Está en la página 1de 1

23 de abril, día del Libro

La Enciclopedia

Mi padre y mi madre discutían acalorados y yo escuchaba la pequeña trifulca desde la cama.


Debió ser a finales de 1972, o quizás en 1973. Mi madre se afanaba en convencer a mi padre
de que comprásemos a plazos aquella enciclopedia. Pero él se negaba en redondo, para qué
gastar el dinero escaso en aquellos mamotretos, que no podían traer nada bueno a la casa de
un pobre. De los libros no se come, Al crío le han llenado la cabeza de pájaros en la escuela,
diría mi padre por entonces. Y no le faltaba razón, porque el virus de los libros me lo habían
pegado maestros como Don Baltasar o Don Dictino.

En aquel tiempo vivíamos en la barriada Dos de Mayo, en Móstoles. Mi madre, hacía dulces
que vendía en la propia casa. Y mi padre, trabajaba en la construcción. Habíamos emigrado a
Madrid en los sesenta, como tantas miles de familias extremeñas. Y todos mis hermanos
habían tenido que abandonar la escuela y ponerse a trabajar siendo aún niños. ¿Para qué
servían aquellos libros que hablaban de ciudades y países a los que nunca iríamos, de filósofos
y escritores de vida regalada, de esculturas y cuadros que no comprenderíamos nunca?

Y, a pesar de todo, de las razones y del enojo de mi padre, mi madre no cedía, seguía
empecinada en comprar los dichosos libros. Enciclopedia Universal Danae, así se llamaba el
cuerpo del delito y de la disputa. Tres tomos de pasta dura, de color rojo, que reunían en
orden alfabético los conocimientos más diversos de historia, geografía, literatura, arte o
biología.

Varias noches duró el pulso, unas veces compuesto de palabras y otras veces de silencios. Mi
padre no alcanzaba a entender la obstinación de mi madre. Cómo era posible tanta terquedad,
pensaba; él, aunque con dificultad, sabía al menos leer y escribir, pero ella, ni eso siquiera. A
ella, como a tantas otras mujeres y hombres, le habían negado el derecho elemental de la
lectura y de la escritura. Para lavar en los arroyos, para coger aceitunas, para cuidar vacas,
para hacer dulces, para parir y criar hijos, lo que hace falta son buena rabadilla y buenas
manos, no libros.

No sé cómo terminó la porfía. A lo mejor mi padre le cogió a mi madre de la mano y la miró


fijamente. A lo mejor vio en sus ojos los siglos de sufrimiento campesino. A lo mejor descubrió
en su silencio una rebeldía indomable contra la ignorancia y la miseria. Sólo sé que unos días
después llegaron los tres flamantes tomos rojos. Fueron los primeros libros que entraron en mi
casa. La tenacidad de aquella mujer, analfabeta pero sabia, me cambió la vida.

También podría gustarte