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Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como
salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye
nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado
tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social.
La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la
seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de
la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último
eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que
sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de
Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal
democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por
otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de
grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del
consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo.
El reino último de la seducción, se dice, aunque la cultura, conduce al
embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el
lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos
cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí
proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las
«perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las
instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda
no ha acabado de sorprendernos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en
cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo
como el agente por excelencia de la espiral individualista y de la consolidación de
las sociedades liberales.
Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como
salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye
nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado
tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social.
La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la
seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de
la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último
eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que
sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de
Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal
democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por
otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de
grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del
consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo.
El reino último de la seducción, se dice, aunque la cultura, conduce al
embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el
lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos
cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí
proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las
«perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las
instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda
no ha acabado de sorprendernos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en
cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo
Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como
salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye
nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado
tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social.
La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la
seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de
la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último
eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que
sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de
Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal
democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por
otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de
grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del
consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo.
El reino último de la seducción, se dice, aunque la cultura, conduce al
embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el
lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos
cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí
proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las
«perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las
instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda
no ha acabado de sorprendernos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en
cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo
Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como
salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye
nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado
tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social.
La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la
seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de
la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último
eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que
sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de
Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal
democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por
otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de
grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del
consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo.
El reino último de la seducción, se dice, aunque la cultura, conduce al
embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el
lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos
cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí
proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las
«perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las
instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda
no ha acabado de sorprendernos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en
cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo
Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como
salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye
nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado
tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social.
La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la
seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de
la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último
eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que
sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de
Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal
democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por
otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de
grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del
consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo.
El reino último de la seducción, se dice, aunque la cultura, conduce al
embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el
lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos
cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí
proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las
«perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las
instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda
no ha acabado de sorprendernos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en
cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo