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Resumen Texto Historia Contemporanea de America Latina -


T. Halperin 2017
Historia Social De America Latina (Universidad de Chile)

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Resumen de “Historia Contemporánea de América Latina”, de Halperín


Donghi

Capítulo I: El legado colonial

Hispanoamérica

Durante el período colonial las diferentes importancias de las distintas regiones de


América Latina se mantuvieron. La costa atlántica (hasta mediados del siglo XVIII) y las
Antillas (hasta la independencia) serían las zonas más rezagadas de un imperio español
centrado en la minería andina. El sistema colonial español tenía el objetivo principal de
obtener la mayor cantidad posible de metálico con el mínimo de recursos. El sistema
comercial y tributario metropolitano se orientó hacia ese fin, y ello acarreó algunos efectos:
1) la supremacía económica de los emisarios locales de la Metrópoli (el fisco y los
comerciantes aseguraban el vínculo con la Península); 2) el mantenimiento de las otras
actividades económicas por fuera de la circulación monetaria.
Los sectores criollos y la Metrópoli, si bien perseguían intereses en parte dispares,
lograron convivir -inestablemente- durante mucho tiempo gracias a que el botín de la
conquista no sólo era metálico, sino también hombres y tierras. La importancia de la franja
geográfica que va desde México hasta Bolivia no sólo reside en la existencia de metálico, sino
también en la de poblaciones indígenas que habían logrado un desarrollo importante antes
de la Conquista, lo cual las volvía funcionales a la economía colonial (no sólo para la
minería, sino también para actividades artesanales y agrícolas). Sobre la tierra y el trabajo
indígena se montará un modo de vida señorial que persistirá hasta bien entrado el siglo XIX
(variable según los países). Durante los siglos XVI y XVII, la conquista española conllevó la
muerte de miles de aborígenes (por guerras y porque el trabajo minero era sumamente
insalubre); por ello, hacia los siglo XVII y XVIII, la escasez de mano de obra fue percibida por
la Corona.
Otras de las consecuencias del derrumbe demográfico del siglo XVII fueron: 1) el
reemplazo de la agricultura por la ganadería del ovino; 2) el reemplazo, con mayor intensidad
en las zonas más importantes del imperio (México), de la comunidad agraria indígena por la
hacienda, unidad de explotación del suelo dirigida por españoles. La hacienda, además,
requería de un mercado capaz de absorber su producción (a diferencia de la comunidad
agraria aborigen, que era de autoconsumo).
Dentro del orden económico colonial, la explotación agrícola estaba subsumida a la
minería y al comercio (les proporcionaba fuerza de trabajo, alimentos, tejidos y animales de
carga a bajo precio); ello no le impedía, sin embargo, desarrollar una economía de
subsistencia.
Halperin otorga una considerable importancia a las fuerzas externas en la evolución
hispanoamericana. Hacia el siglo XVIII, comenzaban a darse transformaciones en el orden
colonial (no tanto en México): la minería entraba en una lenta decadencia, pero lo más
importante fueron las reformas borbónicas, que implicaron una reforma administrativa,
económica y militar del imperio. Entre las causas de las reformas borbónicas encontramos la
creciente pérdida del control por parte de España de las colonias, así como una voluntad
metropolitana por modernizarlas, y también el descubrimiento de la capacidad consumidora
de las colonias (recordar el contexto de surgimiento industrial en Europa, aunque sin embargo
España se mostraría débil para ofrecer manufacturas a las colonias), lo cual supuso la
instauración del libre comercio entre la Metrópoli y las colonias. Además, las reformas
borbónicas significaron un mayor control fiscal y militar (creación de nuevos virreinatos,
reestructuración del Ejército, por el cual se dejaba de contratar mercenarios y se reclutaban
soldados profesionales).
Algunas de las consecuencias de las reformas: 1) mayor fragmentación entre las
distintas colonias, que ahora sólo se vincularán directamente con España; 2) desplazamiento,
en las posiciones dominantes, de los criollos a favor de los comerciantes peninsulares; 3)
España, lejos de convertirse en proveedora industrial de las colonias, aparece como
intermediaria entre ellas y las potencias económicas europeas industriales (sobre todo
Inglaterra); 4) mayor “resentimiento” en los criollos, que ahora deberían re-subsumirse a la
Metrópoli; 5) si bien mejoró la eficacia administrativa, la corrupción e indisciplina de los

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funcionarios persistió; 6) se conservó (y se eficientizó) la función política de la Iglesia, que no


era mal vista por los sectores subalternos. Las reformas borbónicas supusieron grandes
cambios en algunas regiones (como el Río de la Plata, por ejemplo); incorporaron, a las
desigualdades ya existentes, otras nuevas.
Las comunicaciones entre las distintas regiones de Hispanoamérica eran muy malas:
tan sólo el transporte fluvial era medianamente seguro y eficiente. Ello es una causa
importante de la gran fragmentación de la región hacia fines del siglo XVIII. De hecho, los
transportes suponen uno de los costos mayores en la economía colonial. En este contexto, se
da una Hispanoamérica contradictoria: en ciertos aspectos estaba más integrada que hoy,
pero estaba muy segmentada en diminutas áreas.
Hay algunos rasgos comunes a Hispanoamérica en su conjunto: 1) la incidencia de la
Iglesia, no sólo en lo social y lo político, sino también en lo económico; 2) la existencia de
castas bien definidas y reafirmadas (“pigmentación”), en donde la supremacía la tienen los
blancos peninsulares y cristianos. La diferenciación por castas es un elemento estabilizador,
destinado a impedir el ascenso de los sectores urbanos inferiores a través de la
administración, el Ejército y la Iglesia. Pero la “recastificación” de la sociedad
hispanoamericana a fines del siglo XVIII demuestra que ella no tiene lugar para todos sus
integrantes. La movilidad social prácticamente nula en este contexto de ascenso económico
de ciertos sectores es fundamental para comprender la creciente hostilidad, sobre todo por
parte de los criollos, hacia los sectores peninsulares; hostilidad agravada porque las reformas
borbónicas otorgaban los cargos privilegiados únicamente a los peninsulares. Así, la sociedad
colonial crea una masa de descontento creciente, sobre todo de sectores que aspiran a más
de lo que son.

México:

- región históricamente más importante y próspera de la colonia, diferenciada del resto del
imperio.
- Norte de México: ganadero y minero, era subsidiario del México Central.
- Tierras bajas del este (despobladas): surgimiento del azúcar hacia fines del siglo XVIII.
- Centro: industria artesanal relativamente importante, destinada hacia el mercado interno.
- Sectores dominantes del México Central y meridional: grandes comerciantes de Veracruz
(muchos de ellos peninsulares tras las reformas borbónicas).
- autonomía de la minería respecto al comercio (mineros poseen capitales).
- Su economía crece en la 2da mitad del siglo XVIII aunque no tanto como otras regiones.
- clase alta lujosa mexicana: criollos (mineros) y peninsulares (comerciantes y
terratenientes), a la vez que miseria popular. Enorme desigualdad social.
- crecimiento demográfico (siglo XVIII), sobre todo en el sector de autoconsumo.
- migraciones internas que, junto con el crecimiento demográfico, no son absorbidas en el
empleo.
- clase media no es aceptada en los cargos burocráticos, reservados a los peninsulares.

Así, este clima de prosperidad comenzaba a mostrar sus facetas más negativas, que
terminarían por hacerse ver claramente con la entrada del siglo XIX.

Antillas españolas (Cuba)

- Ganadera hasta principios del siglo XVIII, se orienta hacia la agricultura tropical.
- Tradicionalmente, 1) ganado y 2) tabaco (fluctuante).
- Siglo XVIII: introducción del azúcar. Fines del siglo XVIII y principios del XIX: gran
crecimiento del azúcar, por la huída de plantadores de Haití por la revuelta, más
favorable coyuntura internacional (independencia de EEUU, revolución francesa,
guerras civiles en España).
- Explotación del azúcar: escasez de capitales (arcaísmos técnicos), pequeñas unidades
productivas, mano de obra esclava.
- Azúcar ajeno en gran parte a España.
- Propietarios, en un principio, subsumidos a los comerciantes que les brindan capitales
y son sus acreedores.
- Región muy afectada por las reformas borbónicas.

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América Central

- Más estancada que México y Cuba.


- Más del 50% de la población era indígena.
- Guatemala: mayor concentración indígena. Grandes haciendas y comunidades
indígenas de subsistencia.
- El Salvador: no tantos indios y propiedad más dividida. Más tropical. Comerciantes
dominan la economía. Importancia del índigo.
- Honduras y Nicaragua: ganadería extensiva y escaso desarrollo. Mestizos y mulatos.
- Costa Rica: más despoblada. Hacia 1750, se establecen colonos gallegos en
agricultura de autoconsumo.

Nueva Granada (Colombia)

- Región muy compleja: fragmentada por accidentes geográficos.


- en crecimiento durante el siglo XVIII.
- Importancia del oro, sobre todo durante el siglo XVIII. Mano de obra esclava para la
minería.
- Más allá del oro, retraso y cierto aislamiento del mercado mundial.
- Costa: blanca y mulata.
- Interior: mestizo y en menor medida blanco.
- Meseta: ganadería y agricultura. Grandes terratenientes en algunas regiones (Bogotá)
y propiedad más dividida en otras (Antioquia).
- Cartagena (en la costa): fortaleza militar española muy importante.

Venezuela

- a diferencia de Colombia, volcada al mercado ultramarino y más integrada.


- Importancia del cacao. En menor medida, el café, el índigo y el algodón.
- Costa y valles andinos: agricultura de plantación, en manos de grandes terratenientes
criollos que usan mano de obra esclava.
- Región muy afectada por las reformas borbónicas.

Ecuador

- fuerte oposición costa/sierra.


- Costa: agricultura tropical de plantación (cacao de menor calidad que el venezolano
pero más barato), con mano de obra esclava y dirigida al mercado ultramarino.
- Sierra: mayoría indígena, minoría blanca. Aislada del comercio ultramarino (se
manifiesta en la persistencia de idiomas prehispánicos). Sobre todo de autoconsumo,
aunque hay cierta producción destinada a la costa o al Río de la Plata.
- Existe una alta clase indígena, “cómplice” de las clases dominantes blancas.

Virreinato del Perú

- en crisis por la subdivisión del virreinato (se habían creado el de Nueva Granada y el
del Río de la Plata, que tenía las tierras del Alto Perú), ya que Lima pierde la
concentración de la producción proveniente de estas regiones (sobre todo del Alto
Perú) a manos de Buenos Aires.
- Aumento de la producción de plata en tierras bajoperuanas.
- Minería seguía siendo la base de la economía y el comercio ultramarino peruano.
- Sierra del norte: mestiza y bastante bien incorporada al comercio con otras colonias.
- Costa: agricultura orientada hacia el comercio hispanoamericano (haciendas y
esclavos). Artesanía vinculada a la agricultura.
- Sierra del sur (Cuzco): indígena, proveedora de las zonas mineras, a la vez que
desarrolla una agricultura de subsistencia y una ganadería que atiende a las
artesanías locales. Predominancia de comunidades indígenas.
- Agricultura serrana oprimida por clases altas españolas e indígenas.

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- Clases altas locales subsumidas a las de Lima (estas últimas son propietarias de los
latifundios costeros y comerciantes).
- Lima debe compartir sus ganancias con la Metrópoli.

Chile

- Tradicionalmente subsumido a Lima.


- Región más aislada de todas (poca repercusión de las reformas borbónicas).
- Siglo XVIII: crecimiento lento, sobre todo de metales preciosos (para exportación).
- Poca diversificación económica por falta de compradores. Sólo Lima le compra trigo.
- Población crece más rápido que la economía, y es sobre todo rural, blanca y mestiza.
- Conquista de tierras indígenas durante el siglo XVIII.
- Siglo XVIII: pocos cambios en la estructura social. Campo: gran propiedad, explotación
semifeudal. Sube la proporción de los peninsulares (burócratas o comerciantes) en las
clases altas.
- Escasa población negra y mulata.

Río de la Plata

- Región muy afectada por las reformas borbónicas, por, entre otras cosas, la necesidad
de establecer una barrera ante el avance portugués.
- Economía, tradicionalmente dirigida hacia Lima, ahora se dirige hacia Buenos Aires,
que crece mucho.
- Clase mercantil rápidamente ampliada (sobre todo por la inmigración española) y
enriquecida, que domina por la concentración de la producción proveniente del Alto
Perú.
- Interior abastece al Alto Perú. El litoral y Buenos Aires son mercados auxiliares,
aunque el libre comercio con España a partir de 1778 lo perjudica.
- Litoral rioplatense crece muy rápido durante la segunda mitad del s. XVIII. Subsumido
a Bs As. Producción de cueros, con escasa mano de obra.
- Región pampeana y litoral: privilegiada porque no hay clara propiedad de la tierra, lo
que permite la ganadería extensiva, también gracias a reducidas amenazas indígenas.
- Montevideo, rival de Buenos Aires, no puede competir contra ella.

Paraguay

- Misiones: en decadencia. Produce algodón y yerba mate, pero pierde mercados con
Paraguay.
- Paraguay: prospera. Dominada por colonos peninsulares. Produce yerba, tabaco y
ganadería vacuna.

Alto Perú

- aún núcleo demográfico (indígena y mestizo) y económico del Virreinato del Río de la
Plata.
- mayor dependencia de la minería respecto de comercio (respecto de México).
- Cierta decadencia de la minería, pero aún sigue siendo la más importante de la Sudamérica
española. Mano de obra sobre todo indígena.
- Agricultura altoperuano y artesanías textiles que proveen a las minas.
- Surgen ciudades comerciales (La Paz) al lado de las mineras. La Paz, indígena sobre todo, es
el nexo entre el Potosí y el Bajo Perú. Por ello, se ve perjudicada con las reformas
borbónicas.

Brasil

El siglo XVIII afectó más a Brasil que a Hispanoamérica. El núcleo económico se


desplazó del norte azucarero al centro minero. Además, se expandió territorialmente.
Hasta fines del siglo XVII, Brasil se había centrado en la producción de azúcar, sobre
todo en el Norte. Pero hacia esta fecha, el azúcar comenzó su larga decadencia (que duraría

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hasta fines del siglo XIX), tras la instalación de este cultivo en las Antillas, lo cual suponía una
mayor competencia en un mercado relativamente reducido. Brasil no estaba bien preparado
para afrontar esta competencia, ya que la producción azucarera era bastante arcaica. Pero
con la decadencia del azúcar, fue creciendo, en el Centro, la ganadería y la caza de indígenas
(para venderlos como esclavos complementarios en las plantaciones azucareras, que, por no
disponer de moneda suficiente, ya no podían comprar tantos esclavos africanos, ahora
dirigidos a las Antillas).
El descubrimiento de oro en 1698 y el de diamantes hacia 1730 cambiarían la historia
brasileña. Estos minerales, existentes en la zona de Minas Gerais, serían una riqueza
fundamental para Brasil. La minería (mucho menor que la hispanoamericana) permitió el
retome de la importación de esclavos africanos (aunque destinados a esta actividad y no a la
azucarera) y facilitó, como en ningún otro país de Latinoamérica, la inmigración europea.
Pero hacia fines del siglo XVIII la minería entraría en decadencia.
A la vez, en la costa de Río de Janeiro, que se había convertido en la capital del
Imperio, se producía algodón (favorecido con el auge de la Revolución Industrial) y el arroz.
En Río Grande Do Sul, se practicó la ganadería, cuyos mercados eran tanto internos (para la
carne) como externos (cueros). Estas regiones serían las más prósperas hacia fines del siglo
XVIII, en contraposición a las zonas mineras y azucareras, en decadencia. No obstante, el
azúcar seguía siendo la principal actividad económica.
Las reformas pombalinas facilitaron la integración económica con Inglaterra, lo que
sería relevante durante a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Por otro lado, la sociedad brasileña era menos cerrada que la española: el principal
límite de casta era el de la esclavitud. Por otra parte, la voluminosa inmigración
metropolitana que se dio en Brasil favoreció la creación de una aristocracia ligada al
comercio ultramarino, a diferencia de Hispanoamérica. Los hacendados ganaderos del centro
y del sur, si bien dependen, en cierto punto, de la aristocracia comerciante, tendrán un poder
local muy sólido.
La diferenciación entre productores y mercaderes es distinta que en Hispanoamérica:
en Brasil hay desde el comienzo un amplio sector agrícola, dominado por una homogénea
clase terrateniente, que produce para ultramar. Portugal, menos poderoso que España, no
puede tener una política económica tan determinante como ésta última. Además, la
administración colonial, por parte de Portugal, era mucho más atrasada que la de España con
Hispanoamérica. Esto hacía que la cohesión entre metrópoli y colonia fuera menos sólida (lo
cual explicaría la importancia temprana de Inglaterra en la economía brasileña). Al igual que
en España, la Corona no puede afrontar ella misma las tareas de expansión colonial: es por
ello que concede ciertas atribuciones y autonomías a los sectores dominantes locales. Esto
también podría tener que ver con el rumbo posterior de Brasil, en el cual los sectores locales
mantuvieron un poder muy fuerte, mucho mayor que en Hispanoamérica.
En Brasil no se dieron reformas del tipo que en Hispanoamérica, en parte por el poder
menor que tenía Portugal para llevarlas a cabo, y en parte porque la Metrópoli no había
estado tan interesada en su actividad económica como lo había hecho España. En Brasil, la
Corona no garantizaba ni tierras ni mano de obra como sí en Hispanoamérica, lo cual también
contribuye a explicar el por qué de la mayor autonomía brasileña.
Pero la principal diferencia entre la estructura social de Brasil e Hispanoamérica es
que en esta última, la posesión de la tierra y la de la riqueza no van juntas; en Brasil sí suelen
acompañarse, y eso da a las clases dominantes locales un poder que les falta en
Hispanoamérica. Por eso, la creación de un poder central no puede darse en Brasil en contra
de esos poderes locales que pueden dominar las instituciones creadas para controlarlos. El
poder central nace aquí débil y se ejercerá conforme a esa debilidad. Por otro lado, el
personal eclesiástico en el Brasil de fines del siglo XVIII pertenecía a estas clases dominantes
locales sin parangón en Hispanoamérica.

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Capítulo II: La crisis de independencia

El edificio colonial, que había durado varios siglos, se desmoronó en tan sólo 15 años.
Este proceso de crisis de independencia, iniciado en 1810, terminaría en 1825, año en el cual
Portugal había perdido todas sus tierras americanas, y España tan sólo conservaba a Cuba y
Puerto Rico. ¿Por qué se dio tan rápido?

Primera etapa (1810-1815): estallido revolucionario y guerra civil

En Hispanoamérica, las reformas borbónicas, que reafirmaban -con éxito parcial- el


poder de España en sus colonias y la ubicaban como intermediadora entre éstas y las
potencias industriales, tuvieron, sin duda algo que ver, pero no hay que exagerar, dice
Halperin, su importancia. Las reformas borbónicas habían mejorado la eficacia de la
administración: ello explica el malestar de los sectores criollos, que ahora se sentían más
controlados por la Metrópoli. Además, este malestar se potenciaba porque las reformas
habían otorgado los cargos burocráticos a los peninsulares, y habían propiciado el acecho
constante de los mercaderes peninsulares en los puertos coloniales, relegando a los
comerciantes criollos. Pero según Halperin, el proceso de reformas político-administrativas de
las colonias no puede explicar la rapidez del proceso de independencia política respecto de
las metrópolis: más bien, las reformas prefiguran cambios y conflictos a largo plazo.
La causa principal del fin del orden colonial tampoco radica en la renovación
ideológica del siglo XVIII que, si bien era ilustrada, no era por ello precisamente
revolucionaria o anticolonial; a lo sumo, se le achacaba al régimen colonial sus limitaciones
económicas, su cerrazón social o sus características jurídico-institucionales. Será, pues, de
fundamental importancia, los hechos ocurridos en el frente externo, más precisamente en
Europa: la revolución francesa y sus consecuencias jugarían un papel fundamental para
darle el golpe de gracia a la decadente España (y a Portugal también).
Antes de la independencia, más allá de las reformas, se vislumbraba la degradación
del poder español, sobre todo a partir de 1795 y que se hacía cada vez más profunda. La
Revolución Francesa había llevado a la guerra marina entre Francia e Inglaterra, de la cual
España no estaba exenta. Las consecuencias de ello fueron una incomunicación entre España
y las colonias, que imposibilitaba el envío de soldados y el monopolio comercial. Así, España
adoptaría algunas medidas de emergencia que flexibilizaban el comercio de las colonias (y
eran bien vistas por los criollos). Pero las colonias ahora no tenían mercados asegurados y se
acumulaban stocks; los productores y comerciantes criollos comenzaban a ver en España el
principal obstáculo a sus intereses. Se empieza a plantear la disolución del lazo colonial, con
distintos matices.
Luego de la guerra de Independencia española, que aseguró la vuelta al trono de
Fernando VII y la alianza con Inglaterra, España pudo retomar el vínculo -ya muy
transformado y sin vuelta atrás- con sus colonias. Pero España se encuentra debilitada,
militar y económicamente, y la presencia de Inglaterra daba el golpe final al viejo monopolio.
Además, a nivel local, las elites criollas y las peninsulares son hostiles entre sí. Serán los
propios peninsulares quienes darán los primeros golpes al sistema administrativo colonial.
Entre 1800 y 1810 se dan una serie de episodios, a nivel local, que prefiguran la
revolución y muestran el agotamiento del régimen colonial. En el naufragio del orden
colonial, los puntos reales de disidencia eran las relaciones futuras entre la metrópoli y las
colonias y el lugar de los peninsulares en éstas, ya que aun quienes más deseaban mantener
el predominio español estaban poco dispuestos a seguir en el arruinado marco político-
administrativo colonial. En estas condiciones, las fuerzas cohesivas (que en España habían
sido muy importantes para derrotar a Napoleón), no existían en Hispanoamérica. Ni la
veneración por el rey cautivo, ni la fe en un nuevo orden español surgido de las cortes
constituyentes lograban aglutinar a Hispanoamérica, entregada a tensiones cada vez más
insoportables.
En cuanto a las relaciones futuras con España, mientras duró la invasión francesa en
España, sobre todo entre 1809 y 1810, no se creía en el poder de la resistencia española.
Además, la España invadida parecía dispuesta a revisar el sistema de gobierno de sus colonias,
y transformarlas en provincias ultramarinas de una monarquía ahora constitucional.

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En cambio, el problema más importante era el del lugar de los peninsulares en las
colonias. Las revoluciones comenzaron por ser intentos de las elites criollas urbanas por
reemplazarlos en el poder político. La administración colonial, por su parte, apoyó a los
peninsulares.
En México y las Antillas no fueron tan importantes estas pugnas entre criollos y
peninsulares: en las Antillas, la revolución social haitiana, que había expulsado a los
plantadores franceses de ese país, mostraba los peligros que podía acarrear una división entre
las elites blancas. En México, la protesta india y mestiza de la primera fase de la revolución
fue derrotada por una alianza entre criollos y peninsulares.
La ocupación de Sevilla en 1810 y el confinamiento del poder real español a Cádiz
estuvieron acompañados de revoluciones pacíficas en muchos lugares, que tenían por centro
al Cabildo, institución con fuerte presencia criolla (variable según las regiones). Los cabildos
abiertos establecerán las juntas de gobierno que reemplazarán a los gobernantes designados
desde España.
Una aclaración: los revolucionarios no se sentían rebeldes, sino herederos de un poder
caído, probablemente para siempre. No hay razón alguna para que se opongan a ese
patrimonio político-administrativo que ahora consideran suyo y al que lo consideran como útil
para satisfacer sus intereses.
En líneas generales, la revolución es una cuestión que afecta a pequeños sectores:
las elites criollas urbanas que toman su venganza por las demasiadas postergaciones que han
sufrido. Herederas de sus adversarios (los funcionarios metropolitanos), si bien saben que una
de las razones de su triunfo es que su condición de americanas les confiere una
representatividad que aún no les ha sido discutida por la población nativa, no conciben
cambios demasiados profundos en las bases reales de poder político. A lo sumo, se
limitarán a una limitada ampliación a otros sectores en el poder, institucionalizada en
reformas liberales.
Se abrirá entonces una guerra civil que surge en los sectores privilegiados (criollos
versus peninsulares): cada uno de los bandos buscará, para ganar, conseguir adhesiones en el
resto de la población. La participación de las masas en la revolución será muy variable según
las regiones. Por ello, hay que tener cuidado de no reducir el proceso revolucionario a un
mero conflicto interno entre las elites del orden colonial.
Hasta 1814, España no podrá enviar tropas contra sus posesiones sublevadas.

Río de la Plata

La junta revolucionaria envía dos expediciones militares para reclutar adhesiones: la


de Belgrano, que fracasa en el Paraguay, y otra que se extiende por el interior hasta el Alto
Perú. Allí, la expedición emancipa a los indios del tributo y declara su total igualdad, en un
signo de voluntad de ampliación de la base social, pero los criollos altoperuanos se oponen a
ello y se colocan del lado del rey. Los revolucionarios de Buenos Aires procuraron conseguir
adeptos en los sectores sociales inferiores, pero en regiones lo suficientemente lejanas de
Buenos Aires (como el Alto Perú), de tal modo que no fuesen una futura amenaza a su
hegemonía. En cambio, en las zonas más próximas a Buenos Aires, los dirigentes
revolucionarios serían mucho más reservados.
En la Banda Oriental, se daría un alzamiento rural que procuraría extender las bases
sociales de la revolución a sectores subalternos: el de Artigas. El artiguismo sería resistido por
las elites de Buenos Aires, que veían en él una amenaza para la cohesión del movimiento
revolucionario y, sobre todo, una expresión de protesta social inadmisible y peligrosa.
Antes de eso, la dirigencia revolucionaria de Buenos Aires se había dividido, en 1810,
entre Saavedra, moderado, más propenso a una continuidad reformada con España, y Moreno,
de tendencias rupturistas y jacobinas. El triunfo de los saavedristas sería efímero y sustituido
por la dirección de los oficiales del ampliado ejército regular en 1812, entre los que estaban
Alvear y San Martín. En 1813, una Asamblea soberana, si bien no declaró la independencia,
suprimió los mayorazgos y títulos nobiliarios, el tribunal inquisitorial y proclamó la libertad de
vientre. Sería la única revolución de la Sudamérica española que aún seguía en pie hacia
1815.

Chile

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En 1810 se creó una Junta, de tendencias moderadas, pero Martínez de Rosas la fue
radicalizando. Esta radicalización fue el producto de la amenaza que representaba Perú
(realista), lo que obligó a la creación de un ejército que influiría en el desarrollo político. La
revolución se institucionaliza en 1811 en el Congreso Nacional, en el cual triunfaría el radical
Carrera, por medio de un golpe militar. El radicalismo, basado en el reformismo ilustrado,
estaba dominado por la aristocracia santiaguina y funcionarios del antiguo régimen, y uno de
sus exponentes fue O´Higgins, que luego se volvería moderado. El Congreso, sin oposición
moderada, creó un Estado moderno, por medio, sobre todo, de reformas burocráticas y
judiciales, supresión de la Inquisición y la abolición de la esclavitud. Luego de un breve
dominio moderado, Carrera, aristócrata terrateniente, hace otro golpe de Estado y establece
una dictadura, que buscará apoyarse en sectores más amplios (ejército, plebe urbana).
La revolución chilena moría en 1814. Como en el Río de la Plata, la división entre las
facciones había frenado (o moderado) el movimiento revolucionario.

Venezuela y Nueva Granada

La revolución venezolana fue muy trágica por la cantidad de matanzas que hubo.
Comenzó en 1810, liderada por Miranda, quien no era apoyado por la oligarquía del cacao.
Miranda intentaría crear un aparato militar revolucionario eficaz y radicalizado. En 1811 se
proclama la independencia de España. La revolución era apoyada en el litoral del cacao, pero
el oeste y el interior eran realistas (dirigidos por Monteverde). Algunos alzamientos de los
negros llevaron a dar por finalizada la Revolución y entregado el poder a los realistas. Bolívar,
quien había combatido con Miranda, se exilió en Nueva Granada para reorganizar la lucha.
Venezuela se convirtió en fortaleza realista y hacia 1815 la revolución había sido frenada en
Nueva Granada. La revolución neogranadina se vio muy afectada por las tendencias
dispersivas entre sus jefes.

Segunda etapa (1815-1825): guerra colonial y triunfo revolucionario

Para 1815 sólo la mitad meridional del virreinato del Río de la Plata seguía en
revolución. En el resto, la metrópoli devuelta a su legítimo soberano comenzaba a enviar
hombres y recursos a los grupos que durante 1810-1815 habían resistido a los revolucionarios
con sólo sus recursos locales. Los realistas triunfarían, pero su alegría sería breve. Algunos
autores insisten en que la severidad de las medidas realistas a partir de 1815 habría generado
el efecto contrario de realimentar la revolución. Sin embargo, para Halperin esta explicación
deja de lado que la guerra civil no había desaparecido, sino que estaba latente, y además
sus consecuencias se hacían sentir. Así, una política menos vengativa por parte de los
realistas tampoco hubiera podido evitar los rebrotes revolucionarios.
La revolución se había hecho sentir tanto en las regiones revolucionarias como
realistas. Tanto los jefes realistas como los patriotas debían formar ejércitos cada vez más
amplios, para lo cual debían incorporar a sectores subalternos a sus filas y mantenerlos
satisfechos: para ello, se flexibilizó la movilidad jerárquica dentro del ejército; los cuadros
superiores ya no siempre quedaban en manos de las elites. A los nuevos jefes, provenientes
de extractos sociales inferiores, también se los dotó de recursos económicos.
Durante este período se dieron cambios económicos: el libre comercio penetra cada
vez más en las regiones hispanoamericanas, en donde ahora se importan productos ingleses
que son mucho más baratos que los de las artesanías locales, llevando a estas últimas a la
ruina.
La lucha contra los peninsulares significará la proscripción, sin inmediato reemplazo,
de una parte importante de las clases altas coloniales.
Así, tras la restauración que se da hacia 1815 en casi toda Hispanoamérica, la
guerra vuelve a surgir, pero ahora con un nuevo carácter. La metrópoli se esfuerza por
suprimir completamente el movimiento revolucionario, lo que transforma la guerra civil en
una guerra colonial.
Una de las características de este viraje en el proceso revolucionario es la
supeditación de las soluciones políticas a las militares; de los focos revolucionarios aislados
entre sí se pasa a una organización a mayor escala, que finalmente llevaría a la victoria. En
esto, según Halperin, es clave la función que cumplieron los líderes revolucionarios.

