Está en la página 1de 59

GURDJIEFF

A LA LUZ DE LA TRADICIÓN

WHITALL N. PERRY

Este no echa los demonios sino por Belcebú. San Mateo XII, 24.
He comprendido en todos los aspectos no sólo diferentes pequeñas particularidades
profundamente arraigadas en la psique común del hombre, que he sospechado y me han
intrigado toda la vida, sino comprobado de manera inesperada la existencia de muchas
otras golosinas del mismo género que, si el Sr. Belcebú hubiese tenido conocimiento de
ellas, me parece que le habrían hecho crecer los mencionados cuernos... hasta en las
pezuñas.
GURDJIEFF

Si me hubiese desnudado, hubiera tenido que descubrir inevitablemente mi cola, que, en


vuestro planeta, disimulaba cuidadosamente bajo los pliegues de mis ropas.
Relatos de Belcebú, cap. 34.
INTRODUCCIÓN

¿Por qué Gurdjieff? Porque, pese a la advertencia de René Guénon de «huirlo como la
peste», y aunque el hombre murió al mediar el siglo diciendo a sus allegados: «Vous
voilà dans de beaux draps». («En menudo lío estáis metidos»), mucha gente, dotada a
veces, por lo demás, de reales posibilidades intelectuales y espirituales, continúa
siguiendo sus grupos en Francia, Inglaterra, Suecia, Alemania, Suiza, Estados Unidos,
Australia, Argentina y otros lugares, considerándolo el «precursor de la Nueva Era».
Tres errores se cometen casi invariablemente acerca de Gurdjieff. Primero, que su obra
es acroamática y sólo pueden evaluarla correctamente quienes la abordan «desde
dentro». «Su ciencia pertenece al conocimiento antiguo, escribe Margaret Anderson, y
dicho conocimiento se transmite oralmente; nunca se pone por escrito, salvo a grandes
rasgos». Esto es un disparate, y su sobrino, Fritz Peters, denuncia justamente lo que
llama el «misterio casi beatífico» de ese culto de la «incognoscibilidad». La Revelación,
fuente de las principales religiones, implica un revelamiento, y ni el propio esoterismo,
en su universalidad, puede en ningún caso encerrarse en el exclusivismo de una
camarilla. Similarmente, el papel de las escuelas filosóficas es la diseminación de ideas,
sean cuales sean sus méritos relativos, mientras que pretender que hay un indefinible
algo —antiguo y actual a un tiempo— que sólo un «círculo interior» de adeptos puede
comprender, es supeditar todos los enfoques posibles de la comprensión a un
condicionamiento subjetivo. La inteligencia, por definición, es inteligible, y el lenguaje
—si las palabras tienen sentido— es el medio normal de la comunicación. Esta
observación es esencial, pues los discípulos de Gurdjieff y Ouspensky afirman con
insistencia que las palabras pueden significar algo radicalmente distinto de lo que dicen;
lo cual, si fuese verdad, necesariamente dejaría caer sobre estos autores la grave
responsabilidad de haber extraviado a innumerables lectores. En el Tantrismo, el Yoga,
el Hesicasmo, el Zen, el taoísmo, el Vedanta, el platonismo, la escolástica, el
hermetismo y la Cábbala —dejando a un lado la Francmasonería, el ocultismo, las
sociedades secretas y las pseudorreligiones—, hay una amplia documentación para todo
aquel que tenga interés en encontrarla. Lo único «oculto» son las técnicas y fórmulas
especiales que un maestro puede dar al discípulo (aunque generalmente se las conoce
groso modo), y la amplitud de la comprensión y de la realización interiores de una
persona (aunque también aquí «por sus frutos los conoceréis»). Naturalmente, si un
pensador camufla su pensamiento bajo oscuros acertijos, enigmas, confusiones y
diversos sofismas abstrusos, se está en derecho de barrerlo simplemente. Pero cuando
Peters prosigue diciendo que «no puede explicarse de forma lógica y convincente la
experiencia emocional que la mayoría de las personas tuvo ante Gurdjieff y su obra», se
trata de otra cosa, pues entramos aquí en el ámbito de la pura subjetividad, y no hay
duda alguna de que el personaje de que se trata despedía una emanación poderosamente
contagiosa para las personas de su entorno.
En segundo lugar, se comete un error de perspectiva al suponer que es imposible
atravesar el aura de misterio y calibrar el hombre de manera objetiva, ya que respecto de
él hay principalmente dos puntos de vista contradictorios, que son válidos por igual
según las personas concernidas: algunos pretenden ver en él un santo, mientras que
otros reconocen en él un diablo. ¡A escoger! Un poco como si hubiese dos escuelas de
pensamiento para decidir si Londres está más cerca de París o de Tokio. Las ciencias
espirituales obedecen, a su nivel, a leyes tan rigurosas como las de las ciencias físicas, y
los criterios están ahí para quienes son capaces de juzgar. Eso en modo alguno quiere
decir que no seamos conscientes del carácter enigmático y contradictorio de Gurdjieff,
como veremos a continuación.
El tercer error reposa en la idea de que, como Gurdjieff pretendía ser el depositario de
enseñanzas transmitidas desde la Antigüedad, nuestro juicio depende completamente de
nuestra aptitud para evaluar la autenticidad, el valor y la ortodoxia de la (o las)
organización es) espiritual(es) y de la (o las) cadena(s) de transmisión pretendidamente
implicadas; mientras que se elude la cuestión capital, que es saber si él mismo fue un
representante legítimo y un enunciador creíble de alguna verdad con la que su-
puestamente fue confrontado. Mahesh Yogi, por ejemplo, proviene de una cadena
espiritual que se remonta a Shankarâchârya, y no por ello es más ortodoxo, habiendo
desnaturalizado groseramente las prácticas de su orden pretendiendo al propio tiempo
ser el primero en revelar el corazón del Vedanta... Ni que decir tiene que si alguien
pretende venir de las regiones remotas del Asia Central para traer a Occidente una
enseñanza destinada a regenerar el género humano, simplificaría las cosas enormemente
proporcionando justificaciones claras y sin equívocos. A esto, sin embargo, Gurdjieff
tiene una respuesta: si las cosas se volvieran demasiado accesibles, atraerían a su vía
elementos indeseables y obstaculizarían los fines iniciáticos de su misión; extraña posi-
ción, esta, para un «filósofo científico» (que se consideraba prácticamente como un
avatara) con un «manifiesto» para la humanidad.

* * *

Para este breve estudio hemos sacado nuestra documentación, sobre todo de los libros
siguientes:
The Unknowable Gurdjieff, de Margaret Anderson (Routledge and Kegan Paul).
Our Life with Mr. Gurdjieff, de Thomas de Harttmann (Penguin Books).
Gurdjieff Remembered, de Fritz Peters (Samuel Weiser).
In Search of the Miraculous, de P. D. Ouspensky (Routledge and Kegan Paul).
Witness: The Story of a Search, de John Godolphin Bennett (Coombe Springs Press).
Gurdjieff: Making a New World, de J. G. Bennett (Turnstone Books).
Monsieur Gurdjieff, de Louis Pauwels (Éditions du Seuil).
The Herald of Corning Good, de G. Gurdjieff (Samuel Wei-ser).
Quizá convenga añadir que las siete obras sobre Gurdjieff son, en su descripción del
personaje, demasiado unánimes para dejar ninguna duda sobre la veracidad y
autenticidad intrínsecas de su testimonio; el último libro difiere tan sólo en que parece
una caricatura de ese retrato.
Mencionamos por otra parte las obras principales de Gurdjieff:
Beelzebuh's Tales to His Grandson, An Objectively Impartial Criticism of the Life of
Man, Primera Serie de All and Every-thing (Routledge and Kegan Paul), y la Segunda
1
Serie Meetings with Remarkable Men (Routledge and Kegan Paul).

1
La Tercera Serie, Life, is Real Only Then, When «I am» (La vida sólo es real cuando «yo soy»), todavía
no ha aparecido. Las dos primeras, sido publicadas en Denoel y Julliard.
PARTE I

LOS ANTECEDENTES

Georgi Ivanovitch Gurdjieff nació, según su pasaporte, el 28 de diciembre de 1877


(aunque él pretendió ser mucho mayor) en Alexandropol (antaño Gumri, hoy
Leninakan), en la Armenia del Norte, de familia griega, en otro tiempo llamada
Georgiades y proveniente de una cultura peculiar establecida antiguamente en el Asia
Menor. Decía que su anciano padre —por quien tenía notable veneración, y cuyas
máximas gustaba de repetir, como: «Si quieres perder la fe, hazte amigo del cura»—
había sido un rico propietario de ganado que perdió sus rebaños (y los de los demás) en
una epidemia, y tuvo que hacerse carpintero. Este hombre era «bardo» local, o ashokh
(parece que conocía la Epopeya de Gilgamesh), y hábil narrador. Es seguro que
Gurdjieff heredó no poco de sus dones de invención debidos a ese talento, lo que
explicaría, al menos en parte, su notoriedad de narrador de historias contradictorias.
Señalemos a este respecto, además, que sus partidarios no ven en ello nada de insólito,
pues estiman que ese rasgo de carácter es una palanca alegórica empleada con fines
didácticos, que constituye además una técnica de «choc» que empleaba conscientemente
a fin de volver más maleable y atenta la substancia «física, emocional y mental» de sus
discípulos. La verdad se sitúa probablemente a medio camino: Gurdjieff se servía de
una complexión de su carácter para «rectificar» el carácter de los demás. Sea lo que
fuere, puesto que los datos que conciernen a su primera formación —dejando aparte
raros documentos oficiales y pasaportes— reposan solamente en lo que a él le parecía
bien divulgar en su manera alegórica o, como él la llama, «legominista», quienes
quieran identificar las fuentes de su mensaje habrán de descubrir, en gran medida, las
raíces de su «investidura» según los frutos que iban a madurar posteriormente.
Eso no quiere decir, sin embargo, que todo quede reducido a hacer conjeturas:
Gurdjieff, desde su punto de vista, era un hombre lógico —y por ello práctico— y un
personaje demasiado «positivo» para asumir una duplicidad total. Ya en su infancia le
fascinaban los fenómenos mágicos y los milagros religiosos, y se dio cuenta de que
ponían en juego fuerzas que nuestras leyes de la física y la biología no pueden explicar.
A los once años —edad en que, según nos dice, empezó a beber—, habiendo tenido toda
su vida «una tendencia imperiosa a hacer las cosas no como los demás las hacen»,
frecuentaba a los Romanis y los Yesidas. Cuando finalmente lo vemos organizar su
propio «círculo» en Tachkent hacia 1911, ya había sacado provecho de los cursos
particulares de sacerdocio y medicina que le había dado el deán de la iglesia militar de
Kars, y tenía tras él unos veinte años de prodigiosas peregrinaciones por Asia central en
persecución de un saber oculto. Solo o en compañía de otros «Buscadores de Verdad»,
parece que surcó más particularmente el Afganistán, el Kafiristán, Chitral, Cachemira,
Sin-Kiang, Siberia y el Tíbet o regiones contiguas. Había sido educado tanto- en
armenio como en turco, lo que le dio una lengua franca para muchos lugares que visitó.
También había recorrido Turquía de arriba abajo y parece que penetró en lo que él
pretendió que era un monasterio judío esenio, cerca de Jerusalén, donde presuntamente
aprendió danzas rituales basadas en un ciclo de siete. Supuestamente, también estudió el
Hesicasmo en el monte Atos y exploró los emplazamientos arqueológicos de Creta,
Egipto y Abisinia, en particular las ruinas de Babilonia, buscando las huellas de la «Her-
mandad de Sarmán» —la «Asamblea de los Iluminados»— o «Círculo Interior de la
Humanidad», fundado en aquel lugar, según el libro armenio Merkhavat, hace cuatro o
cinco mil años. La palabra Sarmán o Sarmun figura en ciertos textos pahlavíes y
designa a los guardianes de las enseñanzas de Zoroastro. Parece que aprendió más cosas
sobre el Mazdeísmo en Sheikh Adi y Mosul por sus contactos con los Yesidas del
Kurdistán, quienes además le divulgaron sus tradiciones, heredadas del culto de Mitra y
del Maniqueísmo.
Gurdjieff escribe que tuvo «la posibilidad de acceder al "santasanctórum" de casi todas
las organizaciones herméticas, como las sociedades religiosas, filosóficas, ocultas,
políticas y místicas, las congregaciones, agrupaciones, uniones, etc., que son
inaccesibles al hombre corriente, y discutir e intercambiar puntos de vista con
innumerables personas, que, comparadas con las demás, son verdaderas autoridades».
Afirma incluso haber hecho la peregrinación a La Meca y Medina con derviches sartos
—aunque de ello no resultó nada, pues el Islam ortodoxo tenía poco atractivo para él—.
Creía, sin embargo, que las organizaciones sufíes del norte podrían estar realmente bajo
la dirección oculta de los Khwajagán —los «Maestros de la Sabiduría»—, estando ellos,
a su vez, delegados por el «Círculo Interior» de Sarmân, la « Asamblea-de-todos-los-
Santos-Vivos-de-la-Tierra». Sabido es cuan preocupada estaba la gente en aquella época
por la idea de un centro espiritual escondido en el corazón de Asia (Saint-Yves
d'Alveydre con su «Agart-tha» y Madame Blavatsky con su Shambala)2, a partir del
cual una «Élite» dirige el destino de la humanidad; un poco a la manera en que antaño la
gente se veía atraída, hasta en pleno Renacimiento, por la idea de que el Paraíso terrenal
pudiese existir todavía en alguna región inaccesible de la tierra. Si bien es verdad que
para él era Bujara, y no La Meca, el centro secreto del Islam, allí donde los sufíes
Naqshbandíes —pretendidamente infiltrados por los Khwajagán— se habían reunido
hasta finales del siglo XIX; y J. G. Bennett piensa que de ellos tomó Gurdjieff
numerosas ideas y técnicas. El programa de las demostraciones de «movimientos» que
el grupo debía dar en París y Nueva York atribuye, por su parte, las fuentes de las
«danzas» y «rituales» a los monasterios de Sari en el Tíbet, de Mazár-i-Sharif en
Afghanistán, de Kizilgán en el oasis Keriya del Turquestán chino, y de Yangi Hissar en
Kashgaria. Gurdjieff escribe también que tuvo acceso, en el Asia central, «a un
monasterio bien conocido por los fieles de la religión mahometana» en el que quedó
«absolutamente convencido de que las respuestas que yo buscaba... no podían ser
halladas... más que en la esfera de la «mentación» subconsciente del hombre». Luego,
una vez más, dice que fue «a cierto monasterio de derviches situado también en el Asia
central», en el que consagró dos años al estudio de la hipnosis y del «mecanismo del
funcionamiento de la esfera subconsciente del hombre». Bennet supone que debió de ser
un tekkeh (centro comunitario) de la orden Yesevi, hermandad de origen chamánico
fundada por Ahmed Yesevi (muerto hacia 1042) —primero de los Khwajas turcos,
llamado por los turcos Babarslan, o Padre León— en Yesi, que más tarde había de
convertirse en Tachkent. A causa de sus vínculos con el chamanismo, parece que hoy
los Yesevis son sospechosos para las demás órdenes sufíes, pero es exactamente esta
afinidad lo que podía gustar a Gurdjieff, dado el acento puesto en la cosmología y el
empleo de la música, el ritmo, la magia, las técnicas de «choc», y acaso también el
«ejercicio del stop»3 que más tarde había de figurar en buen lugar en su método. Otra
indicación dada por Gurdjieff se refiere a los ejercicios religiosos de los monjes de

2
Gracias a la información proporcionada por un amigo y erudito hindú, sabemos que estos dos
términos sánscritos tienen un origen venerable, puesto que figuran en un antiguo texto tibetano,
El camino a Shambala. Esta última palabra designa la «Morada de Shiva», mientras que
Agarttha significa «inaprensible»; en el contexto, Shambala representa un alto lugar inaccesible,
y el Agarttha es el mismo Centro oculto bajo tierra.
3
De él se tratará en la segunda parte.
Matcha al este del desierto de Gobi, los cuales tenían conexiones con los Yesevis y el
Budismo tántrico tibetano. Todo ello es muy complicado, pero hay que decir que
Gurdjieff no era simple.

* * *

Hay que abrir aquí un paréntesis a propósito del chamanismo. En el capítulo


«Chamanismo y brujería» de su libro El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, René Guénon explica que la religión practicada por los diversos pueblos
mogoles fue al principio esencialmente primordial,4 comprendiendo ritos comparables a
los de la tradición védica; en aquellas regiones, no obstante, se produjo un desarrollo
excesivo de las ciencias cosmológicas que condujo a preocuparse del ámbito anímico y
a manipular fuerzas que pertenecen al nivel del psiquismo inferior, lo que provocó una
acumulación de fuerzas mágicas que pueden presentar peligro real —aunque
localizado— para el propio chamán, pero que no es nada comparado con el peligro
generalizado que representan esos poderosos residuos mágicos cuando los capta gente
que tiene a la vista muy otros fines, que el propio chamán —que entonces no es más que
un mero instrumento que canaliza esas fuerzas— jamás podría imaginar. Haya pensado
o no Guénon en Gurdjieff al escribir estas líneas, es cierto que, cualesquiera que sean
las puertas que pudo abrir o no, Gurdjieff no se fue de esos monasterios con los bolsillos
vacíos. Incluso dirá a Bennett, acerca de la adquisición de los poderes: «si quiere usted
adquirir algo por sí mismo, debe usted aprender a volar».
Por lo demás, ¿de qué vivía durante aquellos años? Por una parte comerciaba con
antigüedades, tapices y vestidos, hacía chapuzas, reparaba máquinas rotas y organizaba
diversas empresas rurales «de carácter más bien dudoso»5; por otra parte6, estaba muy
probablemente al servicio del gobierno ruso como agente político. Dice que fue «herido
casi mortalmente... tres veces, en circunstancias muy diferentes», y cada vez por «una
bala perdida». La primera vez en Creta en 1896, justo antes del comienzo de la guerra
greco-turca, donde podía encontrarse en cuanto miembro del Ethniki Etaireia, sociedad
subversiva sostenida por el gobierno ruso a fin de que fomentase disturbios en
Macedonia. La segunda vez fue en el Tíbet en 1902, en vísperas de la «guerra anglo-
tibetana». Gurdjieff habla de su «matrimonio tibetano» y cuenta cómo su primogénito
fue nombrado abad de una importante lama-sería. Muy bien pudiera ser que fuese un
agente político ruso en el Tíbet, donde su nombre, dice, era pronunciado Dorjieff,

4
Es de señalar que los discípulos de Gurdjieff se jactan de pertenecer a una «corriente primordial» que
«trasciende» más allá de las distintas religiones.
5
Este «viejo astuto» —como decía Gurdjieff de sí mismo en aquella época— cuenta que se echaba a la
sombra de los árboles, en Nueva Samarkanda, a reflexionar maneras de financiar sus viajes, cuando vio,
encima de él, muchos gorriones que volaban de rama en rama. Como sabía del gusto que los sartos del
lugar tenían por los pájaros cantores, buscó la parada de coches de alquiler más cercana, en la que los
cocheros dormitaban al calor de la tarde, y subrepticiamente arrancó de las colas de los caballos, las
crines que necesitaba para hacer trampas para los gorriones. Con el primer pájaro que atrapó se fue al
hotel y le recortó las plumas para darle forma de canario, luego lo coloreó de manera fantástica con
anilinas que había conseguido para fabricar flores artificiales. Aquélla rara avis, presentada como
«canario americano» de una especie rara, se vendió en dos rublos en el mercado de vieja Samarkanda.
Con ese dinero compró varias jaulas pintadas baratas que pronto alojaron más infortunados «canarios». Al
cabo de quince días, nuestro hábil vendedor ambulante había amasado una pequeña fortuna con la venta
de unos ochenta gorriones enjaulados, «recortados» y pintados; tras lo cual tomó el primer tren para
abandonar la ciudad antes de que una lluvia inesperada o un inoportuno baño en el bebedero revelaran
cómo los pájaros —y él— eran en realidad.
puesto que, según él, no hay «g» en tibetano, pero Bennett dice que la hipótesis según la
cual había sido el célebre lama Dorjieff, que fue tutor del Dalai Lama y más tarde su
mensajero ante el zar Nicolás II, cae ante la evidencia fotográfica.7

7
Un especialista en Tíbet nos indica que la «g» es una letra muy corriente en tibetano, como lo prueban
palabras como gon-pa, monasterio, gang ¿quién? ¿cuál?, ge-long-bhiku, monje que ha recibido la
ordenación completa, gur-ma, himno (¡con la misma sílaba inicial que Gurdjieff!). ¿Cómo una persona
que hubiese estudiado en el Tíbet podría ignorar tal cosa? Por otra parte, en el alfabeto tibetano no hay
«f»; la última letra de Gurdjieff no puede reproducirse exactamente. (Es posible que cuando afirma haber
visitado el Tíbet, haya querido decir el Ladak, llamado a veces el «pequeño Tíbet», que, como en aquella
época formaba parte de Cachemira, podía ser relativamente accesible; pero, incluso así, eso no explica
que pudiese decir que la «g» no existe en tibetano.) [Nota del editor inglés.]
La tercera «bala perdida» le fue enviada en 1904, en la región transcaucásica cercana a
Chiatur, «por algún "milashka" perteneciente a uno de estos dos grupos... el sedicente
Ejército ruso, compuesto principalmente de cosacos, y los sedicentes gurianos». Estas
observaciones refuerzan la hipótesis según la cual «corría con la liebre y cazaba con la
jauría», siendo prendido en el movimiento revolucionario, acaso en el mismo grupo que
el georgiano Djugashivili, conocido más tarde en el mundo entero con el nombre de
José Stalin. Se ha conjeturado recientemente que en aquella época, Stalin desempeñaba
el doble papel de agente zarista en la policía secreta (Okhrana) y de revolucionario.
Gurdjieff, naturalmente, pretende haber conocido a Stalin y haber estudiado con él en el
seminario de Alexandropol. Reconoce su «propensión en aquella época por... tratar de
situarme siempre... allí donde se producían los acontecimientos energéticos más
acusados, como guerras civiles, revoluciones, etc.», siempre con vistas a obtener más
informaciones al respecto de las motivaciones ocultas del hombre, y de «descubrir a
cualquier precio, alguna forma o medio de destruir en la gente la predilección por la
sugestibilidad que la hace caer tan fácilmente bajo la influencia de la "hipnosis de
masa"».
La solución que buscaba lo iluminó en el transcurso de una transformación de carácter
que parece haber sufrido en un retiro oriental cuando una convalescencia consecutiva a
una de sus heridas —transición conducente a lo que Bennett llama «la liberación de los
pares opuestos» que se considera que Gurdjieff realizó a los treinta y dos años—. La
exposición autobiográfica de esta intuición se da en la Tercera Serie de sus escritos —
no publicada todavía— titulada Life is Real Only then, When «I Am».8
Había desarrollado ya poderes psíquicos e hipnóticos poderosísimos y empezaba
realmente a convertirse en un peligro público: la gente lo llamaba «el Tigre del
Turkestán». Pese a toda su valentía mental, estaba «obsesionado por el terror al "vacío
interior"», y sentía que era urgente alcanzar un estado de conciencia permanente que lo
hubiera liberado de la tiranía y del condicionamiento de los factores hereditarios
inconscientes —«tener fuera de mí mismo, por decirlo así, un "factor nunca dormido",
un "factor de recuerdo". Es decir, algo que siempre, en cada uno de mis estados, me
recordara "acordarme de mí mismo". Pero ¡¡¡qué es eso!!! ¡¡Puede realmente ser así?!!
¡¡¡Un nuevo pensamiento!!! ¿Por qué no podría yo, entonces, considerar una "analogía
universal"? ¡¡¡Y aquí también está Dios!!!...»
«Dios personaliza la Bondad absoluta; es Todo Amor y Todo Perdón. Es el Justo
Pacificador de todo lo que existe. Al propio tiempo, puesto que Él es así, ¿por qué
enviaría lejos de Él, animado por Él, a uno de Sus más próximos Hijos Queridos, úni-
camente por la «vía del orgullo» propia de todo individuo joven e incompletamente
formado, dándole una fuerza igual pero opuesta a la Suya?... Me estoy refiriendo al
«Diablo». Esta idea iluminó como el sol la condición de mi propio mundo interior y
evidenció que, en el vasto mundo, toda construcción armónica necesitaba
inevitablemente una especie de perpetuación continua del factor de recuerdo. Por eso
nuestro propio Creador en nombre de todo cuanto había creado, se vio obligado a poner
a uno de Sus Hijos Queridos en una situación tan aborrecible, al menos en cierto sentido
objetivo. Por consiguiente también yo, para mi pequeño mundo interior, debo crear en
mí mismo, a partir de algún elemento mío querido, tal fuente inagotable...»
«Llegué a la conclusión de que si cesaba intencionadamente de utilizar el poder
excepcional que poseía y que había desarrollado conscientemente en mi vida común
entre la gente, surgiría de mí con fuerza esa fuente de recuerdo. Es decir, el poder

8
Las citas que siguen están sacadas del libro de Bennett, Gurdjieff: Making a New World
basado en la fuerza en el campo del Hanbledzoin o, como otros lo llaman, el poder de
telepatía e hipnosis... Si yo, pues, me privaba conscientemente de esta gracia natural en
mí, su ausencia se haría sentir en mí, siempre y en toda cosa, indudablemente. Jamás
mientras viva olvidaré el estado de espíritu que de ello resultó entonces.»
En términos claros eso significa que Gurdjieff tomó la resolución de renunciar a ejercer
su papel de taumaturgo, para su propia grandeza y gloria, y eligió transmitir, a quienes
consideraba calificados, su alta energía hanbledzoin como «factor de recuerdo» para
bien del género humano, para que finalmente la humanidad despierte de su «hipnosis de
masa» —y a juzgar por el estado de las cosas, se percibe que gran cantidad de dicha
fuerza sigue en circulación treinta años después de su muerte. Bennett escribe que
«Gurdjieff era ante todo un sufí... La vía verdadera transmite un poder espiritual,
baraka, o hanbledzoin, que permite que el buscador lleve a cabo lo que excede la
medida de sus propias fuerzas... Esta transmisión de una energía superior que puede ser
asimilada por el discípulo es un aspecto vital del proceso, y se puede decir ciertamente
que, en este sentido, Gurdjieff siempre fue un maestro. Todos aquellos que lo
encontraron han referido la impresión de dominio, de poder, que en ellos ejercía... A
veces, cuando la gente no podía realizar las tareas difíciles que él les imponía, les decía:
«tomad de mi Hanbledzoin, y podréis hacer este trabajo...». Reveló también, sin dar
demasiadas precisiones, que estaba en contacto con una fuente superior, y agregó que
recurriendo a esa fuente, el trabajo cuya responsabilidad tenía podría extenderse por el
mundo y ganar fuerza... Creo que deseaba hacernos comprender que después de su
muerte podríamos... convertirnos en intermediarios que podrían transmitir esa energía
superior».
El lector no habrá dejado de advertir, en la larga cita de Gurdjieff que hemos citado, el
desacuerdo con la teología cristiana tocante a la identidad del Hijo Bienamado enviado
al mundo para redimir al género humano; para él, de hecho, el «Logos» sin la
participación de una «Tercera Fuerza mentalizante» {fagologiria) es puramente
«estéril».
Observemos igualmente que si bien Gurdjieff calificaba el psicoanálisis de disparate
{nonsense), se puede advertir no obstante una semejanza innegable entre sus técnicas
curativas y las de Sigmun Freud: ambos hombres aportaron su «contribución» haciendo
de la magia un medio terapéutico. Lo que Freud llama «inhibiciones del instinto», que
hay que neutralizar, corresponde a lo que Gurdjieff llama «influencia de la hipnosis de
masa»; la transferencia obrada por el psicoanalista «haciendo de Diablo» o actuando
sobre la voluntad de su paciente como una «contravoluntad» (el «superego en
suspenso») con el fin de curar la «neurosis», 9 corresponde en Gurdjieff a la transmisión
del hanbledzoin: este «factor de recuerdo» o «contrahipnosis» ha de curar al hombre de
la «psicosis» que es su tendencia a dejarse sugestionar debida a las «manifestaciones
inconscientes de su naturaleza». El «Diablo»10 (fuente de recuerdo) se ve así «obligado»
a exorcisar al «demonio» (factores hereditarios) «despiadadamente y sin el menor
compromiso, a fin de extirpar del pensamiento y el sentimiento del hombre las
opiniones y creencias arraigadas al correr de los siglos acerca de todo cuanto existe en

