el comunista, que se enfrentarían
soterradamente durante casi medio siglo, hasta que la disolución de la
Unión Soviética en 1991 inició el presente orden mundial.

Dividida en dos áreas de influencia, la Occidental pro americana y el Este


comunista, Europa, como el resto del mundo, quedó reducida a tablero de
las superpotencias, y aunque la Europa occidental recuperó rápidamente su
prosperidad, perdió definitivamente la hegemonía mundial que había
ostentado en los últimos cinco siglos; en el exterior, tal declive se
visualizaría en el proceso descolonizador de las siguientes décadas, por el
que casi todas las antiguas colonias y protectorados europeos en África y
Asia alcanzaron la independencia.

Causas de la Segunda Guerra Mundial

A pesar de las controversias, los historiadores coinciden en señalar diversos


factores de especial relieve: la pervivencia de los conflictos no resueltos por
la Primera Guerra Mundial, las graves dificultades económicas en la
inmediata posguerra y tras el «crack» de 1929 y la crisis y debilitamiento
del sistema liberal; todo ello contribuyó al desarrollo de nuevas corrientes
totalitarias y a la instauración de regímenes fascistas en Italia y Alemania,
cuya agresiva política expansionista sería el detonante de la guerra. Ya en
su mera enunciación se advierte que tales causas se encuentran
fuertemente imbricadas: unos sucesos llevan a otros, hasta el punto de que
la enumeración de causas acaba convirtiéndose en un relato que viene a
presentar la Segunda Guerra Mundial como una reedición de la «Gran
Guerra».
Soldados americanos en el desembarco de Normandía (junio de 1944)

Ciertamente, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) no apaciguó las


aspiraciones nacionalistas ni los antagonismos económicos y coloniales que
la habían ocasionado. Todo lo contrario: la forma en que fue fraguada la
paz, con condiciones abusivas impuestas unilateralmente por los
vencedores a los vencidos en el Tratado de Versalles (1919), no hizo sino
incrementar las tensiones. Alemania, que había sido declarada culpable de
la guerra, perdió sus posesiones coloniales y parte de su territorio
continental, siendo además obligada a desmilitarizarse y a abonar
desorbitadas reparaciones a los vencedores. Italia, pese a formar parte de
la alianza vencedora, no vio compensados sus sacrificios y su esfuerzo
bélico con la satisfacción de sus demandas territoriales.

El desenlace de la guerra había llevado a la desmembración de los imperios


derrotados (el alemán y el austrohúngaro) y a la implantación en los viejos
y nuevos países resultantes de repúblicas democráticas. No era fácil
consolidar en estas sociedades sometidas a autocracias seculares y
carentes de tradición democrática un sistema liberal, máxime cuando los
valores en que éste se sustentaba (confianza en la razón humana, fe en el
progreso) habían sido minados por los horrores de la guerra. Pero además,
las democracias liberales mostraron pronto su incapacidad para hacer
frente a una situación extremadamente delicada. El conflicto había dejado
un paisaje de devastación económica y empobrecimiento generalizado de la
población que los nuevos gobiernos no supieron abordar.
Todo ello fue capitalizado por grupúsculos y formaciones políticas
extremistas, de entre las cuales cobraron progresivo protagonismo las
organizaciones de la ultraderecha nacionalista, con el fascismo italiano y su
variante alemana (el nazismo) a la cabeza. Junto a las aspiraciones
nacionalistas anteriores a la Primera Guerra Mundial (por ejemplo, el ideal
pangermanista de unir a los pueblos de lengua alemana), estos grupos
asumieron como componentes ideológicos el revanchismo suscitado por el
Tratado de Versalles y el militarismo expansionista implícito en doctrinas
como la del «espacio vital», que preconizaba la necesidad ineludible de
obtener un ámbito territorial dotado de la extensión y los recursos
necesarios para asegurar el desarrollo económico y la prosperidad de la
nación.

Mussolini y Hitler

Presentándose además como los verdaderos patriotas frente a una clase


política de traidores que había ratificado las imposiciones de Versalles, los
fascistas ridiculizaron abiertamente el parlamentarismo y la democracia e
incluso algunos de sus principios fundamentales, como el igualitarismo,
contribuyendo al descrédito del sistema liberal desde una perspectiva
opuesta pero complementaria a la de los comunistas, que veían en los
gobiernos democráticos meros instrumentos opresores al servicio de la
burguesía capitalista.

Sin embargo, para los fascistas, las formaciones comunistas y los sindicatos
obreros eran poco menos que agentes de Moscú, es decir, una conjura
organizada por enemigos exteriores para debilitar a la nación. Este
inequívoco y furibundo anticomunismo acabaría resultando clave en su
acceso el poder. Su mensaje no sólo caló paulatinamente entre las legiones
de descontentos que había dejado tras de sí la guerra, sino que, en los
momentos decisivos, el fascismo recibió el apoyo de las clases dominantes,
temerosas de una revolución social como la que había liquidado la Rusia de
los zares en 1917.

En fecha tan temprana como 1922, la «Marcha sobre Roma» de los


fascistas italianos llevó al nombramiento como primer ministro de
Mussolini, quien, tras ilegalizar las restantes fuerzas políticas en 1925,
instauró su régimen fascista en Italia. Hitler, en política activa desde 1920,
hubo de esperar al «crack» de 1929 y a su nueva espiral de bancarrota y
desempleo; en 1932, el partido nazi fue la fuerza más votada en las
elecciones; en 1933 fue nombrado canciller, y a mediados de 1934,
habiendo suprimido las instituciones democráticas y toda oposición política,
detentaba un poder absoluto como «Führer» o caudillo al frente del
régimen nazi.

En aplicación de su ideario, Adolf Hitler desdeñó todas las disposiciones de


Versalles y preparó a Alemania para satisfacer por la fuerza las
reivindicaciones territoriales que no fuesen atendidas: implantó el servicio
militar obligatorio y ordenó un rearme masivo que, a base de fuertes
inversiones, dotó a Alemania de un formidable ejército, reactivó la industria
nacional y fortaleció sensiblemente la economía del país y su propio
liderazgo. Sin el respaldo de la opinión pública para embarcarse en una
nueva guerra, la posición de los gobiernos de Francia e Inglaterra era, por
contraste, claramente débil.
Londres tras un ataque de la aviación nazi (7 de junio de 1940)

En 1938, Hitler anexionó Austria a Alemania y reclamó la región checa de


los Sudetes, con numerosa población alemana. Ese mismo año, en la
Conferencia de Múnich (30 de septiembre de 1938), Hitler fingió limitar sus
ambiciones ante el primer ministro británico Neville Chamberlain y el
presidente francés Édouard Daladier. Pero en seguida se vio que la «política de
apaciguamiento» de Inglaterra y Francia, consistente en ceder a sus
demandas a cambio de la promesa de renunciar a nuevas reivindicaciones,
era completamente inútil. Vulnerando los acuerdos de Múnich, Hitler ocupó
no únicamente los Sudetes, sino toda Checoslovaquia (marzo de 1939),
invadió la región de Memel (Lituania) y puso sus ojos en Polonia, a la que
reclamaba el corredor y la ciudad libre de Danzig, territorios que el Tratado
de Versalles había arrebatado a Alemania para proporcionar a Polonia una
salida el mar.
Al mismo tiempo, y en previsión de la inminencia de la guerra, Hitler
atendió hábilmente al flanco diplomático. Desde años atrás había
colaborado estrechamente con el régimen hermano de Italia, entendimiento
que reforzó subscribiendo con Mussolini el Pacto de Acero (mayo de 1939).
Tres meses después, el 23 de agosto de 1939, selló el tratado Ribbentrop-
Molotov, así llamado por sus firmantes, el ministros de Exteriores
alemán Joachim von Ribbentrop y el ruso Vyacheslav Molotov. Fundamentalmente,
el tratado era un pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética
que incluía entre sus cláusulas secretas el reparto de Polonia, a la que
Francia y Gran Bretaña habían prometido ayuda en caso de guerra.
El pacto con la URSS garantizaba a Alemania que no habría de luchar en un
doble frente; sintiéndose seguro, Hitler ordenó la invasión de Polonia. El 1
de septiembre de 1939 se iniciaron las operaciones militares; dos días
después, Francia e Inglaterra declararon la guerra a Alemania. Comenzaba
así la Segunda Guerra Mundial, que por el exiguo número de beligerantes
no parecía que hubiese de merecer ese calificativo; dos años y medio más
tarde, sin embargo, el conflicto se había extendido por todo el planeta.

Desarrollo de la Segunda Guerra Mundial


Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la potencia bélica de los bandos
contendientes era prácticamente equivalente, a pesar de que Francia e
Inglaterra habían comenzado más tarde su rearme. Cada uno de los aliados
había desarrollado de forma distinta sus medios bélicos. Francia mejoró y
desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea Maginot, impulsada
por el ministro de Guerra André Maginot), previendo una guerra de posiciones
como en la Primera Guerra Mundial. La poderosa marina británica no
invirtió en la construcción de unidades que se convertirían en vitales (como
el portaaviones), pero el país desarrolló ampliamente su fuerza aérea.

De las potencias que pronto intervendrían en el conflicto, la URSS contaba


con sus ingentes recursos humanos, y el otro gigante mundial, los Estados
Unidos de América, poseía mayor potencial industrial que capacidad militar
efectiva; sólo tras decidir su participación en la guerra enfocó rápidamente
su industria a la fabricación de armas, y especialmente a la construcción de
aviones (cazas y bombarderos) y potentes buques de guerra (portaaviones
y acorazados).
Bombarderos estadounidenses sobre Ploiesti (Rumanía)

Los términos del Tratado de Versalles habían impuesto a Alemania la


desmilitarización y la limitación de sus arsenales; tal humillante obligación
tuvo sin embargo la virtud de eliminar armamentos que hubieran resultado
obsoletos en la Segunda Guerra Mundial y de favorecer, llegado el
momento, la creación desde cero de un eficiente ejército dotado de armas
de última generación. De este modo, cuando Hitler ordenó la
remilitarización y el rearme del país, orientó la industria hacia la producción
de aviones y unidades terrestres motorizadas, especialmente tanques y
carros de combate, y aunque desechó la fabricación de portaaviones y otros
barcos de superficie, construyó una potente flota de submarinos. No hay
que olvidar que Alemania contaba con un importante potencial técnico,
tanto en la metalurgia como en la industria química y eléctrica, de gran
aplicación en la industria de guerra.

La «guerra relámpago» (1939 - mayo 1941)

La invasión de Polonia, que había desencadenado la Segunda Guerra


Mundial, se completó en poco más de un mes; en virtud de una cláusula
secreta del tratado de no agresión germano-soviético, los rusos facilitaron
la victoria ocupando la zona oriental de Polonia, que había pertenecido a la
Rusia zarista. Después de esta primera ofensiva, curiosamente, se entró en
una fase que los periodistas bautizaron como la «guerra de broma»:
Francia, Inglaterra y Alemania se habían declarado la guerra, pero, entre
octubre de 1939 y marzo de 1940, en ninguno de estos países se
registraron combates. Ambos bandos movilizaron y prepararon sus
efectivos y defensas, pero dejaron pasar el invierno sin tomar ninguna
iniciativa.

Antes de comenzar la guerra, y pensando en los efectos que podría tener


un bloqueo similar al llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial,
Hitler había promovido la autarquía económica, intentando llevar el país a
un nivel de autosuficiencia o de mínima dependencia del exterior. Pero
aunque lo había logrado en muchos ámbitos, Alemania carecía de algunas
materias primas imprescindibles para su industria de guerra, como el
hierro: seguía dependiendo del hierro escandinavo. Por esta razón, el
primer paso de Hitler fue la ocupación de Dinamarca y Noruega (abril de
1940); la escasa resistencia fue vencida en pocos días, y los gobiernos de
los países ocupados hubieron de trasladarse a Londres.

En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra
Francia, que resultaría en una victoria tan aplastante como las de Polonia y
Escandinavia: bastó poco más de un mes para que toda Francia quedase
bajo el control efectivo de Alemania. Convencidos de que, al igual que en la
Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse en las trincheras, los
generales franceses habían reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero
descuidaron la región de las Ardenas, considerando que sus bosques y
montañas eran intransitables para las unidades blindadas del Reich.

Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor escogió
precisamente las Ardenas como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo
de 1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques sobre Holanda y
Bélgica, y cuatro días más tarde, el grueso del ejército alemán caía sobre
Francia desde las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con uso masivo
de divisiones de tanques (Panzer) y de unidades especializadas como las de
paracaidistas y la aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves, las
tropas alemanas se lanzaron sin impedimentos sobre el Canal de la
Mancha, dejando embolsadas las tropas británicas y francesas en la zona
de Dunkerque. Inexplicablemente, los alemanes detuvieron durante su
avance dos días, dando tiempo a que franceses e ingleses pudiesen
completar, el 4 de junio de 1940, el reembarco de sus efectivos (más de
trescientos mil soldados) hacia Gran Bretaña.
Hitler en París, pocos días después de la ocupación (23 de junio de 1940)

Al día siguiente, los alemanes emprendieron el avance hacia el sur; el 14


de junio entraron en París. El mariscal Philippe Pétain, que había asumido la
presidencia, pactó con Hitler un armisticio. Francia quedó dividida en dos:
el norte ocupado, que daba a Hitler el control de toda la fachada atlántica y
de la capital, y una zona sur de jurisdicción francesa administrada por un
gobierno colaboracionista (presidido por Pétain) que tenía su sede en Vichy.
Mientras tanto, el general Charles de Gaulle, que rechazó este acuerdo,
organizó desde Londres la resistencia interior, lanzando a través de la radio
consignas que por el momento tendrían escasa repercusión; para muchos
franceses, Pétain había salvado al país de males mayores.
Las campañas citadas, y muy especialmente la ofensiva sobre Francia, son
ejemplos eminentes del éxito de las nuevas tácticas militares conocidas
como «guerra relámpago» (Blitzkrieg). Apoyándose en la rapidez, movilidad
y perfecta coordinación de sus unidades motorizadas (aviación, tanques,
carros de combate, artillería autopropulsada), los alemanes concentraban
sus energías en puntos débiles o estratégicos hasta forzar sorpresivas
rupturas en el frente por las que penetraban las fuerzas terrestres, que
avanzaban rápidamente por la desguarnecida retaguardia hacia sus
objetivos finales, sembrando el caos y el desconcierto entre las líneas
enemigas.
La «guerra relámpago» (hasta mayo de 1941) dio a Hitler el control de Europa

La guerra se convirtió así en una orgía de la velocidad: de las tropas


motorizadas, de las comunicaciones, de las órdenes, de la definición sobre
la marcha de ofensivas y objetivos. El ajedrez reposado de la Primera
Guerra Mundial dio paso a una partida rápida que los grandes estrategas
franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto de frente quedó
finiquitado; había frente donde atacaban los alemanes, lo cual, dada su
rapidez y movilidad, era como decir que no lo había. Que la Línea Maginot
se mantuviera intacta tras la caída de París era el negro chiste que
señalaba la abismal diferencia entre la guerra antigua y la moderna, entre
acumular tropas para defenderse de nadie y exprimirlas al máximo
dotándolas de un duende de dinamismo que parecía ubicuidad. Hay que
notar que este novedoso enfoque respondía también a una necesidad
estratégica profunda: Inglaterra seguía ejerciendo el dominio de los mares,
y, al igual que en la Primera Guerra Mundial, Alemania podría quedar
desabastecida de petróleo y otros productos básicos si era sometida a un
prolongado bloqueo marítimo por los británicos. De ahí la prioridad de
llevar rápidamente el conflicto hacia su desenlace.

En solamente nueve meses, Hitler se había apoderado de Europa: los


países que no habían caído bajo su dominio eran aliados suyos o neutrales.
Con la claudicación de Francia, en efecto, tan sólo quedaba Gran Bretaña, a
cuyo frente se había colocado el gobierno de coalición presidido por Winston
Churchill, un político de dilatada trayectoria destinado a convertirse en el
más admirado estadista de la Segunda Guerra Mundial. Reconociendo en su
toma de posesión (10 de mayo de 1940) que no podía ofrecer más que
«sangre, sudor y lágrimas» a sus conciudadanos, el nuevo primer ministro
insufló un espíritu de lucha en el pueblo británico y, con su determinación
de resistir a toda costa, contrarió los planes de Hitler, que había supuesto
que el aislamiento empujaría a Inglaterra a negociar.

Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler ordenó diseñar un plan de


desembarco en las islas, pero sus generales le convencieron de que, dada
la superioridad de la armada británica, tal empresa era imposible sin
conseguir previamente, al menos, el control del espacio aéreo. De este
modo, la batalla de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se libró
exclusivamente en el aire: cazas y bombarderos de la Luftwaffe alemana y
la Royal Air Force británica se enzarzaron en cruentos combates y soltaron
miles de bombas primero sobre objetivos militares y luego sobre Londres y
Berlín, causando terribles estragos en la población civil. Gracias a la
proximidad de los aviones ingleses a sus bases y a las vitales informaciones
sobre la aviación enemiga que aportaba el uso del radar, el resultado fue
favorable a los británicos. Hitler se vio obligado a posponer indefinidamente
la invasión de Inglaterra; la guerra comenzaba a alargarse más de lo
deseado.
Calle londinense tras un bombardeo nocturno

Entretanto, deslumbrado por las grandes victorias obtenidas por el


Reich, Mussolini decidió finalmente que Italia entrara en la guerra en apoyo
de Alemania. El Duce esperaba con ello satisfacer sus ambiciones
territoriales en los Balcanes y el norte de África. En septiembre de 1940,
Italia atacó Grecia desde Albania, pero griegos y británicos lograron
rechazarles. Hitler, que ya pensaba en la invasión de la URSS, tuvo que
desviar parte de sus tropas y medios en ayuda de su desastroso aliado.
Con la colaboración de Rumanía, Hungría y Bulgaria, que se aliaron con el
Reich, los alemanes emprendieron en abril de 1941 una nueva «guerra
relámpago»: en apenas dos semanas ocuparon Yugoslavia y la Grecia
continental, forzando la rendición de los ejércitos de estos países y la
retirada de los británicos. En mayo de 1941, la arrolladora campaña finalizó
con la ocupación de Creta.
La «guerra total» (junio 1941 - junio 1943)

En 1941, la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour


precipitaron la globalización del conflicto. Alemania y la URSS habían
firmado un pacto de no agresión en cuyas cláusulas secretas se reconocía a
Finlandia, los países bálticos y Besarabia como áreas de influencia
soviética. Inmediatamente después de la ocupación de Polonia, Stalin se
había tomado la libertad de invadir por su cuenta las repúblicas bálticas
(Estonia, Letonia y Lituania) y de ocupar el sur de Finlandia, de modo que
la URSS había recuperado ya los territorios perdidos en la Primera Guerra
Mundial.

