Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La propaganda estatal es aquella procedente del Estado hacia sus ciudadanos. La finalidad de
la misma, es conseguir la aceptación o admiración de la sociedad hacia su sistema de gobierno
o gobernador. Pese a que ha estado presente desde los inicios de la política, esta ha ido variando
y adaptándose a los distintos avances tecnológicos.
Pero, ¿quién fue el primer propagandista? Según Virginia García Entero, Profesora Titular de
Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, fue Octavio Augusto, sobrino de Julio
César1. A pesar de la creencia generalizada de que Julio César fue el primer emperador romano,
en realidad fue su sobrino-nieto y heredero, Octavio Augusto, quien no solo contaba con las
habilidades y herramientas propagandísticas de César, sino también con el apoyo de
Cicerón, uno de los grandes oradores de la época.
La propaganda política romana tuvo muchas influencias de Grecia, sobre todo de la figura de
Alejandro Magno, quien ya empleaba técnicas propagandísticas en sus conquistas. Además, el
avance social dio lugar a la creación del Senado – lugar donde se debatían las cuestiones
estatales –, esto sería fundamental para el desarrollo de la comunicación propagandística, pues
el fin de estos debates era convencer, y los patricios se volvieron expertos en la materia2.
En Roma se haría uso de los muros – loa alba –, los grafitis, las monedas o las estatuas para la
propaganda, pero serían el ejército y las celebraciones de victoria los verdaderos
propagandistas del momento. Octavio Augusto heredó todas estas herramientas de Julio
César, y supo cómo usarlas, magnificando todavía más la propaganda política iniciada por su
tío-abuelo. Su obra más destacada fue La Eneida – versión romana de La Odisea –, en la que
Augusto se relaciona directamente con los dioses.
Augusto no solo era admirado en Roma, sino que contaba con técnicas de “romanización”
que aplicaba en todos los lugares conquistados; conseguía crear una identidad romana en
estos sitios mediante la inclusión de ocio romano, cultura y prácticas romanas, así como la
religión y el culto al emperador. De este modo, su propaganda – posteriormente heredada por
la Iglesia – y su cultura se mantienen latentes a día de hoy, en las religiones y culturas propias
de Occidente.
Con la Revolución Francesa se perseguían unos objetivos totalmente contrarios a los del
Imperio Romano; el lema “libertad, igualdad y fraternidad” planteaba la reconstrucción total
del estado de Francia, y su restablecimiento como “nación”. Aun así, la propaganda de la
Revolución Francesa mucho tiene que ver con la romana, y su punto de conexión no es otro
personaje que Napoleón Bonaparte.
1 (2008, UNED)
2 Los Patricios eran la nobleza de Roma; en sus manos estaba todo el poder y la riqueza. Eran los únicos
participantes del Senado, por lo que su trabajo consistía en debatir sobre las cuestiones de actualidad y
legalidad, y convencer a la parte contraria de sus ideas para llegar a una negociación o acuerdo. Es por esto,
que Los Patricios destacan por sus dotes de convicción y propaganda, siendo Cicerón su máximo
representante.
Napoleón Bonaparte admiraba la oratoria y propaganda de Julio César, tal era su
admiración que estudió y analizó las técnicas propagandísticas del gobernador romano para
aplicarlas de nuevo, pero en otro contexto histórico, y dirigido a una sociedad cuyas demandas
distaban mucho de las de los romanos. Aun así, la capacidad de convicción de Napoleón, su
destacada personalidad y las influencias del imperio romano hicieron de él un personaje
histórico, de obligatoria mención al considerarse la Revolución Francesa.
Las estrategias propagandísticas de Napoleón son muy similares a las de Julio César, no
solo en cuanto a la acción, sino también en cuanto al lenguaje; el cónsul de Francia haría uso
de su gran ejército para crear miedo en el enemigo y admiración en la nación – considerado la
“fuerza invasora más grande de la historia hasta el momento”3 –, de la censura y el miedo para
evitar voces disidentes – mediante la guillotina y la reducción de los periódicos de París de 70
a 4 entre 1798 y 1800, pues se controlaría toda la información para conformar una opinión
pública en línea con su gobierno y su figura – y del lenguaje.