9
Un estudio profundo del «freudismo», sus orígenes y sus ramificaciones puede encontrarse en
el artículo de Whitall N. Perry, «The Revolt against Moses: a New Look at Psychoanalysis», en
la revista Tomorrow, n.° de primavera de 1966.
10
Peters escribe que Gurdjieff «decía de sí mismo que era un "diablo"». Lo mismo Freud: «¿Sabe usted
que soy el Diablo? Toda mi vida he tenido que desempeñar el papel del Diablo a fin de que los demás
puedan construir, con los materiales que yo he producido, la más hermosa de las catedrales» (R.
Laforgue, «Personliche Erinnerungen Freud»; Lindaver Psy-chotherapiewoche, 1954, p. 49).
el mundo».11

* * *

Volvamos a Tachkent: en este oasis uzbego de cultura oriental y occidental, donde


chamanismo, budismo e Islam se practicaban junto al cristianismo nestoriano y
ortodoxo ruso —con un poco de sociedades ocultas y teosofistas al margen— se
estableció Gurdjieff en primer lugar, hacia 1910, como mago, hipnotizador profesional,
curandero y hacedor de maravillas. Frecuentaba las diversas organizaciones ocultistas,
que le servían para tener a mano «talleres para el perfeccionamiento del psicopatismo»
en los que «podía observar y estudiar las diversas manifestaciones, en estado de vigilia,
de la psique de esos conejillos de Indias enseñados y en libertad, que el Destino me
enviaba para mis experiencias». Los resultados fueron rápidos y en seis meses había
adquirido renombre como «especialista» y «gran maestro musical». Pero se encontró
con que sus talleres carecían de envergadura, pues sólo le proporcionaban tres o cuatro
tipos humanos de las «28 "categorías-tipo" que existen en la tierra, tales como fueron
establecidas antaño». Entonces fundó su «propio "círculo" en principios completamente
nuevos, con un personal especialmente escogido por mí», y del que más tarde había de
salir el «Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre». Se pretendió que sus
esfuerzos por hacer conocer abiertamente al género humano las enseñanzas de los
«Maestros de Sabiduría» habían sido sancionados por «un acuerdo preciso» que obtuvo
de una hermandad o de una «especie de monasterio situado en el corazón mismo de
Asia» para «su mutua cooperación futura». Con arreglo a ciertos indicios, Bennett
piensa que se trata de un santuario de Sarmân, en el oasis de Keriya (Sing-Kiang), el
cual, presumiblemente, proporcionó la dirección para el resto de la carrera de Gurdjieff.
Aparte el dinero que recogía «esquilando a sus discípulos», Gurdjieff cuenta cómo se
mantenía en fondos por aquella época: concertaba contratos para la construcción de
carreteras o de vías férreas, compraba y vendía almacenes, restaurantes y cinemas, con-
ducía ganado, se ocupaba de pozos de petróleo y empresas de pesca, y comerciaba en
tapices, porcelanas y alveolados chinos. Y, en caso de urgencia, siempre podía echar
mano de sus poderes de curandero: «No hay un solo libro sobre neuropatología y
psicología en el hospital militar de Kars, que yo no haya leído y releído muy
atentamente». Bennett lo vio «curar drogados y borrachos» en
Turquía en 1921, y dice que volvió a hacerlo en París para financiar los gastos de
acondicionamiento del Prieuré de Avon, cerca de Fontainebleau, último domicilio del
Instituto. Y Peters cuenta que fue testigo del mismo procedimiento en Nueva York,
hacia 1935, cuando Gurdjieff estaba sin más recursos: «Trabé conocimiento con una
oleada de "pacientes" •—al menos no eran "discípulos" habituales— que venían a verlo
regularmente para diversos "tratamientos". La mayoría tenía una enfermedad
cualquiera: eran alcohólicos, drogados, neuróticos totales, homosexuales y lo que podría
llamarse "delincuentes adultos" de un tipo u otro. Saqué en conclusión que le pagaban
bien por "curarlos" de las enfermedades o trastornos de que estaban aquejados. No sé en
qué consistían los tratamientos,12 salvo que todos requerían largas y frecuentes visitas a
su casa en cualquier momento del día y de la noche... El efecto sobre la gente era
siempre el mismo: lo veneraban, al menos durante un tiempo...»
«Esa época en la que hacía falta ganar dinero no duró mucho tiempo, y para mí fue un
11
Sacado del preámbulo de All and Everything, tal como se cita en The Herald of Corning Good
12
En Encuentros con hombres notables, Gurdjieff dice que empleaba la hipnosis: «Después de haber
puesto a un hombre en cierto estado, podía influirle sugiriéndole que olvidara cualquier hábito
indeseable.»
alivio cuando terminó... (y) él emergió de aquella caracterización más bien penosa de
una especie de matasanos viviendo en malas circunstancias... Las ruinas humanas
también desaparecieron de la escena.»
En 1911, Gurdjieff hizo un «voto especial» que le obligaba a llevar durante veintiún
años, «una vida artificial en muchos aspectos... y, para mí, absolutamente antinatural».
Esto puede haber ayudado a la acumulación de hanbledzoin y ciertamente contribuyó a
dar una base racional al comportamiento excéntrico y un tanto licencioso que turbó a
sus discípulos cuando en 1912 fue a Moscú y San Petersburgo para encontrar una gama
completa de personalidades-tipo para su «taller» en formación. Así, cuando el célebre
discípulo de Gurdjieff, Peter Demianovitch Ouspensky encontró en Moscú por vez
primera a su maestro en 1915, quedó desconcertado por «la impresión extraña y casi
alarmante de un hombre mal disfrazado. Era un espectáculo molesto, como cuando uno
se encuentra ante un hombre que no es lo que pretende ser y con el cual, sin embargo,
hay que conducirse como si uno no se diera cuenta... Muchos tenían la impresión de que
era goloso, que le gustaba la buena vida en general, pero a menudo nos parecía que
buscaba crear esa impresión; todos nosotros habíamos comprendido ya que
«representaba un papel»... En cualquier otro, tanto «representar» hubiera producido
impresión de falsedad. En él daba impresión de fuerza, aunque... no siempre; a veces era
«excesivo». Y Thomas de Harttmann, que en aquella época era oficial de reserva en la
Guardia, escribe: «He de decir que mi primera reacción no tuvo nada de éxtasis ni de
veneración». Se vio obligado a encontrarse con Gurdjieff en un café de tal carácter que
«si alguien hubiese descubierto dónde había puesto los pies, hubiera tenido que dejar mi
regimiento... En cierto momento el señor Gurdjieff dijo: «Suele haber más putas aquí».
«Todo, incluida esta observación grosera, no tenía por objeto atraer, sino más bien
repeler al recién llegado. Y si no era para repeler lo era al menos para llevarlo a superar
las dificultades, para que perseverase a pesar de todo.» Como se sabe, es corriente que
los maestros espirituales pongan a prueba la determinación de los posibles discípulos
con pruebas más o menos rudas, pero aun en esa perspectiva hay límites, grados y
modalidades que observar.
Gurdjieff, inevitablemente, se abrió camino en la infortunada corte de Nicolás II (cuya
persona respetaba, si no su política), y Alejandra, y en aquel medio tomó por esposa a
una dama de honor, la condesa polaca Ostrowska. Allí no era el primer hacedor de
maravillas, pues había sido precedido por «lumbreras» —introducidas en el «salón
negro» espiritualista de la condesa Ignatiev— como Maitre Philippe, antiguo chico de
carnicería de Lyon convertido en hipnotizador y curandero, y nombrado, por insistencia
de la zarina, «doctor militar ruso» (no reconocido en Francia) con el grado de general
del ejército y miembro del Consejo de Estado presidido por el zar; fue él quien, antes de
ser expulsado, predijo la venida inminente a los Romanoff de un «mensajero de Dios»;
Papus (Dr. Gérard Encausse), el célebre magnetizador, ocultista, francmasón martinista
y discípulo de Philippe, que —como Rasputín— predijo muy exactamente que su propia
muerte coincidiría con el estallido de la Revolución; Mitia Kobita, el manco jorobado y
«loco en Jesucristo», un tartamudo que sólo era capaz de articular «papá» y «mamá» y
era considerado no obstante como un «oráculo» y que de una manera u otra le servía de
consejero secreto al zar; la hechicera Dania Ossipova, que aconsejó a Nicolás II durante
la guerra con el Japón; el mago e iluminado Antoni, que fue asimismo consejero
político; y también el hábil taumaturgo Yamsarane Badmaiev (llamado «la lechuza» y
«la chinche»), que en su Mongolia natal fue iniciado en la medicina y la magia
tibetanas; más tarde siguió los cursos de la universidad de San Petersburgo para tener un
barniz de política y de diplomacia. El zar Alejandro III consintió en ser el padrino de
este personaje, que mientras dirigía un laboratorio y una clínica, curando neuróticos con
«elixires tibetanos», estaba destinado a convertirse en el más poderoso consejero secreto
de Nicolás II; el zar no confiaba ningún cargo importante sin su recomendación. La
escena estaba así bien preparada para la gran entrada de Rasputín, quien muy pronto
había de eclipsar a todos sus precursores menores —exceptuado, por supuesto,
Gurdjieff, de quien se dice fue solicitado por los moderados de la corte para alejar las
temibles maquinaciones del monje mesmérico. Demasiado tarde, sin embargo; la suerte
estaba echada.
El asesinato de Rasputín y la muerte de Papus ocurrieron en 1916 y, como se había
predicho, todas las barreras del infierno se rompieron. Todo se rompió también en el
alma del pobre de Hartmann; éste da un testimonio pintoresco y desgarrador de las
pruebas sufridas por Gurdjieff y su fiel banda de seguidores para mantener el «Instituto
para el Desarrollo Armónico del Hombre» en medio de los tiros cruzados de cosacos y
bolcheviques. «El señor Gurdjieff» —como lo llama siempre de Harttmann— no era
hombre de dejar pasar una ocasión de «embrollar» (según sus propias palabras) las
cosas un poco más. Así, una noche, en Essentuki, en el Cáucaso, donde se habían
refugiado en 1917, en el momento en que el rublo estaba devaluado de forma
desastrosa, Gurdjieff empujó a un de Harttmann empobrecido —ya no recibía sus pagas
mensuales— a organizar un banquete en un restaurante en el que hicieron falta
quinientos rublos para pagar una cena que antes habría costado dos o tres, y la cuenta
subió finalmente a mil rublos; incluso hubo de dar propina a un chico para que sacara de
la cama a una Mme. de Harttmann aterrorizada que fue obligada a ceder lo que
representaba los gastos de dos semanas. Gurdjieff se lo reembolsó a su víctima a la
mañana siguiente, diciendo simplemente: «lo que sucedió se hizo por su bien». En otra
ocasión, el infortunado compositor fue obligado primero a sacrificar valiosas partituras
reservadas a la orquestación de un ballet, reduciéndolas a tiras de papel para enrollar
ovillos de hilo de seda; luego fue ignominiosamente encargado de vender la seda a sus
antiguos conocidos de San Petersburgo, que ahora vivían en Kislovodsk. Evitó natu-
ralmente a sus amigos lo mejor que pudo, y al anochecer se coló secretamente en un
gran almacén que pertenecía al propietario de su casa, donde encontró a Gurdjieff
esperándolo. Se vendió la seda y volvieron a casa. De Harttmann vio en ello una
«maravillosa lección» para vencer «el orgullo de clase». Su mujer también recibió una
lección de «abnegación» cuando se la obligó a ceder todas sus joyas de familia a
Gurdjieff —quien le dijo a continuación: «Ahora, tómelas de nuevo». Inspirada por tal
magnanimidad, otra mujer ofreció sus joyas de valor. Fue la última vez que las vio.
«Todo lo que podía provocar repugnancia e incluso terror», en palabras de de
Harttmann, formaba parte de los métodos de su maestro.
La guerra civil pronto hizo imposible la vida en Essentuki, y Gurdjieff preparó un plan
para escapar a las montañas del Cáucaso. Propuso organizar una expedición
arqueológica en busca de dólmenes al tiempo que extendía el rumor de que la misma
región contenía yacimientos de oro y de platino susceptibles de procurar grandes
ganancias al gobierno de la región: la gente, como él deseaba probar a sus alumnos, «iba
a creer cualquier pamplina». El soviet de Essentuki transmitió la petición al soviet
superior de Piatigorsk, que concedió todas las facilidades y puso a su disposición dos
vagones de ferrocarril para llevar el grupo a Maikop cuando los transportes ferroviarios,
en 1918, estaban, casi exclusivamente reservados a la conducción de tropas. Ouspensky,
que no acompañaba la expedición, declaró que se necesitaría gran cantidad de alcohol
para «lavar el oro». Gurdjieff comprendió el mensaje, y el gobierno aceptó proporcionar
barriles de alcohol puro —que no hubieran podido conseguir de otro modo— que se
repartieron por el grupo en botellas etiquetadas «medicamento para el tratamiento del
cólera», mientras que otra parte, que había sido desnaturalizada, fue convertida en
potable por filtrado en pan caliente y cebollas crudas y luego embotellado con etiquetas
de «medicamento para el tratamiento de la malaria».
Gurdjieff pudo obtener los papeles necesarios y nuevos pasaportes soviéticos para el
grupo compuesto de unas treinta personas; adiestró a hombres y mujeres a llevar
respectivamente fardos de treinta y cinco y veinticinco kilos ejercitándose con mochilas
cargadas de piedras; les enseñó a guiarse observando las estrellas y a andar de noche en
montaña. «Las reglas eran draconianas», escribe de Harttmann: «No íbamos a seguir
siendo unos para otros maridos, esposas, hermanos o hermanas. Mientras durara la
expedición debíamos aceptar obedecer incondicionalmente a nuestro jefe; dado que la
expedición iba a exponernos a peligros mortales, debíamos ejecutar las órdenes al pie de
la letra; cualquier desobediencia sería castigada, con la muerte si fuese preciso; y,
diciendo esto, el señor Gurdjieff puso un gran revólver sobre la mesa».
Desde Maikop, viajaron al sureste atravesando los montes con bestias de carga.
Cruzaron por lo menos cinco veces las líneas del ejército bolchevique y del ejército
blanco, y con muy pocas cosas, aparte la confianza en la experiencia y el ingenio de su
jefe para mantener la cohesión del grupo en medio de todas las dificultades imaginables,
incluida una correría de bandidos. Alcanzaron finalmente la ciudad de Sotchi, al borde
del mar Negro. El día anterior, en las colinas, habían descubierto triunfalmente un
dolmen —pero no de oro— con ayuda de algunos cazadores que se quedaron sin habla
al ver a Gurdjieff medir distancias y descubrir luego otros dos dólmenes completamente
desconocidos por aquellos hombres que, sin embargo, habitaban la región.
En julio de 1919, llegaron a Tiflis, capital de Georgia, donde se había mantenido el
antiguo régimen. El consejo municipal les ayudó a reorganizar el Instituto y allí, en
aquella comunidad en la que aún florecía la vida cultural, fue donde el pintor Alejandro
de Salzmann y su mujer Jeanne, que enseñaban por aquel entonces el sistema de danza
de Dalcroze, se unieron al grupo, en el que sus conocimientos fueron aprovechados para
la coreografía.
En junio de 1920, volvemos a encontrar al grupo —ahora modificado— de camino a
Europa, en Turquía. País al que le fue a Gurdjieff más fácil entrar que salir, puesto que
las autoridades recibieron de Nueva Delhi un despacho que les advertía de que era un
«agente ruso peligrosísimo». De ello resultó que fue considerado sospechoso y no pudo
obtener la autorización para abandonar el país. Como no era hombre que se quedara de
brazos cruzados, Gurdjieff reaccionó creando una rama del Instituto en Estambul, donde
trabajó a brazo partido en su ballet capital La Lucha de los Magos. Sin dejar de guiar su
compañía, se ocupaba de fenómenos sobrenaturales como la hipnosis, la acción a
distancia y la transmisión de pensamiento.
En 1921, Gurdjieff consiguió ir a Alemania y pensó en instalarse en el mismo lugar del
antiguo instituto Dalcroze para danza eurítmica, en Hellerau, cerca de Dresde; pero una
invitación de lady Rothermere y de otros ricos amigos de Ouspensky, establecido
entonces en Londres, lo incitó a ir a Inglaterra, y allí hubiera permanecido si el
ministerio del interior no se hubiese negado a concederle, a él y a su grupo, visados que
excediesen a la duración de un mes.

* * *

La siguiente etapa de esta incansable carrera comienza en el verano de 1922 en Avon,


cerca de Fontainebleau, a 70 kilómetros de París. Mme de Harttmann, en su papel de
secretaria de Gurdjieff, descubrió allí un castillo abandonado con un parque sin cuidar,
antiguo monasterio de priores del siglo XVII que, restaurado, se llamó el Cháteau du
Prieuré, del que se dice que fue antaño residencia de Mme. de Maintenon. Pertenecía
ahora a la viuda de Maítre Labori, el célebre abogado que defendió a Dreyfus y que, en
recompensa, recibió de la familia Dreyfus esta propiedad. El precio pedido se elevaba a
un millón de francos. Aunque Gurdjieff había gastado su dinero haciendo venir de
Alemania a Francia a sus alumnos, desde París dio orden de comprar el lugar, sin verlo.
Olga de Harttmann practicó en la viuda las técnicas de persuasión aprendidas de su
maestro y logró obtener una especie de contrato de arriendo con una opción sobre la
venta. Entonces se lanzó una llamada de ayuda a los ricos, mientras Gurdjieff, con su
perspicacia habitual, abrió una clínica en París para alcohólicos y drogadictos, especuló
con petróleo de Azerbaiján y ayudó a rusos emigrados a abrir restaurantes en
Montmartre, que más tarde dieron sustanciosos dividendos. Todo ello se complicaba por
la necesidad de tener intérpretes, lo que hacía más trabajosa esa influencia psíquica
inmediata con la que contaba para negociar con la gente.
En noviembre, el Prieuré daba alojamiento a discípulos y visitantes de nacionalidades y
oficios muy diversos, ricos y pobres, artistas, escritores, médicos, profesores y músicos,
viudas americanas cargadas de joyas y poetas andrajosos. A todas estas personas, aparte
las de paso y las decrépitas, se las dedicaba a trabajos hercúleos, de sol a sol, para
construir, derribar árboles, serrar madera, ocuparse de multitud de animales domésticos,
trabajar en la cocina, en la casa o en el lavadero, encargarse de las flores y mantener el
huerto. Al final del día todo el mundo se vestía para la cena; luego venían las
«gimnasias sagradas» de la noche, o tal vez una lectura de Gurdjieff, o incluso unos
viejos aires de música tocados en su acordeoncito. Hacia medianoche exclamaba
desdeñosamente: Kto hochet spat, mojet itti spat: «Quien quiera dormir, que se vaya a
dormir». Mas pocos se iban, sabiendo que las verdaderas enseñanzas se reservaban sólo
a los que perseveraban hasta el punto de ruptura de la resistencia.
El parque comprendía una «sala de estudios» construida a partir de un hangar para
Zeppelín, material militar sobrante del ejército del aire francés, que lo cedió con sólo
pagar el traslado. Pronto fue transformado en una especie de pseudopabellón oriental
lleno de objetos asiáticos sin valor: tapices, colgaduras, cojines, pieles de cabra,
divanes, bancos de visitantes, un estrado con el eneagrama 13 representado encima y un
palco especial o «Kosshal» para «el Sr. Gurdjieff», fuentes con peces (o,
excepcionalmente, champán), luces de color y, por supuesto, un gran piano. Todos los
alumnos habían de quitarse los zapatos antes de entrar, y los hombres estaban separados
de las mujeres. Para de Harttmann, aquella sala daba «la sensación de una mezquita»,
pero en vez de las inscripciones coránicas, el tejido del techo estaba lleno de aforismos
de Gurdjieff pintados y bordados en una escritura especial de su invención, que se leía
verticalmente y sugería un batiburrillo de alfabetos orientales de trazado vago como un
sueño. Los discípulos estaban obligados a aprender esta forma de escribir y meditar tan
misteriosas trivialidades, como: Me gusta aquel al que le gusta el trabajo — El mejor
medio de obtener la felicidad en esta vida es poder considerar las cosas exteriormente,
nunca interiormente (sic) — Toma el conocimiento de Oriente y el saber de Occidente,
y luego busca — La mayor realización del hombre es ser capaz de HACER; y así todo.
Gurdjieff —o «G», como lo llamaban sus allegados— bautizó sus apartamentos del
segundo piso del Prieuré como «El Ritz», y allí se instaló como un pachá. Las
fotografías tomadas en aquella época muestran una fisonomía de levantino rechoncho
con cabeza afeitada en forma de cúpula, ojos inmensos y siniestros, y feroces bigotes
curvados sobre las mejillas que ocultan un reflejo sarcástico a un tiempo malicioso y
cómico.
Conducía su grey como un turco para despertar en ellos el impulso de dejar la mancha

13
Descrito en la segunda parte.
nativa ligada a la «autosatisfacción», deambulaba por el parque con el fez de borla de
lado, fumando a caladitas largos cigarrillos de tabaco negro (les estaba desaconsejado
fumar a los discípulos menos avanzados en su «Desarrollo Armónico»), engatusaba,
alababa y maldecía sucesivamente. Sus iras, aunque simuladas, era tremendo verlas,
pues «todo su cuerpo temblaba, su cara se ponía morada y un torrente de vituperios es-
capaba de su boca», como escribe Bennett. Pero igualmente era capaz de dispensar
dulzura, e incluso golosinas; y, sin embargo, si un discípulo acababa una faena o
mostraba que estaba tomándole gusto a su tarea, corría el riesgo de ser puesto a trabajar
en algo desagradable. Nadie osaba quejarse; hasta las moscas que infestaban la cocina
se aceptaban como una «prueba». Sin la habilidad de Gurdjieff para la organización y el
dominio de que daba pruebas en todo arte y profesión, tanto en la composición musical
como en la cocina oriental, la ganadería, la construcción, la agronomía, la confección, la
carpintería y la reparación de instalaciones eléctricas, el lugar se hubiera ido a pique. Y
no obstante, a causa precisamente de su ignorancia asiática de la capacidad de un
europeo para el esfuerzo, los hubo que se rompieron física, emocional y psíquicamente,
lo que provocó más de una muerte y de un suicidio. Peters, sin embargo, no lo tiene por
responsable de la muerte de Katherine Mansfield, lo que justifica arguyendo que estaba
ya minada por la tuberculosis cuando llegó a Fontainebleau, y que era asunto suyo si
había elegido acortar sus días antes que prolongarlos en un sanatorio. No obstante,
parece bastante excesivo haber acantonado a aquella frágil criatura en el establo, cerca
de las vacas, en el frío húmedo del invierno, pretendidamente para que se beneficiase de
las exhalaciones bovinas, físicas y «espirituales».
La vida en el Prieuré no siempre era espartana y comprendía diversiones, entre ellas las
salidas a comer al campo en coche, una alegría para todos excepto para aquellos que
debían montar en el descapotable de Gurdjieff cuando éste sustituía al chofer ruso al
volante. Cuando los planes no cambiaban en el último momento, cuando el coche
lograba subir la cuesta que llevaba al bosque de Fontainebleau, y cuando no sucumbía a
una de las averías acostumbradas, su cortejo de «becerros» daba un paseo por el campo,
con las cestas repletas como cuernos de la abundancia con caviar y melones, rociados de
champán, armagnac y vodka. Entonces podía ser que se ordenara parar en algún
pueblecillo casi en ruinas. El grupo se apiñaba en un café donde Gurdjieff, blandiendo
una cartera repleta de billetes de mil francos, encargaba de beber para todos los
presentes y regalaba tal vez a los locales con un aire tocado con su acordeón o, en
excursiones posteriores, escribía algunos fragmentos de Belcebú en una mesa de la
terraza.
Peters recuerda su alegría de niño el día en que Gurdjieff en Fontainebleau compró, por
capricho, doscientas bicicletas y ordenó a todos que montasen en ellas. Pero los grandes
momentos consistían en las fiestas del sábado, cuando los «filósofos del bosque» —
como se llamaba a los fieles— daban por la noche demostraciones públicas de sus
danzas y producían en escena fenómenos pseudomágicos. Estas veladas comprendían
también un banquete especial dedicado a la «Ciencia de la Idiotez», considerada
procedente de una antigua institución del Asia Central llamada el Chamodar, o
Maestro del Festín. Una «comunidad sufí» le había enseñado a Gurdjieff que hay
veintiún grados de razón o de «idiotez» en la evolución del hombre, desde su estado
natural de «sinrazón» hasta el estado superior de «Nuestra Interminabilidad» o «Dios».
Como los tres últimos grados estaban reservados a Dios y sus Hijos, esto dejaba para
escoger, en la categoría genérica de los «Idiotas Incorregibles», entre dieciocho grados
específicos, siendo cada uno libre de decidir qué tipo de idiotez le correspondía mejor a
su naturaleza: el idiota compasivo, el idiota que retrocede, el idiota en zig-zag, el idiota
dubitativo, el idiota fanfarrón o el idiota iluminado, según el caso. Los «antiguos
sabios» enseñaban que se utilizaba el alcohol para comprender el propio grado de
idiotez. El doctor Christopher Evans ha descrito de forma divertida, si no lisonjera, este
suceso en su obra Cults of Unreason: «Durante estas sesiones, Gurdjieff, que era un
gran bebedor, dedicaba largas series de brindis a los distintos géneros de "idiotas", en
los que todos, fuesen o no bebedores, tenían que participar. Era una buena velada para
aquellos a quienes gustaba el alcohol, y una pesadilla para los demás. Los numerosos
biógrafos del ruso, importantes o menores, han hecho muchas tentativas para explicar el
significado de aquel "brindis por los idiotas", y la mayor parte ha llegado a la
conclusión de que esta palabra bastante poco ambigua tenía un sentido simbólico.
Ninguno, parece, ha considerado jamás seriamente la posibilidad de que los idiotas en
cuestión fuesen aquellos mismos que estaban sentados a la mesa, aunque uno de ellos
sospecha que Gurdjieff, con su fez morado de soslayo y su rostro radiante, tenía una
idea bastante precisa de aquel en quien pensaba cuando alzaba el vaso».