Estas apresuradas anexiones molestaron a Hitler. Pese a su visceral


anticomunismo, el Führer había buscado el pacto con la Unión Soviética con
la pragmática finalidad de no tener que luchar en dos frentes; pero ahora
las ambiciones de los rusos chocaban con el irrenunciable objetivo de
adjudicar a Alemania un «espacio vital», expandiéndose hacia el este. Por
esta razón, Hitler preparó concienzudamente la «Operación Barbarroja»
para conquistar la URSS y, más tarde, abatir el poderío británico en Oriente
Medio.

Soldados rusos en la batalla de Stalingrado (diciembre de 1942)

La campaña de Rusia comenzó el 22 de junio de 1941. El Estado Mayor


alemán organizó los ejércitos en tres cuerpos que fueron enviados hacia el
norte (Leningrado), hacia el centro (Moscú) y hacia el sur (Ucrania). Los
rusos firmaron un acuerdo con los británicos y al mismo tiempo trasladaron
su industria hacia el interior para que no cayera en manos del Reich. Los
generales alemanes habían proyectado una ofensiva en diez semanas,
pero, tras un impetuoso arranque que mejoraba incluso su previsiones, el
deficiente estado de las infraestructuras (en modo alguno comparables a
las de la Europa occidental) y el rechazo de la población retrasaron el
avance de sus divisiones, que no estuvieron en disposición de atacar sus
objetivos hasta finales de septiembre.

Con las primeras lluvias de octubre, las carreteras rusas, no pavimentadas,


se convirtieron en barrizales impracticables. En noviembre, las
temperaturas alcanzaron los 32 grados bajo cero, reduciendo el material
bélico a chatarra congelada y matando miles de soldados. A principios de
diciembre, el avance sobre Moscú quedó definitivamente paralizado. Una
vez más, la estepa rusa y el «general Invierno» parecían haber derrotado al
temerario occidental que osaba aventurarse por sus inmensidades; lo
mismo le había ocurrido, más de cien años antes, a Napoleón Bonaparte. Sin
embargo, pese a las múltiples penalidades y a la imposibilidad de cavar
trincheras en el suelo congelado, las tropas alemanas resistieron los
contraataques rusos y mantuvieron sus posiciones.
Con la llegada de la primavera se reiniciaron las hostilidades. En el frente
sur, los alemanes se adentraron hasta el río Don, y en septiembre de 1942
se encontraban a las puertas de Stalingrado. Entre finales de 1942 y
principios de 1943, en el interior y los alrededores de esta ciudad tendría
lugar la más dura y decisiva de las batallas de la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el mando de Konstantín Rokossovski, las fuerzas soviéticas rodearon el
ejército del mariscal alemán Friedrich von Paulus, mientras el general
ruso Gueorgui Zhúkov dirigía la defensa de la ciudad. El 2 de febrero de 1943,
von Paulus se vio obligado a capitular; los rusos capturaron trescientos mil
prisioneros. La batalla de Stalingrado invirtió el curso de la guerra: a partir
de ese momento, la contraofensiva soviética obligaría a los alemanes a
retroceder.
El acorazado West Virginia envuelto en llamas tras el ataque japonés a Pearl Harbour (7 de
diciembre de 1941)

El segundo acontecimiento clave de la etapa 1941-1943 fue la entrada de


los Estados Unidos en la guerra a raíz del ataque japonés a Pearl Harbour
(7 de diciembre de 1941). Aunque ciertamente en un primer momento
quisieron mantenerse estrictamente neutrales, los americanos, en realidad,
habían ya comenzado a servir a los intereses de los aliados. El apoyo
norteamericano se hizo patente cuando, en marzo de 1941, el
presidente Franklin D. Roosevelt obtuvo del Congreso la aprobación de la ley
de Préstamo y Arriendo, que permitió a los aliados surtirse de todo tipo de
materiales y armas sin tener que pagar en el momento de la compra: se
estaba ayudando con todos los medios económicos a la lucha contra
Alemania.

Como aliado de Alemania e Italia, países con los que había sellado el Pacto
Tripartito de 1940, Japón había comenzado a ocupar algunas colonias
británicas, francesas y holandesas del Asia Oriental con la ayuda, en
muchos casos, de los nacionalistas nativos. El expansionismo del militarista
Imperio japonés chocaba con los intereses de los norteamericanos, que
bloquearon las exportaciones de petróleo y acero y congelaron los activos
japoneses en el país, entre otras sanciones económicas.

La intervención de Estados Unidos parecía inminente, pero Japón se


anticipó con un ataque por sorpresa cuyo objetivo era obtener una
inmediata superioridad naval: sin previa declaración de guerra, la aviación
nipona bombardeó y hundió la mayor parte de la flota norteamericana
fondeada en la base de Pearl Harbour, en las islas Hawai (7 de diciembre
de 1941). Estados Unidos declaró la guerra a Japón y, poco después, a
Italia y Alemania; la Segunda Guerra Mundial ingresaba así definitivamente
en su fase de universalización.

Durante los primeros meses de 1942, los japoneses, que anteriormente


habían suscrito un pacto de no agresión con Rusia, campearon sin
demasiadas dificultades por el sudeste asiático, ocupando Singapur,
Indonesia, las islas Salomón, Birmania y Filipinas. Pero el 4 de junio de
1942, sus progresos quedaron bruscamente frenados en el más decisivo de
los combates navales de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de Midway,
un archipiélago situado 1.800 kilómetros al oeste de las islas Hawai en
torno al que se enfrentaron las armadas enemigas. Japón vio hundirse sus
cuatro portaaviones, unidades que se habían revelado esenciales para la
supremacía en la moderna guerra marítima, y ya nunca podría resarcirse
de su pérdida; los astilleros estadounidenses botaron nuevos buques de
guerra a toda máquina, y en adelante los norteamericanos sólo tendrían
que imponer su superioridad naval y aérea, a la que los nipones opusieron
una fanática resistencia.

El portaaviones norteamericano Yorktown en la batalla de Midway (4 de junio de 1942)


El norte de África también fue escenario de combates. Desde Gibraltar
hasta Alejandría, la armada británica dominaba el Mediterráneo, pero
existía un punto de gran importancia estratégica que podía inclinar la
balanza del lado alemán: el canal de Suez. Controlado por los ingleses, este
paso permitía la comunicación entre las colonias africanas y asiáticas del
Imperio británico y la metrópoli; su pérdida pondría en graves aprietos a
Inglaterra. En septiembre de 1940, Mussolini había fracasado en su intento
de atacar Egipto desde la vecina Libia, entonces colonia italiana. En febrero
de 1941, Hitler envió en su apoyo el Afrika Korps del general Erwin Rommel,
cuya pericia táctica le valdría el sobrenombre de «el zorro del desierto». En
su avance hacia el este, Rommel obtuvo sucesivas victorias, pero llegó
desgastado a la ciudad egipcia de El Alamein (julio de 1942), donde, falto
de tanques y combustible, acabaría siendo derrotado por el VIII Ejército del
general británico Bernard Montgomery. Cortado definitivamente el acceso al
canal de Suez, el frente africano perdió relevancia para los alemanes.
La derrota del Eje (julio 1943-1945)

La universalización de la Segunda Guerra Mundial decantó el conflicto; con


la incorporación al bando aliado del poderío militar e industrial de la Unión
Soviética y Estados Unidos, las potencias del Eje perdieron todas sus
opciones. De hecho, ya en la etapa anterior se habían registrado combates
decisivos que señalaban la inversión en el equilibrio de fuerzas: desde las
batallas de Midway (junio de 1942) y Stalingrado (febrero de 1943),
japoneses y alemanes se veían obligados a retroceder ante la
contraofensiva de los americanos y los rusos. A estos avances se añadió,
en la fase final de la guerra, la apertura de dos nuevos frentes: el de Italia
(iniciado con el desembarco aliado en Sicilia) y el de Francia (tras el
desembarco de Normandía), cuyo resultado sería, tras padecer un acoso en
todas direcciones, la caída del Reich.

El desembarco aliado en Sicilia, iniciado el 10 de julio de 1943, tenía como


objetivo apoderarse de la isla y utilizarla como base para la invasión de
Italia. Aun antes de haber sido completada, la ofensiva sobre Sicilia tuvo un
impacto psicológico inesperado en la clase política: el 25 de julio, el Gran
Consejo Fascista destituyó a Mussolini, que fue encarcelado; el monarca
italiano Víctor Manuel III encargó la formación de un nuevo gobierno al
general Pietro Badoglio, que firmó un armisticio con los aliados el 3 de
septiembre, fecha en que las tropas aliadas desembarcaron sin oposición en
la península Itálica.

Los alemanes supieron reaccionar rápidamente: invadieron el norte de


Italia, liberaron a Mussolini en una arriesgada operación (12 de septiembre
de 1943) y lo pusieron al frente de un gobierno fascista, la República de
Salò, así llamada por el nombre de la ciudad italiana en que tenía su sede.
Pese al apoyo del gobierno y la población, los aliados no pudieron avanzar
por esa Italia partida en dos; el frente se estabilizó a unos cien kilómetros
al sur de Roma. Una importante ofensiva permitiría tomar la capital en
junio de 1944, pero desde entonces las prioridades fueron liberar Francia y
caer rápidamente sobre Berlín. Ya en 1945, ante el ataque final de los
aliados, Mussolini intentó huir a Suiza, pero fue descubierto y fusilado por
miembros de la resistencia.