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Para esta segunda etapa de la revolución, Gran Bretaña y Estados Unidos, que hasta
ahora habían tenido una posición ambigua, contribuirían, directa o indirectamente, a que los
revolucionarios se armasen y sumaran hombres a sus filas. Hay que tener en cuenta, además,
que si bien España ahora estaba en condiciones de mandar ejércitos a sus colonias y de
mantener el orden colonial, a nivel interno las cosas habían cambiado. Si bien Fernando VII
había retornado al trono, las tendencias liberales no habían desaparecido, y mucho menos
todavía en el ejército que debería defender a las colonias. Además, la situación económica
caótica hacía difícil una reconquista costosa.
Hacia 1820 se dio una revolución liberal en España que, si bien no se resignaba a
perder las colonias, reconocía que ya no se podía volver a la situación prerrevolucionaria, y
que debían efectuarse reformas conciliatorias. Estas ideas renovadoras no fueron bien vistas
por algunos sectores contrarrevolucionarios hispanoamericanos, intransigentes, que deseaban
la restauración absolutista; otros intentarían una reconciliación con los patriotas, dejando
afuera a la España liberal. Lo cierto es que ambas posturas debilitarían a los realistas.
En 1823 se daría en España una restauración absolutista apoyada por Francia.
Inglaterra, que era aliada de España pero tradicionalmente hostil a Francia, no vio bien esta
nueva influencia francesa sobre la Península y lentamente comenzó a inclinarse hacia los
revolucionarios hispanoamericanos. También en 1823, Estados Unidos proclamaba la doctrina
Monroe, por la cual no aceptaría una restauración española en Hispanoamérica. Para este
año, tan sólo el Alto Perú, algunas regiones del sur chileno y del sur peruano permanecían
adictos al rey. El avance de la revolución había sido, en gran medida, la obra de San Martín
(de ideas monárquicas) y Bolívar (que creía en una república autoritaria, guiada por la
virtud). San Martín contaría con el apoyo de O´Higgins en Chile y del gobierno de Buenos
Aires, mientras que Bolívar, al principio no tendría ni apoyos ni recursos. Sin embargo, hacia
1823, la situación era más bien la inversa.
La guerra de independencia dejaría una Hispanoamérica muy distinta a la que
había encontrado, y distinta también de la que se había esperado ver surgir una vez
terminados los conflictos. La guerra misma, su inesperada duración, la transformación
que había obrado en el rumbo de la revolución, que en casi todas partes había debido
ampliar sus bases (para ambos bandos), parecía la causa más evidente de esa notable
diferencia entre el futuro entrevisto en 1810 y la sombría realidad de 1825.

Río de la Plata

En el Río de la Plata, un nuevo congreso se reunió en Tucumán en 1816, cuyo director


supremo era Pueyrredón, quien mantendría unidas, hasta 1819, a las distintas regiones. Esto
fue posible gracias a la alianza entre las elites gobernantes de Buenos Aires y de Tucumán y
Cuyo –cada vez más conservadoras y dispuestas a una reconciliación con la España
restaurada-, no afectadas por el federalismo artiguista. Sin embargo, Pueyrredón no lograría
controlar por él mismo la disidencia artiguista en el litoral: tuvo que acudir a la intervención
portuguesa en la Banda Oriental, para que mantuviera a Artigas a la defensiva. Hacia 1819, el
régimen de Pueyrredón se descomponía, y los caudillos del litoral se hacían cada vez más
autónomos.

Chile

En 1817, San Martín, con recursos provenientes de Cuyo, derrota a los españoles y en
1818 se proclama la independencia de la nueva república, cuyo Director Supremo era O
´Higgins. La nueva república, que debía rehacer la cohesión interior, iba a ser marcada por un
autoritarismo frío y desapasionado, muy duro sobre todo contra los realistas y disidentes.

Perú y Bolivia

Durante la primera etapa revolucionaria, Perú había sido un bastión realista. La


reconquista de Chile debía ser el primer paso, pues, en el avance hacia Lima. En 1821 se
crearía un Perú independiente y monárquico, con San Martín como protector. Perú sería el
estado independiente más conservador de todos; en parte, se explica este conservadurismo
extremo como maniobra para ganar el apoyo de la aristocracia limeña, clave para consolidar
el nuevo orden. Sin embargo, aún persistían importantes reductos realistas, que amenazaban
seriamente a la revolución, y que sólo podrían ser derrotados con ayuda de nuevos auxilios

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externos, como el de Bolívar. San Martín se vería obligado a renunciar y a fines de 1822 se
proclamó la república de Perú. Entre 1823 y 1826, se darían varios intentos realistas por
frenar la revolución, que serían finalmente derrotados.
En el Alto Perú, Sucre, aliado incondicional de Bolívar, lograría derrotar a los realistas
en 1825 y fundar la república de Bolivia, que escapaba tanto a la unión con el Río de la Plata,
como con Perú.

Venezuela, Nueva Granada y Ecuador

Bolívar, en ruptura con la aristocracia de Caracas, se apoyó, inicialmente, en los


agricultores y pastores andinos, en los negros de la costa y en los llaneros que en 1814 lo
habían echado de Venezuela. En 1816, anuncia la liberación de los esclavos (fundamentales
en la economía de plantación de la costa venezolana) y se alía con Páez, formando la fuerza
militar que llegaría hasta el Alto Perú. Hacia 1819 se declaró la República de Colombia, que
incluía a Venezuela y Ecuador, pero con autonomías importantes. Sin embargo, la resistencia
realista duraría hasta 1821, bastante afectada por la revolución liberal en España,
permitiéndole a Bolívar avanzar hacia Perú. En 1821, se proclamó una constitución, que
establecía un régimen más centralizado que el que se había pensado en 1819: Bogotá era el
centro.
Santander se ocupó de organizar el nuevo estado, pero la tarea era desde el comienzo
muy difícil. La modernización social debía enfrentar tanto a la Iglesia como a los grupos
privilegiados por el viejo orden (propietarios de esclavos del litoral venezolano opuestos al
abolicionismo, grandes mercaderes y pequeños artesanos enemigos del comercio libre). Sin
embargo, la república no se animaba a excluir a estos sectores conservadores, por miedo a
que ocurriese lo que en Haití en 1804.
El nuevo orden buscaba entonces retomar el moderado reformismo administrativo,
característico de las mejores etapas coloniales. Pero se topaba con serios obstáculos: no sólo
las ruinas del pasado cercano y los costos de la guerra limitaban sus recursos, sino que no
tenían una base de poder autónoma de sus gobernados. No eran sorprendentes, entonces,
tendencias localistas o centrífugas.
Así, la república de Colombia parecía tener desde su origen un desenlace fijado: el
golpe de estado autoritario que uniría, bajo la égida de Bolívar, a los inquietos militares
venezolanos y a la oposición conservadora neogranadina.

México

Aquí se dio una revolución muy distinta a las sudamericanas, en donde la iniciativa
había correspondido a las elites urbanas criollas, que ya para 1825 controlaban el proceso que
habían comenzado. En México, en cambio, la revolución empezó por ser una protesta mestiza
e india en la que la nación independiente tardaría decenios en reconocer su propio origen.
En 1810, un cura rural, Hidalgo (proveniente del noroeste), proclamaba su revolución,
apoyado fundamentalmente en sectores subalternos (peones rurales, y trabajadores mineros),
pero que de tan mal organizados y mal armados que estaban, serían derrotados.
Más allá del fracaso de Hidalgo, hacia 1812, el también cura Morelos (proveniente del
sur) se convertiría en el nuevo jefe revolucionario, con apoyo de las masas. Organiza mejor
las fuerzas que Hidalgo y propone la abolición de las diferencias de casta y la división de la
gran propiedad en manos de enemigos. Pero las disensiones, que en algún momento había
logrado minimizar, terminaron por debilitar la revolución de Morelos. Sin embargo, ésta no
fue su única causa: a Morelos, que a partir de un movimiento indígena quería lograr una
revolución nacional, moderada en su estilo pero radical en su programa, los realistas oponían
un frente junto con los criollos. Una vez eliminada la herencia de rencores del pasado,
atenuados por el común terror ante la revolución de Hidalgo, la unión de peninsulares y ricos
criollos en defensa del orden establecido era un programa más factible que el de la
revolución. Así, Morelos sería derrotado y ejecutado en 1815.
Los alzamientos de Hidalgo y Morelos, si bien habían llevado imágenes religiosas,
amenazaban la estructura eclesiástica. Por ejemplo, Morelos incluía entre las tierras a dividir,
las de la Iglesia. Por ello, no sorprende que la Iglesia también fuera su opositora.
Tras algunos alzamientos rurales que fueron sofocados, en los años siguientes los
criollos de la capital comenzaron a enfrentarse, poco a poco, con los peninsulares. Sin

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embargo, este espíritu disidente no maduraría: la revolución liberal en España desencadenó


súbitamente la independencia de México, proclamada en 1821.
Los peninsulares tenían mayor peso en México que en el resto de las colonias. Porque
se creían dotados de suficiente fuerza local, también los peninsulares podían encarar una
separación política de España. Esta se produjo cuando el vuelco liberal de España pareció
afectar tanto a la Iglesia como la intransigencia en la lucha contra las revoluciones
hispanoamericanas. Las elites mexicanas temían que la España liberal los perjudicase, así que
prefirieron romper con ella.

Brasil

Aquí la independencia de 1822 fue más pacífica. Una de las causas de esta diferencia
entre la independencia de Brasil y la de Hispanoamérica radica en que Portugal había
otorgado a Inglaterra la función de metrópoli económica de las tierras americanas. Si bien
existieron intentos, por parte de la Corona portuguesa, de aumentar la participación
metropolitana en la vida portuguesa, fueron mucho más limitados que los de España. Más allá
de que existió una inmigración portuguesa importante, que se incorporó a las filas de la elite
peninsular, no logró imponerse sobre las jerarquías locales surgidas durante los siglos
anteriores.
Además, Portugal estaba mucho más dominado por Inglaterra que España; por ello, no
debe sorprender el cuasi-secuestro en 1810, por parte de los ingleses, de la corte portuguesa,
que la trasladaría de Lisboa a Río de Janeiro (ante la invasión napoleónica), que ahora se
convertía en la sede de la corte regia. Por otro lado, a esta altura, Inglaterra entablaba
relaciones comerciales mucho más profundas con Brasil que con Hispanoamérica.
Si bien la liberación de Portugal en 1812 no bastó para que la Corona retornase a
Lisboa, la revolución liberal de 1820, sí lo haría. El rey dejó a su hijo Pedro como regente del
Brasil, quien proclamaría la independencia en 1822, desoyendo la advertencia de las cortes
liberales que lo intimaban a seguir las órdenes de su padre. Sin embargo, gracias a la presión
de Inglaterra, en 1825, Portugal reconocería al nuevo estado independiente. En 1824 se
proclamó en Brasil una constitución liberal y parlamentaria.
El imperio de Brasil, surgido casi sin lucha y en armonía con un nuevo clima mundial
poco adicto a las formas republicanas, iba a ser reiteradamente propuesto como modelo para
la turbulenta América española. La corona imperial iba a ser vista como el fundamento de la
salvada unidad política de la América portuguesa, frente a la disgregación creciente de
Hispanoamérica. De todos modos, la unidad brasileña también tuvo sus amenazas, como
algunos alzamientos localistas, que fueron derrotados.
Aunque la ausencia de una honda crisis de independencia aseguraba que el poder
político seguiría en manos de los grupos dirigentes surgidos en la etapa colonial, había entre
éstos bastantes tensiones, que luego se harían sentir. Aquí encontramos un factor en común
con Hispanoamérica: la dificultad de encontrar un nuevo equilibrio interno, que absorbiese
las consecuencias del cambio en las relaciones entre Latinoamérica y el mundo que la
independencia había traído consigo.

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Capítulo 3: La larga espera (1825-1850)

En 1825 terminaba la guerra de independencia. Dejaba en toda Hispanoamérica


efectos muy considerables: la ruptura de las estructuras coloniales, consecuencia a la vez
de: a) una transformación profunda de los sistemas mercantiles, b) la persecución de los
grupos más privilegiados con el sistema antiguo, y c) la militarización que obligaba a
compartir el poder con grupos antes ajenos a él. En Brasil, una transición más pacífica parecía
haber evitado esos cambios catastróficos, pero, sin embargo, allí también la independencia
mostraba el agotamiento del orden colonial.
De las ruinas del antiguo orden se esperaba que surgiera uno nuevo, cuyos rasgos
esenciales habían sido previstos desde el comienzo de las luchas independentistas. No
obstante, este nuevo orden se demoraba en nacer. Algunos explicaban esta espera como el
resultado de la herencia de la guerra: concluida la lucha, no desaparecía la gravitación del
poder militar, en el que se veía el responsable de las tendencias centrífugas y de la
inestabilidad política. Pero según Halperin, esta explicación era insuficiente y hasta
engañosa: dado que no se habían producido los cambios esperados, esa postura suponía que la
guerra de independencia no había provocado una ruptura suficientemente profunda con el
antiguo orden, cuyos herederos eran los responsables de los problemas que ahora aquejaban a
Hispanoamérica.
Sin embargo, los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida
hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución. La novedad más importante es
la violencia, sobre todo como consecuencia de la ampliación de las bases militares tanto de
los patriotas como de los realistas. Violencia que llega a dominar la vida cotidiana, en los
diferentes lugares de Hispanoamérica. Pero ya no es posible retornar a la relativa
tranquilidad del antiguo orden. Luego de la guerra, es necesario difundir las armas por todas
partes para mantener un orden interno tolerable. Así, la militarización enfrenta a la lucha.
Pero la militarización es un remedio costoso e inseguro: los jefes de los grupos armados se
independizan rápidamente de quienes los han invocado y organizado. Por ello, para
mantenerlos a su favor, deben tenerlos satisfechos: utilizan las rentas del Estado para
sostenerlos. Así se entra en un círculo vicioso, porque para obtener más recursos en países
arruinados económicamente es necesaria más violencia, lo que implica un mayor apoyo
militar. En los países que han hecho la guerra fuera de sus fronteras (Argentina, parte de
Venezuela, Nueva Granada y Chile) tienen un papel considerable las milicias que garantizan el
orden local. Estas milicias, más cercanas a las estructuras locales de poder (y menos
costosas), a veces se meten en la lucha política expresando la protesta de las poblaciones
agobiadas por el peso del ejército regular. Pero ingresar en la lucha política significa más
recursos, para tener una organización más regular que permita confrontar contra el ejército.
Así, los nuevos estados suelen gastar más de lo que sus recursos permiten, y ello, más
que nada, porque el ejército –que por bastante tiempo arbitrará entre distintas facciones-
consume la mayor parte de ellos. Hasta cierto punto, Hispanoamérica estaba prisionera de los
guardianes del orden, que a menudo eran los causantes del desorden. Si bien la militarización
había permitido una limitada democratización (al permitir una movilidad mayor dentro de sus
filas), también se esforzaban porque la democratización no se extendiera demasiado. Por
ello, muchas de las elites que acusaban al ejército de ser la causa del desorden, no se
animaban a eliminarlo, por miedo a que esta democratización ampliada se hiciese efectiva.
La democratización fue otra de las consecuencias de la revolución. Por ejemplo, en
la mayoría de los estados, comienzan a darse procesos de liberación de los esclavos (con
distintos matices), no tanto por voluntad propia, sino más bien porque la guerra los obliga a
hacerlo, pues necesitan soldados. La esclavitud doméstica pierde importancia, aunque la
agrícola se defiende mejor en las plantaciones. Sin embargo, la mano de obra esclava es cada
vez menos disciplinada y menos productiva; además, las trabas a la trata (sobre todo por
parte de Inglaterra) aumentan el precio de los esclavos. Así, antes de ser abolida (en casi
toda Hispanoamérica hacia mediados de siglo ya había desaparecido), la esclavitud se vacía
de su anterior importancia. Aunque los negros emancipados no serán reconocidos como
iguales por los blancos ni por los mestizos, tendrán un lugar muy distinto en una sociedad
que, aunque sigue siendo desigual, al menos las desigualdades están organizadas de manera
distinta a las de la sociedad colonial.

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Otro de los cambios fue el debilitamiento del sistema de castas: los mulatos libres y
los mestizos, que durante el orden colonial habían estado desfavorecidos legalmente, ahora
ya no están tan condenados desde nacimiento. Sin embargo, se mantuvo la legislación
respecto a las masas indígenas que, si bien las postergaba en derechos, al menos permitía que
sus tierras no les fuesen expropiadas. Esto no se dio tanto por la acción tutelar de las nuevas
autoridades, sino más que nada por cuestiones coyunturales: el debilitamiento de las elites
urbanas; la falta de una expansión del consumo interno (en las regiones con alta población
indígena) y, sobre todo, la reducida exportación agrícola, explican por qué las comunidades
indígenas, indefensas y sin títulos de propiedad, pudiesen conservar sus tierras, que por ahora
no eran muy necesarias para los sectores dominantes.
Otra de las consecuencias de la revolución, asociada con la decadencia del sistema
de castas, es la modificación en la relación entre las elites urbanas prerrevolucionarias y los
sectores (mulatos, mestizos urbanos, blancos pobres) desde los cuales había sido difícil el
acceso a ellas. Uno de los canales de ascenso había sido el ejército. Pero también tiene que
ver otro fenómeno que fue efecto de la revolución: la pérdida de poder de las elites urbanas
frente a los sectores rurales. Dado que tanto los realistas como los patriotas requerían cada
vez más personas en sus ejércitos, no es llamativo que el campo, donde vivía la gran mayoría
de la población, comenzara a tener más peso. Pero hay que advertir que si bien el campo
comenzó a tener mayor relevancia, ello no significa que el campo haya sufrido grandes
modificaciones con la revolución. De hecho, en casi todas partes no había habido movimientos
rurales espontáneos, y los dirigentes seguían siendo los terratenientes, quienes dominaban las
milicias para asegurar el orden rural.
Pero una de las consecuencias más importantes de la revolución fue que el sector
terrateniente, subordinado durante la etapa colonial, ahora se convierte en dominante.
En cambio, las elites urbanas ahora pierden parte de su poder político y económico. Lo
paradójico de la revolución es que destruyó lo que debía ser el premio de los vencedores (las
elites criollas urbanas). Éstas se debilitarían, también, por el derrumbe de los circuitos
comerciales en los que habían prosperado (la ruta de Cádiz, ahora reemplazada por la de
Liverpool).
También hay cambios en la Iglesia, dado que ésta, en la colonia, había estado muy
vinculada a la Corona. La Iglesia, tras la revolución, se empobrece y se subordina al poder
político. Sin embargo, en algunas zonas, como México, Guatemala, Colombia o Ecuador, el
cambio es limitado y compensado por el nacimiento de un prestigio popular muy grande.
Debilitadas las bases económicas de su poder por el coste de la guerra y despojados
de las bases institucionales de su prestigio social, las elites urbanas deben aceptar ser
integradas en posición subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo es militar.
Los más pobres dentro de esas elites (administrativos y burócratas inferiores) hallan en esta
aceptación rencorosa una vía para la supervivencia, al poner las técnicas administrativas que
ellos dominan al servicio del nuevo poder político. Las elites que han salvado o aumentado
parte importante de su riqueza (comerciantes extranjeros, generales transformados en
terratenientes, etc.) reconocen, más allá de sus limitaciones, la capacidad del ejército para
mantener el orden interno.
Pero la revolución no ha suprimido, a grandes rasgos, un aspecto esencial de la
realidad hispanoamericana: la importancia que tiene el apoyo de poder político-
administrativo para alcanzar y conservar la riqueza. Ahora como antes, en los sectores rurales
se sigue obteniendo la tierra por medio del favor del poder político, que es necesario
conservar.
En cambio, la miseria del estado crea en todas partes una suerte de “aristocracia
financiera” que le presta dinero a intereses altísimos y con garantías insólitas. En suma, la
relación entre el poder político y los económicamente poderosos ha variado. El poderío social
de algunos hacendados y la relativa superioridad económica de los prestamistas los coloca en
una posición nueva frente a un estado al que no solicitan favores, sino imponen concesiones.
Pero no sólo los 15 años de guerra fueron la causa de esto último. Una de las
modificaciones más fundamentales que acarreó la revolución fue la brutal transformación de
las estructuras mercantiles, ya que, desde 1810, toda Hispanoamérica se abrió plenamente
al comercio extranjero.
Hay un cambio esencial en la relación entre Hispanoamérica y el mundo. El contexto
en que se dio este cambio explica en parte sus resultados: hasta 1850, los países europeos
invirtieron escasos capitales en Hispanoamérica. Las causas de esto no sólo se reducen al
desorden postrevolucionario hispanoamericano, sino también a que en Europa, el capitalismo

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no se había consolidado lo suficiente. Tanto Inglaterra como el resto de los países europeos
quieren arriesgar poco en Hispanoamérica, no sólo porque el riesgo es grande, sino porque no
tienen mucho para arriesgar. Por ello, lo que más se busca en Latinoamérica, por parte de
las metrópolis económicas (sobre todo Inglaterra), es que se compren los productos
industriales. Para ello, también es preferible un dominio de los circuitos mercantiles locales.
Como consecuencia de todos estos cambios, la aristocracia local tendrá muchos
integrantes extranjeros, que dominan el comercio local. Esto se asimila un tanto al orden
colonial, en el cual los comerciantes peninsulares pertenecían a las elites. Pero el sistema
comercial postrevolucionario (sobre todo el inglés) se diferencia del español en tanto logra
colocar un excedente industrial cada vez más amplio. A la vez, introduce un circulante
monetario que favorece a los que antes no tenían acceso directo a él (productores rurales) y
perjudica a los que lo monopolizaban (prestamistas y mercaderes urbanos). Sin embargo, las
aspiraciones inglesas se verían limitadas por tres motivos: a) las sucesivas crisis económicas
del capitalismo; b) la sobredimensión de la capacidad de consumo hispanoamericana y c) la
aparición de Estados Unidos como competidor directo.
En muchos aspectos, Inglaterra es la heredera de España, beneficiaria de una
situación de monopolio que puede ser sostenida ahora por medios más económicos que
jurídicos. La Hispanoamérica de 1825 es más consumidora que la de 1810, en parte porque la
manufactura extranjera la provee mejor que la artesanía local. Pero no sólo Inglaterra
conquistaría el mercado existente, sino que también crearía uno nuevo, gracias a sus
precios muy bajos y a su oferta abrumadora. La ofensiva industrial arruinaría, a mediano y
largo plazo, a las artesanías locales. Pero más decisivo aún fue el déficit comercial de los
países latinoamericanos, que importaban más de lo que exportaban.
En suma, Hispanoamérica estaba estancada en lo económico. La victoria del
terrateniente sobre el mercader se debe, sobre todo, a la decadencia de éste y no basta, en
general, para inducir un aumento de producción tal como se había pensado en 1810.
Hispanoamérica aparece entonces encerrada en un nuevo equilibrio, mucho más estático que
el colonial.
Estados Unidos, entre 1815 y 1830, y Francia, a partir de 1830, comenzaron a
enfrentarse a la hegemonía británica. Estados Unidos apoyó a los revolucionarios más
radicales; pero como éstos fracasaron, también decayó la importancia de este país en los
asuntos políticos. En la economía, el declive norteamericano fue más lento. Francia, por su
parte, nunca significó un riesgo para el comercio británico, pues era complementario (vendía
bienes de lujo, a diferencia de Inglaterra que vendía bienes más masivos). En lo político, la
agresiva política francesa no fue bien vista por los sectores locales, que preferían la discreta
hegemonía británica. Esta última se apoyaba en su predominio comercial, en su poder naval,
en tratados comerciales y, sobre todo, en el uso prudente de esas ventajas: Inglaterra sólo se
propone objetivos políticos conforme a sus potencialidades y limitaciones. Es decir,
Inglaterra no aspira a una dominación política directa, que implicaría altos gastos. Por el
contrario, se propone dejar en manos hispanoamericanas, junto con la producción y buena
parte del comercio interno, el gobierno de esas extensas tierras –siempre y cuando sea
conforme a sus intereses económicos, claro está-. A Inglaterra lo que más le interesa es el
mantener el statu quo, que le permite hacer buenos negocios con Latinoamérica.
Su fuerza y el uso moderado que de ella hace, contribuyen a hacer de Inglaterra la
potencia dominante. Sin embargo, hacia mediados de siglo XIX parece surgir, lentamente, un
competidor cada vez más sólido: Estados Unidos, que ya tiene bastante influencia en el
Caribe y en México. Además, el descubrimiento de oro en California en 1849 transforma las
economías de los países del Pacífico, que proveen a los barcos que van desde la costa este a
la oeste de Estados Unidos.
En suma, el marco postrevolucionario es, por el momento, muy distinto al imaginado
en los albores de la revolución. América Latina, entre 1825 y 1850, es estable en la penuria;
la nueva potencia dominante, al tomar en cuenta esa situación e introducirla como postulado
esencial de su política, contribuye a consolidarla. Mientras tanto, Hispanoamérica espera,
cada vez con menos esperanzas, el cambio que no llega. Es que entre los cambios traídos por
la independencia es fácil sobre todo advertir los negativos: a) degradación de la vida
administrativa; b) desorden y militarización; c) un despotismo más pesado de soportar
porque debe ejercerse sobre poblaciones que la revolución ha vuelto más activas, y que
sólo deja la alternativa de la guerra civil, incapaz de fundar sistemas de convivencia menos
brutales; d) estancamiento económico, donde los niveles de comercio internacional de 1850
apenas superan a los de 1810.

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De todos modos, el marasmo económico es variable según las regiones. Por ejemplo,
Venezuela, en la agricultura, y el Río de la Plata, con la ganadería, logran retomar y superar
los niveles de los más prósperos años coloniales. En cambio, Bolivia, Perú y sobre todo México
no logran reconquistar su nivel de tiempos coloniales. Nótese que la crisis en estos últimos
países, al ser predominantemente mineros, se debe a que la guerra ha destruido gran parte
de la infraestructura, y requieren cuantiosas inversiones de capital para rehabilitarla, cosa
que no ocurre. La Hispanoamérica marginal, la que en tiempos coloniales estaba en segundo
plano, y sólo comenzaba a despertar luego de 1780, resiste, pues, mejor las crisis brutales del
período de emancipación. Así, el Río de la Plata, Venezuela, Chile, Costa Rica y las Antillas
(aún bajo dominio español), prosiguen su avance económico.
En este contexto globalmente crítico, América Latina fue elaborando soluciones (de
política económico-financiera o de política general) que sólo lentamente madurarían. Allí
donde la crisis fue, dentro de todo, menos honda, las soluciones fueron halladas más pronto,
y significaron transformaciones menos profundas.
Algunos sostienen que la causa de esta situación, más crítica en Hispanoamérica que
en Brasil, se debe a que la primera estaba muy fragmentada, a diferencia del segundo. Pero
para Halperin, esto es discutible: la división de Hispanoamérica –entendible dado que es un
territorio más grande que Brasil- es previa a la independencia, mientras que Portugal había
creado un Brasil unido. La guerra de Independencia había confirmado las divisiones internas
de Hispanoamérica y había creado otras, como las del Río de la Plata o Centroamérica. Por
ello, para Halperin, para la postindependencia, más que de fragmentación
hispanoamericana, es preferible hablar de incapacidad para superarla. Bolívar, por ejemplo,
había intentado una unificación, que fracasó. El fracaso de Bolívar puede vincularse, en
parte, a un pronóstico errado por parte suya: mientras él creía que la militarización y
ruralización postrevolucionarias serían efímeras y que un orden durable sólo surgiría cuando
volviesen a aflorar los rasgos esenciales del prerrevolucionario, la historia indicaría que las
innovaciones aportadas por la revolución habían llegado para quedarse. El desengaño
bolivariano también se explica por la derrota frente a sus adversarios y la erosión de sus
apoyos.