El lenguaje de Napoleón fue la culminación del legado que otros grandes oradores
habían dejado durante la Revolución (Robespierre, Danton o Marat son algunos de ellos); como
explica Andrew Roberts en la biografía Napoleón. Una vida: “La historia clásica le
proporcionó una enciclopedia de tácticas militares y políticas y un catálogo de citas a las que
recurriría durante toda la vida”.4
En base a todos los aprendizajes que la historia y la lectura le propiciaron, Napoleón
desarrolló grandes discursos en los que apelaba a las emociones y sentimientos patrióticos
de los ciudadanos y del ejército, generando una identidad común en un pueblo orgulloso de
su cultura, sus victorias y su historia; como él mismo expresó: “Hay que hablarle al alma, es
la única forma de electrizar a los hombres". 5
persona y en directo, pudiéndose interpretar el mensaje, el lenguaje corporal, las expresiones del
interlocutor... la interpretación es mucho más completa. Por ello, al escuchar al emisor hablar, la recepción de
su mensaje será mucho más positiva que si leemos el mensaje nosotros mismos.
pueblo votase a Hitler? Precisamente por la propaganda; Hitler y Goebbels – tras fallar su
golpe de estado en 1923 – se dieron cuenta de que la única forma de llegar al poder sería a
través del pueblo, convenciendo al mismo de sus ideas. Y, llamémosle coincidencia o destino,
estaban en el momento histórico perfecto para conseguir sus objetivos.
Los críticos definen el discurso y oratoria de Hitler como un “espectáculo”, consiguió cambiar
el ideario colectivo, al igual que Napoleón con los conceptos de “Antiguo Orden” y “Nuevo
Orden”, pero de una forma mucho más perversa. Hitler definió, junto a su colega Goebbels,
las fases de la propaganda, las cuales se fundamentan en la ignorancia de la ciudadanía y su
potenciación, para conseguir su adhesión al líder, y no al discurso.
Resulta muy interesante esto último, pues a diferencia de los anteriores propagandistas, Hitler
no se centraba en el mensaje, sino en su lenguaje corporal y tono. Sus gestos, su tono firme y
agudo, así como sus constantes crescendos en los discursos, estaban estudiados al milímetro,
pues la gente no se quedaba con el contenido del mensaje, sino con la grandiosidad del
momento. Al terminar los discursos, la gente le jadeaba en masa y terminaba en un estado de
éxtasis fruto del comportamiento de Hitler y sus seguidores, que generaban en el ciudadano
– aun sin este quererlo – una sensación de pertenencia e identidad inigualables.
Por último, para finalizar este análisis de las formas propagandísticas a lo largo de la historia,
cabe mencionar a Stalin, sucesor de Lenin, quien ya explicaba durante la revolución
bolchevique la importancia de una buena propaganda, a través de los medios de comunicación,
y de forma paulatina y progresiva.
La idea de Lenin fue llevada a su máximo esplendor por Stalin, quien no solo prosiguió la
censura, escenificación y discurso de Lenin, sino que lo magnificó todavía más, con una
Constitución (1936) en la que se reconocería la libertad de prensa, siempre y cuando se
respetasen “los intereses de la clase trabajadora y el fortalecimiento del sistema socialista”7.
Al igual que Hitler, haría uso de carteles, cine, arte y periódicos 8 para influir y adoctrinar.
Cabe destacar que la lucha de Stalin –a diferencia de la de Hitler, cuyos propósitos eran raciales
y supremacistas–, tenía que ver con la lucha de clases y la instauración de una nueva
mentalidad: la del hombre libre. Este nuevo sistema requería tres fases, explicadas por Lenin
y repetidas hasta la saciedad: la crítica al sistema capitalista (sin importar sus rasgos positivos),
seguida de la fijación de unas metas y una realidad utópica, y culminada con intervenciones
puntuales que pretendían agitar el sistema. Mediante estas fases, los objetivos de la Revolución
–y de Stalin– serían conseguidos del modo en que Lenin los explicó: de forma progresiva y
constante, para que el cambio fuese permanente.