El desembarco de Normandía (6 de junio de 1944)

El desembarco de Normandía (6 de junio de 1944) es sin duda la acción


más recordada de la Segunda Guerra Mundial. La apertura de un frente
occidental tenía un alto valor estratégico por cuanto obligaba a Alemania a
dividir sus fuerzas para combatir entre dos frentes. Protegidas por un
intenso bombardeo aéreo y naval, las divisiones aliadas desembarcaron en
las playas de esta región del noroeste de Francia. Tras duros combates, se
logró afianzar la cabeza de puente; el 1 de agosto, fecha en que finaliza el
célebre Diario de Ana Frank, el frente alemán se hundió; el 25 de agosto,
París era liberada. Simultáneamente, el ejército soviético emprendió en
junio de 1944 una gran ofensiva que liberó Polonia, Rumanía y Bulgaria.

Todo estaba perdido, pero Hitler, depositando todavía sus esperanzas en


las potentes armas secretas que desarrollaban los ingenieros del Reich,
arrastró a Alemania a una desesperada resistencia. A principios de 1945,
un último contraataque alemán en las Ardenas fue abortado; a partir de
ese momento, la guerra se convirtió en una carrera en que los generales
rusos y occidentales se disputaron el honor de llegar los primeros a Berlín,
trofeo que se llevaron los soviéticos (2 de mayo de 1945). Dos días antes,
el Führer se había suicidado en su búnker.

Hiroshima arrasada por la bomba atómica; abajo, la explosión sobre


Nagasaki fotografiada desde Koyagi-jima, a quince kilómetros de distancia
En el Pacífico, desde la derrota de Midway, Japón apenas si había logrado
más que ralentizar su retirada resistiendo tenazmente las acometidas de
los estadounidenses, que diezmaron la armada nipona y reocuparon
numerosos territorios. En verano de 1945, pese a la capitulación de
Alemania, el Imperio japonés seguía decidido a resistir a toda costa. Debido
a las inmensas distancias y a la singular geografía del escenario bélico, que
obligaba a luchar de isla en isla, la Guerra del Pacífico se preveía
sumamente costosa en recursos humanos y materiales. Ante esta
perspectiva, Harry S. Truman, nuevo presidente norteamericano tras la súbita
muerte de Roosevelt, optó por emplear una nueva arma: la bomba
atómica. El 6 y 9 de agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima
y Nagasaki fueron arrasadas por sendas explosiones nucleares. El 2 de
septiembre de 1945, Japón firmaba la rendición incondicional. La Segunda
Guerra Mundial había terminado.
Consecuencias de la Segunda Guerra Mundial

Las principales consecuencias históricas de la Segunda Guerra Mundial


fueron el establecimiento de un orden bipolar liderado por las dos
superpotencias ideológicamente antagónicas que salieron reforzadas del
conflicto (la Norteamérica capitalista y la URSS comunista) y la pérdida
definitiva de la hegemonía mundial que Europa había ostentado desde
finales de la Edad Media, reflejada en el proceso de descolonización que
desmanteló los antiguos imperios coloniales europeos.

La aparente sintonía mostrada por el dirigente soviético Iósif Stalin, el


presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro
británico Winston Churchill en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945),
cuando la Segunda Guerra Mundial no había llegado aún a su previsible
desenlace, dio paso a las primeras fricciones en la Conferencia de Potsdam
(julio-agosto de 1945). Pese a ello, y reconociendo la importancia de la
contribución soviética al esfuerzo bélico, Estados Unidos e Inglaterra
acordaron con Stalin la división de Alemania y validaron la anexión de las
repúblicas bálticas y parte de Polonia al territorio ruso.

Soldados soviéticos izan la bandera rusa en el Reichstag (Berlín, 2 de mayo de 1945)

Desde 1941, sin embargo, todo el mundo sabía que la incorporación de la


Unión Soviética al bando aliado, forzada por la fallida invasión de Hitler, era
una alianza contra natura que el final de la guerra se encargaría de
deshacer. Con su poderoso ejército desplegado en la Europa oriental, Stalin
subscribió en Yalta la propuesta de celebrar elecciones libres en los países
ocupados, y, acabada la guerra, quebrantó el acuerdo favoreciendo la
implantación de regímenes comunistas dependientes de Moscú. De este
modo, casi todos los países del este de Europa (incluida la Alemania
oriental, en la que se estableció la República Democrática Alemana)
quedaron bajo la órbita soviética.

Se iniciaba con ello la «Guerra Fría», nueva fase geopolítica en que el


antagonismo entre las superpotencias surgidas de la Segunda Guerra
Mundial, los Estados Unidos y la URSS, no desembocó en guerra abierta por
milagro o por temor al cataclismo nuclear que podían desencadenar los
arsenales atómicos de los contendientes. Ambas potencias se erigieron en
líderes de dos bloques ideológicos (el Occidente capitalista y el Este
comunista) cuya fuerza y cohesión incrementaron mediante pactos
militares (la OTAN y el Pacto de Varsovia), planes de ayuda (el Plan
Marshall) y alianzas económicas (la Comunidad Europea y el COMECON),
mientras se enzarzaban en conflictos locales soterrados para promover o
impedir la incorporación de tal o cual región a uno u otro bloque,
reduciendo la mayor parte del mundo, y también Europa, a un tablero de
ajedrez.

Las inmensas deudas que Inglaterra había contraído con Estados Unidos y
el triste papel de Francia en la guerra habían dejado sin voz a la devastada
Europa. La desafiante actitud de Stalin y el inicio de la «Guerra Fría»
empujaron decididamente a Estados Unidos a situar bajo su órbita la
Europa occidental (incluida Grecia y los vencidos: Italia y la nueva
República Federal Alemana) y sustraerla a la influencia de los partidos
comunistas europeos y de la Unión Soviética. En 1947, el presidente
Truman aprobó el Plan Marshall, así llamado por su promotor, el secretario
de Estado George Marshall. En el fondo, el plan diseñaba una reconstrucción
favorable a los intereses de los Estados Unidos, pues preservaría la
demanda europea de productos americanos; pero aquella sabiamente
administrada lluvia de millones, invertida fundamentalmente en
infraestructuras, dio un gran impulso a la economía europea, que en sólo
doce años rebasó los índices de producción de 1939. Perdido el liderazgo
político, la Europa occidental lograría, al menos, recuperar el protagonismo
económico.
Churchill, Roosevelt y Stalin en la Conferencia de Yalta (1945)

La debilidad de las metrópolis europeas reactivó los movimientos


independentistas en las colonias y condujo, en las décadas siguientes, al
progresivo desmantelamiento de los imperios coloniales, proceso al que se
ha dado el nombre de «descolonización». La flagrante contradicción de
enarbolar con una mano la bandera de la libertad y la democracia y de
sostener con la otra la de un imperialismo que sometía pueblos enteros se
hizo patente no sólo a los ojos de las minorías ilustradas de la colonias,
sino también a la población en general, principal víctima de la miseria a que
los condenaba el estatus colonial. A través de revueltas violentas que
Europa no estaba en condiciones de sofocar, o bien mediante negociaciones
o una combinación de ambos medios, casi todas las colonias alcanzaron su
independencia entre 1945 y 1975. La descolonización contó con el impulso
y beneplácito de las nuevas superpotencias, pues conllevaba el
afianzamiento de su hegemonía, la apertura de nuevos mercados y la
oportunidad de incorporar nuevas naciones a su ámbito de influencia.

En tanto que proceso en que se percibe una justicia intrínseca y reparadora


de los males del imperialismo, podría creerse la descolonización fue una
consecuencia positiva de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en su
realización práctica, la descolonización no condujo sino a una nueva forma
de dependencia, el «neocolonialismo», que acabaría empeorando las
condiciones de vida. Los nuevas naciones heredaron una economía
sometida a los intereses coloniales que se basaba en la exportación de un
reducido número de materias primas o productos agrícolas a las
metrópolis; las beneficios obtenidos, sin embargo, no alcanzaban para la
importación de los productos manufacturados necesarios. Tal déficit
comercial sólo podía paliarse con los créditos que los nuevos países
solicitaban a las antiguas metrópolis o a las superpotencias, creando un
círculo vicioso de dependencia económica y, por ende, política. Carentes de
la capacidad decisoria y financiera que precisaban para acometer la
imprescindible diversificación de sus economías, las antiguas colonias
asistieron impotentes a la cronificación o acentuación de los desequilibrios,
y pasaron a integrar la amplia franja de subdesarrollo que hoy conocemos
como Tercer Mundo.
La Revolución Industrial marcó un antes y un después en la historia de la
humanidad. Especialmente porque su impacto se extendió a todos los ámbitos de
la sociedad.

Ejemplos de ello son los importantes avances en el transporte, la mejora de la


productividad y el aumento de la renta per cápita.

En resumen, significó la creación de innovaciones tecnológicas y científicas que


supusieron una ruptura con las estructuras socioeconómicas existentes hasta el
momento.

Se le conoce como Primera Revolución Industrial después de que años más tarde
se produjera una nueva revolución industrial, conocida como Segunda Revolución
Industrial. En los siglos XX y XXI se produjeron la Tercera Revolución Industrial y
la Cuarta Revolución Industrial, respectivamente.

Antes de continuar y como dato curioso, cabe destacar que en esta fecha tuvo su
origen la publicidad como disciplina.

Origen de la Revolución Industrial en Inglaterra

La Revolución Industrial tuvo su origen en Inglaterra, donde se daban unas


condiciones políticas, socioeconómicas y geográficas adecuadas. Pero, ¿cuándo
fue la Revolución Industrial? Tuvo su origen aproximadamente hacia el año 1760 y
concluyó en la década de 1840.

La máquina de vapor fue la base sobre la que se asentó todo el desarrollo que
vino propiciado como consecuencia de la Revolución Industrial. Este invento fue
posible gracias a algunos elementos, como la existencia de combustibles como el
carbón o el hierro.

