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Un aerolito en los páramos de Extremadura

“Para escribir solo hacen falta dos cosas, tener una buena historia y saber contarla”. A
Juan Marsé, uno de los grandes novelistas del siglo XX, le gustaba responder de ese
modo tan diáfano y provocador a la habitual pregunta de periodistas y críticos
literarios. Las dos novelas escritas hasta el momento por Gregorio Nogales podrían
acogerse perfectamente a la pauta que enunciaba el autor de Si te dicen que caí, un
canon tan sencillo en apariencia como exigente en el fondo. Estamos ante una
literatura que rezuma enjundia y verdad, contada con pericia y sin artificios, con ironía
suave, con la naturalidad del artesano.
La vida que otros vivieron y Las huellas del destino, las dos obras compuestas hasta la
fecha por nuestro autor, no solo encierran buenas historias, sino toda una
cosmovisión, el retrato de un mundo que agoniza, el mundo campesino. Gregorio
consigue algo reservado solo para los narradores de raza: crear un territorio mítico, un
lugar imaginario donde se condensan los conflictos y toda la vida de una comunidad. El
Macondo de García Márquez, la Comala de Juan Rulfo o la Santa María de Juan Carlos
Onetti, son algunos de esos espacios legendarios, dotados de una atmósfera propia,
singular, fácilmente identificable. Gregorio está tejiendo también un espacio inédito y
propio. El caserón de la Señora, el pueblo adherido a él y la nueva localidad donde
serán desterrados en la segunda novela el Panadero y Rosi, la pareja central del relato,
constituyen la comarca donde se desplegará este fresco sobre la vida campesina en el
siglo XX.
Las dos novelas nos hablan de un tiempo y de un país, del primer tercio del siglo XX y
de un pequeño pueblo indeterminado pero que bien podria ubicarse en los territorios
fronterizos de Andalucía, Extremadura y Castilla la Mancha. La vecindad del autor en
Quintana de la Serena, los modismos y expresiones utilizadas por los personajes, los
paisajes y algunas referencias de localización concretas, nos invitan a imaginar que la
trama se desarrolla en la comarca de La Serena en Badajoz o en la de Los Pedroches en
Córdoba. La primera de las narraciones termina en 1921 y la segunda comienza en ese
año y concluirá justo cuando se proclama la II República, en abril de 1931. El autor se
propone cerrar la trilogía con una tercera novela, de próxima entrega, que tendrá por
marco temporal la etapa republicana y la guerra civil.
Las referencias específicas a la Semana Trágica de Barcelona, al desastre de Annual o al
trienio bolchevique, en la primera novela; y las alusiones precisas a la aplicación de la
conocida como ley de fugas, el asesinato de Dato, la dictadura de Primo de Rivera, los
artículos del dirigente anarquista García Oliver en Tierra y Libertad, o la esperanza que
supuso para las clases populares la revolución rusa, en esta segunda novela, son los
trazos del marco en los que el autor inscribe la trama. Pero no se trata de un relato
histórico, sino más bien de una concepción narrativa que responde a la máxima de
Balzac que tanto le gustaba recordar a otro gran retratista del siglo XX, Rafael Chirbes:
"La novela es la vida privada de las naciones". Los acontecimientos en el país o en el
mundo son solo el telón de fondo, el éter convulso disuelto en el ambiente, pero aquí