Brasil

En el imperio del Brasil, la adaptación al nuevo orden fue la más exitosa de todas.
Esto se puede explicar gracias a que las diferencias entre el viejo y nuevo orden eran, en
Brasil, menos intensas que en Hispanoamérica. El Brasil colonial anticipaba algunos rasgos del
Brasil independiente: una metrópoli menos vigorosa e influyente; un contacto ya directo con
Inglaterra o un peso menor de los funcionarios de la Corona respecto de las elites locales. Sin
embargo, las transformaciones eran indudables y difíciles. Si bien la transición al Brasil
independiente fue más pacífica que en Hispanoamérica, mantener el orden interno no es
tarea sencilla (durante los ´30 y ´40, hubo varias guerras civiles).
La creación de un parlamento tenía consecuencias análogas a la militarización de
Hispanoamérica, no por la violencia, sino por la predominancia de los terratenientes. Las
aristocracias locales, rurales y liberales chocarían con las elites conservadoras urbanas, que
en su mayoría eran portugueses que habían sido privilegiados durante el antiguo orden. La
Corona, con el apoyo del ejército, debería arbitrar entre ambos bandos. A partir de la década
del ´30, Brasil sería más bien liberal.
En lo económico, Brasil, el principal mercado latinoamericano para Inglaterra, es otro
de los países que supera sin dificultades económicas inmediatas la crisis de independencia.
Como en Cuba, el nordeste brasileño sale beneficiado de la crisis azucarera en las Antillas
inglesas. A la vez, el sur ganadero también prospera. Pero el resultado de esta bonanza en los
extremos del país es que se crean desequilibrios que repercutirán en la vida política
brasileña; recién, con el surgimiento del café, en la región central, hacia mediados del siglo
XIX, se equilibrará un tanto la situación. No obstante, el renacimiento del nordeste azucarero
mantiene los rasgos arcaicos de la producción: esclavos que debe importar pero cada vez más
dificultosamente, dado que Inglaterra busca frenar la trata. Lo logrará, violencia mediante,
en 1851.
Hacia mediados de siglo, la agricultura esclavista –azúcar y, en menor medida, el
incipiente café- entraba en crisis, ya que la persecución a la trata aumentaba el costo del
esclavo. Pero mientras el café lograba encontrar nuevas alternativas, el azúcar decaía poco a

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poco. De esta manera, el núcleo económico del Brasil comenzaba a moverse hacia el centro y
el sur.
El Brasil imperial sufrirá, durante esta época, déficit comercial, desaparición del
circulante metálico y penuria de las finanzas, principalmente porque importa a Inglaterra más
de lo que exporta. Además, su economía crece, pero más lentamente que su población. Sin
embargo, hay en ella ciertos avances –como una sólida estructura financiera- que, junto con
la estabilidad política, explican el prestigio –que no duraría mucho- que tiene Brasil en
Hispanoamérica.

México

La primera etapa independiente mexicana se caracteriza por ensayos de restauración


al viejo orden. Esto se comprende porque, en México, los últimos tiempos coloniales habían
sido más prósperos que en el resto de Hispanoamérica. Además, la independencia mexicana
no había modificado las jerarquías coloniales.
Luego de la independencia, por algunos años México fue un Imperio cuyo soberano era
Iturbide; pero éste fue derrocado por el ejército (cuyo jefe era Santa Anna). A la caída del
imperio siguió la separación de la región de América Central, la convocación a una
constituyente y la elección como presidente al moderado Victoria. Se conforman dos partidos:
uno conservador y otro liberal y federalista.
Los conservadores creían en una reconstrucción del país en donde Inglaterra fuera la
nueva metrópoli, y en donde se reconciliaran las elites criollas y españolas, que serían el
sostén del nuevo orden.
Los liberales pretendían expulsar a los peninsulares. En realidad, muchos de éstos ya
se habían ido de México, y los restantes eran en su mayoría pequeños burgueses inofensivos,
pero que eran aborrecidos por la plebe, ya que estaban en contacto directo con ella.
Los conservadores temían la participación de la plebe, a quien los liberales
representaban un poco más, ya que radicalizaría el orden. Para ello, apelarán a la Iglesia, a
quien creían capaz de competir con los liberales por la dirección de la plebe.
Entre fines de la década del ´20 y 1836, se dan golpes de estado y destituciones entre
liberales y conservadores, estos últimos representados por el general Santa Anna, a quien
también los liberales moderados interpelarían en algunas ocasiones.
Desde 1836 hasta 1849 se da un claro predominio conservador, que paradójicamente
no se quiebra con las enormes pérdidas de territorios a manos de EE.UU: en 1836, México
pierde a Texas, que no acepta el centralismo conservador mexicano; en 1848, México pierde,
también, a manos de EE.UU, California y Nuevo México. El ejército, si bien fue un desastre en
el frente externo, al menos había garantizado el orden interno.
Hacia 1850, el orden conservador, si bien había durado, no había logrado superar el
desorden mexicano postrevolucionario: el Estado estaba quebrado y la economía, más
retrasada que la colonial. La minería mexicana estaba paralizada tras la independencia y
requería grandes capitales, que no llegaban, para ser restaurada. Esto era percibido por los
conservadores mexicanos, que se abrieron hacia el exterior, pero esta apertura resultó ser un
fracaso.

Perú y Bolivia

En Perú y Bolivia, la situación es más crítica aún que en México: no sólo están
estancados económicamente y son inestables políticamente, sino que además las elites
sobrevivientes están desunidas. El ejército aquí también tendrá un papel decisivo.
Económicamente, no logran superar la crisis de la minería. Además, el comercio de
Lima sufre la competencia de Guayaquil y Valparaíso; la agricultura serrana y altiplana siguen
aislada del resto. Lentamente, la propiedad privada va avanzando sobre las tierras comunales
indígenas.
Políticamente, son inestables. En Bolivia, luego de vencido Sucre, asume como
presidente el general mestizo Santa Cruz. En Perú, luego de que es derrotado Bolívar, se
suceden algunos presidentes, hasta que Santa Cruz, interesado también en Perú, crea y
lidera, en 1836, la Confederación Perúboliviana, que unía a ambos países. Santa Cruz efectúa
algunas reformas administrativas, fiscales y judiciales, y conquista algunos apoyos europeos.,
pero tiene en contra a Lima y a los perjudicados por las reformas, y no tiene el apoyo
popular. Los sectores populares habían sido menos movilizados a partir de la revolución que

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en México y además sufren las políticas fiscales. Finalmente, conflictos de intereses llevan a
Chile y a Argentina a la guerra con la Confederación, de la que ésta sale derrotada y
desaparece.
Perú comienza a estabilizarse a partir de la década de 1840, más que nada porque la
coyuntura internacional le es favorable: principalmente a base del guano, Perú se inserta en
una nueva época, en la que las elites urbanas logran obtener la postergada supremacía.
En lo económico, Bolivia, en cambio, continuará estancada por mucho tiempo. Al país
le faltan recursos exportables y no logra insertarse al mercado internacional. Sólo la
exportación de la quina, monopolizada –corruptamente- por el Estado, ofrece algún alivio.
En lo político, durante los ´40, en Bolivia, se suceden varios presidentes hasta que en
1848 asciende el general Belzú, quien por primera vez empleó en Bolivia la apelación a las
clases populares como recurso político. Aunque en la práctica Belzú no se diferencia mucho
de sus antecesores, por lo menos marca el ingreso de la plebe mestiza urbana en la vida
política boliviana.

Ecuador

En Ecuador, que en 1830 se había separado de la Gran Colombia, no habrá tantos


conflictos internos como en Perú, Bolivia o México. Esto ocurrió, en parte, porque los
militares –oriundos de Colombia o Venezuela- arbitraron entre la elite costeña –plantadora y
comerciante- y la aristocracia serrana –dominante sobre los indígenas-. En Ecuador hay, en
1834, luego de algunas guerras civiles, una suerte de “pacto” entre ambas elites, que deciden
compartir el poder ante el temor de que la lucha interna haga estallar la unidad política. La
elite costeña es la más innovadora; aunque en realidad la modernización que ella realiza es
superficial. El arcaísmo serrano, poco a poco, se hará sentir en Ecuador, que no logró
construir un orden sólido hacia 1850.

Nueva Granada (Colombia)

La Gran Colombia se había disuelto con el fracaso de Bolívar: Ecuador y Venezuela se


escindieron. Hacia 1830, Nueva Granada –Colombia- es presidida por Santander, ex aliado de
Bolívar y luego enemigo. En muchas regiones de Colombia avanzará el conservadurismo, que
propugnará un régimen estable pero autoritario y donde la Iglesia será muy fuerte. La costa
atlántica y Bogotá se oponen al orden establecido, que ha perjudicado a sus clases
dominantes (mercantiles o artesanas). Así, conforman una oposición que se dice liberal, pero
que en realidad, su principal diferencia con el conservadurismo tiene que ver con sus
concepciones acerca de la Iglesia y de la modernización.
La mayor tranquilidad política colombiana se explica por el papel secundario del
ejército y por las diferencias regionales que, en lugar de ser focos de inestabilidad, son
cohesivas.

Venezuela

La guerra de independencia había sido muy cruenta y devastadora aquí. Las


aristocracias costeñas estaban arruinadas y subsumidas al ejército. En este contexto,
parecería que el futuro venezolano estaría signado por la inestabilidad: sin embargo,
ocurriría, en lo inmediato, lo contrario. Páez, jefe militar de la independencia, reconstruirá
la economía y la sociedad sobre líneas semejantes al orden colonial. Durante los ´30,
Venezuela aumentará la producción, pero ahora más centrada en el café que en el cacao o el
azúcar. Sin embargo, durante los ´40, sufrirá las crisis de precios.
Así, el orden conservador comienza a mostrar sus fisuras. Aparecen duras tensiones
cuando los beneficiarios del sistema –grandes comerciantes que exportan café y grandes
propietarios- intentan restituir la esclavitud a los negros emancipados durante la revolución.
Ésta, además, había introducido dentro de los sectores privilegiados a los jefes militares,
quienes gobiernan la república.
En este contexto, hacia 1845 hay bastante descontento, sobre todo en las elites que
no tienen tanto poder político. Ello se expresará en la conformación de una oposición liberal.

América Central

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Aquí no hubo ni revolución ni resistencia realista. Luego de la caída del imperio de


Iturbide en México (en 1824), se conforman las Provincias Unidas de América Central, que
estarán desgarradas por las luchas entre liberales y conservadores, y entre Guatemala
(conservadora y económicamente más arcaica) y El Salvador (liberal y un poco más
adelantado).
Guatemala se separa de las Provincias, a lo que continúa la disolución de éstas. Así,
se conforman diminutas repúblicas (El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica). Por el
momento, continúa con una economía estática que no encuentra receptores para su
producción ni capitales para incrementarla. En Costa Rica, se expande el café.

Paraguay

El caso paraguayo es bastante particular. Luego de la independencia en 1811, en 1812


el país es liderado por Gaspar de Francia, quien impone una férrea dictadura y aísla a
Paraguay de sus vecinos y de la economía internacional. Esto se traduce en un relativo
aislamiento popular ya que los productos se destinan en su mayoría al consumo local. Gaspar
de Francia se apoya en la plebe mestiza, en detrimento de la aristocracia blanca, que sufre la
imposibilidad de exportar sus cultivos.

Argentina y Uruguay

En 1820 se había disuelto el alicaído estado unitario. Esta disolución destrozaba tanto
al centralismo de Buenos Aires como al federalismo del Litoral. Artigas había quedado
virtualmente preso en Paraguay. Buenos Aires, no obstante, sería hegemónica en el país y
económicamente muy próspera. Además, Rodríguez y Rivadavia realizan reformas
administrativas, fiscales y políticas, de sesgo liberal, que convierte a Buenos Aires en una
provincia modernizada. Este éxito bonaerense se explica porque un conjunto de problemas ha
sido dejado de lado, pero no solucionado: la (des)organización del país, que por ahora la
beneficia, por ejemplo, al no tener que costear un ejército. La guerra con el Brasil en 1825,
por la posesión de la Banda Oriental, anuló muchos de los cambios que había traído 1820:
había que pagar un ejército, devolver importancia a los jefes militares revolucionarios y
arruinar el fisco. Además, Buenos Aires estaba bloqueada y aparecía la inflación. En 1827,
Argentina ganaría la guerra, cada vez más impopular entre los ricos de Buenos Aires, aunque
no estaría en condiciones de apropiarse de la Banda Oriental: en 1828, las negociaciones de
paz –mediadas por Inglaterra- llevarían a la creación de la República Oriental del Uruguay.
A partir de esta época comienza una suerte de guerra civil entre unitarios y federales.
El orden solo podría recuperarse si un partido vencía sobre el otro. Esto, hasta cierto punto,
llegaría con el ascenso del “federal” hacendado Rosas como gobernador de Buenos Aires. En
realidad, más que una lucha entre partidos era una lucha entre caudillos. Rosas logrará
aferrarse al poder mediante el apoyo de la plebe y el uso del terror hacia la disidencia
unitaria. Pero en el Interior, el predominio rosista no será tan absoluto hasta 1842, y hasta
esta fecha existirán importantes oposiciones a su poder.
Uruguay, independiente desde 1828, estará marcado por los conflictos entre distintos
caudillos, algunos representantes de los intereses rurales (blancos) y los otros, de la elite
urbana (colorados).
Rosas, que seguía aprovechándose de las ventajas geopolíticas de Buenos Aires,
tendrá conflictos en el frente externo, sobre todo con Francia. Hacia 1850, Brasil vuelve a
gravitar en el Plata. Urquiza, gobernador de Entre Ríos, Brasil y el gobierno de Montevideo se
unen y derrotan a Rosas en Caseros, en 1852.
Así, termina la Argentina rosista que, pese a todas sus limitaciones, prosperó. Más que
nada, esa prosperidad es la de la provincia de Buenos Aires, que durante el período casi no
sufrió guerras en su territorio. El Litoral comienza a tener importancia nueva y también el
Interior crece.

Chile

El Chile conservador es el caso más exitoso, en Hispanoamérica, de consolidación de


la independencia. Durante los ´20, O´Higgins intentó consolidar un orden autoritario y
progresista, pero fracasó, porque, por sus medidas, se ganó la enemistad de los
terratenientes, de la Iglesia y de la plebe. Portales reaccionó frente al intento modernizador

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y liberal de O´Higgins, tomó el poder y sentó las bases del orden conservador. Portales
representaba a los terratenientes, a la plebe y a los especuladores. Desde el gobierno,
Portales junto con el general Prieto, impusieron un orden rígido en lo político y en lo social,
combatiendo el endémico bandidaje rural. El sistema conservador (católico, autoritario,
enemigo de las novedades) se expresó en la constitución de 1833. El orden chileno fue
idealizado por Sarmiento y Alberdi, que eran acogidos con beneplácito en este territorio. Sin
embargo, el régimen se fue liberalizando lentamente, sobre todo entre 1841 y 1851
(presidencia de Montt).
En lo económico, el norte chileno se había expandido en minería (cobre) y se
conformaba una clase opositora a los dominantes terratenientes. Hacia mediados de siglo, el
régimen conservador comenzaba a ser cuestionado por distintos sectores, como por ejemplo,
los mineros en ascenso y algunos grupos subalternos.

Cuba

Cuba, como Puerto Rico, sigue siendo una colonia española. Durante este período
experimenta una expansión del azúcar gracias al liberalismo comercial que ahora permite
España y a la crisis del azúcar en las Antillas inglesas, producto de la abolición de la
esclavitud.

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Capítulo 4: Surgimiento del orden neocolonial

A mediados del siglo XIX, las ventajas de la emancipación no han empezado a


aprovecharse. Sólo en Brasil y en las tierras antes marginales del imperio español se había
conquistado la estabilidad. La consolidación del nuevo orden latinoamericano comenzó a
producirse sobre todo desde que la relación con las zonas económicas metropolitanas
empezó a cambiar. Este cambio es un aspecto del que a partir de mediados de siglo afecta al
capitalismo europeo. Gracias a este cambio la economía metropolitana pudo proporcionar un
mercado para la producción latinoamericana y también ofrecería los capitales que, junto
con la ampliación de los mercados consumidores, eran necesarios para una modernización de
la economía latinoamericana.
La eficacia que el cambio de la coyuntura económica mundial tuvo para
Latinoamérica fue más fuerte aún por el modo en que se produjo. En este período se da una
unificación creciente de la economía mundial: aumenta sustancialmente el volumen de
los intercambios y los transportes se van, gradualmente, mejorando y poblando cada vez más
los océanos. Además, el descubrimiento del oro en California provoca un fuerte vínculo
económico entre los países del Pacífico y Estados Unidos.
Las innovaciones de esta nueva etapa histórica eran anunciadas por cambios
superficiales, pero visibles hacia 1850. Por ejemplo, el tono de la vida urbana se hace más
europeo (teatros, óperas, edificios, vehículos, etc. ) y aumenta el consumo tanto de las clases
altas, medias y del estado, que en las zonas más prósperas de América Latina ya se halla
recuperado de la ruina postrevolucionaria. También, hay innovaciones técnicas, como el gas,
que cambian el aspecto de las ciudades. Así, la América Latina exhibe ya los signos exteriores
de un progreso que sólo está comenzando a llegar a ella.
Pero también se van dando cambios más profundos. A mediados del siglo XIX
comienza en muchas partes el asalto a las tierras indias y eclesiásticas. Ese proceso, que
en algunos casos avanza junto con la expansión de cultivos para el mercado mundial, en otros
se da perfectamente separado de esta expansión. Su principal motor parece ser, entonces, la
mayor agresividad de sectores en buena posición social, pero no dirigentes (por ejemplo,
aristocracias rurales, comerciantes mestizos, indios ricos, etc.). Junto con esta mayor
agresividad, lo que hace más atractiva la apropiación de los terrenos indígenas parece ser, al
principio, la expansión de los mercados locales urbanos. En esta etapa se va dando un
retorno a la supremacía urbana, perdida tras la revolución.
Más arriba se señaló que las principales innovaciones de este período fueron a) la
mayor disponibilidad de capitales y b) la mayor capacidad por parte de las metrópolis para
absorber exportaciones latinoamericanas. La mayor disponibilidad de capitales se vuelca en
inversiones y créditos a los gobiernos. Esta entrada de capitales tiene una importancia
política considerable, ya que permiten disponer de recursos más vastos y, en algunos casos,
apresurar la emancipación de los gobiernos respecto de sus normales fuentes de ingresos
fiscales (mayormente rurales). Esto permite consolidar el Estado, rasgo característico de esta
etapa, al librarlo, en muchos casos, de las resistencias de los poderes locales. Los préstamos
a los gobiernos se apoyaban en la convicción de que la expansión constante de la economía
resolvería el problema del endeudamiento. Pero en realidad ocurrió que se pidieron nuevos
préstamos para pagar los intereses de los viejos, y el crecimiento económico no fue tan
constante, por la existencia de crisis comerciales y financieras que hacen que se contraigan
tanto las importaciones metropolitanas como el crédito y la inversión. Sin embargo, las crisis
se superan y el sistema vuelve a funcionar: los estados dependen de él para atender una
parte de sus gastos ordinarios.
Las inversiones, por su parte, actualizan un esquema de distribución de tareas que
viene de antes. La comercialización y el transporte interoceánico quedan a cargo de sectores
extranjeros y los sectores locales dominantes se reservan a las actividades primarias. Sin
embargo, este esquema comienza a ser superado lentamente, y siempre en el sentido de una
penetración cada vez mayor de los sectores extranjeros (como en la minería o en los
ferrocarriles). En muchos casos, esta penetración extranjera se dio corruptamente, con la
connivencia de las elites locales, que aceptaban esa distribución de tareas. Las clases
propietarias locales se veían muy beneficiadas con las inversiones de capitales extranjeras, ya
que aumentaban sus rentas (pues las inversiones aumentaban la demanda de tierras para
producir) y la valorización de sus tierras.

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En suma, esta etapa, comenzada a mediados del siglo XIX, se caracteriza por la
realización de un nuevo pacto colonial que, desde la independencia, ya había sido deseado
por algunos grupos locales. Este nuevo pacto transforma a Latinoamérica en productora de
materias primas para los centro de la nueva economía industrial, a la vez que de artículos
de consumo alimenticio en las áreas metropolitanas. Este pacto también la hace
consumidora de la producción industrial metropolitana e insinúa, de a poco, una
transformación, vinculada en parte con la de la estructura productiva metropolitana: muy
lentamente, dejarán de ser tan importantes, en proporción, los artículos de consumo
perecedero, a la vez que comenzarán a tener cada vez mayor relevancia la importación de
bienes de capital.
Las nuevas funciones de América latina en la economía mundial son facilitadas por la
adopción, por parte de las clases dominantes locales, de políticas librecambistas, que si bien
ya existía antes en muchos lugares, ahora se consolida en casi todas partes. La principal causa
de la popularidad local del librecambio es que éste es el factor de aceleración del proceso
que comienza para Latinoamérica. El librecambio genera nuevos hábitos de consumo en los
sectores urbanos en expansión (altos, medios y bajos), y los vuelve dependientes de la
importación de manufacturas. Por ahora, los sectores urbanos coincidirán –más allá de
algunas disidencias- con las oligarquías exportadoras en apoyar las líneas fundamentales
de este pacto neocolonial. Esto permite, junto a la disminución del conflicto entre
distintos caudillos o facciones locales, una continuidad política mucho mayor que en el
período anterior. De esta manera, América latina parece haber encontrado, finalmente, su
camino, y las disidencias se hacen cada vez menos importantes.
Más allá de esta coincidencia entre los crecientes sectores urbanos y las oligarquías,
los beneficios derivados del nuevo orden se distribuyeron muy desigualmente dentro de
las sociedades latinoamericanas. Los terratenientes, como se dijo, se benefician de las rentas
y de la valorización de sus tierras, pero también de sus influencias políticas. Así, en muchas
circunstancias, los sectores dominantes pedían créditos a bancos extranjeros, y los
financiaban mediante la emisión monetaria, que generaba una inflación perjudicial para el
resto de la sociedad. Los sectores medios y populares urbanos serán los que más sufrirán
las crisis económicas, pero sin embargo su apoyo a la esencia del nuevo orden se entiende
si se tiene en cuenta la posición anterior de estos grupos. El aumento de la capacidad de
consumo urbano permitió una expansión del pequeño y mediano comercio, así como de
algunas actividades industriales dirigidas al mercado local.
Las víctimas del nuevo orden se encuentran sobre todo en los sectores rurales. La
expropiación de las comunidades indias, que favorece la gran propiedad terrateniente,
obliga a los indígenas a trabajar dentro de ésta, generalmente de modo semiservil.
Generalmente, la mano de obra rural no se proletariza, sobre todo porque no le es rentable al
propietario y porque además la vuelve más indisciplinada. Esta matriz de explotación se
expresa más claramente en la hacienda. Los terratenientes, en muchos casos, permiten que
los peones trabajen para su autosubsistencia, pero los obligan a producir bienes que luego
aquéllos exportarán. Esto modifica el ritmo de trabajo, que ahora debe cambiar radicalmente
para aumentar la productividad de una mano de obra tradicionalmente adaptada al
autoconsumo. De este modo, los terratenientes procuran convertir al campesino en una
suerte de híbrido que reúna las ventajas del proletario moderno (rapidez, eficacia) y las del
tradicional trabajador rural (sumisión, mansedumbre). Obviamente, los Estados legalizaban
esta situación.
Hacia 1850, comienza a dispararse la inmigración, muy variable según las regiones.
En todas partes se acentuó la integración de extranjeros en las clases altas urbanas,
favorecida por la nueva dinámica de la economía mundial. La inmigración masiva sólo se dio
en Argentina, Uruguay, el sur y centro de Brasil (sobre todo a partir de 1880), a diferencia
del resto de Latinoamérica, donde la expansión demográfica no se centró en ella. En suma, a
nivel global, el crecimiento demográfico siguió siendo muy fuerte.
En este período también crece muy rápidamente el comercio internacional, sobre
todo en las zonas más marginales del antiguo imperio. En Argentina y Chile, el crecimiento es
el más vertiginoso de América Latina; en Brasil, Colombia, Venezuela y Perú es un poco más
moderado; Ecuador, Bolivia y México también crecen, pero sus exportaciones no son
demasiado superiores a las de la época colonial, en parte porque la tradicional minería de oro
y plata es menos demandada.
La expansión es el fruto de un conjunto de booms productivos, variable según las
regiones: en Chile, éxito del cobre y el trigo; en Argentina y Uruguay, la lana; en Brasil,

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Venezuela, Colombia y Centroamérica, el café; en Cuba, México, el azúcar; en Perú, el


guano y el azúcar. Este crecimiento es facilitado por el ferrocarril y el telégrafo, que se
instala muy desigualmente según las regiones. La construcción de ferrocarriles es financiada
no sólo por el capital extranjero –generalmente el británico- sino también por el Estado,
aunque en diferentes proporciones según las regiones. El ferrocarril muchas veces es una
inversión de bajo rendimiento, que se compensa con las grandes garantías que le dan los
Estados al capital extranjero, o porque el tendido de la red obliga a que los países
latinoamericanos importen bienes de capitales a los países inversores (sobre todo a
Inglaterra).
La expansión latinoamericana se acompaña de la ampliación del comercio, ya no
sólo con Inglaterra, sino también con otros países (Francia y, hacia 1870, Estados Unidos).
Inglaterra, no obstante, sigue siendo la potencia hegemónica y conserva el monopolio
bancario y financiero. Inglaterra seguirá con la línea prudente del período anterior, a saber:
mejor custodiar (con presiones discretas) sus intereses privados apoyados por las dirigencias
locales que aspirar a ambiciosos objetivos políticos (a diferencia de Francia).
Por su parte, la Iglesia católica será la enemiga incondicional de la modernización,
que no sólo le expropiaba muchos de sus terrenos, sino que también la excluía de muchos
poderes que tradicionalmente había tenido, como el registro civil o el matrimonio. El
contacto creciente con la nueva cultura metropolitana, por parte de las elites criollas,
también fue un factor que explica el debilitamiento eclesiástico. La sociedad seguía siendo
mayormente cristiana, pero las elites gobernantes e intelectuales, que en definitiva aplicaban
las medidas políticas, ya no tanto. En el orden colonial, la Iglesia había tenido una situación
privilegiada, ya que al contener a los sectores desfavorecidos, éstos le daban, al menos, un
apoyo pasivo. En el nuevo contexto, esto era más difícil.
Sin embargo, la resistencia eclesiástica no durará demasiado y, al cabo de algunas
décadas, se irá adaptando al nuevo orden. Para reconquistar el apoyo de las elites deberá
reconocer los cambios ocurridos y buscar cómo desempeñar, dentro del orden nuevo, un
papel análogo al que tuvo en el viejo.
Hay algo que no cambió en Hispanoamérica: la participación política sigue siendo
muy limitada. En casi todas partes los que dominan la economía conservan, hacia 1880, el
monopolio del poder político. A lo sumo, lo comparten con fuerzas que han entrado a
gravitar desde antes de 1850 (como el ejército). De esta manera, la renovación política se
limita a un proceso interno a los sectores dirigentes. Esto motiva un cierto descontento
social, sobre todo en las clases medias urbanas, que de todos modos será, por el momento,
inofensivo.
Esta primera etapa en la afirmación del orden neocolonial, que va aproximadamente
de 1850 hasta 1880 (variable según las regiones), se diferencia de la segunda etapa (1880-
1930) principalmente por: a) una disminución en la resistencia hacia los avances del nuevo
orden; b) la identificación con ese orden, por parte de los sectores socioeconómicamente
dominantes. Hacia 1850, la ideología que se convertía en dominante era el liberalismo; para
1880, este liberalismo devendría, con diferentes matices, en progresismo autoritario.
Los primeros tres países a analizar, México, Argentina y Uruguay presentan algunos
rasgos comunes: en éstos la disidencia armada había sido un rasgo constante, y a mediados
del siglo ascendía el liberalismo constitucional. Hacia 1880, este liberalismo devendría
progresismo autoritario y militar. En Chile y Colombia, el progresismo será el nuevo credo de
oligarquías políticas que se consolidan en el poder; en Perú, las oligarquías lo utilizan como
defensa ante las amenazas de un autoritarismo militar caudillesco; en Brasil, hay una fuerte
concesión a los poderes locales; en Venezuela, Guatemala y Ecuador, el progresismo es
fuertemente autoritario.

México

En 1854, hay una revolución liberal, entre cuyos líderes estaba Benito Juárez, quien
proclamará la “Reforma”: ésta golpea directamente a la Iglesia y sus propiedades y también,
más a largo plazo, a las comunidades indígenas. Los conservadores resisten y se desata una
guerra civil que dura varios años. En 1857, los liberales dictan una constitución liberal, que
contempla las disposiciones de las leyes de la Reforma; los sectores populares, si bien en su
mayoría son católicos, la apoyan. En este mismo año, Juárez es presidente de México, aunque
los conflictos aún persisten.

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La guerra civil asume una dinámica nueva porque intervienen las potencias europeas
(Francia, Inglaterra, España), bajo la excusa de que el Estado mexicano se rehusaba a pagar
las deudas que tenían con ellas. Pero la Francia de Luis Bonaparte quiere ir más allá, al
pretender afirmar su hegemonía imperial sobre México, para lo cual conquista los apoyos
conservadores locales. En 1863 los franceses conquistan la capital, con la satisfacción del
clero, y Juárez se retira hacia el Norte. Se instala un imperio conservador, cuyo emperador,
Maximiliano de Habsburgo, es aceptado como tal mediante un plebiscito.
El imperio había sido creado por los conservadores para deshacer la obra de la
Reforma. Ésta había creado ya sus propios beneficiarios: hacendados y comerciantes urbanos,
que se habían hecho propietarios de bienes antes eclesiásticos. Entre ellos, abundaban los
franceses. Por ello, no debe extrañar que el imperio no hiciera demasiado para anular la
Reforma.
El imperio no había logrado pacificar el país. En 1866, los franceses se retiran de
México y el emperador Maximiliano intenta, por la suya, resistir. Fracasa y es fusilado por
Juárez. La Reforma había triunfado, pero heredaba, una vez más, un México arruinado y con
un ejército libertador, que amenazaba ser muy gravoso para el fisco. Juárez, consciente de
ello, redujo las fuerzas armadas, lo que le valió ciertas resistencias, que pudo doblegar.
También, Juárez redujo los gastos del Estado, excepto en educación, donde procuró extender
la primaria a la población. Esta política austera no fue recibida con demasiado beneplácito,
pero más que nada porque los resultados eran lentos en manifestarse: México seguía
estancado económicamente. Esto no sería suficiente, sin embargo, para que en las elecciones
de 1871 fuera reelecto un Juárez prestigioso por sus victorias sobre los franceses. Juárez
muere en 1872 y lo sucede Lerdo de Tejada. El general Porfirio Díaz, que había sido derrotado
en las elecciones de 1871, lo derroca –bajo la consigna de “sufragio efectivo y no reelección”-
en 1875 y se convierte en el presidente de México hasta 1910.
Díaz asumió defendiendo los preceptos jurídico-liberales de la Reforma, y bajo su
gobierno los llevó bien a la práctica: Díaz se convertiría en un dictador progresista (clara
expresión del “orden y progreso” positivista), que modernizará la economía mexicana,
estabilizará el orden, organizará un sistema de comunicaciones y disciplinará rigurosamente a
la fuerza de trabajo. Materializará esa Reforma que, ya antes de Díaz, había enriquecido aún
más a los que ya eran ricos y a sólo unos pocos que no lo eran, al entregarles las tierras
eclesiásticas y facilitando la expropiación de las indígenas.