Junto a estos elementos, otros factores hicieron posible que la Revolución


Industrial surgiese, se desarrollase en Inglaterra y diera pie a importantes cambios
que generaron un gran impacto en la sociedad.

Causas de la Revolución Industrial

Entre las causas más importantes de la Primera Revolución Industrial, nos


encontramos con las siguientes:

Causas políticas

Por una parte, la Revolución burguesa del siglo XVII había triunfado, dándose con
ello la abolición del sistema feudal. El sistema se basaba en una monarquía que
había desechado el absolutismo que se daba en otros países europeos.
Como consecuencia, Inglaterra vivió una época de estabilidad, sin sobresaltos
revolucionarios y con unas mayores libertades civiles.

Causas socioeconómicas

Por otra parte, Inglaterra disfrutaba de una situación de abundancia de capitales,


dada su supremacía comercial. El control del comercio con las colonias, dio lugar
a un proceso de concentración de capitales en manos de algunos empresarios.
Fueron importantes las fortunas que tuvieron su origen en el comercio de
productos como el té, el tabaco o, incluso, los esclavos.

Igual de importante fue la existencia de una abundante mano de obra. Las


innovaciones que se produjeron en el campo permitieron un aumento
de productividad que significó la producción de más alimentos. Este proceso se
conoció como la revolución agrícola, dando como resultado un aumento de la
población.

Este aumento de población supuso, a su vez, un aumento de mano de obra


disponible que no resultaba productiva en el campo. Lo cual terminó provocando
un importante éxodo rural con el trasvase de importantes contingentes de
población desde el campo a las ciudades. Esta población desplazada se
convertiría en una bolsa de mano de obra disponible para realizar los trabajos
industriales.

Causas geográficas

La existencia de determinadas materias primas en el territorio de Inglaterra


también facilitó el proceso. El hierro y carbón fueron fundamentales para permitir
el desarrollo y la generalización de innovaciones como la máquina de vapor.

Además, al tratarse de un territorio insular partía de una situación de ventaja para


comerciar con sus productos en el ámbito internacional gracias al barco de vapor.

Consecuencias de la Revolución Industrial

Al igual que las causas que llevaron a la Revolución Industrial, las consecuencias
se dejaron notar en diferentes ámbitos. Así pues, en resumen, las consecuencias
de la Primera Revolución Industrial, se pueden dividir en tres bloques.

Mecanización del trabajo y grandes fábricas

La producción mecanizada generó un descenso del trabajo artesanal. Esta nueva


forma de producción dio lugar a que los talleres fueron desplazados por grandes
centros fabriles. Ello incidió, a su vez, en que se produjese un aumento de la
producción en diferentes tipos de productos, especialmente en el textil.
Cambios en la estructura económica y en la sociedad

Con la expansión de grandes centros de producción industrial, se creó una nueva


clase social: el proletariado industrial. Las características de estos trabajadores,
concentrados en estos espacios, rompían con la naturaleza de los trabajadores de
épocas anteriores.

En la aparición de esta clase y de sus peculiares condiciones de trabajo y de vida


podemos situar el origen del sindicalismo y de nuevas ideologías, como
el socialismo.

Crecimiento de las ciudades y éxodo rural

Por otra parte, las ciudades comenzaron a crecer de forma muy importante. Si la
llegada de población rural a las ciudades fue una de las causas de la Revolución
Industrial, este fenómeno se multiplicó posteriormente. Al mismo tiempo que la
mecanización del campo caminaba pareja a la introducción de nuevas tecnologías,
aumentaba la mano de obra excedentaria.

Como consecuencia, el éxodo rural hacia las zonas industriales modificó la


estructura y el tamaño de las ciudades. Este hecho provocó que las condiciones
de vida, especialmente desde una perspectiva higiénica y sanitaria, fuesen muy
precarias. Muchas personas conviviendo en espacios reducidos en un entorno
donde los servicios, como el alcantarillado o el acceso agua potable, eran
deficientes y eso generó importantes problemas de salubridad.

Características de la Revolución Industrial

Con base en las causas, las consecuencias y todo el desarrollo de la Primera


Revolución Industrial, podemos establecer diferentes características:

 Gran aumento de la producción mecanizada.


 Cambios en la estructura social.
 Expansión económica e industrial sin precedentes.
 Incremento de la productividad, gracias al avance de la tecnología.
 Importantes mejoras en los medios de transporte.
 Fuerte aumento de la población urbana, en detrimento de la población rural.
 Cambios en el hábito de consumo.
 Transformación de la estructura productiva.
 Transición del sector primario al sector secundario. Sobre todo, textil y metalúrgico.
 Impulso del carbón como fuente de energía principal.

Inventos de la Revolución Industrial

Entre los inventos más importantes de la Revolución Industrial podemos destacar


los siguientes:
 Máquina de hilar (1767).
 Máquina de vapor (1769).
 Barco de vapor (1787).
 Ferrocarril (1814).
 Bicicleta (1817).
 Máquina de escribir (1829).

La Primera Revolución Industrial en Francia y otros países de Europa

Con todos estos elementos, la Revolución Industrial significó un auténtico punto de


inflexión en la historia de la humanidad.

Las sociedades occidentales y gran parte del planeta beben directamente de aquel
fenómeno, que significó unos cambios sin precedentes. La economía, los medios
de transportes y de comunicación e, incluso, las estructuras sociales no serían las
mismas si Inglaterra no hubiese albergado aquella revolución.

Prueba de ello, fue la extensión de la Revolución Industrial en Europa y,


principalmente en países como Francia. Que, aunque se desarrolló de manera
lenta y gradual a lo largo del siglo XIX, generó grandes transformaciones en la
economía francesa.
¿Qué fue la Revolución Rusa?
Se entiende por la Revolución Rusa al conjunto de eventos históricos ocurridos en
la Rusia a principios del siglo XX (1917). Consistió en el derrocamiento del
régimen monárquico zarista y la construcción de un nuevo modelo
de Estado de tipo leninista republicano.

Este luego se convirtió en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia.


Conocida también como la Rusia soviética o la Rusia comunista, esta última sería
corazón de la posterior Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS).

Comúnmente, la Revolución Rusa comprende dos distintos momentos de este


proceso histórico, ambos en 1917:

 La Revolución de Febrero. Puso fin al gobierno del Zar Nicolás II y conformó un


gobierno provisional.
 La Revolución de Octubre. Vladimir Lenin y sus compañeros del Partido
bolchevique, derrocaron el gobierno provisional e instauraron un gobierno de tipo
soviético (el Sovnarkom o Sóviet de Comisarios del Pueblo), reestructurando así al
país para colocar los cimientos de la venidera Unión Soviética.

La Revolución Rusa fue un acontecimiento decisivo en la historia del siglo


XX y es uno de los más estudiados por los historiadores de este período. Despertó
enormes simpatías en los sectores progresistas y revolucionarios del mundo
entero, así como enormes miedos y antagonismos una vez que sus dinámicas
políticas y sociales estuvieron en juego.

De hecho, muchos hablan de un “corto siglo XX” para referirse al ciclo iniciado por
la Revolución Rusa de 1917 y cerrado por la Caída de la Unión Soviética en 1991.

Antecedentes de la Revolución Rusa


Desde hacía siglos, el Imperio Ruso era una nación esencialmente rurl (85% de
la población vivía fuera de las urbes). Había un alto porcentaje de campesinos
sin tierra, empobrecidos y receptivos a ideas revolucionarias. De hecho, a
principios del siglo XX, la Guerra ruso-japonesa (1904-1905), con victoria
japonesa, desató un momento propicio para la demanda de cambios.

Pero el zar Nicolás II no atendió a las solicitudes de la llamada Revolución de


1905, procedió a reprimirla con fuego y sangre, resultando en el tristemente
célebre Domingo Sangriento en que la Guardia Imperial rusa acribilló a los
manifestantes. Esto significa que el momento crítico para la Revolución y la caída
de la aristocracia se había venido gestando desde hacía tiempo.
Causas de la Revolución Rusa

Rusia había sufrido numerosas derrotas en la Primera Guerra Mundial.

Las causas de la Revolución Rusa son varias, y podemos exponerlas por


separado de la siguiente manera:

 La situación de opresión y pobreza a la que estaba sentenciado el campesinado


ruso desde hacía ya mucho tiempo, sosteniendo con sus vidas el mando absolutista
de la monarquía zarista.
 Las sucesivas derrotas de la Primera Guerra Mundial que Rusia sufrió, sumadas al
hecho de que, al momento de ingresar al conflicto, todos los partidos se mostraron a
favor excepto el Partido Obrero Socialdemócrata.
 Además, el fracaso en el intento por sostener el ritmo de producción ruso durante
la guerra desató una crisis económica y social que se tradujo en hambruna,
escasez de mercancías, y colapso de las estructuras del Estado, lo cual condujo a
ciertos primeros niveles de organización popular autónoma.
 La llegada del invierno de 1917, uno de los más cruentos de esas épocas, en las
peores condiciones posibles para el pueblo ruso.
Etapas de la Revolución Rusa

Durante la Revolución de Febrero murieron cientos de personas.

La Revolución Rusa de 1917 comprende, como hemos dicho, dos otras


revoluciones, en febrero y octubre de dicho año, respectivamente.