* * *

En diciembre de 1923, la puesta a punto de las danzas y la música estaba terminada, y


pudo darse una representación en el Théátre des Champs-Elysées. Lo que ocasionó, para
el maestro empresario y su compañía, una invitación para actuar en Norteamérica.
También aquí, Gurdjieff mostró su buena mano para la organización, consiguiendo
vestuarios completos y obteniendo pasaportes válidos para los rusos, los lituanos, los
armenios y los polacos del grupo. A comienzos de 1924, se embarcaron para Nueva
York en el París, ocupando «el Sr. Gurdjieff» un camarote de primera clase, y
alojándose los demás en segunda. A la compañía, no obstante, se la autorizó a utilizar
los salones de primera a cambio de una representación de los «movimientos» en
provecho de los pasajeros. La travesía fue particularmente difícil, y de Harttmann se
acuerda de la noche en que Gurdjieff, en primera fila, gritó de pronto: «¡Stop!», y «los
danzantes, con contorsiones crispadas, resbalaban hacia estribor, luego hacia babor,
mientras el piano, lenta pero seguramente, se deslizaba de un lado a otro de la escena
siguiéndolo yo en mi silla».
Con ayuda de ricos admiradores, se alquilaron salas de conciertos en Nueva York —
donde el propio Walter Damrosch asistió a una representación—, en Filadelfia y
Boston, donde actuaron para los profesores y los estudiantes de la universidad de
Harvard, después en Chicago; para terminar, se dio una representación de gala en el
Carnegie Hall en abril, y la compañía volvió a Francia para preparar una segunda gira
americana al otoño siguiente.
Estos proyectos quedaron frustrados en julio por un accidente de automóvil que estuvo a
punto de costarle la vida a Gurdjieff e impuso en el Instituto un alto dramático. Según
sus propios términos: «Como última nota, este cuerpo físico arruinado que es el mío se
estrelló, con un automóvil que corría a noventa kilómetros por hora, contra un árbol
muy grueso... al borde de una carretera del bosque de Fontainebleau... una semana (de
hecho, varias) después de mi regreso de los Estados Unidos. Tras este «paseo», se
dieron cuenta de que yo no estaba destruido y varios meses más tarde, para mi
desgracia, mi conciencia volvió en toda su fuerza, con todos sus atributos anteriores, a
mi cuerpo totalmente mutilado». Quizá tuvo la premonición de aquel accidente, pues
éste se atribuyó a funcionamiento defectuoso de su volante, que él precisamente
acababa de hacer revisar en un taller antes de emprender aquel recorrido desastroso. Sea
lo que fuere, escribe Bennett, vio en aquella desventura «la manifestación de un poder
hostil a su proyecto, contra el que no podía luchar».
Gurdjieff fue transportado casi inmediatamente desde el hospital de Avon al Prieuré,
donde recuperó la conciencia después de cinco días, pero la recuperación fue muy lenta.
De Harttmann escribe que, tan pronto como estuvo «en la posibilidad de levantarse y
deambular con ayuda de su mujer o de uno de nosotros, pidió que se talaran grandes
árboles para hacer altas llamaradas en el porque casi cada día... El fuego, era evidente,
complacía al Sr. Gurdjieff; nosotros pensábamos que sacaba alguna fuerza de él, y
tratamos de procurarle lo más posible, pero el derribo de los árboles era trabajo difícil».
¿No se le ocurrió a de Harttmann que también podía haber en ello parte de venganza
contra «un árbol muy grueso»?
Aquél fue un mal período para el fundador del Instituto ahora paralizado. Su madre y su
mujer estaban moribundas, los rusos —refugiados sin ayuda en un país del que pocos
conocían la lengua, con su único ídolo inválido— permanecían sentados, abatidos,
hacinados en los corredores del castillo; casi todos los ingleses se fueron, «con el rabo
entre las piernas» —en expresión de Gurdjieff—, y los únicos ingresos que le quedaban
al instituto enormemente endeudado provenían casi únicamente de los fondos enviados
por el periodista y crítico Richard Orage, que establecerá grupos en Nueva York,
Chicago y Boston. Gurdjieff recibió como una afrenta el abandono de Ouspensky y su
grupo inglés, aunque de hecho podía, al menos en parte, agradecérselo a sí mismo, pues
ya había herido duramente a aquel aristocrático pensador matemático en Essentuky en
1918, con ese «arte» incomprensible con el que se las arreglaba para enajenarse sus más
leales discípulos: Ouspensky comenzaba a pensar, lógicamente, que debía de haber más
de un camino y más de un hombre para poner en práctica las inestimables enseñanzas de
los Maestros de Sabiduría.
Ouspensky, intelectual seco, preciso, y sin mucho humor, cuya única limitación fatal era
la imposibilidad de ver más allá del campo psíquico, era, dejando aparte esta carencia,
la propia antítesis de su gurú rabelaisiano, que se modelaba en el fabuloso Mullah Nasr
Eddin. No obstante, visitaba Fontainebleau de cuando en cuando para esforzarse en
mantener la armonía entre los dos grupos; y sólo cuando Gurdjieff se embarcó para
América se consumó la ruptura —posiblemente por asuntos de dinero—. Poco tiempo
antes, Winifred Alice Beaumont (que habría de casarse con Bennett) le había pedido a
Ouspensky: «Quiero que me diga la verdad sobre Gurdjieff. Sé que no es un hombre
corriente, pero no puedo decir si es muy bueno o muy malo», y la respuesta inmediata
fue: «Puedo asegurarle que Gurdjieff es un hombre bueno». Sin embargo, en la época
del accidente de automóvil, Ouspensky advertía que Gurdjieff tenía dos «yo», «uno muy
bueno y otro muy malo. Creo que, a fin de cuentas el "buen" yo es el que vencerá. Pero
entretanto, es peligrosísimo estar a su lado... Podría volverse loco. O incluso pudiera
atraer a él algún desastre en el que se vieran envueltos todos los que lo rodean». Esto
concuerda poco con la afirmación de Bennett según la cual Gurdjieff logró «liberarse de
los "pares de opuestos"» en su trigésimo segundo año, pero concuerda ciertamente con
lo que refiere Peters, cuando escribe que «advertía frecuentemente que su trabajo se
volvía más difícil a medida que se lo estudiaba. Dicho de otro modo, progresando, no se
obtenía una paz mayor o alguna recompensa visible o tangible —no se llegaba a ser
manifiestamente "bueno" —sino que la lucha entre nuestras propias capacidades para el
"bien y para el mal" se hacía por ello mismo más intensa. El propio Sr. Gurdjieff era un
ejemplo interesante de esta especial teoría, y a menudo he pensado que su poder
personal era tal que podía facilísimamente hacer tanto mal como bien».
Estas palabras de Fritz Peters merecen atención particular pues, además del hecho de
que habla con candor sin artificio y honestidad patente, es acaso el testimonio más
imparcial y más «neutro» entre los biógrafos que conocieron personalmente a Gurdjieff,
al no ser ni discípulo propiamente hablando —y en modo alguno, pues, un
propagandista «encargado» del mensaje— ni un miembro excluido del movimiento y
dispuesto, por ello, a oscurecer a su jefe. Era, por decirlo así, hijo de la coyuntura,
criado en el Prieuré como huérfano, sin consideración particular para las enseñanzas, y
que tan sólo tenía para con Gurdjieff el apego o el «muy grande y sincero afecto» que
un niño tiene a un pariente. Él, además, 'es el primero en admitir que su involuntaria
implicación le impide ser totalmente objetivo, más aún cuando Gurdjieff afirmó haber
depositado algo en él cuando era niño, agregando que eso se haría considerablemente
más profundo que todo lo que un simple alumno podía adquirir: «Usted aprende en piel
y no puede escapar... Yo ya en su sangre vuelto su vida miserable pero sufrimiento así
puede ser buena cosa para su alma, incluso cuando usted desgraciado, debe agradecer su
Dios por sufrimiento que yo doy». Parece que Gurdjieff estuvo suficientemente
convencido de ese «envenenamiento de por vida» para ver en Peters su sucesor, puesto
que éste fue así designado públicamente en 1945. Esta declaración no debe tomarse
demasiado en serio, dado que Bennett recibió el mismo honor durante una
conversación privada con Gurdjieff en su café de la Avenue des Ternes («Sólo usted
me puede pagar por toda mí labor»); y sabe Dios sobre cuántos hombros más pasó el
manto, aunque Bennet fue sin duda el último en recibirlo, puesto que Gurdjieff murió
una semana más tarde. Peters ha apreciado las incógnitas de su «elección» de forma
muy astuta: 1. «Era realmente la verdad» (aunque, «honestamente, yo ignoraba en qué
consistía "su trabajo"»); 2. «Era para descubrirme mi ego»; 3. «Deseaba producir
diversas reacciones en las demás personas presentes»; 4. «Era una enorme broma para
los piadosos discípulos.» Aunque no confía su conclusión definitiva al lector, si es que
la tiene, Peters proporciona indirectamente un dato en su doble juicio sobre Gurdjieff:
«una especie de Mesías fatal engendrado de sí mismo», y «en un sentido muy literal y
paradójico, la propia personificación de esta excelente expresión: "un auténtico y
verdadero impostor"»; dos ideas que son menos irreductiblemente contradictorias de lo
que podrían parecerlo a primera vista.

* * *

Aprovechando el insomnio que padeció durante su convalescencia, Gurdjieff, que de


todos modos dormía poco, empezó a trazar un plan para extender sus ideas en el mundo
escribiendo libros. Y así, tras un café de medianoche con Olga de Harttmann, que
escribía a su dictado, comenzó, Todo y cada cosa: Relatos de Bel-cebú a su nieto (All
and Everything: Beelzebub's Tales to His Grandson): «Era en el año 223 después de la
creación del mundo», las palabras venían en ruso. «... Por el universo volaba la nave
Karnak, destinada a las comunicaciones transespaciales...» Como no era hombre de
concebir nada a escala menos que gargantuesca, preveía que su obra había de superar
fácilmente el millar de páginas, sólo para la primera parte de la trilogía, cuya segunda
parte sería los casi o pseudoautobiográficos Encuentros con hombres notables
(Meetings with remarkable Men), y la tercera: La Vida es real sólo entonces, cuando
«yo soy» (Life is Real Only Then, When «I am»), en la cual debía descubrir sus
especulaciones más secretas. Cuando más tarde fue capaz de escribir por sí mismo,
transcribió sus pensamientos en armenio. El texto era retraducido a continuación en mal
ruso por armenios y revisado por Mme. de Hartmann antes de ser traducido a un inglés
de diccionario por su marido, y luego arreglado por Orage (que ayudó a fijar el lenguaje
definitivo) y los estudiantes que hablaban inglés. El autor elegía como «cuartel general»
el Café de la Paix, en París, aunque igualmente escribió en los restaurantes, salas de
baile y otros lugares que él llamaba «los "templos" representativos de la moralidad con-
temporánea». Luego vino el choc de 1927: Tras haber dado frecuentes lecturas de
Belcebú, Gurdjieff se vio obligado a reconocer que su auditorio no entendía ni una
palabra. Sea que el libro fuese demasiado esotérico, sea que sus pensamientos se
volviesen irremediablemente desnaturalizados por las múltiples traducciones, vio que
había que volver a hacerlo todo de nuevo. (Algunos lectores pueden encontrar la versión
final igual de incoherente, pero eso es otra historia...)
Había que tomar una decisión. Según sus cálculos, el trabajo de revisión y publicación
tomaría alrededor de siete años. Por otra parte, ni él, en cuanto clínico experimentado, ni
los médicos preveían que pudiese sobrevivir ni la mitad de ese tiempo. Por
consiguiente, resolvió «movilizar todas sus capacidades», y si no aparecía ninguna
solución el próximo día de año nuevo (Gurdjieff consideraba que su cumpleaños caía el
uno de enero del calendario antiguo), «entonces, el último día del año antiguo, destruiré
todos mis escritos, calculando el tiempo de tal modo que a medianoche me destruiré al
mismo tiempo que la última página».
Entonces comenzó a advertir que su producción literaria, o «trabajabilidad», era
proporcional a la intensidad de los sufrimientos que había de soportar, agravados más
tarde por la muerte primero de su madre y luego de su mujer. Así, la respuesta a ese
problema le llegó incidentalmente el día de Navidad: se podía establecer —y, llegado el
caso, aplicarlo a los demás— un principio referente a la relación entre el sufrimiento
intencional (para la que forjó la palabra partkdolgduty, amalgama de armenio, ruso e in-
glés) y el trabajo creador; fórmula que habría de inmortalizar en la lápida de su madre:

Ici repose
La mére de celui
Qui se vit par
Cette mort forcé
D'écrire ce livre
Intitulé Les Opiumistes 14

Ahora ya no quedaba más que poner en práctica la teoría, y, el 6 de mayo de 1928, Gurdjieff
hizo juramento irrevocable ante su propia esencia «de retirar de mi vista, so pretexto de varias
buenas razones, a todos cuantos, de una forma u otra, hacen mi vida demasiado cómoda».
Puesto que tener a sus amigos alrededor no era tan cómodo —pues él escribe que durante su
«Gran Enfermedad», «venían-chupaban-mi-sangre-como-vampiros-y-se-volvían-a-ir»—, hay
que suponer que no tenerlos alrededor se revelaría más incómodo todavía. Ya hemos visto cómo
se había deshecho de Ouspensky. Entre sus más próximos y antiguos colaboradores, los
primeros en ser despedidos fueron el Dr Stjernwal, el brazo derecho de Gurdjieff desde la
fundación del Instituto en Rusia, con su mujer y sus hijos; los jóvenes rusos Ivanoff y
Ferapontoff, respectivamente jefe de los «movimientos» escénicos y secretario personal así
como traductor de las exposiciones al inglés—, estos dos hombres, anonadados, emigraron a
Australia—, el Dr. Maurice Nicoll, eminente intérprete de la psicología jungiana; Alejandro de
Salzmann, que se fue a Suiza donde murió poco después; Thomas de Harttmann, porque las
condiciones se habían vuelto tan intolerables que se encontraba en el límite de sus fuerzas y al
borde de la depresión nerviosa; y, luego, su mujer, porque no podía acceder a la petición de
Gurdjieff, que quería que ella lo forzara a volver. Poco antes, Bennett fue puesto en tal
situación que no había podido hacer otra cosa que dejar el Prieuré; se las arregló, no

14
Aquí descansa / La madre de aquel / Que se vio por / Esta muerte obligado / A escribir el libro
/ Titulado / Los Opiumistas.
Cabe asombrarse de que la terminación normal de la vida de una anciana pudiese traumatizar así
a su hijo; además, el libro es desconocido. Gurdjieff, no obstante, se mostraba extremadamente
sentimental cuando se trataba de vínculos familiares —aunque el epitafio parezca indicar lo
contrario—. Lo que esta conmemoración podría probar, es que su autor vivía realmente las con-
tradicciones que la mayoría de sus biógrafos juzgaron «fingidas» por oportunismo.
obstante, para reunirse con el taumaturgo veinticinco años más tarde. En cuanto a
Peters, en el momento de su investidura se le dijo que no volviese nunca más; lo intentó,
no obstante, sólo para ver a Gurdjieff cerrarle la puerta en las narices diciendo: «No
poder decir adiós otra vez. Esto ya hecho». Orage, al comienzo de los años 30, habiendo
encontrado intolerable la separación, tomó la decisión de poner fin a sus actividades y
volver a Francia; la misma noche, murió de una crisis cardiaca, lo que causó cierto choc
a Gurdjieff. Incluso Ouspensky, en 1947, en la época de la enfermedad que se lo llevó,
lloraba borracho: «¿No comprende cuánto lo quiero? ¿Por qué no me deja volver? Él
sabe que tengo necesidad de él y yo sé que él tiene necesidad de mí».
El pronóstico establecido por Gurdjieff y su médico resultó distar mucho de dar en la
diana, pues iba a vivir más de siete veces el número de años que le habían concedido. Al
propio tiempo que escribía, durante este período, solicitó de de Hartmann más de un
centenar de partituras musicales que debían constituir un acompañamiento emocional a
la lectura de los capítulos de Belcebú, libro que se arregló para escribir de nuevo por
completo en dieciocho meses. Durante ese tiempo la vida en el Prieuré recuperaba
lentamente su animación: pese a todas las marchas, siempre llegaban suficientes nuevos
«becerros» para permitirle al Instituto desarrollarse, armónicamente o no. Así, hubo
otros viajes a América en 1929, 1930 y, hasta la guerra, viajes en el curso de los cuales
Gurdjieff pasó el tiempo con sus grupos en Chicago y, sobre todo, Nueva York, donde
tenía «despacho» en el Child's Restaurant de la Quinta Avenida y la calle 56, o en una
de sus sucursales. Según Bennett, cabe suponer que también hizo uno o varios viajes
cortos a Asia durante aquel período; en todo caso, los sellos de algunas cartas que
recibió muestran que seguía estando en relación con el Turkestán. Y cuando hablaba de
«escribir cartas para pedir informaciones a... amigos que respetaba», evidentemente no
estaba pensando en sus alumnos.15

* * *

Todas las tensiones y trasiego de los años que siguieron al accidente de automóvil,
sumados a las dificultades financieras, acarrearon el cierre y la venta del Prieuré en
1933, y Gurdjieff se instaló finalmente en el apartamento parisino de su hermano
Dimitri, que acababa de morir, una vivienda más bien húmeda y mugrienta situada en el
número 6 de la Rué des Colonels-Renard, cerca de l'Etoile, residencia que conservó
hasta el final. «Aunque no hubiese parque ni jardín en el que pudiesen trabajar los
alumnos del Sr. Gurdjieff, observaba Peters en 1945, la «enseñanza» de su método no
me pareció que hubiese cambiado mucho. Seguía habiendo lecturas, conferencias,
grupos de danza y entrevistas con ciertos alumnos. Lo único que faltaba en el ambiente
general era el propio Prieuré.»
Trabajaba sin cesar para tratar de poner a punto y publicar su trilogía, pues aunque se
escribió exclusivamente para el «círculo interior», era evidentemente una obra
demasiado importante para guardarla para siempre fuera del alcance de la humanidad.

15
Digamos, sólo para dejar constancia de ello, que, según el testimonio del científico francés
Jacques Bergier, a uno de los «Buscadores de Verdad» que acompañaron a Gurdjieff durante
sus primeros viajes por Asia, Louis Pauwels lo identifica con Karl Haushofer, célebre oficial y
geógrafo alemán, que no fue solamente consejero político de Hitler, sino que también fue el
fundador de la Orden de Tule, sociedad secreta a la que pertenecían Hitler y otros personajes
nazis de primera fila. Las ideas filosóficas de esta orden estaban inspiradas en el manuscrito
tibetano Dzian. Se asegura que Gurdjieff estaba en contacto regular con Haushofer, a quien
propuso, además, el emblema de la swástika invertida.
Su estilo de vida por aquella época consistía en ir de compras para luego preparar la
cena, cocinarla y servirla —sustituyendo su fez magenta al gorro de chef— para tal vez
cuarenta personas o más, en un comedor hecho para dar cabida a seis, lo que obligaba
inevitablemente a la mayor parte de los invitados a permanecer de pie, servidos en los
pasillos y los marcos de las puertas mientras salían los platos de la cocina al santo y
seña de: «¡Cadena!». Algunos comentadores han creído discernir una analogía entre
estos banquetes y la Santa Cena; lo cual ilustra, si es que hacía falta, el dicho de
Gurdjieff a propósito de la facilidad con que la gente puede ser inducida, por el poder de
sugestión, a «creer cualquier pamplina».
Durante la guerra, además de su comercio de alfombras, recogía los beneficios de una
empresa de su propiedad que fabricaba pestañas postizas. Además, parecía vivir en plan
más bien señorial en pleno período de penuria pues, como él mismo decía: «trato con
alemanes, con policías, con todo tipo de idealistas que hacen "mercado negro".
Resultado: como bien y continúo tener tabaco, alcohol y lo necesario para mí y para
otros muchos. Cuando hago esto —bien difícil para mayor parte de la gente— puedo
también ayudar muchas personas». De hecho, Peters informa que su mentor parecía
mantener, con inusual deferencia, a todo un séquito de personas de edad y sin recursos
que cada día iban a su casa. Cuando no estaba en ella, siempre se lo podía encontrar en
el Café de la Paix, perorando como un Pitágoras de bulevar o un moderno Falstaff.

* * *

Bennett volvió a tomar contacto con él en verano de 1948. Por aquella época, Gurdjieff
partió un día para dar una de sus excursiones automovilísticas. Se dirigía a Cannes en un
coche prestado cuando, al atravesar un pueblecito, el vehículo chocó con un camión de
reparto con el conductor borracho, que resultó muerto en el acto junto con su
acompañante. Los tres pasajeros de Gurdjieff no tuvieron heridas graves, pero él quedó
aprisionado en el coche estampado, entre volante y asiento, e hizo falta una hora para
sacarlo de allí. Él permaneció perfectamente consciente durante todo ese tiempo y
dominó cada movimiento para evitar una pérdida de sangre que hubiera sido fatal.
Bennett llegó a la Rué des Colonels-Renard a la noche siguiente, justo en el momento
en que dos coches llegaban lentamente. Gurdjieff salió penosamente de uno de ellos,
cubierto de sangre y negro de contusiones. Bennett creyó «que estaba viendo a un mo-
ribundo. La palabra aún es demasiado floja: era un hombre muerto, un cadáver, lo que
salía del coche; y sin embargo andaba. Yo temblaba como si hubiese visto a un
muerto».
Con su tenacidad férrea, Gurdjieff comenzó a dirigirse a su habitación, donde se sentó y
dijo: «Ahora todos los órganos destituidos. Necesario hacer nuevos». Luego, se volvió
hacia Bennett y sonrió: «Esta noche usted viene cenar. He de hacer trabajar cuerpo».
Mientras hablaba, un violento espasmo de dolor sacudió su cuerpo y de un oído brotó
sangre. Bennett pensó: «Tiene una hemorragia cerebral. Va a matarse si sigue obligando
a su cuerpo a moverse». Pero reflexionó a continuación: «Ha de hacer todo eso. Si
permite que su cuerpo se detenga, morirá. Tiene el dominio de su cuerpo».
Tan pronto como llegó el médico, ordenó que Gurdjieff guardara cama inmediatamente
si no quería morir, en todo caso de neumonía por no hablar ya de otra cosa, pero su
paciente no obedeció, fue a comer como de costumbre —con fractura de cráneo,
costillas rotas, los pulmones llenos de sangre y todo lo demás—, mientras todos los
presentes permanecían en una angustia indescriptible. Cuando finalmente se fue a la
cama, rechazó la morfina que le traían, diciendo que había encontrado «cómo vivir con
sufrimiento». Rechazó asimismo la penicilina («es veneno para psique del hombre») y
los rayos X, y por algún increíble despliegue de energía interior, se restableció tan bien
que, dos semanas más tarde, había reemprendido su ritmo de vida habitual.
Gurdjieff, no obstante, debió de darse cuenta de que había llegado el momento de jugar
su triunfo mayor, pues comenzó a reunir a sus discípulos nuevos y antiguos del mundo
entero. Tres o cuatro días después del accidente, ya le había pedido a Bennett que
hiciese venir a su grupo de Inglaterra: «Que vengan todos... Necesario no perder
tiempo». Así, el eminente científico, lingüista, matemático, viajero y buscador inglés
exhortó a sus discípulos a que se pusiesen directamente bajo la dirección de Gurdjieff:
«Tengo ahora... lo que llamaría la Esperanza objetiva de poder concluir la
transformación del Ser, que ha sido mi objeto durante casi treinta años. Estoy
persuadido de que la misma esperanza objetiva existe para todos ustedes. Debo
advertirles que Gurdjieff es un enigma mayor de lo que pueden imaginar. Estoy cierto
de que es profundamente bueno y de que trabaja por el bien de la humanidad. Pero sus
métodos suelen ser incomprensibles. Por ejemplo, emplea un lenguaje repugnante,
especialmente con las damas, que pueden ofuscarse por estas cosas. Tiene reputación de
conducirse desvergonzadamente en asuntos de dinero, y lo mismo con las mujeres. A su
mesa, hay que beber alcohol, a menudo hasta embriagarse. Algunos han dicho que es un
mago y que utiliza sus poderes para sus propios fines... Lo que yo sé, es que puede
mostrarnos la manera de trabajar de forma efectiva y de obtener de ello resultados... por
el simple hecho de despertar los poderes latentes en nuestro propio cuerpo.
»Desde mi punto de vista, cualquiera que sea el peligro y por grande que sea el precio,
vale la pena correr el riesgo.»