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el autor va a contar la intrahistoria, sus pliegues profundos, la atmósfera moral, los
minuciosos dispositivos que organizan la explotación o la solidaridad, las tristezas y
alegrías de la vida cotidiana, las duquelas del amor y del trabajo, las frustraciones y
esperanzas de toda una comunidad relatadas a través de decenas de personajes.
Frente a lo que pueda parecer a simple vista no hay demasiadas aproximaciones en
profundidad al mundo campesino del siglo XX en la narrativa extremeña o española. Y
ello a pesar de que el campesinado ha constituido la inmensa mayoría de la población
y el principal sujeto de transformación en regiones como Extremadura y de que,
además, será precisamente en estas campiñas y dehesas donde se libre el pulso más
enconado y épico por la Reforma Agraria. Las grandes excepciones serán Felipe Trigo y
Víctor Chamorro, que se adentran con valentía en las entretelas del latifundio y el
caciquismo, los males extremeños por antonomasia. Y a ellos, entre los nombres de
quienes no se han plegado al costumbrismo pastoril ni tampoco al trillado relato que
ha hecho del “discreto encanto de la burguesía” y de la clase media su casi exclusivo
objeto narrativo, habría que añadir apenas los nombres de César Arconada, Cándido
Sanz Vera, Justo Vila o Dulce Chacón.
Pero quizás las dos narraciones sobre el mundo campesino en Extremadura durante el
siglo XX que han gozado de más ascendencia literaria han sido las que escribieron
Miguel Delibes y Camilo José Cela, Los santos inocentes y La familia de Pascual Duarte,
respectivamente. Gregorio Nogales reconoce y se nutre de esa tradición, claro está,
pero no lo hace de manera acrítica, sino pugnando con ella. “Cuando yo leí Los santos
inocentes, de Delibes, me decía para mí cómo es posible que esta gente viviera de esta
manera, sin darme cuenta que mis padres y mis abuelos habían vivido así. Pero cuando
leí Pascual Duarte y él mata a la burra y al perro, me preguntaba: una cosa es que
fuera analfabeto y otra es que fuera un imbécil. Porque entonces el que no tenía una
bestia se moría de hambre. Y me dije que yo tenía que escribir algo diferente”. A
Gregorio le llama el deber, le llama la sangre y su propia experiencia: “Las referencias
de mi escritura son obras como Los Santos Inocentes, sí, pero sobre todo las vivencias y
lo que me contó mi abuelo”.

Un escritor que ha visto la vida por más agujeros que tiene una criba

Gregorio Nogales es un escritor extraordinario por su calidad, pero también por su


atípica formación como autor. Nació en 1956 y empezó a trabajar en una cantera en
1969, con solo 13 años, ganando 50 pesetas al mes. Unas veces como asalariado y
otras como autónomo, pero siempre apegado al trabajo duro, en la fábrica de
televisores Elbe en Barcelona o como cantero en Quintana. A los 34 años, un grave
descalabro laboral le hundió en la depresión y la enfermedad de la esclerosis le
acompañará desde entonces. A Gregorio le ha gustado siempre mucho leer, pero no ha
tenido formación académica. En sexto curso de primaria dejó la escuela, pero desde
que estaba viviendo con su abuelo se ha bebido los libros, sobre todo la literatura