La Revolución de Febrero

 Se inició con una huelga espontánea entre los trabajadores de las fábricas de


Petrogrado, a los que rápidamente se les juntaron otros sectores, como las mujeres
que salieron a la calle a pedir pan. Cuando la policía ya se hizo insuficiente para
contener las manifestaciones, el ejército asumió el rol represivo y asesinó a
numerosos manifestantes, pero terminó eventualmente sumándose también a los
insurrectos.
 Presionado por el Estado mayor, ante la sublevación de todos los regimientos de la
guarnición de Petrogrado, el zar Nicolás II abdicó el 2 de marzo, y su hermano, el
duque Miguel Aleksándrovich, rechazó la corona al día siguiente.
 Se erigió un Gobierno Provisional, compuesto por coaliciones de políticos liberales
y socialistas moderados, a lo largo de cinco distintos gabinetes que fracasaron en su
intento de contener la desastrosa situación del pueblo ruso y continuar con los
esfuerzos de guerra al mismo tiempo. Su cometido era gobernar hasta la elección
democrática de una Asamblea Constituyente Panrusa a finales de 1917.
 Ante la demora en la aplicación de las reformas que el pueblo ruso exigía, el ala más
radical de los revolucionarios, el Partido Bolchevique, ganó partidarios a ritmo
acelerado hacia el otoño de 1917, sentando las bases para la Revolución de
Octubre.

La Revolución de Octubre

 El plan ideado por los bolcheviques fue tomar el poder del país durante el II
Congreso de los Sóviets, catalogando cualquier intento en su contra de un acto
contrarrevolucionario.
 Se instauró el Comité Militar Revolucionario de Petrogrado (CMR), controlado por
los bolcheviques, otorgándoles todo el control de la fuerza y arrinconando así en poco
tiempo al Gobierno provisional, al cual le fue arrebatado formalmente el poder en
pocas semanas. Sin embargo, los enfrentamientos continuaron a lo largo de Rusia en
diversas etapas.
 Con el poder bajo el mando de los bolcheviques, se llevaron a cabo las votaciones de
la Asamblea Constituyente Panrusa, en la que los Socialistas Revolucionarios
resultaron vencedores por un amplio margen (380 escaños), seguidos por los
Bolcheviques (168 escaños) y luego el resto de los partidos.
 Renuentes a entregar el poder a la Asamblea Constituyente, que Lenin consideraba
menos democrática que los sóviets, los Bolcheviques iniciaron una campaña alegando
que la suya era “una democracia superior” y a través de una serie de enfrentamientos
encendieron la mecha de la Guerra Civil venidera. Así se disolvió en enero de 1918
la Asamblea Constituyente legítimamente electa y se expulsó los sóviets a los
partidos socialistas la primavera siguiente.

Características de la Revolución Rusa


La Revolución Rusa sacudió los cimientos del mundo europeo y occidental,
porque depuso en muy poco tiempo una monarquía de larga data y
transformó el Estado de forma violenta y significativa en un lapso de apenas un
año. Hay quienes comparan esta revolución con la ocurrida en Francia en 1789,
dado el profundo impacto que tuvo en las potencias del momento.

No en balde el propio Adolfo Hitler, en sus momentos más desesperados de


la Segunda Guerra Mundial, abrigó hasta el final la esperanza de que las demás
potencias occidentales se pusieran de su lado, al percatarse de que el III Reich
era la única fuerza capaz de detener el avance del comunismo proveniente de
Rusia.
Consecuencias de la Revolución Rusa

La Revolución Rusa significó el fin del gobierno zarista.

Las consecuencias de la Revolución Rusa pueden enumerarse en:

 La caída de la monarquía zarista y el inicio de la historia comunista de Rusia, que


duraría hasta la caída de la URSS en 1991.
 El inicio de la Guerra Civil Rusa, que enfrentó por el mando del Estado al bando
bolchevique (rojo) contra el movimiento antibolchevique (blanco) entre 1918 y 1921,
con victoria del bando rojo.
 Se produjeron cambios culturales significativos en Rusia, sobre todo en lo que
respecta al rol de la familia tradicional burguesa, permitiéndose el aborto legal, el
divorcio y la despenalización de la homosexualidad (aunque volvió a prohibirse en
1934). Esto también se tradujo en mejorías sociales para las mujeres. También se
aprobó el triple principio de la laicidad, gratuidad y obligatoriedad de
la educación formal.
 Transformación de las viejas estructuras feudales heredadas de la Rusia zarista, lo
cual condujo a un lento proceso de modernización que, inicialmente, sometió a
poblaciones enteras a la hambruna, resultando en millones de muertes,
especialmente en los años de 1932-1933, cuando se produjo el Holodomor ucraniano.
 Surgimiento del estado policial leninista, que inspiraría a la venidera Unión
Soviética.
Personajes importantes de la Revolución Rusa

Lenin contribuyó al pensamiento marxista y fue uno de los más grandes revolucionarios.

Los personajes más significativos de este período histórico fueron:

 Zar Nicolás II (1868-1918). De nombre Nikolái Aleksándrovich Románov, era el


monarca regente de Rusia durante la Revolución Rusa. Había ascendido al trono tras
la muerte de su padre en 1894, y gobernó hasta su deposición en 1917, siendo
apodado por sus críticos como “Nicolás el Sangriento”, debido a la brutal represión
vivida durante su gobierno. Apresado junto a su familia por los bolcheviques, fueron
ejecutados todos en el sótano de su casa en Ekaterimburgo en julio de 1918.
 Mijaíl Rodzianko (1859-1924). Uno de los políticos clave de la Revolución de Febrero
de 1917, intentó negociar una transición pacífica entre las partes sin éxito. Fue electo
diputado en la Tercera Duma Estatal de Rusia, y representó en los eventos
posteriores a la derecha política rusa, favorable a la política de los sóviets y a un
gobierno de transición socialista-burgués. En 1920 emigró a Yugoslavia, donde
falleció cuatro años después.
 Vladimir Ilich Uliánov – Lenin (1870-1924). Es uno de los grandes pensadores y
oradores de la Izquierda revolucionaria de todos los tiempos. Fue un político, filósofo y
teórico de importancia, nombrado presidente de la Sovnarkomen 1917, y por lo tanto
líder de la facción de los bolcheviques. En 1922 se convirtió en el primer y máximo
dirigente de la URSS, y su contribución al pensamiento marxista es tal, que existe una
vertiente que lleva su nombre: el leninismo. Después de su muerte, su legado fue
motivo de pugnas entre sus seguidores, especialmente entre León Trotski y Joseph
Stalin. Es considerado uno de los más grandes revolucionarios del siglo XX.
 León Trotski (1879-1940). Político y revolucionario ruso de origen judío, fue una de
las piezas clave de la Revolución de Octubre, y durante la Guerra Civil ocupó el cargo
de Comisario de asuntos militares en el gobierno comunista. Fue él quien negoció la
retirada de Rusia de la Primera Guerra Mundial y posteriormente lideró la oposición de
izquierda en la Unión Soviética, debiendo exiliarse en México, donde fue asesinado
por espías soviéticos al servicio de Stalin.

¿Qué fue la Revolución Francesa?


Se conoce como la Revolución Francesa a un movimiento de corte político y social
que ocurrió en el entonces Reino de Francia en el año 1798, que sacudió las
bases de la monarquía absolutista de Luis XVI y condujo a la instauración de un
gobierno republicano y liberal en su lugar.

Este evento es considerado casi universalmente como el suceso


histórico que marcó el inicio de la época contemporánea en Europa y
Occidente. La Revolución Francesa y el bonapartismo que vino
después conmocionaron al mundo entero y esparcieron por las ideas de
la Ilustración Francesa, resumidas en el lema revolucionario de
“libertad, igualdad, fraternidad”.

La Revolución Francesa inició cuando las masas ciudadanas, empobrecidas y


sometidas, se opusieron al poder feudal, desobedecieron la autoridad de la
monarquía y encendieron la mecha del cambio histórico.

Así, derrocaron el gobierno aristocrático y emprendieron la caótica construcción de


una sociedad basada en los derechos fundamentales de todos los seres
humanos.

Sin embargo, no todo acabó ese mismo año, sino que duró unos diez años (1789-
1799) de cambios violentos y organización popular, durante los cuales se
dictaminaron los primeros derechos universales del ser humano, se le arrebató a
la Iglesia Católica mucho del poder que detentaba y se redactó la primera
constitución republicana de la historia occidental.

Tantos eventos, desde luego, no se dieron sin un margen importante de violencia,


tanto por parte de las tropas de la corona, que dispararon al pueblo insurrecto,
como por filas revolucionarias que guillotinaron a los reyes y sus edecanes, junto
con aquellos ciudadanos leales a la monarquía o a quienes luego hallaron
culpables de ser contrarrevolucionarios, durante un período conocido como “El
terror” (1792-1794).

Además, la naciente república francesa tuvo que enfrentar la intervención de


enemigos foráneos como los ejércitos de Austria y Prusia, que acudieron en
defensa de la monarquía, temerosos de que ocurriera algo similar en sus propios
países.

La Revolución Francesa tuvo su fin con la toma del poder por parte de


Napoleón Bonaparte, un general revolucionario que dio un golpe de Estado para
devolver el orden a la convulsa República Francesa, proclamando poco después
su propio Imperio y lanzándose a la conquista de Europa.

Características de la Revolución Francesa

La etapa republicana fue anárquica y difícil, con muchos enfrentamientos internos.