* * *

Mañana, tarde, atardecer y noche: cada día ejercicios rítmicos, lecturas, entrevistas
privadas y festines pantagruélicos sin interrupción, y además una multitud de gente que
llegaba en todo momento: la tensión crecía hasta hacerse insoportable. Dado el vapuleo
a los egos y el pandemónium general, grandes magnates de los negocios quedaban
reducidos a llorar, mientras que hombres y mujeres, tras una sola semana pasada con
Gurdjieff, debían abandonar el lugar en dirección al hospital psiquiátrico más cercano.
No importaba lo que iba «mal», siempre estaba «bien», puesto que todo contribuía a
hacer avanzar el «trabajo».
Pero Gurdjieff podía mostrarse extraordinariamente cortés cuando lo deseaba, como
tuvo ocasión de comprobar Denis Saurat durante una entrevista que mantuvo con él
años antes. O tierno, cuando, habiendo tocado a las dos de la madrugada algún aire
melancólico de Oriente en su pequeño órgano portátil hasta que todos los ojos estaban
húmedos, se detenía de repente, adivinando los pensamientos del auditorio, y decían
tranquilamente tras una pausa: «Es una oración». O desarmante, como podía descubrir
una tímida discípula llamando a su puerta y encontrándose, cuando él abría, clavada en
el suelo, sin voz, ante un rostro cuyas máscaras por una vez habían caído, y que aparecía
ahora iluminado de caridad por el mundo; la calmaba con esta simple explicación:
«Dios me ayuda».
En otoño el maestro se embarcó de nuevo para América a fin de visitar sus grupos y
hacer publicar Belcebú. El programa seguía siendo el mismo: reuniones en el Child's
Restaurant, festines en su apartamento con música de su infalible acordeón hasta las dos
de la madrugada, hora en que Gurdjieff se concedía tres horas de sueño antes de una
visita matutina a los mercados para comprar las provisiones destinadas a alimentar a
ochenta alumnos.
Al regreso de Gurdjieff a Francia, la primavera siguiente, cuando tenía setenta y dos
años, su salud empezó a deteriorarse rápidamente, y aunque pasó el verano como de
costumbre, combinando todo tipo de proyectos y preparando otro viaje a América,
estaba preocupado sobre todo por el asunto de la continuación de su obra en el futuro.
«Los cinco próximos años decidirán, decía. Es el comienzo de un mundo nuevo. He de
hacer "chic" con el mundo viejo (es decir, aplastarlo como un piojo), o si no, será él
quien hará "chic" conmigo. A partir de ahora, necesito soldados que luchar para mí por
el mundo nuevo.»
El 21 de octubre, vio las pruebas de la edición americana de Belcebú, y aparentemente
vio en ello el signo de que su obra estaba cumplida, pues, al día siguiente, fue a su café
por última vez. Las piernas de Gurdjieff estaban tan hinchadas por la hidropesía que,
cuando intentó partir, Bennett hubo de subirlo a su coche, insistió, no obstante, en
conducir. Para Bennett fue una experiencia terrorífica, pues Gurdjieff no tenía fuerza
para pisar el freno. Tras haber estado a punto de chocar con un camión, el coche se
detuvo, al término de una loca deriva, delante de su casa.
Cuatro días más tarde, Gurdjieff era cargado en una camilla y conducido al hospital
americano, donde hacía chistes fumando un cigarrillo mientras el médico drenaba su
hidropesía. «¡Bravo, América!», dijo, y cayó en coma. A las once de la mañana, el 29 de
octubre de 1949, estaba muerto.
Pero ¿lo estaba? Una de sus discípulas, Solita Solano, escribió: «Cuatro horas después
de su muerte, su frente y su cuello todavía estaban muy calientes; el médico reconoció
que no entendía por qué». Y Bennett, que llegó de Inglaterra en el primer avión, dijo
después del embalsamamiento: «Estaba convencido de que respiraba. Cuando cerraba
los ojos y retenía mi aliento, podía oír discretamente una respiración regular, mientras
que no había nadie más en la capilla».
Los médicos quedaron aún más intrigados —después que la autopsia hubo mostrado el
estado de deterioro en que se encontraban la mayor parte de los órganos de Gurdjieff—
por el hecho de que hubiese podido vivir tanto tiempo.
El cuerpo descansó durante unos días en la capilla funeraria del hospital, donde los
discípulos velaron permanentemente en medio de una profusión de flores y del vaivén de los
numerosos visitantes que llegaban continuamente. El ataúd se transportó luego a la catedral rusa
de la calle Daru, donde el sacerdote celebró un corto oficio. La Sra. de Harttmann escribe:
«Cuando el sacerdote terminó la ceremonia y subió hacia el altar, corrió la cortina. En el mismo
momento, se apagaron las luces eléctricas... por una razón inexplicable (según el sacerdote)... La
iglesia quedó sumida en la oscuridad, iluminada tan sólo por los cirios que ardían ante los
iconos».
Fue Thomas de Harttmann quien compuso el eulogio para el entierro, y lo hizo de suerte «que
las últimas palabras pronunciadas por el sacerdote en la iglesia rusa, ante el féretro, fuesen
extraídas de La Lucha de los Magos». «El sacerdote de la iglesia rusa —refiere Sólita Solano—
afirma que nunca hubo antes un funeral como aquél, excepto el de Chaliapin, y que nunca ha
visto tal dolor general ni tal actitud de concentración por parte de asistentes a exequias. Hasta el
empresario de pompas fúnebres, que nunca había visto a Gurdjieff antes de que éste muriese, se
derrumbó sobre la tumba y lloró. Sólo por las vibraciones, me atrevería a decir.»
Gurdjieff fue enterrado en una tumba sin nombre, en Avon, que desde entonces se convirtió en
una especie de Meca, puesto que Bennett, en su propiedad de Coombe Springs, cerca de Kings-
ton, en Surrey, erigió en 1957 un curioso edificio de nueve caras destinado a concentrar las
vibraciones espirituales, llamado el Djamichunatra —conforme a un lugar descrito en el
capítulo 46 de los Relatos de Belcebú, en el que el alma recibe un «segundo alimento —
sérico—» y colocado de tal modo que su eje central está orientado hacia Fontainebleau.16
16
Este templo de vibraciones se inauguró con ocasión de la llegada a Coombe Springs del taumaturgo
indonesio Pak Subuh, que pareció ser la respuesta a la enigmática premonición que Gurdjieff tuvo en el
mes de mayo de 1949: «Tengo necesidad grupo holandés para contacto con India holandesa.» La visita de
Subuh constituye ya por sí sola toda una historia, que además tuvo gran publicidad después de la cura
PARTE II

LA ENSEÑANZA

Yo no hablo de ello como nuestros literatos de la angustia patentada: a la ligera: digo


que, para algunos escritores, la experiencia Gurdjieff, que es la gran tentación, ha
abierto, y amenaza abrir todavía, los caminos de la enfermedad, de la cama de hospital
y del cementerio.
Louis Pawels es el autor de esta advertencia sacada de su artículo «Une société secrete:
les disciples de Georges Gurdjieff», publicado en la revista Arts, número del 1 al 7 de
mayo de 1952; en él hace balance de su encuentro con Gurdjieff, de dos años durante
los cuales trabajó en un grupo bajo la dirección de Mme. de Salzmann. Prosigue
diciendo: «No obstante, he recibido, gracias a Gurdjieff, una enseñanza sobre la
mecánica de la mente, sobre la ilusión de vivir y de pensar, sobre la no-posesión de sí,
sobre la existencia fantasmal del ser y sobre las posibilidades de adquirir una vida real,
que es, todavía hoy, mi bien más preciado. Pienso que quienes, como yo, han tenido la
suerte de escapar de Gurdjieff y suficiente seriedad para hacer un verdadero balance de
su estancia con él, se consideran con razón dañados para siempre, pero también
iniciados17 en las debilidades y los poderes esenciales de la naturaleza humana. Por eso
no puedo hablar de él sin añadir a las simplicidades de la condena las ambigüedades del
profundo respeto».
Estas observaciones requieren varios comentarios. En primer lugar, los hechos
demuestran que los escritores no han sido los únicos tentados por la experiencia, ni son
los únicos que han sufrido sus consecuencias, pues los riesgos no son patrimonio
exclusivo de nadie. Luego, es bien difícil admitir que la condena pronunciada por
Pauwels quede contrapesada con el homenaje que le sigue, pues el daño persistente que
atestigua con tanto candor es un precio muy gravoso para una enseñanza, sea la que sea.

sensacional de la actriz Eva Bartok. En la propiedad de Bennett, más de cuatrocientas personas fueron
«abiertas» en un mes por el latihan del mago; un hombre, en su ardor por progresar, dejó su latihan tan
fuera de control que se derrumbó sobre la alfombra y murió. Hasta para Subuh era demasiado, y exclamó:
«En veinticinco años, Bapak nunca había visto nada como esto.»
17
Algunos discípulos han llamado a la «efusión» de poderes de Gurdjieff una «iniciación al
surrealismo».
Y quienes, como él, han intentado disociarse del movimiento demasiado bien saben que
no exagera —y que realmente llevan un buen fardo a la espalda...—. En cuanto a las
introspecciones y percepciones que constituyen lo que Pauwels llama su bien más
preciado, simplemente forman parte de lo que se puede realizar plena e íntegramente
por medio de las prácticas espirituales ofrecidas por toda organización tradicional
auténtica, con la condición indispensable de someterse completamente a la Voluntad
divina —revelada por las doctrinas y ritos de la religión seguida— bajo la dirección de
un maestro calificado; y este bien no es tan sólo preciado, sino que no tiene precio,
puesto que lo comprende todo, nada puede prevalecer contra él y, una vez adquirido,
nunca se podrá perder.
¿Cuál es, entonces, ese patrimonio de los antiguos sabios que Gurdjieff trajo de Oriente,
ese algo más, por encima y más allá de lo que las religiones reveladas pueden ofrecer, y
que permite que hombres como Pauwels y Bennett afirmen que «la cosa vale la pena»?
Debemos, pues, pasar convenientemente por el tamiz las enseñanzas dadas por
Gurdjieff, y ver qué queda de sus concepciones una vez se hayan extraído de ellas todos
los elementos auténticamente tradicionales. No hay ninguna necesidad, de todos modos,
de mostrar excesivo respeto por los términos de «antiguos sabios» que, como la divisa
«Libertad, Igualdad, Fraternidad», suenan bien al oído y pueden significar cualquier
cosa que se quiera ver en ellos. Si bien las doctrinas tradicionales se remontan verda-
deramente a la Antigüedad, las doctrinas subversivas se arrogan también al origen más
«antiguo y honorable» que el lector pueda desear.
Gurdjieff envidiaba las dotes literarias de Ouspensky, pero no tenía igual cuando se
trataba de hablar: podía literalmente magnetizar a su auditorio. Aunque fuesen de
opinión diferente sobre el contenido preciso de lo que había dicho, los auditores eran
unánimes en declarar que, fuese lo que fuese, era absolutamente fenomenal. Según
Bennett, la explicación radica en el hecho de que
sus palabras se referían a dos niveles distintos de conciencia, y que la memoria no es
capaz de dar cuenta de ello. Pero eso no puede ser completamente cierto, pues los
autores del libro recién publicado: Views from the Real World: Early Talks of Gurdjieff,
As Recollected by his Pupils, afirman que, «incluso en estas notas tomadas de memoria,
es impresionante observar siempre el mismo tono de voz humano, el mismo hombre que
suscita una secreta reacción en cada uno de sus oyentes». Se podría, naturalmente,
querer inferir de ello que como gran parte de lo que dijo Gurdjieff toma un aire bastante
trivial una vez impreso, sus palabras necesariamente tenían que tomar otro sentido en un
nivel de conciencia más profundo, pero, partiendo de ahí, habríamos de mostrar la
misma deferencia para las invenciones de un místico de la droga, abandonando entonces
todo criterio de objetividad. Dicho sea de paso, Gurdjieff administraba a veces drogas a
algunos alumnos, a fin de obtener ciertos resultados psíquicos, pero eso no era nada
comparado con la fuerza de su hanbledzoin, como hemos explicado' en la primera parte
de este estudio.
Sea lo que fuere, no estamos obligados a dejar que nuestro razonamiento se pierda en la
niebla de la subjetividad, pues el propio Gurdjieff dio su Imprimatur a la
documentadísima obra de Oupsensky titulada primero Fragments of an Unknown
Teaching {Fragmentos de una enseñanza desconocida). Cuando Bennett le leyó el libro,
«él escuchó con visible satisfacción, y cuando hube terminado, dijo: "Antes odiaba a
Ouspensky, ahora le amo. Esto muy exacto, cuenta lo que yo digo"». Las informaciones
dadas por otros discípulos concuerdan con las líneas generales de la exposición
presentada por el primer discípulo ruso de Gurdjieff suficientemente para estar seguros
de que el corpus de enseñanza de que disponemos representa auténticamente lo que
había expuesto el taumaturgo armenio.
El punto crucial del mensaje de Gurdjieff radica en el célebre «Conócete a ti mismo»,
exhortación que, tradicionalmente, es doble. Por una parte, las autoridades espirituales
nos prescriben conocer nuestro yo individual en todas sus posibilidades, sus aspira-
ciones y sus limitaciones; por otra parte, hemos de conocer nuestro si verdadero, el
Único Ser real que sostiene todos los seres separados, más allá de su independencia
ilusoria. Esta doctrina, desde luego, es universal y ha gozado de gran importancia, por
ejemplo, en el budismo. Puesto que se ha mencionado la orden sufí de los Yesevis, será
conveniente que citemos aquí (con arreglo a Bennett) algunos preceptos de un sufí del
mismo linaje, que vivió en Bujara en el siglo XII, Abdulhalik Cujduvani:
Sé presente en cada aliento. No dejes vagar tu atención ni el tiempo de un solo aliento.
Recuérdate siempre y en todo momento.
Viajas hacia tu patria. Acuérdate de que estás viajando desde el mundo de las
apariencias hacia el mundo de la realidad.
Soledad en la muchedumbre. Permanece libre interiormente en todas tus actividades
exteriores. Aprende a no identificarte con nada.
Recuerda a tu Amigo (Alláh). Que la invocación {dhikr) de tu lengua sea la invocación
de tu corazón (qalb).
Sé consciente constantemente de la cualidad de la presencia divina. Acostúmbrate a
reconocer la presencia de Alláh en tu corazón.
¿Cómo expone Gurdjieff este mensaje? El hombre, dice, nace sin alma; el alma sólo se
puede adquirir por un esfuerzo consciente. Las gentes corrientes son sólo máquinas, no
valen más que el estiércol —y para estar seguro de que su auditorio comprendía,
empleaba la palabra de cinco letras en francés (o de cuatro cuando hablaba inglés), en su
habla inimitable, que señalamos expresamente— no para hacer burla de alguna
incapacidad por su parte en dominar todas las complejidades del francés o el inglés,
sería ridículo —sino porque aunque no fue ni mucho menos lingüista ni filólogo, sin
embargo explotaba deliberadamente los barbarismos para obtener efectos deseados:
«Cuando hablaba o daba una conferencia, dice Bennett, no concedía ninguna importan-
cia a las reglas de gramática ni de lógica, ni siquiera de simple coherencia... fue más allá
y abandonó toda regla».
Volviendo a nuestro tema, hasta aquí estamos en la escuela de Leucipo y Demócrito,
que enseñaban que el alma puede adquirirse; pero Gurdjieff, al contrario que Demócrito,
admite que en cierto estadio del desarrollo, el alma puede sobrevivir a la muerte física
—al menos en cierta medida—. Lo que luego enuncia a propósito de la inmortalidad, de
la «reencarnación», del «cuerpo astral» y el resto, es demasiado caótico para que sea
posible reunirlo en una formulación coherente. Desde el punto de vista tradicional, una
persona sin alma es tan impensable como un cuerpo sin corazón, un círculo cuadrado,
agua seca o un árbol sin raíces, puesto que el cuerpo no es sino la proyección o «forma
exterior» del alma.
Lo cierto es que Gurdjieff nos asegura que la gente sufre la ilusión de ser consciente,
cuando en realidad está dormida, esencialmente inconsciente, sin personalidad o
identidad verdadera que pueda reivindicar. No obstante, es posible adquirir una
conciencia real, una voluntad dominada y una individualidad permanente. Para
terminar, digamos que para ello hay que morir a lo que ahora se es. Mas, para morir —y
no «reventar como perros» como el común de los mortales—, también debemos primero
despertar tomando conciencia del atolladero en el que estamos. Cuando se ha
reconocido y admitido ese estado de cosas, se está preparado para salvar la muerte y
renacer en un «ser» verdadero. Esa vía pasa por el sufrimiento voluntario (si es que
podemos dejar de lado el hecho de que no tenemos voluntad) y requiere esfuerzos
encarnizados; es, según palabras de Gurdjieff, «una vía contra natura, contra Dios». La
hipnosis dirigida sobre lo que él llama nuestra «personalidad» —o sea los accidentes y
acumulaciones orgánicas que constituyen nuestra vida— puede ayudar a liberar lo que
él llama nuestra esencia, o sea la individualidad en su estado bruto, libre de trabas.
Como, al comienzo, el hombre «no es», no se trata, para una «no-entidad» que se une al
grupo de Gurdjieff, de aportarle su acuerdo o de asumir obligaciones; no se halla en
condiciones de hacer un pacto o de recibir una iniciación, pues la única iniciación es la
«iniciación de sí mismo» —concepto que Mme. de Hartmann, y sin duda otros muchos,
encontraba particularmente seductor.
Aunque según Gurdjieff el cerebro es «sólo un músculo», el hombre posee tres de tales
músculos. Criatura «tricerebral», se distingue de los vertebrados, que tienen dos
cerebros, y de los invertebrados, que sólo tienen uno. Al principio, esas tres faculta-
des interdependientes funcionaban armónicamente como un todo ordenado, controlando
simultáneamente en el hombre el «motor» o centro instintivo, el centro «emocional» y
el centro mental o «intelectual». Ahora bien, hace unos cuatro mil quinientos años, en la
psique se produjo una escisión que suprimió el contacto entre los centros e hizo de ellos
«entidades» completamente independientes, sin ninguna relación entre sí, trabando así
el curso normal de la «evolución» del hombre. Por este motivo, escribe Gurdjieff en The
Herald of Corning Good {El Anunciador del Bien venidero), «el hombre moderno reúne
tres hombres distintos en un solo individuo; uno de ellos piensa, estando totalmente
aislado de las otras partes, el segundo sólo siente y el tercero actúa solo por
automatismo».
Estas categorías recuerdan la clasificación, debida al Dr. William Sheldon, de los tipos
humanos en tres componentes físicos: mesomorfia, endomorfia y ectomorfia,
combinados con las características psicológicas que se refieren respectivamente al
hombre somatotónico, viscerotónico y cerebrotónico. Gurdjieff tenía particular
desprecio por el tipo «cerebrotónico» o «intelectual», ilustrado por el «profesor
distraído», y parece que en Fontainebleau se complacía en hacer trabajar a este tipo de
personas diciéndoles que cavaran enormes zanjas que debían volver a tapar a la mañana
siguiente; o también elegía damas inglesas de mediana edad para desenterrar raíces de
enormes árboles derribados por los hombres: ellas acometían desesperadamente tal
trabajo con paletas de albañil o incluso con cucharas, cuando hubieran hecho falta
tornos, haciendo montoncitos de tierra tras ellas mientras, de cuando en cuando,
echaban una mirada furtiva a papeles plegados en sus mangas y brazaletes, en los que
estaban garabateadas largas listas de palabras tibetanas que debían aprender de
memoria.18
Gurdjieff hablaba a veces de esos tres tipos evocando al faquir, a1 monje y al yogui, los
cuales —contrariamente al europeo cultivado, que, con su «ciencia exacta» y su fe en el
progreso y la cultura, no progresa nunca—, pese a sus maneras rústicas y torpes, están al
menos en la vía de la evolución. Los que actúan de manera más tosca son los faquires, o
sea, los que, luchando para adquirir el dominio del cuerpo, se someten a sufrimientos y
torturas terribles para obtener débiles resultados adquiridos a ciegas; el monje sabe un
poco más lo que quiere; y, con el sentimiento de que sus esfuerzos y sacrificios
«complacen a Dios», puede obtener en una semana lo que el faquir obtiene en un mes;
18
La responsabilidad del gallinero se le confió a un concertista de piano muy orgulloso de sus hermosas
manos. Poco después le reconoció tímidamente a Gurdjieff que las gallinas no ponían bien. «Claro que no
—le respondió—, porque usted no amar a ellas. Aquí gallinas conocen gente. Ponen para gente que ama a
ellas. Usted debe aprender amar gallinas.» A la mañana siguiente, Bennett, por casualidad, se encontró al
pianista turbadísimo en el gallinera, esforzándose por obedecer las órdenes pero claramente
desconcertado sobre cómo conquistar el corazón de una gallina... Los defensores del mago afirman
que esa clase de personas sólo pueden culparse a sí mismas si carecían de sentido crítico. Es bastante
posible; no era fácil conservar una objetividad crítica en su presencia.
el yogui es el más evolucionado de los tres, pues sabe muy bien lo que quiere y cómo
obtenerlo; en un día puede hacer lo que el monje en una semana. Pero estas tres vías
exigen la ruptura de toda relación con el mundo y no ofrecen a cambio más que
resultados muy parciales; a fin de cuentas, no son satisfactorias. Así, de un golpe, vemos
eliminados a hombres como Rümí, San Francisco de Asís y Shankaráchárya —a menos
que se replique que fueron en secreto adeptos de la Cuarta Vía—.
Esta Cuarta Vía, que es la más difícil de descubrir porque es muy poco conocida y ha de
encontrarse más o menos fortuitamente, es al propio tiempo la más fácil de seguir,
puesto que dispensa del fardo de la religión y de todo lo «superfluo» conservado por
«tradición»; no exige retiro al desierto e incluso puede desarrollarse simultáneamente en
las tres direcciones mencionadas simplemente con la preparación y absorción de una
«pildorita que contiene todas las sustancias requeridas». Por este motivo, «se la llama a
veces la vía del hombre astuto. El «hombre astuto» conoce un secreto que el fakir, el
monje y el yogui no conocen. ¿Cómo aprendió el «hombre astuto» ese secreto? Se
ignora. Tal vez lo ha descubierto', en viejos libros, acaso lo ha heredado, quizá lo ha
comprado, quizá lo ha robado a alguien. Da igual. El «hombre astuto» conoce el secreto
y éste le permite superar al fakir, al monje y al yogui».
La fuente de esta enseñanza se remonta a la Fraternidad Sarmun de Babilonia, la cual,
aparte lo que quiera designar, es casi de cierto un alias de Georgi Ivanovich Gurdjieff.
Finalmente, fue ampliada la clasificación de modo que incluyese siete categorías de tipo
mitríaco: el hombre número cinco adquiere un saber aún más objetivo que el hombre
número cuatro, mientras que el hombre número seis tiene la totalidad del saber. Pero,
no obstante, puede perderlo; sólo el hombre número siete posee «el saber objetivo y
totalmente práctico de Todo».

* * *

En cuanto al conocimiento, Gurdjieff enseñaba que es material y que posee por ello
todos los caracteres de la materialidad. Como ocurre con «la arena del desierto y el agua
del mar, lo hay en cantidad definida e invariable», de suerte que cuanto más tenéis aquí,
menos tenéis allí. Lo que significa que si el conocimiento debiese estar repartido por
igual entre la masa, se volvería tan diluido que nadie podría ser ni un ápice más sabio
que otro, sino que cada uno sería definitivamente tonto, por no decir más. Mientras que
si las reservas limitadas de ese conocimiento se concentran en un pequeño número de
iniciados muy particularmente escogidos, estos últimos serán entonces inmensamente
sabios y de considerable utilidad para la humanidad, pues la gran mayoría de la gente es
de todas formas demasiado estúpida para desear el conocimiento, al no saber siquiera
que están completamente desprovistos de él.
Desde el punto de vista tradicional, el Conocimiento puro, siendo un atributo divino, es
infinito —y por ello mismo inagotable— y es tan poco «fraccionable» como el Ser puro
o la Beatitud pura. Es el Conocimiento divino lo que «mide» al mundo, y no al revés.
Para Gurdjieff, el conocimiento no es tampoco el único ponderable imponderable; «todo
es material en el Universo»: «Lo Absoluto es tan material, ponderable y mensurable
como la luna o el hombre. Si el Absoluto es Dios, eso significa que Dios puede ser
pesado y medido, resuelto en sus elementos constituyentes, «calculado» y formulado...
Por consiguiente, el Gran Conocimiento es más materialista que el materialismo... Lo
repito: todo en el Universo es material. Sopesad estas palabras y comprenderéis, al
menos en parte, por qué he empleado la expresión «más materialista que el
materialismo»... Dios y el microbio son el mismo sistema, la única diferencia es el
número de centros». Volvemos una vez más a Demócrito —a menos que los «antiguos
sabios» de que se ha tratado fuesen más bien Chârvâka, el nástika indio, o Pakudha
Kachchâyana, el filósofo jorobado de la secta Ajîvika, que vivía en el siglo v a. de C.
Hay que entender bien que la enseñanza cosmológica de Gurdjieff es una forma de
atomismo, e igualmente hay que saber que no se puede encontrar rastro de atomismo en
ninguno de los grandes sistemas tradicionales, sean occidentales u orientales, puesto que
tal teoría —dejando aparte las innovaciones de una o dos escuelas filosóficas
modernas— sólo se encuentra en ciertos medios heréticos al margen de estas
tradiciones.
Enuncia que el mundo está compuesto de materia en vibración, y la velocidad de las
vibraciones es inversamente proporcional a la densidad de la materia. «En lo Absoluto
es donde las vibraciones son más veloces y la materia menos densa. En el siguiente
mundo, las vibraciones son más lentas y la materia más densa; y más allá, la materia es
aún más densa y las vibraciones más lentas.»
Puede llamarse a lo «Absoluto» mundo 1; sólo sus átomos son realmente «indivisibles».
Por la intervención de las fuerzas activa, pasiva y neutralizante, lo «Absoluto» engendra
una trinidad, o mundo 3, llamado «Todos-los-mundos», cada átomo del cual está
formado de tres átomos de lo «Absoluto», siendo tres veces más gruesos y tres veces
más pesados, con movimientos proporcional-mente más lentos. Viene luego el mundo 6,
llamado «Todos-los-soles», que es nuestra Vía Láctea, el ámbito de los «arcángeles»; su
átomo está constituido por seis átomos de lo «Absoluto» que se han fusionado entre sí.
Luego, viene el mundo 12, el «sol», cuyo átomo está constituido de doce partículas
primordiales. Siguiendo la misma progresión, el mundo siguiente es el mundo 24, o
«Todos-los-planetas» de nuestro sistema solar; es el ámbito de los «ángeles». Viene
luego la «tierra», mundo 48. El último mundo es la «luna», con un enorme átomo de 96
partes; tiene un movimiento débil y densidad extrema. Esta «luna» representa las
«tinieblas exteriores» de la cosmología de Gurdjieff: se nutre y ceba a expensas de la
vida orgánica terrestre cual «enorme electroimán que aspira la vitalidad de la tierra».
Pero «en la economía del universo nada se pierde, y cuando una energía ha cumplido su
trabajo en un plano, pasa a otro plano». Así, la luna, que recibe su energía de las fuerzas
que libera la muerte en la tierra, da a su vez la energía al conjunto de la vida terrestre.
Todos los hombres son dominados por la luna salvo —¿hace falta decirlo?— los que
gracias a las técnicas indicadas por Gurdjieff, han podido desarrollar su «conciencia
integral».
Según un esquema similar, partiendo siempre de lo «Absoluto», estos mundos son
denominados, respectivamente, Protocosmo, Ayocosmo o Megalocosmo, Macrocosmo,
Deuterocosmo, Mesocosmo, Tritocosmo (el «hombre» sustituye aquí a la «tierra») y
Microcosmo (el «átomo» sustituye aquí a la «luna»).
Ahora estamos en condiciones de abordar el tema de las «influencias» que actúan en los
distintos mundos, lo que hace intervenir la «ley de tres» y, a continuación, otra ley
fundamental: la Ley de Siete, o «ley de las octavas», llamada Ley de lo Séptuple o
también Ley de Heptaparashinokh. Ya se ha visto que «la acción simultánea de las tres
fuerzas —positiva, negativa y neutralizante—» era necesaria para actualizar los
fenómenos: es la ley de tres. Y a partir de ahí, el lector perspicaz puede adivinar que los
aspectos del mundo enumerados antes están en la base de la ley de siete o ley de las
octavas. Ahora ya no queda más que identificar lo «Absoluto» con la nota do, y
tenemos nuestra gama. Puesto que no hay nada más allá o «debajo» de la «luna», si no
es lo «Absoluto», se puede empezar «debajo» de la «luna» con do, la «luna» es entonces
re, la «tierra» mi, «Todos-los-pla-netas» fa, y así sucesivamente, para llegar de nuevo al
do de lo «Absoluto», que está «por encima» de «Todos-los-mundos». El asunto se
complica un poquito cuando Gurdjieff pasa a presentar la teoría de las «vibraciones
interiores», esto es, el número indefinido de «octavas interiores» que provienen de la
octava fundamental. Puesto que cada «mundo», sin dejar de tener su vibración
particular, es al propio tiempo atravesado por «sustancias» o «vibraciones» que vienen
de los «mundos» situados por encima de él, y puesto que, gracias al «descubrimiento»
por Gurdjieff del papel del azar —que no entra en el sistema pitagórico ni en el
platónico—, las octavas pueden recibir «choques adicionales» en las divisiones mi-ja y
si-do cuando se cruzan con ciertos intervalos, pueden desarrollarse octavas dentro de
octavas, que así repercuten entre sí en las más imprevistas direcciones, ad infinitum19
Para volver a la ley de tres, «la nota do [en lo "Absoluto"] será conductora de la fuerza
activa designada por el número 1, mientras que la materia en la que actúa esta fuerza
será el "carbono" (C)». Después, la nota si conduce la fuerza pasiva, número 2, cuya
materia es el «oxígeno» (O). Por último, la es el factor neutralizante, número 3, y tiene
por materia el «nitrógeno» (N).
«El "carbono", el "oxígeno" y el "nitrógeno" reunidos producirán una materia del cuarto
orden, o "hidrógeno" (H) cuya densidad se designará por el número 6 (en cuanto suma
de 1,2 y 3), o sea H6.»
La ley de tres permite una progresión de tríadas de densidad creciente, o «tabla de
hidrógenos» basada en una combinación sesquiáltera de dos y tres. Así, después del H6
viene H12, después H24, H48, H96, H192, y así sucesivamente hasta el «hidrógeno»
3.072. Las sustancias nutritivas pertenecen a la densidad del «hidrógeno» 768; la
madera, H 1.536; el agua H 384. El «hidrógeno» 12 corresponde al hidrógeno de la
química (peso atómico 1). Gurdjieff observa a continuación que los pesos atómicos de
los elementos que corresponden a sus «hidrógenos», «están aproximadamente en la
misma razón de octava unos respecto de otros».
«La "tabla de los hidrógenos" permite estudiar todas las sustancias que componen el
organismo humano desde el punto de vista de su relación con los distintos planos del
universo. Pues bien, como cada función del hombre es resultado de la acción de
sustancias definidas, y como cada sustancia está en relación con un plano definido del
universo, esto nos permite establecer la relación entre las funciones del hombre y los
planos del universo.»
Los «hidrógenos» rarificados 48, 24, 12 y 6 no están al alcance de la física y la química,
son las «materias de nuestra vida psíquica y espiritual». Así, por ejemplo, el centro
intelectual del hombre funciona con «hidrógeno» 48, el centro motor con «hidrógeno»
24, que es mucho más rápido y móvil, y el centro emocional con «hidrógeno» 12 —por
eso el centro emocional es tan caótico en la mayoría de la gente, ya que ese «hidrógeno»
sutil escapa a su control—. Las cosas se complican aún más a causa de que hay un
«centro intelectual» superior, que funciona con «hidrógeno» 6; sólo se manifiesta de
manera esporádica, durante las experiencias místicas, estados extáticos, crisis
epilépticas o alucinaciones provocadas por drogas, aunque tendría que funcionar
armónicamente si los «centros inferiores» estuviesen ordenados.
«Lo que hay que comprender bien (y que la "tabla de hidrógenos" nos ayuda a entender)
es la idea de la completa materialidad de todos los procesos interiores psíquicos,
intelectuales, emocionales, voluntarios y demás, incluidos las inspiraciones poéticas
más exaltadas, los éxtasis religiosos y las revelaciones místicas... Cuando la sustancia
[que alimentaba un proceso] se ha agotado, el proceso se detiene.»
Como veremos, es absolutamente necesario dominar todas estas consideraciones
cosmológicas para entender los «movimientos» de las «danzas sagradas». Sin embargo,
19
Los lectores que deseen un estudio serio que relacione la teoría musical a las leyes
cosmogónicas lo encontrarán en la obra de Alain Daniélou, Introduction to the Study of Musical
Scales, Londres, 1943.
si el lector no desea dominarlas, que no alce los brazos de desespero, pues puede estar
seguro de que la precedente exposición es puro Gurdjieff. Si bien puede conducir a una
magnífica ciencia-ficción, no vale para mucho más.
El propio Gurdjieff fue el primero en minimizar la importancia de los sistemas
numéricos al decir: «Las matemáticas son inútiles. No podéis estudiar leyes de la
Creación del Mundo y de la Existencia del Mundo con las matemáticas. Sólo debéis
buscar el Ser. Cuando tenéis el Ser, conoceréis todo eso, sin la necesidad de las
matemáticas.»
La fascinación por los círculos, los cuadrados y los números mágicos era, naturalmente,
otro asunto; el símbolo favorito de Gurdjieff era el eneagrama, figura que compuso con
un círculo dividido en nueve partes iguales unidas por líneas que forman un triángulo
entrelazado con un hexágono quebrado. Era para él un «símbolo universal» del
«movimiento perpetuo», al que podían vincular todos sus cosmos, octavas, centros e
«hidrógenos» en todas las yuxtaposiciones y variaciones concebibles.
Es cierto que Gurdjieff toma elementos de doctrina tradicional para sus construcciones
personales, hecho que admite a veces, y a veces esconde. Recurre a la Cábbala, por
ejemplo, cuando dice que la relación entre el hombre y el Universo es la del mi-
crocosmo y el macrocosmo; su ley de tres está visiblemente relacionada con los gunas
del hinduismo, y se refiere a la célebre Tabla de Esmeralda de Hermes para el precepto:
«Lo que está arriba es como lo que está abajo.» Lo Absoluto es para él el Todo
primordial, y de su diferenciación surge la diversidad de los fenómenos. Pero sus
enseñanzas caen exclusivamente en el campo del guna tamas, puesto que todo se
interpreta en una perspectiva cuantitativa, materialista y no trascendente.
La Tabla de Esmeralda, en él, se convierte en: «Lo que está abajo es como lo que está
por debajo», dado que él solamente deja el suelo para descender al subconsciente. Dicho
de otro modo, los únicos «mundos» abiertos a su conciencia son él ámbito corporal y los
bajos fondos del psiquismo. Las esferas supraformales, nouménicas o arquetípicas de la
realidad —o sea todo lo que es de naturaleza espiritual— están herméticamente cerradas
a su «presencia integral» —sin hablar de la existencia principial, y aún menos de lo
Absoluto.