Argentina

La caída de Rosas no solucionó problemas que vienen de antaño (conflicto Buenos


Aires vs. Interior), que recién se resolverán en 1880. Urquiza pretende organizar
constitucionalmente al país apoyándose en los gobernadores ex rosistas, pero no tendrá
mucho éxito, dado que éstos le darán la espalda, y su ejército y Buenos Aires se le rebelan.
Persiste la división del país entre Buenos Aires –unitaria y liberal- y el Interior –federal-.
La rica Buenos Aires prospera gracias al boom de precios de la lana y de los cueros,
pese a que las cantidades exportadas no crecen y la ciudad se moderniza rápidamente. Los
políticos bonaerenses coinciden en la necesidad de una secesión respecto de las provincias,
aunque discrepan en el modo de llevarla a cabo. Por su parte, el Interior –más pobre que
Buenos Aires-, se agrupará en la Confederación Argentina y proclamará en 1853 una
constitución federal de sesgo alberdiano y autoritario que Buenos Aires no firma; Urquiza es
el presidente de la Confederación. El conflicto vuelve a adquirir un cariz violento y en 1859
Buenos Aires es vencida en Cepeda y se incorpora a la Confederación, bajo ciertas
condiciones. En 1860, Derqui sucede a un cuestionado Urquiza, pero la lucha persiste y en
1861, en Pavón, Buenos Aires, liderada por Mitre, vence. En 1862, Mitre es elegido por
unanimidad del colegio electoral, presidente de la Nación: Buenos Aires ha triunfado. Pero
nuevamente, este triunfo se mostrará débil.
En 1864 estalló la Guerra de la Triple Alianza (ver más adelante), en la cual Argentina
tuvo un rol activo. En 1868, Sarmiento, que no era mitrista, es presidente y se vale del
Ejército Nacional para reprimir las intentonas federales. En 1874, Avellaneda vence a Mitre y
es presidente. Avellaneda intenta, sin éxito, conciliar entre la mitrista Buenos Aires y las
provincias. En 1880, el general Roca, que acababa de conquistar los territorios indios del Sur,
logra la federalización de Buenos Aires y el fin del conflicto entre ésta y las provincias. Roca
triunfaba en nombre del lema “paz y administración”, es decir, “orden y progreso”. El
régimen roquista, si bien se legitimaba mediante elecciones fraudulentas e irregulares, al

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menos respetó, a diferencia de Díaz en México, ciertos principios y garantías constitucionales


(como la no reelección y la libertad de prensa).
El tránsito de Rosas a Roca fue mucho más que una transformación política: la
Argentina de 1880 era muy distinta a la de 1850. Económicamente, ha prosperado y se ha
modernizado mucho con la introducción del ferrocarril; en Santa Fe y Córdoba, surge la
pampa cerealera, de pequeños productores capitalista; las ciudades crecían y recibían
extranjeros. Sin duda, los principales beneficiarios de esa prosperidad eran las clases
terratenientes y los grandes comerciantes. Pero esa prosperidad era tal que permitía el
surgimiento de una clase media urbana y, en el litoral, de una rural. En cambio, el Interior
era mucho más crítico que Buenos Aires y el Litoral, ya que consumía, pero no tenía qué
exportar.
La prosperidad es el clima que se cree permanente de Argentina. Mientras ésta dura,
el orden político permanece estable; sus altibajos provocan tensiones que, sin embargo, la
coyuntura acalla luego de haberlas provocado. En torno a los rasgos esenciales del nuevo
orden existe un ampliado consenso que garantiza su estabilidad. El Estado, por su parte, gasta
en empresas de fomento, a veces en ferrocarriles, y sobre todo en instrucción pública.

Uruguay

Uruguay vive un proceso similar al argentino. Desde 1811 que vive en una crisis
política permanente, que ha desolado la campaña: hay despoblación ganadera, abundancia de
ocupantes ilegales de tierras e inseguridad permanente del orden rural.
Hacia 1850, los blancos, tradicionalmente rosistas, van triunfando paulatinamente.
Tanto los blancos como en los colorados comienzan a oponerse al caudillismo, y coinciden en
darle el poder a la oligarquía urbana montevideana. Brasil y, más particularmente, Rio
Grande Do Sul, tiene una influencia muy fuerte sobre el Uruguay de esta época. En este
contexto, hacia 1864, un Uruguay blanco asediado por Brasil y también por Argentina, acudirá
en su apoyo a Paraguay, disparando la Guerra de la Triple Alianza (ver adelante). En 1865, los
blancos pierden el poder a manos de los colorados, y no lo recuperarán hasta casi cien años
más tarde. Mientras tanto, la pacificación rural no llega. El orden uruguayo comenzará a
estabilizarse hacia 1870, pero los conflictos persistirán hasta 1904.
Luego de la Guerra, hacia 1870, Latorre (colorado) es presidente e impone a la
campaña un orden estricto. Realiza en Uruguay las tareas que en Argentina comenzó Rosas y
coronó Roca. Apoyado en los hacendados y en los comerciantes exportadores, ofrece la fuerza
del Estado para vencer la resistencia de los campesinos al alambrado de los campos. Además,
organiza, junto con su opositor Varela, un sistema de educación primaria laica y pública. A la
vez, crecen vertiginosamente las exportaciones de cueros y lanas y Montevideo se moderniza.
Sin embargo, el régimen de Latorre, que durará hasta 1880, no es popular y además es muy
autoritario e impide la oposición política.

Paraguay

Paraguay busca, desde la década de 1840, un modo de insertarse en la política


rioplatense. Gaspar de Francia había muerto en 1840 y lo sucedió otro dictador, Carlos López,
quien abrió un tanto la economía paraguaya, sobre todo luego de la caída de Rosas e intentó
modernizar el ejército. El tabaco y la yerba mate vuelven a ser exportados por un monopolio
de Estado y las estancias fiscales son orientadas a la exportación.
Muerto Carlos López lo sucedió su hijo Solano López (hacia 1862). Paraguay arrastraba
un eterno conflicto de límites con Brasil; por ello, no es raro que buscase aliados en el Río de
la Plata. Solano creía que Urquiza paralizaría a Mitre, y que los blancos uruguayos resistirían
los embates brasileños y argentinos, pero se equivocó.
En este clima de tensión, cuando Brasil procura invadir Montevideo, Paraguay le
responde invadiendo el Mato Grosso y luego Corrientes. Comienza así la Guerra de la Triple
Alianza (1864-1870), en la cual Brasil, Argentina y el Uruguay colorado destrozan a Paraguay.
Solano muere en 1870 y lo suceden generales que habían estado con él. A partir de
esta etapa, Paraguay queda subsumido a Brasil y Argentina (a quien más le exporta y de quien
depende para salir al mar), y comienza a liquidar las tierras fiscales. En 1871 se proclama una
constitución liberal, que admitía el derecho al voto para todos los hombres mayores de edad.
Por otra parte, la lenta reconstrucción de Paraguay se hace bajo el signo de la propiedad
privada.

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Venezuela

A partir de los ´40, la hegemonía conservadora comienza a mostrar sus fisuras. De


este modo, a mediados de siglo, una crisis de precios del café origina el derrumbe
conservador. En 1846 Monagas –punto medio entre el conservadurismo y el liberalismo- llega
al poder y adopta medidas liberales, contentando a la juventud letrada de Caracas. En 1852
es sucedido por su hermano y en 1858, su gobierno finaliza por medio de golpes concertados
entre liberales y conservadores. De este modo, la lucha entre amarillos (liberales
federalistas) y azules (conservadores, bajo la égida del ancianísimo Páez) recomenzaba.
Guzmán Blanco era el líder de un liberalismo que se hacía vocero de la protesta popular: en
su discurso mostraba hostilidad contra los ricos (terratenientes, grandes comerciantes,
banqueros) e intransigencia. Sin embargo, en la práctica no llevaría a cabo sus prédicas.
Guzmán Blanco, quien estuvo en el poder desde 1870 a 1888, se apoyó en el ejército y adoptó
medidas progresistas: modernización de los transportes, reforma del derecho privado,
laicización del matrimonio, supresión de órdenes religiosas, avances en la enseñanza
elemental, etc. Pero también era autoritario: la oposición no era tolerada por él. Además,
durante este gobierno avanzó la penetración comercial extranjera, a la vez que Venezuela
aumentaba sus exportaciones. Las clases altas aceptaron que el poder político no estaba
directamente en sus manos, y las populares habían sido disciplinadas.

Guatemala

Luego de la independencia había asumido el jefe mestizo conservador Carrera, que


gobernó desde 1838 hasta su muerte en 1865. Durante su gobierno, se había aliado con la
aristocracia terrateniente. Para 1865, Guatemala había empezado lentamente a cambiar: de
una economía cerrada que sólo exportaba cochinilla, ahora comenzaba a surgir el café, que
hacia 1880 era el único producto de exportación. La expansión cafetera se acompaña del
nacimiento de la Guatemala liberal, a partir de 1873 (con la asunción del dictador Rufino
Barrios, quien gobernaría hasta 1885), en la cual se atacó a la Iglesia y se promovió la
educación popular y laica. El auge del café no afectó demasiado a las comunidades indígenas,
ya que se cultivaba en regiones relativamente despobladas. Sin embargo, la mano de obra
necesaria para el café sólo podría provenir de las comunidades, a quienes el Estado las obligó
a proveer una mano de obra fija para las fincas cafeteras.
Hacia 1880, las clases altas no se oponían al autoritarismo de Barrios porque eran
prósperas. Este autoritarismo, de base militar, marginaba de la política tanto a las elites
urbanas como a la plebe rural, que había sido empujada violentamente de las comunidades a
las fincas de café. Sin embargo, las comunidades no se opusieron demasiado al régimen, ya
que la afirmación de la economía exportadora les permitía sobrevivir. En cambio, los
terratenientes locales, quienes carecían de capital suficiente para aguantar los momentos de
crisis, fueron lentamente cediendo sus tierras en beneficios de los comerciantes y
financiadotes de la agricultura cafetera, en su mayor parte inmigrantes alemanes. Hacia
1900, éstos son los propietarios de las mejores fincas.

Resto de Centroamérica

Aquí, la evolución fue menos extrema que en Guatemala. En El Salvador, se da el


auge del índigo; en Honduras y Nicaragua, de la ganadería. Sin embargo, el crecimiento es
menos abrupto que en Guatemala. En estos países (Salvador, Honduras, Nicaragua) hay,
durante la segunda mitad del siglo XIX, constantes luchas entre conservadores clericales y
liberales, de las que lentamente va surgiendo la solución militar, cuya cabeza es un dictador
progresista. Sin embargo, este progresismo está limitado por la lenta evolución económica.
Costa Rica, por su parte, es una excepción: aquí una clase de propietarios medios
tiene el poder y prospera con el café y, si bien existen algunos conflictos políticos-religiosos,
al menos ellos no derivan en dictaduras militares. Se ponen así las bases de un régimen más
democrático, cuyos rasgos fundamentales perdurarían. Costa Rica reduce su ejército a la
mínima expresión y se difunde mucho la educación.
La política centroamericana comienza a ser afectada en esta etapa por la importancia
estratégica de esta región: Gran Bretaña y EE.UU aspiran ambos al dominio del Istmo (que

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comunica el Atlántico con el Pacífico). Pero recién a partir del siglo XX esta influencia
comienza a ser más clara, y EE.UU le ganará a Gran Bretaña la hegemonía de la región.

Ecuador

A diferencia de todos los anteriores países, en donde se dieron autoritarismos


progresistas anticlericales, en Ecuador también existirá un autoritarismo progresista, pero
muy católico, bajo la férrea dictadura de García Moreno (gobernará entre 1860 y 1875), quien
se identifica con la aristocracia conservadora de la Sierra. García Moreno consolidará el
Estado oligárquico terrateniente; despreciará a los mestizos e indígenas y será francófilo. El
ejército ecuatoriano se moderniza durante su gobierno y se inicia la construcción del
ferrocarril Guayaquil-Quito, que busca integrar la Sierra al comercio internacional. En 1875
García Moreno es asesinado, pero el conservadurismo de la aristocracia terrateniente –más
moderado-, perdurará hasta 1895. El legado de este dictador no perdura: el Ecuador pujante
está en la costa plantadora y comerciante, liberal, y en sectores marginales de Quito
antioligárquicos.

Colombia

En Nueva Granada (rebautizada Colombia en 1860), se pasa del predominio


conservador al liberal, en un principio, sin demasiadas tendencias autoritarias.
La revolución europea de 1848 se hace sentir, y el conservador Mosquera cede
pacíficamente el poder al liberal Hilario López, quien libertará a los esclavos, adoptará el
librecambio, expulsará a los jesuitas, proclamará la libertad religiosa e introducirá el
federalismo. Los liberales se dividieron entre los gólgotas (radicales, fuertes en el norte
costeño) y draconianos (moderados, apoyados por la plebe de Bogotá). Luego de una serie de
conflictos, en 1861 triunfaban los más radicales, e imponían como presidente al ex
conservador Mosquera, quien intentó, sin éxito, instituir un régimen federalista. Sin embargo,
el orden interno no se consolidaba: los gobiernos provinciales luchaban entre sí y eran
sacudidos por violentas luchas locales. No obstante, hacia mediados de siglo, Colombia
comienza la expansión del café.
En 1880, el liberal Núñez llega a la presidencia, pero renunciará al liberalismo al
devolver influencia a la Iglesia y procurará instalar un régimen unitario, pues veía al
federalismo como responsable del desorden crónico en el campo. Núñez logró sentar las bases
del orden colombiano, sobre todo porque sus reformas consolidaban el dominio terrateniente
y comerciante, que persistirá tras la muerte de Núñez en 1894.

Perú

En Perú se da una reconquista del poder por la oligarquía costeña, capaz de dirigir y
utilizar a los sectores urbanos descontentos del predominio militar.
Entre 1845 y 1862 gobierna el general Castilla, quien descubre la importancia del
guano, disponible en la costa. El guano es un fertilizante que se exporta a Europa; existirán
casas de exportación inglesas que le pagarán al Estado por los derechos de exportación. Esto
representará importantes ingresos para un fisco endeudado que, sin embargo, serían
malversados por los gobernantes peruanos. No obstante, los recursos provenientes del guano
permitieron a Castilla abolir el tributo indígena.
A partir de 1850 comienza la modernización liberal peruana: se suprime la esclavitud,
llega el ferrocarril, se reforma el derecho, se liquidan tierras de las comunidades, a la vez
que llegan inmigrantes chinos a trabajar en las haciendas de la costa, que producen azúcar y
algodón. La agricultura costeña lograba reconstruirse sin apelara la mano de obra esclava.
A partir de 1860, la elite limeña comienza también a participar de la explotación del
guano, en sociedad con las casas comerciales europeas. Sin embargo, importantes sectores
sociales (la plebe, los ricos arruinados y que no gozan del festín del guano) comienzan a
mostrarse descontentos.
En 1862 Castilla deja el poder a un sucesor elegido por él, pero éste muere y vuelve la
guerra civil. Entre 1864-66 hay una intentona española por recuperar Perú, pero es derrotada
con apoyo de Ecuador, Chile y Bolivia. Luego de esta guerra, que había cesado
momentáneamente la guerra civil, ésta resurge. En 1868 asume el conservador Balta, quien
concede el monopolio de la exportación del guano a una compañía francesa. Mientras tanto,

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la corrupción política persiste. Perú se hace muy dependiente del crédito y el comercio
ultramarino.
Los antiguos consignatarios del guano, ahora despojados de su privilegio, denunciarán
la corrupción y se encarnarán en el partido civilista, quien llega al poder en 1872 de la mano
de Pardo. La crisis de 1873, sumada a la fuerte dependencia del capital extranjero de Perú,
llevaría al fin del Perú del guano y al fracaso del civilismo. Sin embargo, en el Sur, el salitre
ofrecía un nuevo recurso, también deseado por Chile. Esto explica, en parte, la guerra con
Chile por esta región, que duró entre 1879 y 1883 y terminaría con la derrota peruana (aliada
con Bolivia) y la pérdida de estos territorios. La guerra acentuó la crisis peruana; sin
embargo, Perú mostraba algunos rasgos alentadores, como el resurgimiento de la agricultura
costeña del azúcar, o la expansión de la red ferroviaria que permitiría, más adelante, el
renacimiento minero.

Bolivia

La derrota contra Chile significó la pérdida de la salida al mar, lo cual repercutiría


más en el largo plazo. Hasta ese entonces (1882), Bolivia no había logrado aprovechar la
salida al comercio ultramarino, y permanecía aislada de él. El problema boliviano era, más
que comunicarse con los países centrales, el de hallar productos para ubicar en esos
mercados: la crisis de la plata continuaba y la quina no la lograba compensar.
Durante este período se dan varios golpes de Estado que derriban presidentes
(Linares, Melgarejo, Daza). Melgarejo, quien gobernó entre 1864 y 1870, cedió territorios a
Chile y Brasil y, en lo interno, ante la miseria fiscal, liquidó las tierras de las comunidades
indígenas.
A diferencia de Perú, donde la aristocracia limeña se reconstituía y la economía
aportaba sectores dinámicos, en Bolivia una producción estancada socavaba la superioridad
de las elites tradicionales. En Bolivia, comienza a tener más peso el ejército que, si bien
coopera con las elites, es despreciado por éstas.

Chile

Aquí, la situación es distinta que en Perú y Bolivia, ya que se dará un orden


oligárquico “exitoso”. El orden conservador limitó la fuerza de un ejército legitimado por las
victorias en las guerras (contra España durante los ´60 y la guerra contra Perú y Chile de
1879-83).
Hasta la década del ´40, Chile había sido autoritario y conservador; a partir de esta
época, con Montt, el autoritarismo se mantuvo, pero el conservadurismo fue más progresista:
modernización económica y cultural (ferrocarriles, reformas jurídicas, ataques a la Iglesia,
etc.), antes que defensa de un orden que ya no se juzga tan amenazado. Hacia 1870, con la
asunción de Zañartu, Chile tenía un presidente auténticamente liberal, que avanzaría en
materias de educación pública, libertad de cultos, atenuación del autoritarismo y mayor
tolerancia. Sin embargo, esta liberalización no significaba una democratización, pues la
ampliación del poder sólo se limitaba a la clase dirigente (mineros en ascenso, comerciantes,
terratenientes), que ahora gobierna más sólidamente que antes. La apertura comercial de
Chile beneficiaba a los sectores altos –nuevos, como los mineros, y viejos-.

Brasil

En Brasil, lentamente se va perdiendo el equilibrio político característico del período


1825-1850. La costosísima Guerra del Paraguay inauguró la crisis del Brasil imperial. La guerra
provoca la vuelta al conservadurismo, lo que provoca el descontento liberal, que es cada vez
más crítico del sistema imperial. Además, la Guerra había dado protagonismo a un nuevo
actor: el ejército, que si bien era apoyado por la Corona, este apoyo no era recíproco. En el
Ejército comenzará a predominar el republicanismo militar positivista, crítico de la
esclavitud. Además, la Iglesia se enfrentó también con la Corona, por disputas de poder.
En suma, la organización política imperial se debilitaba desde dentro (por
marginalización de ese partido liberal que era, desde hacía decenios su sector más
importante) y a la vez perdía el apoyo seguro y decisivo del ejército, y junto con él, el menos
importante de la Iglesia. Esa deterioración creciente se daba en un clima de transformación
económica y social muy rápida, de la cual, por el momento, se advertía sobre todo la rápida

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destrucción del antiguo orden. Entre 1870 y 1885, la estructura de las exportaciones
brasileñas cambió sustancialmente: pasó del predominio del azúcar y el algodón (productos
ambos del Nordeste esclavista) al del café (cultivado en el Centro, con mano de obra
asalariada o semiasalariada). O sea, el Nordeste entraba en una profunda decadencia, y el
auge del Centro apenas compensaba esta crisis de la agricultura tradicional. Estos cambios se
expresan, primero, en la abolición de la esclavitud, sin indemnización, en 1888 y, en 1889, en
el fin del Imperio y la instauración de la oligárquica República Vieja, que durará hasta 1930, y
que representará los intereses de las elites políticas del Centro y del ejército. Cabe destacar
que en realidad, la esclavitud ya era menor para 1888, pues la trata había sido suprimida, y
los hijos de esclavos eran libres desde 1871.
La República Brasileña, cuyo lema era “orden y progreso”, significó la alineación de
Brasil sobre el modelo de regímenes progresistas, en donde los sectores con más poder eran
las oligarquías terratenientes y el ejército. El Brasil republicano era el Brasil del café, que no
necesitaba de la esclavitud: la inmigración europea y la rápida expansión demográfica iba a
cubrir sus necesidades de mano de obra. Brasil entraría en la etapa de crecimiento febril y
crisis devastadores, en la cual estaba ingresando, por otra parte, toda Latinoamérica, a
medida que se consolidaba en ella el orden neocolonial.

Antillas

Cuba y Puerto Rico seguían bajo dominio español, mientras que República Dominicana
era independiente, más allá de una intentona de España por anexionarla entre 1861-65. En
Cuba, el azúcar era el producto dominante y próspero, más allá de la lenta caída de los
precios internacionales. El problema principal de la economía azucarera era el de la mano de
obra, ya que se complicaba la utilización de esclavos porque Inglaterra combatía la trata. Por
ello, hacia mediados de siglo, se intentaron algunos paliativos, como la inmigración china o
de mayas. Además, Cuba tenía que soportar el proteccionismo de EE.UU, que impedía la
entrada del azúcar en este país. Además, en Europa, el azúcar de remolacha reemplazaba al
de caña (cultivado en Cuba).
Mientras tanto, maduraba en Cuba una crisis del régimen colonial. Se daba en esta
colonia un creciente conflicto entre peninsulares –apoyados por la Corona española- y criollos
(muchos de ellos grandes azucareros). Así, en 1868 se lanza la primera guerra de
independencia en cuba, que durará hasta 1878, fecha en que la Corona triunfa. Pero, sobre
todo, a partir de este período, crece la influencia de EE.UU en la isla: económicamente, no
sólo busca comerciar, sino también invertir en la producción e industria del azúcar. De este
modo, Cuba aún no ha logrado emanciparse de la tutela española pero ya siente la posterior
tutela de EE.UU. En este sentido, Cuba, prefigura el futuro latinoamericano.

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Capítulo 5: Madurez del orden neocolonial

Hacia 1880, el avance del modelo agroexportador en casi toda Latinoamérica significa
la sustitución del pacto colonial con Portugal y España por uno nuevo. A partir de entonces
se va a continuar la marcha por el camino ya decididamente tomado. El crecimiento será aún
mayor que en el período anterior, pero estará acompañado de crisis de intensidad
creciente. Desde las primeras etapas de su afirmación, el orden neocolonial parece mostrar
sus limitaciones. Desde su nacimiento, ya se vislumbran los signos de un agotamiento que
llegará muy pronto. Estos ciclos de avance-crisis son expresión de la integración a un mercado
mundial dominado por unas metrópolis que también sufren las crisis económicas.
Al mismo tiempo que se afirma, el pacto neocolonial comienza a modificarse a favor
de las metrópolis: muchas empresas locales pasan a manos extranjeras, así como el capital
financiero metropolitano penetra cada vez más. Esto lleva a que la dependencia comercial
del período anterior ahora también sea dependencia financiera. Ya no son sólo los
ferrocarriles los que están en manos extranjeras, sino también los frigoríficos, los silos de
cereales, la minería o los ingenios de azúcar. Además, ya no es Inglaterra la indiscutida
potencia hegemónica: EE.UU y Alemania comienzan a discutirle la supremacía, y eso se hace
sentir en América, sobre todo por parte de EE.UU. Este último país, que tendrá activa
intervención –muchas veces militares- en el Caribe y Centroamérica (entre otras cosas,
estaba muy interesado en la construcción de un canal que comunicará los océanos), asume el
papel de gendarme al servicio de las relaciones financieras del orden neocolonial. Además,
Centroamérica y el Caribe eran las regiones de Latinoamérica más atrasadas. No obstante, a
partir de la primera guerra, que desató la crisis de Europa como centro de poder y
civilización, EE.UU incrementó su presencia en las demás regiones: el Pacífico acentuó aún
más su dependencia económica respecto de esta potencia, mientras que Brasil, Uruguay y
Argentina, quienes permanecían más en el circuito británico, también sufrirían el impacto.
Así, Estados Unidos, para finales de este período, ya es la nueva potencia
hegemónica de la región: la institucionalización de sus relaciones con Latinoamérica se
cristaliza en la creación de organizaciones panamericanas, como la OEA. En la mayoría de los
casos, los gobernantes latinoamericanos colaboraron en este proyecto. En las organizaciones
panamericanas, EE.UU contribuía a erigir la ficción de una comunidad de naciones libres e
iguales, pero en la práctica, llevaba adelante una política opuesta con esa igualdad ficticia.
Inglaterra, por su parte, incapaz de mantener su hegemonía, se retira progresivamente del
área. Sin embargo, la penetración cultural-ideológica de EE.UU recién tendrá éxito a partir de
la Guerra Fría, cuando los sectores conservadores de las sociedades latinoamericanas, que
durante el período 1880-1930 preferían las tradiciones filoeuropeas, preferirán la cultura
yanqui antes que la soviética.
En el plano interno, durante este período, las clases altas terratenientes se
debilitan, pese a sus apoyos en las estructuras políticas, comerciales y financieras locales,
frente a los emisarios de las economías metropolitanas. Ese debilitamiento, que también
alcanza a las oligarquías urbanas y a los sectores militares, va acompañado de otro proceso,
que se da sobre todo en las regiones más modernizadas, por el cual las clases altas ven surgir
a su lado clases medias urbanas cada vez más exigentes. En algunas regiones, este proceso
va más allá: los obreros industriales también se sumarán a los reclamos. La consecuencia
será un comienzo de democratización política, que en México se dará revolucionariamente, y
en Argentina, Uruguay y Chile por medio de reformas que imponen el sufragio universal
masculino. Sin embargo, estas soluciones reformistas se limitarán a un cuestionamiento
político del orden neocolonial, pero no socioeconómico. Es decir, se opondrán, más que a
la esencia del orden neocolonial, a la situación privilegiada que mantiene la oligarquía dentro
de ese orden. Por ello, estos países no saldrán no inmunes de la crisis del ´30. Sin embargo,
más allá de lo limitado del reclamo de estos nuevos movimientos políticos, su sola presencia
es una amenaza para las elites tradicionales.
Este crecimiento de los nuevos movimientos políticos, no sólo muestra una ampliación
de los sectores políticamente activos, sino que anuncia otras ampliaciones que sólo llegarán
más tarde. Durante este período, la movilización masiva de sectores populares sólo se dará en
México. En la práctica, la mayoría de los movimientos antioligárquicos –difusos en su
ideología, más claros en sus acciones concretas- que llegaron al poder, se limitaron a: a)
sobre todo, aumentar la gravitación de los sectores que lo apoyan en el sistema político, y b)
en menor medida, mejorar, mediante esbozos de legislación social y provisional, la situación

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de esos sectores. Las reformas universitarias (también difusa y ecléctica en sus lineamientos
ideológicos) de los ´10 y ´20 son expresión de estos movimientos antioligárquicos y, más que
nada, del clima internacional –optimista y pesimista a la vez- de los años ´20. De este modo,
dentro de los movimientos universitarios encontraremos muchos que son críticos del liberal-
constitucionalismo, como el comunismo o el fascismo.
Esta etapa de cierta incertidumbre durante los ´20, consecuencia del fin de un ciclo
(consolidación del capitalismo europeo de preguerra) a partir de la Primera Guerra
Mundial, se refleja más notoriamente en el agotamiento de las soluciones que habían
imperado hasta esa época, más que por la afirmación de fuerzas nuevas. En suma, es claro
que la ampliación de las bases sociales del estado aparece como una necesidad urgente.
En Argentina y Uruguay, la democratización se da dentro del marco liberal-constitucional; en
Perú y Chile, se la intenta dentro de un marco autoritario; en México, en uno revolucionario.
Sin embargo, estas nuevas tentativas serán menos sólidas que las de la dominación oligárquica
previa.
En casi todos los países se acentúa la división internacional del trabajo, siendo los
alimentos la principal rama de exportación. En Brasil, Venezuela, Colombia y Centroamérica,
el café aparece como el principal producto de exportación, aunque generalmente el
productor se supedita al comercializador. En Argentina y Uruguay, avanzan el cereal y la
carne, y también la producción se halla supeditada al comercio y el transporte extranjeros.
En el Brasil del centro y sur, en Argentina y Uruguay, la disponibilidad de tierras “vacías”,
sumado a la escasez de mano de obra, motivó la inmigración extranjera, sobre todo
proveniente de Europa. En Cuba, Puerto Rico y Perú, el auge del azúcar lleva a una intensa
concentración de la propiedad extranjera en manos de las empresas industrializadotas. En
Centroamérica, se difunde el cultivo de bananas; en el Amazonas, el caucho tiene una
efímera prosperidad. Por otro lado, durante la última etapa del siglo XIX se recuperó la
minería en las regiones tradicionalmente mineras (desde Bolivia hasta México). Esto se dio,
sobre todo, gracias al progreso de las técnicas extractivas y al de las comunicaciones, que
reduce los costos de transporte. Ambos requieren fuertes inversiones de capital, financiadas
por empresas extranjeras. Pero no es la plata el mineral que resurge, sino los que son
demandados por la industria de los países centrales: el cobre, necesario para la electricidad
es financiado con capitales externos, y el estaño, vinculado a la industria de conservas. El
salitre, por su parte, continúa siendo el principal recurso de exportación en Chile, donde
tiene peso creciente el cobre. Con el siglo XX aparece un nuevo recurso: el petróleo, en
México, Venezuela, Colombia, Perú y Argentina (sólo en México tiene en este período un
papel importante). En suma, las explotaciones agrícolas o mineras que alcanzan su expansión
en esta etapa comparten el hecho de que la tendencia al monopolio o al oligopolio crea
empresas sumamente poderosas, la más de las veces en manos extranjeras.
En general, los Estados latinoamericanos aceptan esta concentración, pues las
regalías e impuestos que obtienen de ellas (muy bajas en relación a las tasas de ganancia
extraordinarias que poseen), al menos les permiten mantener equilibrado el presupuesto. A la
vez, aquellos ingresos provenientes de la exportación que quedan en manos de las elites
locales, sirven para mantener en la importación de bienes de lujo que busca imitar el
consumo de las elites de los países centrales.
Durante esta etapa la población urbana crece vertiginosamente. En casi todas partes,
esta urbanización, que supone el aumento del consumo y, por lo tanto, de la importación de
bienes, supone un aumento de exportaciones capaz de financiarlo. Pero ahora se hace cada
vez más complicado, dado que mientras que durante el siglo XIX, los términos del
intercambio habían sido favorables, en el XX la tendencia se invierte a favor de los
productos metropolitanos.
En muchas regiones, la integración al comercio mundial no implica la alteración de
estructuras sociales no capitalistas, como la hacienda.
La evolución política presenta en esta etapa tres variantes: revolucionaria en México
y reformista en Chile, Argentina y Uruguay, ambas permiten una democratización política
del régimen. En cambio, en el resto de Latinoamérica, aún persiste la dominación
oligárquica.