La Revolución se llevó a cabo rápidamente, pero los años siguientes fueron de


complejas reorganizaciones y enfrentamientos internos entre las distintas
facciones revolucionarias que aspiraban al poder. En líneas generales se
distinguen tres etapas de la Revolución Francesa:

 Etapa monárquica (1789-1792). Durante la primera etapa se intentó convivir con la


monarquía, poniéndole cotos y limitando su poder, mediante una Asamblea Nacional
en la que el pueblo llano tuviera representación.
 Etapa republicana (1792-1804). El fracaso de la etapa anterior condujo a la abolición
de la monarquía e instauración de la República mediante la organización política
popular y el debate respecto a cómo gobernar el nuevo modelo. Fue una etapa
anárquica y difícil, de muchos enfrentamientos internos.
 Etapa imperial (1804-1815). El cierre de la Revolución se da con el ascenso de
Bonaparte al poder, quien paradójicamente se hizo proclamar emperador y retornó a
Francia a un esquema monárquico, aunque moderno.

Causas de la Revolución Francesa


Las causas de la Revolución Francesa fueron:

 El rigor del absolutismo. El absolutismo daba a los reyes todo el poder político, legal
y económico, sin que se les pudiera contradecir en ningún sentido, lo cual les hizo
también responsables de los desastres económicos que ocurrieran, fuera o no
realmente su responsabilidad.
 Las desigualdades del régimen feudal. Se estima que de los 23 millones de
habitantes de la Francia de la época, apenas 300 mil pertenecían a las clases
privilegiadas de la aristocracia o del clero. La gran masa restante era pueblo llano con
menores derechos y posibilidades.
 La miseria y marginación del pueblo llano. Las condiciones de vida del pueblo llano
eran paupérrimas: hambre, marginación, enfermedad, trabajo esclavizante y ninguna
perspectiva de ascenso social o de mejoría.
 Las ideas de la Ilustración. Las ideas respecto a la igualdad entre los hombres y la
fe en la razón de filósofos y escritores como Voltaire, Rousseau, Diderot
o Montesquieu, influyeron enormemente sobre la mentalidad de la época, forjando las
aspiraciones a un sistema social más moderno y menos influenciado por la Iglesia y
la religión.
Consecuencias de la Revolución Francesa

El lema de libertad, igualdad y fraternidad condujo a la primera ley de derechos humanos.

Las consecuencias de la Revolución Francesa fueron:

 Fin del orden feudal. Se acabó con la monarquía y con la separación de la sociedad
en clases fijas e inamovibles: aristocracia, clero y siervos. Así, renació la república
como sistema de gobierno en Occidente.
 Proclamación primera de los derechos humanos universales. El lema de libertad,
igualdad y fraternidad condujo a la redacción de la primera ley de derechos humanos
sin distinción de raza ni credo ni nacimiento.
 Influencia en las colonias americanas. Las colonias americanas de Europa vieron
en la Revolución Francesa un ejemplo a seguir y sus ideales marcaron huella en sus
propios procesos de independencia. 
 Ascenso del bonapartismo. El ascenso de Napoleón Bonaparte y su imperio
francés, así como las guerras europeas que le sucedieron, pusieron fin a este período
histórico.
REVOLUCION BURGUESA

En otras palabras, una Revolución burguesa es aquella que tiene como


protagonista a la burguesía o grupos de individuos que pueden identificarse como
la clase acomodada de una sociedad.

En otras palabras, los burgueses son aquellas personas que suelen poseer
propiedades y cierto capital acumulado. Esto, a diferencia de la clase obrera o los
estratos más bajos.

Las revoluciones burguesas se llevaron a cabo desde finales del siglo XVIII,
siendo el ejemplo más representativo la Revolución francesa de 1789 (se dieron
posteriormente otras revoluciones en Francia a inicios de siglo XIX). Lo mismo
sucedió en otros países europeos y en América con la independencia de las
colonias.

Se considera que las revoluciones burguesas finalizaron con la Revolución de


1917, en Rusia, donde ganó protagonismo la clase obrera.

Conviene aclarar, antes de terminar, que antes del siglo XVIII se dieron otros
movimientos que pueden considerarse como revoluciones burguesas precoces,
como la Guerra de los ochenta años (1568-1648). Esta determinó la
independencia de los Países Bajos respecto a la corona española.

Otro ejemplo es la revolución inglesa de 1646, que se saldó con la pérdida del
poder absoluto por parte del monarca inglés, en 1668. Así, se marcó el inicio de la
democracia parlamentaria británica que conocemos.

Características de la revolución burguesa

Entre las características de las revoluciones burguesas, podemos destacar:

 Persiguen un cambio en las instituciones, de manera que se abandone el Antiguo


Régimen. Este es un término usado para denominar a los sistemas de gobierno
existentes antes de la Revolución Francesa de 1789, es decir, principalmente
monarquías europeas. Frente a ellas, las revoluciones burguesas propusieron la
limitación del poder del monarca o su salida definitiva. Es decir, la idea era que el
rey no tuviera un poder absoluto.
 Las revoluciones burguesas fueron impulsadas por crisis económicas y políticas,
en las que la sociedad sufría abismales diferencias entre el pueblo y la nobleza,
pudiendo terminar en un cambio real del sistema político.
 Algunas revoluciones burguesas proponen el sufragio, pero limitado. Por ejemplo,
solo el voto masculino y no universal, excluyendo a la mujer.
 Se propone la división de los poderes del Estado, en contraposición al absolutismo
que postula la concentración del poder en el rey.
 Suelen proponer dos formas posibles de gobierno: Una república (eliminando la
figura del rey) o una monarquía constitucional parlamentaria, donde existe un
parlamento con las atribuciones de gobernar, perdiendo el monarca su poder
absoluto.
 Estos movimientos se apoyaron en las ideas de la ilustración, corriente intelectual
que se basaba principalmente en la razón. Así, tomaron fuerza ideas que para
entonces eran revolucionarias, como que no deberían existir personas que por
mandato divino nazcan con el derecho de dirigir a una nación, o que todos los
seres humanos deberíamos ser iguales ante la ley.

REVOLUCION ATLANTICA

Las revoluciones atlánticas fueron un ciclo revolucionario que tuvo lugar entre finales del


siglo XVIII y principios del XIX. Se asoció con el mundo atlántico entre las décadas de 1770 y
1820. Sacudió América y Europa, incluyendo Estados Unidos (1775-1783), Francia y la
Europa controlada por Francia (1789-1814), Haití (1791-1804), Irlanda (1798)
e Hispanoamérica (1810-1825). Hubo levantamientos más pequeños en Suiza, Rusia y Brasil.
Los revolucionarios de cada país sabían de los demás y, en cierto grado, los inspiraban o
emulaban.
Los movimientos de independencia en el Nuevo Mundo comenzaron con la Revolución
estadounidense (1775-1783), durante la que Francia, los Países Bajos y España asistieron a
los nuevos Estados Unidos de América, asegurando su independencia de Reino Unido. En la
década de 1790 estalló la Revolución haitiana. Con España atada en guerras europeas, la
mayoría de sus colonias en el continente americano también aseguraron su independencia
alrededor de 1820.
En una perspectiva a largo plazo, las revoluciones extendieron ampliamente los ideales
del republicanismo, el derrocamiento de las aristocracias, los reyes y las iglesias establecidas.
Hicieron hincapié en los ideales universales de la Ilustración, tales como la igualdad de todos
los hombres, incluida la igualdad de justicia bajo la ley por tribunales desinteresados, en
contraposición a la justicia particular dictada al capricho de un noble local. Ellos mostraron que
la noción moderna de revolución, de comenzar de nuevo con un gobierno radicalmente nuevo,
podría realmente funcionar en la práctica. Las mentalidades revolucionarias nacieron y
continúan floreciendo hasta nuestros días.

Concepto de revoluciones del Atlántico


Después de que los contemporáneos ya en particular la Revolución estadounidense y
la Revolución francesa había comparado y sus orígenes comunes e influencias recíprocas de
intensos debates, fueron las revoluciones en la historiografía de la mayor parte del siglo XIX y
la primera mitad del siglo XX todos como eventos clave dentro de las respectivas
interpretaciones históricas nacionales. Solo en el contexto del inicio de la Guerra Fría y la
fundación de la OTAN, el concepto de «revoluciones del Atlántico» surgió como un elemento
unificador de las historias en Europa y América del Norte. Partiendo de la idea de un espacio
histórico formado por un océano en términos de la Escuela de los Annales, Jacques
Godechot y R. R. Palmer desarrollaron la idea de una «civilización del Atlántico», que se basa
en una experiencia revolucionaria común entre los años 1770 y 1800, y deriva de ella estaba
destinado valores democráticos. Este enfoque se reunió con algunas críticas considerables,
ya que fue motivado ideológicamente, las omisiones de importantes desarrollos económicos y
políticos, la complejidad y la individualidad de las diferentes revoluciones no cumplirá.
Además, ni la revolución haitiana ni latinoamericana atrajeron la atención en las obras de
Godechot y Palmer, que habían estado cada vez más en la mente de los historiadores desde
finales de los años ochenta. Asimismo'', desde los años noventa se ha explorado la
importancia de una serie de actores inicialmente inconscientes de las revoluciones, como
esclavos, marineros y soldados. Desde alrededor del cambio de siglo llegó con el
advenimiento de la historia mundial en el campo de la historia del Atlántico refuerza
aspectos culturales e históricos y prácticas de trabajo en red entre las partes interesadas en
las diversas revoluciones en el primer plano.
Las revoluciones del Atlántico tuvieron causas individuales, pero también algunas similares o
comunes. El evento central fue el precursor de la guerra de los Siete Años (1756-1763), en la
que no solo se vieron afectadas las potencias coloniales de Francia, Inglaterra y España, sino
también sus pertenencias en África occidental y América. Los altos gastos militares de las
potencias coloniales condujeron a una deuda severa, que trataron de revertir mediante el
control y las medidas de reforma económica sobre sus poblaciones en Europa y en el
extranjero. Como resultado, una parte de la población de altos impuestos sintió,
particularmente en las colonias cargadas, un trato injusto económico y la representación en
las instituciones políticas no era suficiente. Sin embargo, aunque en Francia se estaba
negando la abolición de los privilegios en las fincas todavía dominadas por los feudales en
una sociedad de castas, la población blanca de las Américas estaba mucho menos
organizada jerárquicamente y estaba más interesada en conservar el statu quo. Tanto las
élites intelectuales de Europa como las de las colonias fueron influenciadas por las ideas de
la Ilustración, con una creciente fe en el progreso. Esto les permitió legitimar la revuelta contra
el viejo orden y la introducción de las formas republicanas de gobierno y, por lo tanto, para
invocar conceptos como la soberanía popular, la independencia nacional y los derechos
humanos (incluso si no se implementaban de manera consistente). Para que estas ideas se
propagaran al otro lado del Atlántico, así como las respectivas experiencias prácticas con
redes en las que los periódicos, folletos y libros fueron intercambiados eran, como requisito
previo, la creación de espacios públicos en cafés, clubes políticos y sociedades científicas.