La actitud de Gurdjieff para con la religión era: respeta todas las creencias —y déjalas
bien alejadas de ti—. Peters escribe que «desechaba todas las religiones, filosofías y
otros sistemas de pensamiento —tales cuales son practicados— como carentes de va-
lor». El preámbulo a Belcebú, es cierto, empieza al grito de: «En el nombre del Padre y
del Hijo y en el nombre del Espíritu Santo. Amén.» Pero el lector confiado se encuentra
con estrépito en los suelos, pocas líneas más allá, cuando el autor, tras haber rendido
homenaje a las nociones de moralidad religiosa que existen entre nuestros
contemporáneos, se jacta de estar «seguro, por encima de toda duda, de que todo, en
esta mi nueva aventura, va a ir ahora "como una seda"». Lo más grave, en todo caso, es
el personaje honrado en el título del libro; su elección, como el propio Gurdjieff admite,
es una estratagema para obtener el patronazgo del compadre: «También el Sr. Belcebú
ha de tener una pequeña dosis de vanidad... ¿Cómo, pues, podría no ayudar a aquel que
haga propaganda de Su [sic] nombre?»
Los fundadores de las grandes religiones —hombres como Moisés, Jesús, Buda y
Muhammad— pueden realmente, se nos dice, ser hombres número ocho, o sea,
«Individuos sagrados intencionalmente realizados de Lo Alto». Pero sus partidarios
«tricerebrales» echaron a perder indefectiblemente sus enseñanzas, inventando nociones
«dañinas» como «el Bien y el Mal», «el Paraíso y el Infierno», y otras «fantasías»
engañosas. Dicho sea de paso, estos «fundadores» no revelaron las religiones, las «crea-
ron». Para Gurdjieff, una de las grandezas del Islam es la importancia concedida a la
ablución y la circuncisión, y dedica treinta y seis páginas a la apología de estas
«costumbres saludables» que redujeron los riesgos de enfermedad venérea y onanismo.
Enseñaba que el hombre corriente, que aún no es responsable ni dueño de sí, no puede
ser más cristiano de lo que podría serlo otra «máquina» —automóvil o fonógrafo—.
Pero el «Instituto puede ayudar a un hombre a volverse cristiano», y «esto es
Cristianismo esotérico».
Su «Cristianismo esotérico» tenía algunos principios bien extraños. Tomemos, por
ejemplo, su concepción de la Eucaristía: «La Santa Cena fue una ceremonia mágica,
análoga a la "fraternización por la sangre", para establecer un lazo entre los "cuerpos
astrales". Pero ¿quién es el que, en las religiones actuales, sabe esto y comprende su
sentido? Hace mucho tiempo que todo se ha olvidado y que se ha sustituido el sentido
original por interpretaciones completamente distintas. Las palabras han permanecido,
pero el significado se ha perdido desde hace siglos».
Sostiene que «las Sagradas Escrituras» fueron completamente alteradas por las
«elucubraciones criminales» de los Padres de la Iglesia. Una ilustración de ello se
encuentra en el anatema que lanzaron contra Judas, que, para Gurdjieff, «es hoy un
Santo». Apoyándose en los Relatos de Belcebú, y conversaciones particulares, Bennett
refiere que «Judas era el mejor y más próximo de los amigos de Jesús. Sólo Judas
comprendió por qué Jesús estaba en la tierra. Judas salvó de la destrucción la obra de
Jesús y, con su acto, hizo la vida de la humanidad más o menos soportable durante dos
mil años».20
La perversión de este episodio de la Historia sagrada existía antes de Gurdjieff, pero
éste hubiera podido muy bien llegar a ella sin la colaboración de los «antiguos sabios»,
puesto que va como un guante a su «doctrina» de la necesidad de un «factor de
recuerdo», ya expuesta en este estudio: igual que «Dios» estuvo obligado a enviar a la
tierra a «uno de Sus Hijos Bienamados», esto es, el «Diablo», para servir de perpetuo
«factor de recuerdo», así debía Jesús, lógicamente, estar obligado a elegir con el mismo
objeto «al mejor y más próximo de sus amigos», esto es, Judas.
¿Qué entendía por «Dios»? «Nada es inmortal» enseñaba Gurdjieff, «hasta Dios es
mortal. Pero hay una gran diferencia entre el hombre y Dios, y por supuesto, Dios es
mortal de otra forma que el hombre. Sería claramente preferible sustituir la palabra
"inmortalidad" por la expresión "existencia después de la muerte"». Para hacer que esta
idea fuera comprendida empleaba expresiones como: «NUESTRO COMÚN
CREADOR, OMNIPOTENTE AUTÓCRATA INACABABILIDAD» o: «NUESTRA
COMÚN OMNIABARCANTE UNI-SER AUTÓCRATA INACABABILIDAD». Pero
a la Divinidad que se adora de forma convencional en la iglesia la llamaba «Señor
Dios». Comparaba, además, sus relaciones con Dios aproximadamente a las que un
ministro bastante independiente, obstinado y quisquilloso tiene con su rey.
Cuando le preguntaban: «¿En qué difiere su sistema de la filosofía de los yoguis?»,
Gurdjieff contestaba: «Los yoguis son idealistas; nosotros materialistas. Yo soy
escéptico. La primera exhortación inscrita en las paredes del Instituto es: "No creas
nada, ni siquiera en ti mismo". Yo sólo creo si he obtenido los mismos resultados cada
vez y siempre. Yo estudio, trato de ser guiado, no de creer.»

20
También dijo: «Judas es una figura universal: puede ser integrado en todas las situaciones; pero no
tiene carácter propio.» Si Gurdjieff fuese teólogo cristiano, aquí habría dado en el clavo, pues el mal,
propiamente hablando, no tiene realidad en sí, sino que, como una sobra, se une al lado oscuro de la
manifestación con la gravedad o atracción de su propio vacío.
* * *

Ya se ha aludido a las diversas técnicas empleadas por Gurdjieff para sacar a la gente de
su suficiencia y así despertar centros de conciencia hasta entonces insospechados en su
psique. Enseñaba ciertas maneras de ayunar, recurría a veces a las drogas, subrayando
siempre la importancia del «sufrimiento intencional» {partkdolgduty), o también
empleaba los «choques adicionales» contenidos en potencia en el sistema de octavas, a
fin de hacer surgir el «factor de conciencia».
Haciendo «gimnasia sagrada» inspirada en «antiguas danzas de templo» orientales de
alcance «religioso, místico y científico», se consideraba que sus alumnos adquirían un
dominio de sí mismos emparejado con intuiciones universales. Los «movimientos»
podían complicarse de forma alarmante; el brazo izquierdo, por ejemplo, desplazándose
según la ley de tres y el derecho según la «Ley de lo Séptuple», "mientras que los pies
medían las partes constitutivas del eneagrama. Apenas habían alcanzado los alumnos
dominar un movimiento, cuando éste debía abandonarse por un nuevo conjunto. La
belleza que podían tener las danzas era puramente accesoria, y Gurdjieff enseñaba
igualmente movimientos feos y sin armonía a fin de liberar a sus alumnos de la
«obsesión» por su propia apariencia. Solía ser entonces cuando las mujeres se irritaban.
Les repugnaba hacer feas muecas, aun cuando sabían que estaban allí para su desarrollo
psíquico y no simplemente para que las admiraran.
Vigilando todo esto vestido con una casaca negra de danza y tocado de un gorro de
astracán, Gurdjieff gritaba de repente «¡Stop!», y los danzantes habían de quedar
petrificados, cualquiera que fuese la postura en la que se encontraban; titubeaban in-
tentando detenerse, o se desplomaban en el suelo como un montón de marionetas en
abandono, esperando ser reanimados cinco segundos más tarde, cuando no eran diez
minutos, con el grito «¡Davay!» o «¡Continúen!».
Y lo que es más, ese famoso Ejercicio de Stop era algo que podía suceder en cualquier
momento, noche o día, con la intención de coger al ego en la trampa, por sorpresa, en un
cuadro que caricaturizaba su habitual suficiencia, para edificación de la víctima.
Gurdjieff refiere un caso que afirma haber observado en Asia central. Él y algunos
compañeros estaban plantando su tienda cerca de un arik, o canal de irrigación, cuando
una voz que venía de la tienda gritó «¡Stop!», justo en el momento en que uno de los
hombres estaba recuperando un hacha caída en el canal. Entretanto, a una milla de allí,
un granjero abría una compuerta que hizo subir rápidamente el nivel del agua. El
hombre quedó sumergido en seguida, pero nadie podía moverse, gritar, ni siquiera mirar
si la persona de la tienda sabía lo que pasaba. Después de un tiempo que les pareció
interminable, oyeron: «¡Basta!». Los hombres que estaban en la orilla se precipitaron al
canal para sacar fuera del agua a su compañero medio ahogado.
Todo esto se parece muy poco al rito de la detención del movimiento practicado en el
transcurso de las danzas tradicionales, entre los derviches Mevlevis y los indios de
América, donde las flautas, el canto y los tambores se detienen bruscamente en una
explosión de sonidos entre dos instantes, desvaneciéndose la danza en el Vacío. Es el
instante de la muerte, el fin del ciclo cósmico. «Este mundo es un patio», escribe Rümi,
«y la muerte es semejante a la noche». O como se dice en el Shrimad Bhagavatam: «Mi
juego aquí termina. Mi reino está establecido.» Luego, vuelve a sonar la música, y la
rueda Cósmica vuelve a girar. «Dios tiene siervos que entran en el Paraíso con sus flau-
tas y tambores», dice un hadith del Profeta.
Gurdjieff daba también a sus alumnos diversos ejercicios respiratorios, combinados a
veces con mantras. Así, determinada persona debía sentarse en el suelo, con las rodillas
dobladas y las palmas de las manos juntas entre los pies; luego, levantando una pierna,
debía pronunciar diez veces Om según ritmos respiratorios especiales, mientras «sentía»
su ojo derecho. Luego, había que repetir nueve veces Om, después ocho, e ir
disminuyendo así hasta repetirlo una sola vez, después de lo cual la repetición
remontaba progresivamente hasta diez mientras el discípulo separaba los pulgares y
sentía su oreja izquierda; las combinaciones, y las complicaciones no tenían fin, había
que concentrarse en los miembros, los músculos, los huesos, y sucesivamente en todos
los órganos, en lo que llamaban el «ejercicio de sensación». Durante este tiempo, a fin
de no dejar la mente inactiva, se le imponía una gimnasia aritmética del tipo 2X1 = 6,
2x2 = 12, 2 X 3 = 22, 2 X 4 = 40, 2 X 5 = 74 (operación resuelta sumando la progresión
relativa 4, 8, 16, etc.), o según otro sistema: 2X2 = 1, 4X4= 13, 5X5 =28, ejecutada
rápidamente con acompañamiento musical, y, luego, del revés. Si un alumno caía en el
desespero, Gurdjieff respondía: «Yo no estoy aquí para desesperados.»
Aunque el lector, examinando minuciosamente estas enseñanzas muy bien, puede, pese
a toda su diligencia, no descubrir ningún elemento verdadero que le falte a la Tradición,
no podrá quejarse, en cambio, de escasez de cosas raras. Consideremos, por ejemplo, el
llamado «amortiguador de prejuicios». Por una extraña deformación de la doctrina de la
Caída, Gurdjieff quisiera hacernos creer que en un momento indeterminado de la
historia, la «Altísima Comisión» juzgó que la «evolución» del hombre empezaba a
escapársele a causa de que, en su conciencia en desarrollo, adquiría más objetividad
crítica de la que podía afrontar. Por consiguiente, le encargó al «Jefe-Común-Archi-
Físico-Químico-Universal, Ángel Luisos» que injertara un órgano en la base de la
columna vertebral, en el lugar en que este «ser tricerebral» aún poseía una cola, a fin de
que dicho órgano sirviese de «amortiguador» para el desarrollo de la «Razón Objetiva».
El citado órgano, denominado «Kundabuffer», funcionó de tal manera que hacía que los
hombres percibieran «la realidad cabeza abajo», y «engendraran ciertos factores que
provocaron en ellos sensaciones de "placer" y "satisfacción"». Cuando se vio que la
incorporación de este órgano había obtenido el efecto deseado, la «Altísima Comisión»
ordenó que fuera retirado. Pero, cosa imprevista —puesto que «NUESTRA
INACABABLE INACABABILIDAD», pese a su interminabilidad, no era ni
Omnipotente ni Omnisciente en el sistema Gurdjieffiano—, la anterior presencia de
aquel órgano tuvo repercusiones nocivas en las generaciones siguientes. Así, desde
aquella época hasta nuestros días, los hombres no han dejado de ser «monstruos
tricerebrales» llenos de vanidad, de suficiencia y egoísmo, de modo que «todos hablan
como eruditos porque saben que medio centenar es cincuenta», para citar una frase que
Gurdjieff pone en boca de su «estimadísimo Mullah Nasr Eddin». Lo cual no quiere
decir que la «Razón Objetiva» haya desaparecido por completo de la escena; no, de
hecho, parece estar hundida en el «subconsciente», en un estado casi embrionario, mas
para despertarse sólo requiere hipnosis.
El autor de estas afirmaciones las fundaba en distorsiones de la doctrina de la Kundalinî,
que sin duda aprendió en los círculos teosofistas por quienes tanto desprecio mostraba.
Los hindúes entienden por kundalini la energía cósmica latente en el hombre, la Shakti o
Dêvî simbólicamente enroscada en el plexo mûlâdhâra, en la base de la columna
vertebral. Cuando el aspirante {sâdha-ka) dirige a ella su aliento vital (prâna), según
técnicas yóguicas adecuadas que efectúa bajo la dirección de un gurú, Kundalini
despierta, sube a lo largo del canal sushumná, «situado» en el eje cerebroespinal, e
ilumina diversos chakras («lotos»), centros sutiles de la persona. El fin último es la
liberación (moksha), que se obtiene cuando esta vibración alcanza la síntesis de los cen-
tros, el sahasrâra, o «loto de mil pétalos», «situado» en la cúspide de la cabeza.
Cuando Gurdjieff advierte que la kundalini es una «cosa peligrosísima y terrible», los
hindúes no podrían sino asentir, puesto que su despertar hace intervenir fuerzas
cósmicas de orden sutil que pueden destruir física, psíquica y espiritualmente al discípu-
lo imprudente, y hasta conducir a estados demoníacos. Por eso dicha realización no
pueden emprenderla más que los hindúes ortodoxos que buscan la liberación
poniéndose bajo la vigilancia de un maestro competente. Pero estos mismos hindúes no
darían crédito a sus oídos si le oyesen decir por qué es «peligrosa»:
«Kundalinî no es cosa deseable ni útil para el desarrollo del hombre... En realidad, es la
fuerza de la imaginación, la fuerza de la fantasía, que usurpa el lugar de una función
real. Cuando un hombre sueña en vez de actuar, cuando sus sueños ocupan el lugar de
la realidad, cuando un hombre se toma por un águila, un león o un mago, lo que actúa
en él es la fuerza de Kundalinî. Kundalinî puede actuar en todos los centros y, con su
ayuda, todos los centros pueden encontrar la satisfacción no ya en lo real, sino en lo
imaginario. Un cordero que se toma por un león o por un mago vive bajo la influencia
de kundalinî.»
«Kundalinî es una fuerza que ha sido colocada en el hombre para mantenerlo en su
estado actual. Si los hombres pudiesen darse realmente cuenta de su situación y
comprender todo el horror de ésta, no podrían seguir tales cuales son, aunque sólo fuese
un segundo.21 Empezarían a buscar una salida y la encontrarían rápidamente, porque
hay una salida; pero los hombres no alcanzan a verla, simplemente porque están
hipnotizados. Kundalinî es la fuerza que los mantiene en estado de hipnosis...»
«Y si ... un hombre llega a oír hablar de signos objetivos, Kundalinî los transforma en
seguida en imaginaciones y sueños.»
En Encuentros con hombres notables, Gurdjieff refiere una admonición que recibió de
un venerable derviche persa:
Que Dios mate a aquel que, sin tener el conocimiento, tiene sin embargo la presunción
de mostrar a los demás el camino que lleva a las puertas de Su Reino.

21
Ésta, precisamente, es la razón por la que los hindúes practican el Kundalinîî yoga
3