(FALTA CASO X CASO. AL FINAL DE TODO, HAY UNA PERIODIZACIÓN DE LOS SUCESOS
MÁS IMPORTANTES EN VARIOS DE LOS PAÍSES…)

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Capítulo 6: La búsqueda de un nuevo equilibrio

1) Avances en un mundo en tormenta (1930-1945)

La crisis de 1929 tuvo un impacto inmediato y profundo sobre toda América Latina
(excepto en Venezuela, donde el petróleo permitió minimizar rápidamente los efectos), cuyo
signo más visible fue el derrumbe, entre 1930 y 1933, de la mayor parte de las situaciones
políticas que se habían consolidado durante la pasada bonanza. Lo que no se vio tan
inmediatamente fue que esa crisis no se distinguía de las anteriores por su magnitud sin
precedentes, sino que además, la crisis inauguraba una nueva época en que las soluciones
del modelo agroexportador ya no servían. Lentamente, los latinoamericanos fueron
descubriendo que el retorno a la normalidad no estaba a la vuelta de la esquina y que, por el
contrario, ahora deberían avanzar, indefinidamente, por mares nunca antes navegados. En
realidad, la crisis del ´29 fue la expresión del agotamiento de un modelo, cuyos signos
premonitorios podían descubrirse ya durante los ´20 (los movimientos políticos
antioligárquicos o la pérdida del dinamismo de muchos rubros exportadores son una expresión
de ello).
A partir de los ´20, a la vez que los cimientos del orden económico latinoamericano se
tornaban más endebles, él (el orden latinoamericano) adquiría una complejidad nueva. En los
países mayores, la industrialización realiza avances significativos, gracias a la ampliación de
la demanda local sostenida por el previo avance de la economía exportadora. Hacia esta
industrialización se vuelca, durante los ´20, una parte de la inversión extranjera que antes se
atenía al crédito al estado y al sector primario y de servicios. El contraste entre la debilidad
del viejo núcleo de la economía (el sector primario) y la tendencia de ésta a expandirse
hacia nuevas actividades, se traduce en un desequilibrio que sólo puede ser salvado gracias a
créditos e inversiones provenientes ya no más de Inglaterra, sino sobre todo de EE.UU, el
nuevo centro financiero.
Las consecuencias económicas inmediatas de la crisis fueron el derrumbe del sistema
financiero mundial y una contracción brutal de la producción y el comercio. El derrumbe
del sistema financiero significa desde luego la desaparición de la anterior fuente de recursos,
que había mantenido la bonanza latinoamericana durante los ´20. La crisis, a diferencia de
muchas de las anteriores, afectó comparativamente más a Europa que a Latinoamérica.
Ahora, en la Europa devastada por la primera guerra mundial, y efímeramente reconstruida
por el flujo de créditos norteamericanos durante los ´20, la insolvencia es una constante. Por
la mera desaparición del crédito extranjero, el desequilibrio financiero se agravó
dramáticamente, y paralelamente surgió un desequilibrio comercial potencialmente aún
más peligroso. Así, los gobiernos fueron desarrollando líneas de acción heterodoxas que
reflejarían muy bien las múltiples dimensiones de la crisis que se había desencadenado.
La crisis significó la disminución brutal del comercio mundial. Los países de Europa se
orientaron hacia acuerdos bilaterales que les permitirían asegurar mejor la reciprocidad en
el intercambio comercial. Incluso Inglaterra, que sufría la inconvertibilidad de la libra
esterlina en 1931, también adoptó acuerdos bilaterales con sus colonias. En este nuevo orden
mercantil, el Estado aparece como el agente comercial de cada economía nacional. Sin
embargo, la coyuntura le irá imponiendo funciones aún más vastas. Así, el Estado pasa de
administrar arbitrios financieros urgentes a encarar, utilizando esas atribuciones nuevas,
políticas destinadas a atacar las dimensiones económicas de la crisis. Por ejemplo, ahora el
Estado canaliza las importaciones hacia sectores de la economía que al utilizarlas ampliarán
el empleo (para lo cual impondrá desde tipos de cambio múltiples para los distintos rubros de
exportación e importación, hasta un racionamiento de divisas mediante permiso previo para
cada transacción individual). Esta modalidad de intervención estatal es un rasgo que se da
mucho en América Latina, muy afectada por la caída de los precios de exportación. Todos
los precios caen, pero esta caída es más fuerte en la agricultura y en la minería que en la
industria. En cambio, la producción cae más que nada en la industria y menos en la
minería y en la agricultura (de hecho, muchos productores agropecuarios procuraron
aumentar la producción para recuperar las pérdidas, ocasionando el efecto contrario al
deseado).
El resultado es un nuevo deterioro en los términos del intercambio para los países
latinoamericanos, que se habían especializado en la provisión de materias primas. Las

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ventajas comparativas que en el pasado habían hecho atractiva esa especialización estaban
siendo borradas por esa nueva relación de precios. Por ello, no sorprende que en muchos
lados se buscasen reorientar mano de obra y los escasos capitales hacia la industria, que
antes había sido menos prometedora.
No obstante, esta alternativa tardará en diseñarse con claridad. El primer resultado de la
crisis es un colapso del mercado interno para los bienes de consumo que ya no será posible
seguir importando. Mientras ese mercado no presente signos de reactivación, la
industrialización por sustitución de importaciones no tendrá ocasión de implantarse. Mientras
ello no ocurra, queda una tarea más urgente para el Estado: evitar que las reacciones
instintivas de los productores primarios ante la crisis venga a agravarla, al aumentar aún
más los bienes exportables. Para ello, tendrá que intervenir autoritariamente, fijando
precios oficiales y cupos máximos de producción, y organizando la destrucción de lo
cosechado en exceso, muchas veces sin indemnización a los productores. En general, la
expansión de las funciones del Estado fue aceptada por las clases dominantes que, si bien
antes habían defendido el modelo del liberalismo económico, ahora eran conscientes de la
intensidad de la crisis y la incertidumbre desatada por ésta y de la imposibilidad de que el
modelo anterior pudiera superarla.
Hacia 1935, los países latinoamericanos relativamente más avanzados (México, Brasil,
Argentina, Chile, Perú, Colombia, Uruguay) ya habían superado lo peor de la crisis; en
cambio, los países más pequeños seguían profundamente estancados. Esto se explica
porque la industrialización, elemento ahora esencial para la reactivación económica,
requiere para ser viable de un mercado nacional considerable. Así, la caída de los
volúmenes y precios de exportación sería más profunda en los países centroamericanos o en
otros, como Ecuador, donde la gran mayoría de la población consumía poco y nada. En los
países más avanzados, la rehabilitación a partir de 1935 incluiría avances significativos, en
general, en la diversificación de su estructura económica. Estas reconstrucciones tienen
éxito variable según estos países, pero en general, el impacto de la depresión es menos
profundo que en los países centrales industriales y que en los pequeños países
latinoamericanos.
La industrialización comienza en el sector de bienes de consumo: alimentos y bebidas,
textiles, industrias livianas en química, farmacia y electricidad. Antes de la crisis, ya existían
industrias alimentarias o textiles; por ello, a partir de ahora, la industrialización avanzará
sobre una infraestructura existente, que ahora se encuentra ociosa. De todos modos, en casi
ninguna parte el avance industrial previo a 1945 alcanza a sustituir del todo las
importaciones, aun en esos rubros más consolidados. La necesidad de los países periféricos
de importar sobre todo bienes de capital y materias primas está limitada por la lentitud del
crecimiento del parque industrial y porque su política comercial privilegia más la
rehabilitación de sus exportaciones que la expansión industrial.
Esa limitada industrialización tiende a acentuar más que atenuar las desigualdades
económicas entre las distintas regiones; desigualdades que surgieron durante la expansión
de las exportaciones (y que en el futuro seguirán acentuándose con el avance de la
industrialización). Esto ocurre porque la industrialización avanza allí donde se encuentran
no sólo sus potenciales consumidores, sino su mano de obra disponible y sus futuros
dirigentes, es decir, en las ciudades que están más ligadas a la expansión del comercio
interno e internacional.
La segunda guerra mundial (1939-1945) va a introducir, de nuevo, un cambio radical
en el contexto externo en que deben avanzar las economías latinoamericanas, ya que
entre 1939 y 1941 quedarán aisladas de buena parte de los mercados europeos y asiáticos,
al complicarse el transporte marítimo interoceánico. Esta nueva coyuntura ampliará aún más
el papel del Estado en la economía.
De esta manera, la segunda guerra mundial introdujo en el comercio exterior
latinoamericano perturbaciones más fuertes que la primera. La segunda guerra reaviva la
demanda externa, que aún no se ha recuperado del todo de las consecuencias de la crisis del
´30, pero en realidad afecta más a los volúmenes exportados que a los precios. En cambio,
los países latinoamericanos apenas pueden importar (y esto es más grave en México o Chile,
donde los alimentos no alcanzan), porque a la escasez de transporte se le suma la
reorientación de la economía hacia la producción de guerra en los países industriales. De esta
manera, el déficit de importaciones ofrece un estímulo más poderoso a la industrialización
que las consecuencias más inmediatas de la crisis del ´30. Pero esta industrialización más
acentuada comienza a mostrar sus rasgos negativos: insuficiencias en la infraestructura,

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fallas técnicas, primitivismo tecnológico, que no se puede superar mientras América Latina
esté aislada de los países centrales. No obstante, la coyuntura permitió que en algunos casos
(como Brasil), la industria nacional no sólo llegara a conquistar el mercado interno, sino
también el externo (vendiéndoles productos a otros países hispanoamericanos o a las colonias
africanas).
El fin de la guerra encuentra así a una América Latina cuya economía, salvo en
algunos de los estados menores, no sólo ha borrado las consecuencias de la crisis, sino ha
crecido en volumen y complejidad. A la vez, es una economía aún más desequilibrada que
en el pasado, sobre todo en las grandes ciudades, donde la escasez de energía y vivienda,
sumada a la creciente densidad de población, serán un problema a resolver en el futuro. En
1945, pues, ha madurado universalmente una conciencia muy viva de que las economías
latinoamericanas afrontan una encrucijada decisiva, que sus problemas viejos y nuevos se
han agravado hasta un punto que vuelve impostergable una reestructuración profunda. A la
vez, la situación se hace más compleja, dado que, por primera vez en su historia, las
naciones latinoamericanas se han constituido en acreedoras de Europa (arruinada por la
guerra) y Estados Unidos, cuya economía se vio muy favorecida por la guerra. Por ello, hacia
1945, había una sensación de que esta coyuntura excepcional permitiría abandonar el status
de periferia de América Latina.
La guerra, por su parte, aportó una complejidad mayor a la influencia de Estados
Unidos en la región. Durante los ´10 y ´20, como dijimos en el capítulo anterior, Estados
Unidos había avanzado mucho sobre América Latina: apertura del canal de Panamá (1914),
traslado del centro financiero del mundo de Londres a Nueva York, pasaje de la era del
ferrocarril (inglés) a la del automóvil (yanqui). La crisis económica afectó las relaciones
comerciales y financieras con EE.UU (en lo comercial, EE.UU seguía con su proteccionismo,
que impedía la masiva entrada de productos latinoamericanos), lo cual por un momento
aparentó ser un retroceso en la afirmación de la hegemonía continental. Sin embargo, la
guerra contribuyó a consolidar esta hegemonía de EE.UU, ahora más aceptada por los
países latinoamericanos. Ahora EE.UU renunciaba a la intervención directa y unilateral, y
buscaba en cambio vigorizar los organismos panamericanos, que con ampliadas atribuciones
debían transformase en instrumentos principales de la política hemisférica de EEUU. No
obstante, EEUU manejó su política internacional sin recurrir, nuevamente, al mecanismo
panamericano. Además, el abandono de la intervención armada no suponía la renuncia a la
presencia en el Caribe y Centroamérica. En los países que habían sufrido la ocupación militar
norteamericana (Cuba, Nicaragua, Haití, República Dominicana), la potencia interventora
había creado fuerzas armadas locales que consolidaban regímenes dictatoriales estables y
devotos a EEUU (Somoza en Nicaragua, Trujillo en Rep. Dominicana, etc.). Por otra parte,
EEUU no había dejado de utilizar la presión política directa sobre los gobiernos
latinoamericanos; de hecho, se ejerció sobre los países que eran renuentes a alinearse en el
bloque de los aliados contra el eje, como Argentina, que tradicionalmente había preferido la
influencia inglesa a la norteamericana.
En este contexto, hacia 1945 se creía que Latinoamérica había sorteado la crisis sin
sufrir daños económicos sustanciales y sin haber sufrido las destrucciones de la guerra. Pero
también ocurría que la crisis había logrado corroer mortalmente, tanto en lo económico
como en lo político-internacional, el orden mundial en el que Latinoamérica había
encontrado su lugar. Por ello, no es sorprendente que el debilitamiento de ese orden
debilitara también el sistema de creencias afín a él: el liberalismo económico ya no era
consensuado por la sociedad, y no lo sería por mucho tiempo. Ahora era el momento de las
tendencias heterodoxas, como el keynesianismo o la planificación soviética.
Este desconcierto en el plano económico está ligado a otro efecto de la crisis
económica: la crisis global del sistema político, manifestado en una pluralidad de ideologías
y en los conflictos internos de cada país. De hecho, la crisis económica permitió la difusión
tanto del comunismo como del fascismo, ideologías que durante los ´20 no habían tenido
espacio. Como consecuencia de ello, el nuevo conflicto mundial no se centrará tanto en los
conflictos entre ciertas grandes potencias, sino incluirá una importante dimensión
ideológico-política. Este es otro signo del fin del consenso ideológico que había
predominado, tanto en Europa como en América Latina, hasta 1930.
Durante los ´30, el movimiento comunista, antes marginal, intentará organizarse en
casi todos los países latinoamericanos, y alcanzará una importancia considerable sobre todo
en Brasil, Chile y Cuba y, en menor medida, en Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela.
Sus avances no se deben tan sólo a la agudización de conflictos sociales preexistentes, ni

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tampoco exclusivamente a los cambios en el equilibrio social suscitados por la crisis y las
respuestas a ella. Es sobre todo la inseguridad sobre el rumbo que tomará un mundo
económicamente en ruinas la que crea las condiciones para una mayor difusión de las
propuestas políticas comunistas. Otros casos, como el cardenismo mexicano o el aprismo
peruano, fueron alternativas no comunistas al liberalismo que había predominado hasta los
´30.
En suma, la nueva incertidumbre ideológica se tradujo entonces más en una apertura
hacia nuevas perspectivas y una disposición a explorar todos los horizontes que en el
surgimiento de corrientes y figuras dispuestas a definirse en cerrada oposición al consenso
ideológico-político previo. El impacto de la crisis no ayuda a visualizar más claramente los
conflictos sociales que pugnan por encontrar expresión política. Más bien, hace más difícil
descifrar el impacto que estos conflictos alcanzan sobre una vida política cuyos actores deben
avanzar a tientas en un mundo que no comprenden, guiados por convicciones ideológicas que
no saben cómo reemplazar, pero en las cuales no pueden depositar la misma fe que en el
pasado. Esta vacío de una dirección única para todos los procesos políticos latinoamericanos,
en parte, ayuda a comprender las particularidades nacionales. 1 En general, los procesos
políticos latinoamericanos del período 1930-45, muestran un rasgo común: la crisis y sus
consecuencias directas e indirectas originan tensiones que la mayor parte de las situaciones
políticas hallan difícil afrontar. En aquellos países en que la ampliación de la base política se
había traducido en una democratización del régimen en un marco liberal-constitucional
(Argentina, Uruguay), la crisis afecta a la democracia liberal, provocando golpes de Estado
(Uriburu y Terra, respectivamente).

2) En busca de un lugar en el mundo de postguerra (1945-1960)

Pronto iba a advertirse que, si era cierto que un orden nuevo comenzaba a emerger de las
ruinas dejadas por la crisis y la guerra, los rasgos de ese orden nuevo no eran
necesariamente los previstos entre 1930-45. Por ejemplo, la economía de los países
centrales se reconstruyó más fácilmente de lo que se había pensado en un momento, y
entraría en una fase ascendente de 25 años, conocida como “los años dorados del
capitalismo”.
En cuanto a Latinoamérica, sus gobernantes creyeron que la coyuntura favorable que la
guerra había creado para esta región se mantendría y consolidaría durante la postguerra. Los
motivos para pensar esto radicaban en que ahora los países centrales estaban reabiertos al
tráfico internacional y necesitaban lo que Latinoamérica podía ofrecerles (alimentos,
materias primas).
Dado ese optimismo, las disidencias se daban sobre todo en torno al mejor modo de
utilizar sus oportunidades, pero lo que las volvía explosivas era que cada uno de esos modos
suponía una distinta distribución de las ventajas de la coyuntura. Las principales alternativas
eran dos: 1) continuar con el proceso industrializador favorecido por la crisis y aún más por
la guerra, o 2) retornar al modelo agroexportador y restaurar la unidad del sistema
mercantil y financiero mundial mediante la liberalización económica. Mientras la primera
alternativa era defendida por quienes, directa o indirectamente, se veían favorecidos por la
industrialización (burguesías industriales, obreros urbanos), la segunda era apoyada por
quienes se beneficiaban del modelo agroexportador (oligarquías terratenientes, clases medias
rurales).
Con respecto a la industrialización, anteriormente habíamos dicho que ésta era frágil y
tecnológicamente precaria. Ahora se daba una oportunidad de corregir esas fallas y seguir
avanzando sobre bases más sólidas. Para ello se contaba con los saldos acumulados gracias
al superávit comercial generado por la guerra. Además, se esperaba que una Europa en
reconstrucción demandara nuevamente materias primas, lo que permitiría financiar el
proceso de industrialización. En cambio, estaban quienes creían en que la industrialización
de 1930-45 había sido una solución de emergencia impuesta por la crisis y el aislamiento

1
En mi opinión –Daniel Schteingart- el populismo se inscribe como un fenómeno emergente
sobre este sustrato. Por ello, no debe extrañar su eclecticismo y sus contradicciones, en parte reflejo de
las ambigüedades tanto ideológico-políticas como sociales y económicas.

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de la guerra. Vuelta la normalidad, confiaban en el pleno aprovechamiento de las ventajas


comparativas del sector primario.
De este modo, el sorprendente consenso que durante 1930-45 había existido en cuanto al
avance del Estado en la economía y a la industrialización por sustitución de importaciones
(ISI), ahora es reemplazado por un disenso profundo. No sólo se discute una distribución
de recursos dentro de las economías latinoamericanas; también está en juego el perfil
futuro de las sociedades latinoamericanas y la distribución dentro de ellas del poder
político.
Los proyectos industrializadores, en general, prevalecieron por sobre los
agroexportadores: no sólo eran sostenidos por el empresariado industrial, sino por otros
grupos sociales. Este apoyo se explica en parte porque la industrialización estuvo
acompañada de un conjunto más amplio de soluciones político-sociales, que mejoraban la
situación de estos otros grupos sociales. Así, la industrialización debe avanzar manteniendo
el entendimiento con la clase obrera industrial, lo que requiere moderar la explotación de
la fuerza de trabajo, frente tradicional de acumulación e inversión en etapas de
industrialización incipiente. Pero también supone considerar a las clases populares urbanas
como consumidoras, lo que implica mejorar sus salarios reales y ampliar sus fuentes de
trabajo más allá de lo que el crecimiento industrial puede asegurar por sí solo. Estos objetivos
se cubrirán, en parte, por la iniciativa del Estado, que no sólo atenderá a estos objetivos,
sino que extenderá sus actividades a campos muy variados de previsión y servicio social
con vistas a mantener la lealtad de las mayorías electorales. Esta lealtad también es
imprescindible para asegurar la continuidad del proyecto industrializador.
De esta manera, la viabilidad y supervivencia de la industrialización supone considerar
todas estas precondiciones. Esto, a su vez, hace que los Estados presten más atención a
cómo conservar la legitimidad de la industrialización que a la innovación tecnológica, que
era la única que podía asegurar la industrialización a largo plazo. No se trataba tan sólo de
modernizar la tecnología para eficientizar el sector industrial y ampliar la infraestructura.
Más grave aún era que el costosísimo programa industrializador debía ser afrontado por una
Latinoamérica que en realidad estaba en una situación menos favorable de la que se había
creído en 1945.
Las necesidades de la reconstrucción europea favorecían la demanda de productos
latinoamericanos, pero también perjudicaban la oferta de bienes industriales –cuyo precio
seguía en ascenso- que América Latina necesitaba. De esta manera, se utilizaron los fondos
acumulados durante la guerra a nacionalizar empresas, repatriar la deuda pública y a
importar escasos bienes industriales. Así, las economías latinoamericanas fueron lentamente
renunciando a modernizar su economía, tal como había sido planeado hacia 1945, y se
limitaron a asegurar la supervivencia de esa industria primitiva, mediante transferencias
intersectoriales de recursos, aseguradas por la manipulación monetaria.
Los países latinoamericanos adoptaron una moneda sobrevalorada, lo que perjudicaba al
sector exportador y privilegiaba las importaciones baratas. El Estado trataba de que estas
importaciones no compitieran con la industria nacional (en estos casos se aplicaban
aranceles), sino que le proporcionase los insumos necesarios.
Sin embargo, este modelo de financiamiento de la industrialización a través de los
recursos de la exportación no sólo encontraría oposición en los terratenientes, empresas
mineras internacionales, o compañías de transportes y comercio (a quienes perjudicaba).
También, junto con un contexto que hacia los ´50 se había tornado desfavorable, implicó el
estancamiento y la baja de la producción exportadora. De este modo, hacia 1955, tanto
este modelo económico como las soluciones políticas que lo apoyaban mostrarían signos de
agotamiento, como la inflación y el creciente desequilibrio en la balanza comercial
(debido sobre todo al estancamiento del sector exportador). Uno y otro síntoma tienden a
reforzarse mutuamente, ya que la devaluación (que mejoraría la balanza comercial) lleva al
alza de salarios, lo cual genera inflación, y ésta a su vez conduce a una nueva devaluación.
Así, en un período de 10 años, se había pasado de la esperanza a la inquietud. Prebisch,
secretario de la CEPAL, indagó sobre las causas de los problemas en la industrialización
latinoamericana y las encontró en la posición periférica que Latinoamérica ocupa en una
economía mundial dominada por un centro industrial cada vez más poderoso, lo cual se
refleja en el deterioro creciente en los términos del intercambio. En el centro, la fuerza de
trabajo puede imponer un alto nivel de salarios que se refleja en el alto precio de los bienes
industriales, mientras que, en la periferia, una mano de obra abundante y más dispersa debe
conformarse con salarios mínimos. Además, los países centrales poseen el control del

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transporte y las finanzas internacionales, lo que implica otra dificultad para América Latina.
La solución, para Prebisch, reside entonces en una industrialización más intensa, que cree
una economía nacional de una madurez similar a la de los países centrales. El tema es que
Prebisch no plantea cómo conseguir esa industrialización.
El desarrollismo será una propuesta que considerará los aportes teóricos de Prebisch; en
su núcleo, se busca favorecer la expansión del sector industrial que produce bienes de
consumo duraderos (como al automóvil), más que bienes de capital. El desarrollismo logró
ofrecer una salida rápida para la encrucijada industria-agro: aliviaba el ofuscamiento que la
industrialización había arrojado sobre un sector primario ya incapaz de seguir soportándolo,
permitiendo una revigorización de la expansión industrial.
Para ello, el desarrollismo propuso una apertura parcial de la economía nacional a la
inversión extranjera. Hasta mediados de los ´50, la inversión extranjera había tenido un
papel limitado en la industrialización latinoamericana, ya que la crisis del ´30 y la guerra
habían disminuido la disponibilidad de capitales metropolitanos para la inversión. En la
posguerra, esta situación fue cambiando paulatinamente. A la vez, las economías
latinoamericanas sufrían dificultades en la balanza de pagos, que intentaron afrontar
poniendo trabas a la salida de ganancias por parte de las empresas extranjeras radicadas allí.
En este sentido, Latinoamérica no era demasiado atractiva para nuevas inversiones. Sin
embargo, éstas fueron posibles dado que el monto de las inversiones no era demasiado
elevado para las empresas extranjeras. Estas inversiones se centraban sobre todo en
maquinarias (que habían sido utilizadas previamente en el país de origen) que, al ser
vendidas a precios altísimos, suponían ganancias extraordinarias.
La apertura a la inversión extranjera concebida por el desarrollismo no suponía
necesariamente la apertura generalizada de la economía, puesto que su éxito depende del
mantenimiento de un estricto control de las importaciones. Pero en otro aspecto sí parece
requerir alguna liberalización: la empresa inversora aspira a disponer libremente de sus
ganancias (o sea, enviar las ganancias al exterior), lo cual supone un conflicto con el Estado,
pues éste prefiere orientar estas escasas divisas hacia otras actividades. En general, este
conflicto de intereses, será resuelto mediante una transacción que autoriza a las empresas a
repatriar parcialmente sus ganancias.
De esta manera, se dio una nueva oleada industrializadora en América Latina, diferente
de la primera. Por ejemplo, la nueva industria (que es más desarrollada que la anterior) no
tiene tanta capacidad de crear empleo, ya que se inserta en ramas en que la productividad
del trabajo es más alta que en las antiguas. De esta manera, se expande una clase obrera
calificada y mejor pagada, aunque la demanda de mano de obra industrial crezca poco.
También, la nueva producción industrial está dirigida a los sectores sociales más altos.
Durante la primera oleada industrializadora habían prevalecido los bienes textiles, químicos o
farmacéuticos, de baja calidad y dirigidos al consumo masivo. Ahora, los nuevos bienes
industriales, que se producían a precios superiores al de los países centrales, sólo podrían
ubicarse en los sectores altos de la sociedad.
En consecuencia, la reorientación de la demanda hacia los sectores más altos crea
mercados mucho más estrechos, con lo cual el margen de viabilidad de estas industrias se
hace más sensible (pues requieren una producción mínima para amortizar la inversión). Por lo
tanto, pocos países ingresarán en esta nueva etapa: apenas Brasil y México tendrán cierto
éxito en este nuevo nivel de industrialización, mientras que Argentina no podrá sobrellevarlo;
Perú y Chile, si bien tienen la tentativa de alcanzarlo, ni siquiera lo intentan llevar a cabo.
En el corto plazo, esta nueva oleada industrializadora, que no avanza sustituyendo
importaciones, acentúa el desequilibrio externo. Los desarrollistas sostenían que este
desequilibrio sería finalmente superado; mientras tanto, la solución era apelar a la inversión
y el crédito externo para evitar el estancamiento. El acceso al crédito se hace cada vez más
accesible, ya que crece la abundancia de capitales en el centro, pero para recurrir a él se
necesita flexibilizar el mercado cambiario.
Detrás de todo esto, subyace un cambio social que ahora adquiere dinamismo nuevo,
alimentado en parte por el rápido crecimiento demográfico iniciado hacia los ´20. Este
incremento poblacional, en algunas áreas como El Salvador o Colombia, se tradujo en
presiones sobre la tierra. La industrialización no había solucionado la cuestión agraria. Ahora,
en ese agro atrasado, crece la tensión social. Por otra parte, la baja productividad del
campo también influye en el proceso industrializador. Los sectores rurales, además,
consumen muy poco. En este contexto la idea de reforma agraria comienza a tener más eco