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clásica, La Celestina, Baroja, Galdós... A los sesenta años empieza a escribir, primero
poemas y, poco tiempo después, su primera novela. Las lecturas atentas de literatura o
historia, la memoria del abuelo, la experiencia propia de quien “ha visto la vida por
mas agujeros que tiene una criba”, la filosofía popular aprendida hombro con hombro
con los iguales, la rebeldía indomable contra la injusticia, todo eso y mucho más va a
confluir en sus novelas-río, dibujando una geografía original.
“En el pueblo había ochocientas setenta y siete almas, que eran los vecinos que allí
vivían, pero, aunque todo giraba alrededor del caserón de doña Consuelo, aquello era
un mundo aparte, lo que allí no pasaba, es que no existía”. El pueblo es una extensión
del cortijo, de la gran propiedad, del latifundio. La dignidad de los campesinos la
manejan, o eso pretenden al menos, los Señores. Gregorio dibuja con maestría el
mapa de la dominación. Arriba, “las fuerzas vivas y pudientes”, los dueños de la tierra y
la alta sociedad de la capital, que “siempre necesita de perros chusqueros para
mantener sus beneficios”; la Iglesia omnipresente, “repartiendo un moralista en cada
casa”; la Guardia Civil de la época, auténtico terror de los humildes; y “el círculo de
eminentes mandados”, desde el alcalde, hasta los administradores y manijeros. El
autor delinea con riqueza de matices “la sorda opresión cotidiana” de la que hablara
Manuel Azaña en 1926 refiriéndose al sistema caciquil. La compra de votos, la
transformación de los derechos en favores, la protección a cambio de servilismo, el
regateo de los jornales y el pago en especie. El cacique, como escribirá Víctor
Chamorro, es, sobre todo, “zarza extremeña y andaluza”, producto y estiércol del
latifundio, garante de la reproducción del orden establecido.
Y en estrecha relación con los de arriba, pugnando la dignidad milímetro a milímetro,
las clases populares, los jornaleros sobre todo, pero también algunos de los aliados de
clase media que van liberándose del yugo: Timoteo, el maestro revolucionario, o el Tío
Comino, el comerciante ambulante que junto a las mercancías insólitas trae también
noticia de las ideas nuevas. Los pobres, que son “un libro andante”, y tejen en los
intersticios de la opresión sus pequeños alivios, la solidaridad de clase. “Donde comen
cinco, comen siete”, repite una y otra vez La Galga, a la cabeza con El Tarama, de una
extensa familia gitana que será el principal sostén para César y Rosi al inicio del
destierro. Solidaridad de clase que se expresa de mil formas, para enfrentarse a la
cárcel pero también al desamparo de no tener dinero para ir al sanatorio. Y que
practican no sólo quienes se encuentran en el último escalón social sino incluso, a
hurtadillas, La Palo, la criada de confianza de la Señora, uno de los personajes
extraordinarios a los que el autor insufla más vida.
“Para contar el trabajo, para hallar su narrativa y volverlo literatura, no basta con
estudiar archivos, documentos, hemerotecas, fotografías, maquinaria y fábricas. Se
necesitan sobre todo fuentes orales, testimonios que relaten la entraña de esos oficios,
que los encarnen en personas”, escribe Isaac Rosa en el prólogo a Amianto, un
arquetipo contemporáneo de novela obrera1. Gregorio Nogales conoce los oficios del
campo y de la construcción por experiencia propia y realiza un despliegue de recursos
impresionante. Faenas como la siega, la fabricación de ladrillos de adobe, la corta de la
hierba de cuajo, la trilla, la carga de los carros de paja, el descuaje de los jarales o el

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empedrado de los pozos, son descritas por el autor con maestría, amasando
conocimiento de la técnica y sabiduría de las fatigas del trabajo.
Las huellas del destino, como la anterior novela, exuda rebeldía y conciencia de clase.
Una ética proletaria que no sólo se manifiesta en la descripción rigurosa de las diversas
corrientes ideológicas que empaparán el movimiento obrero de la época, anarquista o
socialista, sino sobre todo en los pequeños gestos, en las tretas del débil frente a la
miseria o en la guerra permanente del rebusco. Nuestro autor contribuye a reparar
una ausencia vergonzosa -casi total- en la literatura extremeña, la del martirologio
bellotero, como lo denominará Víctor Chamorro. Salir a por una carga de leña o a
recoger unas pocas bellotas para dar de comer a los hijos y tener que soportar por ello
el maltrato o la humillación de la Guardia Civil. La Pruden, El Florío, la madre gitana, o
César y el Tarama, serán en la novela algunas de las víctimas del atropello.
“La vida es un rulo que no deja de presionar, sin dar tregua por mucho que se la
pidas”. El sentido común de las clases populares, con su morral paradójico de tópicos y
perlas, con sus vetas de fatalismo pero también de luminosa esperanza, con la pugna
entre racionalismo y superstición, se desgrana a lo largo del relato. Y entre todas las
gemas brilla especialmente la promesa de redención de los oprimidos, su apego a la
dignidad. Cuando nace su hija el Panadero lo resume en una pregunta: “¿no seré yo
capaz de conseguir que mis hijos no sean esto, un nido de necesidades y miseria?”
Pero, con ser importante, las novelas de Gregorio no solo destacan por estar al margen
de la literatura habitual, por su capacidad para reflejar una etapa de la historia o por su
compromiso moral con los más humildes, sino que además lo hace por la riqueza de su
lenguaje y de los recursos narrativos que emplea. “Los últimos ancianos vestigios de la
Extremadura profunda que aún guarda en las gavetas de su memoria, el román
paladino de Berceo, de gran economía de medios, riguroso en la elección de cada
vocablo y certero en expresar lo máximo con el mínimo de palabras. Conceptismo
metafórico capaz de desnudas síntesis poéticas coloquiales”2. Estas palabras, con las
que Víctor Chamorro subrayaba la exhuberancia del lenguaje campesino en
Extremadura, son en gran medida aplicables a las obras de nuestro autor. El dominio
del vocabulario más usual en el mundo rural hasta hace unas décadas; el empleo de los
motes, tan frecuentes en los pueblos (Tía Lombriz, Tío Panzahueca, Tío Pichacorta, Tío
Nudo, Tío Comino, El Tiznao, El Tío Coco, El Tío Lamberto, el Pezuña...); el uso de
comparaciones deslumbrantes; la utilización de letras de charangas y murgas; la
argucia burlesca de sacar cantares censurando pequeños terremotos sentimentales en
el pueblo o poniendo en solfa comportamientos hipócritas de los poderosos; o, en
definitiva el recurso a la ironía y al humor, porque “no todo eran penas, desgracias y
subyugación al poderoso”.