EL FENÓMENO

Cierto cuento oriental habla de un riquísimo mago que tenía muchos rebaños de ovejas.
Pero era muy avaro. No quería tomar pastores ni poner una cerca alrededor del prado
donde pacían sus ovejas. Por eso las ovejas se perdían en el bosque, caían en los
barrancos y, sobre todo, huían, pues sabían que el mago quería su carne y su piel, y
esto no les gustaba.
Finalmente el mago encontró un remedio. Hipnotizó sus ovejas y les sugirió primero
que eran inmortales y que despellejarlas no podía hacerles ningún mal, que, al
contrario, era excelente para ellas e incluso agradable; luego, el mago las persuadió de
que era un buen amo que amaba tanto su rebaño que estaba dispuesto a todos los
sacrificios por él; por último les sugirió que si debía sucederles la menor cosa, eso no
podía producirse desde ahora, al menos no aquel día, y por consiguiente no tenían que
inquietarse por ello. Después de lo cual el mago les metió en la cabeza que no eran
ovejas. A unas les sugirió que eran leones, a otras, que eran águilas, y a otras que eran
hombres o que eran magos.
Hecho esto, sus ovejas ya no le causaron ni preocupaciones ni inquietud. Nunca más
huyeron, esperando tranquilamente que el mago las esquilare o las degollara.
Este cuento ilustra perfectamente la situación del hombre.
En particular si el «hombre» representa aquí a los discípulos del mago que cuenta la
historia, o sea Gurdjieff.
En The Verdict of Bridlegoose, Llewelyn Powys describe la visita que en 1924 hizo al
teatro de Nueva York donde se daba una representación de los «movimientos de danza».
Pudo observar a Gurdjieff, que fumaba cerca de la entrada, y refiere que tuvo la
sensación de estar viendo a un tratante de caballos, con algo más, indefinible, que
afectaba extrañamente los nervios. Esta impresión fue todavía más sensible cuando
entraron en escena los discípulos, semejantes a conejos hipnotizados por la mirada de un
maestro charlatán. Otros espectadores, con quienes habló Powys, comparaban a los
danzantes con ratones asustados.
Otro escritor inglés, Rom Landau, en su libro God is My Adventure relata la entrevista
que tuvo con el taumaturgo en la habitación de hotel de este último, a comienzos de los
años 30 en Nueva York. Tras precisar que no era fácilmente sensible a las influencias
«telepáticas», que no era «médium» ni sujeto a la hipnosis, Landau dice que, no
obstante, tomó la precaución de dirigir su atención al joven que organizaba el encuentro,
a fin de evitar la «llama» de la mirada de su anfitrión. Fue en vano. Al cabo de pocos
segundos sintió que una debilidad creciente invadía la parte inferior de su cuerpo, de
manera que hubiese sido incapaz de dejar su silla si hubiese probado. Sólo concentrando
su atención en su conversación con el joven logró salir de aquel «círculo mágico». En el
momento de partir, Gurdjieff le entregó un ejemplar de su Anunciador del Bien venidero
(The Herald of Corning Good). El libro estaba forrado de un material que imitaba el
ante, pero de grano tan áspero que su simple contacto hacía rechinar los dientes. Landau
comprendió que todo formaba parte de un efecto buscado deliberadamente por el autor,
cuyo libro, además, parece que fue concebido bajo los efluvios del armagnac (la primera
frase, según el cómputo de Landau, no cuenta menos de doscientas ochenta y cuatro
palabras).
En un folleto anónimo, Glimpses of Truth, que da el más antiguo testimonio conocido
sobre Gurdjieff y las enseñanzas que daba en 1914 cerca de Moscú, el autor escribe:
«Sus ojos atrajeron particularmente mi atención, no tanto en sí mismos como por la
manera en que me miró cuando me recibió. Aunque me veía por primera vez, parecía
conocerme desde hacía mucho tiempo.»
Describiendo su primer encuentro con Gurdjieff, Ouspensky habla de sus «ojos
penetrantes». De Harttmann, por su parte, quedó singularmente impresionado por el
«hombre con "aquellos ojos"... de profundidad y penetración poco corrientes. No puede
decirse, en verdad, que fuesen "hermosos", pero yo diría que hasta entonces nunca había
visto unos ojos como aquéllos ni sentido una mirada como aquélla.»
Solita Solano habla de «aquel hombre "extraño" y mal desbastado al que yo no
encontraba nada extraordinario si no era la estatura y la fuerza de sus ojos».
Para Bennett, son «los ojos más extraños que he visto nunca. Los dos ojos eran tan
diferentes que yo me preguntaba si la luz no me habría jugado una mala pasada. Pero
más tarde, la Sra. Beaumont hizo la misma observación, agregando que la diferencia
estaba en la expresión y no se debía en modo alguno a estrabismo o defecto de uno de
los ojos.»
De hecho, basta remitirse a las fotografías del hombre en cuestión para darse cuenta de
que los ojos acusan una clara disimetría: la mirada de cada uno de ellos sigue un eje
claramente distinto, rasgo característico en casos patológicos, aunque lo contrario no
siempre sea cierto, pues esta característica puede tener causas puramente físicas sin otro
significado. Es significativo, no obstante, oír a Gurdjieff, en su preámbulo a Belcebú,
hablar de su «peculiar psiquismo», y de «mi cerebro, que, para mí, está tan mal
construido, que es como una burla...».
Esos ojos, pues, denotan una personalidad magnética, sin que por ello pueda decirse que
necesariamente eran el instrumento directo o el vehículo de la hipnosis; ésta más bien
era producida por un poder psíquico que actuaba sobre el sistema sanguíneo —si es que
puede inferirse que las pretensiones del protagonista de Belcebú se refieren
verdaderamente a la propia técnica del autor: «Mi invención —que puse
inmediatamente en práctica-— consistía en obstaculizar... la circulación de la sangre en
ciertos vasos.»
«Mediante esta intervención, sin dejar de mantener el ritmo ya automatizado de
circulación de la sangre propio del "estado de vigilia", lograba hacer funcionar al propio
tiempo en esos seres la verdadera conciencia, que ellos denominan su subconsciente.»
Tal acción sobre la circulación de la sangre podría explicar la sensación de debilidad
notada por Rom Landau.
Belcebú, con astuta sonrisa llena de ternura —cuernos, rabo, pezuñas y todo lo demás—
, prosigue afectuosamente contándole a Su nieto, Hassin, cómo con su invención
referente a la «diferencia-en-el-llenado-de-los-vasos-sanguíneos», tenía que hipnotizar
por medio de su hanbledzoin; procedimiento, este, que se revelaba como muy
perjudicial para su «existencia sérica».
Todo indica, sin embargo, que ese misterioso hanbledzoin no es otra cosa que el poder
hipnótico que actuaba en la «corriente sanguínea psíquica», o en lo que Gurdjieff
denomina el Inklia-zanikshanas del «cuerpo kesdjan». Cabe entonces suponer que cierta
aura de hanbledzoin era en él una particularidad permanente, mientras que su
despliegue, que él sentía peligroso, sólo intervenía en la producción de esa fuerza
mágica en momentos de gran concentración.
Para dar un ejemplo, he aquí lo que refiere Peters. En 1945, cuando atravesaba un
estado de depresión y abatimiento, se las arregló para obtener un permiso para París, y
abandonó Luxemburgo preguntándose cómo podría encontrar a Gurdjieff en aquel final
de guerra. Reuniendo sus últimas fuerzas, logró por fin localizar la dirección y él
apartamento del hombre que buscaba, y allí llegó extenuado. Gurdjieff lo hizo entrar de
inmediato y le preparó un café mientras observaba el estado en que su visitante se
encontraba. «Recuerdo que yo estaba derrumbado sobre la mesa, bebiendo a sorbitos el
café, cuando empecé a sentir en mí una extraña subida de energía. Le miré a los ojos,
me enderecé automáticamente, y fue como si una eléctrica y violenta luz azul partiese
de él y entrara en mí. Sentí entonces cómo me abandonaba la fatiga, pero en el mismo
momento su cuerpo se desplomó y su rostro se puso gris como si lo abandonara la
vida.»
Gurdjieff se disculpó, se fue a la cocina tambaleándose, y no volvió hasta al cabo de un
cuarto de hora, «fresco como un muchacho, alerta, sonriente, malicioso y de excelente
humor. Exclamó que era un encuentro muy propicio y que, si bien lo había forzado a
producir un esfuerzo inimaginable, eso había sido, sin embargo —y yo era testigo de
ello—, algo excelente para ambos».
Muchos años antes, Bennett había vivido en el Prieuré una experiencia semejante, en
una época en que sufría atrozmente de disentería crónica, hasta el punto de que
difícilmente podía dejar la cama. Conducido, no obstante, «por una Voluntad superior
que no era suya», se obligó, martirizándose, a llevar a cabo ejercicios coreográficos «de
increíble complejidad»; tan agotadores eran que, uno tras otro, los alumnos tenían que
abandonar. «Poco a poco, noté que Gurdjieff centraba toda su atención en mí... De
repente me llenó un inmenso poder. Mi cuerpo parecía haberse transformado en luz...
Me hallaba sumido en la fe que puede mover montañas.»
En vez de unirse a los demás para tomar el té, Bennett se fue a labrar al huerto a fin de
probar aquel nuevo poder. Al cabo de una hora de trabajo furioso al intenso calor de
media tarde seguía sin sentir cansancio, y la diarrea había desaparecido. Luego, anduvo
por el bosque, donde encontró a Gurdjieff, quien le explicó que aquella metamorfosis se
debía al contacto con lo que denominó «Energía Emocional Superior»:
«En el mundo hay algunas personas, pero muy pocas, que están en contacto con un
Gran Depósito o Acumulador de esta energía. Este Depósito no tiene límites.22 Quienes
22
Aquí, Gurdjieff no es consecuente consigo mismo, porque, como hemos visto anteriormente,
consideraba que todo es material y limitado en lo que hace a las cantidades disponibles.
pueden tomar de él están en condiciones de ayudar a los demás. Suponga que un
hombre tiene necesidad de cien unidades de esta energía para su transformación, pero
sólo dispone de diez, sin que pueda obtener más. Está reducido a la impotencia. Pero,
con ayuda de quien tiene la posibilidad de tomar en el Gran Acumulador, puede obtener
las noventa unidades que le faltan. Su trabajo, entonces, puede ser productivo... Quienes
tienen esta facultad ocupan un lugar especial en la casta más alta de la humanidad.»
¿De qué habla? A fin de situar estas consideraciones, es necesario citar la conclusión
que René Guénon extrae de sus observaciones sobre el chamanismo y la brujería,
resumidos aquí en la primera parte de este estudio. En virtud de lo que se ha dado en
llamar la «geografía sagrada», los santuarios, los mausoleos y los lugares de
peregrinación sirven «para la emisión y la dirección de las influencias psíquicas cuando
éstas son vehículo de una acción espiritual». Inversamente, como es sabido a propósito
de casos en que la espiritualidad de antiguos lugares sagrados ha desaparecido, hay,
«por el mundo, cierto número de "depósitos" de influencias maléficas, esto es, residuos
psíquicos de orden inferior cuya repartición no tiene por cierto nada de "fortuito", y que
sirven perfectamente a los designios de ciertas "potencias" responsables de toda la
desviación moderna», pues esas «potencias» o más exactamente sus «emisarios», saben,
por una especie de «necromancia», cómo conjurar y «galvanizar» esas energías
residuales con vistas a explotarlas con fines subversivos.
Cualquiera que sea la manera de expresarlo, lo esencial de la cuestión es claro: las
potencias actuantes en este mundo de algún lado han de venir; han de tener una o dos
fuentes, según su naturaleza. Ya sea que proceden del mundo celestial, transmitidas por
tradiciones auténticas y vivas, ya sea que proceden del mundo inferior tomando los
surcos dejados por las antiguas tradiciones, estén éstas desviadas, en vías de
desintegración, o ya extinguidas. Interviene una aparente ambigüedad cuando hay
interpenetración de ambos campos, pero el criterio decisivo lo proporciona esta frase del
Evangelio: «El que no está conmigo está contra mí.» Guénon agrega, en lo que
concierne más particularmente a las ramas del chamanismo, que cuando aún hay conti-
nuadores aparentes de una tradición de la que se ha retirado toda espiritualidad, esta
situación confiere a las potencias subversivas una vitalidad mucho mayor de la que
podrían obtener recurriendo a las influencias de objetos puramente «inanimados».
Volviendo a Gurdjieff, no puede discutirse que nació con una personalidad
«carismática», pero eso no explica sus poderes y, en todo caso, tan sólo puede ayudar a
explicar por qué él, más que otros, los había recibido. Y ciertamente de algún lado los
sacó. Sería subestimar de forma desastrosa su carácter afirmar que simplemente se
permitía una farsa, y por otra parte, como dice Bennett, «sería engañarse ver en él un
fenómeno aislado, único y que se bastaba a sí mismo. Él mismo refutaba enérgicamente
tales suposiciones. Más de una vez le oí decir: "Todo hombre tiene un maestro. Incluso
yo, Gurdjieff, tengo mi maestro"». Es notable que, desde el primer momento en que se
conocieron sus principales enseñanzas hasta el fin de su vida, jamás las modificó. In-
cluso si el lector no está dispuesto a comparar la «epopeya» de los Relatos de Belcebú
con la Ilíada, el Cantar de Roldán, las Mil y Una Noches, el Cantar de los Cantares, el
Evangelio según San Juan, el Mahabhârata, el Râmâyana y el Tao Te King —cosa
que algunos han hecho— eso no quita que ni una sola frase está en discordancia con la
estructura de conjunto del libro; basta extraer al azar unos cuantos pasajes para mostrar
que el vocabulario y los términos técnicos —por atroces que sean— siempre son
adecuados al contexto, y esto es lo que más llama la atención, dadas las condiciones
dispersantes en que se escribió la obra. En otras palabras, no bastaba con que Gurdjieff
«mascara la goma de su lápiz», como hubiera podido decir su querido Mullah Nasr
Eddin; era el «transmisor» de una «escuela» —o, en todo caso, de un modo de
pensamiento.
Ya hemos visto, en la primera parte de este estudio que no debía nada a las grandes
religiones ortodoxas, y el interés que pudiera sentir por ellas, en el mejor de los casos
sólo fue superficial. E igualmente hemos señalado su fascinación por las ruinas de
Babilonia y la «Hermandad Sarmán», así como por el maniqueísmo, el culto a Mitra, el
chamanismo y otros elementos en descomposición o reliquias muertas de la «sabiduría
antigua» —incluso algo llamado «Hermandad Imastun», que supuestamente existió
setenta generaciones antes del Diluvio—. Señalemos también, que a Belcebú se le
describe como de lo más antiguo y venerable, conforme a la imagen que el autor quería
dar de su propia persona.
Admitiendo, pues, que Gurdjieff estaba encargado de una «misión», y que al propio
tiempo no estaba delegado por ninguna de las religiones ortodoxas que existen, se está
por ello mismo obligado, de buena fe y con buena lógica, a buscar en otro lugar los
orígenes de su «investidura». Por otra parte, la naturaleza «residual» de sus «fuentes
antiguas» se delata por el carácter tenebroso y contradictorio que se vincula a su persona
y enseñanzas, carácter inaprensible: como tratar de coger una anguila o sostener un
puñado de arena.
«Pese a nuestra total disponibilidad, casi no se dispensaba efectivamente ninguna
instrucción, escribe una de las primeras alumnas del Prieuré Miss Gladys Alexander.
Sin embargo, es notable observar hasta qué punto la mera expectativa de estas acti-
vidades reavivaba nuestras energías desfallecientes. Vivíamos de anticipación.»
A veces, Peters veía en Gurdjieff «un profeta de la desgracia, el desastre y el
desespero», puesto que enseñaba que lo único digno de adquirirse era lo «imposible»;
«y no obstante, nos comunicaba mucho ánimo y esperanza».
A Ouspensky y el grupo de Moscú-San Petersburgo les desconcertaba continuamente la
forma paradójica que el maestro tenía de darles, para que lo meditaran, todo un sistema
cosmológico, para luego, a la siguiente sesión, abandonarlo en favor de otra teoría
igualmente complicada.
Gurdjieff estableció un día toda una nueva clasificación de «hidrógenos» según
características cósmicas basadas en una relación de octavas completamente distinta de
la que los alumnos habían aprendido. «Este diagrama no les será muy comprensible al
comienzo, dijo, pero aprenderán poco a poco a descifrarlo. Sólo será necesario que lo
estudien largo tiempo, prescindiendo de todo lo demás.»
Ouspensky añade: «En realidad, eso es todo lo que aprendí de Gurdjieff a propósito de
aquel extraño diagrama, que realmente parecía cambiar por completo gran parte de lo
que había dicho antes.»
«El aumento del conocimiento en un campo lleva consigo el aumento de la ignorancia
en otro», enseñaba Gurdjieff, que se apropiaba todas las dualidades, suprimiendo tan
solo la distinción teológica fundamental entre Bien y Mal. Y no obstante, la duplicidad
era menos característica de su «existencia, sérica» que la triplicidad, si es que los «tres
cerebros», que obsesionaron de por vida su «presencia integral», pueden tomarse como
tipo de su propio cerebro, que «para mí», como él mismo dice, «está construido de
manera tan desafortunada que es como una burla».

* * *

Ignorando voluntariamente toda lógica, Gurdjieff utilizaba y preconizaba la hipnosis


como medio que permitiera alcanzar lo que él llamaba la «Razón Objetiva», cuando
demasiado bien sabía —gracias a uno de sus cerebros por lo menos— que la hipnosis
conduce en realidad a la narcosis y a los sueños en vigilia, como lo muestran su fábula
del mago y las ovejas, y sus elucubraciones sobre la «Kundalini». La vía de la
realización espiritual no tiene nada de pasivo, lo que no le impide a Gurdjieff promover
la hipnosis para liberar la subconciencia, que toma por la «consciencia real» cuando, en
realidad, es el exacto opuesto: es el nivel «subliminal» de la conciencia o la parte
inferior del alma que contiene el cenagal tenebroso, irracional y pasivo de la psique, y
es, precisamente, lo que hay que dominar totalmente para hacer el menor progreso
espiritual. Precisamente en ese nivel actúa la hipnosis, y esta es una de las razones por
las que los maestros espirituales la evitan; la otra razón evidente es que no conduce a
nada.
Pero eso no quiere decir que el señor del Prieuré olvidase subrayar la necesidad de una
actitud activa acompañada de un esfuerzo intensivo y de un sufrimiento voluntario: el
culto a lo desagradable tenía estatuto de dogma; el movimiento y el cambio incesante
eran el orden de cosas habitual, y la palabra serenidad no pertenecía a su vocabulario.
«Cuanto más grandes han sido los esfuerzos, decía, más hay que hacer a continuación.»
O también: «Los esfuerzos corrientes no contar. Sólo los superesfuerzos.» Y puesto que
enseñaba que «no hay más iniciación que la de uno mismo», nadie discutirá que le hacía
falta un esfuerzo draconiano a la «máquina» desprovista de voluntad para llevar a cabo
esa increíble hazaña que, como hubiera dicho su inimitable Mullah Nasr Eddin,
equivalía a «alzarse hasta la luna agarrándose por los tirantes de las botas».
Se comprende lo que pasaba en realidad con arreglo a las experiencias de Peters y
Bennett antes referidas: cuando un hombre, agobiado por el trabajo, el sufrimiento y la
enfermedad había llegado al límite del aguante, y estaba sin resistencia vital —esto es,
el legado de su «Kundabuffer»—, era el momento propicio para la transmisión del
hanbledzoin al «sistema sanguíneo físico». Este proceso es una inversión de la vía
espiritual normal, en la que el discípulo que ha seguido fiel e íntegramente las enseñan-
zas de su maestro hasta el límite de sus capacidades, se ve reducido finalmente, con
respecto al mundo, a un estado de pobreza que favorece el influjo de la Gracia divina.
De Harttmann afirma, sin embargo, que el poder en acción era más «magnético» que
«hipnótico», «pues toda la Enseñanza del Sr. Gurdjieff conduce a que los hombres se
liberen de la sugestión». Este punto merece examinarse. Gurdjieff pretendía estar en
posesión de lo que él denominaba Zvarnoharno —que Bennett traduce por «aura de
realeza»—, y agregaba que esta cualidad, entre otras, era lo que obligaba a aquel
hombre a simular un «comportamiento escandaloso» a fin de impedir toda idolatría
incipiente.
«No cabe ninguna duda, dice Peters, de que Gurdjieff tenía una percepción de la gente
totalmente increíble (a menos que se haya sido testigo de ella). No se trataba de algo tan
limitado como la lectura o la transmisión de pensamiento. Parecía tener un
conocimiento de los procesos humanos tan extenso... que fuese consciente de todo lo
que sucedía en aquellos que tenía ocasión de observar... Nunca lo vi equivocarse... Era
difícil resistir a una ciencia o "poder" tan patentes y, de hecho, no había ningún motivo
para hacerlo. Contrariamente a lo que se ha dicho, nada prueba que hiciese a nadie algo
que pueda considerarse "maléfico"».23
Dejando por ahora esta última observación, oigamos ahora a Gurdjieff hablar de sus
procedimientos, sabiendo que por aquellos que tenía ocasión de observar hay que
entender solamente aquellos que el destino puso bajo su examen, lo que razonablemente
no puede extenderse a la inmensa mayoría de sus contemporáneos, la mayoría de los
cuales —incluidos los más eminentes— ni siquiera oyeron pronunciar su nombre jamás,
23
Al fin y al cabo, le gustaban los niños pequeños, a los que siempre enseñaba a que respetaran
y obedeciesen a los padres; y era un «Papá Noel formidable» en sus animadísimas fiestas
navideñas.
sin hablar de todos cuantos, por su envergadura espiritual e intelectual, estaban fuera del
alcance de sus técnicas de observación.
«Yo sé qué es estado de todo el mundo alrededor mío porque yo soy hombre educado,
tengo conocimiento. Usted debe siempre tratar tener atenciones para estado de entorno
si usted quiere ser objetivo "buen tono"...
»¿Usted nota nunca alguien se ofende por algo yo digo? ¿Nunca hombre enfadado
conmigo cuando yo hablo? ¿Sabe por qué?, porque yo digo exacto como es, verdad
objetiva.»
Ese magnetismo indiscutible que Gurdjieff legó a la posteridad tenía, según él, incluso
efectos retroactivos. Así, en el Prieuré, cuando cavaba una fosa en el sótano para
almacenar zanahorias para el invierno, removió cal, arena y paja antes de descubrir un
«néctar-super-ultra-super-celestial», es decir, veintisiete botellas de viejo calvados.
Inmediatamente comprendió que aquel «licor divino» había sido depositado allí como
libación por los monjes de antaño, cuya «intuición perspicaz... debida a su vida
piadosa» les permitió prever la llegada de una Eminencia capaz de apreciar su «ideal» y
transmitirlo «a la generación siguiente»; libación que fue debidamente absorbida por el
predestinado beneficiario, junto con unas doscientas botellas de «no menos sublime»
armagnac viejo para rematar «aquel conjunto de sustancias cósmicas».
Esto bastará para el magnetismo. Volvamos ahora a la opinión de de Harttmann, según
la cual la vía gurdjieffiana conduce a liberarse de la sugestión: John Middleton Murry
no lo creía, y eso que se había visto obligado a investigar minuciosamente el Instituto de
Fontainebleau, a causa de la implicación de su mujer. Una nota editorial en la
conclusión de Katherine Mansfield's Letters to John Middleton Murry 1913-1922, que
él publicó, muestra suficiente neutralidad y magnanimidad en la evaluación de las
circunstancias que desembocaron en la muerte de Katherine Mansfield, para permitir
reflexionar seriamente en las pocas observaciones suplementarias que aparecieron en el
Londón Daily News unos meses después de su muerte. Mostraba, en efecto, que el
instituto no resolvía en modo alguno el problema que pretendía resolver.
En vez de ello, simplemente sumía a sus miembros, por cierto tiempo, en una especie de
inconsciencia. Era como si les hubiesen administrado una especie de droga, droga
eficacísima y muy poderosa, pero ¿quién podría decir si, al fin y al cabo, resultaba de
ello la menor ventaja o una adquisición positiva cualquiera?
Por imparcial que pueda ser esta opinión, hay que reconocer que está dada desde fuera;
pero también hay testigos que pudieron juzgar desde dentro: Pierre Minet, por ejemplo,
cofundador, con René Daumal y otros escritores franceses, del movimiento vinculado a
la poesía surrealista, Le Grand Jeu, y que por cierto tiempo fue introducido en el
movimiento gurdjieffiano por René Daumal, conocido a su vez por el Mont Analogue,
relato alegórico de sus experiencias gurdjieffianas. He aquí unos cuantos extractos de la
obra autobiográfica de Minet, La Défaite:
«"Empiece por convencerse de la idea de que no es usted nada, no, ni siquiera un grano
de arena del desierto, absolutamente nada, la nada." Esta afirmación valía más que todas
las filosofías. Me abría horizontes infinitos. En primer lugar, cuánto más agradable era
no ser nada en vez de ese amasijo de corpúsculos parlanchines, dolorosos y tristes, que
había que denominar algo. ¡Qué sosegada era la negación absoluta! Ni un pensamiento,
ni un sentimiento que se le resistiese...
»Eso no duró mucho. "Usted no es nada. Usted puede serlo todo. Usted puede ser. Tan
sólo tenga cuidado a la derecha, tenga cuidado a la izquierda, atención, más atención,
siempre atención, no se identifique con sus sensaciones, usted es como un niño que
aprende a andar. ¡No tan de prisa! ¡Siga a su aya!" El aya era yo: también yo. ¡Y el
nene, y la nodriza! ¿Cómo no equivocarse? Sin embargo, yo me afanaba por representar
convenientemente estos papeles...»24
Minet dice que su vida entera giraba en torno a las tres horas semanales de conferencias:
«Nos sentábamos, cigarrillos no, por favor, ésa es otra victoria contra usted mismo, ¡los
riachuelitos hacen los grandes ríos! Así pues, una docena de almas buenamente
sentadas, a escuchar excelentes recetas de metafísica. Muy sensato, todo ello; innegable
la conciencia que no se conoce, el hombre mecánico, e incluso el hombre número 1, el
hombre número 2, el hombre número 3, el hombre número 4, el que usted será cuando
las ranas críen pelos. Pero cuanto más se avanzaba, más se volvía aquello teórico, como
si hubiera que creer que no estábamos hechos de carne y hueso y que podíamos caber
enteros en aquellos gráficos, aquellas cifras, aquellos redondeles que pretendían
explicarlo todo, resolverlo todo, y que conducían derechito a la inmortalidad. Las leyes
cósmicas, la influencia de los planetas en mi comportamiento, la luna de dama de
compañía, no, ya no me reconocía en ello. Ya no me interesaba. Refunfuñaba. Ahora
tenía la impresión de estar asistiendo a un escamoteo. Así, todos cuantos éramos no
comenzábamos a existir más que después de haber echado por la borda lo que más nos
caracterizaba. Nuestros gustos, nuestros sufrimientos más tenaces, nuestros apegos más
queridos, ¡al mar! Realmente, era mucho. Demasiado. Y todo eso para obtener la paz, el
virginal temor reverente del catecúmeno... Finalmente, corté. Me negué a dejarme
desvalijar por más tiempo. Y me volví a mi cieno. Por supuesto, no olía bien. ¡Pero, olor
por olor, todavía prefería el mío al del recién nacido!»
Reflexiones de parecida vena determinaron a otro escritor francés, el periodista Paul
Sérant, a abandonar el movimiento:
«Sin duda estaba menos afectado por el mundo exterior; en contrapartida, la atención
exclusiva para conmigo mismo terminaba por crearme una insoportable sensación de
malestar. Había aspirado a liberarme de mí mismo. En vez de sentirme desembarazado
de mis cadenas "mecánicas", tenía la impresión de estar formando otras nuevas,
infinitamente más pesadas porque abolían la espontaneidad de los instintos y
sentimientos; ¡esa espontaneidad que en ciertos momentos hace que sea tan ligera la
opresión de no ser más que una máquina! Tal vez ya no era máquina, pero, ¡no serlo,
qué horrorosa nostalgia! Aquella conciencia, de la que esperaba que rompiera mis
límites, sólo me había procurado la tiranía más terrible que hay...25 Cuanto más me
sumergía en mí menos descubría lo "más grande que yo". El yo que yo cercaba sólo me
producía, cada vez más, una horrible náusea.»
Para Paul Sérant, «no hay verdadera espiritualidad sin adoración. La ascesis, la
renunciación, el desapego y el vacío sólo tienen sentido ordenados por el Amor. Que
este Amor no ha de confundirse con el sentimiento en sus aspectos más inmediatos, es
perfectamente claro para mí, y ésa es, además, la opinión de los grandes místicos. Pero
24
Minet da aquí un testimonio elocuente sobre las dificultades de la «autoiniciación».
25
Estas palabras recuerdan un lamento angustiado proveniente de otro lugar y otra época, pero
cuyo contenido es indiscutiblemente análogo: «No sé por qué, pero todos ellos (la «Hermandad
de Berlín») me parecían desprovistos de alma. Eran buscadores desesperados pero resueltos que
se hundían en campos del ser por los que el mundo no siente ninguna atracción, y que, por
consiguiente, los distraía de todo sentimiento o emoción humanos...»
«En su compañía, tenía la sensación de estar abandonado de mis semejantes... Si bien el saber
que yo perseguía era realidad, a veces me parecía que no era bueno ni correcto poseerlo. A
menudo envidiaba la inconsciencia apacible del mundo exterior, hubiera sido feliz volviendo a
la fe inocente de mi niñez para luego cerrar los ojos en el sueño eterno, más que maravillarme
de la terrible inquietud que se había apoderado de mí desde que había traspasado las seguras
fronteras de lo visible para penetrar en los desiertos sin fin de lo invisible» (Ghost Land, or
Researches into the Mys-íeries of Occultism, anónimo, traducido y publicado por Emma Britten,
Boston, 1876, pp. 47-48).
es importante no destruir en el alma la posibilidad misma de adorar».
Sérant observaba que sus compañeros de aquel entonces pisoteaban alegremente la
moral, la cultura, la civilización, la religión, y sonreían burlonamente cuando alguien
hablaba de escrúpulos de conciencia. «El rasgo verdaderamente extraordinario —dice
Bennett— es que el camino hacia la liberación no se haga por comportamiento virtuoso,
sino por la obligación de transformar energías requeridas para un fin cósmico.»
«Me di cuenta, escribe Sérant, que el esfuerzo de conciencia había creado en aquella
gente una mezcla bastante sospechosa de pretensión, egoísmo y orgullo (o, más
exactamente de autosatisfacción).26 Estos defectos, evidentemente, nos han tocado en
parte a todos los mortales, pero lo que me parecía grave en aquel caso, era que se
cultivaban metódicamente en nombre de la no identificación, la lucidez y la conciencia
de sí. Es evidentísimo que cuando se tiene por cierto que todos los hombres son
máquinas y uno mismo empieza a no ser más que una de ellas, amenaza nacer una
peligrosa tentación: si los demás son máquinas, ¿por qué no utilizarlos como tales? La
duplicidad se convierte entonces en una forma muy legítima de incitación a una más
aguda conciencia de sí.»
Esta idea se encuentra también en una observación de Madame de Salzmann a René
Guénon, al que había ido a encontrar a El Cairo poco después de morir su maestro (pues
«Vous voilà dans de beaux draps»). «Gurdjieff —le dijo ella al metafísico francés—
raramente decía la verdad»; confesión, ésta, que en todo caso muestra que Gurdjieff
ponía en práctica lo que predicaba, puesto que una de sus máximas era: «La verdad sólo
puede llegar a la gente en forma de mentira.»
Pero, adoptando esta actitud, cabe —gracias a los efectos soporíficos de la hipnosis—
transgredir insensiblemente la frágil demarcación que separa la práctica de la
contradicción y el espíritu de perversidad: «Y ahí —prosigue Sérant— interviene una
especie de inversión espiritual, infinitamente más peligrosa que el inmoralismo
aceptado como tal... El verdadero peligro espiritual empieza en el momento en que al
Bien se le llama Mal, y al Mal Bien. La perversión así creada es casi irremediable.»
Este punto ha sido abordado por Charles Duits, citado en el Gurdjieff de Michel
Waldberg. «Belcebú, anciano lleno de bondad... cuya acción ha sido manifiestamente
"angélica" por lo menos, es considerado por los seres humanos como el diablo en
persona.
»Así, desde el comienzo, disponemos de una clave: los hombres ven el mundo al revés,
tal es su mal, toman a los ángeles por diablos y viceversa.»
Aunque Bennett no dice totalmente lo mismo, sostiene sin convicción que Belcebú «era
una divinidad menor del panteón caldeo... más que un sinónimo de Satán»; argumento
este particularmente débil, ya que el propio Gurdjieff, en The Herald of Corning Good,
divulga el secreto al precisar que eligió como «héroe principal» a aquel que fue «testigo
probable» de la aparición «de los primeros seres humanos en la tierra». Pues bien,
aparte Dios, ¿quién más fue «testigo» de lo que sucedió en el paraíso sino la serpiente?
Todo eso, naturalmente, no son más que tonterías para Gurdjieff, que proclama: «Me he
impuesto a mí mismo bajo juramento de mi esencia... convencer, cueste lo que cueste, a
mis contemporáneos de lo absurdo de todas sus ideas inveteradas sobre la pretendida
existencia [sic] de "otro mundo", con su famoso y tan maravilloso "Paraíso" y su tan
terrorífico "Infierno".» Las «pedanterías» teológicas sobre el Bien y el Mal, las
recompensas y castigos en el más allá no caben en su concepción del mundo. Pero la