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en la agenda latinoamericana, tanto en los programas revolucionarios (Bolivia, Guatemala)


como en los reformistas.
El crecimiento demográfico, junto con la rigidez del orden rural, se expresa en el
rapidísimo avance de la urbanización (la “urbanización salvaje”, como la denomina
Halperin). Esto representa un nuevo problema social, pues ni siquiera una industrialización
acelerada puede responder a este nuevo proceso, en el cual las carencias (vivienda, agua,
sanidad, electricidad) aumentan. Hasta el momento se había pensado en que este problema
se solucionaría por medio del desarrollo económico que igualaría la calidad de vida de los
países latinoamericanos a los de los países centrales. Pero, poco a poco, dado que esto no
ocurría, se comienzan a redefinir los términos en que se plantea el conflicto político-
social. Esto, a su vez, se inscribe en un contexto mundial de guerra fría, que deja atrás la
concordia que existía en 1945.
Luego de 1945, EEUU deja de ser la potencia hegemónica continental para serla en el
mundo entero. La guerra fría consolida la hegemonía norteamericana; la URSS, devastada por
la guerra, no logra competir realmente con EEUU. La URSS había logrado extender su
influencia en la Europa Oriental, en donde se instalaron regímenes comunistas desde arriba
(es decir, no existieron revoluciones espontáneas). EEUU procuró expandirse hasta cubrir
todas las áreas del planeta que habían escapado a la hegemonía soviética, a través de un
sistema de pactos regionales apoyados todos ellos en el poderío estadounidense. Los países
europeos industrializados permanecieron en la órbita estadounidense y, junto con EEUU, se
aliaron militarmente en la OTAN. En 1949 triunfaba en China la revolución comunista a la vez
que entrados los ´50 la URSS logró que EEUU perdiera el monopolio atómico.
EEUU procuró, en la OEA, mantener el statu quo de Latinoamérica. La OEA debía dirigir
la resistencia a cualquier “agresión” regional perpetrada en el área. Obviamente, esto
apuntaba a la intervención en casos de revoluciones o procesos que intentaran un cambio
antagónico con los intereses norteamericanos; en este sentido, los misiles apuntaron sobre
todo hacia los comunistas. Los países latinoamericanos, por su parte, si bien adscribían al
programa de EEUU en la OEA, no siempre colaboraban activamente en la lucha contra el
comunismo (que durante la guerra había estado casi siempre alineado con EEUU en la lucha
común contra el nazifascismo). La revolución de Guatemala en 1954, que era más nacional-
popular que comunista, también fue intervenida por EEUU. Quizá, más que por una amenaza
real, la intervención armada en Guatemala pretendió ser una advertencia contra quienes no
acataran sin reservas la hegemonía norteamericana.
1959 inauguraría una nueva crisis en el sistema panamericano, con la Revolución
Cubana. Ahora la situación mundial era bastante distinta a la de hacía diez años atrás:
Europa se había reconstruido exitosamente, a la vez que había comenzado la
descolonización en Asia y África, proceso que se acentuaría durante los ´60. En 1958, en la
Conferencia de Bandung, los países tercermundistas se pronunciaron a favor de la “no
alineación” entre el bloque norteamericano y el soviético. EEUU adoptaría una postura más
flexible contra los “no alineados”, de tal modo que no se pasaran al bando soviético. Sin
embargo, la relativa pasividad con que EEUU asumió la “no alineación” de los países africanos
y asiáticos, no existió para América Latina.
El bloque soviético, por su parte, había logrado sobrevivir a la muerte de Stalin en
1953, y, si bien seguía siendo autoritario, al menos su economía crecía más rápidamente que
la del mundo occidental. La URSS, ante el avance de la descolonización, veía la oportunidad
para extender su influencia sobre los territorios emancipados.
En este contexto, en 1959 se da la Revolución Cubana, que será fundamental en el
derrotero posterior de América Latina. Como dice Halperin, “el desenlace socialista de la
revolución cubana vino a reestructurar para siempre el campo de fuerzas que gravitaba
sobre las relaciones entre el norte y el sur del continente, en cuanto hacía real y tangible
una alternativa hasta entonces presente sólo en un horizonte casi mítico, como objeto del
temor o la esperanza de los antagonistas en el conflictivo proceso político-social
latinoamericano”.
En suma, el punto de partida de este período (1945-60) está dominado por las
expectativas económicas y políticas creadas por el ingreso en la postguerra. El optimismo
económico se da sobre todo en los países que han iniciado un proceso industrializador. El
optimismo político afecta en todos los países por igual, en cuanto la victoria de la ONU
(fundada en 1945) parece haber privado para siempre de legitimidad política a la
ultraderecha nazi-fascista enemiga de la democracia liberal. Además, la consolidación de la
URSS, si bien casi no provoca durante este período alternativas revolucionarias, al menos

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incide en que ahora la reforma social, dentro del marco capitalista, se hace un tema
prioritario de la agenda latinoamericana.
Esta exigencia de retorno al liberal-constitucionalismo (muy variable según los países)
lleva en varios países latinoamericanos al desplazamiento de los regímenes autoritarios y
oligárquicos, incompatibles con la nueva coyuntura. En Argentina y Brasil, en cambio, se
dan procesos populistas que conservan rasgos autoritarios del pasado, pero que también
introducen reformas.

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Capítulo 7: Una encrucijada decisiva y su herencia. Latinoamérica desde


1960

1) La década de las decisiones (1960-1970)

La década que se abriría en 1960 se anunciaba como una de decisiones radicales para
América Latina. Una tenía que ver con ese hecho nuevo e imprevisible que era que el giro
socialista de la Revolución cubana vino a incidir en un subcontinente que descubría agotada
esa improvisada línea de avance tomada entre 1930-1945 y mantenida entre 1945-1960. La
Revolución cubana puso en crisis, si no la hegemonía estadounidense sobre Latinoamérica, sí
por lo menos los mecanismos políticos e institucionales que EEUU había sabido instrumentar
en el pasado. Pero sobre todo, la Revolución cubana (que en un primer momento intentó ser
eliminada a la fuerza por EEUU y luego mediante el bloqueo económico y diplomático)
mostraba que lo que todos habían largamente creído imposible era, en realidad, posible.
Esto daba nuevo aliento a las tendencias contestatarias y revolucionarias.
A la vez, los años ´60 serían los años del fuerte crecimiento económico mundial, tanto
en el primer mundo como en el bloque socialista. En cambio, en América Latina, donde las
empresas multinacionales tenían peso creciente en la economía, las tasas de crecimiento
no se aceleraron como en aquellos bloques: el desarrollismo había fracasado. A lo largo de
los ´60, muchos comenzaron a creer que sólo se podría superar el estancamiento si se rompía
con el sistema político y económico internacional en que hasta entonces se había desenvuelto
Latinoamérica. Así, surgía la teoría de la dependencia.
Para los teóricos de la dependencia, lo que impedía a Latinoamérica superar el
subdesarrollo era su integración subordinada en el orden capitalista mundial. Si bien no todos
veían en la revolución socialista la única solución, todos coincidían en que era necesario
introducir modificaciones estructurales en ese orden, que fueran más allá que las reformistas
que habían predominado. A sus ojos, si los problemas eran económicos, su solución sólo podía
ser política.
En el plano internacional, tanto la URSS como EEUU buscaban intervenir en América
Latina como nunca antes. Ahora, los objetivos de ambos no sólo eran mas ambiciosos que en
el pasado, sino también bastante distintos. Con respecto a la URSS, su influencia sobre Cuba
contrastaba con la cautela que había caracterizado anteriormente a su presencia en
Latinoamérica y, además, ahora era consciente de que ahora eran posibles revoluciones
socialistas. Los EEUU de Kennedy también se dispusieron a gravitar más decisivamente en el
subcontinente, en parte, a partir del caso cubano. Pero, para el presidente demócrata
Kennedy, el mayor activismo político norteamericano no debía reducirse a restaurar la
hegemonía sobre Cuba. Más bien, se trataba de promover y orientar una transformación de
las estructuras sociopolíticas latinoamericanas que las alejase de la tentación
revolucionaria que había triunfado en Cuba.
De este modo, el escenario principal del combate contra la amenaza revolucionaria se
trasladaba al continente, y a éste último estaban orientadas las innovaciones de Kennedy.
Estas innovaciones se inspiraban, por una parte, en una teoría sobre las precondiciones
necesarias de los procesos revolucionarios y, por la otra, en las lecciones ofrecidas por los
procesos de cambio socioeconómico desencadenados, a partir de 1945, en Asia y África. En
estos continentes, se dieron, en algunos casos, vías revolucionarias y en otros no. Estas
reformas en las estructuras socioeconómicas de los países habían sido exitosas en Japón,
Corea del Sur y Taiwán, contribuyendo a atenuar tensiones sociales y a remover obstáculos al
crecimiento económico.
Se trataba entonces, para América Latina, de evitar las revoluciones y de favorecer
transformaciones estructurales que consolidaran el capitalismo. Se creía que si
Latinoamérica alcanzaba el desarrollo autosostenido, característico de los países centrales, el
peligro revolucionario sería disipado; pero durante la transición, el riesgo de revolución era
omnipresente. Se trataba de mantener tranquilas a las masas, para que no se inclinaran a
favor de las fuerzas revolucionarias.
Esta nueva política latinoamericana se expresó en la Alianza para el Progreso, se llevaría
a cabo en un período de 10 años y sería financiada en un 20% por EEUU y en un 80% por
Latinoamérica. Los objetivos de la Alianza para el Progreso se resumían en 12 puntos:

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1) reforma agraria para superar el estancamiento rural;


2) una industrialización más rápida y profunda;
3) crecimiento económico per cápita del 2,5% anual;
4) distribución más equitativa de la riqueza;
5) equilibrio de la producción entre las distintas regiones;
6) aumento de la producción agrícola;
7) disminución del analfabetismo e instauración de la escolarización obligatoria;
8) mejora de la situación sanitaria;
9) baja los precios de las viviendas;
10) estabilización de las monedas;
11) promoción de acuerdos para un Mercado Común Latinoamericano;
12) cooperación para equilibrar el comercio exterior.

Para muchos de esos objetivos se requería la expansión de las funciones y los recursos
del Estado, para lo cual se preveía una reforma fiscal, que crearía un sistema de impuestos
progresivo. Pero esta base financiera más robusta del Estado no se limitaba a facilitar el
desarrollo económico y la igualdad social; también servía para consolidar estructuras
políticas y sociales que contuvieran sólidamente a las masas. Para ello, Kennedy confiaba
más en una democracia representativa y reformista, frente a las dictaduras (que, sin
embargo, seguían siendo preferibles a la revolución). La democracia, para Kennedy,
permitiría que los partidos de masas controlaran mejor a la población que el autoritarismo
militar.
Pero al mismo tiempo, EEUU no renunciaba a poner a los ejércitos latinoamericanos al
servicio de ese ambicioso programa de transformación con propósitos de conservación. De
hecho, una parte considerable de los fondos dirigidos a Latinoamérica se orientaron hacia
esos ejércitos, que ahora debían complementar las falencias del Estado en el control de la
población.
Más allá de la Alianza para el Progreso, los organismos panamericanos como la OEA
habían fracasado, dado que las reticencias a las propuestas norteamericanas eran cada vez
mayores. Así, ahora se adoptaron soluciones bilaterales.
En suma, ahora EEUU interviene de un modo más complejo y especial, a la vez que puede
gravitar más eficazmente en una Latinoamérica que está entrando en la era de masas. Esa
presencia debe servir para un doble propósito de transformación y conservación o, también,
“seguridad y desarrollo”. Estas dos fórmulas ignoran por igual que en los momentos críticos,
que no han de faltar durante esta década, no iba a ser siempre fácil hallar un camino que
satisficiese por igual ambas aspiraciones. En efecto, cada vez que una emergencia imponía
optar entre ellas, la prioridad era la seguridad (o la conservación), más que el desarrollo
económico y la transformación sociopolítica.
En 1963 es asesinado Kennedy y lo sucede Lyndon Johnson, quien privilegia el objetivo
de conservación y seguridad antes que el de democracia, desarrollo y transformación. Sin
embargo, ya antes de esa reorientación programática de la política norteamericana, el mismo
Kennedy había preferido la solución golpista a la democrática ante alguna crisis
latinoamericana.
A partir de 1963, EEUU adopta una política más decididamente dirigida a la
seguridad, más que al progreso y el desarrollo. En 1964, el golpe de las FFAA en Brasil,
fue organizado conjuntamente con EEUU, marcando el inicio de un proceso que duraría más
de veinte años.
Para comprender la nueva coyuntura hay que tener presente la importancia de la
revolución cubana. Ésta, al devolver al primer plano del debate político latinoamericano
la cuestión del imperialismo, revivía sentimientos que habían venido adormeciéndose desde
1933. Estos sentimientos no habían logrado ser movilizados ni por la prédica soviética ni por
el retorno de intervencionismo norteamericano.
La revolución cubana también incidió fuertemente en los sectores que, temerosos del
socialismo, ahora harán causa común con Estados Unidos. Gracias a ello, el nuevo
intervencionismo norteamericano fue mucho más aceptado en Latinoamérica que a
principios de siglo. No sólo era recibido con abierto beneplácito por los sectores
conservadores –algunos de los cuales le habían sido tradicionalmente hostiles-, sino que, en
general, no iba a necesitar volcarse en nuevas acciones militares por parte de EEUU. Esto
último se explica porque serán estos aliados locales anticomunistas quienes frenarán todo
avance socialista.

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Los ejércitos latinoamericanos tenían un papel cada vez más central desde la
perspectiva norteamericana. La consolidación del aparato estatal, que figuraba entre los
objetivos de la Alianza para el Progreso, iba en paralelo a la creciente presencia de las
fuerzas armadas en la vida de la región. Esto tiene que ver, en parte, con que ahora las
FFAA latinoamericanas recibían cada vez más fondos de EEUU. Pero ese vínculo cada vez
más íntimo entre EEUU y las FFAA latinoamericanas iba más allá de agregar solidez y eficacia
al poderío estrictamente militar de esos ejércitos. Más importante era que esos nuevos lazos
sirviesen de vehículo para la difusión de una propuesta acerca de las tareas futuras de los
ejércitos latinoamericanos. Esta propuesta, que sería efusivamente aceptada por éstos, se
expresaría en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN). La DSN, versión militarizada de la
seguridad y desarrollo, hacía del ejército el protagonista de la vida nacional, al ponerlo al
frente de una empresa que unificaba la guerra convencional y la política convencional. Ahora,
los ejércitos ya no se limitaban a su función de defensa externa de la nación, sino que debían
velar por la seguridad interna de ésta, es decir, asegurar el orden contra la amenaza
revolucionaria.
La nueva intimidad entre las fuerzas armadas latinoamericanas y las de EEUU fue
decisiva para acelerar la transición entre una concepción de las tareas militares que había
guiado durante décadas a los ejércitos latinoamericanos y otra que no sólo les fijaba
funciones nuevas y más amplias, sino que también les imponía modos de conducta que en
el pasado hubiesen parecido incompatibles con la dignidad del oficial, como por ejemplo la
tortura u otras formas de terror.
Otra consecuencia fundamental que iba a tener esta reestructuración de los ejércitos
latinoamericanos bajo auspicios yanquis era que ahora se profundizaba la transformación de
cada uno de esos ejércitos en un organismo cada vez más consciente de su identidad y sus
intereses corporativos-institucionales, tanto en el plano interno como en el internacional.
En el marco nacional, la consolidación de una conciencia corporativa en el cuerpo de
oficiales se sumaba a la burocratización de la institución. En consecuencia, ahora se
transformaba radicalmente el modo de inserción de las fuerzas armadas en la vida
política. En el pasado, las FFAA habían ingresado en la vida política como séquito y sostén
de un dirigente surgido de sus propias filas, que tenía un notable poder de iniciativa,
gracias al apoyo complementario de corrientes políticas o distintas fuerzas socioeconómicas.
Ahora, en cambio, el ingreso en la vida a política supondría una empresa corporativa, cuyo
titular era tan sólo un agente escasamente autónomo, y siempre revocable, de la
institución que lo colocaba al frente de ella.
Sin embargo, esa transformación del carácter mismo de la intervención militar sólo en
parte se explica por los cambios que sufría la institución misma. Hay que entender, además,
la actitud de los grupos sociales latinoamericanos temerosos del avance revolucionario (en
un contexto donde el desarrollismo se estaba agotando), ahora potenciados por la coyuntura
de la revolución cubana. En suma, es la conciencia de la gravedad de la coyuntura la que
fortifica la decisión de mantener al titular militar de la gestión política bajo constante
vigilancia corporativa.
Por otro lado, los distintos sectores sociales (sean ya antirrevolucionarios como
revolucionarios) compartían su optimismo por las innovaciones técnicas, que durante este
período fueron muchas: progresos en las comunicaciones, el motoscooter, el teléfono de larga
distancia, la píldora anticonceptiva, etc.
Este optimismo, que también aparecía en los sectores más conservadores temerosos del
avance revolucionario, no hubiera existido si la situación latinoamericana hubiese sido
realmente catastrófica. Más allá de que las economías latinoamericanas tuvieran una
tendencia al estancamiento o al desarrollo irregular, en general, durante los ´60 América
Latina creció, con problemas y más lentamente que el mundo desarrollado, pero
efectivamente creció. Este crecimiento, limitado, sin embargo había transformado
significativamente las pautas de vida de amplios sectores de la sociedad latinoamericana.
Esto, en parte, contribuye a comprender el por qué de este contradictorio optimismo en los
grupos adictos al statu quo (quienes creían que la revolución era inminente). Por su parte,
también los revolucionarios creían que la revolución estaba al caer y, por ello, también se
mostraban optimistas. Las FFAA, por su parte, se opondrían, en general, a todo avance de
este “ataque de frivolidad”.
La Iglesia, que si bien también podría manifestarse contraria a estos cambios en la vida
cotidiana, sin embargo, se modernizó durante este período, a partir del Concilio Vaticano II.
Las causas de estas reformas en la Iglesia son bastante contradictorias, pero lo cierto es que

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se buscaba, entre otras cosas, una renovación litúrgica, la actualización de los contenidos
científicos e ideológicos y de los métodos pedagógicos en las instituciones católicas de
enseñanza, la ampliación del papel de la comunidad de fieles en la vida eclesiástica y la
prioridad para los pobres. 2 En su forma más extrema, esta preocupación por los sectores
menos privilegiados se encarnó en la minoritaria pero condensada Teología de la Liberación,
generalmente adherente a soluciones revolucionarias.
Los años ´60 habían sido, para el mundo en general, una década de expectativas y
optimismo, sustentada por el crecimiento económico a nivel global. Sin embargo, hacia
fines de los ´60, comenzaron a multiplicarse los signos de agotamiento de esa gran ola
ascendente que por décadas había arrastrado por igual a Occidente y al mundo socialista.
1968 es un año que ilustra muy bien este resurgimiento del malestar, ante la sospechosa
demora en el desencadenamiento de las transformaciones radicales anunciadas con fe tan
firme hacia inicios de la década: la primavera de Praga, el mayo francés, las revueltas de
Tlatelolco en México, el avance del hippismo en EEUU o la Revolución Cultural China (en
1969) serán manifestaciones que expresarán esta creciente desconfianza.
Estos movimientos de 1968 vinieron por un momento a revitalizar en toda Latinoamérica
las esperanzas revolucionarias. Retrospectivamente, se ve que en realidad anunciaban el
comienzo de su curva descendente, y ello no sólo porque todos los sistemas cuestionados
lograron sobrevivir al tumultuoso desafío de 1968. Paradójicamente, el hecho de que en la
mayoría de los casos el orden establecido tuviese que, para superar esta crisis, perder
legitimidad, tampoco iba a fortificar a los sectores revolucionarios latinoamericanos, cuya
legitimidad ya desde antes de 1968 había aparecido como muy limitada. Mientras que la
pérdida de legitimidad del orden establecido no bastó para destruirlo, esta pérdida de
legitimidad suponía un golpe fuertísimo a las tendencias revolucionarias latinoamericanas.
Esta mengua de la legitimidad revolucionaria en parte se explica porque, si bien los
movimientos revolucionarios latinoamericanos no necesariamente se identificaban con el
“socialismo real” (el de la URSS y Europa del Este), las alternativas revolucionarias a ese
socialismo real (como hasta 1967/8 había intentado Cuba, que ahora estaba subsumida a la
URSS) se mostraban ficticias. Por su parte, el socialismo real era cada vez menos percibido
como una etapa superadora del capitalismo.
Así, entrados los ´70 ese verano económico que había comenzado en 1945 parecía
extinguirse. Ello se manifestaba en la inconvertibilidad del dólar en oro, por parte del
presidente norteamericano Nixon, en 1971, que destruía el sistema monetario mundial
acordado en 1944 en Bretton Woods. La iniciativa de Nixon buscaba adaptarse a la pérdida del
predominio abrumador que la economía norteamericana tenía en 1945. Otro signo del
derrumbe del orden de postguerra fue la crisis del petróleo de 1973, que puso en entredicho
la relación entablada entre el mundo desarrollado y la periferia a partir de 1945. La crisis del
petróleo tiene que ver con el conflicto árabe-israelí, que no profundizaremos. Lo cierto es
que la venta de este mineral a precios exorbitantes superó por mucho las expectativas de los
países exportadores. La crisis del petróleo era un contraejemplo a la teoría de Prebisch y de
la dependencia, ya que mejoraba sustancialmente los términos del intercambio para los
países productores de materias primas (en este caso, de petróleo).
Estas dos novedades (inconvertibilidad del dólar y crisis del petróleo) que manifiestan
este nuevo clima económico. Así, a principios de los ´70 se cerraba esa anunciada década
de decisiones que había sido 1960. Esta década se cierra no porque estas decisiones hayan
sido resueltas, sino más bien porque se ha desvanecido la coyuntura mundial que hacía
parecer a la vez urgente y posible afrontar esas decisiones. Se inauguraba, entonces, hacia
1970, un período de incertidumbre.

2) Los tiempos que corren

Hacia 1970, si bien no se han agotado los impulsos reformistas surgidos en 1960, el orden
mundial que tras 25 años de avance espectacular todos tenían ya por definitivamente
consolidado, comenzó a sufrir transformaciones radicales, que pronto incidirían
decisivamente sobre Latinoamérica. En la economía, como se dijo, el fin de los “25 años

2
En mi opinión, esta reforma de la Iglesia tiene que ver con el contexto de Estado de Bienestar o
“capitalismo humanizado” de la época, al cual la Iglesia buscaba estar en consonancia. Quizá esto tenga
que ver con la mayor preocupación por los pobres.

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dorados” se expresaba en la inconvertibilidad del dólar en oro y en la crisis del petróleo de


1973. Se abría así la transición hacia una etapa marcada por una sucesión de cambios súbitos
en el clima económico, cuyo impacto sería en muchos casos más intenso en América Latina
que en el centro de la economía. Además, debajo de estos cambios comenzaron a darse
transformaciones más lentas y graduales en el subcontinente, que emergerían más
adelante.
La crisis del petróleo tiene que ver con varias cuestiones. Una ya ha sido señalada y tiene
que ver con el conflicto árabe-israelí. La otra tiene que ver con las economías de los países
desarrollados durante 1945-70, que habían crecido más rápidamente que los recursos
necesarios para sostenerlas. Ello se tradujo en un alza gradual de precios de alimentos y
materias primas. El precio del petróleo permaneció relativamente estable durante ese
período y se disparó en 1973, introduciendo a la economía mundial en una etapa de
crecimiento mucho más lento e irregular, incrementando la “estanflación” (estancamiento
con inflación) a nivel mundial. Tanto los países desarrollados como los socialistas y los
subdesarrollados vieron mermada su tasa de crecimiento.
En ese contexto, se da una consecuencia paradójica para el mundo subdesarrollado. El
nacimiento de la OPEP, que parecía iniciar una tendencia de mejora en los términos del
intercambio con los países centrales, no fue tan beneficioso como se podría suponer, ya que
la recesión mundial que terminó por provocar se tradujo en una caída de la demanda de
materias primas, afectando los precios y volúmenes de exportación.
Por otro lado, la crisis de petróleo transfirió de los países consumidores de este
hidrocarburo a los países productores una enorme masa monetaria, que ahora no tenían
dónde ubicarla (invertirla en estos países productores podría haber tenido consecuencias
gravísimas). En consecuencia, existía una gigantesca masa de capitales disponibles a tasas
de interés excepcionalmente bajas. Esto, sumado a la recesión en los países centrales, llevó
a que estos flujos de capitales se orientaran hacia los países socialistas y hacia los
latinoamericanos, en forma de préstamos a corto y mediano plazo.
Más que EEUU, los países más afectados por la crisis del petróleo fueron Japón y, sobre
todo, los de Europa Occidental, que casi no disponían del crudo. EEUU, por su parte, no la
sufrió tanto dado que en su territorio producía una importante cantidad del hidrocarburo. De
esta manera, EEUU recuperó las posiciones perdidas en la tasa de crecimiento durante 1945-
70 respecto a los países europeos. Esto también estuvo influido por la manipulación del dólar
que logró hacer EEUU luego de abandonado la paridad fija con el oro en 1971; así, EEUU podía
devaluar el precio del dólar haciendo a su economía más competitiva.
A la vez que EEUU se esforzaba, hacia fines de los ´70, por controlar la creciente
inflación, subiendo drásticamente las tasas de interés (y afectando consiguientemente al
empleo y el ingreso), en 1978/9 se dio la segunda crisis del petróleo. Ahora, el destino de los
capitales era predominantemente EEUU (en parte, por sus más altas tasas de interés),
afectando el flujo de créditos a los países latinoamericanos.
Por otro lado, algunos países periféricos, como los del sudeste asiático, comenzaban a
perfilarse como nuevos polos industriales, con mano de obra barata, competidores de los
países desarrollados.
En esta coyuntura, también, la URSS dejaría de tener la influencia que por un momento
había llegado a tener, en América Latina, durante los ´60. Ahora, EEUU reafirmaba aún más
su hegemonía sobre el subcontinente. Por otra parte, la Iglesia, sobre todo a partir del
papado de Juan Pablo II a partir de 1981, comenzó a tener una posición cada vez más
tradicionalista y autoritaria, a diferencia de la modernización que había experimentado
durante los 60. Juan Pablo II combatirá (y con éxito) a los Teólogos de la Liberación. De esta
manera, las ideologías que podían presentarse como alternativas al sistema, fueron perdiendo
gravitación en la nueva década.
Nixon, presidente republicano de EEUU entre 1969-74, adoptó una política respecto de
América Latina de bajo perfil; esto, de ninguna manera, suponía dejar de intervenir cuando
fuera necesario (como en el caso de Allende en 1973 en Chile). Esto no deja de estar asociado
a que, como dice Rouquié, el militarismo reformista peruano, boliviano, ecuatoriano y
panameño es el fruto de una coyuntura nacional e internacional específica (1968-72). Esta
coyuntura está caracterizada por un clima de distensión en el continente (ese bajo perfil de
EEUU), que está asociado a que EEUU ahora está focalizado en Vietnam y Medio Oriente más
que en Cuba; además, Cuba ahora entra en la fase de “socialismo en un solo país” y no
pretende extender la revolución a los demás países latinoamericanos. De este modo, Cuba y
EEUU entran en una fase de convivencia tácita. Esta distensión continental durará hasta 1973,

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cuando se endurecerán las posiciones nuevamente y se darán las dictaduras más sangrientas
de todas (Chile, Argentina, Uruguay).
Tras la renuncia de Nixon por un escándalo político (el Watergate) en 1974, a la vez que
la situación en Vietnam era completamente adversa, lo sucedería Ford, que completaría su
mandato (1974-77), para luego ser seguido por el demócrata Carter (1977-81), quien
levantaría la bandera de la defensa de los derechos humanos. Nuevamente, esto sería
limitado, ya que Carter no se desvivió por (o al menos no logró) eliminar a los gobiernos
dictatoriales latinoamericanos. De hecho, el gobierno de Carter apoyaría al régimen
dictatorial somocista en Nicaragua. En 1981, Carter era derrotado en su tentativa de
reelección y triunfaba el republicano neoconservador Reagan, quien gobernaría hasta 1989.
Reagan no seguiría con el discurso de Carter a favor de los derechos humanos y crítico de las
dictaduras y, al contrario, retomaría a primer plano la lucha anticomunista y antisubversiva.
Sobre todo, el foco se trasladaba ahora hacia América Central, donde en países como
Guatemala, El Salvador o Nicaragua existían importantes movimientos guerrilleros críticos del
statu quo. En general, en estos países no existían gobiernos democráticos sino, más bien,
históricamente habían gobernado dictadores alineados con Washington.
El énfasis que ahora ponía Reagan en Centroamérica suponía también un menor interés en
Sudamérica. Esto se expresa en que EEUU no se preocupó demasiado por la guerrilla peruana
(Sendero Luminoso) ni porque la mayoría de los gobiernos sudamericanos se opusieran a su
actitud en Centroamérica.
Sería erróneo, sin embargo, pensar la política norteamericana hacia América Latina como
un producto exclusivo de la ideología de la derecha republicana. También tuvieron que ver
problemas nacionales propios de EEUU: por ejemplo, un espíritu de derrota que persistía en
la sociedad norteamericana tras la derrota en Vietnam, y que buscaría ser superado. Ello, en
parte, explica la intervención de EEUU en la minúscula isla de Granada en 1983, que volvió
eufóricos a los norteamericanos. Otras preocupaciones que tenía (y tiene) EEUU eran la
inmigración indocumentada (sobre todo por parte de México) o el tráfico de drogas. Durante
los 80 y los 90, EEUU pudo imponer sus puntos de vista sobre estas materias (y sobre otras
también) a los países latinoamericanos, que la aceptaron sin demasiadas reticencias.
Esta “aceptación acrítica” de las órdenes de Washington, por parte de los países
latinoamericanos, no sólo tiene que ver con la hegemonía norteamericana (siempre presente)
o con la necesidad, por parte de estos países, de conquistar el favor de EEUU para los
problemas de la deuda externa. Sobre todo tiene que ver el fin de las ideologías alternativas
al sistema que pregonaba EEUU. La pérdida de estos horizontes ideológicos no tiene sólo que
ver con la decadencia del socialismo real; también está muy influida por la trágica derrota
que estas ideologías sufrieron en el plano local.
En suma, los ´80 serían una década de intensísima crisis económica y financiera en una
Latinoamérica en transición (económica, de un modelo de acumulación a otro, y política, de
dictaduras a democracias). Esta Latinoamérica, que ahora era un continente muy densamente
poblado, se prestaba a navegar por aguas turbias…

LA EXPLICACIÓN DE LOS PROCESOS QUE SE DIERON A PARTIR DE LOS ´70, SEGÚN HALPERIN,
TERMINA ACÁ (recuerden que Halperin escribe en 1988). De todos modos, antes de ir país por
país, les agrego un texto que hice que más o menos sintetiza los cambios económicos
ocurridos entre 1970-2000, completando lo que le faltó a Halperin.

