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Matilde Landa, raíces de la revolución pendiente

“La vida entera de un individuo cabe en una de sus obras, en uno de sus hechos; en esa vida
cabe toda una época, y en una época cabe el conjunto de la historia humana ”, escribió Walter
Benjamin. Se cumplen ochenta años de uno de esos hechos que condensan toda una época. El
26 de septiembre de 1942 Matilde Landa se arroja al vacío en la cárcel de Palma para evitar la
gran opereta de su bautismo forzoso. Matilde sabe que su rendición simbólica es la pieza más
buscada, que esa imaginaria conversión al catolicismo será utilizada contra la esperanza de los
vencidos, contra sus compañeras de presidio y contra su partido, contra el pueblo que ha
tenido la osadía de desafiar la opresión de siglos y de soñar un país sin reyes ni amos.

El suicidio de Matilde Landa es una esquirla que retrata la historia reciente de España, la
brutalidad del fascismo y la dignidad de los vencidos, el sereno non serviam de los derrotados.
“Le dije que sí a Amescua cuando me pidió el ingreso en el PCE porque evoqué lo mejor de la
memoria de mi padre y me acordé sobre todo, no sé por qué, de Matilde Landa, asomada a una
ventana con un libro de Santa Teresa en las manos, a un obispo franquista cerniéndose sobre
sus espaldas y luego… el salto”. Manuel Vázquez Montalbán recordará muchas veces que este
episodio que menciona en su novela Autobiografía del General Franco está extraído de su
propia experiencia personal, del recuerdo que su padre le legó. Matilde Landa, el emblema
más digno, el coraje de vivir de pie, la promesa de un mundo nuevo.

“En los gestos hay un arma escondida”, escribió Gil de Biedma. Pero Matilde es mucho más
que un elocuente gesto. La fuerza mítica del personaje arraiga en su capacidad para fundir
feminismo, laicismo, solidaridad y comunismo. Y de hacerlo, además, con humanidad, con
sensibilidad, de modo virtuoso. Matilde Landa tiene la estatura de Simone Weil: sufrir con los
que sufren; la coherencia de Ernesto Guevara: la mejor forma de decir es hacer; el arrojo de
Tina Modotti: quemar si es preciso todas las naves del prestigio y los halagos del mundo
cultural; pero, sobre todo, tiene la insolente dignidad de Tomasa Cuevas, de Juana Doña, de
Soledad Real, de tantas presas republicanas con quienes aprendió y compartió el arte de la
resistencia.

Matilde es un relámpago de conciencia. Junto a Tina Modotti será la dirigente efectiva del
Socorro Rojo, una herramienta crucial que tan pronto se dedicará a auxiliar a los represaliados
de la revolución de Octubre en Asturias, como a poner en pie el Hospital Obrero de Cuatro
Caminos al inicio de la guerra, o a rescatar a los refugiados de la masacre de la Desbandá de
Málaga. Ahí, en la brega constante comenzará a forjarse el mito. Y la leyenda acabará de
componerse con dos hechos cruciales: la asunción de la secretaria general del PCE en Madrid,
cuando ya la República agoniza y se intuye el calvario de la clandestinidad, y la creación de la
Oficina de Penadas en la cárcel de mujeres de Ventas. Construir unidad y comunidad aún en
las condiciones más terribles, esa será la lección, que marcará indeleblemente la memoria de
todas las compañeras de prisión. Una comunista, un comunista, es un pelotari incansable,
como escribirá Juan Ramón Capella, “un combatiente infatigable que nunca, nunca deja de
jugar, por mal dadas que vengan”.

Pero, además, Matilde Landa es la militancia hecha afecto, la compañera atenta a “pedir una
esponja para bañar a la niñita de una compañera” o la madre que no renunciará nunca a
participar de la educación de su hija, aunque sólo le quede el recurso de las cartas,
autorizadas con cuentagotas y expurgadas por el “tiburón” de la censura penitenciaria. Matilde
sencilla, tangible, concretísima, revolucionaria, aunando ternura y comunismo.

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Esas son las coordenadas de nuestro personaje. Matilde no es una monja laica, ni una progre
socialdemócrata, como algunos relatos pretenden presentárnosla, en el afán oportunista de
“descomunistizar” la memoria y presentárnosla como un mero relato de víctimas, nostálgico e
inoperante. Matilde es una consecuente y generosa militante revolucionaria. Una militante de
la III Internacional, que rompe con su clase de origen, la burguesía, y que es capaz de entregar
su vida en la lucha contra el fascismo, anteponiendo incluso la causa revolucionaria al
bienestar familiar.

No es tampoco una heroína individual, acomodable al patrón habitual de las películas


americanas. Su grandeza se enraíza precisamente en la inmensa estatura unitaria y combativa
que alcanzará el pueblo de España en los años treinta. El Socorro Rojo, la Agrupación de
Mujeres Antifascistas, la UHP (Uníos Hermanos Proletarios), el PCE, el Frente Popular, el
Quinto Regimiento, la Oficina de Penadas, esos son algunos de los nombres colectivos de la
epopeya.

Las luchas de las generaciones oprimidas del pasado viran con fuerza hacia nosotros y se
vuelven hacia ese “otro sol que está surgiendo en el horizonte histórico”. En eso consiste el
misterioso girasol de la lucha de clases. Matilde es levadura para construir el horizonte utópico
y revolucionario que necesitamos. No nació la memoria para ancla, sino para catapulta, decía
Eduardo Galeano. Para impulsar la transformación del presente que nos ata. Matilde Landa,
catapulta para asaltar los cielos de nuestro tiempo.

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