26
En una conferencia realizada en Fontainebleau y que Bennett refiere, Gurdjieff enseñó
por supremo silogismo: «El orgullo de Sí es signo de que uno es dueño de sí mismo... El
orgullo de Sí es "Yo". "Yo" es Dios. Por consiguiente, es necesario tener orgullo.»
negación del Bien y del Mal, primero en su aspecto inmediato, y por consiguiente en su
aspecto último, no basta por sí sola para borrar estos conceptos y en modo alguno
impide, si se admite tomar el uno por el otro, que estos conceptos existan, como se
puede pensar conforme a sus declaraciones que vamos a citar.
Sin olvidar la observación de Peters sobre el «mal» imputado a Gurdjieff, que hemos
citado anteriormente, podemos dejar que el autor de Belcebú responda por sí mismo con
una sentencia «que viene de tiempos antiquísimos», según la cual «todo palo tiene dos
extremos»: «uno de los cuales es considerado bueno y el otro malo... Dicho de otro
modo, si yo ejerzo mi privilegio y tomo el extremo bueno del palo, el malo "caerá
inevitablemente en la cabeza del lector"». O, como se lo hace decir a su Mullah Nasr
Eddin: «Por nuestros pecados, Dios nos ha enviado dos clases de médicos: unos nos
ayudan a morir, y los otros nos impiden vivir.»
Por más que se llame a eso magnetismo, hipnotismo o lo que se quiera, y se acepte su
negación de toda iniciación, tan seductora (dado que no se requiere ningún compromiso:
«No hay ni puede haber ninguna iniciación manifestada exteriormente»), el hecho es
que transmitía poderes muy reales en cuanto instrumento de entidades que Bennett
denomina «Inteligencias demiúrgicas». Mientras enseñó, Ouspensky estuvo siempre
convencido de que el «Sistema» gurdjieffiano procedía de una «Gran Fuente». «Pero no
nos es posible descubrirla buscando... Es mucho más secreta de lo que se podría creer.
Por consiguiente, nuestra única esperanza es que la Fuente nos busque. Con este objeto
doy estas conferencias en Londres. Si quienes poseen el conocimiento verdadero ven
que podemos serles útiles, tal vez envíen a alguien.» Lo que ignoraba es que él mismo
ya «les» era utilísimo, pero que no podían cooperar más de lo que ya lo hacían, puesto
que se trata, según los términos de Bennett, «de entidades que no podemos percibir con
nuestros sentidos, ni siquiera conocer mentalmente».
Ese «algo» transmitido, además, no se borra fácilmente, ni siquiera en los que han
intentado liberarse de ello. «Usted envenenado de por vida», como le dijo Gurdjieff a
Peters, y éste reconoce que, «incluso muerto, sigue teniendo en mí una influencia
enorme y turbadora». Hemos visto igualmente como Pauwels seguía cargado de «las
ambigüedades del más profundo respeto», declaración que encuentra eco en Sérant
cuando dice que «en modo alguno pretendo "condenar en bloque" la Enseñanza. Sigo
persuadido de que contiene aspectos que una búsqueda espiritual auténtica no puede
desdeñar... en una palabra, me gustaba y me sigue gustando el lado aristocrático, incluso
nietzschano, de la Enseñanza».27
Esta última observación está francamente fuera de lugar. La élite espiritual constituye
ciertamente una alta aristocracia, incluidas sus manifestaciones particularmente xtrañas
—los «Locos en Cristo» del Hesicasmo, por ejemplo, o los Malamatîyah (la «Gente del
Vituperio») en el Islam, los «Inmortales» del Taoísmo o los Heyokas de los indios
sioux— que dependen siempre de factores suprahumanos, no infrahumanos. Es un

27
Pauwels cita un artículo del Dr. Young aparecido en septiembre de 1927 en la revista New
Adelphi. Después de haber sido cirujano durante veinte años, este inglés se hizo psiquiatra y
discípulo de Jung. Habiendo observado con mirada clínica la vida en el Prieuré, en el que vivió
durante un año, quedó firmemente convencido de que, cualesquiera que fuesen las apariencias,
la motivación real de Gurdjieff era la búsqueda obscura y luci-ferina de poderes (siddhis) tales
como se enseñan, por métodos brutales, en ciertos monasterios de Mongolia donde
probablemente recibió una iniciación; poderes, éstos, adquiridos con la intención de gobernar el
planeta. «Sin embargo, concluye el Dr. Young, no quisiera dar a entender que esta experiencia
se saldase para mí con una mera y simple pérdida de tiempo durante un año. Muy al contrario,
estoy convencido de que he aprovechado en gran medida lo que en aquella enseñanza tenía
valor.»
hecho, por otra parte, que el movimiento gurdjieffiano siempre atrajo a bastantes
aristócratas;28 pero, si se lo quiere caracterizar adecuadamente, la palabra «esnobismo»,
y no «aristocracia», es la que mejor expresaría el tono dominante —esa «actitud de
reserva casi beatífica» ya señalada por Peters, que mencionaba que «los alumnos (de
Gurdjieff) con altaneras sonrisas de contento, acostumbraban declarar públicamente que
al fin habían hallado la "verdadera clave" o una "gran enseñanza", etc., pero cuando los
ponían entre la espada y la pared se mostraban incapaces de explicar de qué se trataba, o
cómo sucedía». Lo grosero de sus concepciones (empezando por la idea de que «los
hombres son máquinas»), su insolencia estudiada (como el «brindis por los idiotas») y
su predilección por estar siempre pontificando (to wiseacre full blash) concuerdan poco
con lo que la mayoría de la gente entiende por aristocracia; clase que él, además, odiaba,
llamando a los aristócratas «bromas de la Naturaleza» y «malentendidos»; el hecho de
que pudiesen existir en nuestro planeta intrigaba «incluso al gran taimado Lucifer», que
«se puso a reflexionar (en ello) tan intensamente que los pelos de la punta de la cola se
le pusieron completamente grises». Añadamos que Gurdjieff solía reírse a grandes
carcajadas cuando le leían tales pasajes de Belcebú.
Aparte de la observación sobre la aristocracia, el mensaje de Sérant es claro. Pauwels
trata de explicar la influencia del movimiento gurdjieffiano —ese «mundo subterráneo y
oscuramente fascinante»— describiendo de qué modo los cazadores capturan monos en
la selva africana. Atan una calabaza a un cocotero, echan dentro unos cuantos
cacahuetes y se alejan. El mono no tarda en bajar del árbol y mete su mano por el
estrecho cuello de la calabaza para coger un puñado de cacahuetes. Pero entonces ya no
puede sacar su puño hinchado, y el animal, aterrorizado, agarrando su botín cada vez
con más fuerza, cae en las manos de sus captores.
«A menudo pensé en este fruto cuando intentaba desengancharme de la enseñanza de
Gurdjieff... Pero era muy difícil y yo estaba como la mayoría de los miembros de los
grupos: prisionero de mi propia ambición, condenado a la desecación y predestinado,
como el mono, a la jaula o a la muerte.»
Peters y otros autores hablan repetidamente del gran humor de Gurdjieff, humor del que
tan manifiestamente carecían sus discípulos, y es cierto que las fotografías que hay de
ellos muestran cierta torpeza, tristeza o melancolía y una ausencia total de expresión.
Sin embargo parece bastante evidente que si Gurdjieff tenía motivos para echarse a reír,
sus discípulos, por su parte, tenían motivos para abstenerse de ello.
Gurdjieff hace observaciones reveladoras sobre otro tema: «La magia negra no significa
en modo alguno magia maléfica... Nadie hace nunca nada por amor al mal, o en interés
del mal. Todo el mundo actúa siempre en interés del bien como él lo entiende... la magia
negra puede ser altruista, puede perseguir el bien de la humanidad... Pero lo que merece
llamarse magia negra tiene siempre una característica bien definida. Este carácter es la
tendencia a utilizar a la gente para algún fin, incluso el mejor de los fines, sin su
conocimiento y sin que lo entiendan, ya sea suscitando en ellos la fe y el
encaprichamiento, sea actuando en ellos por el miedo.
»Pero a este respecto hay que tener presente que un «mago negro», bueno o malo [sic],
ha tenido que pasar por una escuela. Ha aprendido algo, ha oído hablar de algo, sabe
algo. Es simplemente un «hombre educado a medías» que ha sido expulsado de la
escuela, o bien que la ha abandonado habiendo decidido que ya sabía suficiente, que no
quería estar subordinado por más tiempo, que podía trabajar independientemente e
28
La colaboración de aristócratas en un movimiento no es ipso facto garantía de canonicidad. La
expansión fulminante de la Francmasonería en la Europa del siglo XVIII, la favoreció la
aristocracia, Rasputín actuaba en la corte rusa; y no hay la menor duda de que en la subida al
poder de Hitler participaron aristócratas.
incluso dirigir el trabajo de los demás. Todo «trabajo» de este tipo puede tan sólo dar
resultados subjetivos, es decir, sólo puede aumentar la decepción y el sueño en vez de
disminuirlos. Se puede, no obstante, aprender ciertas cosas de un «mago negro», aunque
de manera irregular. A veces, por accidente, incluso puede decir la verdad».
¿Ante quién sostenía el autor de estas líneas un espejo?
Aleister Crowley, el célebre mago inglés, fue un día a visitar a Gurdjieff en
Fontaínebleau, aparentemente de improviso. Los «Filósofos del Bosque» se reunieron a
la espera de lo que pudiera pasar, pues el mago visitante había retado al mago local a
una demostración de magia. Pero la cosa terminó en decepcionante empate, ya que
Gurdjieff se negó a exhibir ciertos poderes que sin embargo afirmaba poseer. Crowley,
por su parte, se negó a hacer una actuación a solas y se fue, convencido, según Peters,
de que su rival era «un impostor», o un «mago negro inferior».
Este episodio puede interpretarse de muchas maneras. En primer lugar, es bien conocido
que los magos no sienten gran afecto unos por otros, pues cada uno defiende
celosamente su terreno. En segundo lugar, Crowley era un «farolero» ostentoso y un
maestro del espectáculo, mientras que Gurdjieff pasaba por ser un hombre «serio» que
tenía en consideración a la sociedad, un «filósofo científico», un maestro de la «danza
sagrada» y el anunciador de una nueva vía para la humanidad, basada en el resurgir de
las sabidurías olvidadas. Hay que recordar que su resolución formal de no emplear
nunca su hanbledzoin con fines personales lo dejaba literalmente «indiferente» a los
efectos que producía en el prójimo —estaba completamente seguro de que su resolución
produciría el efecto deseado sin que tuviese necesidad de implicarse de forma «egoísta»
en cualquier artificio teatral—. Transpuesto en términos espirituales, eso equivale a
sacrificar sus dones personales para la Gloria de Dios; dicho de otro modo, Gurdjieff se
«consagraba» a una causa que superaba a su propia persona. En tercer lugar, Crowley
era un «Gran Iniciado» de la Francmasonería y de muchos otros ocultismos y
sociedades secretas por las que Gurdjieff profesaba abierto menosprecio, diciendo que
«su trabajo consiste tan sólo en imitar»; lo cual, en todo caso, realzaba la credibilidad de
su propio método oponiéndolo a las pseudoiniciaciones y sistemas pseudoesotéricos,
considerados habitualmente fantasiosos. Desde el punto de vista opuesto, Crowley muy
bien podía ver en el otro taumaturgo una especie de «fenómeno intruso» venido del
Turkestán y que no correspondía a ninguno de los ocultismos más «ortodoxos». Por
último, también se podría decir que entre los dos hombres había un asunto común que
escapaba al conocimiento de los demás, por ejemplo un «mandato» de la Orden de Tule,
puesto que Gurdjieff, pese a sus mordaces críticas al ocultismo, afirmaba estar siempre
en contacto con un «Centro oculto»; pero eso es especular en la oscuridad.
Otra enseñanza que el propio Gurdjieff ponía en práctica con todo el espíritu de
«nobleza obliga» que tenía que ser efecto de una verdadera convicción en la materia, era
—conforme al testimonio de Denis Saurat— que «las mujeres apenas tienen la posibi-
lidad de adquirir alma excepto por medio del contacto y la unión sexuales, con un
hombre». Así, para ceder la palabra a Bennett, compensaba cortos momentos de
austeridad con «períodos desenfrenados de lujuria»: «entonces mantenía relaciones
sexuales no sólo con casi todas las mujeres que caían en sus esfera de influencias, sino
también con sus propias alumnas; buen número de éstas tuvieron hijos de él». Se
extendió la idea de que «sólo las mujeres que habían compartido su lecho estaban
realmente iniciadas en su trabajo». Y, no obstante, hubo discípulas que de hecho no
tuvieron ninguna relación de este tipo con él; e incluso sucedía, a veces, que una joven
que había recibido una indicación alusiva a que fuera a llamar a su puerta e iba con la
expectación de tener una notable aventura espiritual, lo encontrase aparentemente
sorprendido de verla y fuese despedida con un paquete de bombones como consuelo,
mientras que las que iban sin ilusiones recibían los favores previstos y, llegado el caso,
también alguna enseñanza.
Porque «insistía muchísimo en que el sexo debía estar separado de la vida intelectual y
afectiva del ser humano. El sexo era el sexo, y, tratado como tal, no sólo era un fin
legítimo, sino incluso una parte necesaria del proceso de nuestro desarrollo».
Decía que, sin embargo, para la mayoría de la gente, la sexualidad es «la fuerza motriz
de toda la mecanicidad», y, para el hombre corriente, la mujer no es más que un
«pañuelo». «¿Cree usted que la gente va a la iglesia para rezar o al teatro para ver
alguna obra nueva? —le preguntó a Ouspensky—. Sólo en apariencia. Lo que importa,
tanto en el teatro como en la iglesia, es que pueden encontrarse gran cantidad de
hombres, o de mujeres. Es el centro de gravedad de todas las reuniones.»
Una vez, en 1933, Gurdjieff obsequió a Peters con una demostración de ello en su
antiguo apartamento de Nueva York, en el hotel Henry Hudson, adonde fue convocado
Peters. Cuando llegó se le rogó que lavara los platos y preparara verdura para «unas
cuantas personas muy importantes» que habían de ir a cenar. Gurdjieff le pidió a Peters
que le diera una «lección de inglés» sobre las palabras que designan aquellas partes y
funciones del cuerpo «que no estaban en el diccionario».
Cuando Gurdjieff había dominado las groserías y frases obscenas empezaron a llegar los
invitados; había unos quince «neoyorquinos bien vestidos y de buenos modales»,
algunos de ellos reporteros o periodistas.
Tras hacer una entrada tardía y obsequiosa, el anfitrión se sentó a la mesa y empezó a
responder humildemente a las preguntas aburridas que los invitados le hacían acerca de
su trabajo y sobre los motivos de su visita a América, cuando, con un guiño a su
«profesor de inglés», cambió repentinamente de tono y explicó que la aflictiva
degeneración del género humano y su transformación en esa sustancia que no puede
definirse más que con una palabra de cuatro letras (en inglés, seis en español) eran
particularmente impresionantes en aquel país, y de ahí su viaje para observar el
fenómeno en vivo. La causa oculta de este penoso estado de cosas, prosiguió, está en
que la gente —sobre todo los americanos— nunca siguen los dictados de la inteligencia
o de las conveniencias, sino que siguen lo que les dictan sus órganos genitales. A
continuación, señalando a una mujer particularmente hermosa, la felicitó por su vestido
y su maquillaje, y luego dijo que, con toda franqueza, el verdadero motivo de su adorno
era el irresistible deseo sexual que ella sentía por cierta persona, cosa que Gurdjieff
expresó gráficamente con su vocabulario recién adquirido. Antes de que los invitados
hubiesen tenido tiempo de reaccionar, se lanzó a un discurso sobre sus propias proezas
sexuales, seguido de la descripción íntima y detallada de las costumbres sexuales de
varias razas y pueblos.
Cuando la cena hubo terminado y los invitados estaban bien bebidos de «buen armagnac
viejo, como siempre», perdieron sus inhibiciones y entablaron un intercambio de
obscenidades que pronto fueron más que verbales. Gurdjieff se retiró con la mujer a la
que había insultado, y los demás, creídos, desde aquel momento, de que el programa de
la velada incluía una orgía o algo parecido, empezaron a mezclarse físicamente en las
habitaciones del apartamento en distintos grados de desnudez.
En el momento en que el jolgorio llegaba a su clímax, Gurdjieff dio enérgicamente un
cambio súbito a la situación y ordenó con voz atronadora que terminase la diversión,
proclamando que la lección había terminado, que los invitados ya habían verificado
ampliamente, con su comportamiento, la exactitud de las observaciones que había hecho
antes y que tenían que darle las gracias de ser ahora parcialmente conscientes de su
condición verdadera y que aceptaría con gozo sus talones y dinero al contado en pago
de aquella «importante lección». Peters cuenta —sin sorpresa, conociendo a Gurdjieff—
que lo recibido ascendió a «varios miles de dólares».
Cuando todo el mundo se hubo ido, Gurdjieff se fue a la cocina para ayudar a Peters a
lavar los platos y le preguntó si le había gustado la velada.
«Sentía disgusto», fue la respuesta. Gurdjieff se echó a reír y escrutó a su compañero
con «mirada penetrante». «Es buen sentimiento usted tiene, ese disgusto. Pero ahora
necesario se haga usted una pregunta. ¿Con quién usted disgustado?»
Una cosa que «horrorizaba» a Peters tanto de los admiradores como de los detractores 29
de Gurdjieff eran las reacciones emocionales, personales o rencorosas —según los
casos— con respecto a su persona y su método. Raramente lo juzgaba alguien objetiva-
mente y con desapego. Incluso sus partidarios mostraban a veces su disgusto por lo que
juzgaban sus «sucias» o «insanas» costumbres. Peters fue quien mejor conocía el
asunto, puesto que había limpiado la habitación del maestro en el Prieuré, durante dos
años. Pero ante la repetida afirmación de «que un maestro es necesariamente limpio»
argumenta: «A mi parecer, eso equivaldría a no aceptar el cristianismo hasta haberse
informado de los hábitos balnearios de Jesucristo. O ¿es que la «limpieza está cerca de
la divinidad»30? Y ¿acaso este antiguo dicho se refiere en realidad a la limpieza
corporal?»
Pues bien, ciertamente no la excluye en modo alguno, y la mejor respuesta está en los
Discursos de Epícteto, en el capítulo «De la Limpieza» (IV, 11).
«Puesto que los dioses son puros por naturaleza y sin mancha, cuanto más se acercan a
ellos los hombres por medio de la razón, más se sienten atraídos por la pureza y la
limpieza. Pero como es imposible que la naturaleza de los hombres sea perfectamente
pura, ya que está mezclada con un elemento tan material, la razón que le ha tocado en
parte se esfuerza por hacerla lo más pura posible.
La pureza primaria y fundamental es la del alma, y lo mismo ocurre con la impureza...
La impureza del alma son los malos juicios, y su purificación consiste en producir
juicios rectos...
Y es menester esforzarse, en la medida de lo posible, para conseguir también una
limpieza similar en el propio cuerpo... Era imposible que los pies del hombre no se
enlodaran y ensuciaran cuando pasan por el barro y la suciedad; por eso la naturaleza
dispuso el agua y las manos para lavarlos...
Pero ¿quién no se alejará de aquel que es sucio, maloliente, y de aspecto asqueroso, más
aún que de uno que esté salpicado de estiércol? El olor de éste es exterior y accidental;
el del primero proviene de la falta de cuidado; es interior y muestra una especie de
podredumbre interna.
«Pero Sócrates rara vez se bañaba.»
Porque su cuerpo estaba limpio y reluciente, es más, estaba lleno de gracia y encanto.
(...) Hubiera podido no bañarse ni lavarse nunca, si hubiese querido. Y sus abluciones,
por raras que fuesen, eran eficaces...
¡Por los dioses!, cuando el joven siente su primera llamada a la filosofía, prefiero que
venga a mí con el cabello aseado y no despeinado y sucio: pues ello muestra como un
reflejo de lo bello, y un anhelo por la hermosura, y allí donde imagina que está, allí pone
su esfuerzo...
He aquí a un joven amable; he aquí a un anciano digno de querer y ser querido, alguien

29
Según Peters, estos detractores eran de dos clases: los virulentos exdiscípulos, y eruditos que se
consideraban a sí mismos críticos competentes «de toda enseñanza que se refiriese a lo oculto» y que, «a
mi entender, atacaban a Gurdjieff porque no correspondía a su concepción de la ortodoxia». Pero esta
última observación equivale a decir que la ortodoxia es, por definición, subjetiva y de naturaleza
meramente psicológica; así, con una frase fácil, los criterios objetivos se echan a la papelera.
30
Se refiere al refrán inglés, intraducibie, « Cleanless is close to God-liness». (Nota del traductor.)
a quien un hombre confiará a su hijo para que lo instruya: muchachas y muchachos
acudirán a él, llegado el caso, y ¿para qué? ¿Para que les dé sus lecciones sobre un
estercolero? ¡No lo quiera Dios! Toda excentricidad nace de alguna causa humana, pero
ésta es casi inhumana.»
Frithjof Schuon ha mostrado31 que ciertos excesos voluntaristas y sentimentales en el
dominio cristiano a partir del Renacimiento hicieron posible equiparar la inteligencia
con el orgullo, lo cual es comprensible en sí pero conduce a otras identificaciones, como
belleza y pecado —y de ahí fealdad y virtud—, o incluso limpieza y pecado —de donde
suciedad y virtud. Eso no quiere decir que los discípulos de Gurdjieff—
presumiblemente todos ellos de origen cristiano— se adhiriesen a ninguna fe pietista,
aunque algunos perteneciesen a la Iglesia ortodoxa; pero significa que el predominio de
tales corrientes de pensamiento en el cristianismo había dejado huella y tendencias —
sin que nadie fuese consciente de ello—, incluso en aquellos que habían abandonado su
fe.
No se sabe que Gurdjieff, pese a los años que vivió en tierras del Islam, tuviese ningún
discípulo musulmán. Dejando aparte otras consideraciones, la importancia que en el
Islam se da a la inteligencia, la belleza y la pureza, hubiera hecho impensable, para un
musulmán todavía consciente de su herencia, ser arrastrado al mundo de Gurdjieff.
Algunas facetas del personaje que patrocinaba el «Desarrollo Armónico» se traslucen en
sus maneras durante un viaje. Era perfectamente capaz, por ejemplo, de retrasar diez
minutos la salida del tren nocturno Nueva York-Chicago arreglándoselas para con-
vencer al jefe de estación de que él era un eminente personaje que debía arreglar un
asunto urgente con la delegación de devotos apiñados alrededor. Cuando finalmente lo
montan en el tren ya en marcha, seguido por un compañero de viaje, en aquel caso
Peters —y unas siete maletas repletas de libros, medicamentos, ropa, alimentos y
alcohol—, no duda en quejarse ruidosamente de que le han interrumpido, y ordena que
le preparen una cama inmediatamente. Consternado al saber que su litera está trece
coches más allá, se sienta en una maleta para encender un cigarrillo y se queja a voz en
grito cuando le dicen que está prohibido fumar fuera del salón de fumadores (en aquella
época, en los Estados Unidos, las literas estaban separadas del pasillo sólo por una
cortina), despierta a casi todos los viajeros (la mayoría habían subido al tren muy
pronto) durante los cuarenta y cinco minutos que dura su penoso viaje a lo largo del
tren, con quejas acerca del tratamiento grosero al que se lo somete, y cuando al fin llega
a su litera, deshace las maletas en busca de comida y alcohol, luego, empujado por
Peters al salón de fumadores, se lanza a un violento discurso sobre el horrible servicio y
la manera insultante de tratarle, a él, un hombre tan importante, y cuando el revisor y el
maletero le advierten de que corre el peligro de que lo apeen en la siguiente estación,
abre los ojos desmesuradamente y mira a su alrededor como con sorpresa; finalmente se
va a la cama sin dejar de lamentarse ruidosamente de la sed que tiene, y de su necesidad
de cigarrillos y todo lo demás, hasta que las nuevas amenazas del maletero le deciden
por último a dormirse. Arma un jaleo en el coche restaurante a la mañana siguiente —a
donde por fin llega tras emplear una hora para vestirse, con constantes idas y venidas en
ropa interior por el pasillo— porque no hay yogur u otros alimentos exóticos (entonces)
tan necesarios para sus funciones digestivas altamente especializadas, detalladas
gráficamente al camarero y al jefe de camareros, después de lo cual consume
refunfuñando un copioso desayuno americano; luego, pasa el resto del viaje en su coche
Pullman, fumando sin cesar pese a las quejas de los pasajeros y las amenazas del

31
Véase, por ejemplo, «Paradoxes de l'expression spirituelle en Islam et ailleurs», Revue philosophique,
Janvier-Mars 1974. («Paradoxes de l'expression spirituelle», en el libro Forme et Substance dans les
Religions, Der-vy Livres, París, 1975.)
maletero, bebiendo mucho, y sacando de cuando en cuando algo para comer —
especialmente quesos malolientes—, excusándose continuamente con los airados
pasajeros mientras inventa nuevos modos de molestarlos y ofenderlos. Y cuando por fin
se une al grupo que lo esperaba en el andén en Chicago, les cuenta a todos qué viaje tan
espantoso ha tenido, y echa toda la responsabilidad de ello sobre el ya bastante
mortificado Peters.
¿Hemos de suponer, de paso, que todo eso era una comedia puesta en escena por el
posesor del Zvarnoharno con objeto de proteger a los viajeros, al revisor y al maletero,
de una idolatría incipiente, o para probar su fervor de discípulos en potencia? Un devoto
replicaría, sin duda, que un rey puede hacer lo que le plazca —así razona el mundo—.
Bennett pasó una prueba del mismo tipo cuando ayudó a Gurdjieff a embarcarse en El
Havre, en 1948. Cuando el viajero, que había insistido para tener un camarote
individual, se dio cuenta de que no los había, dijo que abandonaría el barco en
Southampton y ordenó a Bennett que se las arreglara para estar allí a la mañana
siguiente. Luego tomó por asalto el restaurante vacío, diciéndole a su acompañante que
trajera la bolsa de París que contenía «botellas de armagnac, jarras de caviar y
entremeses rusos de varias clases». Esto, naturalmente, enfureció a los camareros, «pero
los apaciguó con una generosa propina». El propio Bennett sólo fue capaz de apaciguar
a Gurdjieff proponiéndole un brindis tras otro como «director de brindis», bebiendo con
él hasta que zarpó el barco, a medianoche.