¿Qué fue la Guerra Fría?


La Guerra Fría fue uno de los mayores conflictos militares, económicos, culturales
y sociales del siglo XX, que enfrentó ideológicamente a las dos superpotencias de
la época: la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) y los Estados
Unidos de América (EEUU), por la supremacía del mundo. Los primeros eran
promotores del modelo comunista, mientras que los últimos defendían el
modelo capitalista.

El término “Guerra Fría” fue acuñado por el escritor inglés George Orwell (1903-
1950) en 1945, en su ensayo “You and the Atomic Bomb” (“La bomba atómica y
tú”) publicado en el diario Tribune.

Utilizó ese nombre porque fue una guerra subsidiaria, es decir, los dos rivales no


se enfrentaron de manera abierta, ni tomaron acciones bélicas directas el uno
contra el otro. Por el contrario, se enfrentaron indirectamente, interviniendo en los
conflictos de terceros países, en los que cada potencia apoyaba a una facción
diferente.

Esto no significa que fuera un conflicto menor, o que no tuviera un inmenso costo
humano. De hecho, la Guerra Fría involucró a gran parte del mundo, al cual dividió
en dos bloques enfrentados, a lo largo de sus más de 40 años de duración.
Abarcó, entre otros conflictos, la segunda parte de la Guerra Civil China (1946-
1949), la Guerra de Corea (1950-1953), la Guerra del Sinaí (1956), la Guerra de
Vietnam (1955-1970) y la Guerra Afgano-Soviética (1979).

Formalmente, la Guerra Fría inició tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en


1945, y culminó en diciembre de 1991 con la disolución política de la Unión
Soviética y el triunfo mundial del modelo capitalista.

La Guerra Fría fue un conflicto central en la historia contemporánea, que cambió


para siempre el balance internacional de poderes y dejó una huella permanente en
la configuración política, económica y social de regiones enteras. Además, marcó
una época de tensiones mundiales, en la que surgió por primera vez el miedo a
una guerra atómica, cuyos efectos devastadores podrían poner en jaque
la vida humana en el planeta.

Antecedentes de la Guerra Fría

Desde Revolución Rusa, Estados Unidos intentó frenar el avance del comunismo.

Los antecedentes de la Guerra Fría datan de inicios del siglo XX, según algunos
autores en la competencia entre el Imperio Ruso y los Imperios Occidentales por
la hegemonía política y económica, en lo que tuvo mucho que ver la Primera
Guerra Mundial.
De hecho, fue en 1917 cuando inició el enfrentamiento entre capitalismo y
comunismo, en el marco de la guerra civil rusa y la posterior Revolución de
Octubre que depuso el gobierno de los zares e instauró en su lugar la primera
nación socialista de la historia. Los Estados Unidos intervinieron en dicho conflicto,
a favor del Movimiento Blanco y en contra del Ejército Rojo revolucionario.

Sin embargo, los antecedentes directos de la Guerra Fría se hallan en la Segunda


Guerra Mundial y en la alianza que debieron hacer los líderes de las potencias
occidentales, el británico Winston Churchill (1874-1965) y el estadounidense
Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), con el dictador soviético Iósif Stalin (1878-
1953), para hacer frente a las tropas del III Reich alemán, y a las pretensiones
expansionistas de Adolf Hitler (1889-1945).

Esta alianza fue funcional hasta la derrota y división político-territorial de Alemania,


cuando las fuerzas soviéticas ocuparon los territorios de la Europa del Este
previamente conquistados por los nazis. Así se hizo evidente que el conflicto entre
las repúblicas capitalistas y el nuevo imperio soviético era inevitable.

De hecho, una de las principales crisis de la Guerra Fría, el bloqueo de Berlín de


1948-1949 en el que la Unión Soviética cerró las fronteras de sus dominios a
Occidente, dejó bien en claro que el mundo entero estaba por dividirse en dos
bandos enfrentados:

 El Bloque occidental o bloque capitalista, controlado por Estados Unidos y el Reino


Unido, que componían los países firmantes del Tratado del Atlántico Norte (que dio
origen a la OTAN).
 El Bloque del Este o bloque comunista, controlado por la Unión Soviética y que
contemplaba a los países firmantes del Pacto de Varsovia.

Causas de la Guerra Fría


Las causas de la Guerra Fría pueden resumirse en:

 El miedo y el sentimiento anticomunista que el surgimiento del comunismo desató


entre los sectores de poder en Europa y Estados Unidos, a partir de la Revolución
Rusa de principios de siglo XX, y del estallido de la Guerra Civil China en 1927.
 El derrumbe de Europa como potencia mundial tras la Segunda Guerra Mundial,
cediendo su lugar en el orden mundial a Estados Unidos y a la Unión Soviética, los
dos países que vencieron a los nazis.
 Las tensiones propias del reparto político-territorial de Alemania entre las fuerzas
aliadas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, por un lado, y la Unión Soviética,
por el otro, especialmente cuando empezó el flujo masivo de pobladores hacia las
naciones occidentales, escapando del comunismo.
 La creciente injerencia estadounidense en Europa, fruto tanto de la Segunda Guerra
Mundial, como del Plan Marshall de recuperación económica con el que los Estados
Unidos impulsaron a Europa a levantarse más rápidamente.
 La ocupación rusa de los territorios europeos del Este, previamente conquistados por
los nazis, desde su liberación en 1945 por parte de las fuerzas militares de la Unión
Soviética.

Consecuencias de la Guerra Fría

La Guerra Fría se cobró millones de vidas en los conflictos bélicos que provocó.

Las consecuencias de la Guerra Fría fueron inmensas y profundas en la historia


contemporánea, y pueden resumirse en:

 La reconfiguración del poder mundial, pues tras el derrumbe de la Unión Soviética,


Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia del mundo y pasó a ejercer
libremente su hegemonía cultural.
 El final de la utopía comunista, no sólo porque la Unión Soviética no sobrevivió al
prolongado conflicto con Occidente, sino porque los horrores de sus gobiernos
revolucionarios iniciales y las penurias económicas a las que fue sometida
su población posteriormente pasaron a ser de público conocimiento. Esta desilusión
ideológica marcó el final del siglo XX y el inicio del mundo hipercapitalista globalizado.
 La ruptura entre China y la Unión Soviética, a partir de la década de 1950, y la división
del mundo comunista entre la vertiente leninista y la maoísta. Esto permitió un
acercamiento importante entre Estados Unidos y China durante la década de 1970.
 La instauración de dictaduras y el inicio de guerras civiles, en numerosos países del
llamado Tercer Mundo, en los que ambas potencias tomaban participación y elegían
bando. Las crueles dictaduras anticomunistas de la América del Sur, por ejemplo,
fueron respaldadas por Estados Unidos, lo mismo que las dictaduras comunistas
asiáticas y del Este de Europa, por la URSS.
 La pérdida de millones de vidas humanas en los conflictos subsidiarios que se dieron
a lo largo y ancho del planeta, pero especialmente en las regiones de influencia
inmediata de cada potencia: el Asia menor, América Latina, y en menor
medida, África y Medio Oriente. Muchas naciones cambiaron para siempre su destino
a raíz de estos conflictos.
 La reunificación alemana en 1989, tras el derrumbe del muro de Berlín y la obvia
inferioridad económica, comercial y cultural de la República Democrática Alemana
(RDA) que a partir de entonces dejó de existir.

Fin de la Guerra Fría

Gorbachov realizó cambios que impulsaron la caída del muro de Berlín y de la Unión Soviética.

La Guerra Fría culminó formalmente con el desplome de la Unión Soviética en


1991, luego de años de crisis y de una merma significativa en su influencia
internacional.

Ya en los últimos años de la década de 1980 su capacidad de inyectar recursos e


influencia en las naciones socialistas del Este de Europa había sufrido numerosos
embates. Además, muchos de sus antiguos aliados ideológicos comenzaron de un
modo u otro la transición hacia el libre mercado.

Los procesos de cambio y restructuración emprendidos durante el mandato de


Mijaíl Gorbachov (1931-), conocidos como perestroika (restructuración)
y glásnost (apertura) intentaron atajar el derrumbe económico y social del coloso
soviético, pero al mismo tiempo fueron interpretados como un reconocimiento
internacional del fracaso comunista.

En ese período, muchas de las naciones que conformaban la URSS comenzaron


sus respectivos procesos de independencia, desmembrando la nación luego de 73
años de existencia.

El capitalismo, pues, emergió triunfal de la Guerra Fría, así como


la cultura norteamericana.

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