Resumen 1970-2000

Durante la segunda posguerra predominó en los países latinoamericanos un estilo de


desarrollo keynesiano. La crisis del ´30 y la Segunda Guerra Mundial habían propiciado el
surgimiento de un sector industrial que modificaba estructuralmente la sociedad. Esta
“industrialización sin revolución industrial”, como se la suele denominar, surgió, en un
principio, para sustituir las importaciones que los países centrales no podían proveer y
estuvo acompañada por el rol activo de un estado proteccionista. Por primera vez en la era
del capitalismo de América Latina, el Estado era un agente más de la economía y, además,
se orientaba la producción al mercado interno, permitiendo el acceso al consumo de
sectores masivos, antes excluidos de él.
Este estilo de desarrollo requería un alto gasto, principalmente para mantener un salario
real medianamente decente, salud, educación, aguinaldos, subsidios, ocio, transportes,
servicios públicos, obras públicas, etcétera.

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Sin embargo, ni el ahorro interno ni la inversión extranjera eran suficientes para


sustentar este modelo. Durante las décadas de 1950 y 1960, muchos países latinoamericanos
recurrieron al préstamo –principalmente con bancos de los países desarrollados o con
instituciones financieras internacionales como el FMI, el Banco Mundial o el Banco
Interamericano de Desarrollo- como forma de poder mantener estable la economía. El modelo
keynesiano funcionaba sin mayores percances, pero a partir de la década de 1970 la
situación cambió.
La sustitución de importaciones fue llegando paulatinamente a un punto muerto. La
balanza comercial de los países latinoamericanos empeoraba, y la industria perdía terreno
frente al constante avance de la productividad mundial. Las empresas protegidas fueron
rezagándose cada vez más con respecto a su bloqueada competencia internacional,
produciendo bienes cada vez más atrasados en su diseño y en su tecnología –y tampoco
demasiado baratos-. Además, el proceso sustitutivo no se había consolidado lo suficiente
para garantizar la independencia económica; se seguía importando aquellos insumos que
eran necesarios para producir bienes de industria liviana –que fue la que predominó durante
este período-.
El modelo de la segunda posguerra estaba más dirigido al mercad interno que al externo.
Sin embargo, más allá de la contracción dentro del comercio internacional, el PBI durante el
período 1945-1975 creció a un ritmo importante, similar al de EE.UU., pero no tan rápido
como el del resto de los países desarrollados y algunos del este asiático. También se
crearon numerosos puestos de empleo –aunque muchos formaban parte del sector informal, y
otros tantos eran parte de la burocracia estatal-. Fue durante este período que la esperanza
de vida creció entre un 10 y un 25% (por ejemplo, en Bolivia era de 40,5 años hacia 1950 y de
50,7 en 1980; en Uruguay pasó de 66,3 a 72, respectivamente) y la mortalidad disminuyó
principalmente gracias a la intervención estatal en materia de salud, y a que,
económicamente, una importante franja de la población mejoró sus condiciones de vida.
Además, la alfabetización llegó a niveles nunca antes alcanzados, merced a la expansión de
la instrucción pública.
Como decíamos, a partir de la década de 1970, este modelo que había mejorado la
realidad económica y social de los sectores más bajos comenzaba a sufrir diversas grietas en
su interior. Hubo muchos errores en los gobiernos que, junto con los cambios que se daban
en la coyuntura internacional, impidieron que se consolidase una industria verdaderamente
nacional que pudiera ayudar a conquistar esa anhelada autarquía. Las debilidades que
presentaba la realidad económica se pusieron de manifiesto con la crisis del petróleo de
1973.
Este estilo sui generis de Estado benefactor requería, para su buen funcionamiento,
energía barata. La estampida de los precios del crudo en 1973 puso en jaque las
economías mundiales, y las de Latinoamérica no fueron la excepción. El gasto público se
incrementaba cada vez más rápido pero la economía se deterioraba. Para sanear las
desajustadas cuentas del Estado se recurrió, en un principio, a la emisión de papel-moneda.
Pero los administradores no fueron del todo conscientes que esto último provocaría estragos
en las débiles economías. Alza de los precios, caída del salario real, disminución de la
confianza en el país, inestabilidad, incertidumbre: al fin y al cabo, esas fueron las
consecuencias. A su vez, los malestares políticos internos, que derivaron en muchos casos en
dictaduras alineadas detrás de Washington, agravaban la situación. Por fin, se recurrió a
otra variante para evitar la emisión de moneda: el endeudamiento. Cabe destacar que, a
partir de la crisis de 1973, se había orientado un aluvión de dólares –los petrodólares- hacia
el sector financiero, impulsando a los bancos internacionales, receptores de esos capitales, a
buscar afanosamente sectores donde ubicar ese flujo de masa monetaria. Como las
economías de los países desarrollados se encontraban en recesión –y, por ende, poco
favorables a la inversión- se encontró en las temblorosas economías latinoamericanas un buen
sitio en el cual obtener beneficios. Se estaba entrando, a nivel mundial, en la globalización
financiera, donde el capital financiero improductivo dominaría la economía internacional.
Así fue cómo América Latina pudo pedir prestado a la banca internacional sin mayores
inconvenientes. El crédito lo utilizó tanto el Estado –para afrontar el gasto público,
equipamiento militar o infraestructuras de alto calibre que, por lo general, nunca llegaron a
consumarse, en lugar de invertir en la producción- como el sector privado. De hecho, una
gran parte de la deuda pertenecía a este último, quien había pedido prestado ya sea para el
desarrollo de actividades productivas, como para la adquisición de un petróleo encarecido, o
sobre todo para la importación de bienes de consumo. Como si esto fuera poco, el capital

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no se quedaba en los países, sino que muchos preferían resguardarlo en cuentas en Suiza, las
islas Caimán o Bahamas, los llamados “paraísos fiscales”. Con lo cual, la balanza de pagos no
era positiva, ya que lo que entraba mediante préstamos salía nuevamente hacia el exterior,
pero no tanto para pagar los intereses de la deuda, sino para salvaguardar el capital en países
“más seguros”. La deuda aumentaba por doquier, pero el capital en la región se esfumaba
en poco tiempo.
Mientras tanto, la situación política en los países latinoamericanos tampoco ayudaba.
Dictaduras militares detrás de Washington –que, a partir de la década de 1980, comenzó a
mostrarse algo más frío de aquello que siempre había respaldado-, corrupción y despilfarro,
represión y un costo humano que se llevó más de 250.000 almas.
Como si esto fuera poco, en 1978-1979 el precio del petróleo se sacudió nuevamente.
Los bancos extranjeros y las instituciones financieras internacionales, que unos pocos años
antes prestaban dólares a granel, se mostraban más escépticos respecto de la coyuntura. Se
comenzaba a dudar de la posibilidad de que los países pagaran la totalidad de la deuda, y más
si poseían un Estado con alto gasto cuyos ingresos aumentaban infinitamente más lento que el
monto de los compromisos. En primera instancia, se confió en que las exportaciones
latinoamericanas –que aún conservaban sus precios en el mercado internacional- podrían
seguir sustentando sin demasiados sobresaltos los compromisos financieros asumidos.
Pero la crisis ya se había perpetrado lo suficiente que era muy difícil volver a los más
dichosos años de la posguerra: para eludir la inflación se restringió la oferta monetaria, se
elevaron las tasas de interés y los Estados Unidos pasaron a convertirse en un mercado
financiero mucho más seguro. Aparte de eso, los países centrales adoptaban políticas
proteccionistas, y los bienes que exportaba América Latina eran mucho más baratos de los
que importaba, dificultando así un saldo positivo en la balanza comercial. La deuda había
crecido de 15.860 millones de dólares en 1970 a 172.829 millones en 1980, lo que supone un
incremento de 8,2 veces. El endeudamiento se transformaba en un flagelo que sería muy
difícil de resolver y ya se tornaba en cosa pública, pues en muchos países el Estado se hizo
responsable de ella frente a los acreedores extranjeros.
La crisis estalló en 1982, cuando México entró en cesación de pagos y la banca
extranjera cesó repentinamente el hasta entonces generoso flujo de divisas, a la vez que
intimaba más a los países latinoamericanos para que cumpliesen con sus compromisos y
brindaran más garantías. Por fin se vislumbraba la cruda realidad: la lluvia de los dólares de
los años setenta había sido pésimamente aprovechada y había acabado por empeorar las
vulnerables economías latinoamericanas, y aumentado su dependencia respecto del mundo
desarrollado.
Los acreedores pasaron, misteriosamente, de mostrarse alegres por su “generosidad” a
reclamar vehementemente por lo que se debía. El FMI tomó la batuta en las negociaciones
con los países deudores, que se encontraban en una situación cada vez peor. Se presionaba
cada vez más a favor de “reformas estructurales”, y sería esta institución la que las dirigiría.
Había llegado la hora de los “programas de estabilización y ajuste”.
Mientras tanto, la situación política en Latinoamérica -hacia 1983- se hallaba en
transición: había algunos gobiernos, como el de Ecuador o el de Bolivia, que habían vuelto a
ser democráticos y este espíritu sobrevolaba cada vez con más peso en el resto. Durante el
primer lustro de la década de 1980, muchos países retornaron, generalmente por medio de
negociaciones entre los partidos políticos y los militares, a la democracia como forma de
gobierno. Pero el mejoramiento de la coyuntura política no había conllevado otro en la
económica. Los nuevos gobiernos tuvieron que hacer frente a la destrucción que las
dictaduras habían realizado.
El FMI y los acreedores solicitaban reformas estructurales cada vez con más
impaciencia: se buscaba que los gobiernos se comprometiesen a una gestión financiera más
“sana”, a acabar de una vez con la espiral de gastos descontrolados que llevaban a déficits
presupuestarios inmanejables. Para ello, presionaban a favor de aumentar los impuestos a los
sectores menos privilegiados, devaluar –la sobrevaloración de las monedas había permitido el
despilfarro y la importación desmedida que había arruinado las industrias nacionales-,
eliminar los controles sobre las transacciones en moneda extranjera, reducir las
importaciones y eliminar algunos subsidios. De esta manera, se achicaría el gasto público y,
además, se dispondría de un excedente en las exportaciones que sirviera para pagar los
intereses de la deuda. Las administraciones latinoamericanas –que aún no gozaban de un
régimen político consolidado que le diera una mayor flexibilidad de acción- aceptaron las

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reglas de juego, aún cuando se dilucidaba que el costo político, económico y social de estos
“programas” sería muy alto.
Para poder enfrentar los nuevos gastos que los Estados poseían –los intereses de la
deuda-, se recurrió nuevamente a la emisión de moneda, lo que se transformó en corridas
inflacionarias, endémicas durante la “década perdida”.
En algunos casos, como Argentina –con el Plan Austral en 1985- y México fracasaron en
el intento de combatir la inflación mediante el congelamiento de los precios y la fijación del
tipo de cambio, pero quienes siguieron la receta del FMI tampoco tuvieron éxito.
Ni los gobernantes ni la opinión pública veían con buenos ojos la ortodoxia austera:
“¿cómo reaccionarían esos sectores masivos que habían sido favorecidos al desmantelar el
modelo de la segunda posguerra en regímenes aún no consolidados?” Al final, se terminó por
“sanear” parcialmente las cuentas del Estado: los recortes presupuestarios terminaron
afectando a la inversión y al gasto social y provocaron recesión con inflación –la peor
combinación posible-. Y a pesar del ajuste, el déficit estatal aumentó en lugar de disminuir.
La recesión de estos años se nota con algunos indicadores: el PBI tan sólo creció un
0,5% para toda la región entre 1980 y 1985; la paralización de la economía, un déficit estatal
cada vez mayor a pesar de las “reformas” y la imposibilidad de recibir crédito extranjero
acabaron en emisiones inorgánicas que llevan directamente a la inflación, superior al 100% en
varios países.
Gobiernos sin recursos, una deuda cada vez mayor, inflación incontrolable arrojaron
un costo socioeconómico gravísimo: se dificultaba el pago de empleados públicos, se detenían
casi por completo los gastos en inversión –deteriorando la calidad de los servicios públicos y
empresas del Estado-. La salud y la educación resistían un poco más a la degradación
generalizada, aunque no eran la excepción. Por último, la pobreza –sobre todo la urbana- se
incrementó dramáticamente, principalmente debido a la caída del salario real.
Los ajustes no habían ayudado a mejorar la situación, sino todo lo contrario: los más
desposeídos eran quienes más los habían sufrido. Se había producido una redistribución
ascendente de la riqueza, una sociedad desigual se transformaba en otra aún más desigual.
El desempleo crecía, y los nuevos desocupados buscaban refugio en el trabajo informal o de
baja productividad.
Finalmente, luego de los fallidos intentos de “ajustes superficiales”, cambiaría
sustancialmente el modelo de acumulación. La presión de los organismos financieros en pos
de reformas estructurales en la economía que socavasen el viejo estilo de desarrollo concluyó
con nuevas políticas económicas; se buscaba modificar sustancialmente las instituciones
económicas y redirigirlas hacia una economía de mercado. Cambios en la ideología
dominante, ayudados por la caída del comunismo terminaron por impulsar el nuevo modelo
que arrasaría la desolada América Latina: el neoliberalismo.
Guiados por la vorágine neoliberal, los gobiernos latinoamericanos –ya menos reticentes a
abandonar definitivamente el modelo de la posguerra- realizaron fundamentales reformas en
la economía. La meta consistía en la estabilidad macroeconómica y la competitividad
internacional sobre la base de la disciplina fiscal, una mayor libertad de comercio, la
vigencia de los mecanismos del mercado y la inversión privada. Los aspectos centrales de la
estrategia de las reformas fueron la apertura de la economía al comercio internacional –ya
sea a la competencia de las importaciones como de las exportaciones-, la privatización de las
empresas del Estado y políticas tributarias para incrementar la recaudación fiscal, así como la
desregulación de los mercados. El Estado nuevamente retomó sus funciones mínimas y fue el
sector privado –sobre todo las grandes empresas- quien gozaría de la acumulación de capital.
El neoliberalismo, cuyo máximo exponente encontramos en el Consenso de Washington, fue
quien terminó de lapidar las economías latinoamericanas.

Brasil

En Brasil, sobre las ruinas de la República Vieja brasilera, se erigiría la Segunda


República, que tendría rupturas fundamentales con la anterior. Brasil tenía una estructura
social contradictoria: la creciente politización urbana contrastaba radicalmente con las
unidades de producción agraria semicapitalistas, donde persistían los elementos típicos del
orden oligárquico (paternalismo, vasallaje, clientelismo). Estas incoherencias, que fueron

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esenciales para provocar el fin del orden oligárquico, no desaparecerían en el proceso de


construcción del nuevo Estado.
Vargas intentó centralizar el Estado federal, a diferencia del período anterior (1889-
1930), en donde éste había sido muy débil. Para ello, concentró atribuciones en su figura, que
lo llevaron, en ciertos períodos, a convertirse en dictador –cercenando muchos de los
derechos civiles y políticos de las personas-. Además creó instituciones que reflejaban el
creciente poder del Estado, como por ejemplo el DIP (Departamento de Prensa y
Propaganda), que monopolizaba el uso de la violencia simbólica.
En este contexto, el populismo de Vargas no priorizó, en absoluto, la unificación de
esta estructura social fragmentaria, sino que llevó sus contradicciones aún más adelante. Su
programa de integración a la ciudadanía, desde arriba, a las masas obreras urbanas se opone
a su completo desdén por la extensión de ésta a los sectores campesinos –que aún componían
a la mayoría de la población-, pues él no creía que lo apoyasen. Las clases obreras urbanas
adquirieron, durante este período, el derecho al voto, a huelga y a la sindicarse, pero
siempre contenidos en el marco del aparato de Estado, lo cual, si bien supuso un avance en
materia de ciudadanía respecto del período anterior, no podemos decir que fue pleno. La
limitación al voto por analfabetismo, que afectaba sobre todo al campesinado, no fue
cuestionada nunca por el varguismo; si bien hubo algunos intentos por removerla a principios
de los ´60, recién sería eliminada en 1978. Por otro lado, si bien Vargas extendió los derechos
políticos a las mujeres en 1932, en 1937, con la creación del Estado Novo, disolvería el
congreso, neutralizándolos.

1930: fin de la oligárquica República Vieja.

1930-60: durante este período, la economía, sociedad y la política brasileñas habían sufrido
una transformación gigantesca, pero aun incompleta. Por ejemplo, se había dado una
sindicalización obrera, desde arriba, que no había existido antes en Brasil. Además, fuerte
urbanización e industrialización. En el plano político, los cambios fueron mucho menores de
lo que se podría imaginar.

1937: Estado Novo.

1942-45: Vargas ahora busca gobernar democráticamente. A partir de 1942, aumento de la


sindicalización obrera. Vargas ahora está aliado con su antiguo enemigo: el comunismo, bajo
el signo del a unidad contra el nazifascismo. Vargas tenía muchos opositores. El ejército
derroca a Vargas (algunos dicen que Vargas aceptó este golpe?), con el apoyo de EEUU.
Elecciones: gana Dutra (militar), apoyado por el PSD (centroderecha), el PL (laborismo), la
oligarquía y por los opositores al Estado Novo (?) Vargas no ve mal a Dutra.

1946: nueva constitución republicana, que marginaba del voto a los analfabetos (campesinos).

Vargas: jefe del Partido Laborista y aliado del PSD (socialdemócrata). Ahora es senador por el
estado de Rio Grande do Sul.

Dutra: gestión cada vez más conservadora. 1948: comunismo, que había avanzado en
elecciones parciales, proscripto.

1950: Vargas, ya desligado de Dutra, gana en las elecciones, con apoyo de P.Comunista.

1951-1954: nueva gestión de Vargas, que buscó continuar con la industrialización


sobrevaluando la moneda, y recayendo todo el peso en los sectores exportadores. No tuvo
mucho éxito, lo que impulsó el resurgimiento de la oposición conservadora, junto con el de
sectores urbanos descontentos con la inflación.

1954: Vargas se suicida, y culpa en su testamento a los “enemigos nacionales y extranjeros


del bienestar popular y de la auténtica independencia nacional”. El resultado fue que el
populismo fue salvado de la ruina que parecía inminente, ya que las masas urbanas se
manifestaron a favor de Vargas. A partir de ahora, el populismo se dará bajo el signo del
desarrollismo. Queda como presidente Café, que es derrocado por el ejército en 1955.

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1955: elecciones, gana el desarrollista Kubitschek, que mantiene el apoyo del laborismo.
Kubitschek creía que el desarrollismo solucionaría el estancamiento y que impondría un ritmo
de crecimiento económico acelerado. Su fórmula era: “Avanzar medio siglo en sólo 5 años”.

1955-60: la economía efectivamente crece mucho, pero a la vez se desequilibra mucho.


Además, en el frente externo, cesa la prosperidad exportadora de 1945-50, lo cual genera
inflación y crisis en el sector externo.

1960: si bien la economía se había desarrollado mucho, el modelo desarrollista-populista está


agotándose. Elecciones: gana Quadros.

1960-61: gobierna Quadros, quien se oponía al excesivo intervencionismo económico y la


sindicalización del populismo posterior a 1945. Sin embargo, a esta ortodoxia económica que
buscaba combatir la inflación contraponía una autonomía en la política exterior brasilera.
Esto no bastaría para que los EEUU de Kennedy aceptara su programa, ya que éste
privilegiaba la restauración de la disciplina panamericana tras la Revolución cubana más que
la ortodoxia. No obstante, lo que más afectaría a Quadros sería la pérdida del apoyo de los
sectores liberales-conservadores que lo habían sustentado originalmente, sobre todo cuando
Quadros condecoró al Che Guevara, de visita por Brasil (1961). La economía, durante su
gestión, pasó de difícil a crítica.

1961-64: renuncia Quadros y asume Goulart (´61), más izquierdista que su antecesor. Goulart
buscó llevar la Alianza para el Progreso a Brasil: extender el voto al los analfabetos y a los
suboficiales, sindicalizar a los campesinos y adoptar una reforma agraria, con el objetivo de
desbaratar las oligarquías rurales, lo cual le generó la oposición no sólo de éstas, sino
también de otros grupos sociales conservadores, que creían que no hacía falta hacer estas
“concesiones” para ahuyentar la revolución. Por otro lado, el agravamiento de la inflación
erosionó el apoyo de las clases medias urbanas, volcadas cada vez más a la oposición.

31/3/64: intervención militar apoyada por EEUU depone a Goulart, acusado de querer
instaurar el comunismo en Brasil. Se inaugura la dictadura de las FFAA en Brasil. Branco, líder
del movimiento militar, es nombrado presidente. Se mantiene abierto el Congreso, pero se
depura a todos los pro-Goulart e izquierdistas.

1964-85: dictadura de las FFAA. Las novedades son: a) ahora el gobierno no es de un


caudillo indiscutido, sino de las FFAA como institución; b) no había sindicalización vertical
como en el Estado Novo, sino desmovilización sindical, y c) el régimen endurecía sus
posturas ante los desafíos que le llegaban desde la sociedad.

En Brasil se dio, durante este período, el estereotipo del “estado burocrático-autoritario”,


cuyos pilares eran la elite militar, el empresariado nacional y el capital extranjero, que
debían inaugurar una nueva etapa industrializadora. Se marginaría de la vida política a las
clases subordinadas, mediante su despolitización ideológica, su fragmentación y
desarticulación, aseguradas por una vigilancia estricta de cualquier intento de
organización autónoma. Sin embargo, la dictadura brasileña tendría una particularidad que
era su fachada institucional.

1964-65: el nuevo régimen busca paliar la inflación disminuyendo los salarios reales, reactivar
la economía y disminuir la desocupación urbana. Fracasa en el corto plazo.

1965-67: sólo se autorizan dos partidos políticos: la ARENA (oficialista, derechista) y el MDB
(“opositor”). Elección indirecta de presidente y vicepresidente. Se elimina la elección popular
de gobernadores y alcaldes. Surge el FA (Frente Amplio), de oposición, dirigido por el
derechista Lacerda, pero apoyado también por grupos más izquierdistas. El FA será reprimido.

1967: repunte económico. A partir de ahora, Brasil entra en un crecimiento muy acelerado.
En este mismo año, sale Branco, entra Costa e Silva, al principio más abierto y tolerante con
la oposición.

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1968: la oposición se moviliza en contra del régimen, sobre todo los estudiantes. Costa e Silva
responde con un nuevo endurecimiento: más represión; disolución del congreso; privaciones
aún mayores de los derechos electorales y civiles; depuración política, sindical, universitaria,
cultural y profesional. En este mismo año aparecen ciertos movimientos guerrilleros, que no
tendrán demasiada importancia (hacia 1975 habrán desaparecido).

1969: sale Costa e Silva, asume Medici, partidario de mantener esa política represiva. Nueva
constitución, que contempla las disposiciones de las Actas Institucionales militares.

1970: se reabre el Congreso, pero completamente subsumido al poder militar.

1970-74: fase más autoritaria de la dictadura, pero que no es directamente cuestionada dado
que en simultáneo se da el “milagro económico brasileño”, que tenía que ver con tasas
aceleradísimas de crecimiento (10% anual), basadas en el sector industrial. Este crecimiento,
basado en la exportación de diversos productos, no obstante, se redistribuía muy
inequitativamente. El milagro económico no logra que Brasil supere la dependencia
económica.

1974: sale el duro Medici, asume el moderado Geisel, quien debe lidiar con los efectos de la
crisis del petróleo. Brasil logra salir adelante gracias al boom económico y a la apelación al
crédito externo, con lo cual aumenta el endeudamiento. Gracias a una cierta liberalización
política, en las elecciones legislativas puede recuperarse la oposición (MDB), muy maniatada
durante el período anterior. De todos modos, este “triunfo” de la oposición, apoyada más que
nada en las grandes ciudades industriales, no era una amenaza para el orden político, ya que
el Congreso estaba muy reducido en sus facultades. Ante este triunfo, el gobierno responde
ambiguamente: por un lado, trata de aceptarlo, mostrando así su voluntad de
“democratizar”; por el otro, aumenta la represión contra ciertos sectores (comunistas,
acusados de estar detrás del triunfo del MDB).

1974-79: fase no tan represiva y más distensiva de la dictadura, que está más asociada a los
problemas internos dentro de las FFAA (el ala dura se había excedido en el período anterior)
que con los problemas económicos. De hecho, continúa el crecimiento económico, ya no tan
acelerado (7%). Lento despertar de la sociedad civil: la Iglesia y las comunidades eclesiásticas
de base comienzan a ser uno de los más fervientes opositores a la dictadura. También los
tradicionalmente conservadores colegios de abogados, la prensa, algunos empresarios
nacionales y otros actores sociales (en general, heterogéneos) empiezan a cuestionar el
régimen. En 1978, aparece otro nuevo sector combativo: el “nuevo sindicalismo” obrero, cuyo
líder era Lula.

1978: paquete de reformas que liberalizan, dentro de ciertos límites, la vida política
brasileña.

1979: sale Geisel, asume Figueiredo, partidario, como su antecesor, de una gradual
liberalización política. Ley de amnistía política, que libera a muchos presos políticos, pero
también a los torturadores. Dado que la oposición nucleada en el MDB era cada vez más
fuerte, los militares decidieron abolir el bipartidismo, reemplazándolo por un pluripartidismo
destinado a fragmentar a la oposición en varios partidos. A la vez, en este mismo año, finaliza
el milagro económico brasileño, motivado por la suba de las tasas de interés. Se estanca el
PBI, sube la inflación, resurgen los conflictos laborales.

1979-82: se pasa de la fase de “distensión” a la fase de “apertura”. Se permiten más partidos


políticos en la oposición, para fragmentarla. A la vez, recesión económica, que es superada
apelando al endeudamiento externo a tasas altas (necesario para financiar el modelo de
desarrollo industrial). La grave crisis económica lleva a Figueiredo a adoptar las recetas del
FMI, que profundizan la recesión, aumentan el desempleo y contraen los salarios.

1981: terrorismo propiciado por militares duros, contra la oposición.

1982-85: de la fase de “apertura” a la fase de “transición” a la democracia. Por otro lado, la


economía vuelve a crecer, pero irregularmente y a ritmo lento. Además, la administración

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Figueiredo es acusada de corrupción y el mismo Figueiredo es incapaz de un liderazgo


político. Esto, sumado a la mala situación económica, lleva al desprestigio del régimen y a un
creciente resquebrajamiento dentro de las FFAA, a la vez que el partido oficialista (PDS, ex
Arena) se divide. En el plano social, las demandas políticas y sociales crecen mucho. La clase
media, que había disfrutado de los dividendos del “milagro económico”, ahora se vuelve
opositora, así como el empresariado nacional (que califica al gobierno de “estatista”).

1983-4: amplio movimiento por la restitución de las elecciones directas para presidente.

1985: elecciones presidenciales indirectas: gana la fórmula Neves–Sarney. Neves muere y


asume Sarney, quien había sido aliado político del régimen militar. No se realiza una revisión
de los crímenes de la dictadura. Durante su mandato, los militares conservan gran influencia
(luego, con Collor, perderían parte de ella, aunque conservarían autonomía).

1986: Plan Cruzado, que busca combatir la inflación. Lo logra durante un tiempo, pero ello
lleva a una sobrevaluación de la moneda, que afecta a la balanza comercial. El control de
precios termina por no funcionar y la inflación resurgirá posteriormente.

1987: nueva recesión económica y crisis de la deuda externa. Resurgimiento de la inflación.

1988: nueva Constitución.

1988-9: se dispara la inflación, que es incontrolable.

1990: gana y asume el derechista Collor de Melo, quien intenta, sin éxito aplacar la inflación
utilizando recetas neoliberales.

1992: Collor de Melo es depuesto por el congreso, acusándolo de corrupción.

1992-95: gobierna su vicepresidente, Franco, quien logra frenar la inflación gracias a la


gestión de Fernando Henrique Cardoso en el ministerio de Hacienda.