* * *

Algunos lectores que hayan aguantado hasta aquí se preguntarán tal vez cómo Gurdjieff,
pese a todo su magnetismo, podía inducir a que hombres y mujeres sensatos pusiesen su
futuro espiritual en sus manos.
Se ha visto ya que la gente difícilmente podía mantener una actitud neutra en su
presencia: se manifestaba una fuerte aversión o se era atraído irresistiblemente a su
órbita con algo muy parecido al compromiso total, sin hablar de los casos en que la
repulsión inicial se transformaba más tarde en extasiamiento completo. El hecho de que
una peculiaridad del mal es tanto fascinar como repeler, aun cuando no puede aducirse
necesariamente como prueba ad rem de una cosa, el lector serio debe al menos tomarlo
en consideración juntamente con todo lo demás.
Gurdjieff vino a un Occidente de valores en desbandada con una mirada cínica, y vio —
poco más o menos— claramente que la civilización moderna es una basura y que el
hombre moderno es un lío. Esto era en sí una «contribución» positiva. Pero su visión era
negativa y destructiva, y de ahí la ambigüedad reconocida por Pauwels. Porque si bien
era agudamente consciente de las debilidades del hombre, sufría análoga ceguera para
sus virtudes. A primera vista, Belcebú aparece así como un violento sarcasmo dirigido a
la raza humana mientras que, más en profundidad, delata en realidad la pretensión
obsesiva que Gurdjieff tenía de modalidades de conciencia que excedían a su
competencia. Él se identificaba inequívocamente a sí mismo con el «Diablo», sólo que,
por supuesto, al hacerlo no consideraba al «Diablo» como «maligno», sino simplemente
como «realista». Y, no obstante, si algo de eso se hacía ontológicamente demasiado
claro en sus escritos, reescribía el pasaje para «enterrar el perro más profundamente»
como él mismo dice.32 Incluso rechazó The Herald of Corning Good y lo retiró de

32
Bennett trata de esquivar esta expresión argumentando que «el perro es Sirio, la estrella-can,
que representa el espíritu de la sabiduría en la tradición zoroástrica». Pero se acerca mucho más
al meollo del asunto cuando añade que Gurdjieff no quería «que lo analizasen y criticasen los
circulación.
En el fondo la aparición de Gurdjieff coincidió con el momento en que los intelectuales
occidentales empezaban a dudar del Progreso, y aportó, para empezar, una explicación
del estado de cosas actual y, en segundo lugar un remedio «antiguo» pretendidamente
tomado de Oriente y presentado como medio de devolver al hombre al buen camino.
Entonces, ¿era o no era evolucionista? Dado su carácter contradictorio, la respuesta es a
un tiempo sí y no. El proceso del mundo, enseñaba, está al mismo tiempo en evolución
y en involución, pues sigue «la gran ley cósmica fundamental trogoautoegocrática», o
«mantenimiento recíproco de todo cuanto existe», la cual, sin detallar el esquema,
equivale a una especie de «ecología galáctica» en la que el hombre, ayudado por varios
Demiurgos o Inteligencias Superiores de carácter un tanto gnóstico o maniqueo,
comparte con Dios —nuestro PADRE COMÚN UNI-SÉRICO INACABABILIDAD o
algo parecido— la responsabilidad del desarrollo del espectáculo cósmico:
«Recíproca», porque basta un error de juicio proveniente bien de Dios (que, no lo
olvidemos, no es omnipotente), o bien del hombre, para que se desquicie el Universo.
Dios repara un antiguo error de cálculo retirando del hombre el pernicioso órgano
Kundabuffer, y ahora el hombre ha de cesar de estar cómodamente tumbado en sus
sueños que son efectos subsecuentes de aquel órgano —y juntando la «sabiduría» de
Oriente con la «energía» de Occidente, ha de abrir una brecha en su subconsciente y
liberarse así de la tiranía que es la tecnología moderna y todas las bobadas
cósmicamente desequilibrantes inventadas por los hombres de ciencia tricerebrales
empeñados —como dice sabiamente el estimado Mullah Nasr Eddin— en que «una
mosca se trague un elefante», antes de que de un golpe rompan el mundo en mil
pedazos, «como una trompeta de Jericó in crescendo», para citar una vez más una
expresión de un sabio.33 Gurdjieff increpó a Peters en su último encuentro:
«Americanos echado bomba en Japón, ¿eh? ¿Qué piensa de su América ahora?»
Por la ley de Mantenimiento Recíproco, todo cuanto de energía, materia y principios
vitales o «clases de esencia» hay en el Universo se mantiene y se sustenta por un
canibalismo cósmico de evolución-involución delicadamente equilibrado (recuérdese
que la luna se alimenta de la tierra y viceversa).
Cabe preguntarse cómo puede reconciliarse este sistema galáctico ecológico con «una
vía contra natura, contra Dios»; pero la incompatibilidad de ambas concepciones no
parece perturbar a ciertas personas aparentemente halagadas de cooperar con «Espíritus
superiores» para asegurar el Mantenimiento Recíproco, actividad cuyo objeto es
mantener el equilibrio del mundo a fin de librar nuestro planeta del «odio, la locura y la
guerra», como dice Margaret Anderson.
Y sin embargo, si esos intelectuales occidentales mirasen al fondo de las cosas, verían
que los ritos de todas las religiones están destinados a mantener el equilibrio entre Cielo
y Tierra por el simbolismo, la analogía y la correspondencia «simétrica». «Hágase Tu
Voluntad, así en la Tierra como en el Cielo» es su fundamento en el cristianismo. El
Islam (o sumisión a la Voluntad divina) enuncia que el hombre es un lugarteniente
divino en la tierra {khalîfa fî-l-ard), responsable ante Dios del justo orden de las cosas.
El Dharmashastra prescribe a los hindúes lo que les es necesario en este mundo.

filósofos y los teólogos, por eso escribía en un estilo que los eruditos no se molestarían en leer».
33
Es curioso que la solución que da Belcebú para remediar las desdichas de la humanidad consiste en
colocar un nuevo órgano destinado a sustitur al antiguo Kundabuffer, y que haría que todo «ser
tricerebral» fuera perpetuamente «consciente del carácter inevitable de su propia muerte y de la de toda
persona en la que se pondría su mirada o su atención». Mientras, que, si tradicionalmente se nos prescribe
que recordemos la muerte, es por la razón que da, por ejemplo, la Imitación de Jesucristo: «Aprende
desde ahora a morir a este mundo, a fin de que puedas comenzar a vivir en Jesucristo.»
Extremo Oriente posee la doctrina según la cual el hombre es el mediador entre Cielo y
Tierra. En cuanto a los indios de América, poseían uno de los «sistemas ecológicos»
más perfectos que el mundo haya conocido jamás hasta el momento en que fue
destruido por europeos que habían perdido su propia herencia.
Y lo que es más, puesto que toda religión enseña a su modo que el hombre se encuentra
en un estado de desequilibrio, ilusión, ignorancia, caída o rebelión, ¿por qué algunos
sólo prestan oídos cuando lo dice Gurdjieff?
«El origen y la causa de los pensamientos radica en la disgregación —por la
transgresión del hombre— de su memoria simple y única, que así ha perdido el
recuerdo de Dios y, al volverse múltiple en vez de ser simple, y diversa en vez de única,
ha caído víctima de sus propias fuerzas», escribe San Gregorio del Sinaí.
O como dijo Platón: «El alma... a causa de la sensualidad se ha convertido en el
principal cómplice de su cautividad.»
Eso lo encontramos también en John Smith el platónico: «Estos movimientos
turbulentos y caprichosos, azarosos e inconstantes de la pasión y la voluntad individual
que moran en las mentes degeneradas, los separa perpetuamente de sí mismos, y
provocan en ellos numerosas discordias y alianzas tumultuosas contra el dominio de la
razón.»
Pero ahora llega Gurdjieff con una nueva fórmula sobrecogedora: El HOMBRE ES
UNA MÁQUINA. Ahí está lo que toca la fibra sensible en las mentes modernas,
proclamado, además, por un «filósofo científico» abiertamente materialista y escéptico
—o sea «realista»—. Y nos propone una vía basada en «ciencias» sumamente antiguas,
perdidas para todos excepto él, para resolver el dilema yendo al fondo de las cosas sin
tener que recurrir para nada a todas las molestias de una religión. ¿Qué pasaría si, con
todo el incesante trabajo que uno se da, el Desarrollo Armónico resulta ser la
metamorfosis en un robot ultraperfeccionado? ¡Pues bueno!, «la cosa vale la pena», y
presumiblemente es mejor, al fin y al cabo, que seguir siendo —pongamos— sólo un
tocadiscos estropeado. Sea lo que fuere, el Instituto y sus ramificaciones siempre
atrajeron preferentemente artistas, escritores, músicos y gente de profesiones liberales,
los que tienen gran sensibilidad y una autosatisfacción no menos grande —gente
mundana y complicada, aunque idealista, fuerte aunque vulnerable, con el innato deseo
humano de dominar y trascender las tragedias del ego indisciplinado.
Pero, ¿cómo unos seres humanos de tal sensibilidad pueden aguantar esa vulgaridad
omnipresente? Por un lado, las danzas, la música y las doctrinas complicadas, confieren
un aura de «dignidad» al movimiento; por otro, la inclinación del taumaturgo por chocar
a la gente con un comportamiento escandaloso se compara a menudo con las técnicas
utilizadas por los roshis del Zen para provocar el satori. Sólo que aquí la analogía no
puede sostenerse, pues el Zen —en el que, para empezar, está completamente ausente la
vulgaridad— se integra en la estructura general, y bajo la protección, del budismo, del
que es una extensión particular. El roshi, actuando por inspiración en una tradición
revelada y viva, aplica métodos realmente eficaces a discípulos cualificados, que para
recibirlos son preparados cuidadosamente con estrictas disciplinas monásticas.
Ha de reconocerse, no obstante, que Gurdjieff, con un brío consumado, daba a sus
investigaciones en lo «milagroso» la apariencia bastante seductora de una búsqueda fría
y nada sentimental, combinándola con un gran sentido práctico y un tosco sentido
común, y al propio tiempo, una sagacidad que a veces podía pasar por sabiduría.
Tomemos como ejemplo lo que dice de la música oriental después de haber dado
explicaciones «sobre los cuartos de tono, e incluso sobre una séptima de tono»: «La
música oriental, para los extranjeros, parece monótona, y no hacen más que asombrarse
de su crudeza y su pobreza musical. Pero lo que a ellos les suena como una sola nota es
toda una melodía para la gente del país: una melodía contenida en una nota. Este tipo de
melodía es mucho más compleja que las nuestras. Si un músico oriental comete un error
en su melodía, para el auditorio es una cacofonía, más para un europeo, todo queda en
una monotonía rítmica.»
Y sobre el arte oriental: «No encuentro en Occidente nada comparable con el arte
oriental. El arte occidental insiste mucho en el aspecto interior, y a veces contiene una
gran parte de filosofía; pero el arte oriental es preciso, matemático, sin manipulaciones.
Es una forma de escritura.»
Y sobre el arte en general: «Una de dos, o a la artesanía del zapatero se la llama arte, o
a todo el arte contemporáneo hay que llamarlo artesanía. ¿Hasta qué punto un zapatero
que confecciona un hermoso modelo de elegantes zapatos es inferior a un artista cuyo
fin es la imitación o la originalidad? Con el conocimiento, la confección de zapatos
puede ser también un arte sagrado, pero sin él, un sacerdote del arte contemporáneo es
peor que un zapatero remendón»}34
Si algún lector encuentra que estos propósitos no concuerdan demasiado con el conjunto
del retrato trazado hasta aquí, que recuerde la observación anteriormente citada a
propósito del hombre al que «incluso puede ocurrirle que, accidentalmente, diga la
verdad».
Gurdjieff, en suma, era a su manera un formidable empresario; o más bien, si se
examinan más de cerca las cosas, sería más cierto decir que era un imponente
chapucero, puesto que la mayoría de sus proyectos y construcciones, a la larga, parecían
estar a punto de derrumbarse —en su mayoría lo hicieron —en las raras ocasiones en
que él mismo no contribuyó a ello voluntariamente, de acuerdo con lo que podría
denominarse su Ley de la Necesidad para el Cambio incesante.
Al cabo de un mes de que la compañía de Gurdjieff hubiese realizado su gira americana,
apareció un artículo en una revista neoyorquina, The Century. Su autor, el escritor y
viajero G. E. Bechhofer, había encontrado al taumaturgo por vez primera en Tiflis, y he
aquí, entre otras cosas, lo que refiere acerca de su estancia en Fontainebleau:
«A menudo oía decir que Gurdjieff era un trabajador maravilloso. Discípulos
extasiados, conteniendo el aliento, me hablaban de la rapidez infrecuente y la habilidad
con que abría caminos, por ejemplo, o aserraba madera, ponía ladrillos, diseñaba hornos
para secar arenques. Pero, recientemente, he advertido un elemento de duda en estos
relatos. Los caminos no se podían usar, las paredes se rompían, los hornos no
funcionaban ni secaban los arenques. Es posible que Gurdjieff no sea el superartesano
que decían.»
Pero ¿qué importa si, a imagen de sus construcciones materiales, sus sistemas etéricos
complicados, cuando se los examina im-parcialmente, se derrumban como un castillo de
naipes? El peligro solamente empieza cuando el chapucero se pone a jugar con almas
humanas.

* * *

Ha llegado el momento de preguntarse cuál era el fin de Gurdjieff, o del «Poder», «Gran
Fuente», «Fraternidad Sarmán», o no se sabe muy bien qué, de quien recibió su
investidura. La respuesta es tan simple como devastadora: el trastorno total del orden
del mundo. Ello no quiere decir que se hubiera puesto ya a trabajar completamente en
ello, sino que era su intención. Hemos dicho «total»: el título general de sus escritos es

34
Esto recuerda, a su manera, las palabras de Ananda Coomaraswamy: «El artista no es un tipo
especial de hombre, sino que cada hombre es un tipo especial de artista.»
All and Everything (Todo y cada cosa), y no simplemente «esto y aquello». La inver-
sión, además, tenía que llevarse en tres tiempos, como lo muestra el hecho de que su
obra está escrita en forma de trilogía.
A fin de clarificar esta estructura, es revelador tomar el lenguaje de la teología mística;
la primera fase correspondería entonces a la Purificación. Normalmente, se trata del
proceso que el aspirante espiritual emprende para librarse del «mundo» y todas sus
ilusiones y seducciones. Para Gurdjieff {Primera Serie), se trata de «extirpar del
pensamiento y el sentimiento del lector, sin piedad y sin el menor compromiso, las
creencias y opiniones arraigadas en el transcurso de los siglos en el psiquismo de los
hombres, acerca de todo cuanto existe en el mundo». Aquí se apunta nada menos que a
la autoridad establecida por las fuerzas que gobernaban y gobiernan todavía el mundo
—todo lo que se refiere a los campos político, institucional, social y económico,
religioso, filosófico y cultural— al menos «tal como se ejercen» en sus formas actuales.
El segundo grado de la teología mística es la Iluminación; el iniciado, que ahora está
vacío del «mundo», está espiritualmente en estado de recibir el influjo de las gracias
divinas provenientes del mundo supraformal y celestial. Para Gurdjieff (Segunda Serie),
se trata de «hacer conocer el material necesario para una reedificación, y probar su
calidad y solidez». En lo que esto se convierte, en realidad, es la sustitución del mundo
noumenal, de donde proviene nuestro mundo, por la cosmología fenomenalista de
Gurdjieff y la sustitución del panteón celestial —con sus mundos y sus divinidades, sus
Cualidades Divinas y sus Atributos, sus Arquetipos, sus Inteligencias angélicas y su
jerarquía de Poderes, propio de todas

Nota huérfana:
 Pues hay que comprender bien que en determinada «etapa del Ensembluizar
sérico se encuentra el mdnel-inn inferior del Hepta paraparshinokh sagrado llamado
mdnel-inn mecánico-coincidente; por eso las substancias que constituyen los trioékharis
séricos dejan de poder evolucionar de manera independiente, por el simple proceso
harnel-miatznel», Relatos de Belcebú a su nieto, p. 754. (Nota del traductor francés. El
número de página corresponde a la edición francesa.)

las tradiciones— por su «Megalocosmo» con sus Protocosmo, Ayocomo, Macrocosmo,


Deuterocosmo, Mesocosmo, Tritocosmo, Microcosmo y Defterocosmo, a los que hay
que añadir la desconcertante variedad de «Tetartocosmos» con «sus cristalizaciones
temporalmente independientes», llamadas Protoékharis, Deutoroékharis, Tritoékharis,
Tetartoékharis, Pentoékharis, Hexioékbaris y Resulzarion, cosmos, éstos, habitados y
gobernados por los semejantes del «Arcángel Sakaki», el «Arcángel Khariton», el
«Archiquerubín Peshtovogner», el «Arehifisicoquímico-Todo-Universal, Su Confor-
midad el Arcángel Luisos», el «Grandísimo Archíserafín Sevohtartra», «Su
Autosuficiencia el Archíserafín Ksheltarna», el «Santísimo Ashyata Sheyimash», y así
sucesivamente. Hasta el sol se ha de ir. Belcebú está lleno de amargura ante los
perniciosos resultados de la mala educación dada a las criaturas tricerebrales del planeta
Tierra (aparte «algunos seres que existieron antes de la segunda perturbación
transapalnina»), mala educación que les hace creer del primero al último, sin la menor
duda, que el sol es el origen de la luz y el calor, cuando en realidad el «sol» «hiela casi
tanto como el perro pelado de nuestro estimadísimo Mullah Nasr Eddin... (y) está tal
vez más cubierto de hielo que la superficie de lo que ellos llaman el "Polo Norte"».
Verdaderamente, si el «sol» posee un poco de calor, puede hacer mucho mejor uso de él
que compartirlo con ese «monstruo ladeado» que es nuestra tierra (desde que la luna fue
desgajada de ella aparentemente por un cometa).
En realidad, la luz y el calor que se propagan en el cosmos proceden del
Iraniranumango, o transformación de las energías, debido al Trogoautoegócrata o Ley
del Mantenimiento Recíproco. Este proceso es la simplicidad misma: en el interior del
«Santísimo Sol Absoluto» está el «Triamazikamno sagrado», o principio de la «Santa
Afirmación», de la «Santa Negación» y de la «Santa conciliación»;35 estas tres fuerzas
engendran al Theomertmalogos o «Dios-Verbo», que es la «emanación original» que
permite «la primera aparición del Okidanokh omnipresente»; como explica Ben-nett,
«quien es omnipotente no es Dios, sino la Voluntad Universal, el Okidanokh». La
«Vivificación de las Vibraciones» se efectúa por el paso de éste a través de «los
"estopinders" o "centros de gravedad" del Heptaparaparshinokh sagrado fundamental»,
que no es otra cosa que nuestra Ley de Siete. Y he aquí por qué los seres tricerebrales
tienen «esos fenómenos cósmicos que ellos denominan "luz diurna", "oscuridad",
"calor", "frío", etc.».
La etapa final, en teología mística, es llamada Realización o Unión. Para Gurdjieff
(Tercera Serie), se trata de «favorecer, en el pensamiento y sentimiento del lector, la
aparición de una representación exacta, y no fantasiosa, del mundo real, en vez del
mundo ilusorio que él percibe». Sólo eso, dice en otro lugar, calmará «la pena de
NUESTRO PADRE COMÚN INACABABLE».
Y en eso, en una palabra, consiste el «Desarrollo Armónico».
Si algunos se dan palmadas en la frente al oír las teorías de Gurdjieff sobre la «luna», es
que no ven lo que hay detrás. Para él, la luna no es tan sólo el astro situado en el cielo,
igual que tampoco lo era para Dante cuando se basa en la cosmología medieval para
identificar la Esfera lunar con el Paraíso terrenal y con la puerta de los Cielos
superiores; lo cual concuerda con las Upanishads, que dicen que la luna creciente
simboliza el acceso a los estados superiores del Ser para quienes siguen el déva-yána (la
«Vía de los dioses»). Pero si bien esta fase o cara de la luna corresponde a la Ianua
Coeli, como en las letanías de la Virgen de la liturgia católica, hay también una lanua
Inferni o la fase menguante, que simboliza el regreso a los estados de manifestación
individuales efectuado por quienes siguen el pitri-yâna (la «Vía de los antepasados»).
Así la luna es a un tiempo Diana y Hécate, puerta del Cielo y puerta del Infierno, pero
es siempre la Estancia de los muertos y el «lugar» de la «memoria cósmica». «La Esfera
de la Luna —dice Guénon— determina la separación entre los estados superiores (no
individuales) y los Estados inferiores (individuales).» Por eso, el término «sublunar»
implica el fluir, lo efímero, el cambio y la disolución.
Para Gurdjieff, la luna es «el enemigo del hombre... "en la extremidad", en el fin del
mundo; es las "tinieblas exteriores" de la doctrina cristiana, "en donde habrá lloros y
crujir de dientes"». Si habla de la posibilidad de «librarse de la luna», no hace sino
tomar sus deseos por realidades, puesto que su orientación o centro de gravedad se
limita de hecho al ámbito sutil —cuyo límite extremo es precisamente la Esfera de la
Luna— afirmando él mismo que «todo, en el Universo, es material».
«En verdad, el Sol es vida —dice la Prashna Upanishad— y es materia, ciertamente, la
Luna.» En este sentido cosmológico es Gurdjieff un «materialista», y no en el sentido
habitual de la palabra; todo cuanto hay «bajo la luna» pertenece al campo de la materia,
sea grosera o sutil. El estado sutil, situado en el nivel individual, no universal, de la
realidad, está comprendido en la manifestación formal, aunque en un modo
«interiorizado» en contraste con lo corpóreo; psíquico o «anímico» más bien que físico.
Estas explicaciones tienen un doble propósito: mostrar que los «mundos» de Gurdjieff
no son simplemente los astros que se ven en el cielo, y situar ese sector del cosmos al
que se aplica su cosmología. Porque los neologismos nada cambian; sus «mundos» son
35
Tenemos aquí un eco de la tríada hegeliana: «tesis», «antítesis» y «síntesis».
relativamente «reales» a su nivel, incluso si sólo son el vago simulacro de la jerarquía
superior; mundos que pertenecen a lo infraformal más bien que a lo supraformal. Y si
les diese sus verdaderas designaciones tradicionales, eso tan sólo conduciría a
desencantar al lector, cuando no lo volviese decididamente hostil, y a oponerse a los
fines que él —o, más exactamente, su «Consejo oculto»— tenía y sigue teniendo en
vista. Lo mismo puede decirse de las «Potencias superiores» que actúan en esos
mundos: no habría ganado nada empleando sus denominaciones comunes. Era ya un
«globo sonda» —como podría decirlo su Mullah Nasr Eddin— el poner el nombre de
Belcebú en el título de su obra principal; ciertamente, nunca lo habría titulado «Relatos
de Satán a su nieto». Pero Belcebú... Pues bueno, si no todos los lectores suscribirán las
afirmaciones preliminares sobre la «profunda comprensión» y la «sincera compasión»
de este sapientísimo sujeto, muchos de ellos, sin embargo, considerarán, a fin de
cuentas, que es un vejestorio bastante inofensivo —aunque excéntrico— que no haría
daño ni a una de las criaturas sobre las que su soberanía está firmemente establecida —
al menos etimológicamente—. Gurdjieff tenía en vista igualmente la idea según la cual
la familiaridad produce el menosprecio del peligro, pues trató de habituar a sus lectores
prescribiéndoles que por tres veces leyesen el libro por arduo que les fuera, después de
lo cual estarían adecuadamente acondicionados para cualquier cosa. Como él mismo lo
dice: «Sólo entonces podrá realizarse mi esperanza de que reciba, según su
comprensión, el beneficio determinado que tengo en vista para usted y que le deseo con
todo mi ser.» Además de eso, al comienzo de Belcebú, añade una Advertencia a los
lectores para ponerles en guardia contra «asociaciones de ideas que suscitarían en ellos
todo tipo de impulsos automáticos contradictorios, surgidos de un conjunto de datos
necesariamente constituidos en el psiquismo de los hombres a causa de las condiciones
anormalmente establecidas de su vida exterior y cristalizadas en ellos a causa de su
famosa "moral religiosa", lo cual no dejaría de traducirse en una hostilidad inexplicable
para conmigo».
Así desafiadas o halagadas, según los casos, ciertas categorías de lectores se embarcan
de todos modos alegremente en el libro, bien decididos a mostrarle al autor que ellos, al
menos, no son en modo alguno «víctimas» de «impulsos automáticos contradictorios»,
sino que ellos, por el contrario, están listos, o suficientemente «maduros», para asimilar
cualquier mensaje que aporte.36
Pero si es así, cabría preguntarse entonces por qué Gurdjieff no deja ver hostilidad para
con la religión. Dejando aparte que lo hace, para quienes saben leer entre líneas (según
sus discípulos, es la única forma de comprender sus escritos), la respuesta evidente es:
¿por qué habría de hacerlo? ¿De qué le sirvió a Madame Bla-vatsky declarar: «Nuestro
fin no es restaurar el Hinduismo, sino barrer el cristianismo de la superficie de la tierra»,
o a Annie Be-sant descubrir su intención de «echar a Dios del Cielo»? Gurdjieff eligió
más bien tomar para con la religión una actitud de «benevolente indiferencia». Lo «bien
fundado» de esta táctica lo prueba el hecho de que sus discípulos están convencidos de
que Gurdjieff, los santos y los sabios de todas las tradiciones hablan de lo mismo, y la
única diferencia, para ellos, es que él tenía una competencia especial y que tenía más
directamente acceso a las «fuentes antiguas». Dejemos que la Gran Fuente de la que
recibió su mandato llegue a la posición de dominio, y entonces habrá tiempo de arreglar,
de la manera que parecerá más apropiada, el caso de los «Santos Moisés, Jesús,

36
El autor debió de considerar que el objeto que tenía en mente había sido alcanzado
plenamente, pues al final de la obra, los esfuerzos de Belcebú son recompensados por la
magnífica formación de nuevos cuernos de cinco ramificaciones, reservados únicamente a los
que han alcanzado «la Razón de la Podculada sagrada, o sea, el último grado antes de la Razón
de la Anclada sagrada».
Mohammed, Buddha, Lama [sic]» y sus semejantes, que de todas formas ya no son
reconocibles en los retratos que de ellos da el taumaturgo. La segunda parte de este
estudio ya ha dado ejemplos de las lecciones que él se arregla para sacar del
cristianismo y del Islam. En Belcebú, el propio «San Buddha» pronuncia una larga
arenga sobre el órgano Kundabuffer, en un estilo en el que se reconoce palabra por
palabra al abuelo del crédulo Hassín.
A pesar de todo, ¿soñó Gurdjieff siquiera un instante —por absurdo que parezca— que
podría instaurar un movimiento capaz de sustituir el Panteón celestial o el Gobierno del
Cielo por el de las esferas inferiores, sin hablar de dejar su huella en la sociedad?
Diremos que, de hecho, la respuesta es que hizo lo único que sabía hacer, motivado
durante toda su vida por lo que denomina un «prurito vehemente... de dilucidarlo todo»
«instalando en la conciencia de mis contemporáneos varios factores de "iniciativa psí-
quica" que según yo... tendrían que actuar inevitablemente en cuanto principios rectores
en la conciencia de todas las criaturas que tienen la presunción de llamarse a sí mismas
"a imagen de Dios"»; resueltamente decidido a «pisar pesadamente el callo más sensible
de toda persona que encontraba» antes que desviarse a un lado. Ya le hemos visto decir:
«Busco soldados que luchen por mí por el nuevo mundo.» Bennett considera que
Gurdjieff debe de haber alineado unas cuantas decenas de miles de tales soldados desde
la época en que comenzó a tomar discípulos, es decir, alrededor de 1909, de los cuales
más de mil estuvieron en un momento u otro bajo su dirección personal. Ciertamente,
hubiera podido tener muchos más si hubiese querido; pero es evidente que buscaba una
«élite», y no sólo una efímera camarilla de admiradores.
Ya se ha señalado como se desbarataron sus objetivos por el accidente de automóvil
ocurrido en Fontainebleau, en el que vio «la manifestación de un poder hostil a su fin,
un poder contra el que no podía luchar». Bennett habla de «la intensidad de las fuerzas
actuantes que destruyeron, o al menos retrasaron por muchos largos años, las esperanzas
que muchos habían concebido: que el sistema de Gurdjieff pudiese cambiar el curso de
la historia humana».
Pero apuntó muy alto hasta el final, e incluso declaró el último verano de su vida. «¡Yo
soy Gurdjieff! Yo no morir... Un día, Belcebú se leerá en el Palacio del Papa. Tal vez yo
estaré allí.»
El doctor Christopher Evans, un psicólogo experimental citado en la primera parte de
este estudio, escribe a propósito del taumaturgo: «El embrujo que este extraordinario
individuo parece haber ejercido sobre la gente es un misterio realmente difícil de son-
dear... Parece que había en torno a él un aura o una presencia imposible de definir en
términos de ciencia y de psicología.» Es porque Gurdjieff actuaba en un campo
inaccesible a la ciencia analítica, un campo, además, cuya existencia ni siquiera
sospecha. Y no obstante, es ese mismo secreto lo que le vale a Gurdjieff todos los
triunfos que ha tenido en el mundo moderno. Porque los verdaderos antiguos, a quienes
pretende que se remontan sus enseñanzas, conocían muy bien este campo, y por ello
mismo habrían tenido la ironía (si se quiere) de hacer que toda enseñanza de este orden
cayese en terreno baldío —pues estos antiguos no tenían esa «ingenuidad infantil» (es lo
menos que se puede decir en la materia) que Gurdjieff, según afirma Peters, se proponía
inculcar a la gente.
La paradoja es que sea Gurdjieff el «materialista» quien, probablemente, más que
ninguna otra figura de nuestro tiempo, ha sido capaz de abrir una brecha en el caparazón
material que sella y protege nuestro mundo de su substrato psíquico. Si se puede juzgar
según la Sagrada Escritura, su herencia no se habrá perdido, pues constituye un anticipo
suave de lo que el Destino tiene reservado; Gurdjieff admitía, incluso con estas mismas
palabras, que él era un verdadero precursor, un «Anunciador del Bien que ha de venir».
Para el lector que desee ver las cosas claramente, todo radica
en la sensibilidad espiritual, aun cuando el discernimiento estético bastaría por sí solo.
Para situar a Gurdjieff y su movimiento, la única pregunta que el buscador ha de
resolver, no ya desde un punto de vista metafísico elevado, sino en meros términos de
teología elemental, es si Dios es Omnipotente o no. Si la respuesta es afirmativa,
Gurdjieff y sus huestes están condenados.

También podría gustarte