El autor recurre con frecuencia a herramientas literarias plebeyas y tradicionales como


el carnaval, la picaresca, la digresión de aventuras laterales o el folletín, que relata las
relaciones amorosas de los personajes, combinando drama sentimental y lucha de
clases... Pero también a otras técnicas bastante mas recientes, como la del narrador
omnisciente reflexivo o irónico, a la manera de José Saramago.

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Con todo, quizás el aspecto narrativo más destacable es la construcción de personajes
muy sólidos como La Palo, Crespo el manijero y La Pruden, que son, en mi opinión, tres
de esos grandes personajes de aparente sencillez pero de tumultuosa complejidad.
Personajes que expresan el nudo de las contradicciones de un tiempo histórico y
anticipan los vendavales latentes.
Eduardo Galeano afirmaba refiriéndose al novelista peruano José María Arguedas que
“nunca escribió sobre los vencidos, sino desde ellos”. Otro tanto podría decirse de
Gregorio Nogales. Él escribe sobre y desde el mundo rural, que conoce como la palma
de la mano. Hay una sabiduría sobre la cultura popular que no se aprende en los libros
ni en las universidades, que sólo se aprende en la calle, en el trabajo duro, en tener
que enfrentarse a la explotación o al abuso, en la fraternidad y la lucha compartida con
los Vicente Farol o Paco Farina, con los compañeros de esperanza. Nuestro autor no ha
estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de ninguna universidad, como pareciera a
veces que es obligatorio para escribir buenas novelas. Pero, sin embargo, ha abrevado
en la fuente más fecunda para los narradores, según Walter Benjamin: “la experiencia
transmitida en forma oral”, la relación con innumerables narradores anónimos, la
palabra viva y artesana, que como esos granos de semilla del antiguo Egipto, a pesar
de estar “encerrados durante milenios al abrigo del aire en las cámaras de las
pirámides, han conservado hasta hoy su poder germinativo”3.
En tus manos, querido lector o lectora, tienes un libro que no se ha escrito para el
Mercado ni para la Academia, sino para la gente de a pie, para el pueblo. Es, en mi
opinión, un magnífico retrato sobre la Extremadura que nos han hurtado y que está
por contar, la Extremadura campesina y rebelde. Un libro escrito para divertirse y para
revolucionarse. Para gozar y para no olvidarse nunca de quiénes somos y de dónde
venimos. En definitiva, para romper los cercos del presente con la memoria lúcida y
valiente de nuestros abuelos.

Notas en el texto
* 1. Isaac Rosa, prólogo a Amianto, de Alberto Prunetti. Editorial Hoja de Lata, 2020
* 2. Víctor Chamorro: Érase una vez Extremadura. Planteamiento Editorial, 2003
* 3. Walter Benjamin: El narrador. Escritos franceses. Amorrortu, 2012

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