1995-2002: dos mandatos presidenciales de Cardoso, quien, a diferencia de su marxismo


antiimperialista de los ´60, ahora consolida el Brasil neoliberal. La economía brasileña crece
al principio, pero sufre varias crisis, que lo obligan a devaluar y adoptar el real en 1999.

2003: asume Lula da Silva del PT (partido de los trabajadores), con un discurso muy crítico
del neoliberalismo. Sin embargo, su gestión económica no modifica los lineamientos de la de
Cardoso.

Uruguay

Desde 1865, los colorados habían hegemonizado la escena política. Los colorados crearon unas
FFAA civilistas (que no participaran en política) y coloradas. Esto explica, en parte, que las
FFAA no hubieran intervenido en la vida política durante todo ese tiempo. Recién en los ´70
lo harían.

1900-30: Uruguay, con Batlle, había desarrollado un Estado con legislación social, financiado
por las exportaciones de lana y carne, producidas en los latifundios. Sin embargo, la excesiva
urbanización, junto con la extendida burocracia política y la baja productividad del campo
comenzaron a mostrar sus efectos hacia 1945-60.

1933-42: interrupción de la democracia.

1945-60: Continuidad democrática, aunque la situación económica comenzaba a mostrar


signos negativos, como la inflación (Uruguay había sido muy próspero a partir de 1900, con las
reformas de Batlle, que había creado una especie de Estado de bienestar). El estancamiento

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socioeconómico quita legitimidad al sistema político representativo. Así, los que controlaban
los medios de producción (grandes terratenientes, sector financiero y exportador)
comenzaron a cuestionar el modelo de Estado de Bienestar que aseguraba la armonía social, y
pregonaban austeridad y achique del gasto público.

1950-55: leve prosperidad económica por la guerra de Corea.

1952: se introduce un sistema colegiado, por medio de una reforma constitucional.

1955: comienza baja de los precios de las materias primas, que afecta al ineficiente modelo
uruguayo en crisis.

1958: luego de 93 años, los blancos vuelven al poder.

Entrados los ´60, sigue en crisis el modelo de estado de bienestar. El partido blanco, en el
poder a partir de 1958, no logra solucionarla, sino que agrava la inflación.

1962: los blancos retienen el poder.

1962-3: crisis del sistema bancario y caída libre del peso uruguayo, que fueron solucionadas
con la apelación al crédito externo.

1966: gana el colorado Gestido, que muere en 1967. Reforma constitucional que suprimía el
régimen de ejecutivo colegiado y daba más atribuciones al presidente.

1968: el colorado derechista Pacheco Areco es presidente y trata de imponer un plan de


estabilización y recuperación económica, para lo cual limitó el alza de salarios, lo que generó
huelgas.

En este contexto de decadencia del modelo, surgen los tupamaros (surgidos en sectores
rurales, pero actuantes en las ciudades), que por medio de la violencia simbólica provocaron
la desintegración del régimen (en realidad, surgen en 1962, pero salen a la luz hacia 1968). La
policía no pudo hacer nada contra ellos, que además gozaban de alta popularidad. Así, las
libertades civiles se fueron violando cada vez más. Cabe destacar que tanto los tupamaros
como el Frente Amplio, según Halperín, “inconscientemente” pregonan un retorno a ese
modelo del Uruguay batllista.

1971: elecciones, gana el colorado derechista Bordaberry. A los tradicionales partidos blanco
y colorado, ahora se suma un tercero: el izquierdista y heterogéneo Frente Amplio, apoyado
por los tupamaros, sacó el 30% de los votos en Montevideo.

El crecimiento de la izquierda causaba alarma y el endurecimiento del conservadurismo. En


1971, el presidente saliente Pacheco Areco otorgó nuevas atribuciones a las FFAA, que ahora
dejaban de estar subsumidas al coloradismo, para situarse por encima de los partidos y
suprimir las actividades subversivas.

La derrota de la izquierda en 1971 llevó a que los tupamaros acentuaran su lucha armada, a
lo que el congreso respondió ampliando aún más la autoridad de los militares, que liquidaron
a los tupamaros.

Septiembre de 1972: los tupamaros estaban desmantelados. Sin embargo, si bien las FFAA
habían cumplido su objetivo, iban por más.

1972-76: gobierna Bordaberry.

23/2/73: primer momento del golpe. Se crea el COSENA (Consejo de Seguridad Nacional), que
pone a los militares directamente en la vida política: “dar seguridad al desarrollo”, según
Bordaberry. El comunicado de las FFAA hacía pensar que se trataba de un golpe de tipo
reformista, como el de Perú.

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2/73 a 6/73: incertidumbre por parte de los partidos políticos. En general, oposición a
Bordaberry. Aumenta la tensión entre el Parlamento y el Ejecutivo. A la vez, hay torturas y
censura a la prensa.

27/6/73: segundo momento del golpe de Estado, que disuelve el parlamento. Se crea el
Consejo de Estado (que sería oficializado en diciembre), dominado por el ala más dura de las
FFAA y se adopta un programa de gobierno establecido por ésta, en base a la DSN. Bordaberry
sigue siendo presidente, pero ya muy subsumido al orden militar. En lo inmediato, aumenta la
represión, se disuelve la central sindical. Pacheco Areco apoya a Bordaberry.

1973-84: dictadura uruguaya, que barrerá con toda expresión ideológica o cultural
independiente, reprimirá eficazmente cualquier acción sindical y política, usará
sistemáticamente el encarcelamiento, o la tortura como medio de disciplinamiento de sus
gobernados.

1973-6: fase comisarial. “Poner la casa en orden”. Inicialmente, se intentó una lucha
antidictatorial por parte de diversos grupos, pero fueron reprimidos. En los discursos de
Bordaberry, el “marxismo internacional” aparece explícitamente como el enemigo. Los
empresarios, en general, apoyarán al gobierno y a su política económica neoliberal.

Fines de 1973: Los partidos políticos que se opusieron al golpe fueron proscriptos. Partidos de
izquierda fueron ilegalizados y disueltos; los tradicionales serían suspendidos.

1974: se consolida el endurecimiento del régimen y el agravamiento de la represión. En las


FFAA, se confirma la hegemonía de los duros (los febreristas eran más blandos).

1975: sigue la represión. Se crea el DINARP, organismo para la difusión propagandística del
régimen, para controlar autoritariamente la sociedad civil. Uno de los lemas era: “un país sin
marxismo se construye con FE”.

1976: la fase comisarial ya había cumplido sus objetivos: ahora había que decidir entre la
apertura o la fundación de un orden nuevo. Se elegiría esto último. A la vez, se debían
celebrar nuevas elecciones. Aumentan las tensiones entre las FFAA y Bordaberry, sobre todo
en cuanto a una nueva Constitución, y en cuanto al papel de los partidos políticos (Boradberry
quería sustituirlos por “corrientes de opinión pública espontánea”). En junio, los militares,
diciéndose defensores de la democracia, destituyen a Bordaberry, ya que éste “estaba a favor
de un estado autoritario” y se suspenden las elecciones. Se crea el Consejo de la Nación. Se
inaugura una época de gran represión, donde la oposición fue aplastada sin piedad. Se puso a
un civil (Demicheli, luego Méndez) como presidente del ejecutivo, para darle una fachada
civil a la dictadura. Por otro lado, EEUU comienza a presionar por los DDHH, sobre todo con
Carter en 1977.

1976-80: ensayo fundacional de la dictadura, etapa en la que se busca sentar las bases del
nuevo orden político. Presidentes Demicheli, primero (entre 6/76 y 9/76), y Méndez, luego
(ambos civiles).

1977: Méndez intenta legitimar la nueva fase de la dictadura, por ser “un gobierno impuesto y
aceptado pacíficamente”. Además, se profundiza la represión, mayor tensión con EEUU (hasta
el viaje de Méndez a EEUU en septiembre) y se interviene en la justicia y en la administración
pública. Según el gobierno uruguayo, los organismos internacionales de defensa de los DDHH
“estaban copados por la subversión”.

1978-80: ligera apertura, con vistas al plebiscito para la nueva constitución de 1980. Se
permite una ínfima actividad de los depurados partidos políticos. Las proscripciones
persistían.

1980: plebiscito para una reforma constitucional propuesta por los militares, que
sorpresivamente es rechazado. De ahora en más, los militares quedan debilitados y se
recompone la actividad de los partidos políticos tradicionales (blancos y colorados), a la vez
que la economía empeora. La sociedad civil retoma la iniciativa política poco a poco.

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1981: presidente el general Álvarez.

1982: Álvarez devuelve existencia legal a los sindicatos. Elecciones internas en los partidos
colorado y blanco.

1983-84: Transición pactada a la democracia. Colorados y el Frente Amplio suscriben a este


pacto, mientras que el partido blanco, no. Gana el colorado Sanguinetti en 1984, quien
indultará a los culpables de las atrocidades durante la dictadura.

En lo económico, la dictadura uruguaya adoptó un régimen neoliberal similar al chileno. Se


trataba de especializar la producción uruguaya en ramas eficientes y competitivas, mediante
la reducción drástica del gasto público, la apertura económica y la concentración de la
renta. El “milagro uruguayo” nunca se hizo realidad.

Chile

Chile había sido muy afectado por la crisis del ´30. A partir de esta fecha, la intervención
estatal en la economía ahora tenía un nuevo papel.

La postguerra no había sido favorable económicamente para Chile, que estaba estancado. Así,
se usó sistemáticamente la inflación para atenuar los conflictos entre los distintos intereses
económicos y sectores sociales. Por otro lado, Chile continuó durante este período con un
régimen democrático, ininterrumpido desde 1932.

1938: gana el Frente Popular (coalición de izquierda), que realiza avances (limitados) en
materia de derechos sociales.

1946: gana González Videla las elecciones (Frente Popular, de izquierda, coalición entre
radicales y comunistas), pero no tenía mayoría parlamentaria. Esto lo obligó a transar con el
conservador Partido Liberal. González Videla fue gradualmente adoptando políticas
conservadoras, lo que le valió la pérdida del apoyo del P. Comunista. G. Videla se orientó en
el bloque norteamericano de la guerra fría; reprimió una huelga general organizada por el
influyente comunismo, puso a éste fuera de la ley, despojó a sus militantes de sus derechos
electorales y sindicales, etc. De este modo se disolvió el Frente Popular, quedando el
radicalismo cercano al conservadurismo.

1949: se otorga el voto femenino. Sin embargo, los analfabetos no tendrán voto hasta 1970.

1952: gana Ibáñez (quien había sido dictador progresista entre 1927-32), prometiendo una
renovación radical: fin de la inflación, reforma agraria, modernización rural,
industrialización. Sin embargo, fracasó en su gestión: la economía seguía siendo crítica, y se
vio obligado a adoptar medidas impopulares que provocaron reacciones populares. Para
calmar la situación, Ibáñez relegalizó el comunismo. A la vez, el socialismo estaba unido bajo
la égida de Allende.

1957: se crea el PDC (Partido Demócrata Cristiano), vocero del reformismo de clase media,
socialcristiano.

1958: Gana Jorge Alessandri (hijo de Arturo Alessandri, quien había gobernado durante los
´20), apoyado por la derecha tradicional y por las temerosas clases medias ante el avance del
Frente Popular (socialistas + comunistas). Alessandri predicó el retorno a la ortodoxia
financiera y la apertura comercial chilena, mediante los cuales esperaba frenar la inflación y
redinamizar la economía. Mientras el control de la inflación lo logró (aunque a muy alto
costo), no logró superar el estancamiento. Pronto se vio que Alessandri no lograría solucionar
los problemas chilenos.

1958-64: gobierna el derechista Alessandri. A partir de esta época, comienza a incrementarse


la movilización de los sectores subalternos (obreros y campesinos). Sobre todo, la
movilización se dará a partir de Frei.

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1964-70: gobierna el democristiano Frei, apoyado por las clases medias y por una derecha que
lo prefería como mal menor ante el avance de la izquierda. Frei pone en marcha lo que se
llamó la “revolución en libertad”, que fueron una serie de medidas similares a las de la
Alianza para el Progreso: reforma agraria, mejoras de la calidad de vida de los trabajadores,
sindicalización campesina, etc., lo cual le valió la impaciencia de la derecha. Otra de las
medidas que tomó Frei fue la “chilenización del cobre”, por la cual el estado se transformaba
en socio de las compañías, mediante aportes de capital que éstas se comprometían a invertir
en la modernización y expansión de la actividad minera. La operación, que se oponía a la
nacionalización que proponía la izquierda, sería financiada por créditos y subsidios de EEUU.

1970-73: gana el socialista Allende, en una coalición de izquierda, quien propone la “vía
chilena al socialismo”. Adopta reformas sociales: profundización de la reforma agraria,
nacionalización sin indemnización del cobre, etc. Su primer año de gobierno es exitoso: baja
la inflación, suben los salarios reales, crece el PBI, pero hacia fines de 1971 la inflación
recrudece y comienza el desabastecimiento y el caos económico. En 1973, se da un contexto
de profunda polarización social y serias tensiones políticas, que terminan con el golpe de
Estado el 11 de septiembre por parte del general Pinochet, con apoyo de los democristianos y
la derecha. Los democristianos solo apoyarán al principio a Pinochet, creyendo que se trataría
de un golpe provisional que llamaría rápidamente a elecciones.

1973-89: gobierna Pinochet, quien reprimirá todo intento de oposición y aplicará reformas
neoliberales que contribuyeron a la concentración del ingreso en manos de los grupos
empresarios.

1974-80: privatizaciones, congelamiento de salarios, achique del Estado, apertura económica


y financiera. Afluencia de crédito (al principio barato por la crisis del petróleo del 73) que se
gastaba en importaciones de bienes de lujo, por parte de las clases medias y altas.
Endeudamiento externo. A la vez, concentración terrateniente en el campo, que provoca
migraciones campo-ciudad. Exiliados chilenos cuestionan las atrocidades represivas del
régimen, provocando el repudio de la opinión internacional.

1974-6: crisis económica.

1977-81: crecimiento económico.

1980: nueva constitución autoritaria, que prolonga a Pinochet en el poder hasta 1989.

1981-4: grave crisis económica y financiera (crisis de deuda), que se traduce en crisis política.

A partir de 1985, fuerte crecimiento económico, que le da legitimidad al régimen.

1988: Pinochet propone un plebiscito para continuar en el poder, pero pierde por escaso
margen de votos.

1990: asume, en una transición negociada a la democracia, el democristiano Aylwin, en


coalición con el socialismo (en la llamada Concertación, que aún se mantiene). Los militares,
a diferencia de Argentina, poseen mucha legitimidad.

1995: gana el democristiano Frei.

2000: gana el socialista Lagos.

2005: gana la socialista Bachelet.

1985-2005: durante este período, el Chile neoliberal tuvo un fuerte crecimiento económico,
pero la desigualdad social aumentó y la situación de los más pobres apenas mejoró (en tanto
que los ricos se enriquecieron muchísimo).

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Perú

Hacia 1945, el APRA es popular pero es perseguido por las fuerzas conservadoras. Sin
embargo, hacia 1956 logra ganar, pero ahora es un APRA mucho más moderado, pro-EEUU y
anticomunista. De todos modos, el ejército le sigue siendo hostil.

1945-55: fuerte crecimiento de la exportación.

1965: guerrilla en el campo, que es duramente reprimida.

1968: militares, bajo la égida de Velasco Alvarado, derrocan a Belaúnde Terry e imponen un
programa reformista: modernizar la sociedad peruana, que seguía siendo muy arcaica y
reducir la dependencia exterior del país, sin perder de vista las limitaciones geopolíticas.
Para ello, se puso en práctica, entre otras medidas, la reforma agraria, que buscaba
homogeneizar la dual estructura social peruana (sierra vs costa), transferir ingresos a los
sectores dinámicos de la economía y destruir los cimientos de las oligarquías terratenientes.
Otras medidas fueron la nacionalización del comercio exterior de algunos productos, la
reforma bancaria (para limitar al capital extranjero), asociación entre capital y trabajo, etc.

1968-75: gobierna Velasco Alvarado hasta que es derrocado. Su plan reformista tuvo éxito
considerable hasta 1973, pero luego, en la coyuntura de la crisis del petróleo, se agotó.

1975-80: gobiernos militares (Morales Bermúdez). La economía se deteriora rápidamente.

1980: retorno a la democracia. Presidente Belaúnde Terry (el derrocado en 1968). Las FFAA
aceptan el juego democrático, pero conservan poder. Belaúnde Terry hace un “pacto”
implícito con las FFAA: ellas no intervendrán en su gobierno, a cambio de que aquél mantenga
su situación presupuestaria y su autonomía.

1982: crece rápidamente la guerrilla maoísta Sendero Luminoso (pro-campesina y pro-


indígena), lo cual supone una vuelta a primer plano de las FFAA, que en los sucesivos
gobiernos, en general, tendrán libertad para actuar contra la insurrección (es decir, las
violaciones a los derechos humanos serán una constante).

1985: gana Alan García (APRA). Su gestión (hasta 1990) estará marcada por una grave crisis
económica (hiperinflación, escasez) y por el recrudecimiento de los conflictos con Sendero
Luminoso.

1990: gana Fujimori, que gobernará hasta 2000, y llevará el neoliberalismo a Perú. Su gestión
estará marcada por el autoritarismo (en 1992 disolvió el congreso y llamó a una nueva
constituyente) y por la corrupción.

1992: el líder de Sendero Luminoso es capturado, lo cual supone la casi total desmovilización
de la guerrilla.

2000: gana el centrista Toledo, que continúa con el programa liberal de Fujimori. La
economía crece, pero ni la pobreza ni la desigualdad social mejoran.

Panamá

1968: Torrijos hace un golpe de Estado, e instala un contradictorio gobierno nacionalista,


reformista y progresista, que procura recuperar el canal de Panamá y mejorar las condiciones
de los obreros y los campesinos (para esto último, realizó una reforma agraria moderada). A
la vez, realizó reformas financieras que convirtieron a Panamá en el principal centro
financiero de América Latina.

1968-81: gobierna Torrijos, hasta su muerte.

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1989: retorno a la democracia. Presidente Galimany.

Ecuador

Hacia los ´70, comienza a ser muy importante el petróleo en la economía ecuatoriana, pero
que, sin embargo, no lograría ser aprovechado durante el alza de los precios internacionales
en 1973.

1972: Rodríguez Lara hace un golpe de Estado que impone medidas reformistas y progresistas.
Sin embargo, no lograría aplacar las tensiones sociales y se ganaría la enemistad del
empresariado. En 1976 sería derrocado.

1979: retorno a la democracia. Roldós Aguilera presidente. Las FFAA aceptan el juego
democrático, pero conservan poder.

Venezuela

1908-35: gobierna el dictador Vicente Gómez.

1941-45: gobierna el general Medina.

1945: la Acción Democrática, junto con un grupo de oficiales jóvenes, derroca a Medina.

1945-48: Betancourt (Acción Democrática) y Gallegos gobiernan democráticamente. Hacen


reformas del Estado, que ahora atiende a necesidades sociales, favorecen a los trabajadores
urbanos y rurales, crean sindicatos, etc.

1948: golpe de Estado conservador, con apoyo de EEUU.

1948-58: dictadura de Pérez Jiménez. Acción Democrática es prohibida, tildada de


procomunista.

1958: golpe de Estado contra Pérez Jiménez. Se llama a elecciones y Betancourt vuelve al
poder, pero como en el APRA, ahora está mucho más moderado. Se alía con grupos más
conservadores.

Durante los ´60 se da en Venezuela una atenuación de las reformas sociales de 1945,
pero que de todos modos siguen siendo significativas. Así, sostenida por el petróleo y los
minerales, Venezuela disfruta de un bienestar que se generaliza a la mayor parte de la
población, y que contempla tanto a los sectores medios y bajos, como a los empresarios
locales y al capital trasnacional.
De este modo, desde 1958, hay continuidad institucional en Venezuela, en general
mantenida gracias, en parte, a la prosperidad que brinda el petróleo. Sin embargo, han
existido varias intentonas golpistas, que fueron exitosamente sofocadas.

Guatemala

1951-54: revolución que instala a Arbenz en el gobierno. Aumentos de los salarios reales y
reformias agrarias, que expropian a la United Fruit (yanqui), lo que es el detonante para que
EEUU intervenga.

1954: interviene USA y fin de la revolución.

Luego, durante los ´70 y ´80 surgen varios movimientos guerrilleros que son masacrados por
el ejército, en coalición con la derecha oligárquica y EEUU, dejando un saldo de 200.000
muertos.

Bolivia

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1952: revolución popular (alianza entre campesinos y mineros urbanos), que instala a Paz
Stenssoro (MNR) en el gobierno y derroca a la decadente república oligárquica.

1952-60: reformas agrarias, se nacionaliza el estaño. Pero no se logran solucionar muchos


problemas socioeconómicos de Bolivia. Apoyo al MNR en el campo, pero oposición minera en
las ciudades.

1956: Hernán Siles Zuazo presidente, instaura medidas de austeridad económica y


desmovilización político-social.
1960: Paz Stenssoro vuelve a la presidencia.

En Bolivia se dará, a partir de 1964, una cantidad de golpes de Estado sin parangón en
América Latina. Esto tiene que ver con que, tanto las FFAA como los grupos civiles estaban
sumamente fragmentados internamente, lo cual suponía disensiones constantes.

1960-64: Paz Stenssoro presidente, va perdiendo su base política, ya que se le separa su


vicepresidente, el trotskista Lechín. Para rearmar su base, reconstruye al ejército.

1964: golpe contra Paz Stenssoro, en un contexto de oposición generalizada hacia él.

1964-69: gobierna el conservador anticomunista y proestadounidense Barrientos Ortuño, con


mano dura. Llevó adelante un gobierno de desarrollismo económico limitado, fue apoyado por
los campesinos y se enfrentó a los obreros y mineros.

1967: muere el Che Guevara en Bolivia.

1969: muere Ortuño y asume su mano derecha, Ovando, que impone una línea reformista
nacionalista (similar en varios puntos a Perú), a diferencia de su predecesor. Las FFAA
estaban divididas en un ala izquierdista nacionalista (que apoyaba a Ovando) y otra
mayoritaria derechista, anticomunista.

1970: golpe derechista contra Ovando, que es sucedido inmediatamente por un contragolpe
de Torres (del ala izquierdista de las FFAA), quien se apoyará en el movimiento obrero, los
estudiantes y los partidos de izquierda. Torres aumentará salarios de los mineros y
nacionalizará varias empresas.

1971: Golpe del derechista Banzer, apoyado por los empresarios de Santa Cruz y, al principio,
por el MNR de Paz Estenssoro.

1971-78: gobierna Banzer. Si bien aplica medidas neoliberales, logra mantenerse tanto tiempo
en el poder no sólo gracias a la represión, sino a que los aumentos del precio del petróleo y la
disponibilidad de créditos favorecen a Bolivia, que es productora de éste. Hacia 1977-8,
Banzer es presionado por las mismas FFAA y por Carter para retornar a la democracia.

1978: elecciones presidenciales, ganadas por el izquierdista Siles Zuazo, que fueron anuladas.
Las FFAA pusieron en el poder a Pereda Asbún.

1978-82: anarquía política, en donde se suceden 7 presidentes (2 civiles y 5 militares). Hacia


1980, García Meza es presidente de facto, e impone una represión brutal, ayudada por el
ejército argentino.

1982: retorno a la democracia. El presidente electo es Siles Suazo. La bonanza económica ha


terminado, producto de la inestabilidad política y del fin de la coyuntura favorable. Retorna
la penuria. Siles poco pudo hacer para combatir la inflación, la recesión, la deuda externa y
el narcotráfico.

1985: asume Paz Estensoro, quien aplicará medidas neoliberales y dejará que EEUU
intervenga en su territorio en la lucha contra el narcotráfico.

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Costa Rica

Se da en 1946 una guerra civil, que termina con el triunfo de un reformismo socialdemócrata
en 1948, que elimina a las FFAA y desarrolla una suerte de estado de bienestar. Desde
entonces, en Costa Rica se ha dado una continuidad democrática, que sólo México, Colombia
y Venezuela también pudieron lograr.

México

El Estado Oligárquico mexicano, centralizado en el “dictador progresista” Porfirio


Díaz, llegaría a su fin con la revolución mexicana, a partir de 1910. La revolución mexicana,
muy contradictoria en sus lineamientos ideológicos, fue iniciada por sectores que habían
crecido mucho bajo el Porfiriato, pero que no tenían participación política. Fue, para
muchos, una revolución social, dirigida por distintos caudillos regionales que convocaron a los
campesinos de la mayoría de México, en tanto cambió significativamente la estructura social
mexicana; pero también permanecieron elementos de las sociedades anteriores. Durante el
Estado Oligárquico se había concentrado la propiedad de la tierra en manos de una elite
hacendada. Uno de los reclamos fundamentales de muchos de los caudillos revolucionarios
era la restitución de las tierras expropiadas a las comunidades; dicho de otra manera, una
repartición más democrática de la propiedad.
A partir de 1917 los conflictos armados comenzaban a desaparecer; los dirigentes
revolucionarios se preocuparon por la construcción e institucionalización de un nuevo orden,
objetivado en la anticlerical y antireeleccionista Constitución de 1917, que contemplaba, en
el plano formal el problema de la tierra; los derechos laborales (jornada laboral máxima, día
de descanso, un salario mínimo, derecho de huelgas y sindicalización, la prohibición del
trabajo infantil). Sin embargo, en la práctica, la reforma agraria y la sindicalización fueron
muy limitadas.
El nuevo Estado, que se autodefinía como nacionalista y sustentado en el
campesinado y la clase obrera en ascenso (sobre todo en esta última), buscaría reordenar la
paralizada economía, en base a un modelo similar al del Porfiriato, pero en donde la industria
empezaba a jugar un rol importante.
Más allá de estas limitaciones, que hacían que muchos de los aspectos del Estado
Oligárquico aún perviviesen, entre 1910 y 1930 la sociedad mexicana se había transformado
sustancialmente, lo que se manifestaba no sólo en la presencia de organizaciones políticas y
sindicales –limitadas, es cierto-, sino también en el rol que empezaba a tener “lo popular”
-identificado con “lo nacional”- en las expresiones culturales.
El México revolucionario era muy distinto, en el plano político-institucional, al resto
de América Latina. En este país, se amplió la base social a las masas –tanto campesinas como
obreras-, bajo el gobierno de Cárdenas (1934-1940). Durante este período, se llevaron
adelante muchas de las consignas revolucionarias que estaban estancadas, como por ejemplo,
una extensión de la reforma agraria o de la sindicalización. Sin embargo, como en Brasil, la
incorporación se dio desde el aparato de Estado, pero con dos diferencias importantes: en
México, Cárdenas utilizó al campesinado como sostén fundamental, y además, la integración
al Estado se realizó por medio del partido de la revolución (lo que no existía en Brasil). Hacia
el final de su mandato, Cárdenas, si bien nacionalizó el petróleo tras un conflicto entre la
clase obrera y el capital trasnacional, en el cual el presidente intervino a favor de la primera,
detendría su avance en materia de derechos sociales.
Tras el cardenismo, México entró en un orden estable, pero que no retomaría esos
rápidos avances de la ciudadanía que había hecho Cárdenas. Si bien se mantuvo el voto, se
dio dentro de los cuadros del partido. Más allá de que existían libertades civiles y políticas,
en la práctica, lo cierto es que el partido de la revolución (rebautizado PRI), que siempre se
autodefiniría a sí mismo como “revolucionario”, se mantendría en el poder hasta el 2000,
gracias a mecanismos que no podemos considerar como plenamente democráticos
(corrupción, clientelismo, fraudes, etc.). De todos modos, México no experimentó dictaduras.

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En materia económica, México experimentaría un modelo desarrollista de crecimiento


rápido y sostenido durante los ´50 y gran parte de los ´60, que llevaría, como en Brasil, a la
relativa consolidación de una estructura industrial. Hacia fines de los ´60, esa prosperidad
comenzó a agotarse, para entrar en una fase de incertidumbre. Finalmente, la crisis de deuda
externa de 1983, mostró la verdadera situación de fragilidad de la economía mexicana.
Aquí, los militares no tuvieron un papel preponderante, ya que desde la Revolución,
siempre fueron contenidos y débiles.

Colombia

Desde principios de siglo XX, Colombia tuvo un sistema político bipartidista


(garantizado por el llamado “Pacto Nacional” entre los partidos Conservador y Liberal) que ha
garantizado una continuidad constitucional que es rara en América Latina. Sin embargo, esta
democracia es bastante limitada: altos niveles de abstención electoral, bipartidismo de sesgo
oligárquico. Además, Colombia ha sido históricamente un país pobre, con elevados niveles de
analfabetismo, desintegrado, con una Iglesia que es muy fuerte, con latifundios arraigados y
con una tradición de violencia política que es difícil de desarraigar. Sólo entre 1953-57 se dio
la dictadura militar, apoyada por gran parte de ambos partidos, de Rojas Pinilla, que buscaba
poner fin a la violencia omnipresente en la vida colombiana. Esta violencia se llevó 200.000
muertos entre 1948-56. Sin embargo, la violencia persistió en la vida colombiana, de la mano
del conflicto entre guerrillas marxistas-maoístas y el ejército.
En general, las FFAA no han hecho golpes de Estado en Colombia (excepto el ya citado
caso de Rojas Pinilla), ya que se ocuparon constantemente de luchar contra la subversión.
Hacia principios de los ´80, se recrudece el problema de la guerrilla y aparece uno
nuevo, que hoy sigue siendo fundamental: el narcotráfico.

NO LLEGUÉ A HACER NI CUBA NI ARGENTINA NI PARAGUAY! PERDONEN…

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